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ArribaAbajoMar sin orillas

(Echegaray)


Digna es de elogio, cuando la fuerza acompaña, la empresa de ensanchar los límites en que nuestro teatro nacional, el más rico de los románticos, sin excepción del inglés, se va encerrando, más de cada vez, hasta amenazar ahogarse entre las cuatro paredes en que ingenios y críticos comineros pretenden aprisionarle: ¡a él!, ¡al teatro español, que hallando estrecho el mundo, inventaba regiones, idealizaba las conocidas, convertía los desiertos en reinos florecientes, exploraba las islas encantadas, trasponía mares y continentes, escalaba el cielo, llevaba a las almas seráficas las pasiones de los mortales, y a todos los climas, y a todas las razas, y a todas las clases, el ropaje de púrpura y oro que se llama el verso, jamás igualado, de Calderón y Lope!

Por aquí pasaron escuelas mezquinas que quisieron cegar para siempre el manantial del oro, so pretexto de que en él corrían fango y arenas. Pero fue en vano, sucumbieron los pseudo-clásicos; y como el venero quedaba, luego salió de la tierra, rompiendo por todo, la abundosa vena que vino a enriquecer el ingenio de nuestros románticos de este siglo.

No cabe comparar la riqueza antigua, que fue como la que nos vino de Indias, fabulosa, con la producida por nuestros poetas contemporáneos, no obstante su valentía, cohibida por convenciones que, a su pesar, se imponían. Pasó aquel renacimiento también; volvió la reacción, y con ella, no ya la comedia   —104→   moratiniana, que al fin algo valía, sino la imitación cobarde de un teatro extranjero, que introducía ideas y propósitos aquí mal comprendidos o tenidos por corruptores: este exceso, sin gracia y sin conciencia, sin oportunidad ni valentía, trajo aparejada la triaca para el veneno con la comedia que llamarían en otra parte burguesa, verdadera simonía del arte, porque pretende con el fin moral, que en vano se propone, ganar la admiración que sólo es propia, en este respecto, de la belleza. Autores, que no he de nombrar, escribieron en este sentido comedias que hoy aún echa de menos parte del público, la más sesuda, según fama, la más pudiente, disimulada, vividora y rica. Y esto venía siendo nuestro teatro en las últimas décadas: algunas veces, muy pocas, ingenios peregrinos, maestros en la composición, no de muy alto, mas de seguro vuelo, producían obras primorosas, que no rompían, aunque bien pudieran, el estrecho círculo señalado por cien preocupaciones de todos géneros a la escena española, ya esclava.

Admiraba el público en estas obras excepcionales, más que nada, el primor del artista, y no podía menos, al contemplar la comedia, de pensar en el autor y recrearse adivinando los procedimientos de exquisita habilidad empleados. Aparte de estas obras sin ejemplo, que se avenían con lo usual, y por pereza o por egoísmo no rompían con nada, seguía la lucha entre la invasión extranjera y la mezquina defensa de supuesta moralidad artística. Un autor era osado a traducir pensamientos que aquí parecían atrevidos y peligrosos, y no tardaba la musa timorata en ofrecer el contraste de un cuento azul puesto en redondillas y en tres actos sobre las tablas.

En un teatro así apareció el Sr. Echegaray ante un público dividido en revolucionarios, más o menos prudentes y sabios, y burgueses pacíficos, cuya idea del arte les hacía alabar, ante todo, la buena intención. Una crítica más impresionable que experimentada y estudiosa, saludó al vate de La esposa del vengador y En el puño de la espada como a un genio, como a un restaurador del teatro; y esa misma crítica tornadiza, como todo lo que es superficial, cuando pasó algún tiempo, y sin más que por esto, se cansó del teatro de Echegaray, y así como primero cantó alabanzas y habló de resurrecciones, sin saber lo que hacía, después vio culteranismo, amaneramiento, efectismo, falsedad, inverosimilitud en lo que era igual, punto por   —105→   punto, a lo que primero enaltecía: cayó primero en el ditirambo, que no es crítica; vino después a la ceguera del insulto, y se inspiró en el despecho, y no quiso ver más que horrores donde el público, más consecuente, seguía viendo bellezas.

Es más fácil aplaudir sin tino y desechar y maldecir sin examen, que distinguir, aquilatar y analizar detenidamente lo que merece maduro juicio. Porque, podrá ser malo el teatro de Echegaray, pero es lo cierto que ya no tenemos otro20. Es el ingenio que vive, que se manifiesta fecundo, original, valiente, que suscita tormentas; y la lucha es la vida, y acobardarle con repulsas absolutas (si tanto consiguieran los críticos) no es prudente, ni esa la misión de la crítica.

Echegaray, hoy como el primer día de su gloriosa aparición en la escena española, es un fenómeno del teatro; merece estudio, lo exige detenido y exento de preocupaciones; la crítica se ha contentado con consagrarle conceptillos o antítesis cursis, gastadas y altisonantes, según el gusto de cada crítico. Todos reconocían que no se le podía aplicar el canon común a los poetas medianos que se estilan, y nadie buscaba ni busca otro canon. Se seguía el procedimiento, más propio de empleado de alfolí que de críticos, de pesar los defectos y las bellezas de sus dramas, y según se inclinaba de un lado o de otro la balanza (no siempre fiel), así se condenaba o se glorificaba la obra de Echegaray.

¡Qué crítica!

Adarme más o adarme menos, Echegaray es el mismo en Mar sin orillas que en La esposa del vengador, En el seno de la muerte y Locura o santidad. La calidad es la misma, y si la cantidad varía, descuéntese el quantum, pero no se niegue el ingenio, que es el mismo; y cuenta que en sostener que Echegaray es un monstruo de genio está comprometida la fama literaria de muchos críticos que hoy le desprecian.

No seguiré yo, en este humilde folletín en que expongo mis ideas sin pretensiones, no seguiré el ejemplo de los que estiman al peso, como papel viejo, el mérito de Echegaray. Me ha parecido ahora el mismo de siempre: es el autor a quien   —106→   al principio aludía, el que ensancha, con fuerza para ello, los límites de nuestro teatro, el que nos saca de poetas enclenques, mojigatos y simoniacos, y de traductores o truchimanes vergonzantes; pero al hacer esto, hoy como el primer día, es imperfecto, desigual y precipitado en la concepción de la trama dramática, cuya semejanza a la de la vida es más necesaria condición escénica de lo que él se figura. Así, voy a considerar su última obra, y ruego al lector que no me pida estrecha cuenta de las páginas que empleo; necesito algunas, porque no se trata sólo de decir si Mar sin orillas es buen o mal drama, como perentoriamente resuelven los críticos, sino de examinar de paso varias cuestiones anejas al asunto y de importancia para el estudio de nuestra presente vida literaria.

Muchos dicen que el Sr. Echegaray ha creado en este drama algunas situaciones de primer orden -es la frase consagrada-; que tiene el tercer acto grandes pensamientos... pero nada más. Y después de decir esto, aseguran que en conjunto el drama es detestable.

Yo no entiendo de este modo la crítica. Si el drama es detestable no puede ser que contenga situaciones de primer orden: estas no se improvisan en un drama, no pueden ser el fuego fatuo que brilla y se desvanece. Y, en efecto, en Mar sin orillas, las situaciones que parecen excelentes constituyen el drama; son lo esencial de él, por lo menos. Pocas veces ha concebido el Sr. Echegaray fábula en que la condición de la unidad se satisfaga como en esta interesante, original y fecunda invención de su último drama. Mientras la acción, la verdadera acción es rápida, sencilla y enérgica, rica en intensidad dramática, por el contrario, el desarrollo escénico es lánguido (después de hecha la exposición), está erizado de episodios que nada tienen de característicos, que no ayudan a fijar la atención y a comprender y estimar el asunto principal; episodios de narración, si bella en el lenguaje, inoportuna y sin arte en el desempeño. Y por desgracia hace esto el autor precisamente en un segundo acto que sigue a un reto valentísimo dirigido a la parte filistea del público.

Parece que hay contradicción en decir que hay unidad en la acción, y que el drama está plagado de episodios inoportunos y desmañados; pero es lo cierto: la unidad de la composición   —107→   no es la unidad de la acción; en la composición no hay unidad; no todo lo que hay en el drama es parte integrante, por eso no hay unidad de composición; por eso el público juzga malos el segundo acto y las primeras escenas del primero; pero la bondad del tercero no consiste en un arranque inesperado de ingenio, sino que es la consecuencia natural del plan, de los caracteres y del conflicto creado. Hay en Mar sin orillas como eclipses de la acción, que desorientan a muchos espectadores; pero el atento, no sin lamentar este notable defecto de composición, admira la belleza de la fábula, que es de gran fuerza dramática; enérgica por el interés del conflicto, el vigor y entereza de los caracteres, y aun por la sencillez de su contenido. Desde el momento en que Leonardo vuelve del Palmar adquiere el drama una grandeza pocas veces igualada en nuestro teatro; ya no hay estorbos ni dilaciones; la tremenda lucha aparece; las almas se trasparentan; todo se agiganta... sólo al final vuelve la morosidad a enfriar un tanto la situación culminante: el efecto teatral pierde en intensidad algo por falta de arte escénico; pero es claro que la principal belleza no se desvanece por esto, y quédale al espectador profunda impresión, y admira, si es sincero, concepción tan original y rica en interés, expresada, en lo esencial, con acierto que sólo altísimo ingenio alcanza.

Para los lectores que no hayan visto Mar sin orillas (que de todos modos no han de poder juzgar bien el asunto) expondré con alguna extensión el argumento de la fábula, para que después comprendan bien las observaciones que haga.

Viven en Barcelona los marqueses de Castro, y en su compañía Leonardo de Aguilar, hijo del primer matrimonio de la marquesa. No tuvo esta a las tocas de viuda el respeto que según Leonardo debiera, y no hay paz en la casa; porque aunque el mundo y Dios tengan por bueno lo que la marquesa hizo con casarse otra vez, sin guardar lutos, no lo estima así el de Aguilar, joven austero, que no sabe de otros amores que los que ofrece un hogar puro, donde el esposo es padre, y la madre siempre fiel, en vida y muerte.

Según el mozo indica, hubo liviandad en la marquesa, asechanzas y malos consejos en el marqués, y con todo esto y la paz perdida llega el momento en que Leonardo deja la casa en   —108→   que nació, cuna de sus recuerdos queridos; pero también de sus penas. Solemne es la escena de la despedida, acompaña el padrastro al entenado hasta la puerta, y en las pocas palabras que se dicen se comprende la situación que les arrastra a aquel extremo. Baja la madre también al zaguán para impedir que el rencor estalle, insiste en que el hijo vuelva al hogar, pero Leonardo no cede. Solo queda en la calle, en medio de la noche, y en el retablo de una imagen de María reclina la frente, sin fuerzas para ir más lejos; triste con la tristeza de Hamlet, pero sin planes de venganza: nada más que desolado.

Camilo es un hermano de Leonardo, que ya en vida del padre de los dos tuvo que dejar su casa, porque sus escandalosas hazañas de libertino le obligaron a este destierro: Camilo vuelve, no corregido, pero ansioso de ver a su madre, y a la verdad, más ansioso de gozar la hermosura de Leonor, pobre huérfana a quien una dueña vende por un puñado de oro, sin que la inocencia virginal permita a la víctima ver el engaño hasta tocar sus efectos.

Con joyas, rico traje y halagada por los interesados libertinos que solicitan sus favores, llega Leonor hasta la puerta de la que ella cree morada del corregidor, que ha de entregarla una fortuna que se le debe; mas al sentir la realidad, al comprender que se trata de un engaño, que se la lleva a un abismo cuyos horrores ella no conoce, pero que instintivamente rechaza, huye despavorida mientras puede y cae a los pies de la marquesa de Castro que por azar atraviesa la plazuela. Vencido el primer impulso de piedad la arrogante dama, instigada por su esposo, rechaza a la pobre víctima, de cuya culpa y perdición no la dejan dudar las apariencias: ya sin amparo, Leonor se ve arrastrada hasta el portal de la vivienda infame; un supremo esfuerzo la salva, huye y cae desvanecida fuera de los umbrales21; entre ella y sus perseguidores se coloca Camilo que, por salvarla, estaba en acecho.

Si en el primer momento del peligro tiene Leonor un refugio en la casa de un judío, luego se ve sola en la calle, sin guía, sin luz y sin más asilo que aquel pobre altar de la Virgen, donde se postra, ya las fuerzas agotadas.

Leonardo, sin hogar, lleno de recuerdos tristes, vaga por Barcelona, y sin quererlo, vuelve bajo los muros de su señorial morada: pasará la noche al raso, ¿qué le importa? Aquella   —109→   noche, en que pierde una madre y un hogar, no es para dormida. Divisa un bulto sobre el retablo: ¿quién será el desamparado? Dejarle será mejor.


    Bien duerme si está dormido;
bien descansa si está muerto.



Pasa Leonardo junto a Leonor: ¡Una mujer! ¡Una dama! Descúbrela el rostro, y... todo cambia de repente: la noche es día; el corazón se llena; ya hay motivo para vivir; en aquel alma austera, noble, fiel al cariño hasta después de la muerte, nace el amor y nace como el amor ha de ser en espíritus de ese temple. Leonor ya tiene quien la proteja; Leonardo ya tiene a quien amar. ¡Eran dos desamparados, dos aves sin nido, expuestos al rigor de la intemperie; para darse calor se juntan sus corazones; ya son dos contra las borrascas del mundo! -¿Quién sois? -exclama Leonor al ver al primer ser humano compasivo en aquella terrible noche, para ella toda misterios, pero misterios de horror. El galán sólo contesta:


    Soy Leonardo de Aguilar.



Este es el primer cuadro cuyas bellezas no necesitará el lector que yo le señale con el dedo; bellezas que están esmaltadas con una dicción poética correcta, numerosa (en este concepto lo mejor que ha escrito Echegaray) sin ampulosos adornos de tropos, antítesis ni conceptos, tierna o enérgica, según la ocasión, siempre brillante y galana.

