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ArribaAbajoTentativas dramáticas

(Valera)


Quéjase el Sr. Valera en la dedicatoria de este libro de su mala suerte, que no le consiente ser poeta dramático de los que el público favorece; y siente sobremanera no poder dar en el quid de ese privilegiado talento que se requiere para el género literario, que él reputa como el más excelente coronamiento y cifra de todo lo que con letras puede decirse.

Si algún consuelo puede llevar al ánimo del insigne literato la opinión del último de los que se meten en dibu... y en juzgar libros aje... sepa que, para mí, el género dramático no se concreta a las obras representadas, que constituyen una de sus especies, la principal sin duda, pero no todo el género. Si no fuera porque cada vez soy menos amigo de meterme en estéticas, como dice Menéndez Pelayo, yo explicaría por largo mi pensamiento; pero ya que esto no parecería bien, haré lo que hacen cuantos reniegan de estéticas y metafísicas, a saber: decir dogmáticamente lo que pienso y... dejarme de vanas abstracciones (o séase lo que piensan los demás). Tiene razón Campoamor; hay poesía lírica... dramática (pensándolo bien me he convencido de ello de algunos días a esta parte), porque lo dramático, en rigor, no es lo que pueden interpretar sobre un tablado cómicos y escenógrafos de consuno, sino algo más esencial; por ejemplo, la expresión literaria de cualquier   —270→   asunto humano por medio de sujetos humanos distintos.

Y si se me dice que se pueden hacer dramas en que los personajes sean animales, respondo que eso no obsta, porque hay animales que parecen personas, y viceversa, con lo que todo queda arreglado. En cuanto a lo de que los sujetos han de ser distintos, no va a humo de pajas, porque si no lo son, no aparece la oposición, y lo dramático lo será sólo en la forma, siendo en lo esencial subjetivo, lírico, pues será expresión el monólogo de un subjetivismo que el poeta atribuye a otro, pero que, sea de quien sea, es subjetivismo, porque no necesita salir de la esfera del individuo como sujeto poético a lo exterior en la oposición de sujetos, que es el quid de lo dramático. Si no fuera así, las Heroidas de Ovidio podrían llamarse dramáticas, y son, sin embargo, líricas, aunque en ellas se apunta el elemento dramático, por lo que tienden al diálogo implícito, puesto que son a manera de epístolas.

Todo esto que acabo de discurrir ahora, sirve por lo menos para asegurar que el Sr. Valera es más dramático de lo que él dice y de lo que dice ese empresario que no quiso representarle Lo mejor del tesoro. De fijo que el tal empresario no sabía lo que son géneros intermedios, ni barruntaba los anchos horizontes en que ha de moverse la dramática de lo porvenir. Sería de ver que porque se le antoje a un empresario o a un preceptista de los modernos (más intransigentes que Hermosilla), pasara Cano por autor dramático y Valera no mereciese ese apellido. Sí, señor; es V. dramático, y por mí puede V. entrar; la cuestión es si es V. buen o mal autor dramático, y eso es lo que vamos a ver ahora; todo, sin estéticas por supuesto, sin pruebas, ni nada de esa jerga metafísica que a nosotros los críticos positivos no nos hace falta. Créame V. a mí, bajo mi palabra, que no le irá mal.

Lo de escribir sus obras dramáticas en prosa (menos la zarzuela) tampoco es inconveniente; pues aparte de que así las escribieron muchos dramaturgos insignes, ahí está el Sr. Vidart que demuestra a quien le quiere oír, que la poesía no necesita estar en verso, y yo también digo otro tanto, sin más salvedad que la de no llamarla poesía en tal caso.

¿Por qué dice el Sr. Valera que sus dramas no se pueden representar? La Venganza de Atahualpa se podría representar   —271→   por lo menos parte de ella, hasta donde el público hiciera nada más un ruido que permitiese oír a los actores.

De Asclepigenia no diré otro tanto, porque los críticos que podrían apreciar toda su intención son los krausistas, y de esos ya hay pocos, y los que quedan no suelen ir al teatro.

Tocante a Lo mejor del tesoro, la zarzuela, tampoco es de paso, porque allí no hay toros, ni toreros, ni coplas de actualidad, ni disparates de todos los tiempos. A propósito de eso, recuerdo que un día nos decía en el Ateneo Núñez de Arce: ¿y qué dirían ustedes si yo me dedicase a escribir zarzuelas bufas? ¿Dirían ustedes que prostituía el arte?... No, señor, me permití contestar, diríamos probablemente que no servía usted para el caso. Y claro que no serviría; como tampoco sirve el Sr. Valera, a Dios gracias. Ahora, si no se considera Lo mejor del tesoro como zarzuela seria ni bufa, sino como alarde de desenfado humorístico, de la hig-life del humorismo, Lo mejor del tesoro tiene bellezas que de fijo no verá el Sr. D. Peregrín; pero que no por eso dejan de estar allí.

Asclepigenia es, en mi opinión, y en la del autor, una de las obras mejores que ha producido tan discreta pluma.

Después de Pepita Jiménez (y ya lo he escrito antes de que Valera dijese algo parecido), Asclepigenia es lo mejor de autor tan eminente.

El que haya saboreado los diálogos del gran humorista siriaco (de que fue remedo y nivel, en cierto modo, el autor del Los sueños), no podrá menos de recordarle leyendo este diálogo filosófico-satírico de Valera. Parecerse a Luciano sin copiarle ni parodiarle, como se pareció Quevedo, es ya una gloria a que pueden aspirar pocos.

Aunque la obrita es corta, su mérito no es exiguo, y merecería un análisis más prolijo que muchos pretenciosos infolios. Dice el autor en la dedicatoria que en Asclepigenia hay alusiones al panteísmo moderno de los Schelling, Hegel y Krause, y halla analogías entre la filosofía y los tiempos de Proclo, y la filosofía y los tiempos presentes. Es muy posible que en gran parte se equivoque el señor Valera con tales analogías; pero no por ello es menos graciosa, picaresca y chispeante la sátira de su diálogo; Proclo, que en las grandes ocasiones se eleva sobre los dioses hasta dar con el Uno e identificarse con él, es la más acabada burla de los filósofos pedantones,   —272→   que por la posesión de un vacío formulario se creen por encima de las pasiones humanas y juzgan que su pensamiento vuela libre ya de las debilidades que al vulgo avasallan y someten al error y los ensueños.

Eumorfo, Crematurgo, Asclepigenia, son figuras de gran realidad a pesar de su representación simbólica. El final del diálogo sorprenderá, y acaso enfade, a los que no estén acostumbrados a este humorismo que acaba por burlarse de sí mismo, y dar a la obra que tiene entre manos un corte que es como la explosión de un fuego de artificio con que el chisporroteo concluye.

Este efecto se me antoja defecto en obras como La Venganza de Atahualpa, de otro género más dramático y en que el lector se interesa de verdad por los personajes en sí, no en atención a la intencionalidad que les preste el poeta. La Venganza de Atahualpa merecía un final más meditado, lógico y natural, con mayor razón, porque en el primer acto y parte del segundo y del tercero hay verdadero drama, y el interés llega a ser grande.

El primer acto es una perla: como exposición es perfecto -dadas las condiciones especialísimas del género dramático no representable- en él se dibujan dos personajes de gran originalidad y fuerza, Rivera y Cuéllar, a los cuales presta el autor acciones, propósitos y lenguaje de tal belleza, que pocas veces en las mismas tablas nos habrán interesado figuras tan bien presentadas; doña Brianda es un tipo que reúne, a ciertas tonos clásicos en nuestro buen teatro nacional, algunos originales que ennoblecen un tanto su carácter; Laura es poética y muy interesante por su excepcional situación, y la madeja en que tales personajes se enredan, es de oro. Pero luego todo degenera en La Venganza de Atahualpa, menos el lenguaje, y aun este no es como debiera en las situaciones de pasión y violencia.

En suma, las tentativas dramáticas podrán no ser dramas, pero son joyas literarias, buenas según su género, como dice Moisés.

Y, ¿cómo las llamaremos? Ustedes dirán.

Yo, entretanto, las llamo cosas de Valera.



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ArribaAbajoDoña Luz

(Valera)


No hay peor concupiscencia que la del espíritu, dice el padre Manrique, personaje de los principales de esta novela, y así es la verdad; por eso los que buscan en los libros de entretenimiento la moralidad, que por otra parte no les acude, deben mirar con malos ojos estas novelitas del Sr. Valera, en que los caracteres, casi siempre, son de los contaminados con ese vicio espiritual. En casa de doña Luz se reúnen para disertar y discutir, un fraile, misionero de Filipinas, un médico, que debió de haber leído a Haecket, traducido al francés, y la misma doña Luz, solterona de veintiocho años, mística de afición y un tanto por recurso. De aquellas conversaciones acerca de la gracia santificante y otros temas no menos sublimes, resulta un fraile, enamorado perdido de la solterona, la cual, sin darse cuenta, estima aquel amor, aunque no piense que de él pueda venir daño alguno para la salud espiritual de ninguno de ellos. Aunque doña Luz desdeñó a muchos amantes que la ofrecieron su corazón y tierras de pan llevar, no puede resistir a un guapo mozo, brigadier de caballería, que viene de Madrid exprofeso a enamorarse de ella. Ríndese a discreción la pobre doña Luz, casa con D. Jaime, y el fraile muere de celos, aunque al parecer de apoplejía.

Por unos papeles que dejó el fraile averigua doña Luz de seguro lo que ya sospechaba: que el fraile la quería, y a la sazón de estar agradeciéndoselo, recibe el mayor desengaño, cual es   —274→   el saber que su esposo no la amaba de amor, como dice el señor Valera, sino por una pingüe herencia que, ignorándolo ella, pero no él, estaba destinada a la que fue ídolo del fraile. Manrique se llamaba este, y Manrique se llama el hijo que de los desengañados amores tiene doña Luz, Para siempre separada de su esposo, y por siempre, o poco menos, unida en espiritual recuerdo del tonsurado Macías.

Otro autor de menos recursos no hubiera podido interesar con semejante argumento a los lectores, y no es seguro que el mismo Sr. Valera llegue a interesar a todos, porque los hay de muy diversos gustos.

En un artículo muy notable publicado ha pocos días, habla el Sr. Giner de los gustos vulgares que manifiestan las almas poco delicadas, gozando, como gozan, con espectáculos intranquilos, con literatura violenta, con pasiones extremadas, movimientos y azares: hablando precisamente de las novelas, dice el Sr. Giner que al de gusto poco cultivado no le placen las que no tienen otro movimiento que el de la vida, quizá latente en sus páginas, pero no por eso menos real y menos bello. Al lector que no guste de contemplar, no puede agradarle esta novela del Sr. Valera, y al que Dios llame por ese camino, aún le gustarán más otras del mismo autor, que se prestaban, como ella, a muchas meditaciones y, al propio tiempo, tenían más belleza, revelaban más habilidad y momentos más felices y más fecundos de inspiración. Lo que ha de gustar a todos, de fijo, es el estilo sin par del Sr. Valera, quizá mejorado en esta obrita, porque es más natural y parece más espontáneo que en algunas otras ocasiones. Ya se sabe que el Sr. Varela es un académico ideal, quiero decir, como deben ser; comprende cuánto bueno se puede extraer del tesoro de las letras sabias, a que puede llegar una erudición vasta, profunda y bien dirigida por el raciocinio y el gusto; sabe asimismo cuáles son las exigencias de los modernos tiempos, y con arte exquisito emplea en obras de gusto moderno la riqueza de erudición, la experiencia artística, ganadas en estudios clásicos, clásicos de veras. Como en todo, en el estilo y en el lenguaje revela tales ventajas el autor de Asclepigenia; escribe como nadie, porque es castizo y sabe mucho diccionario, y algo que no está en el Diccionario, sin degenerar en arcaico, ni en voces, ni en giros; de las nuevas maneras aprovecha lo que no desdice   —275→   de la elegancia antigua, lo que no choca con el gusto delicado y es útil para expresar mejor lo que mejor se piensa ahora: por todo lo cual, el estilo de Valera, ni pueden rechazarlo los académicos, ni los profanos pueden menos de admirarlo.

No hay arte que no consista en un punto de caramelo; dar en el clavo, eso es ser artista: el Sr. Valera es el mejor artista del idioma castellano...

¿Y Doña Luz? Si Pepita Jiménez no anduviese por esos mundos, Doña Luz sería más encomiada; pero esta Luz se eclipsa ante la perla de las novelas españolas contemporáneas. No es que sea igual el argumento, ni los recursos del arte idénticos; pero hay grandes analogías, y sobre que estas sutilezas psicológicas no son para muy traídas y llevadas, el desempeño es inferior con mucho en esta ocasión.

El Sr. Valera ha reincidido en el defecto de decírselo él todo o casi todo, y hasta cuando son los personajes los que hablan, se oye la voz del consueta. Sucede, con efecto, en esta novela, lo que en las comedias de aficionados (llamo yo así también a los que cobran sus aficiones): el apuntador, como está oculto, no tiene miedo, y suele declamar más alto, con más brío y de corrido lo que el actor dice mal, sin gracia y a trompicones; resultado: que a quien se le oye el drama es al apuntador. En Doña Luz, a quien se oye es a D. Juan Valera.

Yo declaro que no me pesa; pero si al Sr. Vidart o cualquier otro se le ocurre quejarse, D. Juan se defienda, que a mí me faltan argumentos.

En cuanto al reclamo con que atrae Valera a los críticos sutiles para que de su libro deduzcan mil y quinientas enseñanzas, nada diré, porque no va conmigo.

Y me alegro, porque si hay algo que gaste el alma y empobrezca la voluntad especialmente, es el perpetuo alambicar razones y sentimientos. En nuestros días, la ociosidad ha abusado de la psicología recreativa, y los inocentes que de buena fe se han dejado llevar de esta afición, han concluido por tener tedio, padecer náuseas y jaqueca... Así, que no nos quebremos de sutiles.

Mi opinión, que no vale porque no soy de los aludidos, es que Doña Luz enseña a no mezclar lo divino con lo humano, como ya Cervantes quería. Una frase vulgar resume la enseñanza de Doña Luz: a esta señora se le fue el santo al cielo.



