—124→
Problema de lengua, problema de pasión. De veras, lo que excita a las gentes es el conflicto; el problema, a unos pocos. Yo quisiera ahora ponerme a discurrir sobre el tema separando con cuidado de los valores y poderes afectados sus intereses teóricos. El conflicto se vive, el problema se contempla. Y la busca de las bases auténticas del problema es de por sí placer y recompensa suficiente, aun descontando la ventaja práctica que se pueda derivar para nuestra actitud ante el conflicto.
El conflicto más doloroso y frecuentemente sentido es el
del escritor ante la resistencia de su medio de expresión. Ahí
centra el poeta todo posible problema de lengua, ya que las gentes hablan como
les viene a la boca y se entienden. ¿Es que el problema lo es
exclusivamente de expresión y no de comunicación? Reservamos el
nombre de comunicación para el acto de participar al prójimo la
armazón lógica y racional de nuestro pensamiento.
—125→
Comunicar es referirse racionalmente a los objetos en que pensamos y consignar
sus relaciones pertinentes, todo por medio de términos y giros
convencionales, esto es, aptos para la intercomprensión. Lo
lógico es el esqueleto, lo que mantiene consistente y arquitecturado
nuestro pensar. Lo lógico es una melodía pura y descarnada, una
sucesión de precisas referencias a objetos, que es como una
sucesión de tonos bien afinados. Expresarse, en cambio, es hacer valer
eficazmente las resonancias afectivas y valorativas, los ictus de la voluntad y
los timbres coloristas de la fantasía que sintonizan y ritman la delgada
melodía de lo racional. No es, claro está, que
comunicación y expresión correspondan a la dualidad de mundo
exterior y mundo interior; un sentimiento, un querer, una representación
fantasística, pueden ser comunicados o expresados. Si yo cuento de
palabra o por escrito un suceso de que he sido espectador o que he imaginado,
lo puedo hacer de manera que cada una de las palabras empleadas se refiera
exclusivamente a lo que ocurrió y a cómo ocurrió; puede no
aparecer un solo
yo, un solo
mi. Sin embargo, el oyente o lector va a
percatarse de la impresión que el suceso me ha causado: va a comprender
y a compartir mi indignación, mi miedo, mi desolación, mi
hilaridad sin necesidad de que yo califique aquello de indignante, amenazador,
desolador, o cómico. Es más: puedo empezar por calificar el hecho
de indignante y el lector no se indigna; de cómico, y no se ríe.
Es el sentimiento mismo actuando, rezumando del relato lo que tiene virtud de
contagio. El obispo leproso acaba de derramar en las manos del niño
Pablo «todo un cofrecillo de estampas primorosas». Yo
también podría describir: «El niño estaba sentado en
el suelo, repasándolas y contándolas». Y añadir:
«Aquella visión
—126→
me enterneció», o bien,
«El recuerdo de aquella escena me enternece». Esto sería
referirme lógicamente a mi propio sentimiento, nombrándolo,
dándole una jerarquía y una medida que la razón fiscaliza.
El lector queda enterado de lo que yo siento o sentí y, sin duda, no del
todo ajeno a mi sentimiento. Pero ¡qué distinto poder de
emoción en la frase de Gabriel Miró!: Pablo
las repasó y las contó sentadito en los recios
esterones
. Ya no se comunica al lector que el novelista se ha
enternecido, sino que se le presenta la ternura misma ante los ojos. Ese
sentadito, que designa lógicamente la
actitud corporal del niño, desnuda de un golpe, la actitud emocional del
narrador; una actitud de amor, sin duda, pero muy especial: el alma se tiende y
se encoge en ese diminutivo como los tentáculos ávidos e
hipersensibles de un caracol. Hay algo de lejanísimo temor, un
sentimiento de fragilidad que azoga un poco nuestra complacencia en el objeto.
Y esta peculiar emoción del poeta todavía puja por rebotar como
un eco en la representación de los recios esterones donde el niño
juega sentadito.
Recios esterones son palabras que designan
lógicamente un objeto del mundo exterior y su grosor; pero ¿a
cuento de qué interviene este objeto en la historia y precisamente con
la condición señalada? ¿Por qué no, sin más,
sentadito en el suelo? «Recios
esterones» vale tanto como «mullido tosco». Complacencia y
contraste. Fue precisamente la ternura lo que condujo la atención del
poeta hacia los recios esterones del aposento porque le interesaban doblemente:
ahí encuentra satisfacción al prurito amoroso de
protección y un sobreaviso irracional de aquella lejana inquietud por
tan frágil criatura. Los recios esterones sólo se justifican en
este pasaje como resonadores de una
—127→
emoción, como
elementos de expresión y no de comunicación18. Y lo que cuenta, desde luego, poéticamente, es la
resonancia, no el resonador. Pablo las repasó y las
contó sentadito en los recios esterones.
La ternura nos empapa
con la eficacia irresistible de su presencia.
Ahora se ve que expresión y comunicación no corresponden a lo subjetivo y lo objetivo como referencia divergente a la vida interior y a la experiencia externa, sino que se diferencian por el modo de manifestarse: la comunicación por signos; la expresión por indicios.
El conflicto de la expresión se eriza en el interior de cada poeta. Su sistema de emociones pugna por hacer oír su voz por entre los secos disparos de las designaciones lógicas. Pero ése nunca podrá ser en sí un problema nacional, sino individual. Mediatamente, sí. Primero: porque la posibilidad de expresarse está en razón directa no sólo de la riqueza viva sino también de la firmeza y estabilidad del sistema de signos convencionales que es la lengua como instrumento social de intercomunicación. (O reduciendo a fórmula: el poder volátil de los indicios está condicionado por el poder fijo de los signos. El estilo vive gracias a la gramática, como la paloma kantiana volaba gracias a la resistencia del aire). Segundo: porque en muchos giros, fórmulas, frases hechas y hasta palabras perfectamente convencionalizados y mostrencos, consuena una emoción subjetiva que es fácil diferenciar de la referencia lógica al objeto. Ejemplo local: ¡No hay nada que hacer!, puesto como tapadera y punto final de una aserción.
—128→
Ambas razones nos fuerzan a trasponer el conflicto sufrido por el escritor a un plano social: a la lengua misma como sistema de convenciones, como instrumento o medio de comunicación. ¿Pero a qué tipo de lengua? ¿La lengua literaria, la conversacional urbana o las rurales? La lengua escrita es otra cosa que la oral. Vista por dentro, ambas se diferencian por la desigual actitud del sujeto: en la literaria dominan las intenciones estéticas y los intereses emocionales si es poética, y las exigencias de la Lógica si es científica; en la oral, la intención activa y las valoraciones éticas y económicas. Vistas por fuera, la distinción es fácil, porque hay un material lingüístico específicamente literario, un material diríamos numerable y mensurable, y, por lo tanto, comprobable a nuestros sentidos: la lengua escrita tiene palabras, formas flexionales y giros sintácticos que ya no están o que nunca han estado -¿todavía?- en la oral; hasta pronunciaciones que es necesario representar -y pensar- en la lengua literaria de otro modo que como son en la conversacional. Se escribe cuyo, rostro, prolijo, aledaño, raigal, enderezarse a, advenir, canoro, decurso, vernal, iniciar, recamar, hender, falacia, coloquio, heder, provecto, fragor, luminaria, plañido y miles más que en el hablar o no aparecen o lo hacen con un efecto especial; se maneja en la literatura un arsenal de utensilios subordinantes raros al hablar: supuesto que, a fin de que, al tiempo que, a punto de, no obstante que, etc.; hay una libertad, frecuencia y agilidad de derivación verbal (ojos huevones) mucho mayores en la lengua escrita; la arquitectura de los periodos —129→ es más calculada y sostenida, con privilegios en el juego de incisos y en el orden de las palabras. Hasta en la pronunciación, decimos: aquí no riman entre sí ll y y, identificadas en la pronunciación porteña; y en las declamaciones, lecturas y conferencias reaparece la articulación de la ll como uno de los signos de ese estado culturalmente superior de lengua que llamamos lengua literaria. Por otro lado la lengua escrita no admite multitud de neologismos léxicos, fonéticos y sintácticos de la lengua callejera, ni cierta fraseología de mucho favor en la conversación, ni esos quiebros con que la frase renguea a veces al hablar, etc. Cierto que cualquier popularismo puede verse en literatura, pero con un intento especial: el de evocar un ambiente no literario. Y evocar es conjurar la presencia de lo ausente.
¿Qué mueve al hombre en tensión y trance de lengua poética a rechazar ciertos procedimientos de idioma que no le son ajenos al hablar? En todo lenguaje se debate una antinomia de fuerzas que son el espíritu de campanario o localista y el espíritu de universalidad. Compárese cómo escriben Lugones, Rubén Darío, Rodó, Amado Nervo, Martí, Juan Ramón y compárese cómo hablan en el Plata, Centro América, Antillas, Méjico y España. En seguida se ve que el espíritu de universalidad predomina en la lengua de la literatura y que el espíritu de campanario se va afirmando a medida que se desciende por las capas culturales de cada país, de modo que las más numerosas y hondas diferencias entre el habla de Buenos Aires, Lima, Méjico y Madrid están en las clases más incultas. Y al revés: cuanto más culto es un grupo social de Buenos Aires, Méjico, Madrid o Lima, más se aproxima su lengua -relativamente a su región- a la lengua general y menos particularismos tiene.