El contraste de Leonardo que vaga solo con sus penas, y los libertinos que a costa de tanta infamia quieren el placer; la nobleza que en Camilo estalla al poner a prueba sus sentimientos de hidalgo; la ciega desventura de Leonor, que huye de peligros, que ni sabe cómo se llaman, y la unión por el amor de los dos huérfanos, pues huérfano viene a ser Leonardo, y por eso gime, son elementos que hacen de esta jornada una exposición de gran interés y de belleza en la forma; contribuyendo no poco el efecto, la rapidez de la acción, que hasta aquí por ningún concepto peca.

A una torre del señorío de Aguilar, junto a la playa, bañada por las olas, lleva Leonardo a su amada, que es su protegida, y allí, con deudos por testigos, la hace su esposa. Leonor también ama a Leonardo, que no es mengua del amor comenzar por ser agradecido. Pero Leonardo tiene la curiosidad impertinente de los enamorados sin experiencia, y en un   —110→   diálogo que bien pudiera compararse al de Inés y D. Juan Tenorio (que muchos necios no creen muy bello) procura el joven Aguilar penetrar los pensamientos de aquella niña que nada sabe del mundo, que sólo sabe de su amor. ¡Oh empedernidos burgraves de la respetable crítica, que pasasteis en silencio, como despreciándolo, este episodio delicadísimo, que enternece y encanta; o no tenéis corazón o será de bronce o peña!

Quiero saber cómo me quieres, dice Leonardo, y Leonor responde:


-Pues pregunta.
-Pues contesta,
niña de la frente honesta
y del cándido mirar...



Y resulta del interrogatorio, como diría Revilla, que Leonor amaría a Leonardo aun si el amor de este fuera capricho, aunque fuera liviandad, aunque de la inocente virgen quisiese hacer una manceba...


-Si tal fuese,
¿Me amarías?
Te amaría!



exclama Leonor después de luchar en silencio; pero diciendo al fin la verdad, que es lo único que sabe decir. Por un momento, y como anuncio de la tormenta que ha de estallar, se muestra en Leonardo aquel sentimiento de la honra tan alambicado y retorcido en siglos anteriores; pero el amor disipa aquella nube de metafísica caballeresca.

Leonor es al fin esposa de Leonardo.

Avisados los marqueses de Castro por Sanabria, antiguo servidor de la casa, acuden a la torre del Palmar para impedir, si es tiempo, el enlace que Leonardo proyecta; no saben quién es la esposa; pero bástales sospechar que no es noble y saber que es desconocida, para oponerse. Cuando llegan, Leonardo, esposo ya de Leonor, está ausente del castillo, ha ido a combatir a los piratas argelinos, que han entrado a saco el Palmar, llevando consigo la muerte y el incendio.

Escena patética es aquella en que Leonor, que nada teme, porque todo lo ignora, se postra a las plantas de la marquesa. -¡Otra vez te he visto! -exclama la marquesa espantada. -¡Y   —111→   yo a vos! -responde la virgen esposa. -Fue en una noche horrible. -¡Sí, horrible!... Luego la deshonra es cierta, Leonardo ha elevado a sí a una meretriz, por lo menos a una mujer a quien se la vio salir de una mancebía. Muchos han considerado excesivo el rigor de todos aquellos personajes conjurados para arrancar de cualquier modo a Leonor de la torre a que ha de volver Leonardo. Preciso es para tal extrañeza olvidar el concepto de la honra en aquellos tiempos, en que los sentimientos más humanos estaban como atrofiados por la influencia de tantas preocupaciones. Una ramera, o, en fin, una mujer deshonrada se ha introducido en la familia; es la esposa del heredero de Aguilar... ¡imposible!, hay que impedirlo a toda costa. ¡Cosa más natural!

No se habían inventado entonces las Margaritas Gautier, ni el público estaba encariñado con Marion Delorme, ni Nana había venido al mundo. El marqués decide entregar aquella presa a los piratas que tienen prisioneros; vuélvanse con aquel botín que será buen regalo para el harem. El final del segundo acto, deslucido por la escasa habilidad que el diálogo revela en parte, y en parte por la representación muy defectuosa en el conjunto, sería sin tales inconvenientes de buen efecto. Leonor se ve otra vez arrebatada por hombres desconocidos al abismo; sabe que no es culpable y siente que lleva consigo un estigma, talismán de desgracia, cuya virtud maléfica conoce sólo por los efectos. Los piratas se arrojan sobre la presa; pero uno de ellos es Camilo, que la salvó una vez y promete volver a salvarla; sin embargo, sus generosos impulsos se contienen, por el pronto, al oír a la mísera Leonor exclamar: ¡Leonardo mío!

Este segundo acto, aparte de las bellezas episódicas que he señalado, bellezas que sirven para determinar más y mejor los caracteres principales, es el más débil del drama, porque las escenas de transición, aquellas en que el autor desarrolla la trama de su fábula, pero sin que la acción, como manifestación de los caracteres, tenga interés dramático, son de escaso efecto, mal preparadas, diluidas en inútiles narraciones y descripciones excesivas.

Los personajes secundarios, que ningún relieve tienen en esta obra, no están ligados a la acción principal con vigorosos lazos: ocupan casi siempre la escena; hablan demasiado, y con   —112→   esto es imposible que el interés no decaiga. Y continúa decayendo al comenzar el acto tercero, merced a la cháchara molesta y cada vez más inoportuna de aquella hija de Sanabria, que todas las ocasiones las encuentra buenas para disertar y narrar lo que fuera mejor que el público supiera de otro modo menos rudimentario en el arte escénico.

El teatro representa un pabellón de la planta baja de la torre; el mar se divisa en el fondo, casi al nivel del terreno.

Leonardo, ya de noche, vuelve de vencer al pirata, cuyo bajel hundiose en el mar entre sangre y llamas; el premio de aquella victoria es Leonor; la noche ha pasado para Leonardo; el día le espera en el camarín de su esposa.

El Sr. Echegaray ha dado a todas estas escenas todo el relieve, toda la expresión feliz que merecía la invención, dramática como pocas. En tanto que Leonardo corre a buscar a su amada, y a encontrar el desengaño, Camilo llega a la torre, casi exánime, por azar, salvado en frágil barquilla, donde consigo pudo también librar de las olas a la pobre Leonor, que allí queda, en el fondo de la barca, desvanecida o muerta: él no lo sabe; sólo sabe que la vida se le va con la sangre que brota de ancha herida. Efecto trágico de sublime terror el de esta escena: el público abre los ojos de la fantasía instigado por el poeta, y se obra el milagro de arte de que quepa en el estrecho recinto del escenario un horizonte que el teatro ofrece pocas veces. Va Camilo a descansar, o mejor, a morir en la cabaña de Martín, y vuelve Leonardo, ciego de ira, despertando todos los ecos de la vetusta fortaleza y cansándolos con el nombre de su amada.

Para lo que sigue no basta la fría narración con que estoy fatigando a mis lectores. ¡Hay que oír al monstruo!, como decía Esquines de Demóstenes; hay que ver a Calvo declamar aquel romance heroico que bien puede llamarse perfecto porque allí nada sobra, la pasión exaltada habla así, la incertidumbre se consuela de aquel modo; unas veces se impacienta porque tarda la evidencia y otras retrocede a su vista. ¡Magnífica deprecación la que Leonardo dirige al tiempo!

No la recuerdo íntegra y no quiero profanarla repitiendo algún concepto que conservo en la memoria, Leonardo buscando a Leonor por las galerías y las estancias de la torre, no pudo dar con ella; un beso salió de sus labios, pero no encontró   —113→   en el aire el compañero; sus brazos quisieron abrazar y abrazaron la sombra... sólo pudo ver allá más lejos una sombra, un bulto de mujer, pero al llamarla, al correr a ella, la sombra huyó. ¿Quién era?, ¿quién era? Si era Leonor ¿por qué huía? Si no era ¿quién era?... Con paso majestuoso y lento por aquella estrecha y oscura galería se adelanta la marquesa de Castro, que era el fantasma que huyera de Leonardo. -¡Mi madre! -Sí, tu madre, que te tuvo miedo, pero sólo un instante, ya ves que vengo a ti. Esta escena es la culminante del drama, en lo que respecta al carácter del protagonista; y jamás con expresión tan sublime coincidió más sublime conflicto en el drama moderno. Figurémonos a Clitemnestra y a Orestes para recordar algo por el estilo. Y si, como es natural, no llega el poeta romántico español a la sencilla grandeza del clásico griego, gana su invención sublime en la nobleza y ternura de los sentimientos que luchan. ¡Lucha del respeto y amor filial con el amor de esposo! Conflicto el más grande para al que lo comprenda. Y ¡qué bien debió comprenderlo Echegaray cuando tales palabras hace decir a su héroe!

Un crítico llegó a decir de esta escena que Leonardo sienta la mano a su madre... ¿Por qué no decirlo? Si no hay mala fe en esto, hay la más insigne torpeza. Como en este diálogo, del que no quiero citar pormenores, porque hay que oírlo, se concreta toda la fuerza dramática, toda la pasión y energía de los caracteres; como es el núcleo de la obra, y como es el arte primoroso, así por la concepción como por el desempeño, cabe decir y jurar que Mar sin orillas es obra de mérito excepcional, de las mejores del autor, que, como ahora, se equivoca siempre en lo accesorio, y no siempre en lo esencial acierta. Y esta vez ha acertado; tanto, que su inspiración le dictó la escena que entre todas las de nuestro teatro moderno puede resistir mejor la comparación con cualquier escena de cualquier teatro.

No decae la acción en lo que sigue, gracias a lo fecunda que es en efectos22 la fábula dramática de Mar sin orillas.- Acusado   —114→   por su madre, por sus parientes todos, que proclaman su deshonra, Leonardo vuelve los ojos al abismo; y en imprecación valentísima, de sublime poesía, promete su alma a los poderes del infierno por la presencia de Leonor.- Cuando Leonardo la llama, y Leonor, desde el fondo de la barca, responde, el cabello se eriza (como no se sea calvo o crítico), y se aplaude, en silencio, por dentro, porque no es ocasión de palmadas. Y aquello, sin embargo, es efecto, puro efecto, ¡ya lo creo!, como son de efecto las situaciones culminantes y ya inmortales de los mejores dramas del teatro romántico, y aun del clásico, que en esto no se diferencian.

Leonor viene, cree Leonardo, para probar su inocencia; es necesario que venga para eso, si no más valdría que quedara bajo las olas.

Solemnemente jura la madre, que en aquel momento aparece digna de su nombre, pero no como madre vulgar, sentimental no más y débil, sino con la entereza que por no perder la honra del hijo puede y debe tener una madre, que no por serlo ha de abdicar toda fortaleza; y jura la marquesa de Castro, por la salvación de su alma, que ella fue testigo de la infamia de Leonor. Leonardo, que sostiene en los brazos a su esposa, la hace erguir la frente. Mira, la dice al oído, esa es mi madre; mira que en ese juramento va su alma; pues si tú dices que miente... a ti te creo, ¡di que miente! Y como siempre, Leonor contesta del único modo que sabe, diciendo la verdad, cueste lo que cueste.

-Tu madre no mintió. -Pues entonces, ¿a qué vienes? -Soy inocente. -Inocente o culpable estás sin honra. (Leonardo no sabe, como sabe, por ejemplo, mi amigo el Sr. Vidart, que no hay inmoralidad sin intención, y que nadie es responsable sino de sus propios actos. Pero no extrañe esto en Leonardo, cuando hoy mismo sabios como Stuart Mill y Tyndall opinan que «sin responsabilidad puede haber castigo»).

-Pues bien, volveré a las olas, por ti, Leonardo, ya que te robo lo honra. Leonardo aprueba, y la inocente y virginal esposa se hunde en el mar, aquel mar que recuerda este otro sin orillas, donde las almas que naufragan no pueden esperar salvación. Perdéis la fama, sois apestados, nadie mira si sois o no culpables; todos los pechos son roca viva, tajo profundo, no hay donde la mano encuentre apoyo, no hay orillas. Leonardo,   —115→   después que se cerciora de la inocencia de su Leonor, va a buscarla en su sepultura, como hacen muchos amantes en los dramas y en el mundo. Lástima, es en verdad que no lo haga tan pronto como yo lo digo.

¿Qué es lo principal en el drama? A esto Hegel contesta que el carácter; pero no hay que entender el carácter de la manera superficial, deficiente y a la vez suficiente, como lo entiende cualquier espectador presuntuoso o cualquier crítico por asalto.

La estética, y sobre todo la estética especial y aplicada, exige meditaciones como la más alta filosofía, y experiencia y gusto como la más selecta obra de arte.

Para saber lo que es el carácter dramático no basta entender la palabra según el sentido vulgar y corriente, y de aquí que todas esas condiciones que se le exigen por los críticos a domicilio, son arbitrarias y muchas veces ridículas.

Es lo principal el carácter, porque como el drama es la poesía plena de la humanidad, lo que interesa ante todo, es la resultante de las propiedades humanas, como fuerza, en la connivencia social, influidas por el medio en que obran, y a la vez influyentes: las propiedades humanas individualizadas, y en ese respecto indicado, constituyen el carácter, y esa es, en definitiva, la esencia de lo dramático. No hay en esto desprecio de la acción como algunos estéticos suponen, sino que esta no viene a ser sino la línea, como huella, que señala el carácter23.

Así en Hamlet, en La Vida es sueño, es el carácter el que decide de la acción, sin que esta deje de ser importante, pero siéndolo por el valor del carácter mismo.

En Mar sin orillas hay, para el que atiende a lo esencial, y según lo visto en la reseña anterior, interés sumo en los caracteres, en aquellos que determinan la acción humana con su movimiento. Si todo esto parece a algunos abstruso y vano sofisma para defender una tesis, no es mía la culpa: todavía no tengo yo bastante habilidad para escribir sino para aquellos que fácilmente me entiendan. Sé que sigo el hilo de un pensamiento racional, de una convicción reflexiva, no sé si lo expongo con claridad suficiente para todos.

