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Sujeto y representación: viaje al mundo del Otro en narraciones de Julio Cortázar, Luisa Valenzuela y Clarice Lispector

María Inés Lagos1


Washington University in St. Louis



«El perseguidor» (1959) de Julio Cortázar, «Cuarta versión» (1982) de Luisa Valenzuela y La hora de la estrella (1977) de Clarice Lispector son narraciones metaficticias en las que se problematiza la representación de la subjetividad de los protagonistas. En estos relatos los narradores intentan fijar la subjetividad del Otro al representarla por medio de la palabra; no obstante, en cada uno de ellos la conciencia de los biógrafos se inmiscuye en el texto, de manera que también el narrador se transforma en sujeto de la narración.

En el texto de Cortázar, Bruno, un escritor de cierto prestigio, prepara la segunda edición de su biografía sobre Johnny Carter, un músico de jazz que toca el saxofón. Bruno está empeñado, en que su libro sea la historia definitiva del artista, pero Johnny, que es el foco de su narración, se le escapa. El escritor no consigue trasladar lo que observa -el modo de pensar y actuar de Johnny, sus sueños y acciones no convencionales- a un lenguaje logocéntrico que explique su conducta de una manera racional y coherente sin dejar de lado lo insondable de Johnny. Pero, además, Bruno desea que la biografía tenga buena acogida entre el público lector, lo cual explica la inseguridad que siente al escribir una historia que interprete cabalmente a Johnny sin comprometer su reputación de escritor ni el éxito comercial de su libro2. Solo se siente tranquilo cuando Johnny ya no puede poner objeciones a esa versión de su vida, después de su muerte. «Todo esto coincidió con la aparición de la segunda edición de mi libro, pero por suerte tuve tiempo de incorporar una nota necrológica redactada a toda máquina, y una fotografía del entierro donde se veía a muchos jazzmen famosos. En esa forma la biografía quedó, por decirlo así, completa. Quizá no esté bien que yo diga esto, pero como es natural me sitúo en un plano meramente estético» (204-5).

En «Cuarta versión», uno de los relatos de la colección Cambio de armas de Luisa Valenzuela, se presenta una situación semejante entre narradora y protagonista: una narradora entrega una nueva versión de la historia de Bella, una actriz cuyos diarios y papeles habían servido de base para que una narradora anónima escribiera la historia de la activista política. La narradora de la cuarta versión -la que leemos- rechaza las narraciones anteriores y recomienza la tarea porque piensa que Bella ha escamoteado la verdadera historia, presentando una imagen parcial, y por lo tanto falsa, de sus actividades. Al enfrentarse por una parte a los escritos de Bella y, por otra, a la opacidad del Otro cuya historia intenta contar, la narradora se enfoca en un proceso de búsqueda, de conocimiento del Otro.

En ambos casos los protagonistas son artistas, gente del mundo del espectáculo -un músico y una actriz-, que ofrecen una máscara de su mundo personal al público. Los textos hacen hincapié en esta caracterización: «El perseguidor» lleva por epígrafe un verso de Dylan Thomas que dice «O make me a mask»3, y en «Cuarta versión» Bella hace gala de sus cualidades de actriz. Su amante, un embajador, también presenta un rostro opaco. Para hablarle de cosas personales a Bella adopta una personalidad imaginaria, al llamarse a sí mismo tío Ramón, usando un lenguaje que imita los cuentos de hadas.

Los relatos de Cortázar y Valenzuela plantean el conflicto de unos narradores que se proponen fijar la historia de un sujeto que por un lado se les escabulle, pero por otro -y esto es lo que me interesa subrayar- ellos mismos crean una interferencia, casi una resistencia, pues no se identifican con su personaje, transformándose también en foco de la narración. La opacidad de los protagonistas y la mediación del biógrafo que se resiste a identificarse con su sujeto son entonces dos ejes alrededor de los que giran los relatos.

