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Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo


Francisco de Quevedo



[Nota preliminar: presentamos una edición modernizada de Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo de Francisco de Quevedo, Barcelona, Esteban Liberos, a costa de Juan Sapera, 1627, basándonos en la edición de Ignacio Arellano (Quevedo, Francisco de, Los sueños, Madrid, Cátedra, 1991), cuya consulta recomendamos. Con el objetivo de facilitar la lectura del texto al público no especializado se opta por ofrecer una edición modernizada y eliminar las marcas de editor, asumiendo, cuando lo creemos oportuno, las correcciones, reconstrucciones y enmiendas propuestas por Arellano.]




ArribaAbajo[Preliminares]


Aprobación

Estos tratadillos de diferentes argumentos, que han sido preciados por hombres doctos, y leídos con mucho gusto por curiosos y amigos de buenas letras, procuran salir a luz con título de Sueños de verdades descubridoras de abusos, engaños y vicios en todos los géneros de estados y oficios del mundo, por don Francisco de Quevedo Villegas, etc. Y para este efecto los he reconocido y examinado por mandado y comisión del Excelentísimo señor Obispo de Barcelona, y digo que conforme van en el original que yo he censurado, pueden salir en público por la impresión sin peligro, por no haber en ellos cosa contraria a la Fe católica ni buenas costumbres. Antes bien, tengo por cierto que de la agudeza de ingenio, fértil de tan varia erudición, declarada con lenguaje tan limado y terso, quedarán contentos los que leyeren, y aun los que bien saben aprenderán muchas cosas de provecho. Éste es mi parecer, y en testimonio firmé de mi mano esta cédula en Santa Caterina Mártir de Barcelona, a 18 de enero 1627.

FRAY TOMÁS ROCA.

Die 25 mensis Ianuaria 1627

Imprimatur. Io Epis. Barcin.

Don Michael Sala, Regens.




Lo bisbe de Solsona, loctinent y capitá general

Per quant per part de Joan Sapera, llibreter de la present ciutat nos es estat referit que desija imprimir un llibre intitulat Sueños de verdades descubridoras de abusos, vicios, y engaños en todo género de estados, y oficios, compost per don Francisco de Quevedo Villegas, suplicant sie de mercé nostra donar y concedirli licencia, atesa la licentia del ordinari. Perçò, ab tenor de la present, de nostra certa scientia y real autoritat concedim licentia al dit Joan Sapera perqué ninguna persona sens son orde y llicencia nols puga imprimir ni vendre sots pena de perdre los motllos y aparells de la impresió, y de cinc cents florins or de Aragó als reals cofres aplicadors, y dels bens dels contrafaents irremisiblement exidors, conforme més llargament conté en lo privilegi real, y que lo present privilegi sie durador per temps de deu anys prop pasats, los quals pasats sie extincta y finida. Dat en Barcelona a VI de mars MDCXXVII.

EL OBISPO DE SOLSONA

Ut Don Michael Sala, Regens.

Ut Don Iacobus de Lupia.

Et Doms. Reg. Thesau., Michael Pérez.

In diverso loc., XXIII.

Fol. CCLXXXV.






Del doctor don Miguel Ramírez, aprobación


Por comisión general
de un buen consejo miré
este libro, y no habla mal;
gracia y sal tiene, y a fe
que cura llagas su sal.
Contra la fe en nada va,
consejos a tiempos da,
castiga a quien lo merece,
parecerá, si parece,
y así imprimir se podrá.




Del bachiller Pedro de Meléndez, aprobación


Por comisión general
del Consejo, sin pedirlo,
vi este libro con cuidado,
y está bien, y bien mirado
¿quién puede contradecirlo?
Con discreción, sin mentir,
murmura por corregir algunas malas costumbres;
quita de vicios vislumbres,
y así se podrá imprimir.




De doña Raimunda Matilde, décima


Murmurando decir bien,
diciendo bien, murmurar,
de todos satirizar
y hablar de todos tan bien,
sólo se hallará en quien
al mismo infierno ha bajado,
y aunque el bien ha deseado
y el mal desterrar procura,
es ya tal su desventura
que el mal Que-vedó ha quedado.




Del capitán don Joseph de Bracamonte, dialogístico soneto entre Tomumbeyo Traquitantos, alguacil de la reina Pantasilea, y Dragalvino, corchete



ALGUACIL

Por el Alcázar juro de Toledo
y voto al sacro paladión troyano,
que tengo de vengarme por mi mano
y hacer manco del otro pie a Quevedo.

CORCHETE

Yo a la Santa Inquisición, si puedo,
le tengo de acusar de mal cristiano,
probándole que cree en sueño vano
y que habló con los demonios a pie quedo.

ALGUACIL

Aquesto, Dragalvino, poco importa,
las verdades que dice tengo a mengua;
saberlas todos, esto me deshace
el corazón y alma.

CORCHETE

Su lengua corta
y publicarlas no podrá sin lengua,
que esto del murmurar la lengua lo hace.
Mas temo si lo hacemos,
según su pico y lengua me promete
que, fuera una, no le nazcan siete.




De doña Violante Misevea, soneto a todo lector de estos sueños en defensa y alabanza del autor


Hola, lector, cualquiera que tú seas,
si aquestos Sueños a leer llegares
y de la vez primera te enfadares,
segunda, por tu vida, no los leas.
Si te tocan y acaso los afeas
con que sueños son sueños, no repares,
que si como aquestos son los que soñares
no pecarás, a fe, aunque en sueños creas.
Pero si no te tocan, ve volando
y di a todas las gentes que los gusten,
que el premio es flor que esconde un basilisco,
y que no murmuren más de don Francisco,
ignorantes, ni es bien que a él se ajusten:
durmiendo sabe él más que otros velando.




El autor al vulgo


Si dices mal de mi sueño,
vulgo, como tal harás,
mas di, que con decir más
dices bien de él y del dueño.
Diga él mal y tú también,
tú de él y él de quien pretende,
que todo para el que entiende
le está a su gusto muy bien.
Pues si es tu fin ser Marcial
y decir que es malicioso,
lo alabas por ingenioso
diciendo que dice mal.
Mas, vulgo, pues sé quién eres,
a la larga o a la corta
diga yo lo que me importa
y di tú lo que quisieres.




Al doctor Juan Coll, canónigo de la Ilustre Catedral de la Seo de Urgel

No dedico a v. m. este libro para obligarle a que le ampare y defienda, porque además de que eso sería ponerle a v. m. en un inmenso trabajo y muy ajeno de su edad y estado, es cosa que siempre en toda dedicatoria de libros me ha crucificado el entendimiento, teniéndola por tan superflua como lo es el pedir un imposible, porque el día que el libro sale de la tienda y llega a manos del que le lee, está sujeto a que lo murmure quien quisiere y, lo que es más cierto, quien menos sabe y menos le entiende; y es mal tan viejo, común e irremediable éste de deslucir y tener en poco los ignorantes tordos a las doctas filomenas, que por esto dijo bien un discreto que era la murmuración, en estas y otras ocasiones, sarna antigua, pegajosa e incurable, de los malos entendimientos y perniciosas voluntades. Y así es disparate y pusilanimidad grande hacer caso de esto los que reparan en imprimir y sacar a luz obras buenas y alabadas y calificadas por tales de los doctos y sabios. Además de esto, rogar a los varones ilustres a quien se dedican los libros a que los defiendan y amparen, puesto que no lo han de hacer con la acicalada lengua de la espada, ni es posible, que eso sería obligarles a que como el querubín del Paraíso estuviesen siempre jugándola y volviéndola a una y otra parte sin cesar, es en buen romance pedirles que sean tapabocas o frenos de maldicientes, que eso es pedir no sólo cosa indecente e imposible sino (y lo que más es) despertar a los tales a que lo murmuren más. Razón que convenció al rey Filipo, padre de Alejandro, a que no desterrase de sus reinos (como le aconsejaban algunos) a ciertos murmuradores suyos, diciendo que eso era querer añadir leña al fuego y que le murmurasen y aun disfamasen más hasta entre gentes extrañas. Cuanto y más, señor, que este libro es tal que él y su autor ahorrarán a v. m. de este trabajo, pues soy cierto se sabrán defender muy bien ellos mismos con las muchas verdades que saben decir a todos, como lo experimentará quien este libro leyere y se advierte en el Prólogo al lector. Solo, pues, ofrezco a v. m. esta obrecilla, aunque pequeña en cantidad grande en la calidad, lo uno porque es v. m. el que entiende y sabe, y así con su nombre va este libro por todo el mundo muy honrado y autorizado; y lo otro, en muestras de agradecimiento y en feudo de mi rendimiento y de que me conozcan todos por hechura suya y su mayor criado en voluntad y afición y deseos de servirle, y que, como a tal, deseo entretenerle y divertirle de sus muchos y muy graves negocios, y acertar a darle gusto, pues sé lo será este más que cuantas cosas podría ofrecerle, porque siendo el libro tan ingenioso y agudo, es muy conforme al ingenio y erudición de v. m., que es tan grande; y, por otra parte, mi caudal tan corto que por fuerza me he habido de valer para acertar a servirle de obras ajenas (que son las que a nosotros libreros nos hacen bien o mal, daño o provecho) y de las mejores y más calificadas, cuales son estas y su autor. Y pues estimar voluntades y buenos deseos que engrandecen las más pequeñas obras descubre rayos de nobleza y de divinidad, reciba v. m. estos, ya que no el acierto de ellos; cuya persona Dios largos años me guarde, como este su criado ha menester, y merece la honra y provecho que ha hecho a su ilustrísimo Cabildo e insigne catedral de la Seo de Urgel, de donde tan méritamente es canónigo.