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Y sigo. El carácter de Leonardo es el objeto del Mar sin orillas, el objeto dramático, por más que en el primer término de la acción aparezca una desgracia de Leonor suministrando la tesis poética del drama; pero se ve fácilmente que la suerte de aquella niña no está en sus manos, que su belleza, y la tiene muy grande, no llega más que a lo que llamó Wischer el sublime pasivo o de abnegación: sobre este está el activo cuando llega a manifestar fuerza de buena voluntad sobre todo, vencedora de los obstáculos.

Ahora bien; ese triunfo, en la buena voluntad, no necesita ser material, bástale con la belleza espiritual, y en este sentido, el carácter de Leonardo es completo, y es el que da la esencia al drama. El conflicto se le impone desde fuera; la victoria es suya. Ya sé que muchos espectadores no piensan en estas cosas, cuando a guisa de jurado van examinando escena por escena el movimiento, los efectos, la habilidad, la verosimilitud (mal entendida, por supuesto); y según aparecen circunstancias agravantes o atenuantes, así corren la escala de las penas, pasando de la silba mayor al retraimiento correccional, según los autos. Pero ni eso es el arte serio, ni el que se precia de mirar estas materias con la atención y cuidado que merecen, hace caso de ese arbitrario, empírico juicio que, en definitiva, nada significa. Para tales espectadores, la trilogía del Walenstein sería obra pesada, fría y un tanto inverosímil. ¿Dejaría de ser por eso la joya de más valor del teatro moderno?

Sin embargo, no se puede negar que el teatro más perfecto será aquel en que el elemento de realidad, que a imitación de la vida tiene que intervenir, para ser el campo de acción de los caracteres, parezca como arrancado de la vida misma, tanto en sus elementos constitutivos, como en el libre movimiento de los accidentes. Esto excluye dos procedimientos: el desarreglado, vigoroso, pero poco natural que el Sr. Echegaray emplea, y aquel otro que algunos le piden y de que Dios le libre, a saber: el que consiste, no en imitar la realidad cuyos misterios y antinomias no se resuelven en el limitado tiempo y espacio que el cuadro escénico puede reflejar, sino en corregirla, mejorarla, disponiéndola en miniatura para que en determinado momento -el escénico- dé de sí toda la finalidad que encierra, acumule las felices coincidencias que tanto se aplauden   —117→   en el teatro, y sea a manera de microcosmos, hecho a imagen y semejanza de la inventiva del poeta24.

Este procedimiento, el más convencional, el más lejano a la realidad y al drama, en su verdadero concepto, es, sin embargo, el que hoy enamora a la mayoría del público y a muchos críticos; y el Sr. Echegaray, si peca por lo antes dicho, por no ver ni tomar de las circunstancias reales sino el dibujo con que coincide el fin de su propósito dramático (adecuado al carácter, pero no a todo lo que la escena exige); si por esto peca, es claro que mucho más se separa del ideal hoy acariciado, que es la habilidad de copiar una naturaleza, en la cual se concreta en breves horas (veinticuatro si es posible) todo el cúmulo de vicisitudes felices que se necesitan para que, sin faltar a lo verosímil, sin forzar los resortes, los sucesos traigan como por la mano, el fin del autor con toda la trama diabólica de su invento, tejida, enredada y desenredada en término perentorio. Como esto supiera hacer el Sr. Echegaray (y repito que no lo quiera Dios), no habría quien se atreviera a disputarle esa gloria de estreno, que en verdad no debe preocuparle tanto como el desarrollo de uno de esos caracteres que con tan original y poderosa vena concibe.

Ya Mde. Sthael, en su libro La Alemania, hacía atinadas observaciones respecto a las condiciones de nuestro teatro meridional, o mejor, latino, en comparación con el germánico: hay cierto materialismo en que se da mucho a la técnica artística, y lo más a la imaginación brillante y aguda en nuestro gusto, y, por consiguiente, en el teatro preferido; y si bien no deben desecharse estos elementos, primero, porque no se puede, y además, porque son en sí de gran valer, no es menos cierto que se debe procurar ensanchar los moldes y admitir el esfuerzo genial, que no sin tropiezos, pero con vigor e intención reflexiva, nos encamina a más anchos horizontes.

Eso intenta y eso prueba el Sr. Echegaray; por eso yo, que no me quedo atrás en reconocer sus defectos (para mí siempre accidentales), me declaro su ardentísimo partidario, prefiriendo llegar a la pasión y a la paradoja, a formar coro con esa turba de fariseos críticos, que ni siquiera tienen el instinto de la conservación, y no prevén, aleccionados por tantos ejemplos,   —118→   que sus mezquinas preocupaciones han de ser vencidas y olvidadas, si no son dignas de anatema, mientras el Sr. Echegaray, o quien siga con fuerzas para ello su camino, ha de ser alabado, cuando menos, por la oportunidad del intento. Sí, porque nuestro teatro se ahoga, como dije al principio; los caracteres se suceden y se parecen; cambia el azar que figura el poeta, pero no cambia el fondo dramático; y para hacer fecunda tan pobre semilla, no basta el esfuerzo aislado de tal o cual ingenio feliz, pero cobarde. Hay que atreverse a renovar, y dejemos que se atreva ese que llaman todos los gacetilleros de la villa genio extraviado.

A la larga siempre acierta el que se fía del genio.



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ArribaAbajoLa mosca sabia


- I -

D. Eufrasio Macrocéfalo me permitió una noche penetrar en el sancta-sanctorum, en su gabinete de estudio, que era, más bien que gabinete, salón biblioteca: las paredes estaban guarnecidas de gruesos y muy respetables volúmenes, cuyo valor en venta había de subir a un precio fabuloso el día en que D. Eufrasio cerrase el ojo y se vendiera aquel tesoro de ciencia en pública almoneda; pues si mucho vale Aristóteles por su propia cuenta, un Aristóteles propiedad del sabio Macrocéfalo tenía que valer mucho más para cualquier bibliómano capaz de comprender a mi ilustre amigo. Era mi objeto, al visitar la biblioteca de D. Eufrasio, verificar notas en no importa qué autor, cuyo libro no era fácil encontrar en otra parte; y llegó a tanto la amabilidad insólita del erudito, que me dejó solo en aquel santuario de la sabiduría, mientras él iba a no sé qué Academia a negar un premio a cierta Memoria en que se le llamaba animal, no por llamárselo, sino por demostrar que no hay solución de continuidad en la escala de los seres.

La biblioteca de D. Eufrasio era una habitación tan abrigada, tan herméticamente cerrada a todo airecillo indiscreto por lo colado, que no había recuerdo de que jamás allí se hubiera tosido ni hecho manifestación alguna de las que anuncian   —120→   constipado: D. Eufrasio no quería constiparse, porque su propia tos le hubiera distraído de sus profundas meditaciones. Era, en fin, aquella una habitación en que bien podría cocer pan un panadero, como dice Campoamor. Junto a la mesa escritorio estaba un brasero todo ascuas, y al extremo de la sala, en una chimenea de construcción anticuada, ardían troncos de encina, que se quejaban al quemarse. Mullida alfombra cubría el pavimento, cortinones de tela pesada colgaban en los huecos, y no había rendija sin tapar, ni por lado alguno pretexto para que el aire frío del exterior penetrase atropelladamente, sino por sus pasos contados y bajo palabra de ir calentándose poco a poco.

Largo rato pasé gozando de aquel agradable calorcillo, que yo juzgaba tan ajeno a la ciencia, siempre tenida por fría y casi helada. Creíame solo, porque de ratones no había que hablar en casa de Macrocéfalo, químico excelente, especie de Borgia de los mures. Yo callaba, y los libros también; pues aunque me decían muchas cosas con lo que tenían escrito sobre el lomo, decíanlo sin hacer ruido; y sólo allá en la chimenea alborotaban todo lo que podían, que no era mucho, porque iban ya de vencida, los abrasados troncos.

En vez de evacuar las citas que llevaba apuntadas, arrellaneme en una mecedora, cerca del brasero, y en dulce somnolencia dejé a la perezosa fantasía vagar a su antojo, llevando el pensamiento por donde ella fuere. Pero la fantasía se quejaba de que la faltaba espacio entre aquellas paredes de sabiduría, que no podía romper, como si fuesen de piedra. ¿Cómo atravesar con holgura aquellos tomos que sabían todo lo que Platón dijo?, y que gritaban aquí ¡Leibnitz!, mas allá ¡Descartes! ¡San Agustín! ¡Enciclopedia! ¡Sistema del mundo! ¡Crítica de la razón pura! ¡Novum organum! Todo el mundo de la inteligencia se interponía entre mi pobre imaginación y el libre ambiente. No podía volar. ¡Ea! -le dije-; busca materia para tus locuras dentro del estrecho recinto en que te ves encerrada. Estás en la casa de un sabio; este silencio, ¿nada te dice? ¿No hay aquí algo que hable del misterioso vivir del filósofo? ¿No quedó en el aire, perceptible a tus ojos, algún rastro que sea indicio de los pensamientos de D. Eufrasio, o de sus pesares, o de sus esperanzas, o de sus pasiones, que tal vez, con saber tanto, Macrocéfalo las tenga? Nada respondió mi fantasía; pero   —121→   en aquel instante oí a mi espalda un zumbido muy débil y de muy extraña naturaleza: parecía en algo el zumbido de una mosca, y en algo parecía el rumor de palabras que sonaban lejos, muy apagadas y confusas.

Entonces dijo la fantasía: «¿Oyes? ¡Aquí está el misterio! Ese rumor es de un espíritu acaso; acaso va hablar el genio de D. Eufrasio, algún demonio, en el buen sentido de la palabra, que Macrocéfalo25 tendrá metido en algún frasco». Sobre la pantalla de trasparentes que casi tapaba por completo el quinqué colocado sobre la mesa, que yo tenía muy cerca, se vino a posar una mosca de muy triste aspecto, porque tenía las alas sucias caídas y algo rotas, el cuerpo muy delgado y de color... de ala de mosca; faltábale alguna de las extremidades, y parecía al andar sobre la pantalla baldada y canija. Repitiose el zumbido y esta vez ya sonaba más a palabras; la mosca decía algo, aunque no podía yo distinguir lo que decía. Acerqué más a la mesa la mecedora, y aplicando el oído al borde de la pantalla, oí que la mosca, sin esquivar mi indiscreta presencia, decía con muy bien entonada voz, que para sí quisieran muchos actores de fama:


    -Sucedió en la suprema monarquía
de la Mosquea un rey, que aunque valiente,
la suma de riquezas que tenía
su pecho afeminaron fácilmente.

-¿Quién anda ahí? ¿Hospes, quis es? -gritó la mosquita estremecida, interrumpiendo el canto de Villaviciosa, que tan entusiasmada estaba declamando; y fue que sintió como estrépito horrísono el ligero roce de mis barbas con la pantalla en que ella se paseaba con toda la majestad que le consentía la cojera-. Dispense V. caballero -continuó reportándose-, me ha dado V. un buen susto; soy nerviosa, sumamente nerviosa, y además soy miope y distraída, por todo lo cual no había notado su presencia.

Yo estaba perplejo; no sabía qué tratamiento dar a aquella mosca que hablaba con tanta corrección y propiedad, y recitaba versos clásicos.

-Usted es quien ha de dispensar -dije al fin, saludando cortésmente-: yo ignoraba que hubiese en el mundo dípteros capaces de expresarse con tanta claridad y de aprender de memoria poemas que no han leído muchos literatos primates.

  —122→  

-Yo soy políglota, caballero; si V. quiere, le recito en griego la Batracomomaquia, lo mismo que la recitaría toda la Mosquea. Estos son mis poemas favoritos; para ustedes son poemas burlescos, para mí son epopeyas grandiosas, porque un ratón y una rana son a mis ojos verdaderos gigantes cuyas batallas asombran y no pueden tomarse a risa. Yo leo la Batracomomaquia como Alejandro leía La Iliada...


»Arjómenos proton Mouson joron ex Heliconos...

»¡Ay! Ahora me consagro a esta amena literatura que refresca la imaginación, porque harto he cultivado las ciencias exactas y naturales que secan toda fuente de poesía; harto he vivido entre el polvo de los pergaminos descifrando caracteres rúnicos, cuneiformes, signos hieráticos, jeroglíficos, etc.; harto he pensado y sufrido con el desengaño que engendra siempre la filosofía; pasé mi juventud buscando la verdad, y ahora que lo mejor de la vida se acaba, busco afanosa cualquier mentira agradable que me sirva de Leteo para olvidar las verdades que sé.

»Permítame V., caballero, que siga yo hablando sin dejarle a usted meter baza, porque esta es la costumbre de todos los sabios del mundo, sean moscas o mosquitos. Yo nací en no sé qué rincón de esta biblioteca; mis próximos ascendientes y otros de la tribu volaron muy lejos de aquí en cuanto llegó la amable primavera de las moscas y en cuanto vieron una ventana abierta; yo no pude seguir a los míos, porque D. Eufrasio me cogió un día que, con otros mosquitos inexpertos, le estaba yo sorbiendo el seso que por la espaciosa calva sudaba el pobre señor; guardome debajo de una copa de cristal, y allí viví días y días, los mejores de mi infancia. Servile en numerosos experimentos científicos; pero como el resultado de ellos no fuera satisfactorio, porque demostraba todo lo contrario de lo que Macrocéfalo quería probar, que era la teoría cartesiana, que considera como máquinas a los animales; el pobre sabio quiso matarme cegado por el orgullo, tan mal herido en aquella lucha con la realidad.