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ArribaAbajoLa familia de León Roch61

Segunda parte


(Pérez Galdós)


Supongo a los lectores del presente artículo, si tiene alguno, enterados de lo que contiene la primera parte de la novela en que me ocupo; de otro modo no sería posible entendernos. En este segundo tomo y parte segunda, el interés de la acción crece naturalmente y llega a ser muy grande desde que el falso misticismo de María Egipciaca tropieza con un dolor real, de los que llegan al alma sin necesidad de silogismos. Consecuente Pérez Galdós con su sistema, lejos de presentarnos empequeñecida la figura de la imperfecta casada, llega a darle un interés que va acaso más allá de lo que su autor se propusiera. María Egipciaca, a pesar de sus estameñas, de aquel paño pardo y de aquellas manos descuidadas, no llega a ser, por lo que en ella hay de original, una criatura repugnante ni ridícula, pues todo el ridículo y aun asco que puede causar la supersticiosa religiosidad en que vive como sepultado su espíritu, se ve pronto que no ha podido alterar lo más íntimo de su naturaleza. Además, contribuye, no poco, en favor de María, el derecho que le asiste para conservar el amor de su esposo. No importa que el autor haya sabido pintar con   —278→   tan simpáticos colores la figura de Pepa, la rival de María, ni importa que León se nos presente en tan espantosa soledad dentro del hogar que soñó como un paraíso; a pesar de todo, y los mismos apasionados a pesar de su pasión lo reconocen, el derecho está con María. Pepa duda, pero ella explica el por qué: es que tanto y tanto dolor, tanta esperanza muerta, han atrofiado el sentimiento del deber en su alma débil y delicada; León no duda, vacila, sí, entre la pasión y el deber, pero no duda. Gran acierto ha mostrado el Sr. Pérez Galdós con no quebrantar el lazo del matrimonio de la manera precipitada y un tanto grosera de que suelen hacerlo multitud de autores traspirenaicos que, queriendo probar arduas tesis jurídicas sólo prueban la anemia moral que padecen.

Una delicadísima gradación de colores, un arte exquisito en el esfumar, eran condiciones necesarias para salir con bien del empeño difícil a que su propio talento llevara al novelista. Aunque la obra aún no está terminada, y queda mucho por hacer, hasta ahora el acierto en este punto capital no ha faltado ni un momento. Un hombre casado, y casado por amor, con una mujer que ni sueña con ser infiel a su esposo, ha de justificar su conducta al perder el apego a su hogar para llevar el corazón y encaminar sus pasos al hogar de otra mujer; esto ha de hacerse sin que ese hombre aparezca como un malvado, sin que la mujer que acoge al sin albergue se nos figure liviana; y a más de esto, sin que la esposa que pierde al marido sea una adúltera, ni una harpía, ni siquiera una mujer vulgar en el fondo. ¿Consigue todo eso Pérez Galdós? Por lo que conocemos de su novela, preciso es confesar que hasta ahora sí; los antecedentes del autor acaso nos permiten pronosticar que el fin corresponderá a lo conocido; aunque será esta probablemente la ocasión más difícil a que le hayan traído los vuelos elevados de su fantasía envidiable.

Como en las obras dramáticas del arte griego quedaba para dar relieve a las figuras el fondo oscuro misterioso del fatum, sin que por esto dejaran de ser autónomos aquellos personajes tan vivos y reales, así en las novelas de nuestro autor la acción anónima de las ideas y preocupaciones dominantes sirve de fatalidad a su manera para dar cierto interés sublime a los caracteres representados. Si en los cómicos, como la marquesa, Polito, su papá, el señor de Fúcar, etc., los defectos individuales   —279→   entran por más que el error común admitido; en los personajes que encarnan la principal idea del novelista, como Luis Gonzaga, y en esta segunda parte María Egipciaca, sigue el carácter, en sí digno, la línea que es resultante de las fuerzas mayores que le solicitan, no perdiendo con esto originalidad, espontaneidad y belleza, por consiguiente, como a primera vista pudiéramos creer, sino adquiriendo superior relieve y tomando toda la dignidad ideal propia de lo genérico y suprasensible que representa.

En cuanto a la conducta de un personaje se le quita la levadura del egoísmo, cualquiera que sea el móvil que le determina, aunque sea un ideal erróneo, es susceptible de interesar puramente y universalmente. María Egipciaca vive en el error, es cierto; su conducta llega a ser fuente de desgracia; una abstracción, una quimera mística que su naturaleza de mujer sensual no es capaz de seguir en su tendencia más elevada y digna, la arrastra a mil despropósitos, a una vida falsa y separada de todo bien racional; pero de todo esto no es responsable María, como no es el apestado responsable del ambiente emponzoñado en que respira. Luis de Gonzaga, el compañero de su infancia, el que repartía con ella el cielo para contar las estrellas, le dejó como legado espiritual aquellas aspiraciones místicas, que como son puro subjetivismo toman diferente rumbo según el espíritu en que influyen: en Luis, el misticismo era sabio, depurado acaso de toda mancha sensual; pero en María Egipciaca, siendo el intento no menos angélico, era por influjos tal vez hasta fisiológicos, en la conducta, en la aplicación diaria, sensual, cosa de apetito más que pasión elevada y sublime. Por eso cuando los afectos naturales se despiertan al aguijón de los celos, el alma de María se levanta, y es bella su extraña figura de esposa ofendida, que viene desde vanos ensueños de idealismo enfermizo a reclamar sus derechos reales.

Mas aquí debe advertirse, que cuanto de responsabilidad y culpa se descarga a María es necesario cargarlo a otro lado; si ella no se hace indigna ni repugnante, porque sus propios errores en algo fundamentalmente bueno se originan, no cabe mayor oprobio que el que precisa arrojar sobre ideas, instituciones, costumbres o lo que sean, que arrastran los más santos sentimientos de las almas nobles y pías por laberintos de falsa   —280→   religión, de falsa mansedumbre, de ascetismo falso y grosero, sensual y estúpido; ideas o instituciones que persiguiendo egoístas ideales no miran el derecho que pisan, desprecian la solidaridad de la vida social, y no se sabe si son más dignas de maldición por lo que yerran o por lo que pecan y pervierten.

León Roch personifica en su mujer todo ese cúmulo de absurdos que viven en la sociedad santificados: es natural que León piense así; para él es su María quien causa tanta desgracia con tan necia conducta; si el lector puede y debe ir al origen del mal, el mísero esposo se queja del enemigo que directamente le causa el daño, y aun reconociendo en otra parte la culpa mayor, perentoriamente necesita apartarse del mal inmediato. León, por culpa de la superstición y el fanatismo, no tiene un hogar como lo había soñado: a María le manda su Dios que no ame a su esposo, y en cambio Pepa del Fúcar, la pobre Pepa desengañada, sigue amando con toda la fuerza y toda la verdad con que sólo se puede amar lo que vive y se ve en la tierra. Al fin León se enamora de los que le aman. Al lado de Pepa existe Monina, un ángel de dos a tres años; León, que llegó con el espíritu a la edad de ser padre, ve en Monina cifrada toda la felicidad que él soñó y no tiene; por eso quiere tanto a la hija de Pepa: además, hay en este cariño loco por la tierna criatura un sofisma del corazón; amar lícitamente a la hija, viene a ser un modo delicado de amar a la madre. Bien lo prueba esta cuando tanto agradece a León aquella frase de su dolor: «¡lo que más quiero en el mundo!».

¡Qué delicado pincel -mejor y sin metáforas- qué alma tan grande la que supo sentir, concebir y ejecutar estas ficciones tan profundas, tan tiernas, tan verdaderas para la verdad virtual de lo bello, que estremecen lo más noble del corazón humano! El interés dramático y la verdad de la verosimilitud exigían que la lógica de las pasiones siguiera adelante: Pepa comprende todas estas delicadezas y quintas esencias del amor; pero, en fin, quiere a León, a León mismo, lo quiere para sí todo para ella: León, aunque vacila, también siente que quiere entregarse a Pepa, todo él también, para el amor, para el amor como se entiende en la tierra.

Si llegar a este punto, de una vez, hubiera sido precipitado, de efecto repulsivo; con las naturales gradaciones que el auto,   —281→   ha empleado, nada es más oportuno, más conforme a lo verosímil; pero si ya se explica la vehemencia del deseo, acaso no exista justicia para darle rienda suelta: Galdós coloca en el espíritu de León todo el infierno de lucha que supone una pasión cierta, que se despedaza contra un deber no muy claro; no es aquel deber, determinado de tal modo, el que hace fuerza tan grande, por sí mismo, en la conciencia de León; es la conciencia del deber en general la que en él se resiste como inexpugnable fortaleza.

En esta situación se presenta María Egipciaca, la esposa, que faltó a muchas obligaciones, que dio motivo y pábulo a la infidelidad, pero que es la esposa. ¡Y qué hermosa se presenta María! No es Friné, que por bella vence a la justicia; es la justicia que además cuenta con la hermosura. En la escena final, entre León y María, quizá la más interesante y bella, hay una resurrección de la Naturaleza en aquella mujer beata; en el cuerpo y en el espíritu de María parece que se celebra un misterio dionisiaco; el grito de la realidad es tan intenso que toda otra voz se apaga en aquella alma que sufre revolución espantosa: cuando María se arroja al cuello de su esposo, le oprime y exclama al perder el sentido: «Te ahogo, te ahogo; yo soy la más guapa para ti». María parece redimida. ¿Lo estará? Acaso no; acaso el autor no dé por agotada la fuerza extraña que influía en el ánimo de la odalisca mojigata; de todos modos, el conflicto queda en pie, porque Pepa y León son inocentes en aquella conjuración de los falsos ideales contra la vida natural de los hombres y de la sociedad; de todos modos, el autor deja la trama de su novela en puntos bien difíciles, pero confío en su ingenio, sobre todo, en su instinto evidente, que en obras anteriores le llevó siempre a soluciones acertadas.

Esperemos la tercera parte: el público la espera con gran interés, y para entonces el juicio definitivo.

No cito episodios notables de este segundo tomo; son casi todos modelos de descripción y observación en los respectivos géneros.

También hoy concluiré diciendo al ilustre novelista: Adelante.



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ArribaAbajoDe tal palo tal astilla

(Pereda)


En un artículo en que se trataba de hacer el resumen crítico de nuestro movimiento literario durante el año de 1879, artículo que publicó El Imparcial en sus Lunes, omitía el autor, por imperdonable olvido, el nombre del Sr. Pereda al hablar de los novelistas. Arrepentido y en desagravio, hoy consagra estas líneas a la última obra del literato montañés el descuidado revistero, publicándolas en la misma hoja donde se cometió un pecado tan digno de censura.

Y quisiera yo de todo corazón que fuese tan perfecto62 el último libro del Sr. Pereda, que la alabanza no se me cayera de los labios al hablar de sus cualidades; porque con esto daría a entender bien claramente que no había, por mi parte, mala voluntad, disfrazada de desdén, respecto de las novelas de este autor, ya que tocante a su persona fuera ociosa malicia el suponerla. La mala voluntad no existe; mas, por desgracia, tampoco la perfección que pudiera servirme contra las cavilaciones de los maldicientes.

Que no sería sin tacha la novela del Sr. Pereda ya lo esperaba yo, porque pocas cosas hay perfectas fuera de nuestro Padre que está en los cielos; pero tampoco creía que este ingenio viril, en la flor de la edad, cuando prometía obras que señalasen el progreso visible de sus facultades, había de producir un libro que podría llamarse de decadencia, a no ser porque   —284→   la equidad prudente aconseja abstenerse de aventurar semejantes juicios cuando se trata de escritor tan capaz de enmendar sus yerros como el Sr. Pereda.

De tal palo tal astilla, es una astilla que no en todo y por todo parece del mismo palo de donde salió D. Gonzalo González de la Gonzalera. Es muy inferior a esta obra, aunque cojea del mismo pie, pero cojea mucho más. Me apresuro a decir que, tal como es, es mucho mejor que El buey suelto.

Nuestros buenos novelistas tienen una afición decidida a la cuestión religiosa. El público, por lo visto, se interesa en este asunto, aunque nadie lo diría, a juzgar por lo poco y mal que practicamos todos la religión, dicho sea en honor de la verdad, y advirtiendo que no me refiero sólo a los ultramontanos, sino también a los liberales. El Sr. Pereda, como Pérez Galdós, como Alarcón, como Valera, ha querido dar su opinión sobre el conflicto religioso, valiéndose de los amores que tuvieron dos jóvenes de la montaña: Águeda Quincevillas, de Valdecines, y Fernando Peñarrubia63, de Perojales.

No sabe bien el Sr. Pereda hasta qué punto está en su derecho escribiendo novelas tendenciosas, de esas que demuestran, o poco menos, lo que al autor se le ha puesto en la cabeza que es la verdad, aunque no lo sea; pero mucho menos sabe el Sr. Pereda hasta qué punto mejoraría sus obras si en ellas prescindiese de mezclar lo humano con lo divino, y no se acordase de que había en el mundo positivismo, Ateneo ni Facultad de Medicina.

Sea lo que quiera de los libre-pensadores, la verdad es que en las novelas del Sr. Pereda no pueden hacer mayores estragos de los que hacen. Figúrense Vds. un hermoso paisaje, con tanta luz como los de Claudio Lorena, con tan correcta verdad y sabia composición como los del Pussino; añadan ustedes la natural sencillez de un diálogo de Timoneda, la dulzura melancólica de una égloga de Garcilaso... y la pasmosa realidad de un capítulo de Zola (de los limpios), y tendrán en tan heterogénea conjunción de primores las bellezas que reúne De tal palo tal astilla. Pero ¡ay!, que tanta hermosura bastan para mancillarla dos libre-pensadores, dos médicos, que con su ateísmo dan al traste con la luz, con el color, con la corrección, con la sencillez, con la dulzura, con la realidad del cuadro de Pereda.

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Pluguiera a Dios que jamás los Peñarrubias hubiesen tenido casa solariega en Perojales, y tampoco estaría demás que los Quincevillas no hubiesen parecido por Valdecines; verdad es que en tal caso estaría a estas horas sin demostrar que de raza le viene al ateo el ser rabi-negro, pero en cambio tendríamos en el último libro de Pereda una colección de cuadros de paisaje y de costumbres de la aldea, comparables a lo mejor que en este género pueda haberse escrito. Y ya que el autor quisiera hacer de tales cuadros una novela, bastaba en rigor con los amores de Macabeo y de Tasia, que son lo más interesante del libro, porque ni Águeda ni Fernando valen, ni con mucho, lo que Tasia y Macabeo. Como hacían nuestros poetas dramáticos antiguos, ya desde los tiempos de la Celestina, el Sr. Pereda ha puesto al lado, y como contraste de la acción principal de los amores de los señoritos, los amores de los criados... y el Sr. Pereda ha manejado esta vez, como otras, el sermo rusticus mejor que el sermón urbano. Contra la conocida regla jurídica, lo accesorio aquí no sigue a lo principal, sino que lo principal se olvida por lo accesorio.