—130→Ahora se ve que si la lengua literaria rechaza ciertos elementos idiomáticos de la lengua hablada es porque de algún modo repugnan a su espíritu de universalidad, porque se le aparecen como peculiarismos geográficos y sobre todo sociales, y, por tanto, como limitaciones. Pero además, y sobre todo, otros localismos que el escritor emplea en su conversación son evitados por él en la lengua literaria porque los reputa propios de un momento de escasa tensión espiritual.
La otra particularidad de la lengua escrita, la de retener elementos idiomáticos ya desaparecidos de la oral, tiene otra explicación. En toda lengua literaria sobreviven innumerables arcaísmos. ¿Por qué? Si oponemos los móviles vitales respectivos de la lengua conversacional y de la poética -aquél activo y valorativo, éste estético y emocional- veremos sin misterios que la lengua literaria ha tenido razones que no tenía la hablada para retener ciertos elementos idiomáticos. Borges ha escrito cómo desde Carriego se han llenado de un sentido piadoso y conmovedor algunas palabras como costurerita y otras. No cabe duda de que Borges mismo no sólo revive una emoción análoga cuando lee esas palabras en Carriego, sino que al acudir a ellas en sus necesidades de expresión poética y personal lo hace con una emoción pariente de la de Carriego. ¿A cuántos otros escritores jóvenes les sucede lo mismo? En todo caso, he aquí el nacimiento de una tradición. Tradición, trasmisión.
También hay un modo social, típico y comunal de emoción y valoración en palabras como sobrador y otras, vivas hoy en la lengua hablada y de frecuente aparición en la literatura local. Es posible que una futura revolución en las condiciones y distribución del trabajo retire del uso hablado la palabra costurerita. —131→ Otra vendrá a sustituirla con más certeza designativa. Es posible que la plasmación de otros modos de valorar y de interesarse arrinconen la voz sobrador. Otra vendrá a decir que las gentes se han habituado a enfocar desde distinto ángulo lo que antes llamaban sobrador, a interesarse por otro rasgo que será entonces el punto nuclear de referencia y de formación de la representación correspondiente. Pero los escritores de entonces seguirán, durante no sé cuánto tiempo, usando, sintiendo sobrador y costurerita. Ya no será la misma emoción, porque en Carriego hay una nitidez de presencia, mientras que en los poetas futuros habría una fantasística nebulosidad de lejanía. Pero sí sería la misma, aunque tan distinta como el cuerpo caduco de un viejo es el mismo que un anterior cuerpo auroral de niño. Sería la misma en un sentido tradicional, o, como se dice en filosofía, cultural. Porque las palabras no son rótulos que usamos para designar contenidos preexistentes en nuestras almas, sino puntos y modos de cristalización y organización de esos contenidos.
Los poetas se trasmiten con su lengua modos de emoción como una comunidad hablante se trasmite modos de conocimiento, de acción y de reacción. Retornando a nuestro ejemplo: cuando sobrador y costurerita sean arcaísmos en la lengua oral, todavía podrán un tiempo no serlo en la poética. Ya no servirán en la oral para designar ni para actuar, caracolas marinas en seco e inertes; pero el oído del poeta se pegará todavía tercamente a su boca por el encanto de oír resonar en ellas la voz fantasmal de una emoción. Y aún la comparación es pobre y defectuosa, porque no se trata de oír cómo resuena la emoción ajena dentro de la dureza de la palabra, sino de cómo al conjuro del símbolo —132→ verbal resuena dentro del poeta una emoción hermana de la de Carriego.
Los arcaísmos perduran en la lengua literaria no por su poder designativo, no por su significación o referencia lógica a un objeto, sino porque son sendos modos de cristalización emocional, porque orientan y fijan la emoción, y porque el poeta, en oposición al hombre de la calle, se esfuerza en poseer el sistema más amplio y depurado posible de formas de emoción, y sólo renuncia a una de esas formas cuando está en divorcio con su sistema emocional19. Ésta es la razón primordial de la perduración de arcaísmos en la literatura. Pero no la única. En la vida común hay una tendencia a la eliminación de los llamados sinónimos concurrentes. Como en el hablante mandan motivos de acción y de reacción -conciencia es acción posible, dice Bergson- se tiende a eliminar todo motivo de distracción de esos propósitos. Por el contrario, lo que busca el poeta es expresarse a sí mismo, evitar la pérdida de su peculiar visión. Y los llamados sinónimos, que resultan una riqueza superflua en el uso activo de la lengua, ahora son preciosos, porque cada uno corresponde a un modo distinto de visión del objeto. Sería un —133→ acto de suicidio el que una mente poética renunciara voluntariamente al dominio virtual de un solo sinónimo. La metáfora ¿qué otra cosa es sino una superación personal de los recursos de la lengua para la expresión de modos nuevos de visión del objeto? Esto en el poeta legítimo; pero aun los retóricos y hábiles que no se entregan a la visión y emoción peculiares sino que escriben con intenciones activas -para producir determinados efectos en el lector-, tienen que trampear en el mismo sentido, usando como instrumento de acción (efecto) lo que en el poeta creador son medios y modos de expresión.
El tercer motivo de perduración de arcaísmos en la lengua literaria es más bien un estado de tensión espiritual que sendos actos de emoción o de contemplación. El que en un pasaje escribe rostro en lugar de cara no lo hace porque a rostro corresponda una forma interior de visión o de emoción diferente a cara, sino porque siendo rostro una palabra propia de la actividad literaria, y no de la vida común, le parece más apta que cara para simbolizar y expresar ese trance de creación, ese momento tenso y ávido por que pasa su alma. Aquí hay que incluir todos aquellos peculiarismos de la lengua poética que sólo se diferencian de las correspondientes voces de la lengua común por la forma exterior y no por la forma interior, como las anteriores: sinónimos como rostro (cara), testa (cabeza), luminaria (foco de luz), enderezarse a (dirigirse a), finalizar (acabar), etc.; formas gramaticales como cuyo y algunas verbales (tuviere, ciertos casos del pretérito en ra, tuviera, etc.), pronunciaciones como cuando los yeístas reponen la ll, o cuando se dice estado por estao (no en Buenos Aires, donde la d se pronuncia normalmente), orden de palabras como en volviose por se volvió o en —134→ la trasposición de sujeto y verbo, de adjetivo y sustantivo, etc. La especial tensión del espíritu a cuya cuenta hemos cargado todos estos arcaísmos se manifiesta inequívocamente en la especial tensión de voz y rigidez de esquema rítmico que no sólo oímos cuando nos recitan sino que pensamos dentro de nosotros cuando leemos en silencio, y sobre todo en el acto mismo de la creación de la frase literaria.
Y todavía hay un cuarto motivo de perduración de arcaísmos, estrechamente unido al anterior: el designio ornamental. Y esto no sólo porque hasta el más grande poeta es a las veces un poco retórico, sino por un sentido legítimo y estético equivalente al que conduce a veces en las artes plásticas a la elección de materiales nobles. Sólo que estas palabras no son material noble, como el mármol o la plata, sino ennoblecido por su largo vivir en páginas hermosas. Aquí sería más adecuada la comparación con las caracolas marinas: dentro de su caparazón envejecido resuena todavía el mundo que fue su ambiente.
Siempre reconoceremos en los arcaísmos usados en literatura una razón de tradición, de trasmisión, de continuidad.
La riqueza y dominio de la lengua literaria depende, de un lado, del grado con que se vive solidariamente esa tradición, y, de otro, de los aportes sucesivos con que los estilos individuales la van continuando, teniendo en cuenta que un elemento de estilo -expresión de lo diferencial e individual- —135→ se torna lengua en la medida que se hace tradicional (convencional). Muchas veces se ha llamado la atención sobre el hecho de que mientras entre nosotros se ven a menudo escritores, incluso de talento, que nos dan el fatigoso espectáculo de la chapucería en sus medios de expresión, en Francia, por contra, es corriente el hombre culto que no es escritor pero que llegado el caso pronuncia su discurso municipal o redacta su alegato en un lenguaje normalmente literario. Es que Francia es la tierra de la solidaridad con el pasado, de la tradición consciente y activa. El vulgo culto se educa en la lectura de la vieja, de la nueva y de la novísima literatura. Sobre todo, su sistema admirable de explication des textes permite a los franceses no renunciar atolondradamente y por mero olvido, a ninguna de las conquistas de expresión que les han legado sus mayores. La tradición, condición obligada de toda lengua literaria, cuenta en el francés con una pedagogía eficacísima y ejemplar. Ésa es su ventaja.