»Pero en la misma filosofía que iba a ser causa de mi muerte hallé la salvación, porque en el momento de prepararme el suplicio, que era un alfiler que debía atravesarme las entrañas, D. Eufrasio se rascó la cabeza, señal de que dudaba; y dudaba, en efecto, si tenía o no tenía derecho para matarme.   —123→   Ante todo, ¿es legítima a los ojos de la razón la pena de muerte? Y dado que no lo sea, ¿los animales tienen derecho? Esto le llevó a pensar lo que sería el derecho, y vio que era propiedad; pero ¿propiedad de qué? Y de cuestión en cuestión, D. Eufrasio llegó al punto de partida necesario para dar un sólo paso en firme. Todo esto le ocupó muchos meses, que fueron dilatando el plazo de mi muerte. Por fin, analíticamente, Macrocéfalo llegó a considerar que era derecho suyo el quitarme de en medio; pero como le faltaba el rabo por desollar, o sea la sintética que hace falta para conocer el fundamento, el por qué, D. Eufrasio no se decidió a matarme por ahora, y está esperando el día en que llegue al primer principio, y desde allí descienda por todo el sistema real de la ciencia, para acabar conmigo sin mengua del imperativo categórico. Entretanto fue, sin conocerlo, tomándome cariño, y al fin me dio la libertad relativa de volar por esta habitación; aquí el aire caliente me guarda de los furores del invierno, y vivo, y vivo, mientras mis compañeras habrán muerto por esos mundos, víctimas del frío que debe hacer por ahí fuera. ¡Mas, con todo, yo envidio su suerte! Medir la vida por el tiempo, ¡qué necedad! La vida no tiene otra medida que el placer, la pasión desenfrenada, los accidentes infinitos que vienen sin que se sepa cómo ni por qué, la incertidumbre de todas las horas, el peligro de cada momento, la variedad de las impresiones siempre intensas. ¡Esa es la vida verdadera!

Calló la mosca para lanzar profundo suspiro, y yo aproveché la ocasión y dije:

-Todo eso está muy bien, pero todavía no me ha dicho usted cómo se las compone para hablar mejor que algunos literatos...

-Un día -continuó la mosca- leyó D. Eufrasio en la Revista de Wesminster, que dentro de veinte mil años, acaso, los perros hablarían, y, preocupado con esta idea, se empeñó en demostrar lo contrario; compró un perro, un podenco, y aquí, en mi presencia, comenzó a darle lecciones de lenguaje hablado; el perro, quizá porque era podenco, no pudo aprender, pero yo, en cambio, fui recogiendo todas las enseñanzas que él perdía, y una noche, posándome en la calva de D. Eufrasio, le dije:

»-Buenas noches, maestro, no sea V. animal; los animales   —124→   sí pueden hablar, siempre que tengan regular disposición; los que no hablan son los podencos y los hombres que lo parecen.

»D. Eufrasio se puso furioso conmigo. Otra vez había echado yo por tierra sus teorías; pero yo no tenía la culpa. Procuré tranquilizarle, y al fin creí que me perdonaba el delito de contradecir todas sus doctrinas, cumpliendo las leyes de mi naturaleza. Perdido por uno, perdido por ciento y uno, se dijo D. Eufrasio, y accedió a mi deseo de que me ensebara lenguas sabias y a leer y escribir. En poco tiempo supe yo tanto chino y sánscrito como cualquier sabio español; leí todos los libros de la biblioteca, pues para leer me basta pascarme por encima de las letras; y en punto a escribir, seguí el sistema nuevo de hacerlo con los pies; ya escribo regulares patas de mosca.

»Yo creía al principio ¡incauta!, que Macrocéfalo había olvidado sus rencores: mas hoy comprendo que me hizo sabia para mi martirio. ¡Bien supo lo que hacía!

»Ni él ni yo somos felices. Tarde los dos, echamos de menos el placer, y daríamos todo lo que sabemos por una aventurilla de un estudiante él, yo de un mosquito.

»¡Ay!, una tarde -prosiguió la mosca- me dijo el tirano: ea, hoy sales a paseo.

»Y me llevó consigo.

»Yo iba loca de contenta. ¡El aire libre! ¡El espacio sin fin! Toda aquella inmensidad azul me parecía poco trecho para volar. 'No vayas lejos', me advirtió el sabio cuando me vio apartarme de su lado. ¡Yo tenía el propósito de huir, de huir por siempre! Llegamos al campo: D. Eufrasio se tendió sobre el césped, sacó un pastel y otras golosinas, y se puso a merendar como un ignorante. Después se quedó dormido. Yo, con un poco de miedo a aquella26 soledad, me planté sobre la nariz del sabio, como en una atalaya, dispuesta a meterme en la boca entreabierta a la menor señal de peligro. Había vuelto el verano, y el calor era sofocante. Los restos del festín estaban por el suelo, y al olor apetitoso acudieron bien pronto numerosos insectos de muchos géneros, que yo teóricamente conocía por la zoología que había estudiado. Después llegó el bando zumbón de los moscones y de las moscas mis hermanas. ¡Ay!, en vez de la alegría que yo esperaba tener al verlas, sentí pavor y envidia; los moscones me asustaban con sus gigantescos   —125→   corpanchones, y sus zumbidos rimbombantes; las moscas me encantaban con la gracia de sus movimientos, con el brillo de sus alas; pero al comprender que mi figura raquítica era objeto de sus burlas, al ver que me miraban con desprecio, yo, mosca macho, sentí la mayor amargura de la vida.

»El sabio es el más capaz de amar a la mujer; pero la mujer es incapaz de estimar al sabio. Lo que digo de la mujer es también aplicable a las moscas. ¡Qué envidia, qué envidia sentí al contemplar los fecundos juegos aéreos de aquellas coquetas enlutadas, todas con mantilla, que huían de sus respectivos amantes, todos más gallardos que yo, para tener el placer, y darlo, de encontrarse a lo mejor en el aire y caer juntos a la tierra en apretado abrazo!

Volvió a callar la mosca infeliz; temblaron sus alas rotas, y continuó tras larga pausa:


    -Nessun maggior dolore
Che ricordarsi del tempo felice
Nella misseria...

»Mientras yo devoraba la envidia y la vergüenza de tenerla y de sentir miedo, una mosca, un ángel diré mejor, abatió el vuelo y se posó a mi lado, sobre la nariz aguileña del sabio. Era hermosa como la Venus negra, y en sus alas tenía todos los colores del iris; verde y dorado era su cuerpo airoso; las extremidades eran robustas, bien modeladas, y de movimientos tan seductores, que equivalían a los seis pies de las Gracias aquellas patas de la mosca gentil. Sobre la nariz de D. Eufrasio, la hermosa aparecida se me antojaba Safo en el salto de Leucade, Yo, inmóvil, la contemplé sin decir nada. ¿Con qué lenguaje se hablaría a aquella diosa? Yo lo ignoraba. ¡Saber tantos idiomas, de qué me servía no sabiendo el del amor! La mosca dorada se acercó a mí, anduvo alrededor, por fin se detuvo en frente, casi tocando en mi cabeza con su cabeza. ¡Ya no vi más que sus ojos! Allí estaba todo el universo, Kalé, dije en griego, creyendo que era aquella lengua la más digna de la diosa de las alas de verde y oro. La mosca me entendió, no porque entendiera el griego, sino porque leyó el amor en mis ojos.

»-Ven -me respondió hablando en el lenguaje de mi madre- ven al festín de las migajas, serás tú mi pareja; yo soy la más   —126→   hermosa y a ti te escojo, porque el amor para mí es el capricho; no sé amar, sólo sé agradecer que me amen; ven y volaremos juntos; yo fingiré que huyo de ti... -Sí, como Galatea, ya sé -dije neciamente. -Yo no entiendo de Galateas, pero te advierto que no hables en latín; vuela en pos de mis alas, y en los aires encontrarás mis besos... Como las velas de púrpura se extendían sobre las aguas jónicas de color de vino tinto, que dijo Homero, así extendió sus alas aquella hechicera, y se fue por el aire zumbando: ¡Ven, ven!... Quise seguirla, mas no pude. El amor me había hecho vivir siglos en un minuto, no tuve fuerzas, y en vez de volar, caí en la sima, en las fauces de D. Eufrasio, que despertó despavorido, me sacó como pudo de la boca, y no me dio muerte, porque aún no había llegado a la metafísica sintética.




- II -

»La mosca de mi cuento


   »Tras nueva pausa prosiguió llorando:
¡Cuánta afrenta y dolor el alma mía
halló dentro de sí, la luz mirando
que brilló, como siempre, al otro día!

»Sí, volvimos a casa, porque yo no tenía fuerzas para volar ni deseo ya de escaparme. ¿Cómo? ¿Para qué? Mi primera visita al mundo de las moscas me había traído, 'con el primer placer, el desengaño' (dispense V. si se me escapan muchos versos en medio de la prosa: es una costumbre que me ha que dado de cuando yo dedicaba suspirillos germánicos a la mosca de mis sueños). Como el joven enfermo de Chenier, yo volví herida de amor a esta cárcel lúgubre, y sin más anhelo que ocultarme y saborear a solas aquella pasión que era imposible satisfacer; porque primero me moriría de vergüenza que ver otra vez a la mosca verde y dorada que me convidó al festín de las migajas y a los juegos locos del aire. Un enamorado que se ve en ridículo a los ojos de la mosca amada es el más desgraciado mortal, y daría de fijo la salvación por ser en aquel momento, o grande como un Dios, o pequeño como un infusorio. De vuelta a nuestra biblioteca, D. Eufrasio me preguntó   —127→   con sorna: '¿Qué tal, te has divertido?'. Yo le contesté mordiéndole en un párpado: se puso colérico. '¡Máteme usted!' le dije. -¡Oh! ¡Así pudiera!, pero no puedo: el sistema no está completo: subjetivamente podría matarte; pero falta el fundamento, ¡falta la síntesis!

»¡Qué ridículo me pareció desde aquel día Macrocéfalo! ¡Esperar la síntesis para matar! ¡Cuando yo hubiera matado a todas las moscas machos y a todos los moscones del mundo que me hubiesen disputado el amor, a que yo no aspiraba, de la mosca de oro! Más que el deseo de verla pudo en mí el terror que me causaba el ridículo, y no quise volver a la calle ni al campo. Quise apagar el sentimiento y dejar el amor en la fantasía. Desde entonces fueron mis lecturas favoritas las leyendas y poemas en que se cuentan hazañas de héroes hermosos y valientes: la Batracomomaquia, la Gatomaquia, y sobre todo, la Mosquea, me hacían llorar de entusiasmo. ¡Oh, quién hubiera sido Marramaquiz, aquel gato romano que, atropellando por todo, calderas de fregar inclusive, buscaba a Zapaquilda por tejados, guardillas y desvanes! Y aquel rey de la Mosquea, Salomón en amores, ¡qué envidia me daba! ¡Qué de aventuras no fraguaría yo en la mente loca en la exaltación del amor comprimido! Dime a pensar qué era un Reinaldos o un Sigfrido o cualquier otro personaje de leyenda, y discurrí la traza de recorrer el mundo entero del siguiente modo: pedile a don Eufrasio que pusiera a mi disposición los magníficos atlas que tenía, donde la tierra, pintada de brillantísimos colores en mapas de gran tamaño, se extendía a mis ojos en dilatados horizontes. Con el fingimiento de aprender geografía pude a mis anchas pasearme por todo el mundo, mosca andante en busca de aventuras. Híceme una armadura de una pluma de acero rota, un yelmo dorado con restos de una tapa de un tintero; fue mi lanza un alfiler, y así recorrí tierras y mares, atravesando ríos, cordilleras, y sin detenerme al dar con el Océano, como el musulmán se detuvo.

»Los nombres de la geografía moderna parecíanme prosaicos, y preferí para mis viajes las cartas de la geografía antigua, mitad fantástica, mitad verdadera: era el mundo para mí, según lo concebía Homero, y por el mapa que esta creencia representaba, era por donde yo de ordinario paseaba mis aventuras: iba con los dioses a celebrar las bodas de Tetis al Océano,   —128→   un río que daba vuelta a la tierra; subía a las regiones hiperbóreas, donde yo tenía al cuidado de honradísima dueña, en un castillo encerrada, a mi mosca de oro. Cazaba los insectos menudos que solían recorrer las hojas del atlas y se los llevaba prisioneros de guerra a mi mosca adorada, allá a las regiones fabulosas.

»-Este -le decía- fue por mí vencido, sobre el empinado Cáucaso, y aún en sus cumbres corre en torrentes la sangre del mosquito que a tus pies se postra, malferido por la poderosa lanza a que tú prestas fuerza, ¡o mosca mía!, con dársela a mi brazo por conducto del alma que te adora y vive de tu recuerdo.- Todas estas locuras, y aun infinitas más, hacía yo y decía, mientras pensaba D. Eufrasio que estudiaba a Estrabón y Ptolomeo.- La novela en Grecia empezó por la geografía, fueron viajeros los primeros novelistas, y yo también me consagré en cuerpo y alma a la novela geográfica. Aunque el placer del fantasear no es intenso, tenía una singular voluptuosidad que en ningún otro placer se encuentra, y puedo jurar a V. que aquellos meses que pasé entregado a mis viajes imaginarios, paseándome por el atlas de D. Eufrasio, son los que guardo como dulces recuerdos, porque, en ellos, el alivio que sentí a mis dolores lo debí a mis propias facultades. Poetizar la vida con elementos puramente interiores, propios, este es el único consuelo para las miserias del mundo: no es gran consuelo, pero es el único.

»Un día D. Eufrasio puso encima de la mesa un libro de gran tamaño, de lujo excepcional. Era un regalo de Año Nuevo, era un tratado de Entomología, según decían las letras góticas doradas de la cubierta. El canto del grueso volumen parecía un espejo de oro. Volé y anduve hora tras hora alrededor de aquel magnífico monumento, historia de nuestro pueblo en todos sus géneros y especies. El corazón me decía que había allí algo maravilloso, regalo de la fantasía. Pero yo por mis propias fuerzas no podía abrir el libro. Al fin D. Eufrasio vino en mi ayuda; levantó la pesada tapa y me dejó a mis anchas recorrer aquel paraíso fantástico, museo de todos los portentos, iconoteca de insectos, donde se ostentaban en tamaño natural, pintados con todos los brillantes colores con que les pintó naturaleza, la turba multa de flores aladas, que son para el hombre insectos, para mí ángeles, ninfas, dríadas,   —129→   genios de lagos y arroyos, fuentes y bosques. Recorrí ansiosa, embriagada con tanta luz y tantos colores, aquellas soberbias láminas, donde la fantasía veía a montones argumentos para mil poemas: el corazón me decía «más allá»; esperaba ver algo que excediera a toda aquella orgía de tintas vivas, dulces o brillantes. ¡Llegué por fin al tratado de las moscas! El autor les había consagrado toda la atención y esmero que merecen: muchas páginas hablaban de su forma, vida y costumbres, muchas láminas presentaban figuras de todas las clases y familias.