De esta su casa, hoy a 31 de marzo 1627.

Criado de v. m., Juan Sapera.




Al Ilustre y deseoso lector

Prólogo


Refiérese, no sé si por modo de cuento gracioso y ficticio, que estando una vez muy enfermo un soldado muy preciado de cortés y ladino, entre muchas de sus oraciones, plegarias y protestaciones que hacía, finalmente vino a rematarlas diciendo:

-Y Dios me libre de las manos del señor Diablo-, tratándole siempre con esta cortesía todas las veces que le nombraba. Reparó en esto último uno de los circunstantes, preguntándole juntamente luego por qué llamaba señor al diablo, siendo la más vil criatura del mundo. A que respondió tan presto el enfermo diciendo:

-¿Qué pierde el hombre en ser bien criado? ¿Qué sé yo a quién habré de menester ni en qué manos he de dar?

Digo esto, señor lector, porque supuesto que nuestra lengua vulgar, a diferencia de la latina, tiene un vuesa merced y otros varios títulos, mayormente cuando no se conoce la calidad y estado de la persona con quien se habla, por no parecer a nadie descortés, y por el consiguiente, malquisto y aborrecido de todos, me ha parecido tratar a v. m. con este lenguaje y término, bien diferente de cuantos yo he podido ver en todos los prólogos de los libros al lector escritos en romance, donde tratan a v. m. con un tú redondo, que si no arguye mucha amistad y familiaridad, por fuerza ha de ser argumento de que quien habla es superior y mandón, y a quien se habla inferior y criado.

Y hanme movido a esto las mismas razones del susodicho soldado enfermo, atendiendo y considerando a que es la cortesía la llave maestra para abrir la voluntad y afición, y la que costando poco vale mucho; y que, en resolución, no puedo perder nada en ser cortés, que antes entiendo perdería mucho si no lo fuese, que quien ha de menester es muy necio si regatea cortesías; y más yo, que tanto necesito de todos para que me compren este libro que saco a luz a mi costa, y para que, comprado y leído, me le alaben, con que de camino inciten y muevan unos a otros a que hagan lo mismo, y tenga con esto este libro lo que merece su bondad, y mayor expedición y corrida y yo mayor ganancia, para que con esto queden todos aprovechados, yo vendiendo y los otros comprando y leyéndole. Verdad sea que para esto último de que alaben estas obras de ingeniosas y agudas confío dará poco trabajo y ningún cuidado a los aficionados a ellas y a su autor; pues ellas propias se traen consigo la recomendación y alabanza y el Quevedo me fecit, porque son tales que solo tal autor podía hacer obras de tanta erudición y agudeza, y ellas por tener tanto de entrambas solo podían ser hijas de tal y tan raro ingenio, que si el autor es y debe ser conocido y celebrado por estas obras más que por cuantas ha hecho y se le han impreso hasta hoy en su nombre, ellas también quedan estimadas y calificadas por lo que son con sólo saber (como ya todos saben) que las hizo don Francisco Quevedo. Y con él y con ellas no me da tanto cuidado como podía darme una de las razones que me movió a tratar a v. m. con esta cortesía, considerando que no sé en qué manos ni en qué lenguas ha de dar este libro que sale ahora al teatro del mundo, donde nunca faltan censurantes y mal contentos, que con toda propiedad se llaman zoilos y críticos, días peligrosos a la salud de los buenos entendimientos, de quienes se puede entender lo que dijo el doctísimo jurisconsulto don Mateo López Bravo: «Ridendi vero, Romanuli, et Graeculi nostri, qui Gramaticorum infantia superbi, et omnium rerum quantum garruli, ignari, triplici lingua, stulti, a doctis noscuntur»; porque si v. m. las lee, no deprisa ni a pedazos sino de espacio y con atención todo él, pues no es muy grande, si no quiere que se le pasen algunas de sus muchas sutilezas y agudezas por alto y por entre renglones, soy más que cierto que no se quejará de que ellas y quien las hizo es parcial y aceptador de personas, sino que a todos habla y a todos dice la verdad clara y lisa, y lo que siente, sin rastro de lisonja; y si acaso escuece y pica, considere que no es sino solo porque cuanto se dice es verdad y desengaño, que todos le quieren y nadie por su casa, y así no hay sino paciencia y calle y callemos, que sendas nos tenemos. Y harto mejor fuera quejarse de las faltas tan grandes del mundo que movieron al autor a hablar tan claro contra ellas diciendo la verdad, que por eso dijo bien cierto alcalde que vio preso a un estudiante porque hizo una sátira en que decía las faltas del lugar, que harto mejor fuera haber preso a los que las tienen. Y cuando nada de esto baste a que deje de haber quien se queje y murmure de estas obras y de su autor, quiero hacer acordar a v. m., señor lector, sea quien fuere, aquel cuentecillo de cierto clérigo viejo que tenía una higuera con sus higos ya sazonados y maduros, a la cual subiendo unos estudiantes a hacerles declinar jurisdicción bucólica, pensando él, por ser corto de vista, que eran aves o algunas crueles sabandijas, puso en ella espantajos hasta conjurarlos; pero viendo que nada de esto aprovechaba, considerando cuán buenas son las oraciones mezcladas en piedras, armas primeras del mundo, se resolvió de tirarlas a estos tordos racionales diciendo que también Dios había dado virtud a las piedras como a las plantas y hierbas, y hízolo con tal denuedo que dio con ellos ramas abajo y muy bien descalabrados. Sin propósito parecerá a v. m. este cuento, y será o por no saberme yo bien explicar, o por no quererme v. m. entender, que no hay más mal sordo que el que no quiere oír; pero yo sé lo entenderá si ahonda un poco en sus sentidos varios que le puede dar, como en todo lo de este libro, y por si acaso quiere que yo lo explique, con ser así que frustra exprimitur, quod tacite subintelligitur, l. iam dubitari, dígole que si acaso no le obliga la cortesía y humildad con que le trato, mire lo que dice y cómo y de qué murmura y dice mal, si del autor del libro o de sus obras; y guárdese de alguna lluvia de piedras de las muchas verdades, duras y secas, que este libro tiene y su autor puede enviarle, que le descalabren y hagan caer de arriba abajo, quiero decir de su estado y buena opinión que tiene de sabio, y no haga le tengan por ignorante, murmurador y soberbio maldiciente y del número de unos necios que quieren parecer sabios en no haber libro que bien les parezca ni cosa de que no hagan burla y menosprecio. Y guárdense no les suceda a los tales lo que al asno de Sileno que puso Júpiter entre las estrellas, que por ser ellas tan resplandecientes y claras y él auribus magnis, como advirtió Luciano, descubrió más su disforme fealdad con gran infamia. Y adviertan que el epíteto del autor es el satírico. Y créanme y no errarán, que es más que temeridad echar piedras al tejado del vecino quien tiene el suyo de vidrio.