En «El perseguidor» la relación entre el músico y su biógrafo se sugiere desde el comienzo con la intromisión del yo del narrador cuando presenta al protagonista: «Dédée me ha llamado por la tarde diciéndose que Johnny no estaba bien, y he ido en seguida al hotel» (141, mi énfasis). A continuación, el perceptivo saludo de Johnny establece la relación simbiótica entre los dos: «El compañero Bruno es fiel como el mal aliento», dice (142). Bruno describe a Johnny comparándolo con un gato: «Johnny seguía mis palabras y mis gestos con una gran atención distraída, como un gato que mira fijo pero se ve que está por completo en otra cosa; que es otra cosa» (142). A su vez, Johnny no se anda con rodeos y sugiere la falta de comunicación entre los dos: «Tú no haces más que contar el tiempo... A todo le pones un número, tú» (142). Ahora bien, el texto hace hincapié en la interdependencia que se ha creado entre los dos, Johnny necesita a Bruno, el musicólogo empeñado en escribir el libro definitivo sobre Johnny. Sin embargo es evidente que no hablan el mismo lenguaje. Mientras uno pertenece al mundo de la música, al ambiente del jazz afro-norteamericano, el otro intenta traducir en palabras la música de Johnny para un público burgués. Bruno quiere ser intermediario entre dos mundos, dos tiempos, dos modos de concebir la realidad, pero su propia perspectiva se interpone en su tarea. Como gran parte de sus posibles lectores, Bruno tiene una vida estable, una familia, un editor y una profesión. Es un ser pragmático, frente al artista que es Johnny. Pero, aunque Bruno se da cuenta de que no entiende cabalmente a Johnny, que solo lo tolera, no puede reconocer esto públicamente pues ha llegado a ser una autoridad respecto del arte de Johnny. Los lectores nos preguntamos quién es el perseguidor. ¿El que trata de fijar a Johnny, o es Johnny, el que no se deja atrapar por las palabras del crítico mientras persigue algo que no puede nombrar sino solo mediante el lenguaje de la música?

En «Cuarta versión» sabemos que Bella trabajó tenazmente para conseguir que gente amenazada de persecución pudiera asilarse en una embajada en un período de fuerte represión política. La narradora quiere hacer hincapié en el aspecto comprometido de la protagonista, pero tropieza en su propósito cuando se encuentra con que la información que ha dejado Bella en sus diarios y papeles se refiere sobre todo a su vida privada, a una historia de amor que la narradora considera frívola (21-4, 26).

El análisis de María Lugones en «Playfulness, "World"-Travelling, and Loving Perception» sobre la relación del sujeto con el Otro puede ser iluminador para explorar la relación que se crea entre narrador y personaje en estas narraciones. Los conceptos de «percepción arrogante» y «viajero entre mundos» («world-traveller») permiten esclarecer el tipo de relación que se establece entre sujeto y objeto, entre el yo y el Otro, entre narrador y personaje. Además, suscitan preguntas sobre la capacidad de los narradores de ver al Otro como sujeto.

La «percepción arrogante» sería aquella que se practica cuando se ve al Otro como objeto, cuando se lo observa sin entender su mundo. Cuando practicamos este tipo de percepción, dice Lugones, al no identificamos con el otro no podemos tampoco amarlo. Lugones desarrolla este concepto a partir de una idea de Marilyn Frye según la cual las mujeres son vistas mediante una percepción arrogante que las convierte en objeto. Mientras a Frye le interesa examinar cómo los hombres perciben a las mujeres desde afuera de una manera arrogante, Lugones se enfoca en las relaciones entre las mujeres, pues también las mujeres practican este tipo de percepción con otras mujeres. Por ejemplo, una mujer blanca en los Estados Unidos mira con percepción arrogante a una mujer hispana viéndola como un estereotipo, sin considerarla como individuo. O, en su país nativo, Argentina, Lugones dice haber aprendido a mirar de manera arrogante a las criadas, y aun a su propia madre. Lugones explica que el hecho de haber sido tanto agente como objeto de la percepción arrogante le ha enseñado que el modo de desprenderse de esta mirada es practicar «world-travelling», es decir, desarrollar la capacidad de trasladarse al mundo del Otro. Este viaje, en el que hay un elemento lúdico, permite identificarse con el Otro y así establecer una verdadera relación entre sujetos. Sin embargo, como revelan los relatos de Cortázar y Valenzuela, al viajar al mundo del Otro se interpone el propio mundo del que observa.