Un ejemplo casi patético de la distinta tradición -transmisión- de la lengua común y de la literaria nos lo da la confidencia de Victoria Ocampo en Sur, n.º 3. En un momento de depresión de todos los prestigios culturales de España, personas que vivían en un país de habla española la usaban desde luego para los fines activos de su vida: designar y comunicar con ella los objetos de la vida diaria. Pero aparte de ese trato social con el elemento ambiente, el espíritu de esas personas ha recibido una educación refinada: instructores, viajes y libros descubren mundos nuevos para su conocimiento, para su emoción, para su fantasía. Su mismo querer se plasma ahora en modos de conciencia muy variadamente matizados. Y esta vida superior de su espíritu está sostenida por otra lengua diferente que la —136→ oral: su ojo espiritual se ha habituado a ver -conocer y reconocer- los objetos desde un ángulo visual impuesto por el símbolo francés; la ordenación, categorización y subordinación de esos objetos -base cultural, es decir, tradicional y comunal de la Weltanschauung- es la dada en el sistema lingüístico francés (que en la práctica no difiere gravemente de la del español, ya que son lenguas hermanas, pero que sí difieren en multitud de matices y nuances muy preciosos para la actitud poética); en un espíritu así educado es claro que sus mismas emociones artísticas tienden a plasmarse, a formarse, a expresarse, es decir, a salir a conciencia, a convertirse de materia en forma, según tipos de cristalización fijados tradicionalmente por los símbolos del francés; la fantasía se siente solicitada de otro modo, porque su intervención en las representaciones está en gran parte condicionada por hábitos fijados tradicionalmente en la lengua, y porque las representaciones apoyadas en las palabras se llaman unas a otras secretamente por la labor asociativa de los símbolos y por los recuerdos que la frecuencia de esos símbolos va estratificando en el alma. En el mundo poético de todo escritor tenemos que distinguir lo que se debe a su personal potencia creadora y lo que se debe a los modos de conciencia comunales de su idioma: lo que él ofrece a la lengua, y lo que la lengua le ofrece ya hecho a él. Lo creado y lo dado, el estilo y la lengua. Pues bien: en la vida cultural superior de esas personas todo lo dado era francés; y cuando intentaron escribir en español se hallaron con que les era un instrumento inepto de expresión, un medio inadecuado para los movimientos de su espíritu en tensión estética: querían volar dentro del agua, embestían para horadar el aire. Vivían la tradición de la lengua oral, pero no la de la literaria. Por el —137→ momento aquellas personas justificaban su actitud culpando a nuestra lengua de incapacidad artística. Mas la única razón valedera es que ellas se habían desconectado de la tradición. Y sin tradición literaria vivida, no hay lengua poética posible.
El conflicto de la expresión literaria está entre nosotros especialmente agudizado, en buena parte, al menos, porque muchos jóvenes de vocación poética ceden a la comezón de escribir antes de haberse familiarizado lo bastante con la tradición especial de la lengua literaria. En seguida, a las primeras resistencias, reacciona uno tomando ante ella una actitud de despego, de desamor, cuando no abiertamente hostil.
Pero entendamos bien qué es tradición. Las quejas contra la dureza e incapacidad de nuestra lengua para los menesteres poéticos no han venido sólo de personas que le volvieron la espalda. Desde los Luises se han oído de cuando en cuando hasta hoy. Cierto que estas quejas son las más veces las mismas que contra su instrumento de expresión profieren los poetas de todas las lenguas20. Pero reproches de otro género se le hicieron con razón a la nuestra hacia el 1900. Rubén Darío advierte con tino en su España Contemporánea que la prosa de todos los escritores —138→ españoles se parece extraordinariamente. Lo que ocurrió entre aquellos escritores fue un deformamiento del sentido de tradición: en vez de vivirla, la contemplaban. Desde nuestro clasicismo hasta la llamada generación del 98 la lengua literaria fue declinando y desjugándose, porque los escritores tenían un acatamiento semiidolátrico a las formas clásicas. Había, sí, transmisión de elementos literarios, pero el escritor los manejaba como objetos rituales. Como objetos ajenos los manejaba; no los vivía ni le daban vida como glóbulos de su sangre misma espiritual. Todas las prosas se parecían, a los ojos de Rubén, porque en realidad eran una sola prosa: el esfuerzo de cada escritor se dirigía a eliminar su posible estilo personal de la lengua que manejaba. Y la obcecada crítica declaraba el mejor estilo el de aquel que conseguía mejor anularse y escamotearse tras la nomenclatura y fraseología clasicista. La confusión de lengua y estilo les fue mortal. Suprimid de la lengua la sangre renovadora de los estilos, dejadla en su estricta condición de repertorio de designaciones y combinaciones fijadas y la habréis convertido en una lengua muerta21.
—139→La generación española del 98 -en la cual es forzoso incluir literariamente a Rubén-, desató una reacción violenta contra esta conducta ante la lengua literaria. No hay más que recordar el ensayo de Unamuno En torno al casticismo. En el acto quedaron cancelados multitud de arcaísmos, eliminados como peces muertos arrastrados por las aguas vivas de la lengua. Y lo individual comenzó otra vez a transparentarse a través de lo comunal, no sólo por la eliminación de lo desvitalizado, sino por el prurito que picó a todos aquellos escritores de realizar -cada cual según su temperamento- las posibilidades de expresión que aguardaban nonatas en el seno de la lengua. Si antes todas las prosas se parecían como mellizas, ahora en cada página es inconfundible el timbre de voz de Unamuno, de Azorín, de Valle-Inclán, de Juan Ramón, de Ortega y Gasset, de Pérez de Ayala. Y nuestra lengua ha multiplicado su potencia expresiva en todos los modos del espíritu: para las sensaciones y para los sentimientos, para la fantasía y para el pensamiento especulativo, y hasta para los modos de la voluntad (¡ese gran don Miguel!).
También en la Argentina se ha manifestado con frecuencia hostilidad hacia el cultivo del español literario como lengua muerta. Sólo que aquí, equivocadamente, si no se ha tratado, se ha entendido que se trataba la cuestión como si fuera problema nacional. Se entendía oponer al español literario, ya muerto y estancado, un naciente argentino literario, sólo porque escritores argentinos se negaban a utilizar en su verso y en su prosa la parte muerta del español. Pero los términos del planteo no son así correctos. Los escritores que han sentido y sienten esta rebeldía contra lo envejecido no están confinados en la Argentina; estaban desparramados por -y ahora llenan- todas las tierras que hablan —140→ nuestro idioma. Y en España más que en ninguna parte. Lo que hay que oponer es al castellano muerto y estancado que algunos escritores de todas partes prefieren, otro en perpetua acción creadora. Tanto en América como en España -como en Francia y en Alemania y en todas partes- hay escritores particularmente acostados en el tradicionalismo, que ellos llaman «tradición»; escritores que remedan más o menos la fabla antigua, enjuagándose voluptuosamente con palabras arcaicas; soñadores a quienes el encuentro en su pensar con una palabra o giro antiguos les desata la imaginación y los baña en una fantasmagoría de grandezas y hermosuras gloriosas22. Ésos sienten bien a veces que lo que es arcaísmo en la lengua activa no lo es en la literaria; pero no se resignan a que también haya arcaísmos dentro de la lengua poética; a que también aquí, aunque bajo condiciones particulares, se aviejen las formas. Es cierto que en la lengua literaria, en oposición a la oral, influyen simultáneamente factores muy distanciados en el tiempo y en el espacio (ejemplo: en la lengua de Borges confluyen Carriego, Quevedo, Unamuno, etcétera), pero aunque con otras leyes, tampoco en la lengua literaria falta la perspectiva. Y esos ojos tradicionalistas ven todos los elementos de la lengua en un primer plano, como en los cuadros prerrenacentistas en que las hojitas de los árboles del paisaje se distinguen tan minuciosamente como los rasgos fisonómicos de las figuras primeras. El tradicionalista emplea hoy con toda seriedad y como lengua en uso palabras y giros que Cervantes —141→ escribió con una sonrisa y precisamente por su timbre anacrónico -¡ya entonces!- para hacer hablar a su héroe o para referirse a su conducta23. Y como los escritores arcaizantes son un espectáculo un poco chocante para sus colegas contemporáneos, el resultado es que con todo su amor a las formas viejas de decir las asesinan por camino doble: primero, al querer anular de esas formas su antigüedad, las desprestigian, convierten ancianos venerables en viejos verdes, hacen olvidar el jugo vital que contuvieron cuando las pensaban la cabeza y el corazón de un Fray Luis, de un Fernando de Rojas, para no ver más que su mueca contrahecha en enfáticas prosas de hoy; y segundo, porque siendo sospechosa a los demás cualquier palabra dudosa que ellos empleen, ya que el aire todo de tales prosas es anacrónico, precipitan la caducidad de muchas de ellas.