Y nadie se maraville de que llame a v. m. con este título, al parecer nuevo, de ilustre y deseoso lector, porque cuando no le mereciera por la doctrina común y sabida del filósofo, que todo hombre naturalmente desea saber, cosa que se alcanza con el estudio y atenta lección y meditación de los libros buenos, doctos, agudos, ingeniosos y claros, por sólo este libro, que lo es tanto como el que más, le merecía muy en particular, pues es el que ha sido tan deseado, así de cuantos han leído algo de estos Sueños y discursos, como de los que han oído referir y celebrar algunas o alguna de las innumerables agudezas que contienen, lastimándose de verlos ir manuscritos tan adulterados y falsos y muchos a pedazos y hechos un disparate sin pies ni cabeza, y tan desfigurados como el soldado desdichado que habiendo salido de su tierra para la guerra con bizarría, tallazo, galas y plumas, vuelve a ella después de muchos años más desgarrado y rompido que soldado, con un ojo menos, hecho un monóculo, medio brazo, con una pierna de palo, y todo él hecho un milagro de cera, bueno para ofrecido, con el vestido de la munición, sin color determinado, desconocido y roto, pidiendo limosna; o como la cortesana que ha corrida a Italia, Indias y la casa de Meca y del Gran Solimán. Por lo cual, cuantos han sabido que yo los tenía enteros y leídos por hombres doctos y entendidos con particular curiosidad y atención, me han solicitado con grandes instancias los hiciese comunes a todos dándolos a la impresión, asegurándome gran gusto y lo que más es, gran provecho espiritual para todos, pues en ellos hallarán desengaños y avisos de lo que pasa en este mundo y ha de pasar en el otro. Por todos, para estar de todo bien prevenidos, que mala praevisa minus nocent; con que me he resuelto a condescender con el gusto y deseo de tantos, confiado en que v. m., señor lector, me agradecerá este trabajo y gasto con comprarle, que con solo esto me daré por satisfecho y aun por pagado.

Y por la agudeza y sutil modo de hablar de este libro, porque no caiga en alguna equivocación, ruego a v. m. que antes de leerle corrija algunas erratas que van advertidas al principio del libro. Que también sería demasiada presunción y mucha particularidad pretender que saliese este libro sin ellas, siendo tan inevitables y incorregibles como los mismos impresores, que como a tales es mejor dejarles aherrojados con sus yerros y mentiras de molde. Y porque entienda v. m., señor lector, que le deseo toda honra y provecho, y guardarle de todo peligro, ruego a Dios Nuestro Señor le haga como el rey de las abejas, que contiene y da de sí por la boca la dulzura de la miel, y no tiene aguijón por no quedar muerto picando con él, como acontece a todas las demás abejas que te tienen, si bien en la cola y no en la boca; y le guarde de correctores de vidas y obras ajenas y sopladores de las suyas propias, que no se venden porque ellos venden en ellas a cuantos ven y tratan.








ArribaAbajoEl sueño del Juicio Final


ArribaAbajoAl conde de Lemos, presidente de Indias

A manos de V. Excelencia van estas desnudas verdades que buscan no quien las vista, sino quien las consienta, que a tal tiempo hemos venido que, con ser tan sumo bien, hemos de rogar con él. Prométese seguridad en ellas solas. Viva vuestra Excelencia para honra de nuestra edad.

DON FRANCISCO QUEVEDO VILLEGAS.




ArribaAbajo[Discurso]

Los sueños dice Homero que son de Júpiter y que él los envía, y en otro lugar que se ha de creer. Es así cuando tocan en cosas importantes y piadosas o las sueñan reyes y grandes señores, como se colige del doctísimo y admirable Propertio en estos versos:


Nec tu sperne piis venientia somnia portis:
cum pia venerunt somnia, pondus habent



Dígolo a propósito que tengo por caído del cielo uno que yo tuve en estas noches pasadas, habiendo cerrado los ojos con el libro del Beato Hipólito de la fin del mundo y segunda venida de Cristo, lo cual fue causa de soñar que veía el Juicio Final. Y aunque en casa de un poeta es cosa dificultosa creer que haya juicio aunque por sueños, le hubo en mí por la razón que da Claudio en la prefación al libro 2 del Rapto, diciendo que todos los animales sueñan de noche como sombras de lo que trataron de día; y Petronio Arbitro dice:


Et canis in somnis leporis vestigia latrat



y hablando de los jueces:


Et pauidi cernunt inclusum chorte tribunal



Pareciome, pues, que veía un mancebo que discurriendo por el aire daba voz de su aliento a una trompeta, afeando con su fuerza en parte su hermosura. Halló el son obediencia en los mármoles y oído en los muertos, y así al punto comenzó a moverse toda la tierra y a dar licencia a los huesos, que andaban ya unos en busca de otros; y pasando tiempo, aunque fue breve, vi a los que habían sido soldados y capitanes levantarse de los sepulcros con ira, juzgándola por seña de guerra; a los avarientos con ansias y congojas, celando algún rebato y los dados a vanidad y gula, con ser áspero el son, lo tuvieron por cosa de sarao o caza. Esto conocía yo en los semblantes de cada uno y no vi que llegase el ruido de la trompa a oreja que se persuadiese que era cosa de juicio. Después noté de la manera que algunas almas venían con asco, y otras con miedo huían de sus antiguos cuerpos. A cuál faltaba un brazo, a cuál un ojo, y diome risa ver la diversidad de figuras y admirome la providencia de Dios en que, estando barajados unos con otros, nadie por yerro de cuenta se ponía las piernas ni los miembros de los vecinos. Solo en un cementerio me pareció que andaban destrocando cabezas y que veía un escribano que no le venía bien el alma y quiso decir que no era suya por descartarse de ella.

Después ya que ha noticia de todos llegó que era el día del Juicio, fue de ver cómo los lujuriosos no querían que los hallasen sus ojos por no llevar al tribunal testigos contra sí los maldicientes las lenguas, los ladrones y matadores gastaban los pies en huir de sus mismas manos. Y volviéndome a un lado vi a un avariento que estaba preguntando a uno, que por haber sido embalsamado y estar lejos sus tripas no habían llegado, si habían de resucitar aquel día todos los enterrados, si resucitarían unos bolsones suyos. Riérame si no me lastimara a otra parte el afán con que una gran chusma de escribanos andaban huyendo de sus orejas, deseando no las llevar por no oír lo que esperaban, mas solos fueron sin ellas los que acá las habían perdido por ladrones, que por descuido no fueron todos. Pero lo que más me espantó fue ver los cuerpos de dos o tres mercaderes que se habían calzado las almas al revés y tenían todos los cinco sentidos en las uñas de la mano derecha.

Yo veía todo esto de una cuesta muy alta, al punto que oigo dar voces a mis pies que me apartase, y no bien lo hice cuando comenzaron a sacar las cabezas muchas mujeres hermosas, llamándome descortés y grosero porque no había tenido más respeto a las damas, que aun en el infierno están las tales sin perder esta locura. Salieron fuera muy alegres de verse gallardas y desnudas. Y que tanta gente las viese, aunque luego, conociendo que era el día de la ira y que la hermosura las estaba acusando de secreto, comenzaron a caminar al valle con pasos más entretenidos. Una que había sido casada siete veces, iba trazando disculpas para todos los maridos. Otra de ellas, que había sido pública ramera, por no llegar al valle no hacía sino decir que se le habían olvidado las muelas y una ceja, y volvía y deteníase, pero al fin llegó a vista del teatro, y fue tanta la gente de los que había ayudado a perder y que señalándola daban gritos contra ella, que se quiso esconder entre una caterva de corchetes, pareciéndole que aquella no era gente de cuenta aun en aquel día.

Divertiome de esto un gran ruido, que por la orilla de un río adelante venía gente en cantidad tras un médico (que después supe lo que era en la sentencia). Eran hombres que había despachado sin razón antes de tiempo, por lo cual se habían condenado, y venían por hacerle que pareciese, y al fin, por fuerza le pusieron delante del trono. A mi lado izquierdo oí como ruido de alguno que nadaba, y vi a un juez que lo había sido, que estaba en medio del arroyo lavándose las manos, y esto hacía muchas veces. Llegueme a preguntarle por qué se lavaba tanto y díjome que en vida, sobre ciertos negocios, se las habían untado, y que estaba porfiando allí por no parecer con ellas de aquella suerte delante la universal residencia. Era de ver una legión de demonios con azotes, palos y otros instrumentos, cómo traían a la audiencia una muchedumbre de taberneros, sastres, libreros y zapateros, que de miedo se hacían sordos, y aunque habían resucitado no querían salir de la sepultura. En el camino por donde pasaban, al ruido sacó un abogado la cabeza y preguntoles que a dónde iban, y respondiéronle, al justo juicio de Dios, que era llegado; a lo cual, metiéndose más ahondo, dijo:

-Esto me ahorraré de andar después, si he de ir más abajo.