En «Cuarta versión» la narradora revela los intentos de escribir una y otra vez la historia de Bella sin lograr una versión que la satisfaga, pues la protagonista se escabulle en sus mismos escritos y escamotea ciertos temas. Además, la narradora no logra reconciliarse con la idea de que Bella no haya mencionado en su diario las actividades clandestinas en favor del grupo de asilados que, para la narradora, constituye el principal logro de la protagonista. Si confiamos en la versión de la narradora, Bella le da prioridad a su historia de amor con el embajador que colaboró con ella para ayudar a las víctimas de la represión, e ignora su trabajo de activista política. La narradora piensa que la verdadera historia se silencia, y encuentra inaceptable transcribir una versión que le parece sin importancia, una historia de amor y de coqueteo en medio de una situación urgente. Si bien la narradora quiere identificarse con Bella, le resulta problemático aceptar su relación de los hechos, de manera que detectamos una distancia entre la narradora y el objeto de su narración. Podríamos calificar de arrogante el modo como la percibe, pues hace comentarios que revelan una actitud crítica, exasperada, como si quisiera enmendarle la plana a Bella al poner en duda el retrato que ofrece de sí misma en sus escritos. Sin embargo a veces se identifica con ella porque sus historias son similares. La siguiente afirmación muestra que lo que la une a Bella es su capacidad de acción: «me consta que hubo otras corrientes más profundas, encontradas. Lo sé porque yo también recorrí esos senderos y ahora me apoyo en Bella y en su aparente desparpajo para recrear la historia y ella, protagonista al fin, solo aporta los elementos menos comprometedores, nos habla de una busca de amor, solo de eso: los des encuentros, los tiempos más o menos eróticos con Pedro, las esperas, las angustias, los temas de siempre» (23, cursiva en el original, mi énfasis).

En otras ocasiones la narradora califica de «crónicas tediosas» (21) los fragmentos en que Bella cuenta episodios con el embajador, y los «descarta» porque ahora la autora es ella. «Ahora la autora soy yo, apropiándome de este material que genera la desesperación de la escritura» (21, cursiva en el original).

Sin embargo, en los papeles que ha dejado Bella se revelan otros aspectos de su personalidad; por ejemplo, la actriz condena la pasividad de las mujeres que observa en un mercado en México, como señala Z. Nelly Martínez en El silencio que habla (165). La frustración que siente la narradora es comprensible si pensamos que Bella ha actuado con mucho valor en momentos de peligro, pero como no ha dejado testimonio de sus acciones la narradora no puede contar una historia heroica como desea sino solo una historia de amor.

La opacidad de Bella, que irrita a la narradora, es comparable al reducido conocimiento que tiene de su amante, el embajador. «¿Quién era en realidad su Pedro? ... sólo sabía de él lo poco que él se dignaba informarle. Y eran más bien anécdotas, trocitos de vida atrapados en lo imaginario, historias del tío Ramón que Pedro le entregaba quizá porque eran lo más íntimo que tenía para darle» (39).

Bella, entonces, no es la única que bloquea su intimidad, también el embajador resulta inasible, hasta el punto que inventa a un tal tío Ramón para no hablarle a Bella directamente, estrategia que la narradora presenta de modo irónico. El embajador le dice a Bella: «no sé por qué te estoy contando todo esto, mi bella Bella, yo que no se lo cuento ni a mi almohada, ni a mi tío Ramón con quien hablo todas las noches al acostarme» (25). Y agrega más adelante: «Basta, Bella, bella, bellísima, criatura adorable. Ya te dije todo lo que sé ... No tengo más información de la que te he transmitido ... Olvídate del problema por el momento. Bórralo» (39). La narradora llama «Pantallas verbales» (34, cursiva en el original), a las pocas palabras que le han quedado para escribir la historia de su protagonista. Claramente la narradora no viaja al mundo de Bella en el sentido de «world-traveller» del que habla Lugones, pero sí deja constancia de la dificultad de comunicarse a través de las palabras en una situación de represión como aquella en que transcurrieron los acontecimientos.