»Vi y admiré la hermosura de todas las especies, pero yo buscaba ansiosa, sin confesármelo a mí misma, una imagen conocida: ¡al fin!, en medio de una lámina, reluciendo más que todas sus compañeras, estaba ella, la mosca verde y dorada, tal como yo la vi un día sobre la nariz de D. Eufrasio, y desde entonces a todas las horas del día y de la noche dentro de mí. Estaba allí, saltando del papel, grave, inmóvil, como muerta, pero con todos los reflejos que el sol tenía al besar con sus rayos sus alas de sutil encaje. El amante que haya robado alguna vez un retrato de su amada desdeñosa, y que a solas haya saciado en él su pasión comprimida, adivinará los excesos a que me arrojé, perdida la razón, al ver en mi poder aquella imagen fiel, exactísima, de la mosca de oro. Mas no crea V. si no entiende de esto, que fue de pronto el atreverme a acercarme a ella; no, al principio turbeme y retrocedí como hubiera hecho a su presencia real. Un amante grosero no respeta la castidad de la materia, de la forma; para mí, no sólo el alma de la mosca era sagrada: también su figura, su sombra misma, hasta su recuerdo. Para atreverme a besar el castísimo bulto tuve que recurrir a mi eterno novelar; en mis diálogos imaginarios ya estaba yo familiarizado con mi felicidad de amante correspondido; y así, como si no fuese nuevo el encanto de tener aquella esplendorosa beldad dócil y fiel al anhelante mirar de mis ojos, sin apartarse de ellos, como quien sigue un deliquio de amor, acerqueme, tras una lucha tenaz con el miedo, y dije a la mosca pintada: «Estoy, señora, tan acostumbrado a que todo sea en mi amor desdichas, que al veros tan cerca de mí y que no huís al verme, no avanzo de miedo de deshacer este encanto, que es teneros tan cerca: tantas espinas me punzaron el corazón, señora, que   —130→   tengo miedo a las flores; si hay engaño, sépalo yo después del primer beso, porque, al fin, ello ha de ser que todo acabe en daño mío». No contestó la mosca, ni yo lo necesitaba; mas yo, en vez de ella, díjeme tantas ternuras, tan bien me convencí de que la mosca de oro sabía despreciar el vano atavío de la hermosura aparente y conocer y sentir la belleza del espíritu, que al cabo, con todo el valor y la fe que el amante necesita para no ser desairado o desabrido en sus caricias, lanceme sobre la imagen de ricos colores y de líneas graciosas, y en besos y en brazos consumí la mitad de mi vida en pocos minutos.

»En medio de aquel vértigo de amor, en que yo estaba a mando por dos a un tiempo, vi que la mosca pintada me decía, a intervalos de besos y entre el mismo besar, casi besándome con las palabras que decía: 'Tonto, tonto mío, ¿por qué dudas de mí, por qué crees que la hembra no sabe sentir lo que tú sabes pensar? Tus alas rotas, tus movimientos difíciles y sin gracia aparente, tu miedo a los moscones, tu rubor, tu debilidad, tu silencio, todo lo que te abruma, porque juzgas que te estorba para el amor, yo lo aprecio, yo lo comprendo, y lo siento y lo amo. Ya sé yo que en tus brazos me espera oír hablar de lo que jamás supieron de amor otros machos más hermosos que tú; sé que al contarme tus soledades, tus luchas interiores, tus fantasías, has de ser para mí como ser divinizado por el amor: no habrá voluptuosidad más intensa que la que yo disfrute bebiendo por tus ojos todo el amor de un alma grande, arrugada y oscurecida en la cárcel estrecha de tu cuerpo flaco y empobrecido por la fiebre del pensar y del querer'. Y a este tenor, seguía diciéndome la mosca dorada tan deliciosas frases, que yo no hacía más que llorar, llorar y besarle los pies, aún más agradecido que enamorado. ¡Bendita fuerza de la fantasía que me permitió gozar este deliquio, momento sublime de la eternidad de un cielo! Al fin hablé yo (por mi cuenta) y sólo dije con voz que parecía sonar en las mismas entrañas: -¿Tu nombre? -Mi nombre está en la leyenda que tengo al pie -esto dijo mi razón fría y traidora tomando la voz que yo atribuía a mi amada. Bajé los ojos y leí... Musca vomitoria.

Al llegar aquí, la voz de la mosca sabia se debilitó y siguió hablando como se oye en la iglesia hablar a las mujeres que   —131→   se confiesan. Yo, como el confesor, acerqué tanto, tanto el oído, que a haber sido la mosca hermosa penitente, hubiera sentido el perfume de su aliento (como el confesor) acariciarme el rostro. Y dijo así:

-¡Mosca vomitoria! Este era el nombre de mi amada. En el texto encontré su historia. Era terrible. Bien dijo Shakspeare: «estos jóvenes pálidos que no beben vino acaban por casarse con una meretriz». Yo, casta mosca, enamorada del ideal, tenía por objeto de mis sueños a la enamorada de la podredumbre. Allí donde la vida se descompone, donde la química celebra esas orgías de miasmas envenenados que hay en los estercoleros, en las letrinas, en las sepulturas y en los campos de batalla después de la carnicería, allí acudía mi mosca de las alas de oro, de los metálicos cambiantes, Mesalina del cieno y de la peste. ¡Yo amaba a la mosca vampiro, a la mosca del Vomitorium! Yo había colocado en las regiones soñadas, en las regiones hiperbóreas su palacio de cristal, y en las Espérides su jardín de recreo; ¡por ella había corrido yo las aventuras más pasmosas que forjó la fantasía, estrangulando mosquitos y otras alimañas en miniatura, sin remordimientos de conciencia! Pero lo más horroroso no fue el desengaño, sino que el desengaño no me trajo el olvido ni el desdén. Seguí amando ciega a la mosca vomitoria, seguí besando loca sus alas de colores pintadas en el tremendo libro que me contó la vergonzosa historia.

»Procuré, si no olvidar, porque esto no era posible, distraer mi pena, y como se vuelve al hogar abandonado por correr las locuras del mundo, así volví a la ciencia, tranquilo albergue que me daría el consuelo de la paz del alma, que es la mayor riqueza. ¡Ay! Volví a estudiar; pero ya los problemas de la vida, los misterios de lo alto no tenían para mí aquel interés de otros días; ya sólo veía en la ciencia la miseria de lo que ignora, el pavor que inspiran sus arcanos; en fin, en vez de la calma del justo, sólo me dio la calma del desesperado, engendradora de las eternas tristezas. ¿Qué es el cielo? ¿Qué es la tierra? ¿Qué nos importa? ¿Hay un más allá para las moscas que sufrieron en la vida resignadas el tormento del amor? Ni yo sufro resignada ni sé nada del más allá. La ciencia ya sólo me da la duda anhelante, porque en ella yo no busco la verdad, sino el consuelo; para mí no es un templo en que se   —132→   adora, es un lugar de asilo; por eso la ciencia me desdeña. Perdida en el mar del pensamiento, cada vez que me engolfo en sus olas, las olas me arrojan desdeñosas a la orilla como cáscara vacía. Y este es mi estado. Voy y vengo de los libros sabios a la poesía, y ni en la poesía encuentro la frescura lozana de otros días, ni en los libros del saber veo más verdades que las amargas y tristes. Ahora espero tan sólo, ya que no tengo el valor material que necesito para darme la muerte, que D. Eufrasio llegue a la Sintética, y sepa, bajo principio, que puede en derecho aplastarme. Mi único placer consiste en provocarle, picando y chupando sin cesar en aquella calva mollera, de cuyos jugos venenosos bebí en mal hora el afán de saber, que no trae aparejada la virtud que para tanta abnegación se necesita.

Calló la mosca, y al oír el ruido de la puerta que se abría, voló hacia un rincón de la biblioteca.




- III -

D. Eufrasio volvía de la Academia.

Venía muy colorado, sudaba mucho, hacía eses al andar, y sus ojillos medio cerrados echaban chispas. Yo estaba en la sombra y no me vio. Ya no recordaba que me había dejado en su camarín, perfumado con todos los aromas bien olientes de la sabiduría.

Creía estar solo y habló en voz alta (al parecer era su costumbre) diciendo así a las paredes sapientísimas que debían conocer tantos secretos.

-¡Miserables! ¡Me han vencido! Han demostrado que no hay razón para que el animal no llegue a hablar; pero afortunadamente no se fundan en ningún dato positivo, en ninguna experiencia. ¿Dónde está el animal que comenzó a hablar? ¿Cuál fue? Esto no lo dicen, no hay prueba plena; puedo, pues, contradecirlo. Escribiré una obra en diez tomos negando la posibilidad del hecho, desacreditaré la hipótesis. Estas copitas que he bebido en casa de Friné me han reanimado. ¡Diablos!, esto da vueltas: ¿si estaré borracho?, ¿si iré a ponerme malo? No importa, lo principal es que les falte el hecho, el dato positivo. El animal no habla, no puede hablar. Ja, ja, ja, ¡qué   —133→   hermosa es Friné!, ¡qué hermosa bestia! ¡Pues Friné habla! Bien, pero esa no se cuenta: habla como una cotorra, y no es ese el caso. Friné habla como ama, sin saber lo que hace; aquello no es amar ni hablar. ¡Pero vaya si es hermosa!

Macrocéfalo sacó del bolsillo de la levita una petaca: en la petaca había una miniatura: era el retrato de Friné. Le contempló con deleite y volvió a decir. No, no hablan, los animales no hablan. ¡Bueno estaría que yo hubiese sostenido un error toda la vida!

En aquel momento la mosca sabia dejó oír su zumbido, voló, haciendo una espiral en el aire, y acabó por dejarse caer sobre la miniatura de Friné.

Macrocéfalo se puso pálido, miró a la mosca con ojos que ya no arrojaban chispas sino rayos, y dijo con voz ronca:

-¡Miserable!, ¿a qué vienes aquí? ¿Te ríes? ¿Te burlas de mí?

-¡Como V. decía que los animales no hablan!

-No hablarás mucho tiempo, bachillera -gritó el sabio, y quiso coger entre los dedos a su enemiga. Pero la mosca voló lejos, y no paró hasta meter las patas en el tintero. De allí volvió arrogante a posarse en la petaca-. Oye, dijo a Macrocéfalo: los animales hablan... y escriben. -Y diciendo y haciendo, sobre la piel de Rusia, al pie del retrato de Friné, escribió con las patas mojadas en tinta roja: Musca vomitoria. D. Eufrasio lanzó un bramido de fiera. La mosca había volado al cráneo del sabio; allí mordió con furia... y yo vi caer sobre su cuerpo débil y raquítico la mano descarnada de Macrocéfalo. La mosca sabia murió antes de que llegase D. Eufrasio a la filosofía sintética.

Sobre la tersa y reluciente calva quedó una gota de sangre, que caló la piel del cráneo, y filtrándose por el hueso llegó a ser una estalactita en la conciencia de mi sabio amigo. Al fin había sido capaz de matar una mosca.





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ArribaAbajoLa opinión pública

(Cano)


Hay quien se empeña en convencer al Sr. Cano de que la culpa de sus extravíos la tiene la escuela a que pertenece para mal de sus pecados. No lo crea el Sr. Cano: algo de escuela anda en el asunto; pero no es precisamente la escuela dramática lo que hace al caso. Lo peor que tiene el Sr. Cano es que no sabe hacer comedias, y esto no es ofenderle, porque yo tampoco sé, ni mis lectores probablemente tampoco: casi nadie sabe hacer comedias. Entre esta clase numerosa de los que no las saben hacer hay una sub-clase: la de aquellos que las hacen aunque no sepan. Esa es la madre del cordero, y no hay para qué echar la culpa al Sr. Echegaray de desaguisados que no le pertenecen.

Tampoco debe creer el Sr. Cano lo que le dicen de que es poeta de primer orden: el apólogo de Gloria es mediano, una de tantas poesías insignificantes que se ven todos los días en los periódicos ilustrados; y en cuanto al monólogo de Agramonte no vale ni con mucho lo que el apólogo; y si a monólogos vamos, allí están los del amo de la casa que son ciento, y todos a cual peor. Dios se los bendiga.

Antes de entrar en el fondo de la cuestión diré al Sr. Cano qué fue lo que pasó con aquello de la manzana de Guillermo Tell: Guillermo, según es público y notorio, apuntó a la manzana que estaba sobre la cabeza de su propio vástago (el de Guillermo), y efectivamente dio en el blanco; lo cual es muy   —136→   distinto de apuntar a una persona y dar a otra, que es lo que piensa el Sr. Cano que hizo Guillermo. Eso lo haría cualquiera. El Sr. Cano, por ejemplo, apuntó al arte y dio en cerros de Úbeda. Veamos cómo.

Conste, ante todo, que ni en el primer momento, ni desde entonces acá, me deslumbró ni fascinó a mí La Opinión pública. El corazón me dijo desde el primer instante: ¡oh, esto no es bueno! Dios sabe que no lo era.

También dicen por ahí, Sr. Cano, que no le falta a V. instinto dramático. Puede; pero no crea V. eso de que el final del segundo acto es una gran cosa. Aquella inglesa que con la exactitud de un guarda-aguja acude en el momento crítico a decir que es su marido el hospiciano, se me antoja que se parece a un reló de cuclillo que da la hora en punto. Por de pronto en La Opinión pública todos o casi todos los personajes son unos tunantes. Están en su derecho. La ley no se ha hecho para los delitos de las tablas, dígalo si no la impunidad con que nuestros actores más categóricos estropean aquel arte que ponderaba Cicerón con justicia.

Los delitos de leso arte no tocan a la moral ni a la justicia.