Iba sudando un tabernero de congoja tanto que, cansado, se dejaba caer a cada paso, y a mí me pareció que le dijo un demonio:

-Harto es que sudéis el agua; no nos la vendáis por vino.

Uno de los sastres, pequeño de cuerpo, redondo de cara, malas barbas y peores hechos, no hacía sino decir:

-¿Qué pude hurtar yo, si andaba siempre muriéndome de hambre?

Y los otros le decían, viendo que negaba haber sido ladrón, qué cosa era despreciarse de su oficio. Toparon con unos salteadores y capeadores públicos que andaban huyendo unos de otros, y luego los diablos cerraron con ellos diciendo que los salteadores bien podían entrar en el número, porque eran a su modo sastres silvestres y monteses, como gatos del campo. Hubo pendencia entre ellos sobre afrentarse los unos de ir con los otros, y al fin juntos llegaron al valle. Tras ellos venía la Locura en una tropa con sus cuatro costados: poetas, músicos, enamorados y valientes, gente en todo ajena de este día. Pusiéronse a un lado, donde estaban los sayones, judíos y filósofos, y decían juntos, viendo a los sumos pontífices en sillas de gloria:

-Diferentemente se aprovechan los Papas de las narices que nosotros, pues con diez varas de ellas no vimos lo que traíamos entre las manos.

Andaban contándose dos o tres procuradores las caras que tenían y espantábanse que les sobrasen tantas habiendo vivido descaradamente. Al fin vi hacer silencio a todos.

El trono era donde trabajaron la omnipotencia y el milagro. Dios estaba vestido de sí mismo, hermoso para los santos y enojado para los perdidos, el sol y las estrellas colgando de la boca, el viento quedo y mudo, el agua recostada en sus orillas, suspensa la tierra temerosa en sus hijos; y cuál amenazaba al que le enseñó con su mal peores costumbres. Todos en general pensativos: los justos en qué gracias darían a Dios, cómo rogarían por sí, y los malos en dar disculpas. Andaban los ángeles custodios mostrando en sus pasos y colores las cuentas que tenían que dar de sus encomendados, y los demonios repasando sus tachas y procesos; al fin todos los defensores estaban de la parte de adentro y los acusadores de la de afuera. Estaban los Diez Mandamientos por guarda a una puerta tan angosta, que los que estaban a puros ayunos flacos aún tenían algo que dejar en la estrechura. A un lado estaban juntas las Desgracias, Peste y Pesadumbres dando voces contra los médicos. Decía la Peste que ella había herídolos, pero que ellos los habían despachado; las Pesadumbres, que no habían muerto ninguno sin ayuda de los doctores; y las Desgracias, que todos los que habían enterrado habían ido por entrambos. Con eso los médicos quedaron con carga de dar cuenta de los difuntos, y así, aunque los necios decían que ellos habían muerto más, se pusieron los médicos con papel y tinta en un alto, con su arancel, y en nombrando la gente luego salía uno de ellos y en alta voz decía:

-Ante mí pasó a tantos de tal mes, etc.

Comenzose por Adán la cuenta, y para que se vea si iba estrecha, hasta de una manzana se la pidieron tan rigurosa que le oía decir a Judas:

-¿Qué tal la daré yo, que le vendí al mismo dueño un cordero?

Pasaron los primeros padres, vino el Testamento Nuevo, pusiéronse en sus sillas al lado de Dios los Apóstoles todos con el santo pescador. Luego llegó un diablo y dijo:

-Éste es el que señaló con la mano al que San Juan con el dedo-; y fue el que dio la bofetada a Cristo. Juzgó él mismo su causa y dieron con él en los entresuelos del mundo.

Era de ver cómo se entraban algunos pobres entre media docena de reyes que tropezaban con las coronas, viendo entrar las de los sacerdotes tan sin detenerse. Asomaron las cabezas Herodes y Pilatos, y cada uno conociendo en el juez, aunque glorioso, sus iras, decía Pilatos:

-Esto se merece quien quiso ser gobernador de judihuelos-; y Herodes:

-Yo no puedo ir al cielo-, pues al limbo no se querrán fiar más de mí los inocentes con las nuevas que tienen de los otros que despaché; ello es fuerza de ir al infierno, que al fin es posada conocida.

Llegó en esto un hombre desaforado de ceño y alargando la mano dijo:

-Esta es la carta de examen.

Admiráronse todos y dijeron los porteros que quién era, y él en altas voces respondió:

-Maestro de esgrima examinado, y de los más diestros del mundo.

Y sacando otros papeles de un lado, dijo que aquellos eran los testimonios de sus hazañas. Cayéronsele en el suelo por descuido los testimonios y fueron a un tiempo a levantarlos dos diablos y un alguacil y él los levantó primero que los diablos. Llegó un ángel y alargó el brazo para asirle y meterle dentro, y él, retirándose, alargó el suyo y dando un salto dijo:

-Esta de puño es irreparable, y si me queréis probar yo daré buena cuenta.

Riéronse todos, y un oficial algo moreno le preguntó qué nuevas tenía de su alma; pidiéronle no sé qué cosas y respondió que no sabía tretas contra los enemigos de ella. Mandáronle que se fuese por línea recta al infierno, a lo cual replicó diciendo que debían de tenerlo por diestro del libro matemático, que él no sabía qué era línea recta; hiciéronselo aprender y diciendo: «Entre otro», se arrojó.

Y llegaron unos despenseros a cuentas (y no rezándolas) y en el ruido con que venía la trulla dijo un ministro:

-Despenseros son.

Y otros dijeron:

-No son.

Y otros:

-Sí son.

Y dioles tanta pesadumbre la palabra «sisón», que se turbaron mucho. Con todo, pidieron que se les buscase su abogado, y dijo un diablo:

-Ahí está Judas, que es apóstol descartado.

Cuando ellos oyeron esto, volviéndose a otro diablo que no se daba manos a señalar ojos para leer, dijeron:

-Nadie mire y vamos a partido y tomamos infinitos siglos de purgatorio.

El diablo, como buen jugador, dijo:

-¿Partido pedís? No tenéis buen juego.

Comenzó a descubrir y ellos, viendo que miraba, se echaron en baraja de su bella gracia.

Pero tales voces como venían tras de un malaventurado pastelero no se oyeron jamás, de hombres hechos cuartos, y pidiéndole que declarase en qué les había acomodado sus carnes, confesó que en los pasteles, y mandaron que les fuesen restituidos sus miembros de cualquier estómago en que se hallasen. Dijéronle si quería ser juzgado y respondió que sí, a Dios y a la ventura. La primera acusación decía no sé qué de gato por liebre, tantos de huesos (y no de la misma carne, sino advenedizos), tanta de oveja y cabra, caballo y perro. Y cuando él vio que se les probaba a sus pasteles haberse hallado en ellos más animales que en el arca de Noé, porque en ella no hubo ratones ni moscas y en ellos sí, volvió las espaldas y dejolos con la palabra en la boca.

Fueron juzgados filósofos, y fue de ver cómo ocupaban sus entendimientos en hacer silogismos contra su salvación. Mas lo de los poetas fue de notar, que de puro locos querían hacer creer a Dios que era Júpiter y que por él decían ellos todas las cosas, y Virgilio andaba con sus Sicelides musae diciendo que era el nacimiento de Cristo. Mas saltó un diablo y dijo no sé qué de Mecenas y Octavia, y que había mil veces adorado unos cuernecillos suyos, que los traía por ser día de más fiesta; contó no sé qué cosas. Y al fin, llegando Orfeo, como más antiguo, a hablar por todos, le mandaron que se volviese otra vez a hacer el experimento de entrar en el infierno para salir, y a los demás, por hacérseles camino, que le acompañasen.