Marta Morello-Frosch, en su perspicaz lectura de este relato, señala que el hecho de que la protagonista y las narradoras, especialmente la última que ordena los papeles de Bella, sean mujeres es un recurso que en lugar de crear distancia «de la experiencia original, la de la protagonista» produce una «identificación de la última ordenadora con todas las otras actantes de este proceso» (125). Y agrega que la resultante «identidad difusa, como la responsabilidad autorial diferida o compartida, son elementos positivos en maniobras clandestinas y de ocultamiento: aluden, pero no señalan» (126). No obstante, si bien es cierto que la última ordenadora le da coherencia a los desordenados fragmentos que ha dejado Bella, manifiesta que esta recurre a una táctica frívola para lograr su objetivo político. Al presentar esta duplicidad de Bella, la narradora, al mismo tiempo que pone de relieve los méritos de la protagonista censura la estrategia de Bella de esconder sus acciones detrás de una historia de amor. En su testimonio la narradora afirma su distancia, y sugiere que no aprueba que Bella haya contado su historia como un romance en el que aparece sometida al poder del embajador.

Si pensamos en la relación entre narradora y protagonista desde la perspectiva de una mujer que cuenta la historia de otra mujer a quien admira y se encuentra con que lo único que sabe de ella son sus sentimientos por un hombre con el que coquetea, comprendemos su impaciencia. La narradora sería un ejemplo de una mujer que percibe de modo arrogante a otra mujer, de manera semejante a la percepción arrogante de María Lugones respecto de su propia madre, a la que no veía como sujeto (6-7). En este punto el análisis de Lugones coincide con el modo como Luce Irigaray describe la relación madre-hija en las sociedades occidentales. Irigaray propone que la distancia entre madre e hija puede explicarse por el papel disminuido de la madre en las sociedades patriarcales, un modelo que la hija se niega a imitar. Como sugieren Lugones e Irigaray, una mujer dependiente y sumisa no resulta atractiva para la hija, quien la mira con percepción arrogante pues no puede identificarse con ella y por lo tanto es incapaz de amarla. Si aplicamos este principio al caso de narradora y protagonista en «Cuarta versión», observamos que la suspicacia de la narradora le impide identificarse con el papel de amante coqueta de Bella. Aunque esta conducta se deba a razones estratégicas la narradora no aprueba. Parece decir: otra vez la historia de una mujer que se deja enamorar para conseguir sus fines a través de un hombre y terminar en sus redes, por lo menos en apariencia.

En la versión que entrega esta última narradora, el embajador se relaciona con Bella como si esta fuera una niña, dirigiendo sus acciones sin que ella se dé cuenta, siempre bajo el pretexto de que la está protegiendo y ayudando a escapar de las fuerzas represivas. Suponemos que Bella acepta este tratamiento debido a las circunstancias, pero la narradora rechaza esta imagen. Especialmente sospechoso y ambiguo es el final cuando la policía aparece intempestivamente en la fiesta que ha organizado Bella, disparan, y Bella cae en los brazos de su amante. Como lectores no tenemos otra alternativa que leer la versión de la narradora, y nos quedamos con la duda de si esa es la verdadera historia. Mirado desde otro ángulo, el relato que leemos sugiere que dadas las circunstancias políticas y personales solo podemos adivinar el mundo del otro. Pero, como lo expresa la narradora, los lectores buscan una cierta transparencia, de manera que la narración refleje el talento y valor de una protagonista plenamente potentizada, y no una historia en que esta aparece dominada por su atracción hacia un hombre. Comprobamos también que el proceso de viajar al mundo del otro está lleno de obstáculos, como le sucede a la narradora.