Pero hay tunantes y tunantes: Agramonte, uno de los protagonistas (porque hay cinco o seis) es un tuno que filosofa, y dice con una poesía que encanta a la crítica mejor enterada: «¿Quién me ha consultado a mí para obligarme a nacer?». Fundado en esto, en haber nacido sin comerlo ni beberlo, Agramonte se cree en el caso de insultar a la sociedad (esa abstracción, que aunque ofrece un consonante fácil, tiene poco de dramática mirada por lo filosófico). Después de estas cursilerías del año 30, el hospiciano, como mejor procede en derecho, parece en estrados y hace el amor a su madre; no en calidad de madre, pero sí en calidad de mujer casada. Agramonte también está casado, pero no importa, por algo es él hospiciano y le metieron un día

por el torno de la Inclusa



como dice el Sr. Cano.

Agramonte propone a su madre la fuga, y para facilitarla delata al marido, a D. Juan (una especie de D. Baldomero), y hace que la policía le eche mano, precisamente cuando el tal D. Juan y el Agramonte tenían pendiente un desafío. Todo   —137→   esto sería horrorosamente criminal si Agramonte no fuera hospiciano; pero esta pícara sociedad se tiene merecido eso y mucho más; y así lo que debe hacerse en adelante, para no incurrir en los severos dramas del Sr. Cano, es cerrar la Inclusa y dejar a los chicos en el arroyo. Con esto quedaremos todos en paz, y ya no habrá más monólogos de esos que hacen los poetas de primer orden.

Pero, ¿y la opinión pública?, dirán ustedes. ¿Dónde anda la opinión pública?, ¿qué ha hecho la pública opinión? En el drama del Sr. Cano no ha hecho más que muchos versos malos, y de cuando en cuando ha servido para dar el tono de lo cursi y semibufo a alguna situación. Así, por ejemplo, en el final del segundo acto (el que prueba el instinto del poeta) D. Juan levanta el gatillo de una pistola, y como un guarda-viñas, le echa el alto al hospiciano, diciendo: «la opinión exige que yo mate a ese hombre».

¡Qué ha de exigir Sr. Cano, qué ha de exigir!

Buena suerte tiene V. con que no tomemos esto por lo serio, porque si se tomara sería facilísimo probar que el drama de V. es disolvente (como los cuadros). Yo no sé si la opinión pública habrá hecho alguna vez alguna que fuese sonada, pero lo que es en el drama del Sr. Cano, nada se arreglaría con que la opinión fuese de otra manera.

Figurémonos que la opinión no sospechase de la conducta de Gloria: ¿dejaría por eso Agramonte de estar enamorado de su propia madre? ¿Dejaría de estar a oscuras la habitación en que el hospiciano da un beso a la chica, creyendo dárselo a la mamá? No dejaría tal, porque el Sr. Cano es hombre que aprovecha las ocasiones y sabe hacer un trocatintas de esos que son el encanto del público impresionable. ¿Había de quedar el teatro a oscuras y había de faltar quid pro quo? Imposible. Por otra parte, ¿dejaría Gloria, a pesar de la pública opinión, de tener el corazoncito como una avellana, y todo lo enfermo que al autor convenía para sus planes ulteriores? ¿Dejaría la chica de estar tomando el rábano por las hojas? ¿Dejaría de ser tonta al creer que un hombre le hace el amor a ella, cuando se lo hace a su mamá? Aquí el único que pudo evitar todo esto, fue el Sr. Cano (y tal vez el director del teatro); pero la opinión pública, ¿qué tenía que ver? En fin, a Dios gracias, ya todo se acabó. D. Juan está en la cárcel,   —138→   porque aquellas imposiciones y aquellos monólogos no podían parar en otra cosa; Agramonte se pegó un tiro, sin duda por no morir ahorcado; la niña se murió de la enfermedad que venía trabajándola desde el primer acto, y la mamá, si bien no puedo jurar que esté muerta, doy fe de que cayó desplomada como herida por el rayo. Es de creer, y aun desear, que ya no levante cabeza. Muertos todos los personajes principales, el autor encarga la moralidad de la obra a dos entes abstractos, que representan «la maledicencia en sus manifestaciones de ambos sexos». Porque es de advertir que el autor confunde a la opinión pública con los murmuradores de oficio.

No se explica lo que hacen todo el día de Dios, Ángel y Virtudes en casa de D. Juan; sin duda están allí para que el público se entere. Debo decir de paso al actor encargado del papel nada simpático de Ángel, que se puede ser maldiciente y tener mejores modos. Una lengua viperina no exige maneras tan poco finas. No está bien visto eso de cimbrear el cuerpo y sacudir las piernas, y meter las manos en los bolsillos, y estirar el labio inferior con desprecio, y otra porción de demasías que no se las habrán enseñado a Angelito en su casa. Que el hospiciano tuviera malas mañas, pase; pero Angelito debería estar más en autos.

Sin embargo, no es esto decir que los buenos modales sean todo en este mundo; y si no ahí está el Sr. Morales, que con los mejores modos, y sin faltar a las formas, es de lo que no se ha visto en eso de no hacerlo bien, ni mucho menos. La señora Marín, a propósito de hacerlo mal, tiene la debilidad de creer que todo lo dicen los poetas con segunda intención, cuando, las más veces, ya se contentarían ellos con la primera. ¿A qué subrayar todas las palabras?, ¿a qué fingir ironías donde no las hay? El Sr. Vico comprende que su papel no vale la pena y no se la toma. La señorita Contreras sigue en su progreso, que no es uniformemente acelerado; le faltan buenos modelos que imitar; ella también da una intención, que huelga muchas veces, a todo lo que dice... pero, ¿quién duda que de la señorita Contreras se podría hacer una buena actriz?



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ArribaAbajoTheudis

(Sánchez de Castro)


El Sr. Sánchez de Castro, autor del drama trágico y visigodo Theudis, habrá leído el Cándido de Voltaire; obra prohibida, es verdad, pero el joven poeta no dejará de tener la correspondiente licencia para leer cuanto malo se escriba, licencia que otorga Roma a sus hijos predilectos y más avisados. Pues si ha leído ese libro empecatado, acaso recuerde el gran papel que en él desempeña la providencia de cartón empleada por el Sr. Sánchez de Castro en sus dramas; providencia que tiene su corte celestial entre las bambalinas, y por cólera celeste la caja de los truenos. Cuando el infortunado Cándido vuelve de Querinam a Europa en compañía del sabio maniqueo, contempla en medio de los mares la sumersión del barco holandés, donde van sus tesoros, robados por el infame Vanderdendur, y al ver allí la mano de la Providencia, exclama Cándido, «Mirad cómo el crimen es castigado algunas veces; ese ladrón: ese capitán holandés, ha tenido la suerte merecida». A lo cual contesta Martín el maniqueo. -Sí, pero ¿era necesario que se ahogasen también los pasajeros? Dios ha castigado a ese bribón, y el diablo ha ahogado a los demás.

¿Recuerda este pasaje el Sr. Sánchez de Castro? Sin duda debió tenerlo presente al escribir su drama, a no ser que le haya servido de musa cualquier doctor Pangloss, sin que el poeta se diese cuenta.

Esto no es comparar al ultramontano español con el optimista   —140→   de Voltaire (cuya novia, la de Cándido, por cierto, se llamaba Cunegunda, nombre que suena a personaje de Sánchez de Castro), pero no me negará el poeta que si Eurico mata a Theudis, siendo así el instrumento de la divina Providencia, él se hace criminal a su vez, y en un solo acto tenemos que ver, como el maniqueo Martín, la mano de Dios y la del diablo.

Si el Sr. Sánchez de Castro pudiera demostrarme -y vea cómo le facilitó los argumentos- que Dios es jesuita y que también, en su inapelable juicio, el fin justifica los medios, no tendría nada que responder; pero mientras esto no se demuestre, ¿cómo ha de caberme en la cabeza que su Divina Majestad tenga tan pocos recursos dramáticos que necesite precipitar en el crimen a Eurico, cegarle, para castigar a Theudis? Harto castigado estaba con aquel catarro crónico que el señor Jiménez le atribuye, sin duda porque habrá averiguado por las historias que aquel monarca padecía de los bronquios, y hacía padecer a sus súbditos del tímpano. Y ya que de todas maneras Eurico había de matar a su padre, porque así estaba escrito en los altos designios del Sr, Sánchez de Castro, ¿por qué le da de puñaladas en el bajo vientre, teniendo como tiene a su disposición aquella filosofía escolástica y aquellas décimas que algunos llamaron calderonianas, sin duda aludiendo a los puyazos del ilustre picador?

Las décimas nadie se las hubiera visto, y el puñal es cosa que se oculta con dificultad, tanto mayor después de la primera intentona, cuanto que entonces debieron registrarle; porque a los locos, y por tal tomaron a Eurico, cuando son furiosos y atacan a las personas, se les quita de las manos toda arma, propiamente dicha, mientras que las décimas no era posible que se las quitaran.

Hablando con formalidad, señor autor, ¿V. cree que el hombre en cuanto es libre arremete a puñaladas contra su padre? No es que yo tema por los padres de los españoles, que por ahora no habría miedo que matasen a nadie; pero en otros países hay su poquito de libertad, y allí para evitar el parricidio deben ser todos del Hospicio.

La verdad es que Theudis peca de desprevenido. El día anterior había tenido un pie en la sepultura, y lejos de escarmentar, cuando su amante hilo vuelve con sus décimas, con   —141→   su puñal quiero decir (décimas debieran ser), y le avisa con alguna antelación que vuelve a las andadas, él, el rey, ni siquiera coge un taburete para mantenerse en una prudente y decorosa defensiva. ¿Qué hace Theudis? Oye que le llaman a lo lejos ¡Theudis, Theudis!, y dice: «tate; la voz de mi conciencia». ¿Pero dónde diablo tenía Theudis la conciencia que la oía como quien oye campanas? En justo castigo de tomar las metáforas religiosas al pie de la letra, llega la voz de su conciencia y le convierte en una criba el susodicho bajo vientre. No es que yo me oponga a la muerte de Theudis, y por mí aunque no hubiera nacido; pero si a morir vamos, ¿por qué no habían de morirse también, y de mala muerte, los demás personajes? Eurico, con su Boecio, puesto en verso español, y con sus décimas, que parecen obra de Ortí y Lara, era acreedor asimismo al fin más desastrado.

La señora Tuscia, que por de pronto no debiera llamarse así, porque Tuscia parece nombre de perra ratonera. Tuscia, digo, es como madre poco diligente y poco escrupulosa. ¿Por qué engaña a su hijo de aquella manera? ¿Por qué le atribuye una genealogía que no es la suya? Le dice que es hijo de Teodato, que es, por lo visto, como entonces se decía Fulano o Mengano; y la pícara casualidad (por no decir la pícara providencia, ni aun aludiendo a la del Sr. Sánchez de Castro) hace que otro Teodato, esto es, un Teodato verdadero, haya sido asesinado por Theudis. Eurico, que tiene el genio pronto, y que necesita meditar si es o no libre, no tiene tiempo para reflexionar que puede haber muchos Teodatos en el mundo; y sin pedir ni siquiera el apellido, ni la cédula de vecindad, se va al rey y lo mata. El pobrecito se equivoca, como suele acontecer a todos los filósofos escolásticos.

Balta es una figura vestida de blanco que arrastra la cola y los endecasílabos27 por la escena, acudiendo siempre que hay alguna desgracia que llorar: y por cierto que aquello se parece al mundo en que es un valle de lágrimas, como dice la Salve: cuando no lloran de tristeza, lloran de alegría.

En cuanto al desenlace, tiene la novedad de que se ve dos veces: al final del segundo y del tercer acto, con la sola diferencia de que la primera vez es frustrado, y consumado en la segunda. Sin duda el autor lo ha hecho así para que los espectadores que no puedan resistir la obra entera, puedan marcharse   —142→   después del acto segundo, y sin embargo, sepan a qué atenerse.

Se me olvidaba advertir que el drama es histórico, lo cual se conoce en que los actores andan vestidos como Dios les da a entender. Theudis luce un vistoso traje de balcón de aldea en un día de procesión. El cual, Theudis, lo mismo podía ser Theudis que Theudíselo, o Turismundo o el rey que rabió. En cuanto al color de época, por lo visto era el marrón, a juzgar por las percalinas de los personajes. El autor no dice, ni dónde sucede todo aquello (y hace bien, porque no lo sabe, y nunca se debe mentir), ni qué clase de costumbres existían entre aquellos señores visigodos, ni cosa alguna que se pueda parecer a lo que la crítica tiene derecho a exigir de un drama histórico.

Sin embargo de todo lo cual, hubo quien dijo que con Theudis volvía a aparecer el sol de la escena.

Si Theudis es un sol, que venga Casiano y lo vea.

Última hora.- Al entrar en caja nuestro periódico, el señor Sánchez de Castro aún no había sido nombrado académico.



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ArribaAbajoEl Frontero de Baeza

(Retes y Echevarría)


Endeble han dicho algunos diarios que era la última obra de los Sres. Retes y Echevarría: a mí me ha parecido robusta y fortísima, de férrea musculatura, y con más alientos que un mozo de cordel. Pues apenas hay allí asaltos, cuchilladas, mandobles, toques de bocina... ¿y Parreño? ¿Qué me dicen ustedes de Parreño, que es el símbolo del género que cultivan con tan infatigable asiduidad los Sres. R. y E.? Cómo ha de ser endeble drama en que Parreño salga, vestida la férrea cota, dando manotadas en el pecho y moviendo el convulso brazo de arriba a abajo hasta llegar a ocultar los ojos entre la mano (gesto que suele coincidir con la caída del telón).