Llegó tras ellos un avariento a la puerta y fue preguntado qué quería, diciéndole que los Diez Mandamientos guardaban aquella puerta de quien no los había guardado, y él dijo que en cosas de guardar era imposible que hubiese pecado. Leyó el primero: «Amar a Dios sobre todas las cosas», y dijo que él solo aguardaba a tenerlas todas para amar a Dios sobre ellas. «No jurar su nombre en vano», dijo que aun jurándole falsamente siempre había sido por muy gran interés, y que así no había sido en vano. «Guardar las fiestas», éstas y aun los días de trabajo guardaba y escondía. «Honrar padre y madre»: -Siempre les quité el sombrero-. «No matar»: -Por guardar esto no comía, por ser matar la hambre comer. «No fornicarás»: -En cosas que cuestan dinero ya está dicho. «No levantar falso testimonio.»

-Aquí -dijo un diablo- es el negocio, avariento, que si confiesas haberle levantado te condenas, y si no, delante del juez te le levantarás a ti mismo.

Enfadose el avariento y dijo:

-Si no he de entrar no gastemos tiempo, que hasta aquello rehúso de gastar. Convenciose con su vida y fue llevado a donde merecía.

Entraron en esto muchos ladrones y salváronse de ellos algunos ahorcados; y fue de manera el ánimo que tomaron los escribanos, que estaban delante de Mahoma, Lutero y Judas, viendo salvar ladrones, que entraron de golpe a ser sentenciados, de que les tomó a los diablos muy gran risa de ver eso.

Los ángeles de la guarda comenzaron a esforzarse y a llamar por abogados los Evangelistas. Dieron principio a la acusación los demonios, y no la hacían en los procesos que tenían hechos de sus culpas, sino con los que ellos habían hecho en esta vida. Dijeron lo primero:

-Estos, Señor, la mayor culpa suya es ser escribanos.

Y ellos respondieron a voces, pensando que disimularían algo, que no eran sino secretarios. Los ángeles abogados comenzaron a dar descargo. Uno decía:

-Es bautizado y miembro de la Iglesia.

Y no tuvieron muchos de ellos que decir otra cosa. Al fin se salvaron dos o tres, y a los demás dijeron los demonios:

-Ya entienden.

Hiciéronles del ojo diciendo que importaban allí para jurar contra cierta gente, y viendo que por ser cristianos daban más pena que los gentiles, alegaron que el serlo no era por su culpa, que los bautizaron cuando niños, y así, que los padrinos la tenían.

Digo verdad que vi a Judas tan cerca de atreverse a entrar en juicio, y a Mahoma y a Lutero, animados de ver salvar a un escribano, que me espanté que no lo hiciesen. Sólo se lo estorbó aquel médico que dije, que forzado de los que le habían traído, parecieron él y un boticario y un barbero, a los cuales dijo un diablo que tenía las copias:

-Ante este doctor han pasado los más difuntos, con ayuda de este boticario y barbero, y a ellos se les debe gran parte de este día.

Alegó un ángel por el boticario que daba de balde a los pobres, pero dijo un diablo que hallaba por su cuenta que habían sido más dañosos dos botes de su tienda que diez mil de pica en la guerra, porque todas sus medicinas eran espurias, y que con esto había hecho liga con una peste y había destruido dos lugares. El médico se disculpaba con él, y al fin el boticario fue condenado, y el médico y el barbero, intercediendo San Cosme y San Damián, se salvaron.

Fue condenado un abogado porque tenía todos los derechos con corcovas, cuando, descubierto un hombre que estaba detrás de este a gatas, porque no le viesen, y preguntado quién era, dijo que cómico; pero un diablo, muy enfadado, replicó:

-¡Farandulero!; y pudiera haber ahorrado esta venida, sabiendo lo que hay.

Juró de irse y fuese al infierno sobre su palabra.

En esto dieron con muchos taberneros en el puesto y fueron acusados de que habían muerto mucha cantidad de sed a traición vendiendo agua por vino. Estos venían confiados en que habían dado a un hospital siempre vino puro para las misas, pero no les valió, ni a los sastres decir que habían vestido niños Jesuses. Y así, todos fueron despachados como siempre se esperaba.

Llegaron tres o cuatro genoveses ricos pidiendo asientos, y dijo un diablo:

-¿Piensan ganar ellos? Pues esto es lo que les mata. Esta vez han dado mala cuenta y no hay donde se asienten, porque han quebrado el banco de su crédito.

Y volviéndose a Dios, dijo un diablo:

-Todos los demás hombres, Señor, dan cuenta de lo que es suyo, mas estos de lo ajeno y todo.

Pronunciose la sentencia contra ellos; yo no la oí bien, pero ellos desaparecieron.

Vino un caballero tan derecho que, al parecer, quería competir con la misma justicia que le aguardaba. Hizo muchas reverencias a todos y con la mano una ceremonia usada de los que beben en charco. Traía un cuello tan grande que no se le echaba de ver si tenía cabeza. Preguntole un portero, de parte de Dios, si era hombre, y él respondió con grandes cortesías que sí, y que por más señas se llamaba don Fulano, a fe de caballero. Riose un diablo y dijo:

-De codicia es el mancebo para el infierno.

Preguntáronle qué pretendía, y respondió:

-Ser salvado.

Y fue remitido a los diablos para que le moliesen, y él sólo reparó en que le ajarían el cuello.

Entró tras él un hombre dando voces, diciendo:

-Aunque las doy no tengo mal pleito, que a cuantos santos hay en el cielo, o a los más, he sacudido el polvo.

Todos esperaban ver un Diocleciano o Nerón, por lo de sacudir el polvo, y vino a ser un sacristán que azotaba los retablos. Y se había ya con esto puesto en salvo, sino que dijo un diablo que se bebía el aceite de las lámparas y echaba la culpa a una lechuza, por lo cual habían muerto sin ella; que pellizcaba de los ornamentos para vestirse; que heredaba en vida las vinajeras y que tomaba alforjas a los oficios. No sé qué descargo se dio, que le enseñaron el camino de la mano izquierda, dando lugar unas damas alcorzadas que comenzaron a hacer melindres de las malas figuras de los demonios. Dijo un ángel a Nuestra Señora que habían sido devotas de su nombre aquellas, que las amparase, y replicó un diablo que también fueron enemigas de su castidad.

-Sí por cierto-, dijo una que había sido adúltera.

Y el demonio la acusó que había tenido un marido en ocho cuerpos, que se había casado de por junto en uno para mil. Condenose esta sola, y iba diciendo:

-¡Ojalá supiera que me había de condenar, que no hubiera oído misa los días de fiesta!

En esto, que era todo acabado, quedaron descubiertos Judas, Mahoma y Martín Lutero, y preguntando un ministro cuál de los tres era Judas, Lutero y Mahoma dijeron cada uno que él, y corriose Judas tanto, que dijo en altas voces:

-Señor, yo soy Judas; y bien conocéis vos que soy mucho mejor que estos, porque si os vendí remedié al mundo, y estos, vendiéndose a sí y a vos, lo han destruido todo.

Fueron mandados quitar delante. Y un ángel que tenía la copia halló que faltaban por juzgar alguaciles y corchetes. Llamáronlos y fue de ver que asomaron al puesto muy tristes y dijeron:

-Aquí lo damos por condenado; no es menester nada.

No bien lo dijeron cuando, cargado de astrolabios y globos, entró un astrólogo dando voces y diciendo que se habían engañado, que no había de ser aquel día el del Juicio, porque Saturno no había acabado sus movimientos ni el de trepidación el suyo. Volviose un diablo y viéndole tan cargado de madera y papel, le dijo:

-Ya os traéis la leña con vos como si supieras que de cuantos cielos habéis tratado en vida, estáis de manera que por la falta de uno solo en muerte, os iréis al infierno.

-Eso no iré yo -dijo él.

-Pues llevaros han.

Y así se hizo.

Con esto se acabó la residencia y tribunal; huyeron las sombras a su lugar, quedó el aire con nuevo aliento, floreció la tierra, riose el cielo. Y Cristo subió consigo a descansar en sí los dichosos por su Pasión, y yo me quedé en el valle, y discurriendo por él oí mucho ruido y quejas en la tierra. Llegueme por ver lo que había y vi en una cueva honda (garganta del infierno) penar muchos, y entre otros un letrado revolviendo no tanto leyes como caldos; un escribano comiendo solo letras que no había querido solo leer en esta vida; todos ajuares del infierno, las ropas y tocados de los condenados, estaban prendidos, en vez de clavos y alfileres, con alguaciles; un avariento contando más duelos que dineros; un médico penando en un orinal y un boticario en una medicina. Diome tanta risa ver esto que me despertaron las carcajadas, y fue mucho quedar de tan triste sueño más alegre que espantado.