A la pregunta qué tipo de versión cuenta una narradora que no se identifica totalmente con su sujeto, se podría responder que si bien la narradora parece no querer ser cómplice de la historia de Bella, parte de la historia que cuenta es su proceso de entender a Bella, y, al hacerlo, le señala al lector en su autoanálisis su disgusto por el juego de la niña coqueta, pero al mismo tiempo ofrece un modo de superar sus mismos prejuicios. La narradora parece sugerir que «the master's tools will never dismantle the master's house», para usar la expresión de Audre Lorde (110). Si Bella ha aceptado las reglas del juego que le sugiere el embajador para alcanzar objetivos laudables, la narradora no está de acuerdo con lo que considera una claudicación.

Así, la narración metaficticia que deja al desnudo los andamios de la construcción verbal de la última narradora pone de manifiesto también las diferencias entre las mujeres. Narradora y protagonista no se identifican por el hecho de ser mujeres, pues las mujeres pueden ser muy diferentes, aun las activistas políticas. Las diferencias entre ellas y el carácter autorreflexivo del relato contribuyen a deconstruir la noción de que «mujer» es una categoría fija y estable4. La autorreflexividad cumple una función importante, pues revela que la identificación entre las mujeres no es algo dado, ya que la otra mujer es el Otro, y se requiere una cierta empatía para viajar a su mundo. El proceso metaficticio les permite a los lectores acceder a mundos diferentes, de manera que pueden convertirse en viajeros en el sentido de «world-travellers» al incursionar en la diversidad que crea el relato.

Las narraciones de Cortázar y Valenzuela expresan la dificultad de penetrar en la intimidad, especialmente cuando los sujetos crean sus propias opacidades. Ahora bien, se podría afirmar que la muerte de los protagonistas libera a los narradores de tener que atenerse estrictamente a los hechos, lo que les permitiría contar sin temor a una posterior censura. En «El perseguidor», por ejemplo, la muerte de Johnny hace que desaparezca la amenaza que sus posibles declaraciones representan para el autor de la biografía. Después de su muerte Bruno puede añadir un punto final con la nota necrológica, aunque sabemos por los comentarios que incluye en su mismo relato que no puede haber punto final, que el misterio de Johnny seguirá siendo insondable, como el de Bella en sus historias solapadas. Pero, si bien es cierto que nunca leeremos la historia completa y verdadera de estos protagonistas, ni la biografía de Johnny escrita por Bruño, como señala Lanin Gyurko respecto de «El perseguidor», el relato que tenemos delante «constitutes a more authentic biography of Johnny, the one that Bruno will never publish» (64).

Mientras el final sugiere que la historia de Johnny no puede ser contada fielmente por un crítico que no se identifica con su personaje, o que no quiere hacerlo para no poner en peligro el éxito de su biografía, en «Cuarta versión» sucede lo opuesto. En «El perseguidor» Bruno expresa su satisfacción de que la biografía haya quedado «por decirlo así, completa» (205), en cambio la narradora no se contenta con las versiones anteriores, de manera que su texto es la búsqueda de otra Bella, de la que no encuentra en sus escritos. Su propia versión, que incluye fragmentos de otros narradores, comenta sobre la dificultad de hallar a la verdadera Bella, pues sus palabras esconden, por razones personales y políticas, su intimidad.

Como en «El perseguidor» y «Cuarta versión», en La hora de la estrella de Clarice Lispector las vicisitudes del narrador en su proceso de contar también forman parte integral de la historia de la protagonista, una joven del noreste de Brasil que llega a Río de Janeiro. El narrador, Rodrigo S. M., inicia su relato refiriéndose a su papel de escritor. De los varios personajes, asegura, él es el más importante, de modo que el lector tiene conciencia de estar leyendo la historia de Macabea desde la perspectiva del narrador, quien escribe porque «es obligación mía hablar de esa muchacha ... porque tiene derecho al grito. Entonces yo grito» (15)5. Si bien el narrador afirma que lo que cuenta no es una historia verdadera en el sentido de que haya tenido lugar, sí es su percepción de la verdad: «¿Pero y yo? ¿Y yo que estoy contando esta historia que nunca me ocurrió a mí ni a nadie que yo conozca? Me siento abismado al ver que sé tanto de la verdad. ¿Será que mi oficio doloroso es el de adivinar en la carne la verdad que nadie quiere percibir?» (54, mi énfasis)6.