Pero lo más simbólico del Sr. Parreño es el capacete que luce en El Frontero de Baeza: aquellas dos plumas tan largas y tan iguales, que es imposible atribuir a una gallinácea vulgar, representan, sin duda alguna, las péñolas respectivas de estos Dioscórides del teatro que se llaman Retes y Echevarría. Yo confieso al lector, aquí en puridad, que durante el primer acto apenas hice otra cosa que mirar el plumaje de Parreño; seguían mis ojos con gran atención todos los movimientos del llamativo penacho, y cuando el sesudo actor daba rienda suelta a alguna gran pasión, como el amor paternal o el odio a los Rojas (otros creen que no se llamaban Rojas, sino Roxas; pero esto es cuestión etimológica), decía que cuando Parreño   —144→   tenía que expresar algo que le llegaba muy adentro, conocía yo toda la vehemencia de sus sentimientos por el gracioso retemblar de las plumas; si El Frontero de Baeza no fuera ya un cadáver, aconsejaría a los espectadores que se fijaran en el plumero a que aludo, y hallarían un no sé qué muy cómico en este detalle de la indumentaria del drama, o mejor dicho28 de la indumentaria de Parreño.- Pero, en fin, vamos al drama. Estamos en Baeza; al foro dos cafeteras como dos castillos, o dos castillos como dos cafeteras. Sale Parreño, que con su plumero y todo, descuella sobre los castillos como una gran montaña: le dice a su hijo y confidente, para que el público se entere, que él, en cuanto Manrique, no puede menos de profesar un odio feroz a los Rojas: ¿por qué? Dios y él lo saben; el público jamás llega a enterarse de este particular, bien que tampoco muestra gran curiosidad por saberlo. Yo creo que los autores, si el público se hubiera tomado la molestia de preguntárselo, con la galantería que les distingue le hubiesen dicho todo lo concerniente al caso. Sigue el drama desarrollándose con gran interés para los Manriques y los Rojas. Parece ser que una hija de Manrique mayor está enamorada perdida de un Rojas; sin duda la niña es romántica y quiere imitar la historia de Capuletos y Montescos, aunque más bien creo que no es la niña sino los autores quienes imitan. Ello es que la chica, de cuyo nombre no puedo acordarme, pero que en el mundo se llama Matilde Díez, anda con una dueña puertas afuera del castillo, mientas rondan aquellas cafeteras o torres, nada menos que dos caballeros, el uno llamado D. Diego y el otro Rojas de apellido; el cual Rojas es tañedor de guzla; una guzla muy bonita, que el Sr. Zamora debió de haber comprado en las ferias en calidad de guitarrillo. El Sr. Zamora, dicho sea entre paréntesis, no sólo se excedió a sí mismo, sino que excedió al Sr. Parreño con plumas y todo, que es cuanto exceso se puede dar. Ea, ya estamos en la habitación de la doncella en cabellos: no hay que asustarse; cierto es que en el camarín de la dama entran dos hombres, uno por un balcón y otro por una puerta excusada y practicable, que hay siempre en los castillos de los teatros para tales ocasiones, y para tales poetas que sin puertas excusadas y practicables no aciertan a dar paso: decía que no había que asustarse a pesar de estas entradas con escalamiento; ni la hija de   —145→   Manrique es capaz de faltar a su honor, ni los autores hombres que olviden las conveniencias de la moral; así que los galanes entran y salen a la manera que los rayos del sol pasan por un cristal sin romperlo ni mancharlo, y no de otro modo que el Espíritu Santo encarnó en las puras entrañas de María Santísima.- Pero esto, que es tan claro para el Padre Astete, les parece un poco turbio a los Manriques, padre e hijo, y se empeñan en casar a su hija y hermana respectivamente... ¿con quién?, con D. Diego, precisamente el galán desdeñado. No, y lo que es casar, la casan.

Don Diego, bueno será que Vds. le conozcan, es el mayor galopín que come a manteles: por ganar una apuesta inverosímil, hecha con una cortesana imprudentemente, se cuela en casa de los Manriques, como D. Juan Tenorio en casa de la novia de D. Luis Mejía, solamente que se cuela en mucho peores versos: única circunstancia atenuante para tamaña villanía es en D. Juan su rico lenguaje; pero D. Diego no se anda con retóricas y entra de rondón. Y no sólo comete esta felonía, sino que luego aprovecha infamemente una serie de circunstancias fortuitas para ganar la mano de la niña, que sabe que no le quiere, ni le puede querer siendo tan redomado tunante. (Luego ya veremos que sí le llega a querer, a consecuencia de haber acuchillado el D. Diego a los moros.)- En el segundo acto D. Diego es frontero de Baeza, como consta de un documento oficial escrito en verso y en fabla antigua por D. Enrique el Doliente, de quien no conocía yo decretos rimados: debía ser cosa divertida una oficina de Estado en aquellos tiempos; cualquiera diría que eran ya entonces los empleados actuales de Gobernación y Hacienda funcionarios públicos. Lo que a mí me choca más en ese instrumento es la fabla; ¿por qué el rey usa el castellano antiguo y los demás el castellano moderno? Otra de las preguntas que el público no ha querido hacer a los autores y que se quedará sin satisfacer.- Debo advertir a Vds., que si siguen profesando odio y mala voluntad a don Diego, están muy equivocados: D. Diego es ya muy otro hombre; mientras estuvo en la oposición, anda con Dios, pero ahora que es funcionario público, se ha hecho hombre de gobierno, y ya no piensa más que en comerse ilegales crudos, moros quiero decir. Rojas, alias Zamora, asiste a una cita en casa de D. Diego, que sin duda, para que se le haga la boca   —146→   agua y le crezcan los dientes de envidia, le recibe a presencia de su mujer, que es, como Vds. recordarán, la novia que le birló de la manera más infame y traidora. Pero, además de esto, la saca a bailar, es decir, la manda que cante, como los paradisiacos al Sr. Robles cuando no les gusta un tenor.- Rojas está que se le llevan los demonios, y para abreviar, se pasa al moro; que, eso sí, en este drama todos son unos cumplidos caballeros: de paso roba a la mujer de D. Diego... pero no teman Vds. tampoco, porque si hemos de creer a la señora frontera de Baeza, y si la creemos por el qué dirán, todo pasó esta vez como la otra, sin romperse ni mancharse


Su castidad, virginidad más santa
que la primera castidad del cielo.



Estos versos no son del drama, sino de Campoamor, no confundir. Mientras moros y cristianos se cascan las liendres extramuros de Baeza, la señora de la casa se entrega a psicologías eróticas, y siente nacer de súbito con toda la premura que exige lo avanzado de la hora, una pasión atroz por su esposo y señor; pasión muy conforme a las buenas costumbres y de ejemplo edificante. Pero, muerto el frontero de Baeza, el amor al... quiero decir que D. Diego vuelve mal ferido de la refriega y se muere en unas quintillas muy medianas (creo que son quintillas, aunque no lo juraría).

También Rojas ha pasado a mejor vida en aquella reñidísima batalla: de modo que en este drama no muere el inocente, que es lo que les gusta a mi patrona y al revistero de El Siglo Futuro. Mueren, y está muy bien hecho, dos pícaros, y los dos mueren de puñalada de pícaro: porque no hay que olvidar que D. Diego fue también un tunante, aunque se arrepintió en cuanto llegó al poder. Los Manriques, que son la inocencia andando, no se mueren durante la representación; pero si la obra tuviera epílogo, de fijo los veríamos en un apoteosis (muy mala por ser del teatro Español) subir, mediante sendas cuerdas de esparto, al limbo de los niños.- En cuanto a la señora de D. Diego es probable que se haya vuelto a casar con cualquier otro matamoros, pues su amor es tan patriotero como voluble.- Para concluir, suplico a los comparsas que sean más consecuentes con sus barbas; tal infanzón hubo que se fue a batallar con un bigote más largo que el de Víctor Manuel y a la media hora volvió lampiño.- Estos pormenores   —147→   deben cuidarse, más que nunca, en esta clase de obras que dejan al espectador vagar sobrado para fijarse en las menudencias de la representación, a falta de mayor interés en otra parte.- Lector, si tienes novia, y en vez de atender a la escena deseas que atienda a tus miradas, pide a Dios (o a Retes y Echevarría) muchos dramas como El frontero de Baeza.- Histórico: yo oí en un palco, mientras los moros tomaban a Baeza, estas palabras significativas: «¿Pero, hombre, ha visto V. qué tiempo?».- Estos dramas me gustan a mí; tranquilos, y sobre todo morales.



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ArribaAbajoEl Casino

(Cavestany)


Yo no lo he dicho, como dicen en El Dominó azul. Bien sabía que era el Sr. Cavestany el autor de El Casino; pero creí de mi obligación ocultar el nombre del poeta, ya que el público no había manifestado deseos de saberlo oficialmente. Pero toda vez que otros colegas han tirado de la manta, no llevaré más lejos mis escrúpulos. Ahora bien; siendo la obra estrenada hace días en Apolo original del Sr. Cavestany, es necesario, en honor al autor, decir algo de su aparición efímera.

Hasta la presente no había yo tenido ocasión de examinar obra alguna del joven poeta; había oído muchos rumores relativos a la originalidad más o menos absoluta de El esclavo de su culpa, pero no quise intervenir en el asunto (aunque digan los redactores de El Domingo que me gusta meterme en todo) por falta de prueba plena. La cuestión estaba puesta, por culpa de los amigos impertinentes, en un terreno que ofrecía grandes peligros para la fama del precoz poeta. ¿Era o no lo que se llama un genio el Sr. Cavestany? Los revendedores, a juzgar por el precio de las butacas, habían resuelto la dificultad: tres duros costaba una butaca para ver El Casino desde ella; no cabía duda de que el Sr. Cavestany era un genio. Mejor -decía yo para mí, tentándome el bolsillo que había quedado para pocos genios-; precisamente me encantan los monstruos; vamos a ver este, que aun en este caso es mucho más barato que el Sr. Cánovas.

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No sólo eran los revendedores los que anunciaban la venida del Mesías, como los pastores de Belem; también el señor Revilla parecía un pastor de Belem anunciando en el Sr. Cavestany al poeta que había de restaurar, en compañía del señor Sánchez de Castro, este pobre teatro español que el señor Echegaray estaba echando a perder.

En fin, que se levantó el telón y unos cuantos actores de cuarta fila comenzaron a decir tonterías; pero exprofeso para que el público supiera que en los casinos se dicen también tonterías, y no sólo en los ateneos y revistas de periódicos. Ello era que se estaba preparando un baile, y ya se sabe, las señoras son curiosas, y no podían faltar; sobre que si faltaran, no podría el Sr. Cavestany desenvolver la acción, que ojalá no la hubiera desenvuelto, o developpé, que diría Asmodeo. El señor conde y la señora condesa, ex-costurera, se cuentan en el casino sus respectivas historias; hacen alarde de la mutua gratitud que se deben, y entre ripio y ripio se les pasa el tiempo. Lorenzo conferencia en el casino con su señora madre, y se despide hasta el valle de Josafat.

Cualquiera dice que son dos culpables amantes, y no madre e hijo; pero al Sr. Cavestany le conviene que parezca lo que no es, para que luego el público se entere de quién es el verdadero padre de Lorenzo en el momento solemne de estar pegándole su señor hijo una solemne bofetada, con el plausible motivo de haber infamado a su señora madre el susodicho papá. Aquí el público debería empezar a sentir el calor de humanidad y a batir palmas; pero el telón desciende sin que se tome muy a pechos aquel ultraje que sacó de su cabeza el Sr. Cavestany, no con el propósito de desacreditar a la honrosa clase de los padres de sus hijos, sino con el fin honesto de enternecer a los corazones píos y cosechar inmarcesibles laureles.

En el segundo acto, Gaspar, que es el que recogió la bofetada in partibus infidelium que le regaló su señor hijo, reitera sus ofensivas afirmaciones respecto del honor de la mujer en quien hubo al galancete que hubo de darle la bofetada.

Esta es ocasión de decir que Gaspar es un ateo de tomo y lomo, escéptico, burlador de virtudes callejeras, y que por una apuesta de casino deshonra a una muchacha, engañándola con promesa de casamiento. Lo cual que, como dice la ex-costurera   —151→   delicadamente, ella se entregó porque los papeles estaban para llegar de un momento a otro. Olvidó aquello de no firmes carta que no leas. Pero Gaspar se convence al cabo de lo que el público sabe desde el principio; a saber: de que él es un tunante de baja estofa, sin pizca de interés, repulsivo y digno de morir de mala muerte y de malas quintillas. En efecto, así como otros se envenenan con fósforos de Cascante por haber perdido el seso, Gaspar, que no tuvo seso en toda la vida a pesar de su escepticismo, lo cual les pasa a muchos escépticos, que porque lo son o lo aparentan se creen más listos que Cardona, digo que Gaspar deslíe en un pliego de papel medio cuartillo de quintillas, se las toma y revienta, cumpliendo las leyes de la química orgánica y poética.

El conde perdona a su esposa la ex-costurera y al hijo de sus entrañas (es decir, de las entrañas de su esposa); y el fruto prohibido que vivió de contrabando hasta la sazón, y más quemado que un sargento de reclutas, se va a Ultramar con un empleo en ferro-carriles que le da el Sr. Cavestany, quien sin duda tendrá buenas relaciones ahora que mandan los suyos. La condesa se queda convencida de que es una Lucrecia que ha perdido los papeles, y resulta, en fin, que la culpa de todo la tenía... el casino. Porque lo que dice el Sr. Cavestany, si no hubiera toros, ¿habría toreros?, o de otro modo: si no hubiera casinos, ¿se harían en los casinos apuestas en que se juega la honra de una mujer?

Claro que no: podrían hacerse esas mismas apuestas en otra parte, corriente; pero ya no sería en los casinos, y esta es la moral de la comedia del Sr. Cavestany.

Y a propósito de apuestas, no estaría de más que el Sr. Cavestany escribiese alguna tragedia para tratar eso de las apuestas políticas, que convierten en un sport el hipódromo de la vida pública de los conservadores, como si dijéramos.

El Sr. Cavestany, no sólo ha demostrado que es malo apostar, sino que es retemalo calentarle la cabeza a un muchacho que hace un ensayo dramático digno de aprecio, para tener que darle luego una lección muy dura que podrá aprovechar el joven en lo porvenir, pero que por de pronto tiene que ser muy dolorosa para el amor propio, quizá excitado en demasía por los aplausos excesivos y los vaticinios imprudentes.



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ArribaAbajoSoledad

(Blasco)


Ya he tenido el honor de quejarme otras veces de la misma desgracia: el pueblo es tan infeliz, que la ciencia del pan, la economía, revuelve contra él sus dogmas; la política gubernamental le deja en la ignorancia y en tutela desdeñosa; y, por último, la literatura le entrega al género cursi para que se le ponga en ridículo.