Sueños son estos que si se duerme V. Excelencia sobre ellos, verá que por ver las cosas como las veo las esperará como las digo.


 
 
FIN DEL JUICIO FINAL
 
 





ArribaAbajoEl alguacil endemoniado


ArribaAbajoAl conde de Lemos, presidente de Indias

Bien sé que a los ojos de V. Excelencia es más endemoniado el autor que el sujeto; si lo fuere también el discurso habré dado lo que se esperaba de mis pocas letras, que amparadas, como dueño, de V. Excelencia y su grandeza, despreciarán cualquier temor. Ofrézcole este discurso del alguacil endemoniado (aunque fuera mejor y más propiamente, a los diablos mismos): recíbale V. Excelencia con la humanidad que me hace merced, así yo vea en su casa la sucesión que tanta nobleza y méritos piden.

Esté advertida V. Excelencia que los seis géneros de demonios que cuentan los supersticiosos y los hechiceros (los cuales por esta orden divide Pselo en el capítulo once del libro de los demonios) son los mismos que las órdenes en que se distribuyen los alguaciles malos. Los primeros llaman leliurios, que quiere decir «ígneos»; los segundos aéreos; los terceros terrenos; los cuartos acuáticos; los quintos subterráneos, los sextos lucífugos, que huyen de la luz. Los ígneos son los criminales que a sangre y fuego persiguen los hombres; los aéreos son los soplones que dan viento; ácueos son los porteros que prenden por si vació o no vació sin decir: «¡Agua va!»; fuera de tiempo, y son ácueos con ser casi todos borrachos y vinosos; terrenos son los civiles que a puras comisiones y ejecuciones destruyen la tierra; lucífugos los rondadores que huyen de la luz, debiendo la luz huir de ellos; los subterráneos, que están debajo de tierra, son los escudriñadores de vidas y fiscales de honras, y levantadores de falsos testimonios, que de bajo de tierra sacan qué acusar, y andan siempre desenterrando los muertos y enterrando los vivos.




ArribaAbajoAl pío lector

Y si fueras cruel y no pío, perdona, que este epíteto, natural del pollo, has heredado de Eneas. Y en agradecimiento de que te hago cortesía en no llamarte benigno lector, advierte que hay tres géneros de hombres en el mundo: los unos que, por hallarse ignorantes, no escriben, y estos merecen disculpa por haber callado y alabanza por haberse conocido; otros que no comunican lo que saben; a estos se les ha de tener lástima de la condición y envidia del ingenio, pidiendo a Dios que les perdone lo pasado y les enmiende por el venir; los últimos no escriben de miedo de las malas lenguas; estos merecen reprehensión, pues si la obra llega a manos de hombres sabios, no saben decir mal de nadie; si de ignorantes, ¿cómo pueden decir mal, sabiendo que si lo dicen de lo malo lo dicen de sí mismos, y si del bueno no importa, que ya saben todos que no lo entienden? Esta razón me animó a escribir el sueño del Juicio y me permitió osadía para publicar este discurso. Si le quisieres leer, léele, y si no, déjale, que no hay pena para quien no le leyere. Si le empezares a leer y te enfadare, en tu mano está con que tenga fin donde te fuere enfadoso. Solo he querido advertirte en la primera hoja que este papel es sola una reprehensión de malos ministros de justicia, guardando el decoro que se debe a muchos que hay loables por virtud y nobleza; poniendo todo lo que en él hay debajo la corrección de la Iglesia Romana y ministros de buenas costumbres.




ArribaAbajoDiscurso

Fue el caso que entré en San Pedro a buscar al licenciado Calabrés, clérigo de bonete de tres altos hecho a modo de medio celemín, orillo por ceñidor y no muy apretado, puños de Corinto, asomo de camisa por cuello, rosario en mano, disciplina en cinto, zapato grande y de ramplón y oreja sorda, habla entre penitente y disciplinante, derribado el cuello al hombro como el buen tirador que apunta al blanco, mayormente si es blanco de Méjico o de Segovia, los ojos bajos y muy clavados en el suelo, como el que codicioso busca en él cuartos, y los pensamientos triples, color a partes hendida y a partes quebrada, tardón en la mesa y abreviador en la misa, gran cazador de diablos, tanto que sustentaba el cuerpo a puros espíritus. Entendíasele de ensalmar, haciendo al bendecir unas cruces mayores que las de los malcasados. Traía en la capa remiendos sobre sano, hacía del desaliño santidad, contaba revelaciones, y si se descuidaban a creerle, hacía milagros. ¿Qué me canso? Este, señor, era uno de los que Cristo llamó sepulcros hermosos por de fuera, blanqueados y llenos de molduras, y por de dentro pudrición y gusanos, fingiendo en lo exterior honestidad, siendo en lo interior del alma disoluto y de muy ancha y rasgada conciencia. Era, en buen romance, hipócrita, embeleco vivo, mentira con alma y fábula con voz. Hallele en la sacristía solo con un hombre que atadas las manos en el cíngulo y puesta la estola descompuestamente, daba voces con frenéticos movimientos.

-¿Qué es esto? -le pregunté espantado.

Respondiome:

-Un hombre endemoniado.

Y al punto, el espíritu que en él tiranizaba la posesión a Dios, respondió:

-No es hombre, sino alguacil. Mirad cómo habláis, que en la pregunta del uno y en la respuesta del otro se ve que sabéis poco. Y se ha de advertir que los diablos en los alguaciles estamos por fuerza y de mala gana; por lo cual, si queréis acertar, debéis llamarme a mí demonio enaguacilado, y no a éste alguacil endemoniado. Y avenisos tanto mejor los hombres con nosotros que con ellos cuanto no se puede encarecer, pues nosotros huimos de la cruz y ellos la toman por instrumento para hacer mal. ¿Quién podrá negar que demonios y alguaciles no tenemos un mismo oficio, pues bien mirado nosotros procuramos condenar y los alguaciles también; nosotros que haya vicios y pecados en el mundo, y los alguaciles lo desean y procuran con más ahínco, porque ellos lo han menester para su sustento y nosotros para nuestra compañía? Y es mucho más de culpar este oficio en los alguaciles que en nosotros, pues ellos hacen mal a hombres como ellos y a los de su género, y nosotros no, que somos ángeles, aunque sin gracia. Fuera de esto, los demonios lo fuimos por querer ser más que Dios y los alguaciles son alguaciles por querer ser menos que todos. Así que por demás te cansas, padre, en poner reliquias a este, pues no hay santo que si entra en sus manos no quede para ellas. Persuádete que el alguacil y nosotros todos somos de una orden, sino que los alguaciles son diablos calzados y nosotros diablos recoletos, que hacemos áspera vida en el infierno.

Admiráronme las sutilezas del diablo. Enojose Calabrés, revolvió sus conjuros, quísole enmudecer, y al echarle agua bendita a cuestas comenzó a huir y a dar voces, diciendo:

-Clérigo, cata que no hace estos sentimientos el alguacil por la parte de bendita, sino por ser agua. No hay cosa que tanto aborrezcan, pues en su nombre (se llama alguacil) es encajada una en medio, y porque acabéis de conocer quién son y cuán poco tienen de cristianos, advertid que de pocos nombres que del tiempo de los moros quedaron en España, llamándose ellos merinos, le han dejado por llamarse alguaciles (que alguacil es palabra morisca), y hacen bien, que conviene el nombre con la vida y ella con sus hechos.

-Eso es muy insolente cosa oírlo -dijo furioso mi licenciado-, y si le damos licencia a este enredador, dirá otras mil bellaquerías y mucho mal de la justicia porque corrige el mundo y le quita, con su temor y diligencia, las almas que tiene negociadas.

-No lo hago por eso -replicó el diablo-, sino porque ése es tu enemigo que es de tu oficio. Y ten lástima de mí y sácame del cuerpo de este alguacil, que soy demonio de prendas y calidad, y perderé después mucho en el infierno por haber estado acá con malas compañías.

-Yo te echaré hoy fuera -dijo Calabrés- de lástima de ese hombre que aporreas por momentos y maltratas, que tus culpas no merecen piedad ni tu obstinación es capaz de ella.

-Pídeme albricias -respondió el diablo- si me sacas hoy. Y advierte que estos golpes que le doy y lo que le aporreo, no es sino que yo y su alma venimos acá sobre quién ha de estar en mejor lugar y andamos a «más diablo es él».