Todo lo que piensan, sienten, dicen y hacen los montañeses de Pereda está muy en su sitio, y Macabeo, Bastian, Tasia, son en la novela, ni más ni menos, como Dios los hubiera criado y como crió, en efecto, a otros muchos paisanos suyos. Tampoco tiene pero, a lo menos que yo sepa, aquel D. Lesmes, cirujano que se quería revalidar y no se revalidó: su conferencia con el Dr. Peñarrubia es digna de cualquier médico de aquellos que inmortalizó Molière. Y vaya fijándose el señor Pereda en lo muy alto que le pongo lo bueno de su libro, para no quejarse después cuando lleguemos a las agrias. D. Sotero, aunque demasiado parecido en el fondo a Rigüelta (personaje de Don Gonzalo, y el mejor personaje de Pereda), es digno de alabanza por el dibujo, aunque el color sea monótono por lo sombrío.

Si tanto bueno digo de las figuras que aparecen de escalera abajo, y son en realidad las principales de la obra, el hacerme lenguas del talento con que el Señor dotó a Pereda, lo dejo para alabar sus descripciones de la montaña. Et in Arcadiam ego puedo decir al autor de tan primorosas pinturas: yo conozco tan bien la montaña «como si la hubiera parido» (que diría Macabeo), pues a más de haberla visitado, vivo en país   —286→   que linda con ella y se le parece como una gota a otra gota. Con esta mi erudición al consonante de lo que estipula el señor Pereda (otra frase de Macabeo), me atrevo a asegurar, sin miedo de ser desmentido, que no cabe más arte en la descripción del país y de las costumbres, que tanto debe amar el novelista Para guardarlas tan fielmente en la fantasía. En la fantasía yo también tengo todos esos primores de luz, colores y contornos; pero me falta lo principal, que es saber enseñar a los otros esta belleza de que goza mi espíritu en la soledad inaccesible del pensamiento. ¡Feliz el Sr. Pereda que, tal como lo ve en el mundo y después dentro de sí, copia en el papel la rica naturaleza de nuestros valles y montañas y el animado, risueño y tranquilo vivir de sus moradores, si no tan felices e inocentes como los Arcades, dignos de que la poesía los tome cuenta!

¡Qué gran escenógrafo es el Sr. Pereda! Recuerdo haber elogiado el arte con que supo describir el lugar de la escena en su novela D. Gonzalo; pues en este punto sí que no ha perdido su habilidad. Perojales del lado de allá; la Hoz en medio, y de este lado Valdecines. Parece que lo estoy viendo. Ya que no le gusta, no le llamaré realista ni naturalista; ¡pero qué realismo, qué naturalismo tan bello el de sus paisajes! Lo único que sobra en aquel primer capítulo en que nos dice cómo era la Hoz en una noche de tempestad, es cierta alusión mal encubierta a otros novelistas que, con valer Pereda lo que vale, valen mucho más que él; a los cuales, en vez de zaherir de tal suerte, debiera seguir imitando; pero no al revés, como parece haberse propuesto en la parte trascendental de su libro. Y ya llegamos a las agrias.

Como a mí me gustan las cosas claras, tiro de la manta y digo que el Sr. Pereda ha querido darnos la triaca del veneno que Galdós nos propinó con su Gloria: es De tal palo tal astilla una Contra-Gloria que, si valiera la intención, habría deshecho a estas horas todo el efecto de la novela impía, que así la llaman, tan leída y admirada en esta España eminentemente católica; y aun fuera, pues hay traducciones alemanas e inglesas que no me dejarán mentir.

Esta Contra-Gloria se llama Águeda y es, en resumen, una fórmula algebraica de la más vulgar mojigatería. No basta para que una figura de novela se anime y viva, decirla: levántate y   —287→   anda; si la figura es de trapo, ¡cómo se ha de mover! El autor nos quiere convencer en muchos capítulos de que su Águeda es la muchacha más instruida, discreta y católica de la montaña; y sí lo será, porque nosotros no tenemos prueba en contrario: lo que negamos, yo por mí lo niego, es que Águeda sea una figura viva y bella, como en las obras literarias se necesita. Mucho alabarla el autor y ponerla en los cuernos de la luna y sobre su cabeza, pero no pasa de ahí. Lo que dice Águeda no la hace verosímil, ni menos simpática; es una devota ilustrada, sosa como una calabaza; será muy ama de su casa, pero eso es poco para sorber el seso a un hombre. En verdad que si Fernando no fuera tan grandísimo mequetrefe como sin duda es, no se mataría por mujer tan soberbia, tan desabrida y tan sin caridad. Pudo, en buen hora, prendarse de su hermosura física, que al parecer era extraordinaria, según la pinta el autor en un capítulo que no será realista, pero es volcánico, sin duda alguna, y recuerda no poco los buenos tiempos del desnudo; pudo, digo, Fernando prendarse de aquellos atractivos que sedujeron más tarde a Bastian; pero lo que es amor tan por lo sublime y obcecado y tan sin vuelta de hoja en mujer semejante, no se le hubiera ocurrido al hijo del volteriano, a no haber sido lo poco sesudo que vamos a ver.

El autor ha querido ofrecernos el libre pensamiento en su encarnación menos repugnante, presentándolo en dos personas honradas, aunque sólo honradas humanamente, como dice un crítico. Como en Gloria, los fanáticos son personas muy de bien (humanamente). Pereda ha querido establecer cierto paralelismo entre novela y novela, aún en esto, y enfrente de los Lantigua, tan buenos como ultramontanos, coloca a los Peñarrubia, tan honrados como ateos.

Nunca se les ocurre a nuestros novelistas neos, que sin perdón así se llaman, representar el libre examen en hombres que crean en Dios y en la otra vida, y, en fin, que tengan su alma en su almario, como se dice; siempre son estos libre-pensadores materialistas de brocha gorda, cuando no perdidos sin conciencia, pero de todas maneras, gente que se ahoga en poca agua, y en cuanto truena se acuerdan de Santa Bárbara. Fernando es un muchacho que ha sido educado sin religión, que después estudió medicina y se resolvió a no creer en Dios   —288→   en todos los días de su vida. Se hace doctor, y con tan plausible motivo reniega del alma y de quien la inventó; va al Ateneo, y se hace aplaudir en un discurso empecatado, cuyo tema es el siguiente: «La conciencia es una serie de fenómenos en el tiempo (claro, hombre, si son fenómenos... en el tiempo han de ser) los hechos materiales y espirituales son producto de una fuerza única; todo se reduce a sensaciones; el milagro no existe».

Así como a D. Quijote le hacía una gracia que no se podía explicar el estribillo aquel del Toboso, me la hace a mí, y no menos extraordinaria, el estribillo del tema «el milagro no existe». Pero ¿qué tiene que ver el milagro con todo lo demás del tema? En otros pasajes de la novela se habla también del milagro, y se conoce que el Sr. Pereda tiene grandísimo empeño en que los milagros existan, porque los considera demostración de sus doctrinas, pero demostración de las más sólidas e incontrovertibles. Lo mismo opina el cura de mi aldea que, con un sólo milagro, dice él, está al cabo de la calle Fernandito, no sólo perora en el Ateneo, sino que después habla con su novia de la tesis del doctorado y del discurso del Ateneo. Y con esto cae para siempre en ridículo el mísero libre-pensador. ¡Está bueno eso de irse al pueblo a discutir con una muchacha la tesis del doctorado y la teoría de los milagros! Verdad es que Águeda también tiene sus argumentos, tomados probablemente de las Cartas a un escéptico o de las Refutaciones del P. Franco de la Compañía de Jesús, ¡Qué discursos, qué sermones! ¡Parece mentira que el autor de todas esas puerilidades pseudo-religiosas sea el mismo que hace hablar a Macabeo como Manzoni hacía hablar a Renzo!

El conflicto que existe en la novela podía resolverse de muchas maneras; pero el autor le tiene miedo y no le resuelve. Yo he leído muchas coplas en que un moro se prendaba de una nazarena; surgía, como era natural, el conflicto de la diversidad de religiones; pero al cabo, en parte por la gracia de Dios, en parte por las gracias de la nazarena, el moro se convertía y veía como la luz la divinidad de Jesucristo y todos los misterios del dogma. No de otra manera cuando se pinta una batalla siempre es el enemigo el que come tierra, mientras los compatriotas parece que en vez de balas o lanzadas reciben confites. Fernando, después de consultar la librería   —289→   de su padre, pues tiene el propósito de convertirse, si puede, se va a ver con el cura de Valdecines. Pero si en la librería de Peñarrubia faltaban los SS. PP., en la cabeza del cura de Valdecines tampoco están, y Fernando se convence de que a no ser por un milagro, de los que él negaba en el Ateneo, no es posible creer en Dios. En llegando a esta ocasión, el autor echa de ver que el conflicto no tiene arreglo y tira la casa por la ventana, o lo que es lo mismo, arroja por un despeñadero al libre-pensador que se mata, porque no encuentra la religión de los mayores de Águeda, y porque en Valdecines corre el chisme de que lo que busca el mediquillo de Perojales es la bolsa de doña Marta. En mi vida he visto ateo que se ahogara en tan poca agua como Fernando. Pase el inconveniente de la religión, aunque siempre quedaba la esperanza de que leyendo novelas de Pereda, Fernando llegara a convertirse, pero lo que es el obstáculo que le presenta la maledicencia, no debió acobardarle hasta el punto de echar por el atajo y estrellarse en las peñas de la Hoz. Ello, en fin, ¿qué se podía esperar de un orador que le cuenta a su novia lo que le sucede en el Ateneo, ni de un pensador que quiere consultar con los autores el caso de unas calabazas ortodoxas?

Algo más que Fernando vale su padre; es carácter más complejo, más real y que revela algún estudio de cierta clase de libre-pensadores, de esos que acaban por redondearse. Por desgracia, Peñarrubia padre tiene poco que hacer en la novela, y todo se vuelve hablar con afectado e impertinente humorismo, hasta que el peligro crece, en cuyo trance se manifiesta en el doctor muy natural y noble sentimiento, aunque no con la diligencia debida.

En suma: el Sr. Pereda se ha equivocado en absoluto por lo que toca a la intención de su libro. Ha escrito una novela monótona, fría, inverosímil por querer seguir las huellas de escritores que tampoco han dado en el clavo, y por oponerse a otros que viven en regiones a que no debe aspirar el autor de D. Gonzalo. Pero en todo aquello que es de su jurisdicción, el artista admirable es hoy el mismo de siempre. Quien ha escrito La hoguera de San Juan, Los trapillos de Macabeo y tantas escenas de valor análogo, que no escasean en esta obra; quien ha descrito aquel despertar de los prados después de la lluvia y otros pasajes que recuerdan la novela de Manzoni y   —290→   algunas poesías de Leopardi, tiene títulos suficientes para ser admirado, y hasta pueden perdonársele sus pecados de trascendentalismo, porque ha amado mucho y hecho amar las bellezas de la madre Naturaleza, tan ajena a los escrúpulos de monja y a los discursos del Ateneo.



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ArribaAbajoDe burguesa a cortesana

Mi querida doña Encarnación: Ya sé que las de Pinto dijeron por ahí a los amigos, que las de Covachuelón no iríamos a las fiestas por falta de posibles o por falta de amor a los regocijos, como dice mi Juan que se llama eso; no haga V. pizca de caso, porque ya nos hemos encargado los sombreros, de esos que parecen de hombre, que son la última moda, según dijo la modista, que es de París de Francia, como si dijéramos; porque si bien ella no nació allá ni lo vio nunca con sus propios ojos, su marido es de pura raza parisién: con que figúrese V. Iremos, y tres más, lo cual, para evitarle a V. molestias de andar buscando casa y demás, nos iremos derechitos a la suya, y así se ahorra V. la incomodidad de tener que entenderse con fondistas y amas de huéspedes, que en estos días sacarán la tripa de mal año y pedirán por una habitación un ojo de la cara. Adjunta le remito la lista de las monadas y cachivaches que mi hija la mayor quiere que V. le tenga comprados para el mismo día que lleguemos; porque todo su prurito es que de cien leguas se la tome por una madrileña, porque ser provinciana es muy cursi, ya ve V.; y aunque yo le digo que lo que se hereda no se hurta, y que de casta le viene al galgo... y que una Covachuelón, que desciende de cien Covachuelones, aunque sea con el aire de la montaña puede tenérselas tiesas, en punto a buen tono y chiqq (sic),   —292→   con la más encopetada cortesana, que puede ser hija de un cualquiera; digo que, a pesar de esto, la niña quiere que V. la tenga preparados esos trastos: y no es que aquí no haya guantes de esos que llegan hasta los hombros, porque también los vende la modista que tiene un marido de París; pero, qué quiere V., estas muchachas del día están perdidas por no ser de su tierra. Y mire V., en confianza, doña Encarnación, y aquí inter nos, como dicen los franceses, la chica está en estado de merecer, y aquí todos son pelagatos, no hay proporciones, ¿quién sabe si alguno de esos caballeros en plaza, de que tanto hablan los periódicos, se enamorará de mi niña? En ese caso, nos quedaríamos a vivir en Madrid, que es lo que yo le digo a Juan; pero mi Juan es tan terco que no quiere abandonar este destino humilde, indigno de un Covachuelón, porque dice que es seguro y manos puercas. Como si no conociéramos el mundo, doña Encarnación, y no supiéramos que eso de gajes es cosa común a todos los destinos, con tal que haya buena voluntad. Yo, a decir la verdad, no sé de qué son esos caballeros en plaza; pero sin duda serán unos cumplidos caballeros, que apaleen el oro o por lo menos las fanegas de trigo, que todo es apalear. Demás de esto, mi Juan, que tiene mucho amor a las Instituciones, no perderá el tiempo durante nuestra estancia en esa, ni se dormirá en las pajas, porque el ministro le tiene ofrecido torres y montones; pero ojos que no ven... y así atenaceándole de cerca y no dejándole a sol ni a sombra, verá V. cómo se logra un ascenso, que buena falta nos hace, porque con este modestísimo sueldo y todas las manos que Juan quiera, no se puede vivir: y si no, ahora se ve, lo que es una deshonra, que para emprender un viaje a la Corte, con rebaja de precio y todo, la familia de un Covachuelón se halla obligada a vender los cubiertos de plata y algunas alhajas de los Covachuelones que fueron. Dígales, dígales V. a las de Pinto (sin contarles los de los cubiertos), cuánto hacen y pueden los de Covachuelón en alas o en aras (nunca digo bien esta palabra) de su amor a las Instituciones Aquí se ha corrido el rumor de que por culpa de Moyano ya no había fiestas; que ese señor, que dicen que es muy feo; y lo prueban, había aguado la función; pero no lo hemos creído, porque es imposible; Dios no puede consentir que mi hija se quede sin su caballero en plaza, porque eso sería como   —293→   quedarse en la calle; ni mi esposo ha de pudrirse y pudrirme en este rincón oscuro; los Covachuelones pican más alto, y amanecerá Dios y medraremos; porque la mala voluntad de las de Pinto poco podrá contra los altos escrutinios de la Providencia, que a todas voces llama a los de Covachuelón a la Corte. Diga V. de mi parte al Sr. D. Juan, su marido (¡qué diferencia entre los dos Juanes! el de V. tan dócil, tan rico y tan amigo de su negocio), pues dígale V. que me busque sin pérdida de tiempo papeleta para todas partes: queremos verlo todo, lo que se llama todo, porque ¿a qué estamos?, no es cosa de vender una los cubiertos, para volverse luego dejando por ver alguna cosa. He leído en La Época que los provincianos llegarían tarde para sacar papeleta: ¡qué sabrá ella! La Época; como si esos perdularios de gacetilleros, que son la perdición del país, hubieran de ser antes que nosotros, que servimos a la patria y a las instituciones, desde un rincón de España, con celo, inteligencia y lealtad, como decían los mismísimos liberales cuando dejaron cesante a mi marido. Sería de contar que la señora de Covachuelón e hija se quedaran sin papeleta para ver todo lo reservado y todo lo no reservado.