Pero ¿es que éste es el carácter esencial del español literario de España? No. La oposición al cultivo arcaizante de la lengua no es de ningún modo una actitud específicamente argentina. Y aunque la Argentina hubiera sido la primera en oponerse, —142→ hubiera sido la única por muy escaso tiempo, porque defendiendo tan legítima causa, de tan vital necesidad para la lengua general, los escritores de todos los países de nuestra habla la hubieran secundado en seguida. Un idioma nacional literario, independiente del castellano general, sería un contrasentido, no sólo por motivos prácticos de conveniencia, sino por razones teóricas y de conocimiento. (Ya sé que ponerme ahora a combatir la idea de una escisión idiomática, cuando ya nadie la defiende ni cree en ella, sería ponerme a pelear con molinos de viento. Pero ya he dicho al principio que mi propósito era convertir los conflictos en problemas. Teorizar). La lengua literaria, así como, según hemos visto, tiene una mayor independencia temporal que la común, así también tiende a independizarse de la sujeción geográfica. Su afán es de universalidad. También ella intercomunica; pero la lengua oral intercomunica a los que conviven en el tiempo y en el lugar, mientras que la literaria pone al habla a los espíritus asociados por otras realidades, confabulados por una actitud espiritual pariente (que determina los caracteres diferenciales con que nace y va viviendo la lengua literaria); y relaciona a los de hoy con los de antaño, y a los del porvenir con los de hoy, y a los de aquí con los lejanos de Méjico y España. El medio humano para quien y por quien se hace esa lengua no convive ni en un tiempo ni en un lugar determinado. Es ubicuo y con ciertas pretensiones de acronismo. Y la lengua se alimenta y crece de los inventos estilísticos que se convencionalizan en ese medio. No importa de dónde sea el autor del invento. El área de convencionalización varía, naturalmente, de caso en caso. Volvamos al ejemplo de Carriego: la emoción poética con que tiemblan en él las palabras costurerita, suburbio, organito, toca tan —143→ certeramente la sensibilidad de un lector como Borges que en adelante ya son para éste como símbolos provocadores de un modo de emocionarse. También los diapasones de otros lectores y escritores se pondrán a vibrar al unísono de la emoción oída. Lo original se ha hecho convención. Un rasgo de estilo se convierte en elemento de lengua literaria. Pero ¿cómo descartar que otras sensibilidades no nacionales se sientan conmovidas de modo acorde? ¿Cómo descartar que lo convencionalizado primero en el círculo de los lectores más devotos de Carriego se extienda luego a todos los escritores de nuestra lengua, aun entre aquellos que nunca lo han leído? La convencionalización de un rasgo de estilo tendrá naturalmente siempre un alcance, en extensión y profundidad, condicionado por el influjo que su inventor ejerza en la literatura de nuestra lengua. Influjo directo o indirecto: seguramente escriben hoy mujeruca muchos plumíferos que no han leído jamás a Pereda. Con tener tantas novedades en su tiempo el lenguaje de Rubén, hubiera sido quimérico hablar de una nueva lengua nicaragüense. Aquellas novedades se convencionalizaron rápidamente en Sudamérica, sobre todo en Chile y aquí. ¿Lengua sudamericana naciente? Rubén visitó España también, y pronto los modos de Rubén fueron moda asimismo en España. Rubén contribuyó como el que más del 98 a soltar la lengua de la literatura. Muchas de sus flores están hoy marchitas; algunas hasta son sospechosas de descomposición, de modo que ahora las evitan con todo cuidado los escritores posteriores, que consideran superado el movimiento que se llamó modernista; pero el aporte de Rubén a la lengua literaria general es ya de naturaleza irrenunciable, porque no consistió tanto en un repertorio de esfuerzos logrados como en una vitalización de la energía, de la agilidad —144→ y de la capacidad expresiva del idioma. Y aun sus rasgos lingüísticos enumerables están ya en el acervo común: cuando no sólo se calle todo este retruque de gritos polémicos, sino también cuando haya perdido sentido toda posición y recelo en relación con el modernismo, hasta los mismos lagos y cisnes guardarán ya en español por siglos como un eco lejano de la emoción poética con que los animó Rubén. Es que en la lengua poética, precisamente por sus caracteres específicos, lo que tiende a convencionalizarse es el modo de emoción, de ninguna manera encerrable en fronteras geográficas24.
En suma: para que en la Argentina cuajara algún día una lengua literaria nacional, con rasgos diferenciales legítimos y suficientes, sería necesario que aquí se cerraran las puertas a la literatura de Méjico, de España, de Chile, de Cuba, a fin de que las sucesivas generaciones de poetas argentinos evitaran el riesgo de adherirse o adueñarse de toda innovación extranjera; y luego que los poetas argentinos no tuvieran el menor poder o influjo sobre los demás, sea por su aislamiento, sea por su calidad, para que las convenciones -los rasgos de estilo convertidos en lengua- no traspasaran el área nacional.
Para que nadie me suponga gratuitamente la intención de zaherir al medio intelectual de que formo parte, tendré que sentar que en todas las naciones hay escritores torpes en el manejo —145→ de su propia lengua y que en la Argentina los hay maestros. Y no cito para no omitir. Lo que hago aquí es tratar de llegar a las fallas genéricas de nuestros escritores que escriben mal, directamente para perseguir el conocimiento teórico del problema, en qué consiste ese mal escribir y a qué obedece, e indirectamente para un posible fin práctico: la propuesta de la solución del conflicto. Esas fallas que llamo genéricas alcanzan en distinto grado a unos y a otros, pero, como son evidentes, permiten forjar un tipo ideal de escritor local defectuoso al cual nos vamos a referir. Ese tipo es el escritor-masa, como diría Ortega y Gasset, el que forma el medio y el ambiente donde los escritores de personalidad respiran y se mueven. Ese escritor-masa es no sólo el poeta mediocre y el oscuro cuentista y el periodista anónimo, sino también el médico que publica su monografía y el abogado sus panfletos y el político sus manifiestos. Y no se me diga que mi rebusca es ociosa ya que entre los escritores sólo cuentan los de personalidad; precisamente nos interesan los otros como elemento atmosférico en el que viven sumergidos los verdaderos escritores. Y sobre todo, ello nos va a permitir averiguar si, descontada la parte personal de cada escritor, que son los actos de estilo, lo que queda, o sea la lengua escrita como sistema de convenciones vigentes en nuestro ambiente local, tiene o no carácter propio y cuál es ese carácter.
Lo primero que sorprende comprobar es que en Buenos Aires el escritor inhábil (digamos el que escribe para la publicidad y lo hace con torpeza) abunda alarmantemente más que en otros países de lengua castellana. ¿Por qué? Luego lo hemos de ver. Ahora nos toca indagar en qué consisten aquellas fallas genéricas denunciadas: Una es que en ellos la tradición de su propia —146→ lengua literaria es débil, imprecisa, llena de lagunas y hasta de falsos tradicionalismos. Alguna vez esta inseguridad estalla en palabras de rebeldía contra toda tradición; pero no es auténtica tan absurda postura, porque son evidentes en ellos los esfuerzos por acomodarse a una tradición, aunque rechacen algunos elementos de ella. Por más qué griten otra cosa, ellos viven esta verdad: que el hispánico o el germánico descontentos de su lengua literaria respectiva pueden -los que puedan- elegir el francés o el inglés, para expresarse literariamente; pero que para escribir, no es posible desentenderse de toda lengua literaria cuando la hay. En la Edad Media, como los poetas y el público ya no entendían el latín, se tuvo que poetizar en romance, en la humilde lengua de los menesteres diarios. Pero eso ya fue crear y luego continuar el aspecto poético de la lengua. Cuando no la hay, se la inventa; pero una vez en curso ya no le es posible al poeta crear sin ella. Hasta los escritores que más intencionalmente tratan de utilizar puramente la lengua corriente y aún la rústica, echan mano en cada página de elementos exclusivamente literarios. Pío Baroja, en España, es un ejemplo instructivo. Y aquí José Hernández y todos los escritores gauchescos son también buena muestra de la imposibilidad de escapar a la lengua literaria siempre que se cultive no importa qué clase de literatura. En el Martín Fierro, y mucho más en los otros poemas gauchescos, pululan palabras, giros, comparaciones, etc., propios de la lengua poética que nunca se han oído en boca de un rústico si no es como cita o como un conato de lengua superior. Y ni siquiera en boca de un hombre de ciudad que no sea literato. Y, sin embargo, parece verdad obvia la afirmación uniforme de críticos y profesores de que el Martín Fierro está compuesto netamente —147→ en la lengua que hablan los gauchos25. Hasta ese punto, en cuanto nos ponemos en actitud de lector, nos parecen naturales ciertos procedimientos idiomáticos. Nos parecen naturales, y lo son; sólo que su carta de naturaleza está en el reino de la literatura. El error proviene de no diferenciar lo que es natural, adecuado y libre de afectación en la lengua escrita, de lo que es natural en la oral. Los literarismos del Martín Fierro pasan inadvertidos precisamente por su perfecta naturalidad, quiero decir legitimidad. Y si ni siquiera los que remedan las hablas rurales escapan a pensar con tradicionalismos literarios, ¿cómo sucedería tal cosa con los demás escritores? Nuestro escritor-masa usa arcaísmos, pero se caracteriza por una azarosa inseguridad ante ellos: siente un recelo suspicaz ante multitud de literarismos que los escritores de los demás países emplean, pero que aquí se esquivan, no se vaya a pensar que se las echa uno de escribir castizo. En cambio, se escriben con fruición falsos o raros arcaísmos, como el orden de palabras en el visitante sentose o esos curiosos empleos de la forma -ra del pretérito; cuando un periódico escribe: La noticia que este diario diera tiene confirmación, traducimos que ya ha dado. Y no se trata de que en el medio local esa forma ha adquirido un nuevo sentido, no fiel al antiguo, sino que no tiene ninguno seguro. Está empleada con un propósito nada más que ornamental, y su sentido es por veces cualquiera de los tiempos del pasado.