Acabó esto con una gran risada; corriose mi bueno de conjurador y determinose a enmudecerle. Yo, que había comenzado a gustar de las sutilezas del diablo, le pedí que, pues estábamos solos y él como mi confesor sabía mis cosas secretas y yo como amigo las suyas, que le dejase hablar, apremiándole solo a que no maltratase el cuerpo del alguacil. Hízose así, y al punto dijo:

-Donde hay poetas, parientes tenemos en corte los diablos, y todos nos lo debéis por lo que en el infierno os sufrimos, que habéis hallado tan fácil modo de condenaros que hierve todo él en poetas y hemos hecho una ensancha a su cuartel; y son tantos que compiten en los votos y elecciones con los escribanos. Y no hay cosa tan graciosa como el primer año de noviciado de un poeta en penas, porque hay quien le lleva de acá cartas de favor para ministros, y créese que ha de topar con Radamanto y pregunta por el Cerbero y Aqueronte y no puede creer sino que se los esconden.

-¿Qué géneros de penas les dan a los poetas? -repliqué yo.

-Muchas -dijo- y propias. Unos se atormentan oyendo las obras de otros, y a los más es la pena el limpiarlos. Hay poeta que tiene mil años de infierno y aún no acaba de leer unas endechillas a los celos. Otros verás en otra parte aporrearse y darse de tizonazos sobre si dirá faz o cara. Cuál, para hallar un consonante, no hay cerco en el infierno que no haya rodado mordiéndose las uñas. Mas los que peor lo pasan y más mal lugar tienen son los poetas de comedias, por las muchas reinas que han hecho [...], las infantas de Bretaña que han deshonrado, los casamientos desiguales que han hecho en los fines de las comedias y los palos que han dado a muchos hombres honrados por acabar los entremeses. Mas es de advertir que los poetas de comedias no están entre los demás, sino que, por cuanto tratan de hacer enredos y marañas, se ponen entre los procuradores y solicitadores, gente que solo trata de eso. Y en el infierno están todos aposentados con tal orden, que un artillero que bajó allá el otro día, queriendo que le pusiesen entre la gente de guerra, como al preguntarle del oficio que había tenido dijese que hacer tiros en el mundo, fue remitido al cuartel de los escribanos, pues son los que hacen tiros en el mundo. Un sastre, porque dijo que había vivido de cortar de vestir, fue aposentado en los maldicientes. Un ciego, que quiso encajarse con los poetas, fue llevado a los enamorados, por serlo todos. Otro que dijo: «Yo enterraba difuntos», fue acomodado con los pasteleros. Los que venían por el camino de los locos ponemos con los astrólogos, y a los por mentecatos con los alquimistas. Uno vino por unas muertes y está con los médicos. Los mercaderes, que se condenan por vender, están con Judas. Los malos ministros, por lo que han tomado, alojan con el mal ladrón. Los necios están con los verdugos. Y un aguador que dijo que había vendido agua fría, fue llevado con los taberneros. Llegó un mohatrero tres días ha, y dijo que él se condenaba por haber vendido gato por liebre, y pusímoslo de pies con los venteros, que dan lo mismo. Al fin todo el infierno está repartido en partes con esta cuenta y razón.

-Oíte decir antes de los enamorados, y por ser cosa que a mí me toca, gustaría saber si hay muchos.

-Mancha es la de los enamorados -respondió- que lo toma todo, porque todos lo son de sí mismos; algunos de sus dineros; otros de sus palabras; otros de sus obras; y algunos de las mujeres, y de estos postreros hay menos que todos en el infierno, porque las mujeres son tales que con ruindades, con malos tratos y peores correspondencias, les dan ocasiones de arrepentimiento cada día a los hombres.

Como digo, hay pocos deseos, pero buenos y de entretenimiento, si allá cupiera. Algunos hay que en celos y esperanzas amortajados y en deseos, se van por la posta al infierno, sin saber cómo ni cuándo ni de qué manera. Hay amantes lacayuelos, que arden llenos de cintas; otros crinitos como cometas, llenos de cabellos; y otros que en los billetes solos que llevan de sus damas ahorran veinte años de leña a la fábrica de la casa, abrasándose lardeados en ellos. Son de ver los que han querido doncellas, enamorados de doncellas con las bocas abiertas y las manos extendidas: deseos unos se condenan por tocar sin tocar pieza, hechos bufones de los otros, siempre en víspera del contento sin tener jamás el día y con solo el título de pretendientes; otros se condenan por el beso, como Judas, brujuleando siempre los gustos sin poderlos descubrir. Detrás deseos, en una mazmorra, están los adúlteros: estos son los que mejor viven y peor lo pasan, pues otros les sustentan la cabalgadura y ellos lo gozan.

-Gente es esta -dije yo- cuyos agravios y favores todos son de una manera.

-Abajo, en un apartado muy sucio lleno de mondaduras de rastro (quiero decir cuernos) están los que acá llamamos cornudos; gente que aun en el infierno no pierde la paciencia, que como la llevan hecha a prueba de la mala mujer que han tenido, ninguna cosa los espanta. Tras ellos están los que se enamoran de viejas, con cadenas; que los diablos, de hombres de tan mal gusto, aún no pensamos que estamos seguros, y si no estuviesen con prisiones Barrabás aún no tendría bien guardadas las asentaderas de ellos, y tales como somos les parecemos blancos y rubios. Lo primero que con estos se hace es condenarles la lujuria y su herramienta a perpetua cárcel. Mas dejando estos, os quiero decir que estamos muy sentidos de los potajes que hacéis de nosotros, pintándonos con garra sin ser aguiluchos; con colas, habiendo diablos rabones; con cuernos, no siendo casados; y mal barbados siempre, habiendo diablos de nosotros que podemos ser ermitaños y corregidores Remediad esto, que poco ha que fue Jerónimo Bosco allá, y preguntándole por qué había hecho tantos guisados de nosotros en sus sueños, dijo: «Porque no había creído nunca que había demonios de veras». Lo otro, y lo que más sentimos, es que hablando comúnmente soléis decir: «¡Miren el diablo del sastre!», o «¡Diablo es el sastrecillo!». ¿A sastres nos comparáis, que damos leña con ellos al infierno y aun nos hacemos de rogar para recibirlos, que si no es la póliza de quinientos nunca hacemos recibo, por no malvezarnos y que ellos no aleguen posesión: «Quoniani consuetudo est altera lex», y como tienen posesión en el hurtar y quebrantar las fiestas, fundan agravio si no les abrimos las puertas grandes, como si fuesen de casa. También nos quejamos de que no hay cosa, por mala que sea, que no la deis al diablo, y en enfadándoos algo, luego decís: «¡Pues el diablo te lleve!». Pues advertid que son más los que se van allá que los que traemos, que no de todo hacemos caso. Dais al diablo un mal trapillo y no le toma el diablo, porque hay algún mal trapillo que no le tomará el diablo; dais al diablo un italiano y no le toma el diablo, porque hay italiano que tomará al diablo. Y advertid que las más veces dais al diablo lo que él ya se tiene, digo, nos tenemos.

-¿Hay reyes en el infierno?- le pregunté yo, y satisfizo a mi duda diciendo:

-Todo el infierno es figuras, y hay muchos, porque el poder, libertad y mando les hace sacar a las virtudes de su medio y llegan los vicios a su extremo, y viéndose en la suma reverencia de sus vasallos y con la grandeza opuestos a dioses, quieren valer punto menos y parecerlo; y tienen muchos caminos para condenarse y muchos que los ayudan, porque uno se condena por la crueldad, y matando y destruyendo es una grandeza coronada de vicios de sus vasallos y suyos y una peste real de sus reinos; otros se pierden por la codicia, haciendo amazonas sus villas y ciudades a fuerza de grandes pechos que en vez de criar desustancian; y otros se van al infierno por terceras personas, y se condenan por poderes, fiándose de infames ministros. Y es gusto verles penar, porque como bozales en trabajos, se les dobla el dolor con cualquier cosa. Solo tienen bueno los reyes que, como es gente honrada, nunca vienen solos, sino con pinta de dos o tres privados, y a veces va el encaje y se traen todo el reino tras sí, pues todos se gobiernan por ellos. Dichosos vosotros, españoles, que sin merecerlo sois vasallos y gobernados por un rey tan vigilante y católico, a cuya imitación os vais al cielo (y esto si hacéis buenas obras, y no entendáis por ellas palacios suntuosos, que estos a Dios son enfadosos, pues vemos nació en Belén en un portal destruido), no cual otros malos reyes que se van al infierno por el camino real, y los mercaderes por el de la plata.