Hemos de verlo todo: digáselo V. así a D. Juan: no rebajo nada.

¡Oh, quién fuera condesa, amiga mía! Pero de menos nos hizo Dios, y como Juan, el mío, ande derecho y en un pie, y haga lo que yo le diga, quién sabe a dónde podremos llegar, y si vendrá día en que yo le vea a él mismo hecho un caballero en plaza, título que me suena de perlas, y que no puedo quitármelo de la imaginación. No canso más; consérvese V. buena y no se olvide de los encarguitos. Su amiga de toda la vida que desea abrazarla pronto,

Purificación de los Pinzones de Covachuelón.

P. D. Le advierto a V. que Juan se muere por los caracoles, y le dará V. una sorpresa agradable si se los presenta para almorzar el día que lleguemos. Supongo que irán Vds. a esperarnos con los criados, porque llevaremos mucho equipaje, y esos mozos de cordel la confunden a una con una palurda y piden un sentido. Suya,

Purificación.

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Otra P. D. Le advierto a V. que en las camisolas y en los pañuelos que le encargué el otro día para Juan, han de ponerse estas letras, P. Juan, que no significan Padre Juan, sino que Juan es marido de Purificación, como V. sabe. Un Covachuelón no podría poner en sus camisas unas simples iniciales como cualquiera. Expresiones a su Juan de V.

PURA.

Por la ortografía.



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ArribaAbajoDe burguesa a burguesa

Pajares 1.º de Febrero.

Mi querida Visitación: Cuando esta llegue a tus manos estará tu pobre Pura, tu buena amiga, enterrada en vida, con no sé cuantos kilómetros de nieve sobre la cabeza. Nos ha cogido la mayor nevada del siglo en medio del puerto, y no podemos volver atrás ni llegar a nuestro bendito pueblo, del que ojalá no hubiéramos salido nunca. El correo lo llevan los peatones; yo he ofrecido el oro y el moro porque me pasara un peatón, y porque me pesaran en el estanquillo, para llegar a mi destino en calidad de certificado, costara los sellos que costara: imposible, me fue forzoso renunciar a mi proyecto, y aquí me tienes extraviada en el camino como carta de Posada Herrera. Mi Juan, ese hombre de bien, no hace más que dar pataditas en el suelo, soplarse las manos y exclamar de vez en cuando: ¡maldita sea mi suerte! ¡Calzonazos! Como si no fuera él la causa de todos nuestros males. Figúrate, tú, Visita, que lo primero que hace Juan en cuanto llegamos a Madrid es coger una pulmonía. Verdad es, que por más de veinticuatro horas la disimuló, para que yo no me incomodara y pudiese ver los festejos; pero buenos festejos te dé Dios: yo quería estar en todas partes a un tiempo, como es natural en tales casos; para esto es necesario correr mucho; pues nada, Juan no daba   —296→   paso: que le dolía esto, que le dolía lo otro, y no se meneaba. Tomamos un coche para los tres, el cochero refunfuña y me dice no sé qué groserías respecto a si yo abultaba por cuatro, y Juan... ¡qué te parece! Juan no le rompió nada.

Se pone en movimiento aquel armatoste, y a los cuatro pasos el caballo... cae muerto. Juan se enfureció porque yo le eché a él la culpa; pelea tú con un hombre así: en fin, nos volvemos a casa, y doña Encarnación con una oficiosidad que me da mala espina, declara que Juan está malo y que debe acostarse; y se acuesta, y viene el médico, y dice que mi esposo tiene pulmonía. Ya ves como todos se conjuraban contra mí. Adiós visitas al ministro, adiós ascenso, adiós quedarnos en Madrid. Añade a esto que doña Encarnación, que es una jamona muy presumida, no había comprado más que adefesios para mi hija, todo cursi y de moda del año ocho. Purita pataleó y echó la culpa a su papá, que efectivamente es quien nos trae en estos malos pasos de ser provincianas y tener que guiarnos por los envidiosos de Madrid. Pedíamos billetes a D. Juan, que si quieres; ni uno sólo había podido conseguir, y eso que amenazó con la dimisión de su destino; pero no dimitió: qué había de dimitir, si estos burócratas de Madrid no saben lo que es dignidad. Pero, dirás tú, y con razón, ¿por qué tú Juan había de necesitar que nadie mendigara billetes para su mujer? Es verdad, y en eso hablas como una Santa Teresa; pero Juan, nada, en su cama, queja que te quejarás, preparándose a bien morir y sin pensar en billetes, ni en caballeros en plaza, ni en ascensos, ni en todo eso que me trajo a la Corte en mal hora. En fin, Visita, no hemos visto nada, a no ser las iluminaciones, que valientes iluminaciones estaban; y se dio el caso de andar la familia de Covachuelón sin cabeza, porque la cabeza tenía malo el pulmón, de andar por aquellas plazuelas y calles de Dios, como unas cualesquiera, como unos papanatas, codeándose con la plebe y teniendo que dejar la acera a los que la llevasen, aunque fueran hijos del verdugo. Aquí no se respetan las clases, ni el abolengo, y no le conocen a una en la cara los pergaminos ni la categoría. No creas que el bullicio fue tan grande como dicen, y de mí te puedo asegurar que no grité viva nada, porque esto no es modo de tratar a la gente. ¿Te acuerdas de aquel D. Casimiro a quien sacamos diputado por los pelos, y gracias a estanquillos y chorizos de los decomisados?   —297→   Pues, atúrdete, D. Casimiro, que tenía un paquete de entradas para todas partes, pasó junto a nosotros sin saludarnos, en un coche muy elegante, que no sé de donde lo habrá sacado ese pelagatos. Y dicen que la conciliación se arraiga y que esto va a durar: mira tú que postura de conciliación es esta, ni si lleva trazas de arraigarse un ministerio tan destartalado y montado al aire. Después de ver tanta farsa y tanto descaro no me quedaba más que ver, y quise volverme a mi tierra: el mismo día en que la enfermedad de Juan hacía crisis, según dijo el médico, cogí a Juan por los pies, y lo vestí, y lo tapé, y escondí entre cinco mantas: hice la crisis yo, y nos metimos en el tren correo. Juan, dócil por la primera vez de su vida, se puso bueno en el camino, o por lo menos disimuló el mal; y aquí nos tienes con la nieve al cuello, en un lugarón que no tiene nombre en el mapa; yo furiosa, Purita desesperanzada de coger una proporción, y Juan dando pataditas en el suelo, soplándose los nudillos y murmurando a cada paso: ¡maldita sea mi suerte!

Si algún día llego a mi casita, y desempeño los cubiertos, y junto algunos cuartos procedentes de las manos de Juan, que él llama groseramente puercas, y pongo esos cuartos a réditos y saco una renta regular para ir tirando... te juro, Visita (tanto es lo que aborrezco la conciliación), te juro que presento la renuncia del destino de Juan y me declaro ilegala.

PURIFICACIÓN.

Por la ortografía.



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ArribaAbajoDon Gonzalo González de la Gonzalera

(Pereda)


Con mucho, pero con mucho vale más esta novela que El buey suelto.

El interés que allí apenas existe, en la última obra del señor Pereda es, si no muy intenso, suficiente para dar pábulo constante a la curiosidad del lector: la acción está bien compuesta, con habilidad y mucho tino; los caracteres, si no todos, los más importantes, son muy verosímiles, típicos, perfectamente dibujado alguno; y sobre todo, aquello en que más se luce el Sr. Pereda, la descripción de lugares, costumbres, modales, y cuanto el pintor realista cuida con más esmero, constituye el mérito peculiar de esta novela; que en punto a lenguaje y estilo poco dejará que desear al más exigente.

Esto me dicta la imparcialidad, y por mí ya puede el señor Pereda ser más reaccionario que el Gobierno, que como escriba con garbo y salero y nos dé muchos Patricios Rigüelta y muchas ferias de Pedreguero, yo me reiré de sus sermones, anti-parlamentarios y de sus cuchufletas contra la revolución de Setiembre.

¿Que el Sr. Pereda es reaccionario? Que lo sea. ¿Que opina como los brahmanes, que los labradores deben formar una casta inferior, incapaz e incapacitada para los negocios públicos? Que lo opine. Si no me propina sus lucubraciones de retrógrado64 en artículos de El Tiempo o de El Fénix, sino   —300→   diluidas y casi disipadas en una fábula que sirve de pretexto a hermosas y frescas descripciones de pintorescos parajes, de características costumbres y de tipos cómicos o sublimes, perdónole de todo corazón al autor sus genialidades de ultramontano, olvídome de sus débiles argumentos en pro del antiguo régimen, y aplaudo el arte con que me entretiene y me deleita; bendiciendo de paso la gallardía de su pluma, que tan lozano conserva el buen hablar que en España solía ser corriente en tiempos pasados.

Conociendo la parte flaca del D. Gonzalo González de la Gonzalera, un agudísimo crítico de los del rebaño ortodoxo dijo que Pereda no se proponía ahora demostrar cosa alguna ni resolver problema que valga. Tal creo, es decir, tal aparento creer para no incomodarme y no echarlo todo a rodar. Pues bueno estaría que el autor se propusiera demostrarnos que los liberales somos unos pillos, punto más, punto menos, y que la vida política que queremos introducir en el pueblo rústico y urbano es nada más la confusión, el vicio, la rebeldía, la infamia y por contera el robo y el asesinato.

Si a Coteruco, Arcadia municipal, vinieron a desbaratar el idilio de que gozaba el procomún, aquel endemoniado estudiante y el soberbio indianete, amén del ingeniosísimo Rigüelta, nada dice eso contra la gloriosa, porque lo mismo que les dio a los intrigantes por la libertad, pudo haberles dado, si a mano viniera, por D. Carlos, y hubieran, en tal caso, soliviantado al pueblo so capa de unidad católica, y legitimidad, y otra porción de abstracciones, echando a perder la influencia justa del Sr. Pérez de la Llosia, que, pongo por caso, sería entonces liberal. Y D. Frutos, el cura, sería de la partida acaso, y los desmanes no hubiesen sido menores, y los mozos en vez de ir a la mies serían arrastrados a la facción, y al Sr. D. Román se le secuestrarían bienes y persona, etc., etc., sin olvidar la quema de los papeles del ayuntamiento, y aquello de levantarse con los fondos municipales y con el santo y la limosna. Todo pudo ser de todas maneras. Si el Sr. Pereda prefirió que los galopines y los necios alborotadores se afiliasen al partido de los ensalzaos, como dice el magnífico Rigüelta, con su pan se lo coma; pero según era Lucas, y según era D. Gonzalo, y según era Patricio, todo les hubiera convenido, y según los tiempos así las obras. Fueron liberales porque de esa mano   —301→   corrían los vientos. Y punto aquí sobre este particular de las tendencias del libro. Piadosamente supongamos que el Sr. Pereda no le da importancia al que parece fin o propósito principal, y que ni siquiera ha querido detenerse a dar más lógica y más fuerza a los argumentos que a tal objeto apunta de soslayo.

La montaña, sus paisajes, sus costumbres, los tipos de sus habitantes, eso es lo que trae entre manos y de eso entiende el ameno escritor de quien trato. De lo que entiende como nadie.

Desde que nos coloca en el vericueto de Carrascosa nos hace asistir a un panorama, rico en colores, gracioso en los contornos de sus partes, de matices delicados, de oportuno claro-oscuro, de composición bien repartida y agrupada; el arte anda por allí como Pedro por su casa, y la hermosura de la forma, del ruido, nos hace olvidarnos, y en buen hora, de las pocas nueces.

La descripción del valle, la especial de Coturaco de la Rinconada, la particular de las casas de D. Lope, de D. Román y de D. Gonzalo, son de mano maestra; lo que está a los ojos comienza a hablar de lo que dentro habita, y cuando llegamos a la cocina de los Pérez de la Llosia, ya conocemos al dueño, sus gustos y sus méritos. Buena conversación la de la cocina; aquella familiaridad respetuosa, tan real y tan bella, la apuesta característica de D. Román y de Gerión; todo lo que allí pasa está bien dicho y es copia artística de la realidad. Como esto hay mucho bueno, por el estilo, en todo el libro, y mucho más que las escenas grotescas, fáciles para pluma menos experta, de la revolución coterucana, me agradan y admiran las que se refieren a la vida natural y ordinaria de aquellas comarcas montañesas.

Lo que se ve en la taberna parece cuadro de Ostade, así como la feria de Pedreguero, que en punto a paisaje es lo mejor de este libro y de otros muchos. Yo confieso que sin perderme iría de Carrascosa a la casa de la fragata, de allí a la Casona y de esta a ver a D. Román, todo lo tengo delante de los ojos; y a los vecinos del pueblo no se diga, porque los conozco como si los hubiera parido, y ojalá, que buen escritor sería yo entonces. Si yendo de la taberna a la alcaldía me encontraba en una calleja con dos aldeanos que estaban liando un cigarro y echando un párrafo, saludaríales por su nombre:   —302→   adiós Gorio, adiós Carpio, diría: los saqué por la pinta y por el estilo en auto a la plática de las personas.

No crea, ni por pienso, el Sr. Pereda que no nos interesan la Cordera y la Galinda; y mucho que sí, que puesto que poco hace tuve el honor de advertir al simpático novelista que Gedeón, El buey suelto, es un buey sin bendita la gracia, anónimo y sin parecido a fuerza de singular y único: no sucede lo mismo con estas vacas y vaqueros que son de la montaña, bien determinados y conocidos, y llenos de méritos para figurar en obras de arte. No es lo mismo crear un tipo que aspira a ser, y debe ser, por el propósito conocido del autor, representación típica de todos los congéneres, que describir y retratar, por modo de arte, determinadas realidades, conocidas, palpables. Querer pintar al celibato y retratar únicamente a D. Fulano de Tal, de estado soltero, es errarla, si al arte se mira; pero decir: vamos a la montaña, describamos sus paisajes, sus costumbres, sus tipos, y hacerlos ver y palpar es acertarla. Yo no conozco más que de paso la montaña; pero conozco mejor a Asturias, que tanto se le parece, y puedo declarar que Pereda sabe dar vida en el papel a todos aquellos cuadros de la Naturaleza, tan dignos de ser atendidos por la literatura y las demás artes.