A diferencia de los otros dos textos en que los narradores sienten una distancia con respecto a su personaje, en La hora de la estrella el narrador propone que al escribir la historia de Macabea, un personaje del sexo opuesto y de un medio social muy diverso del suyo, siente que es semejante a ella. «Veo a la norestina mirándose en el espejo y -un toque de tambor- en el espejo aparece mi cara cansada y barbuda. Hasta ese extremo nos intercambiamos» (23). Su escritura, en la cual no miente -«cuando escribo no miento» (20)- le ofrece la posibilidad de transfigurarse en el Otro. «La acción de esta historia tendrá como resultado mi transfiguración en otro y mi materialización final en objeto» (21)7.

El retrato que presenta Lispector de una joven del noreste, una de las regiones más pobres de Brasil, se ha considerado un gesto de responsabilidad social por parte de la escritora8. Pero también se puede afirmar que la propuesta de Lispector va más allá de la preocupación social. El modo metaficticio le permite a la escritora expresar la paradoja de contar la historia de Macabea sin aparecer como una autoridad que tiene pleno conocimiento de la experiencia de una joven pobre, inocente y sin educación, tan diferente a la de la escritora. Al crear un narrador masculino Lispector claramente incrementa la distancia entre autora y personaje9. Así, si bien la voz narrativa pone al descubierto la dificultad de Contar la historia del Otro, diferente no solo por su género y condición social sino por su edad y educación, al mismo tiempo manifiesta que es posible escribir esa historia debido a la relación que se establece entre Rodrigo S. M. y su personaje, a quien ama -«sólo yo, su autor, la amo. Sufro por ella» (27)10. Cuando cuenta la historia de la joven del noreste Rodrigo viaja a su mundo y establece una conexión con Macabea, a quien considera un ser existente. «No hay duda de que ella es una persona física» (23), afirma11. Por estas razones el narrador mismo sugiere que no solo no importa que él sea hombre, sino que, al contrario, esta es una ventaja: «tampoco yo hago la menor falta; hasta lo que escribo lo podría escribir . otro. Otro escritor, sí, pero tendría que ser hombre, porque una mujer escritora puede lagrimear tonterías» (15)12.

En cuanto a la diferencia social entre Rodrigo y su personaje, distancia que podría invalidar su creación, el narrador hace el siguiente comentario: «Soy un hombre con más dinero que quienes pasan hambre, cosa que de alguna manera hace de mí una persona deshonesta ... Sí, no tengo clase social, marginal como soy. La clase alta me tiene por un monstruo extravagante, la media me ve con la desconfianza de que pueda desequilibrarla, la clase baja nunca se me acerca» (20). Consciente del abismo que lo separa de Macabea, Rodrigo S. M. se enfrenta directamente a posibles objeciones, concluyendo que escribir no es fácil, pero tiene efectos: «No, no es fácil escribir. Es duro como partir rocas. Pero saltan chispas y astillas como aceros pulidos» (20)13.

Si bien es inevitable mirar y describir al Otro desde nuestro yo social, cultural e históricamente construido, la conciencia de que no es posible hablar por el Otro con autoridad es una de las premisas de la época posmoderna. Es esta visión la que subraya Lispector en su novela al distanciarse del narrador. Sin embargo, al mismo tiempo que el narrador reconoce la distancia con su personaje y la dificultad de mantener viva su relación, afirma su conexión con ella en el nivel humano. Macabea es «una persona íntegra, que sin duda está tan viva como yo» (20)14.