-¿Quién te mete ahora con los mercaderes? -dijo Calabrés.

Manjar es que nos tiene ya empalagados a los diablos, y ahítos, y aun los vomitamos. Vienen allá a millares, condenándose en castellano y en guarismo. Y habéis de saber que en España los misterios de las cuentas de los genoveses son dolorosos para los millones que vienen de las Indias y que los cañones de sus plumas son de batería contra las bolsas, y no hay renta que si la cogen en medio el Tajo de sus plumas y el Jarama de su tinta no la ahoguen. Y en fin, han hecho entre nosotros sospechoso este nombre de asientos, que como significan otra cosa que me corro de nombrarla, no sabemos cuándo hablan a lo negociante o cuando a lo deshonesto. Hombre deseos ha ido al infierno, que viendo la leña y fuego que se gasta, ha querido hacer estanque de la lumbre, y otro quiso arrendar los tormentos, pareciéndole que ganara con ellos mucho. Estos tenemos allá junto a los jueces que acá los permitieron.

-Luego, ¿algunos jueces hay allá?

-¡Pues no! -dijo el espíritu-. Los jueces son nuestros faisanes, nuestros platos regalados, y la simiente que más provecho y fruto nos da a los diablos, porque de cada juez que sembramos cogemos seis procuradores, dos relatores, cuatro escribanos, cinco letrados y cinco mil negociantes, y esto cada día. De cada escribano cogemos veinte oficiales; de cada oficial treinta alguaciles; de cada alguacil diez corchetes; y si el año es fértil de trampas, no hay trojes en el infierno donde recoger el fruto de un mal ministro.

-¿También querrás decir que no hay justicia en la tierra, rebelde a Dios, y sujeta a sus ministros?

-¡Y cómo que no hay justicia! ¿Pues no has sabido lo de Astrea, que es la justicia, cuando huyendo de la tierra se subió al cielo? Pues por si no lo sabes te lo quiero contar. Vinieron la Verdad y la Justicia a la tierra; la una no halló comodidad por desnuda, ni la otra por rigurosa. Anduvieron mucho tiempo así, hasta que la Verdad, de puro necesitada, asentó con un mudo. La Justicia, desacomodada, anduvo por la tierra rogando a todos, y viendo que no hacían caso de ella y que le usurpaban su nombre para honrar tiranías, determinó volverse huyendo al cielo. Saliose de las grandes ciudades y cortes y fuese a las aldeas de villanos, donde por algunos días, escondida en su pobreza, fue hospedada de la Simplicidad, hasta que envió contra ella requisitorias la Malicia. Huyó entonces de todo punto y fue de casa en casa pidiendo que la recogiesen. Preguntaban todos quién era, y ella, que no sabe mentir, decía que la Justicia; respondíanle todos:

-¿Justicia y por mi casa? Vaya por otra.

Y así no estuvo en ninguna. Subiose al cielo y apenas dejó acá pisadas. Los hombres, que esto vieron, bautizaron con su nombre algunas varas que, fuera de las cruces, arden algunas muy bien allá, y acá solo tienen nombre de justicia ellas y los que las traen, porque hay muchos deseos en quien la vara hurta más que el ladrón con ganzúa y llave falsa y escala. Y habéis de advertir que la codicia de los hombres ha hecho instrumento para hurtar todas sus partes, sentidos y potencias que Dios les dio las unas para vivir y las otras para vivir bien. ¿No hurta la honra de la doncella, con la voluntad, el enamorado? ¿No hurta con el entendimiento el letrado que le da malo y torcido a la ley? ¿No hurta con la memoria el representante que nos lleva el tiempo? ¿No hurta el amor con los ojos, el discreto con la boca, el poderoso con los brazos (pues no medra quien no tiene los suyos), el valiente con las manos, el músico con los dedos, el gitano y cicatero con las uñas, el médico con la muerte, el boticario con la salud, el astrólogo con el cielo? Y al fin, cada uno hurta con una parte o con otra. Solo el alguacil hurta con todo el cuerpo, pues acecha con los ojos, sigue con los pies, ase con las manos y atestigua con la boca; y al fin son tales los alguaciles que de ellos y de nosotros defiende a los hombres la santa Iglesia Romana.

-Espántome -dije yo- de ver que entre los ladrones no has metido a las mujeres, pues son de casa.

-No me las nombres -respondió-, que nos tienen enfadados y cansados, y a no haber tantas allá, no era muy mala la habitación del infierno. Diéramos, para que enviudáramos, en el infierno, mucho, que como se urden enredos, y ellas, desde que murió Medusa, la hechicera, no platican otro, temo no haya alguna tan atrevida que quiera probar su habilidad con alguno de nosotros, por ver si sabrá dos puntos más. Aunque sola una cosa tienen buena las condenadas, por la cual se puede tratar con ellas: que como están desesperadas no piden nada.

-¿De cuáles se condenan más, feas o hermosas?

-Feas -dijo al instante- seis veces más, porque los pecados para cometerlos no es menester más que admitirlos, y las hermosas, que hallan tantos que las satisfagan el apetito carnal, hártanse y arrepiéntanse, pero las feas, como no hallan nadie, allá se nos van en ayunas y con la misma hambre rogando a los hombres, y después que se usan ojinegras y cariaguileñas, hierve el infierno en blancas y rubias y en viejas más que en todo, que de envidia de las mozas, obstinadas, expiran gruñendo. El otro día llevé yo una de setenta años que comía barro y hacía ejercicio para remediar las opilaciones y se quejaba de dolor de muelas porque pensasen que las tenía, y con tener ya amortajadas las sienes con la sábana blanca de sus canas y arada la frente, huía de los ratones y traía galas, pensando agradarnos a nosotros. Pusímosla allá, por tormento, al lado de un lindo deseos que se van allá con zapatos blancos y de puntillas, informados de que es tierra seca y sin lodos.

-En todo eso estoy bien -le dije-; solo querría saber si hay en el infierno muchos pobres.

-¿Qué es pobres? -replicó.

-El hombre -dije yo- que no tiene nada de cuanto tiene el mundo.

-¡Hablara yo para mañana! -dijo el diablo- Si lo que condena a los hombres es lo que tienen del mundo, y esos no tienen nada, ¿cómo se condenan? Por acá los libros nos tienen en blanco. Y no os espantéis, porque aun diablos les faltan a los pobres; y a veces más diablos sois unos para otros que nosotros mismos. ¿Hay diablo como un adulador, como un envidioso, como un amigo falso y como una mala compañía? Pues todos estos le faltan al pobre, que no le adulan, ni le envidian, ni tiene amigo malo ni bueno, ni le acompaña nadie. Estos son los que verdaderamente viven bien y mueren mejor. ¿Cuál de vosotros sabe estimar el tiempo y poner precio al día, sabiendo que todo lo que pasó lo tiene la muerte en su poder, y gobierna lo presente y aguarda todo lo porvenir, como todos ellos?

-Cuando el diablo predica, el mundo se acaba. ¿Pues cómo, siendo tú padre de la mentira -dijo Calabrés-, dices cosas que bastan a convertir una piedra?

-¿Cómo? -respondió-; por haceros mal y que no podáis decir que faltó quien os lo dijese. Y adviértase que en vuestros ojos veo muchas lágrimas de tristeza y pocas de arrepentimiento, y de las más se deben las gracias al pecado que os harta o cansa, y no a la voluntad que por malo le aborrezca.

-Mientes -dijo Calabrés-, que muchos santos y santas hay hoy; y ahora veo que en todo cuanto has dicho has mentido; y en pena saldrás hoy de este hombre.

Usó de sus exorcismos y, sin poder yo con él, le apremió a que callase. Y si un diablo por sí es malo, mudo es peor que diablo.

Vuestra Excelencia con curiosa atención mire esto y no mire a quien lo dijo; que Herodes profetizó, y por la boca de una sierpe de piedra sale un caño de agua, en la quijada de un león hay miel, y el salmo dice que a veces recibimos salud de nuestros enemigos y de mano de aquellos que nos aborrecen.




 
 
FIN DEL ALGUACIL ENDEMONIADO
 
 


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