Pero ya es tiempo de que lleguemos a los personajes.

D. Gonzalo.- Es el protagonista, pero se deja eclipsar por su lugar-teniente Patricio Rigüelta. De La Gonzalera, aunque da de bruces en la caricatura no pocas veces, es la copia exacta del indiano de María Pérez, que ya está de vuelta. Así hablan, así se contonean, así discurren, si aquello es discurrir. Pero no es D. Gonzalo ni el que está mejor, ni el tipo que ofrecía más dificultades.

D. Román.- Es la Providencia literaria: una Providencia, como todas las antropomórficas, un tanto autoritaria y oscurantista, por lo que mira a los intereses del Ágora. Es el personaje tendencioso de la obra, y resulta algo absoluto, pero no faltan rasgos que le dan en ocasiones calor de humanidad, como diría quien todos sabemos. El disgusto de la feria, en que su amor propio queda lastimado por culpa de las novillas, coloca a D. Román en la categoría de los personajes de carne y hueso que tan bien parecen en las novelas.

D. Lope (y vamos por categorías).- Es un original posible,   —303→   pero no muy verosímil: pocos rasgos, pero buenos. Cuando habla D. Lope, lo hace a las mil maravillas. Sentado sobre el potro de Carrascosa parece bien, es escultural y da un tono muy agradable al cuadro final del libro.

Lucas.- Este es el estudiante. Es embrollón, bullanguero, fanático, gárrulo, sin seso, pero no sin malicia, y lo que tiene de sagaz y artero no se aviene con tanto fanatismo y tanta necedad liberalesca; pudo ser energúmeno y ambicioso, que de esto se ve: pero tonto y listo en una pieza no cabe.

Patricio Rigüelta.- La obra maestra, Maquiavelo de campanario o diplomático de chaqueta, malvado sin conciencia, ni falta, carácter de una pieza, aunque sea tan mala, es uno de esos tipos en que cabe acumular tantos rasgos de belleza entre sombras: desesperación de las medianías, piedra de toque del verdadero ingenio. En las acciones y en las palabras de este personaje ha echado el resto Pereda, y bien puede tenerse por artista de monta después de haber ideado y esculpido (estilo fracmasón) a Patricio Rigüelta. La belleza de esta creación es de esas que niegan los estéticos ultramontanos (que también hay montes en esto de la estética), porque como va mezclada con el mal moral, juzgan que no existe. El valor de la obstinación, de la energía, de la constancia en los propósitos de la habilidad mañosa, crean belleza, y el contraste del mal, de la mala voluntad, da atractivo mayor a esta clase de obras artísticas, pese a todos los Jungmann del mundo.

D. Álvaro, D. Frutos, Apolinar, Magdalena, Osmunda, Gildo, Gerio, Toñazo, Carpio, Narda, Chisquín, y otros y otros personajes más o menos secundarios, darían ocasión, si hubiera espacio, para alabanzas unos, para censuras otros. Osmunda, la envidiosa, vale más que Magdalena, la virtud desabrida; Álvaro será buen mozo, pero es soso; Gerio y Carpio encantan al lector con su conversación, primero; pero cuando la repiten una y otra vez aburren un tanto. D. Frutos debió ser puesto por mí entre los notables: ¡qué bien se las vuelve al cuerpo al estudiante en lo alto de Carrascosa! Sus virtudes y su carácter son simpáticos. Gildo, secretario letrado, es digno hijo de su ilustre padre Patricio Rigüelta.

Todos estos personajes, y otros muchos que no por omitidos son grano de anís, andan revueltos y seriamente interesados en la acción de la novela, que es importante, como dije,   —304→   más que por el fondo del asunto, por la graduación y habilidosa marcha de los sucesos. Sin embargo, la exposición, al revés de lo ordinario, es más bella que el desenlace, que por causa de algunos capítulos lánguidos, y tal vez superfluos, deja el interés de capa caída.

No digo que un examen escrupuloso, para el que no tengo tiempo, dejará de descubrir defectos de bulto que yo omito señalar en D. Gonzalo González65 de la Gonzalera: sobre todo, si volviéramos al propósito del autor podríamos ponerle como chupa de dómine por sus ínfulas de estadista a la oriental; pero todo esto ya no cabe discutirlo. Como tampoco protestar de ciertas alusiones que he creído ver en lo de «lirios cursis del valle, marimachos libres-pensadores, etc., etc.». Si el Sr. Pereda alude a lo que barrunto, ¡pobre Sr. Pereda, que con todo su ingenio, que es mucho, seguirá en vano las huellas de quien recorriendo los mismos parajes, nos llevaba en el aire, en un vuelo mágico, con la mirada fija en la hermosa tierra y la mente vuelta a los misterios del cielo! Siga, siga el Sr. Pereda paso a paso, aunque no vuele, que para todos habrá su pedacito de gloria, como no den en tirarse chinitas. Ya ve que, neo como una loma y todo, se le alaba cuando lo merece. Y eso sí; en lo de imitar con la pluma aquella pintoresca vida de la montaña, pocos habrá que le pongan el pie delante.



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ArribaAbajoGloria

Primera parte


(Pérez Galdós)


Un distinguido crítico francés lamentaba, no ha mucho, la decadencia que sufre la novela en la literatura de su patria: a las sublimidades del genio, ha sucedido el mediocre savoir faire; a las grandezas a veces desmesuradas de la inspiración, han reemplazado los primorosos detalles de la habilidad; se han ido los genios de la novela francesa, han quedado algunos talentos; ya no se dice Balzac, Sué, Dumas, Hugo; se dice Feuillet, Droz, Theuriet, Cherbouliez66. Si antes se trataban en este campo de la literatura todos los problemas más altos, con excesivas pretensiones acaso y soluciones extremadas, pero siempre con miras levantadas y dotes superiores, ahora se prefiere un estrecho y modesto círculo, un horizonte limitadísimo para hacer acabadas labores de filigrana, irreprochables miniaturas. Tal autor se refugia, armado de microscopio, en un rincón de un alma, y de allí saca a la estampa un museo de curiosidades psicológicas; tal otro prefiere la naturaleza, y corre, con sus lienzos preparados, a cualquier pintoresco lugar   —306→   de próximo o lejano departamento, y de allí vuelve con perfectas fotografías; parece que el tono consiste en limitarse; algún malicioso podría pensar que la moda nueva es un pretexto de la incapacidad: véase a Feuillet, pulido, elegante, gran anatómico de espíritus aristocráticos, ¡cómo vacila, cómo tropieza, cómo se derrumba, si de la pura psicología experimental de determinadas razas, quiere o necesita pasar a otras más anchas o trascendentales esferas! Son preferibles los Droz, los Theuriet con sus novelas a la Ostade, llenos de luz... como un gusano de luz, que no alumbra, que no basta para guiar en la oscuridad, pero que al fin es luz, como una estrellita nacida de una flor en los prados. ¿Acusa esto decadencia en el espíritu de la literatura francesa? Es simplemente una mutación de cauce, prevista por la filosofía hegeliana; lo que va sucediendo en toda la historia también sucede en cada pueblo: primero se piensa con imágenes, después sin ellas; hoy Francia no necesita del arte para interesarse por las cuestiones graves de la civilización.

Renan, por ejemplo, escribe un libro de filosofía, más o menos sistemática, y su libro puede hacerse tan popular como una novela de Dumas en su tiempo.- En España hoy todavía, y fuera ilusiones, todo filósofo nace krausista, y por ende nebuloso y no muy limpio de conciencia: así lo cree el público grande, que es el gran público; lo cree primero porque sí, y luego porque muchos se lo dicen. ¿Quién compra un libro que no se entiende? Los pocos que pueden entenderlo, tampoco lo compran, porque esos saben hacerlos, y si no los hacen es porque tampoco los venden. El pueblo sabe un poco de filosofía por las discusiones del Congreso; pero allí está mezclada con demasiadas alusiones personales, y siempre se la llama a la cuestión. Consecuencia que saca el pueblo: la filosofía es una cosa que estorba para hacer leyes. ¿Y qué queda? El terreno vastísimo de la amena literatura, y dentro de esta la dilatada zona de la novela; de aquí no puede desterrar a la filosofía ni el Gobierno.- Se le dice al pio lector: el vago misticismo inspirado por imprudentes enseñanzas engendradoras de orgullo y aspiraciones falsas, ¿sabes cómo se llama? Se llama D. Luis de Vargas. ¿Y sabes cuál es el destino de ese ideal nebuloso que se cree abocado a imposibles grandezas? Pues es el casarse con Pepita Jiménez.

  —307→  

Cuando la filosofía se llama Pepita Jiménez, no se olvida jamás. Es providencial este florecimiento de la novela entre nosotros, auge y resurrección que nadie pone en duda dentro ni fuera de España. Algunos autores, pocos todavía -pero ya serán muchos-, sintiéndose llenos de fuerzas adecuadas, han emprendido la meritoria empresa de remover y conmover la conciencia nacional, y hablando a la fantasía de nuestro pueblo con poderosas imágenes, llenas de frescura, originalidad y sabor de patria, despiertan en él los dormidos gérmenes del pensamiento reflexivo de un sueño de siglos. Porque no hay que olvidar que no toda la filosofía es científica, ni siquiera metódica, ni escolástica siquiera; hay también la filosofía de todos los días y de todas las horas: es el pensamiento moviéndose, aunque no quiera, viendo y juzgando, aun a su pesar, que son los de la razón unos ojos que no tienen párpados, y no hay lo de cerrar los ojos si se trata del alma. España, desde el siglo XVI, no ha dejado de filosofar; lo que hizo fue filosofar de la peor manera posible: tuvo un sistema, a saber: que no se debía pensar. Para este modo de filosofía, que podía llamarse filosofía necesaria, sirven admirablemente las obras literarias, y la novela tendenciosa o filosófica, o como se quiera, es ahora en nuestro país de gran oportunidad.

La primera filosofía, aun en este aspecto vulgar, es la filosofía de lo absoluto (aunque fuese para negarlo), y así lo han comprendido nuestros buenos novelistas, que por esta razón y otras no menos atendibles y que miran al tiempo actual y a las condiciones de nuestra raza, han tratado el problema religioso bajo uno u otro aspecto en sus principales producciones. En esta que llamamos filosofía necesaria, la religión es considerada muy pronto, y principalmente en sus relaciones con subordinadas esferas. De ello están convencidos los restauradores del género literario a que venimos refiriéndonos, y nada menos que a esa altura han colocado su obra. Alarcón, en su más alabada novela El Escándalo, trata el problema religioso en sus relaciones con la conciencia moral; Valera, en Pepita Jiménez y en las Ilusiones del doctor Faustino, por múltiples respectos, habla de religión con una especie de panteísmo literario; Pérez Galdós, en Gloria, la más reciente y la mejor de sus producciones, atiende exclusivamente a la religión. La novela modernísima española ha empezado, pues,   —308→   por donde debía empezar; no ha podido ser más oportuna cuando los franceses confiesan que la suya degenera, se empequeñece, notamos con placer purísimo que la nuestra se acrisola, se ennoblece y se levanta... Pero no nos ciegue el orgullo; ellos ya han67 pasado por aquí, Juan Valjean podría ser abuelo de Gloria.


- I -

No por establecer comparaciones, más odiosas que en todo en literatura, sino por atender al valor y representación de Gloria y su autor en la novela española contemporánea, recordaremos los antecedentes literarios de la obra que debe ocuparnos. Mientras Pérez Galdós escribía sus episodios nacionales, pudo con justicia la crítica española y extranjera elogiar sus talentos, que eran muchos, señalarle como uno de nuestros mejores novelistas; títulos sobrados tenía para ello sin salir de los límites que él mismo parecía haberse trazado; nadie podría negarle aptitud para más altas empresas; acaso meditando mucho en sus episodios se vislumbraban ráfagas de genio superior, profundidades de su pensamiento, que pronto desaparecían a la vista, tal vez porque el escritor juzgaba que non erat hic locus; pero tampoco se podía, en rigor, atribuir a tales obras la importancia y trascendencia68 de otras novelas que, coetáneas, aparecían en nuestra patria, abordando unas resueltamente la cuestión religiosa y moral, y otras, aunque de soslayo, con más profunda intención, los más arduos problemas de ese orden. Por la utilidad inmediata de los episodios nacionales, por la novedad y oportunidad del intento, por la felicidad del desempeño, ya muchos colocaban a Pérez Galdós sobre todos: tal lector, cansado de leer novelas alemanas, inglesas, francesas y norte-americanas, llenas de arduos problemas morales, psicológicos y hasta teológicos, volvía con placer, y como por descanso y solaz, la fantasía a estas ricas, frescas y salpimentadas narraciones, y hallaba más sabrosa su lectura que todas las filosofías del mundo más o menos   —309→   entreveradas. Mas si esto sucedía a unos pocos, la mayor parte de los lectores, que no saben alemán y, aunque lo sepan, quieren pensar en español, necesitaban una novela también nacional, pero que tratara esas cuestiones cosmopolitas, católicas, que son la esencia de la vida. En atención a esto, los episodios no estaban a la altura de otras obras. Alarcón daba El Escándalo a la estampa, y el espíritu público, entonces como ahora, muy atento al orden de ideas que esa obra inspira, apoderose de ella con avidez, y se leyó y se comentó por todos. Fue un acontecimiento en la literatura. Pero dentro del problema religioso moral, ¿qué representaba El Escándalo? La solución del pasado y con fórmula bien concreta y conocida: el jesuitismo. El P. Manrique, un jesuita, es providencia de la obra y convierte y purifica al libre pensador Fabián Conde, un libre pensador que seduce marquesas casadas y engaña a niñas inocentes. Bien conoce el P. Manrique, según lo expresa con sonrisa desdeñosa, las obras de Kant, de Hegel, de Buchner (primoroso salto) y tutti quanti, y por consiguiente no necesita decirle Fabián de dónde saca su irreligiosidad y anejas fechorías. Nada importa todo esto para que la novela de Alarcón sea notable; lo es y de interés sumo. Si el arte podía darse por contento, no así los intereses más caros de nuestra civilización. Los partidarios de la tradición y de la autoridad estaban de enhorabuena; tenían un novelista filósofo trascendental, que resolvía los más apurados casos de conciencia con el criterio de Loyola y simbolizaba el libre pensamiento en un mozalbete aturdido, calavera... aunque de buen corazón; un corazón tan bueno que le llevaba, después de mil tropiezos, al redil santo, abdicando de mil errores que no tenía, porque en realidad Fabián Conde había pensado poco en las cosas de allá arriba. Fácil triunfo. Pero si los jesuitas nos llevaban un compañero, que no merecía en realidad rescate, tomaba la revancha D. Juan Valera, que engalanando con mil afeites y cosméticos del misticismo más deslumbrador a la sin par Pepita Jiménez, bien alcoholada con ensueños de la gloria, la presentaba seductora, irresistible a los pasmados ojos de D. Luis de Vargas, inverosímil seminarista, conquista preciosa que con armas y bagajes se pasaba a nuestras filas, abandonando por siempre las aéreas moradas y escalas místicas. Mucho salimos ganando: Fabián Conde era el peor de los   —310→   libres pensadores, no lo era en rigor; Luis de Vargas era un colegial, de tan bueno, imposible. Mas no todo era ventura: si Valera llevaba indiscutible ventaja a Alarcón en la profundidad de las concepciones, en el alcance de sus miras y hasta en los recursos del arte; si era también cierto que se colocaba enfrente del tradicionalismo, no era, por desgracia o por fortuna, bien definida su actitud. Valera es así, va con el pensamiento y con las consecuencias de sus creaciones muy lejos, acaso demasiado lejos, pero no quiere manifestarlo en sus palabras; hasta pretende que no nos demos por enterados: si se le dice que Pepita Jiménez significa tal cosa, lo niega, asegura que no es más que la historia de una viuda que se llamaba así. Es claro que no lo creemos, ni él lo dice para que se le crea. Pero esa reserva, esos circunloquios, si acaso sirven para hacer más picantes sus obras y sublimar con el misterio el pensamiento del autor, le dañan por otros lados, porque pierde en diafanidad y precisión y se enajena las simpatías de muchos espíritus francos y graves. Ni siquiera nos atrevemos a desear que Valera borre estos lunares en sus escritos; tal vez el encanto inefable que produce el conjunto se debe en mucho a esa manera del autor de Pepita Jiménez; no queramos disipar el encanto. Además, es innegable que Valera ha llegado muy adentro en los subterráneos del alma, y como él no puede llevar el sol consigo, ¿qué mucho que allí no vea del todo claro?