La falta de nuestro escritor-masa respecto a los literarismos consiste, pues, en una azarosa inseguridad de triple manifestación: —148→ pobreza, falsificación e imprecisión de sentido. De las tres, la última es la más grave y la más necesitada de remedio. Esa falta de precisión no se explica sólo por escasa familiaridad con la literatura, sino que tiene la raíz en la lengua oral de Buenos Aires, en la que con tanta desidia se encomienda al tuntún el sentido de las palabras y de las frases. De aquí resulta la segunda falla. La lengua literaria camina sobre dos pies, y nuestro escritor-masa renguea de los dos. El uno es la tradición interna ya explicada; el otro, la lengua oral. El que la lengua escrita y oral sean diferentes no implica que sean independientes. Al contrario, el razonamiento puede ser así: en una comunidad en que la cultura esté bien socializada la lengua escrita y la oral son interdependientes, se trasfunden mutuamente y viven una de la otra: luego son diferentes. Si se independizan, la escrita es lengua muerta y la oral un patois26. Cuando hemos dicho atrás que la riqueza de la lengua literaria depende, de un lado, del grado en que se vive solidariamente su tradición y, de otro, de los aportes sucesivos del estilo, ya estaba aludida ahí la lengua oral, porque el estilo individual se inserta en el habla. Claro que en el habla individual, pero como ésta es cosa de convivencia, está condicionada por la lengua ambiente.
Pues bien: la lengua oral, en la que necesariamente tiene que sustentar su literaria el escritor-masa, adolece de los mismos defectos —149→ apuntados arriba: limitación, falseamiento, imperio del tuntún27. Considérese cuán desamparado está en su tarea el escritor-masa: por un lado, no se le ha dado una educación suficiente en la tradición de su propia lengua escrita; por otro, encuentra que su lengua oral es un instrumento estropeado, inadecuado para la expresión más responsable y más exigente de la actitud literaria.
El resultado es éste: Es cierto que la lengua escrita más abundante en Buenos Aires difiere en muchas cosas de la general, pero ésta es típicamente la lengua de redactores ocasionales -y, en parte, de algunos de los otros- y sus diferencias no consisten en nuevas acuñaciones de expresión sino en el uso borroso y desacertado de las acuñaciones lingüísticas de que se sirven los buenos escritores de aquí y de fuera de aquí.
Nos vamos acercando al centro mismo del problema, que es la lengua común, como instrumento social de intercomunicación. Pero antes de dar en él de lleno, necesitamos poner en claro algunas ideas que nos permitirán contemplar mejor los cómos y los porqués de nuestro propio caso.
¿Cómo es funcionalmente esta interdependencia de lengua escrita y oral? La lengua literaria, cuando poética, es una trasposición —150→ de la oral a un plano estético, un desplazamiento sistemático de valores lingüísticos. Y si científica, una trasposición a un nivel y equilibrio más rigurosamente lógicos. Y en todo caso supone un perceptible aumento de la tensión creadora del espíritu. En nuestros buenos escritores esta presencia de la lengua oral trasmutada en la escrita es una realidad cumplida, y no sólo un imperativo o un ideal. Hasta la prosa arcaizante de La Gloria de don Ramiro tiene en todas sus páginas palabras y formas de la lengua oral del autor. En otros escritores se nota más que en Larreta la presencia de lo oral. Pero esto es en último término lo seguro: que de la intromisión de lo oral en lo escrito nadie escapa, y que con sólo lo oral nadie escribe. Las palabras, además de referirse a su objeto, vienen cargadas de alusiones multilaterales a la vida y al especial modo de cultura tradicional de los hablantes: a la estructuración social, a los hábitos profesionales, a variables áreas geográficas (local, regional, nacional, etc.), a sucesos históricos que quedan en el espíritu de las gentes como experiencias acumuladas, a las emociones personales del que habla; ellas traen determinadas intenciones y diferente eficacia activa que varían en los distintos medios según hábitos de hablar que la tradición ha ido fijando; tienen variado prestigio social (plebeyas o literarias, pretenciosas o normales). Es la trama misma de la vida resonando a propósito de cualquier insignificancia. Y como estamos discurriendo sobre el pie forzado de cómo se enfrenta en lo idiomático lo argentino a lo general, la pregunta que salta ahora es ésta: la obligada intervención de la lengua oral ¿no asegura a la lengua literaria argentina un timbre peculiar, que la oponga en cierto modo a la lengua general? Lo primero que en esto se ha de salvar es el pensar que nosotros —151→ seamos los únicos en el caso: el problema se trasplanta íntegramente a Santiago de Chile, a Lima, a Madrid, a Sevilla, a Méjico. Cada centro de producción literaria, como tenga continuidad y tradición, dará a su prosa y a su verso un timbre peculiar. Y entonces ¿dónde queda la lengua general? El problema se puede extremar con entera legitimidad: cada porteño que escribe lo hace con su timbre personal: ¿Dónde queda entonces el timbre común porteño?
Variedad no es escisión. El sentimiento de identidad que tenemos para una lengua, como se basa en el conocimiento intuicional de un sistema de expresarse, no se lesiona porque en esta comarca, en esta escuela literaria o en esta época haya algunos elementos divergentes. La lengua española clásica es sentida como una. Y sin embargo, en la lengua de los escritores de la escuela sevillana que inspiró Fernando de Herrera hay auténticamente un timbre peculiar más marcado que el actual de Buenos Aires. Es como un especial aire de familia, un andalucismo -digamos cómodamente- que no se halla en Fray Luis de León, ni en Quevedo, ni menos en Santa Teresa. Hoy mismo, cuando los hermanos Quintero escriben sainetes madrileños, sus chulos son andaluzados de expresión, a pesar de todos los esfuerzos de los autores por reproducir la pronunciación, la nomenclatura y la fraseología de los barrios bajos de Madrid. Buen argumento a favor de la perduración de un sentido andaluz de la lengua. Y sin embargo, nadie ve en ello asomo de heterodoxia porque, dentro de la gran unidad del idioma, tales variedades son perfectamente ortodoxas. En gran parte, esas variedades son hermandades de estilos. Pero como la lengua se va nutriendo de elementos de estilo convencionalizados, vueltos mostrencos, de modo que lengua —152→ y estilo sólo se diferencian en el grado de convencionalización, también hay en tales variedades elementos diferenciales de lengua.
Pero tratemos de ver con justeza el alcance de estas variedades: La legítima lengua literaria argentina ¿sobre qué lengua oral se erige? El hablar de Larreta, de Lugones, de Fernández Moreno, de Borges, de Capdevila, por una parte, y el de Alfonso Reyes, Santos Chocano o Unamuno, por otra, tiene divergencias menores que las que cualquiera puede comprobar entre el de los citados escritores argentinos y el de un obrero y hasta el de un empleado porteño (y no digamos sanjuanino). Ya hemos dicho que cuanto más cultas son las personas, aun siendo de los países más distanciados de habla castellana, más convergen en una lengua general. Las mayores divergencias están en los respectivos vulgos. Pero además, cuando de la lengua conversacional de los escritores citados, pasamos a la escrita, encontramos que de las no muchas diferencias orales las menos son las trasfundidas a la literatura; y esto no sólo por el espíritu de universalidad que anima a la lengua literaria, sino muy principalmente por ser esas divergencias propias del momento menos tenso de la conversación. Quiero decir: no tanto para no chocar a un posible lector de otras naciones, no tanto por el designio de un mayor alcance, cuanto por una incompatibilidad interna, en el seno del escritor mismo, entre la tensión tirante del momento literario y la floja de la conversación. Para que un autor de cualquier país incluya en su escribir, sin propósito de utilizar lo pintoresco, una forma de su hablar, es preciso que ésta haya alcanzado un especial prestigio social, y que, aun dentro de los círculos más elevados, no conlleve un matiz de familiaridad. Lo apartadizo —153→ de cada centro de producción literaria es, pues, mucho menos de lo suponible sin examen. Precisamente la lengua literaria general es un intento constante de nivelación -no de extirpación- de las distintas variedades locales. Y tengamos muy en cuenta que, por los vasos comunicantes de la lengua literaria, no sólo se nivelan muchas denominaciones, sino, muy especialmente, modos de emoción. Y así como estas nivelaciones lingüísticas son el resultado de convergencias espirituales de escritores de cualquiera de nuestros países, así también las más importantes diferencias dependen más de divergencias estéticas entre los distintos poetas que de la diversidad y el alejamiento de las tierras donde cada uno mora. El castellano poético del argentino Lugones y el del español Villaespesa se parecen mucho más, incomparablemente más, que las prosas de dos españoles como Pereda y Miró, y aun que las de dos levantinos coetáneos como Miró y Blasco Ibáñez.