Esto último no sucede en todas partes; algunas literaturas extranjeras poseen obras de primer orden, en que se defiende la causa del pueblo con profundo talento y arte admirable; pero en España ningún autor de verdadero mérito ha consagrado hasta ahora su atención y sus obras al mísero populacho.

Preciso es reconocer que el empeño ofrece en todas partes grandes dificultades, y aquí tal vez más que en otros países, porque la plebe tiene, por lo común, muy malas formas, y el fondo bueno que puede existir en sus instintos, en sus costumbres, está casi siempre cubierto de espesas capas que la pulcritud menos refinada repugna, y no sin motivo. Por de pronto es necesario, para pintar con verosimilitud esa vida triste de la muchedumbre, navegar en pleno realismo; y escritor que se calce el coturno y escriba con quirotecas, para no manchar el castísimo bulto, no sirve para retratar al pueblo.

Si en el arte lo más meritorio, pero lo más arduo, es hacer trasparente la forma, de tal suerte que, como decía un estético   —154→   alemán, sea a manera de fanal límpido que deje pasar la luz de dentro, ¿qué obstáculos no encontrará el artista para lograr tal propósito, cuando la forma en que trabaja es tan rebelde a todo pulimento?

Quizás los rasgos más felices de las obras artísticas en que se quiere reflejar los elementos de belleza que existen en esa vida de los pobres, pertenecen más bien al sublime que a la belleza propiamente tal; es decir, que más veces se ha conseguido conmover presentando el contraste de la apariencia ruda y del fondo poético, en este género de obras, por rasgos de verdadera sublimidad, que puliendo y alambicando y suavizando la corteza dura para que se hiciera trasparente y dejase ver el contenido bello. La preferencia del procedimiento indicado, tiene además la ventaja, muy digna de atención, de responder mejor a la verdad y a la justicia. Si idealizáis las clases bajas, como hizo la Égloga con los pastores, o como está haciendo la literatura azul de nuestros días, faltáis a la verdad, porque el pueblo, por desgracia y por culpas en mayor parte ajenas, no es sino zafio, materialista, torpe, a lo menos en la apariencia, en la forma, en lo que se ve primero. Lo bueno, lo mucho bueno que en él existe, no se revela mintiendo primores y lindezas espirituales, sino estudiando, profundizando su modo de vida, el medio en que se encuentra; y esto ofrece dificultades, que muy pocos vencen. Además, decía, con ese falso idealismo se falta a la justicia; porque si el pueblo que sufre hambre y sed y está desnudo tiene en su alma todos esos tesoros de platonismo que le hacen mirar como cosa baladí las miserias de la vida, las clases ricas estarán en su derecho, si no le compadecen ni alivian; porque esa santa resignación, esos celestiales deliquios son más dignos de envidia que los trenes de un duque y que las arcas de un banquero. La justicia está en decir la verdad, en pintar a Kalibán como es, como le han hecho. Ese pueblo que duerme a la intemperie, que vive en una ignorancia muy parecida a la del salvaje, ¿cómo ha de tener en su seno muchachas que parecen discípulas de Pitágoras, y que después de anunciar La Correspondencia, El Diario, recitan, casi en griego, los versos de oro o el Fedon de Platón? Estas revendedoras de periódicos ¿no se parecen a aquellas pastoras que D. Quijote encontró en una Arcadia imitada?

  —155→  

El que ama al pueblo de veras, y ha vivido cerca de él, y le comprende, y adivina, a través de tanta miseria, sus grandezas, y quiere reivindicar sus derechos, no le pinta de tal modo, sino que, sin atenuar sus vicios, su degradación, señala el origen de tales males, y enseña al mundo la llaga (aunque se tapen los ojos y las narices los clásicos de pega) para que el mundo se asuste y se horrorice de su obra.

Todas estas filosofías irían con el Sr. Blasco, si no fuera porque, inconsecuente hasta en lo malo, cae en lo peor. Soledad en el primer acto pertenece a una casta de sílfides de alcantarilla que andan entre podredumbre y entre inmundicias, y que, sin embargo, como si fueran rayos de sol, lo tocan todo sin mancharse; pero después Soledad degenera en una cursi de sentimentalismo con tostada, algo más liviana y egoísta de lo que el autor se propusiera; y por último... Soledad resulta hija natural de un duque, con lo que se viene abajo todo el edificio de trascendentalismo que había levantado el autor sobre el aire. Al fin de la obra el poeta dice que no se propone demostrar más sino que lo mejor es «abandonarse a los primeros impulsos». ¿Y para decir semejante absurdo hacía falta tanta populachería y poner mal a Cataluña con Castilla la Nueva? Si lo mejor es abandonarse a los primeros impulsos, bien hizo aquel desalmado pirata callejero en dejar a Soledad en medio del arroyo, y bien hizo la mamá del poeta canijo, en empeñarse, llevada por el primer impulso... Pero dejemos esto del impulso, que es demasiado fuerte para que necesite comentarios. Volvamos a Soledad; el autor ha querido pintar un ángel de plazuela, intento digno de censura, como he dicho; pero ¡si al fin lo hubiera conseguido! Nada de eso; desde el segundo acto Soledad se inclina a hablar bien de las que la protegen y mal de los que contrarían sus planes ambiciosos: porque el señorito cuando ella va a barrer el cuarto o cosa así, la da un beso y otro, y otro (cosa que ella recibe con sobrado agradecimiento), ya se figura que ha de casarse con ella y se desvergüenza con todos los que se oponen a esta santa misión a que Dios la llama. Si el duque, no se sabe por qué, le dice en un momento de buen humor: «yo te daré miles de pesos», la niña ya dispone de los millones del duque como los carlistas del dinero de San Pedro; y por último, lo peor que hace Soledad es resultar hija del duque, caída horrenda   —156→   que pone la comedia seria del Sr. Blasco a la altura del teatro Guignault.

El poeta, otro personaje, es una especie de Soledad macho.

Él es un bendito, eso sí; con un corazón de oro, espiritualista hasta las cachas, y por fin no comprendido; pero pide dinero prestado para irse a baños y luego, no lo paga ni a tiros. (Por cierto que Soledad en un rasgo de abnegación hace pedazos el documento que acredita la deuda: ¡qué heroísmo!, ¡no dejar al ser querido que pague sus trampas!)

Después su mamá -la del poeta- le da un billete de 4.000 reales, y el joven, en un arranque de lirismo, lo juega a un caballo de bastos, v. g. El suicidio era inminente. El muchacho vuelve a la escena diciendo: «todo lo perdí: el amor de mi madre, el dinero, etc.». No quiere decir que haya jugado el amor de su madre, aunque eso se saca del contexto; pero tiene disculpa para explicarse mal un poeta que no tiene un cuarto. El chico estaba muy enamorado de una vecina; pero de un acto a otro se le va aquel cariño y le viene otro: se enamora de Soledad, de la doncella, y para demostrarlo, sirven aquellos besos de que dejo hecha mención. El poeta no es hijo del duque, sino de doña Liboria, la mujer más perdida que ustedes pueden figurarse: delante del sentimental rimador, descúbrense todas las picardías inauditas de aquella infame mujer; pero estos vates tienen corazón para todo, y el hijo ni siquiera para mientes en las fechurías de la madre; tiene más que hacer, va a casarse con la hija del duque. El cual duque es el único tipo que no está mal dibujado, aunque es una caricatura.

La catalana hace reír con sus barbarismos y solecismos, como también el Sr. Blasco, que parece catalán en la mayor parte de sus comedias.

¡Qué forma, Sr. Blasco, qué forma! Ya se sabe: comedia de Blasco sin algún gazapo o sestercio es imposible: los de Soledad son abundantísimos; ya he dado a mis lectores una muestra hace pocos días, y no quiero ensañarme con aquellos ripios y desaguisados gramaticales.

No dirá el autor que no he tratado su comedia seria con toda la seriedad propia del caso. He hablado del arte, de lo trascendente, de la verdad, de la justicia, etc., etc. Yo soy así: al son que me tocan bailo.



  —[157]→  

ArribaAbajoSobre quién viene el castigo

(Cavestany)


Al Sr. Cavestany le han dicho -y de esto no hace ocho días- que había empezado siendo Ayala, y acaba siendo Cavestany. Le han dicho también que ahora iba por el buen camino y que así se hacían las comedias; que no le faltaba más que envejecer para llegar a un pináculo que no sé si será el de la gloria. Otrosí: le han dicho que si había de seguir escribiendo de este modo, mejor haría en retraerse; pero no como las minorías, sino de verdad y para siempre.

El Sr. Cavestany puede repetir aquellos versos de Moratín:


    «Cosas pretenden de mí
bien opuestas, en verdad,
mi médico, mis amigos
y los que me quieren mal».



El joven autor, si hace caso de lo que le dicen los periódicos, no va a saber a qué carta quedarse. Yo, por mi parte, no le daría más consejo que el que va indicado en el citado romance:


    Mucho burro, muchos baños,
y mucho no trabajar.



Entendámonos: lo de no trabajar se refiere al trabajo que le costará a uno ensartar tanto ripio para que después mueran en boca de estos o los otros actores: por lo demás, el trabajo es la virtud del siglo XIX, como dice Castelar, y el señor   —158→   Cavestany, que será hijo de su siglo, como Núñez de Arce, debe trabajar como todo hijo del siglo y de vecino. Yo bien comprendo que hoy en España, por culpa de los conservadores, la juventud se abre camino difícilmente, y que eso de las oposiciones es una trampa, porque todo se da al favor.

Ya que la musa le niega el suyo al Sr. Cavestany, llame a otras puertas, y el día de mañana, o el de pasado, podrá ser director de Hacienda, o de una caja, como su papá, o de Obras públicas; y entonces, ¿quién sabe?, acaso sepa escribir comedias; y si no ahí está el Sr. Garrido, que las escribía cuando era director de ese ramo; verdad que las comedias eran malas, pero el sueldo no dejaba de correr por eso.

En fin, haga el Sr. Cavestany lo que mejor le cuadre, con tal que no vuelva a hacer cosa que se parezca ni con cien leguas a Sobre quién viene el castigo.

Ello es, que un Ernesto, que gasta los cuellos muy estrechos, quiere traer una querida a su casa para mayor comodidad; algo parecido a lo que sucede en un drama muy malo y muy traducido que se titula El banquero. La señorita encargada del papel de esposa, se opone a las pretensiones del marido, pero con la poca energía que se puede desplegar contra quien es director de escena y empresario, como lo es, en efecto, Morales.

Afortunadamente, no faltó quien haya inventado la pólvora, y el autor, aprovechándose de tan feliz descubrimiento, que cambió la faz del mundo y de su comedia, hace que una hija de Ernesto, que habla más que catorce y abre mucho los brazos, encuentre una carta que el papá dirige a una concubina; carta que, con el susto de un disparo casual, como el de Don Álvaro o la fuerza del destino (aquí es la fuerza del desatino), se le cae al Sr. Morales de las manos en un momento en que, por accidente fatal, no las tiene metidas en los bolsillos. De resultas de lo cual, la niña se va muy bonitamente al lugar de la cita de su papá, que es la casa de un solterón rico, pero que por pasatiempo tiene un oficio muy feo, que Cervantes llamaría por su nombre, pero no yo, que no tengo la autoridad de Cervantes. En la casa de la cita nadie conoce a la niña, porque va tapada, y su mismo padre la toma por su querida a primera vista. Esto es muy natural; lo que no es natural es que la gente que pasa por la calle sea más lince,   —159→   y conozca a Elvirita en el aire de familia o en no sé qué; el caso es que la conocen todos los transeúntes y hacen cola a la puerta, como en el Tanto por ciento, para contemplar la deshonra de la niña.

El papá reconoce que es un perdido, y el capitán, que es el novio de la niña, lo reconoce también, y se da por convencido, y la niña también lo reconoce, y se cae el telón del segundo acto sobre esta convicción profunda de los personajes. En el acto tercero, el general, que es el abuelo, vuelve del Ministerio y le pregunta a la muchacha a dónde ha ido (el abuelo sospecha, digo yo, que estuvo en Capellanes); la niña no canta por no comprometer a su papá diciéndoselo todo al abuelo, pero cuando entra la mamá ya29 es otra cosa: declara que el que anda allí en un lío es... su padre. A la madre, que sabía muchas picardías de su esposo, no le coge esta noticia de susto; pero como siempre es bueno en las comedias poner el grito en el cielo para que se apiaden las almas caritativas que no están contaminadas de la venenosa crítica, aquella pobre señora coge el piso segundo con las manos, hasta que, afortunadamente, vuelve el descarriado esposo muy arrepentido, porque su querida se ha fugado con un marqués.

Ya todo iba a arreglarse, cuando a la niña, que lo hace todo por su padre, se le ocurre preguntar por el capitán, a la manera que al público se le ocurría antes preguntar por el general. Pues bien; el capitán ha muerto en desafío por defender el honor de Elvira, que andaba en lenguas. A la niña le da el ataque de ordenanza, y Morales dice la moral de la fábula, a saber: que la divina Providencia da palo de ciego, y que unos cardan la lana y otros cobran la fama, y que siempre los azotes del desencanto son para el escudero.

Con todo eso ha hecho el Sr. Cavestany una comedia que le parece de perlas a D. Peregrín, que es lo peor. Además, la obrita está esmaltada de ripios que es una bendición, y tiene pensamientos, como se dice, del tenor siguiente:


    Cuando es muy grande el tesoro
tiene disculpa el avaro.



No diría más Harpagón, aunque lo diría mejor. Ahora, si ustedes me crucifican, yo no soy capaz de hablar en serio de este drama cómico, como quieren los redactores de La Lejía que se hable. Si yo supiera hacer dramas, le diría a Cavestany   —160→   cómo se hacen; pero como no los sé hacer, lo único que le digo es que no se hacen así, y con eso basta.

El Sr. Cavestany necesitaría aprender el A, B, C, del arte; y la misión del revistero, aunque le llamen crítico los mal intencionados, no es enseñar las letras al que no ha de aprender a leer al cabo.

¿Por qué se empeña en hacer comedias el Sr. Cavestany? ¿Las hace su papá, y eso que es director? No; ¿y querrá él ser más autor que el autor de sus días, y por ende casi de sus comedias?