Pero sí nos es lícito, y hasta obligado, celebrar la aparición de otro escritor de no inferiores vuelos, que sabe y quiere sin ambages, perífrasis ni pretericiones, colocarse en nuestro campo enfrente del enemigo, peleando por una bandera conocida y desplegada a todos los vientos: este escritor es el inspirado autor de Gloria.




- II -

De Orbajosa69 a Ficóbriga media gran distancia; Orbajosa, la ciudad episcopal metida en el corazón de España, representa el fanatismo de nuestro pueblo en todo su horror, sin atenuaciones, acompañado de numerosos satélites que nunca dejan   —311→   de seguirle: la hipocresía, la fiereza, la tenacidad, la ignorancia pretenciosa y otras malas pasiones; allí vive el fanatismo tal como es, tal como le han hecho en la historia las causas múltiples de que se origina.

Doña Perfecta es la más real figura, el tipo de nuestra mujer fanática, cuando en su aberración nadie hay que le vaya a la mano.- En Ficóbriga, villa risueña junto al Cantábrico, el negro fantasma ha desaparecido; el fanatismo, si existe, es vergonzante; en vez de aquellos sombríos personajes, como el penitenciario, Caballuco, doña Perfecta, se nos presenta una familia ilustrada, de buen tono, de agradable trato, de sentimientos elevados y caritativos sobre toda comparación. Los Lantiguas son unos cumplidos caballeros. D. Ángel Lantigua, obispo allá en Andalucía, es la mayor gloria de Ficóbriga y un verdadero pastor de almas; jamás olvida que lleva el cayado en la mano. El pasce agnos meos resuena sin cesar en sus oídos. Su hermano D. Juan es un ilustre sabio, jurisconsulto, orador y una de las mejores plumas puestas al servicio de la causa tradicional. Sus ocupaciones en esta vida, abandonados ya el bufete y el foro, se reducen a escribir una obra monumental y educar en el temor de Dios a Gloria, que no tiene madre, y concentra en su padre y en su tío el obispo todos los afectos humanos de su alma. El autor nos ha pintado con amore esta familia. Si en D. Juan se nota alguna fatuidad, semejante falta, casi imposible de evitar en su género de vida, queda borrada por mil cualidades excelentes. El sello común, lo que imprime carácter en esta familia, es la religiosidad; pero repetimos, nada de fanatismo, a lo menos en el sentido vulgar y corriente de la palabra. Los demás personajes de la parte de acá, es decir, españoles, católicos, son todos secundarios: el cura, D. Silvestre Romero, natural de los Picos de Europa, sacerdote por conservar la renta de ciertas capellanías, no es un modelo de párrocos, pero sí un hombre franco, noble, y que se atrae universales simpatías; pescador y cazador por vocación, tiene en su poder los medios y artificios suficientes para concluir con toda la fauna de mar y tierra; es también gran cazador de votos, y en odio al parlamentarismo, pone en juego todas sus trampas para dar la victoria a D. Rafael de Horro, candidato a la mano de Gloria y a la diputación a Cortes por Ficóbriga, todo en beneficio de la santa causa de la religión.   —312→   D. Rafael, de quien no volveremos a hablar, es ya un personaje repugnante; el D. Jacintito de Doña Perfecta un poco medrado; pero su papel en la novela es casi insignificante, si bien está trazado de mano maestra. D. Juan Amarillo, Harpagón cristianísimo, beato forrado en amuletos de oro, es un hipócrita repugnante, mero instrumento en la fábula. Se ve claramente que el autor ha querido representar las ideas que van a luchar en su obra por medio de espíritus levantados, dignos de ellas, no por caracteres rebajados, pervertidos, a cuyas malas pasiones pudiera atribuirse la catástrofe que ha de sobrevenir.

El preludio de esta catástrofe es una tempestad: entre relámpagos, traído por un rayo, pudiera decirse, entra en el hogar tranquilo y cristiano de los Lantiguas, Daniel Morton, el primer náufrago del Plantagenet, el Mesías del corazón de Gloria, un judío.

Gloria le esperaba hacía mucho tiempo, muchas profecías habían hablado en su corazón del amante que se acercaba; pero aquella niña espiritual, de viva imaginación, de pensamiento sutil y levantado, que por obediencia y sumisión procuraba sofocar en su alma gérmenes infinitos de ideas y sentimientos superiores; aquella niña abandonaba los libros, porque su padre temía en ella el prurito de juzgar, la fiebre del discernimiento; aquella niña, en fin, que cuando Morton se le aparece, es «como un ave que tiene las alas cortadas», al despertar para el amor, despierta a mil dolores, a sobresaltos y amarguras sin cuento, porque de nuevo le crecen las alas, la voz de la rebelión le grita de nuevo en los oídos: levántate, piensa, sublévate. ¡Pobre Gloria! Ella, tan religiosa, tan católica, apenas empieza a amar, en cuanto tiende el vuelo por las regiones sublimes... cae sin quererlo en la herejía; su tío el obispo nota horrorizado que Gloria se halla en pleno latitudinarismo. Pero ¿por qué? ¿En qué consiste mi error?, pregunta con espanto la niña. ¡Ahí es nada! Amar a un hereje (entonces no se sabe todavía que es judío), y lo que es peor, pretender amarle en Jesús, pensar que todos pueden salvarse profesando con sinceridad una religión, sea la que sea... ¡latitudinarismo!, ¡herejía! Aquellas ideas que a Gloria le parecen tan religiosas, tan puras, tan sublimes, están condenadas terminantemente en las Encíclicas Qui pluribus y Singulari quadam, en las Alocuciones   —313→   Ubi primun y Maxima quidem, y, por último, en las Letras apostólicas Multiplicis inter. ¡Qué horror! A pesar de tantos latines y tantas condenaciones, Gloria no puede desechar aquellas ideas que ha despertado en ella el amor de un hereje; matará el amor mismo, pero las ideas no puede. ¿Cómo si son médula de su pensamiento, si son ella misma? El obispo, que es un santo, transige en todo menos en esto; no concibe que así se rebele la razón de su sobrina, tan dócil hasta aquel día. Lo que hace Gloria por amor a su padre y a su tío, es callar en adelante, fingir una sumisión de su inteligencia que no existe; ellos se dan por satisfechos, creen que aquella docilidad es obra de la gracia. Por un accidente vuelve Daniel Morton, vuelve en otro día de tempestad; ahora el rayo cae sobre la casa de Lantigua. Gloria, que ya ha sido hipócrita por debilidad, sucumbe; al ángel se le rompen las alas; se ha combatido en ella la herejía, no la pasión que se daba por muerta, y hereje y apasionada, Gloria ve su honra en los brazos del infiel, de un judío. No basta eso; el último estrago de la tempestad es más horrible; el último rayo estalla sobre la frente del padre amoroso. D. Juan de Lantigua sucumbe al dolor de ver a su hija deshonrada por un judío. Guerra de titanes, que diría Víctor Hugio; cada uno de estos grandes personajes lleva lo absoluto en su alma, y el choque tiene que ser pavoroso y la catástrofe inmensa. Aquí ningún hombre tiene la culpa de nada; tienen la responsabilidad las ideas: por eso esta obra nos parece de gran importancia, a pesar de sus modestas apariencias. El Sr. Pérez Galdós desarrolla en el escenario de un idilio una tragedia de la fatalidad más espantable, más ciega; una fatalidad que llega a los espíritus. ¿Qué familia católica podrá presentarse más ilustrada, más sinceramente religiosa que esta de Lantigua? D. Ángel es un bienaventurado; don Juan, aunque más humano, está lejos de ser un fanático vulgar, es un hombre de convicciones arraigadas y pulidas con el estudio; Gloria es un alma purísima de belleza celestial; Morton es un dechado de virtudes y nobles cualidades, tan profundamente religioso como Gloria y los suyos: por eso mismo, porque todos son fieles representantes de sus doctrinas, encarnaciones de su credo, la catástrofe es inevitable, lógica y de grandísima enseñanza. Aquí está el principal mérito del autor, mérito insigne: la realización de su obra nada ha   —314→   quitado al primordial pensamiento; en el producto artístico se trasparenta la idea con toda diafanidad, sin una sola mancha. A esa armonía del fondo y la forma es a lo que debe aspirar el artista que busca la belleza. La mayor parte de las veces los poetas que personifican un ideal o individualizan una cuestión de la vida social, religiosa, etc., pretendiendo probar algo, pierden el tiempo y el trabajo, porque el ejemplar escogido es defectuoso. Fabián Conde, el protagonista de El Escándalo, no es la personificación digna y exacta del hombre del siglo, del libre pensador, como ya hemos notado; el Dr. Faustino, carácter complejo y trazado con gran habilidad, también degenera y deja de representar lo que el autor se había propuesto. Pérez Galdós ha logrado en este respecto (el principal tratándose de lo que se trata) la mayor victoria; la concepción de esta novela, que se llama Gloria, es muy grande, muy bella, muy importante; el desempeño, lleno de dificultades, ha sido felicísimo, casi diríamos perfecto.

Esta buena fortuna del Sr. Pérez Galdós redunda, no sólo en bien de su fama y de la belleza de su obra, sino de la idea que defiende el novelista con tanto denuedo. En Gloria hay una lógica inflexible, que nace de la verdad de la idea en que se inspira y aparece merced a la sabia conducción del pensamiento, que ni un momento se oscurece ni mezcla con elementos extraños. Esa lógica puede originar dolorosos pero saludables combates en muchas conciencias, si se paran a meditar las enseñanzas de la novela que examinamos.

Yo no sé si habrán sido análogas reflexiones las que han llevado a un ilustre crítico a la afirmación categórica de que Gloria es una de las mejores novelas españolas contemporáneas; de todos modos, mucho nos lisonjea el hallarnos conformes con la opinión de tan autorizado escritor.




- III -

Si no nos sintiéramos ya temerosos de haber cansado la atención de los lectores, podríamos emprender ahora, explicado el que nos parece principal pensamiento, la análisis literaria de esta obra. Sin detenernos en tan vasta materia, sí diremos que el Sr. Pérez Galdós ha sabido ayudarse en el desempeño   —315→   de su trabajo de todos los elementos que podían enriquecer su pensamiento y darle relieve. Es Gloria un cuadro de tan acabados términos, de toques tan inspirados y oportunos, tan discretamente pensado, con tal gracia concluido, que sería difícil quitar ni poner cosa alguna. De los caracteres ya hemos hablado, aunque sólo lo preciso para hacer comprensible la idea principal. Gloria, nunca bastante admirada, es el tipo de belleza femenil más hermoso que ha engendrado la fantasía de nuestros novelistas, y superior sin duda a otras muchas heroínas ya célebres en nuestra literatura contemporánea. Aquella niña que siente dentro de sí algo que es acaso el genio; que quiere someter a la autoridad su conciencia y no puede, y que arroja los libros por no juzgar, y sigue juzgando de todo con fiebre de discernimiento, aquella alma enamorada sin saber de qué, pero que al fin

Ve cuajarse en el viento su esperanza,

y amante y correspondida, promete sofocar su amor, porque también la autoridad lo exige, y que necesitando amar algo, vuelve su corazón del lado de los recuerdos y adora en la memoria de los hermanitos muertos; esa Gloria, que a todo renuncia menos a pensar la verdad y a hacer el bien, águila enjaulada como mísera avecilla, víctima, en fin, de uno de esos grandes errores que viven en la historia siglos y siglos porque viven respetados; esa Gloria, que cada cual quisiera encontrar en su camino para llenar vacíos del corazón que pocas veces se colman, es perfectísima imagen de la mujer más pura, más noble, de la mujer digna en su pensamiento, como en su cuerpo, como en sus sentimientos. ¡Y Gloria, sin saberlo, llega a ser hereje y contumaz, y por consiguiente indigna de la absolución del obispo, aquel santo implacable, que tiene caridad ardiente para todas las cosas, menos la más grande, la conciencia! ¡Gloria hereje! Fuerte es la lección, pero profunda y saludable la enseñanza.

Daniel Morton, el judío, está sin duda llamado a desarrollar más su carácter en la parte segunda de la novela, que aún no conocemos; pero ya en la primera se presenta como espíritu digno del amor de Gloria: Morton ya no es, como el ingeniero de Doña Perfecta, indiferente en religión, libre pensador   —316→   secularizado; es tan sectario como Gloria, y aunque tiene la tolerancia exterior de las formas, es intolerante como un rabí en el fondo de sus creencias. El autor ha escogido la religión judaica para Morton porque así el conflicto es mayor, la dificultad de la avenencia insoluble dentro de los respectivos credos: además, el tipo posible, verosímil, real de un libre pensador intransigente en materia de conciencia, que ni por fórmula se atempera a las exigencias del catolicismo, ofrecía mayores dificultades, porque para muchos tal personaje es un mito, y sobre todo, los esfuerzos que se le exigen en la sociedad del día son tales, que si ha de vencer en la lucha, donde él combata no puede haber otro héroe superior ni igual: en la novela Gloria no cabía el personaje que indicamos, y así el autor ha hecho bien en no oscurecer la figura de su protagonista con otra concepción de más fuerza. El Sr. Pérez Galdós cuenta con facultades bastantes para escribir la novela de ese hombre de cuyos combates en la vida dio un bosquejo el señor A... en su Minuta de un testamento.