Los escritores de calidad, al vivificar la lengua escrita con la oral, sean de la nación o región que se quiera, no dañan en nada a la lengua general, antes al contrario, así la hacen y rehacen como «general», puesto que todos ellos forman, merced a la imprenta, un ambiente humano libertado de la sujeción geográfica. Pero esto es posible gracias a que la lengua oral de que parte tiene en todos ellos un grado suficiente de calidad, un estado de fijeza y afirmamiento adecuado, una madurez cultural que permite el paso insensible al plano literario sin necesidad de saltos acrobáticos. Por esto el conflicto se torna gravísimo en cuanto pasamos de los escritores calificados al escritor-masa de Buenos Aires; en cuanto pasamos de la lengua oral culta de unos pocos, que juntamente con la de los cultos de los otros países forma —154→ nuestra lengua general, a la lengua oral del escritor-masa, que tiene una más peculiar fisonomía local. Luego vamos a intentar caracterizar esta fisonomía. Por ahora adelantamos que, en esta ciudad de aluvión, la lengua que más se oye, no en los bajos fondos ni en personas de cultura excepcional, sino entre la mayoría de los profesionales, de los empleados, de los comerciantes y de sus familias, es de una calidad demasiado baja y de una cantidad de elementos demasiado pobre. En el obligado injerto de la lengua escrita en la oral, la hablada por la masa de los porteños no está en condiciones de colaborar con dignidad en la literaria. El escritor que quiera serlo de verdad, no tiene otro remedio que hacer suya la lengua de los cultos de este y de los otros países hispánicos.
Ésta es una de las dos razones raigales de por qué el escritor -digamos el redactor- que escribe mal abunda en Buenos Aires de modo excepcional: su lengua oral no tiene suficiente calidad.
Veamos ahora el reverso de la cuestión. La lengua oral, en réplica, recibe por intermedio de los grupos más cultos de la comunidad una ininterrumpida corriente de elementos literarios. Cualquier artesano usa hoy unos centenares de palabras de origen libresco: inmenso, alimento, conducta, causa, fingir, etc., palabras que como otras muchísimas han nacido a nuestra lengua y vivido un tiempo exclusivamente en la literatura, en la filosofía, en la ciencia. Quevedo se burla en la Culta Latiniparla (1629) de los afectados que dicen plagiario, estupor, estrépito, frustrar, ingrediente, patíbulo, descrédito, y otras voces que hoy están en todas las bocas. ¿Cómo ha sido posible esa trasfusión y cómo ha podido llegar el uso de esas voces a tal profundización —155→ social? Es que ni los intereses y temas propios de la alta cultura ni sus adecuados medios de expresión lingüística están recluidos en los signos del papel como en una caja de seguridad, sino que se extienden sin fronteras físicas ni exactas por la misma lengua hablada de los individuos directamente interesados. Esos individuos forman un grupo social, o, más concretamente, cultural, y en su espíritu la lengua literaria no es mera información, sino formación, educación, cultura. En su espíritu se han hecho espontáneos nuevos modos de conocer y reconocer, de sentir y de imaginar, de valorar, de reaccionar, y de accionar; todo lo cual quiere decir, paralelamente, modos adecuados de expresión. La lengua literaria es todavía en esos individuos diferente de la oral, pero la intertrasfusión de elementos es en ellas tan copiosa y el temple de la lengua hablada es a veces tan tenso que, considerados desde la conducta de la plebe, aquéllos hablan lengua escrita. Un elemento de la lengua escrita comienza por usarse y aceptarse en un pequeño círculo de personas, reducido primero a los profesionales de las letras o de las ciencias y a los espíritus más dotados (a veces afectados) y sensibles a la necesidad de expresión; luego se amplía hasta alcanzar a las llamadas clases ilustradas enteras y, en seguida, a toda la comunidad lingüística. La condición previa es, pues, la existencia actuante en el campo social de ese grupo cultural de extensión variable, para cuyos individuos la representación inherente a tal elemento literario sea un acto normal de pensamiento.
Pero esto no basta. La existencia de ese núcleo de cultos no sólo tiene que ser actuante, sino eficaz, lo cual traslada la cuestión fuera de ellos. La segunda condición para la generalización de literarismos es cierta porosidad receptiva en las zonas sociales —156→ que circundan cada vez más distanciadamente al grupo social mentalmente privilegiado. Esta porosidad no es otra cosa que docilidad, entendido a la latina, enseñabilidad, la cual es mera manifestación externa de una actitud íntima especial ante el fenómeno social del lenguaje: el sentido de la norma.
Pero ¿qué es lo que ocurre a este respecto en Buenos Aires?
La masa cierra sus poros con recelo -su burla es también recelo y defensa- a toda posible infiltración idiomática culta. Fernández Moreno me cuenta la estupefacción que causó en una tertulia de gente acomodada la palabra vehemente que él empleó; un culto profesor universitario se me lamenta de que durante toda su vida estudiantil tuvo que vivir en sobreaviso sujeto a un trabajo constante de limitación en el hablar para evitar las burlas de los compañeros. Esta actitud recelosa de la masa ante los elementos cultos del habla, incluso se contagia algo a las personas realmente cultas y aún refinadas que me cuentan cómo es necesario limitarse en la conversación y en el escribir para no parecer afectado.
Al desconectar la lengua hablada de la oral todo el mundo se resigna aquí a empobrecer su instrumento de intercomprensión. No busquemos explicación mágica a esta situación lamentable: aquí funcionan las mismas causas y condiciones que en cualquier estado de lengua: conflicto individual-social o de la expresión con la comprensión; lucha de acomodaciones sociales, entre cuyas manifestaciones hay que contar en primera línea con el afán de imitación o coincidencia y con el temor a la condenación social por inadaptado al medio; espíritu de universalidad y espíritu de campanario en contrapeso. Lo que aquí discrepa de otros medios sociales es el cariz de la lucha y las razones valederas —157→ para la acomodación social. Todo depende de esta realidad social: que Buenos Aires está formado en su mayoría por extranjeros y por hijos de extranjeros. Y aunque sólo me refiero a extranjeros de lengua, incluyo naturalmente a muchísimos millares de gallegos que han venido a aprender el español aquí, o que sólo lo conocían, al llegar, de un modo deficiente. Los nuevos aprendían un castellano precario y defectuoso, y sus hijos tenían que acomodarse tanto al ambiente de la familia como al de la calle. Pero en éste ya dominaban ellos. El resultado es un empobrecimiento y rebajamiento del habla urbana, cuyos rasgos sociales principales son éstos: indulgencia para la impericia y sentido hiperestesiado de la afectación. No se condenan las chapucerías, pero sí todo lo que huela a pretensiones de hablar mejor que los otros. Consecuencia: aumento vicioso de los consabidos al hablar. El espíritu localista acogota al de universalidad. El sentido de la norma queda relajado, como por trance de fuerza mayor. Porque no es que los extranjeros venidos en aluvión formen la masa de los artesanos y de los sirvientes, sino que están también en todos los puestos directivos de la sociedad de donde suele emanar la norma. Ellos y sus hijos son Buenos Aires.
Cuando la lengua hablada pretende desentenderse lo más posible de la escrita, como sucede aquí, se le distienden los resortes que la hacían mantenerse erguida y lista para la expresión de la vida superior del espíritu; y el resultado es que a su vez la lengua literaria, que necesita de la oral de toda necesidad, la encuentra poco menos que inservible. Ésta es la otra razón raigal de que los malos escritores abunden en Buenos Aires excepcionalmente: aquí se tiene un recelo casi morboso contra las formas cultas de expresión.
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El sentido de la norma consiste en un agudizado sentimiento de adhesión -y de responsabilidad, por lo tanto- al designio de intercomunicación que se ve como básico en el lenguaje. Esto acarrea un consiguiente extremamiento de la convención: las palabras precisan su significación, la sintaxis se consolida, se eliminan, menos una, las pronunciaciones concurrentes para una misma palabra, etc. El sentido de la norma implica una actitud de solidaridad y de disciplina social. El individuo no tiene más remedio que ver la norma fuera de sí mismo, como un valor social que presiona con igual intención sobre él y sobre sus conciudadanos. Por ese presionante valor social el que habla no sólo es entendido en lo que piensa, sino clasificado como enraigado o como inadaptado a los medios cultos, como afectado o como vulgar, etc. Esto es lo que hace al individuo admitir la existencia supraindividual de la norma y buscarla en aquellos grupos sociales más prestigiosos. No en un hombre discreto y entendido, sino en los discretos y entendidos como fuerza social, como cuerpo social actuante.
Los modos de decir de un hombre culto son para los demás normas en cuanto son normales en el grupo social dirigente; de manera que si nuestro hombre tiene el hábito de decir expontáneo o ignauguración se tendrá esto por casos de ultracorrección, o de incorrección. Pero si esa pronunciación personal incorrecta o ultracorrecta llegara a tomar estado social entre «los discretos y entendidos», eso mismo lo haría normal y norma, sin tener en cuenta que su origen fue un error, como ya ha pasado, —159→ por ejemplo, con las elles de llanta, grulla y Mallorca, y con los acentos de proyectil, reptil, textil, médula, parásito, vértigo, fárrago, rúbrica, púdico, imbécil, etc.