El proceso que describe el narrador puede entenderse más cabalmente si tenemos en cuenta el análisis de Elizabeth Spelman, quien propone que es posible llegar al otro en sus diferencias mediante la imaginación y la tolerancia, siempre que no perdamos de vista el hecho de que estamos imaginando y no percibiendo, utilizando para ello la distinción entre imaginar y percibir que establece Sartre (178-83). Esta distinción es importante, porque al imaginar somos los observadores los que creamos la imagen. Volviendo al texto, si bien la mirada que describe Lispector pareciera coincidir con la noción de «imaginar», el narrador insiste en la conexión física con su personaje. Escribe: «no soy un intelectual, escribo con el cuerpo» (18), lo cual sugiere que la relación entre Rodrigo S. M. y Macabea no es solamente resultado de la imaginación. «Es que tenía en sí misma cierta frescura de flor ... No era más que una fina materia orgánica. Existía. Sólo eso. ¿Y yo? De mí solo se sabe que respiro» (38). De modo que para Rodrigo S. M. la escritura es más que una simple narración, pues «no se trata de un relato, ante todo es vida primaria, que respira, respira, respira» (15). No obstante, aunque el narrador vive la historia de Macabea -«es mi propio dolor» (13) dice- también es cierto que a veces se le escapa, ocasionándole frustración a él y al lector cuando empieza a hablar de sí mismo15.

Está claro que al crear un narrador masculino Lispector dramatiza la distancia con su personaje. Esta estrategia le permite sugerir que no es el género ni el medio socio cultural lo que le permite establecer una comunicación con el Otro sino su común humanidad16. Además de ser un asunto de representación literaria, la relación entre autora, narrador y personaje constituye un problema humano.

Si tenemos en cuenta lo anterior, la estrecha relación entre narrador y personaje, sorprende que inmediatamente después de describir el fatal accidente de Macabea, Rodrigo encienda un cigarrillo y siga con su rutina. Pero si observamos su respeto por la vida y su devoción por la idea de que es el instante presente, lo que debe acaparar nuestra atención17, entendemos que su aparente frialdad no es sino el reconocimiento de que la vida sigue, noción a la que alude cuando recuerda al lector en la frase que cierra la novela: «estamos en el tiempo de las fresas. Sí» (81)18.

Como he señalado, la relación entre narrador y personaje adopta diferentes modalidades, desde el narrador que rechaza y censura hasta el que se identifica con su personaje, pero lo cierto es que solo a través de las palabras del hablante cobra cuerpo la historia del Otro. Los tres relatos reflexionan sobre la relación que se establece entre el yo y el Otro, y en cada caso se establece una interdependencia en el texto entre narrador y personaje. Mientras el final de «El perseguidor» apunta a la brecha insalvable entre el biógrafo que demuestra estar atado a las opiniones de un público burgués, al mercado, y el artista incomprendido, «Cuarta versión» deja abiertas las posibilidades y plantea dudas pues siempre puede haber otra versión, en La hora de la estrella el narrador sugiere que a pesar de que se siente profundamente unido a su personaje la vida sigue después de su muerte.

Mientras los relatos de Cortázar y Valenzuela subrayan la dificultad de representar al Otro, La hora de la estrella sugiere una comunión entre narrador y personaje. En los tres casos, la historia del Otro es inseparable del sujeto que cuenta19. Si bien es frustrante para el lector la interferencia del narrador, hay que reconocer que el enfoque en el narrador no es gratuito. La frase de Borges al concluir «Borges y yo», «no sé cuál de los dos escribe esta, página», ilustra la enigmática relación entre narrador y personaje, entre el yo y el Otro.

En estos tres relatos metaficticios, al final es el lector quien se encuentra en la encrucijada: se le entregan varios retratos, ninguno de ellos completamente acabado como sugieren los mismos narradores, pero esto no lo libera de la necesidad de formarse su propia opinión y aquilatar la interferencia del observador cuyos objetivos tampoco son transparentes. Mediante la representación literaria de la relación entre el yo y el Otro, Cortázar, Valenzuela y Lispector a la vez que subrayan las diferencias entre los seres humanos afirman su común humanidad.






Obras citadas

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  • Cixous, Hélène. Reading with Clarice Lispector. Edited, translated, and introduced by Verena Andermatt Conlev. Minneapolis: U Minnesota P. 1990.
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  • Elam, Diane. Feminism and Deconstruction. Ms. en Abyme. Londres y Nueva York: Routledge, 1994.
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