Merecerían artículo aparte la composición de Gloria, la traza del plan, la profundidad y hermosura de los pensamientos, el movimiento y vida de las escenas, que, sin perder un punto el interés, se suceden, ya graciosas, ya patéticas, ya tiernas, ya sublimes.

El lenguaje es natural, puro, sin afectación de ningún género, y revela en su autor un espíritu franco, noble, varonil, apasionado, tierno; pero si hace falta, sutil, observador, satírico. Es un vicio, por desgracia, muy común en nuestros escritores, el amaneramiento; aun los más expertos y concienzudos se dejan arrastrar por el demonio de la afectación. Pérez Galdós, acaso el único, se ha librado de esta lepra general. Si alguna vez se quiso atribuir esta ventaja a frialdad, palidez, pobreza de estilo, ¿quién ahora se atrevería a sostener otro tanto? Pérez Galdós debe su naturalidad, que ha de contribuir no poco a la vida de sus obras, no a la inopia, a la rectitud y seriedad de su talento y de su corazón. Sin preciarnos de médicos del alma, nos atrevemos a asegurar que este ilustre ingenio se halla exento de ciertas debilidades y achaques que suelen ahogar en flor muchas esperanzas de las letras. Un escritor que con tan grande talento, con tan sano criterio y con tan altas miras se consagra, denodado y decidido, al servicio   —317→   de la justicia, de la verdad y de la belleza, es ya gloria de las letras y adalid de la civilización.

La verdad y la belleza; este era el lema del insigne autor de Guillermo Meister; el autor de Gloria, peleando bajo tal bandera, acaba de conquistar sus mejores laureles.





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ArribaAbajoUn lunático

Entendámonos: no es cosa mía el llamar lunático al señor F. Flórez, sino pura broma del interesado, que se ha puesto ese mote, sin duda por modestia y porque no se diga que en este país de cabezas montadas al aire, aspira él a la dignidad de honrosa excepción.

Pero no ha de valerle la modestia; no hay tal lunático, quiero decir, el lunático no lo es, es un hombre de los pocos que logran escapar de ese Scylla de Babia sin caer en el Caribdis de Leganés. En pocas palabras, el lunático tiene todas sus potencias en su sitio.

¿Quieren Vds. que lo pruebe? El gobierno no se ha acordado de él para darle una cruz simple ni compuesta. Es un hombre.

Pero este hombre tiene un apéndice, y en eso está su debilidad.

Tengo el honor de sentarme en el teatro Español en la misma fila de butacas que el Lunático. Cierta noche en que Parreño hacía las delicias de sus apasionados los alabarderos, llevé conmigo al Español a un amigo provinciano.

-Mira, aquel es el Lunático, le dije.

El provinciano miraba sin convencerse.

-¿Dudas?

-Sí... porque... ¿y el perro?

-El perro no lo conozco, no lo trae al teatro. Creo que lo   —320→   trajo en un estreno de Echegaray; pero el perro aulló; Ramón Nocedal se aprovechó de esta sensibilidad canina para desacreditar el neo-romanticismo, y el Lunático ha renunciado a formar el gusto estético de su perdiguero. Ahora viene al teatro con D. Peregrín.

Efectivamente; D. Peregrín estaba a su lado.

El Lunático debería hablar menos de su perro... y debería prescindir de D. Peregrín.

¿Por qué no encarga al Sr. Fernández Flórez las revistas teatrales? Las haría mucho mejores. Lo que más falta70 le hace a D. Peregrín, es lo que más avalora el mérito literario del Lunático, el instinto infalible, y esa prudencia, y hasta diría... escama literaria, que tanto sirve a los expertos y que deben procurarse los bisoños. Sólo el genio puede ser exagerado impunemente. El Lunático sabe limitarse en punto a crítica, ya sea de las costumbres, ya de la literatura, y en esa prudencia exquisita consiste el no sé qué del Lunático; no en los chistes ni en el estilo, un tanto rebuscado algunas veces.

Me preguntaba el amigo provinciano.

-¿Se le ha muerto su tío al Sr. Fernández Flórez?

-No sé -respondí-; ¿por qué lo preguntas?

-Como ya no le escribe... y hace mal, si vive, porque es bueno siempre estar bien con los parientes.

Tiene razón mi amigo: el tío de Fernández Flórez era lo que se llama un tío en Indias: si el distinguido publicista hubiera continuado su correspondencia con su señor tío, probablemente sacaría en conclusión una buena herencia, en merecida reputación, contante y sonante.

El tema de los lunes, por fuerza tiene que llevar al amaneramiento y al traperismo literario, si se permite la palabra, que no se debe permitir. Me explicaré: llamo traperismo literario al oficio enojoso y ruin de buscar entre las nonadas que diariamente sirven de comidilla a los desocupados, algo que sirva para hacer cuartillas, trapos que se convierten en papel emborronado. Que se escapa un toro, o un tigre, o un cajero... pues ya se sabe, el Lunático tiene que esgrimir el magín para encontrarle el chiste a la escapatoria, que maldito el chiste que tendrá para el que se meció en la cuna del toro, para el que tembló, como cualquiera temblaría, en presencia del tigre, o para el amo de la caja, que se quedó sin cajero y sin cuartos.

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Claro que el Lunático, la mayor parte de las veces, encuentra el chiste que busca; pero da lástima verle trabajar en tan ardua empresa, cuyo resultado no es digno ni del esfuerzo ni del mérito absoluto del esforzado escritor.

Una inteligencia privilegiada que se sacrifica de tal modo en aras del mal gusto ajeno, es un espectáculo deplorable. En Francia y en otros países, los humoristas de buena ley, de cuya madera está hecho el Lunático, no necesitan revolver zarandajas ni escribir crónicas a vuela pluma para obtener la atención pública y el consiguiente provecho; en obras más o menos extensas, con asuntos siempre dignos de estudio, en fin, con desarrollo y plan realmente artísticos, trabajan, y medra su fama, y algo, y mucho, gana la literatura. Pero aquí es axiomático; los libros no se venden, las revistas se leen muy poco, los trabajos que no sean de cortísimas dimensiones se pasan por alto, y el escritor necesita, para ser oído, imitar el estilo del telégrafo. De ahí el estilo cortado que también el Lunático se ve muchas veces obligado a emplear. Y lo peor no es eso, sino que las ideas también tienen que responder a la premura del autor, nada profundo, nada delicado, nada que consista en la gracia del pensamiento, cuya expresión no siempre puede acumularse en dos renglones.

Pero el éxito decide siempre, y es natural; se lleva al mercado lo que se vende, y el Lunático ha tenido que dejar las Cartas a mi tío, en que había algo de lo que aquí se pide, y ha seguido con sus revistas de Madrid, que todos leen y saborean, sin notar que esa curiosidad y favor hacen gran daño al gusto en general, y a las dotes del escritor en particular.

Económicamente considerada la cuestión, el Lunático hará bien en confeccionar sus chistes al vapor mientras se los pida al público; pero yo tengo derecho para quejarme de la suerte, que no deja aprovechar en obras mejores, de mejor gusto y más importancia, talentos innegables que posee el director de los Lunes.

En todo lo dicho, mi ánimo no ha sido ofenderle ni en lo más mínimo de su susceptibilidad; lo del perro, que puede haberle parecido mal, no por él sino por el perro, lo retiro si quiere, aunque advertiré, de paso, que el acompañarse de tan fiel compañero es una costumbre que no desdora un buen nombre. Carlos V tenía un perro, Alfonso Karr tenía un perro,   —322→   y el ilustre Juan Publo, el mejor de los humoristas, también tenía un perro que jamás se separaba de su lado. Cuando el príncipe Pío convidaba a comer en su castillo de Bayrentk a Juan Publo, este ponía por condiciones que se convidara también a su perrito, y se le convidaba en toda forma; si los cortesanos se quejaban, el príncipe decía: «bien puede ceder la etiqueta de palacio ante los caprichos del genio». Y cedía.

Mutatis, mutandis, y quitando el fierro que haya que quitar, yo vería sin escándalo que el Lunático llevara su perro a los estrenos.

Todo... menos D. Peregrín. No olvidar eso.



  —[323]→  

ArribaEl diablo en Semana Santa

Como un león en su jaula bostezaba el diablo en su trono; y he observado que todas las potestades, así en la tierra como en el cielo y en el infierno, tienen gran afición al aparato majestuoso y solemne de sus prerrogativas71, sin duda porque la vanidad es flaqueza natural y sobrenatural que llena los mundos con sus vientos, y acaso los mueve y rige. Bostezaba el diablo del hambre que tenía de picardías que por aquellos días le faltaban, y eran los de Semana Santa.

Tal como se muere de inanición el cómico en esta época del año, así el diablo espiraba de aburrido; y no bastaban las invenciones de sus palaciegos para divertirle el ánimo, alicaído y triste con la ausencia de bellaquerías, infamias y demás proezas de su gusto.

Según bostezaba y se aburría, ocurriósele de pronto una idea, como suya, diabólica en extremo; y como no peca S. M. in inferis de irresoluta, dando un brinco como los que dan los monos, pero mucho más grande, saltó fuera de sus reales, y se quedó en el aire muy cerca de la tierra, donde es huésped agasajado y bien quisto por sus frecuentes visitas.

Fue la idea que se le ocurrió al demonio, que por entonces comenzaba la tierra madre a hincharse con la comezón de dar frutos, yéndosele los antojos en flores, que lo llenaban todo de aromas y de alegres pinturas, ora echadas al aire, y eran   —324→   las alas de las mariposas, ora sujetas al misterioso capullo, y eran los pétalos.

Bien entiende el diablo lo que es la primavera, que antes de ser diablo fue ángel, y se llamó luz bella, que es la luz de la aurora, o la luz triste de la tarde, que es la luz de la melancolía y de las aspiraciones sin nombre que buscan lo infinito. Lo que sabe el diablo de argucias, díganlo San Antonio y otros varones benditos, que lucharon con fatiga y sudor entre las tentaciones del enemigo malo y las inefables y austeras delicias de la gracia. Claro es que al atractivo celestial nada hay comparable, ni de lejos, y que soñar con tales comparaciones es pecar mortalmente; pero también es cierto que aparte de Dios, nada hay tan poderoso y amable, a su manera, como el diablo; siendo todo lo que queda por el medio, insulso, tibio y de menos precio, sea bueno o malo. Para todo corazón grande, el bien, como no sea el supremo, que es Dios mismo, vale menos que el mal, cuando es el supremo, que es el demonio.

Al ver que brotaba la primavera en los botones de las plantas y en la sangre bulliciosa de los animales jóvenes, se dijo, esta es la mía, el diablo, gran conocedor de las inclinaciones naturales. Aunque le teme y huye, no quiere el diablo mal a Dios, y mucho menos desconoce su fuerza omnipotente, su sabiduría y amor infinito, que a él no le alcanza, por misterioso motivo, cuyo secreto el mismísimo demonio respeta, más reverente que algunos apologistas cristianos. Y así, mirando al cielo, que estaba todo azul al Oriente y al Poniente se engalanaba con ligeras nubecillas de amaranto, decía el diablo con acento plañidero, pero no rencoroso, digan lo que quieran las beatas, que hasta del diablo murmuran y le calumnian, digo que decía el diablo: Señor, de tu propia obra me valgo y aprovecho: tú fuiste, y solo tú, quien produjo esta maravilla de las primaveras en los mundos, en una divina inspiración de amor dulcísimo y expansivo, que jamás comprenderán los hombres, que son religiosos por manera ascética: ¿y qué es la primavera, señor? Un beso caliente y muy largo que se dan el sol y la tierra, de frente, cara a cara, sin miedo. ¡Pobres mortales!, los malos, los que saben algo de la verdad del buen vivir están en mi poder, y los buenos, los que vuelven a ti los ojos, Dios Eterno, quiérente de soslayo, no con el alma entera; no entienden   —325→   lo que es besar de frente y cara a cara, como besa el sol a la tierra, y tiemblan y vacilan, y gozan de tibias delicias, más ideadas que sentidas; y acaso es mayor el placer que les causa la tentación con que yo les mojo los labios, que el alabado gozo del deliquio místico, mitad enfermedad, mitad buen deseo...

Comprendió el diablo que se iba embrollando en su discurso, y calló de repente, prefiriendo las obras a las palabras, como suelen hacer los malvados que son más activos y menos habladores que la gente bonachona y aficionada al verbo.

Sonrió S. M. infernal con una sonrisa que hubiera hecho temblar de pavor a cualquier hombre que le hubiese visto: y varios ángeles, que de vuelta del mundo pasaban volando cerca de aquellas nubes pardas donde Satanás estaba escondido, cambiaron por instinto la dirección del vuelo, como bandada de palomas que vuelan atolondradas con distinto rumbo al oír el estrépito que hace un disparo cuando retumba por los aires. Mira el diablo a los ángeles con desprecio, y volviendo enseguida los ojos a la tierra, que a sus pies se iba deslizando como el agua de un arroyo, dejó que pasara el Mediterráneo, que era el que a la sazón corría hacia Oriente por debajo, y cuando tuvo en el nadir a España, dejose caer sobre la llanura; y como si fuera por resorte, redújose, con el choque de la caída, la estatura del diablo, que era de leguas, a un escaso kilómetro.