Esta atención a la norma sobreindividual no supone solamente que las gentes puedan apelar en los casos dudosos a una instancia superior que les regule su conducta idiomática, sino que, en bloque, las gentes reconocen en su mejor grupo cultural una mejor manera de expresarse, que se les presenta como un ideal. Y las distintas zonas sociales y culturales de la comunidad tienden a hacer suyo ese ideal de lengua, hasta donde respectivamente lo pueden seguir. El temor al ridículo y a la afectación es una forma de conciencia de esos límites. Cada tipo social localizará su ideal inmediato de lengua en un núcleo que le sea próximo: un obrero lo podrá ver en los empleados con quienes convive. Pero mediata y encadenadamente, el ideal es homogéneo para toda la comunidad. Porque siendo la sociedad más bien un tejido, que una serie de capas geológicamente superpuestas, de modo que cada individuo actúa en varios medios (gremiales, intelectuales, económicos, geográficos, etc.), se entrecruzan de tal manera los variados intereses normativos que la lengua literaria llega a marcar su influjo en el último rincón.
Ahora bien: el grado de atención a las normas, de imperio de un ideal, es en cada comunidad un índice del grado de su cultura. No insistiríamos tanto en este punto si sólo se tratara de la intravasación de un número variable de elementos literarios en la lengua común. Pero se trata de algo mucho más grave: de la elevación en junto del tono de la lengua común, de su significación, de su liberación del estado de patois o de su tendencia a caer en patois. Desde un punto de vista muchísimo más —160→ amplio Ortega y Gasset28 ha señalado el papel de las normas en la vida de la cultura. Y lo ha hecho, como en él es habitual, con una rotundidez de pensamiento tal que me gustaría poder decirlo casi del mismo modo. Y pongo casi, porque no es decente la anulación del propio yo. Dice así: «Estas normas son los principios de la cultura. No me importa cuáles. Lo que digo es que no hay cultura donde no hay normas a que nuestros prójimos puedan recurrir. No hay cultura donde no hay principios de legalidad civil a que apelar. No hay cultura donde no hay acatamiento de ciertas últimas posiciones intelectuales a que referirse en la disputa. No hay cultura cuando no preside a las relaciones económicas un régimen de tráfico bajo el cual ampararse. No hay cultura donde las polémicas estéticas no reconocen la necesidad de justificar la obra de arte.
Cuando faltan todas estas cosas no hay cultura; hay en el sentido más estricto de la palabra, barbarie... La barbarie es ausencia de normas y de posible apelación.
El más y el menos de cultura se mide por la mayor o menor precisión de las normas. Donde hay poca, regulan éstos la vida sólo grosso modo; donde hay mucha, penetran hasta el detalle en el ejercicio de todas las actividades».
Todo esto vale de modo muy particular para la lengua, como que es un sistema de convenciones. Las normas no sólo sustentan a la cultura sino que son la cultura. Y aún tomándolo por su lado externo, resulta para las normas una significación equivalente. La forma externa de la cultura es la urbanidad (no importa ahora que a veces la finja; eso mismo nos confirma). Pues —161→ bien: el grado de la urbanidad de alguien se mide por el grado en que se acomode a ciertas convenciones de la urbe. En un medio que llamamos culto se puede observar el extremamiento simultáneo de todas las fórmulas de convivencia: en el vestido, en los modales, en los ritos de la mesa, en el hablar, etc. Es la actitud social, el atender a la valoración social, lo que despierta en el individuo la idea y la necesidad de lo correcto. Quien, en el trato con personas de urbanidad, emplea modos de decir que se oponen a la norma, recibe una sanción estimativa equivalente a la que cae sobre quien, en la mesa de gentes de urbanidad, se permite meterse la comida en la boca con la hoja del cuchillo. La idea de corrección en las convenciones es una conquista de la urbanidad y es apenas sentida en otros estados de lengua, por ejemplo en los dialectos rurales. Es una convención de segundo grado que obedece no sólo a la necesidad de puntos comunes de referencia, sino a un sentido de cultura superior o, si se quiere, de formas superiores de convivencia.
Bien. Pero las normas de urbanidad tienen sus límites geográficos. Entre los norteamericanos no come decentemente el que a cada bocado no hace con el cuchillo y el tenedor una suerte de juegos malabares. En Alemania, se le dirige la palabra a un superior con los pies juntos después de haber dado un golpe de tacones. Otro tanto sucede en la lengua. Y lo que ahora nos interesa directamente es: ¿existe aquí un repertorio de normas orales —162→ de decir bastante diferenciado del de Méjico y Madrid? Hay en Buenos Aires unos millares de personas cuyas normas de hablar coinciden con las de los cultos de cualquier otro país de habla castellana. Coinciden totalmente en lo que toca al sistema estructural y coinciden en la mayor parte de los elementos que llenan esa estructura.
Con frecuencia he asistido a tertulias argentinas en las que había gentes de Méjico, Colombia, Antillas y España. Si entre los argentinos los había de edad avanzada, entonces se notaba cierta discrepancia en la norma de pronunciar las vocales concurrentes pior, cáido, páis, máistro, créia. Ésta es pronunciación que prosperó durante el siglo XIX por casi toda América y por la mitad norte de España (no en Andalucía) y contra la cual han reaccionado las clases cultas de todos los países reponiendo las acentuaciones caído, maestro, país, creía, ete. Aquí también ha triunfado la misma reacción culta, sólo que con algún retraso respecto a los demás países, en las últimas generaciones. Hoy dicen país los hijos de las madres que dicen páis, de modo que aquella discrepancia es sólo aparente. El seseo no se cuenta como norma en oposición en ninguna parte, ni aun en Madrid. Quiero decir que se le tiene por tan legítimo español como el diferenciar z y s. Otro detalle de pronunciación divergente -muy generalizado aunque no del todo-, se refiere a la erre, pronunciada aquí asibilada y continua, en vez de las vibraciones repetidas que tiene en el español general. Su impresión acústica equidista de la erre vibrante y de la j francesa. Esta pronunciación tiene una geografía extensísima: abarca casi toda América y tiene zonas importantes en España. Sólo que en todas partes es vulgarismo, y aunque se oiga en boca de personas cultas eso es como un descuido —163→ ocasional, como una inatención momentánea a la norma, no como una norma que se erige en frente de otra, pues todas esas personas alternan tal pronunciación vulgar con la general de erre vibrante29. Un caso semejante es el de la aspiración de la s final de sílaba, especialmente ante el sonido k (bohque, cahco). En otras partes es pronunciación reducida al vulgo, aquí con frecuencia se le oye a personas cultas, alternando con la normal. También el sonido de la jota tiene un matiz propio cuando va seguida de e, i (mujer, dirigir) consistente, al oído, en el adelgazamiento y alza de tono de esa consonante (¡claro que las consonantes tienen también su altura musical!) y, por su ejecución, en que se articula un poco más adelante que como lo hacen los españoles. La g suave de guerra o guisar tiene las mismas características articulatorias, pero es menos chocante al oído debido a su sonoridad. Los chilenos que llegan casi a decir la yerra (no con y porteña) por la guerra tienen esta misma diferencia mucho más acusada. Pero esto en Buenos Aires no es cosa de norma sentida: al contrario, la mayoría de los porteños no ha reparado en esta diferencia y hasta muchos estarán dispuestos a negarla.
En realidad la única norma de pronunciación que aquí encuentro discrepante de la norma panhispánica es la de la ll, y. El yeísmo, o igualación de y y ll, es rasgo bastante extendido por España y América, aunque en América mucho menos de lo que se —164→ cree. Pero en Buenos Aires hay una particularidad: se añade al sonido propio de la y -propio en español, inglés, francés, alemán, etcétera- un rehilamiento (Espronceda hubiera equivocado rielamiento), un zumbido provocado por las vibraciones de la mucosa lingual. La impresión acústica se aproxima a la de la j francesa, pero no la iguala: falta a la articulación argentina abocinamiento labial y no se forma tan cerca del ápice lingual como la francesa. Pronunciación semejante se oye en partes de Nuevo Méjico, Méjico (dudoso en San Salvador), Castilla la Nueva y Andalucía. Siempre en áreas reducidas. Lo mismo aquí. Hay quien arrastra la y con fruición nacionalista, pero lo cierto es que para que esa pronunciación constituyera rasgo nacional casi tendría que acabar la Argentina en Buenos Aires. Eso sí; la capital, La Plata, Rosario (y Montevideo), es decir, las más importantes concentraciones humanas del Plata pronuncian así. Pero la inmensa mayoría de la superficie argentina, no. No sólo los correntinos, que dicen calle y mayo como los castellanos viejos, y no sólo las provincias andinas, sino que hasta en la misma provincia de Buenos Aires se discrepa de la capital. He estado atento muchas horas a las conversaciones de peones y reseros en estancias del Azul y tenía que afinar bien el oído para percibir un conato de rehilamiento en las ll, y de aquellos argentinos.