El sol escondía en lejanos términos y sus encendidos colores reflejábanse en el diablo de medio cuerpo arriba, dándole ese tinte mefistofélico con que solemos verle en las óperas, merced a la lámpara Drumont o a las luces de bengala. Puso el Señor de los Abismos la mano derecha sobre los ojos y miró en torno, y no vio nada a la investigación primera; mas luego distinguió de la otra parte del sol como la punta de una lanza enrojecida al fuego. Era la punta de una torre muy lejana. En unos doce pasos que anduvo viose el diablo muy cerca de aquella torre que era la de la catedral de una ciudad muy antigua, triste y vieja, pero no exenta de aires señoriales y de elegancia majestuosa. Tendiose cuan largo era por la ribera de un río que al pie de la ciudad corría (como contando con las quejas de su murmullo la historia de su tierra) y estirando un tanto el cuello, con postura violenta,   —326→   pudo Satanás mirar por las ventanas de la catedral lo que pasaba dentro. Es de advertir que los habitantes de aquella ciudad no veían al diablo tal como era, sino parte en forma de niebla que se arrastraba al lado del río perezosa, y parte como nubarrón negro y bajo que amenaza tormenta y que iba en dirección de la catedral desde las afueras. Verdad es que el nubarrón tiene la figura de un avechucho raro, así como cigüeña, con gorro de dormir; pero esto no lo veían todos y los niños, que eran los que mejor determinaban el parecido de la nube, no merecían el crédito de nadie. Un acólito de muy tiernos años, que había subido en compañía del campanero a tocar las oraciones, le decía: -Sr. Paco, mire V. este nubarrajo que está tan cerca, parece un aguilucho que vuelve a la torre, pero trae una alcuza en el pico; vendrá por aceite para las brujas. Pero el compañero, sin contestar palabra ni mirar al cielo, daba la primer campanada, que despertaba a muchos vencejos y lechuzas dormidos en la torre. Sonaba la segunda campanada solemne y melancólica y los pajarracos revolaban cerca de las veletas de la catedral; el chico, el acólito, continuaba mirando el nubarrón, que era el diablo; y a la campanada tercera seguía un repique lento, acompasado y grave, mientras que los otros campanarios de la ciudad vetusta comenzaban a despertarse y a su vez bostezaban con las tres campanadas primeras de las oraciones.

Cerró la noche, el nubarrón se puso negro del todo, y nadie vio las ascuas con que el diablo miraba al interior de la catedral por unos vidrios rotos de una ventana que caía sobre el altar mayor, muy alumbrado con lámparas que colgaban de la alta bóveda y con velas de cera que chisporroteaban allá abajo.

El aliento del diablo, entrando por la ventana de los vidrios rotos, bajaba hasta el altar mayor en remolinos, y movía el pesado lienzo negro que tapaba por aquellos días el retablo de nogal labrado. A los lados del altar, dos canónigos apoyados en sendos reclinatorios, sumidos los pliegues del manteo en ampuloso almohadón carmesí, meditaban a ratos y a ratos leían la pasión de Cristo. En el recinto del altar mayor, hasta la altísima verja de metal dorado con que se cerraba, nadie más había que los dos canónigos: detrás de la verja, el pueblo devoto, sumido en la sombra, oía con religiosa atención las   —327→   voces que cantaban las lamentaciones, los inmortales trinos de Jeremías. Cuando el monótono cántico de los clérigos cesaba, tras breve pausa, los violines volvían a quejarse acompañando a las niñas de coro, tiples y contraltos, que parecían llegar a las nubes con los ayes del Miserere. Diríase que cantaban en el aire, que se cernían las notas dadas en la bóveda, y que de pronto, volando, volando, subían hasta desvanecerse en el espacio. Después las voces del violín y las voces del colegial tiple emprendían juntas el vuelo, jugaban, como las mariposas, alrededor de las flores o de la luz, y ora bajaban las unas en pos de las otras hasta tocarse cerca del suelo, ora, persiguiendo también, salían en rápida fuga por los altos florones de las ventanas a través de las cortinas cenicientas y de los vidrios de colores. Nuevo silencio: cerca del altar mayor se extinguía una luz de varias colocadas en alto, sobre un triángulo de madera sostenido por un mástil de nogal pintado. Entonces, como risas contenidas, pero risas lanzadas por bocas de madera, se oían algunos chasquidos; a veces los chasquidos formaban serie, las risas eran carcajadas; eran las carcajadas de las carracas que los niños ocultaban, como si fueran armas prohibidas preparadas para el crimen. El incipiente motín de las carracas se desvanecía al resonar otra vez por la anchurosa nave el cántico pesado, estrepitoso y lúgubre de los clérigos del coro.

El diablo seguía allí arriba alentando con mucha fuerza, y llenaba el templo de un calor pegajoso y sofocante: cuando oyó el preludio inseguro y contenido de las carracas, no pudo contener la risa, y movió las fauces y la lengua de modo que los fieles se dijeran unos a otros: -¿Será el carracón de la tierra? ¿Pero por qué le tocan ahora? Un canónigo, mientras se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo de hierbas, decía para sí: -¡Este Perico es el diablo, el mismo diablo; pues no se ha puesto a tocar el carracón del campanario! Y todo era que el diablo, no Perico, sino el diablo de veras, se había reído. El canónigo, que sudaba, miró hacia el retablo y vio ya el gran lienzo negro que se movía; volvió los ojos a su compañero, sumido en la meditación, y le dijo en voz muy baja y sin moverse: -¿Qué será? ¿No ve V. cómo se menea eso?

El otro canónigo era muy pálido. No sudaba ni con el calor que hacía allí dentro. Era joven; tenía las facciones hermosas   —328→   y de un atrevido relieve; la nariz era acaso demasiado larga, demasiado inclinada sobre los labios y demasiado carnosa; aunque aguda, tenía las ventanas muy anchas, y por ellas alentaba el canónigo fuertemente, como el diablo allí arriba. «No es nada -contestó sin apartar los ojos del libro que tenía delante-, es el viento que penetra por los cristales rotos». En aquel momento todos los fieles pensaban en lo mismo y miraban al mismo sitio; miraban al altar y al lienzo que se movía, y pensaban ¿qué será eso? Las luces del triángulo puesto en alto se movían también, inclinándose de un lado a otro alrededor del pábilo, y brillaban cada vez más rojas, pero como envueltas en una atmósfera que hiciera difícil la combustión. El canónigo viejo se fue quedando aletargado o dormido; la misma torpeza de los sentidos pareció invadir a los fieles, que oían como en sueños a los que en el coro cantaban con perezoso compás y enronquecidas voces. El diablo seguía alentando por la ventana de los vidrios rotos. El canónigo joven estaba muy despierto y sentía una comezón, que no pudo dominar al cabo; pasó una mano por los ojos, anduvo en los registros del libro, compuso los pliegues del manteo, hizo mil movimientos para entretener el ansia de no sabía qué, que le iba entrando por el corazón y los sentidos; respiró con fuerza inusitada, levantando mucho la cabeza... y en aquel momento volvió a cantar el colegial que subía a las nubes con su voz de tiple. Era aquella voz, para los oídos del canónigo inquieto, de una extraña naturaleza, que él se figuraba así, en aquel mismo instante en que estaba luchando con sus angustias: era aquella voz de una pasta muy suave, tenue y blanquecina; vagaba en el aire, y al chocar con sus ondas, que la labraban como si fueran finísimos cinceles, iba adquiriendo graciosas curvas, que parecían, más que líneas, sutiles y vagorosas ideas que suspiraban entusiasmo y amor: al cabo, la fina labor de las ondas del aire sobre la masa de aquella voz, que era, aunque muy delicada, materia, daba por maravilloso producto los contornos de una mujer, que no acababan de modelarse con precisa forma; pero que, semejando todo lo curvilíneo de Venus, no paraban en ser nada, sino que lo iban siendo todo por momentos. Y según eran las notas, agudas o graves, así el canónigo veía aquellas líneas que son símbolo en la mujer de la idealidad más alta, o aquellas otras que toman   —329→   sus encantos del ser ellas incentivo de más corpóreos apetitos.

Toda nota grave, era, en fin, algo turgente, y entonces el canónigo cerraba los ojos, hundía en el pecho la cabeza y sentía pasar fuego por las hinchadas venas del robusto cuello; cuando sonaban las notas agudas, el joven magistral (que esta era su dignidad) erguía su cabeza apolina, abría los ojos, miraba a lo alto y respiraba aquel aire de fuego con que se estaba envenenando, gozoso, anhelante, mientras rodaban lágrimas lentas de sus azules ojos, llenos de luz y de vida.

Aunque la voz del colegial cantaba en latín los dolores del Profeta, el magistral creía oír palabras de tentación que en claro español le decían:

«Mientras lloras y gimes por los dolores de edades enterradas después de muchos siglos, las golondrinas preparan sus nidos para albergar el fruto del amor.

»Mientras cantas en el coro tristezas que no sientes, corre loca la savia por las entrañas de las plantas, y se amontona en los pétalos colorados de la flor, como la sangre se traspasa en las mejillas de la virgen hermosa.

»El olor del incienso te enerva el espíritu; en el campo huele a tomillo, y la espinera y el laurel real embalsaman el ambiente libre.

»Tus ayes y los míos son la voz del deseo encadenado; rompamos estos lazos, y volemos juntos; la primavera nos convida; cada hoja que nace es una lengua que te dice: 'ven, el misterio dionisíaco te espera'.

»Soy la voz del amor, soy la ilusión que acaricias en sueños; tú me arrojas de ti, pero yo vuelo en la callada noche, y muchas veces al huir en la oscuridad enredo entre sus manos mis cabellos: yo te besé los ojos que estaban llenos de lágrimas que durmiendo vertías.

»Yo soy la bien amada, que te llama por última vez: ahora o nunca. Mira hacia atrás, ¿no oyes que me acerque? ¿Quieres ver mis ojos y morir de amor? ¡Mira hacia atrás, mírame, mírame!...».

Por supuesto que todo esto era el diablo quien lo decía y no el niño del coro, como el magistral pensaba. La voz, al cantar lo de, ¡mírame, mírame!, se había acercado tanto que   —330→   el canónigo creyó sentir en la nuca el aliento de una mujer (según él se figuraba que eran esta clase de alientos).

No pudo menos de volver los ojos y vio con espanto detrás de la verja, tocando casi con la frente en las rejas doradas, un rostro de mujer del cual partía una mirada dividida en dos rayos que venían derechos a herirle en sitios del corazón deshabitados. Púsose en pie el magistral sin poder contenerse, y por instinto anduvo en dirección de la verja cerrada. A nadie extrañó el caso, porque en aquel momento otro canónigo vino de relevo y se arrodilló ante el reclinatorio.

Aquella imagen que asomaba entre las rejas era de la jueza, que así llamaban a doña Fe por ser esposa del magistrado de mayor categoría del pueblo.

Bien la conocía el magistral, y aun sabía no pocos de sus pecados, pues ella se los había referido; pero jamás hasta entonces había notado la acabadísima hermosura de aquel rostro moreno. Claro es que al magistral, sin las artes del diablo, jamás se le hubiera ocurrido mirar a aquella devota dama, famosa por sus virtudes y acendrada piedad.

Cuando el canónigo, sin saber lo que hacía, se iba acercando a ella, un caballero de elegante porte, vestido con esmerada riqueza y gusto, y ni más ni menos hermoso que el magistral mismo, pues se le parecía como una gota a otra gota, se acercó a la jueza, se arrodilló a su lado, y acercando la cabeza al oído de un niño que la señora tenía también arrodillado en su falda, le dijo algo que oyó el niño sólo y ya le hizo sonreír con suma picardía. Miró la madre al caballero, y no pudo menos de sonreír cuando le vio posar los labios sobre la melena abundosa y crespa de su hijo diciendo: ¡hermoso arcángel!- El niño, con cautela y a espaldas de la madre, sacó de entre los pliegues de su vestido una carraca de tamaño descomunal, en cuanto carracas, y sin más miramientos, en cuanto vio que otra luz de las del triángulo se apagaba, trazó en el viento un círculo con la estrepitosa máquina y dio horrísono comienzo a la revolución de las carreras: no había llegado, ni con mucho, el momento señalado por el rito para el barullo infantil, pero ya era imposible contener el torrente; estalló la furia acorralada, y de todos los ángulos del templo, como gritos de los euménides, salieron de las fauces de madera los discordantes ruidos, sofocados antes, rompiendo al fin   —331→   la cárcel estrecha y llenando los aires en desesperada lucha unos con otros, y todos contra los tímpanos de los escandalizados fieles.

Y era lo que más sonaba y más horrísono estrépito movía la carcajada del diablo, que tenía en sus brazos al hijo de la jueza y le decía entre la risa: Bien, bravo, ja ja ja, toca, eso, ra, ra, ra, ra...

El niño, orgulloso de la revolución que había iniciado, manejaba la carraca como una honda, y gritaba frenético: ¡Mamá, mamá, he sido yo el primero! ¡Qué gusto, qué gusto! Ra, ra, ra. La jueza bien quisiera ponerse seria, a fuer de severa madre; pero no podía, y callaba y miraba al hermoso arcángel y al caballero que le sostenía en sus brazos, y oía el estrépito de las carracas como el ruido de la lluvia de primavera, que refresca el ambiente y el alma. Porque precisamente en aquel día había esta señora sentido grandes antojos de algo extraordinario, sin saber qué; algo, en fin, que no fuera el juez del distrito; algo que estuviera fuera del orden; algo que hiciese mucho ruido, como los besos que ella daba al arcángel de la melena; más todavía, como los latidos de su corazón, que se le saltaba del pecho, pidiendo alegría, locuras, libertad, aire, amores... carracas. El magistral, que había acudido con sus compañeros de capítulo a poner dique a la inundación del estrépito, pero en vano, fingía, también en balde, tomar a mal la diablura irreverente de los muchachos, porque su conciencia le decía que aquella revolución le había ensanchado el ánimo, le había abierto no sabía qué válvulas que debía tener en el pecho, que al fin respiraba libre, gozoso. Ni el magistral volvió a pensar en la jueza, ni la jueza miró sino con agradecimiento de madre al caballero que se parecía al magistral, a quien había mirado la espalda aquella noche antes de que entrase el caballero.

Los demás devotos, que al principio se habían indignado, dejaron al cabo que los diablejos se despacharan a su gusto: en todas las cosas había frescura, alegría; parecíales a todos que despertaban de un letargo; que un peso se les había quitado de encima, que la atmósfera estaba antes llena de plomo, azufre y fuego; y que ahora con el ruido se llenaba el aire de brisas, de fresco aliento que rejuvenecía y alegraba las almas.- Y ra, ra, ra, ra, los chicos tocaban como desesperados. Perico   —332→   hacía sonar el carracón de la torre, y el diablo reía, reía como cien mil carracas.

* * *

Lo cierto es que el demonio tenía un plan como suyo; que la jueza y el magistral estuvieron a punto de perderse, allá en lo recóndito de la intención por lo menos; pero como al diablo lo que más le agrada son las diabluras, en cuanto se le ocurrió al chico de la jueza la tentación de tocar la carraca a deshora, todo lo demás se le olvidó por completo, y dejando en paz, por aquella noche, las almas de los justos, gozó como un niño con la tentación de los inocentes.

Cuando Satanás, a la hora del alba, envuelto por oscuras nubes, volvía a sus reales, encontró en el camino del aire a los ángeles de la víspera. Oyeron que iba hablando solo, frotándose las manos y riendo a carcajadas todavía.

-¡Es un pobre diablo! -dijo uno de los ángeles.

-¡Y ríe! -exclama otro-. ¡Y ríe en la condenación eterna!...

Y callaron todos, y siguieron cabizbajos su camino.