En las formas gramaticales hay que contar el voseo con su vacilante concordancia (vos tenés pero vos querrás), de uso si no obligado, sí casi general en la Argentina; el adverbio medio convertido en adjetivo (media muerta); el vulgarismo nadies; ausencia de vosotros suplantado por ustedes; ausencia del futuro flexional, suplantado por formas perifrásticas no sólo en casos posibles en España (voy a ir por iré), sino hasta en el llamado futuro —165→ de probabilidad (han de ser las 10, por serán las 10); igualación de las parejas dónde donde, quién quien, sino si no, cuándo cuando, cuánto cuanto, aún aun, etc.; pérdida del acento primero en los adverbios en -mente. En la sintaxis, el vulgarismo hubieron bailes, hicieron calores con falsos plurales; el arcaísmo en lo de Fulano con vago valor resumidor. En el vocabulario, una buena cantidad de arcaísmos (o regionalismos en España) y de neologismos y algunos indigenismos además de los que se han generalizado. En la fraseología, unas cuantas locuciones estereotipadas con sabor especial: al ñudo, no hay nada que hacer, hacer la pera, correrle a uno con la vaina, ser el caballo del comisario, no llevarle el apunte, madrugarle a uno, etc. Naturalmente, cuanto más se descienda hacia el vulgo, más numerosas y frecuentes son las frases hechas. Algunas palabras tienen aquí y en Madrid significaciones desviadas: pararse, vereda, buen mozo, etc., además de las palabras viejas que sirvieron para bautizar novedades americanas: comadreja, tigre, avestruz, etc.; en otras hay una diferente resonancia emocional: lindo, desgraciado, infeliz. Finalmente, en cada capital corren palabras que son indecentes en la otra.
¿Y no forma todo esto una base suficiente para que podamos hablar, no de un idioma independiente, que eso ya a nadie interesa, sino de un matiz propio, de un timbre peculiar, de un estilo? Sin duda ninguna. Pero si vemos claro en los conceptos lingüísticos de lo particular y lo general, nunca nos será posible dar a este hecho una interpretación belicosa. Montar sobre eso la idea de un «idioma nacional» (léase, la idea nacionalista del idioma) sería desquiciar el problema doblemente. Primero, porque decir estilo porteño no es decir estilo argentino, y segundo, porque también tiene su estilo Sevilla y Bilbao y Zaragoza y Salamanca sin —166→ que eso entrañe que la lengua general se rompa en cada ciudad. Decir en España un mozo lindo supone una valoración de signo negativo, un poco irónico y mordaz; en la Argentina, de signo positivo. Con buen mozo el español alaba una prestancia corporal, una estatura; el argentino una cara. Pero también decir en el Litoral argentino mi pingo es referirse lógicamente al caballo propio, añadiendo un coeficiente emocional de cariño festivo y hasta de orgullo por él; pingo en Catamarca, en cambio, es despectivo, como en España, y no se aplica al caballo; en Catamarca, gaucho conlleva condenación, reprobación, como conllevaba en el Litoral hace un siglo; en la provincia de Buenos Aires es ahora un modo de encomio; chalán en Catamarca viene a valer lo que en el Litoral «gaucho muy de a caballo», es un valor alto de baquía; en el Litoral no es palabra en uso.
Podríamos continuar indefinidamente los ejemplos. Éstos bastan para comprobar que si la lengua de Buenos Aires se diferencia de la de Madrid por algunas denominaciones de objetos y por la distinta emoción con que se viven palabras comunes en las dos ciudades30, lo mismo ocurre entre el hablar de Buenos Aires y el del interior argentino.
Además, timbre propio de hablar, estilo, no tienen sólo las naciones, las regiones y las ciudades de lengua castellana. El que haya recorrido Francia, Italia, Alemania, Inglaterra, sabe de sobra —167→ que eso del estilo local no es algo inaudito que le pasa en este mundo a Buenos Aires. Lo único extraordinario de aquí es que la exacerbación localista ha interpretado alguna vez peculiaridades (que no siempre lo eran) idiomáticas, esforzándose en ver un cisma frente a la lengua general. Aunque hablen alemán el bávaro y el prusiano cultos, aunque hablen italiano el toscano y el calabrés, y francés el marsellés y el normando, cada uno denuncia, si vive en su región, un especial timbre de lengua, como le pasa al porteño y al sevillano. Pero la lengua general se levanta por sobre todas las variedades locales como un medio y como un producto de cultura superior en cuya elaboración han participado y están participando las personas mejor dotadas de todas las regiones.
No es que en cada lugar las personas cultas hablen sólo con modos generales, no: hay localismos en Madrid, en París, en Berlín, como en Buenos Aires. Pero hay un sistema de modos de expresarse generalmente admitidos y prestigiados que conviven en cada sitio con algunos más de circulación y prestigios confinados en la región. Al concepto de lengua general llegamos por exclusión: es la hablada por las personas cultas de todas partes, una vez descontados todos los localismos. Lo que sucede es que en todas partes el hombre culto tiende a la universalidad, utiliza y propaga los modos generales por de mayor alcance y por formar un repertorio incomparablemente más rico de posibilidades de expresión. El hombre de letras, el de negocios, el de aventura, el de industria siente la relación extralocal de su vida, y procura entender y hacerse entender en el medio más amplio posible. Y el hombre de letras, sobre todo, sabe que la lengua local le ofrece un repertorio excesivamente limitado de formas de conocer, de sentir, —168→ de valorar, muchas de ellas taradas por el desprestigio social, mientras que en la lengua general halla una gran variedad de distingos y matices, una especial elasticidad para las necesidades momentáneas de la manifestación de su pensamiento, y un repertorio de expresiones consagradas en el ejercicio de las más altas actividades del espíritu, que traen el prestigio de su procedencia. Éstas son las razones del hecho seguro de que, en todas partes, si dividimos la población en grupos según su grado de cultura, comprobamos que cuanto más culto es el grupo menos particularismos idiomáticos tiene, y al revés.
El problema de la lengua general es en Buenos Aires el mismo que el de todas partes: el de la inserción del hablar culto local en las normas cultas generales.
Hay, pues, aquí como en todas partes, una minoría para quien la lengua general es el medio habitual de expresión. Pero esto es lo peculiar de Buenos Aires: que esa minoría guarda frente a la masa enorme de porteños una proporción mucho menor que en otras ciudades, y que personas no pertenecientes a ella están profusamente en todos los puestos directivos de la sociedad. Un tercer rasgo específico, consecuencia de los anteriores, es que la minoría de hablar correcto tiene sobre la masa de conciudadanos un influjo menor que el esperable y necesario, pues no son para los más ese punto obligado de referencia por el cual la multitud orienta su conducta social. Y no porque nuestra minoría tenga —169→ más débil el don de proselitismo, ni, en general, por falta de virtudes intrínsecas, sino porque aquí se ven confundidos en todos los comandos sociales los que hablan bien con los que hablan mal, de modo que el bien decir no es síntoma para las gentes ni de capacidad, ni de eficacia, ni de posición privilegiadas. La consecuencia es que no se siente aquí tanto como en otras partes el afán de alcanzarlo. O dicho de otro modo: que las normas están desvalorizadas.
En ello concurren dos causas: la una general, que es la inundación de plebeyismo que está ahogando al mundo; la otra particular, arraigada en la historia local: Buenos Aires que hace un siglo era una ciudad chica de 41.000 habitantes, hoy tiene dos millones y medio; y no por fecundidad propia, sino por aluvión de todas las naciones del mundo. ¿Cómo se iba a ser exigente con los recién venidos en el uso de una lengua que les era extraña? Ellos cumplen con hacerse entender: con pocas palabras les basta, y ésas empleadas al más o menos. Para la gramática, indulto general. Pero de repente nos hallamos con que el ambiente social está formado por esos extranjeros y por sus hijos. En este trance, la misma necesidad de acomodaciones sociales que en otro ambiente amplía, enriquece y fija la lengua, aquí ha impuesto, de un lado, una heroica economía de elementos, y, de otro, un ancho margen de imprecisión. Pobreza en la cantidad, relajamiento en la calidad. El total es que Buenos Aires habla bastante mal la lengua del país. A la vista salta el mayor señorío y decoro del hablar provinciano argentino. Hasta las hablas rurales superan al porteño en calidad y en fijeza. No hay siquiera necesidad de preguntarse si la gente habla aquí mejor castellano que los limeños o los mejicanos o los madrileños; Buenos Aires ha estropeado y desnacionalizado —170→ la lengua culta de su propio país, la lengua digna que se transparenta en la prosa de Sarmiento, de Avellaneda, de Echeverría. ¿De qué sirve que unas cuantas familias tradicionales hayan heredado aquel hablar, mejorado hoy parcialmente, si eso no es más que una exigua minoría perdida en el maremágnum -grande y confuso- de Buenos Aires? Esa minoría que vive el decoro de la propia expresión no está sólo formada por criollos tradicionales, como islote de tierra antigua circundada por la inundación del elemento nuevo -hay personas de apellidos extraños que hablan muy bien-; pero lo cierto es que el aluvión de humanidad heterogénea, que ya forma el gran cuerpo de Buenos Aires, se ha desentendido y se desentiende hoy demasiado del problema de la adaptación lingüística. Está desconectado de la minoría que debiera darle orientación. Ahí tiene normas, pero las menosprecia: ya se ha habituado la masa de la población a no contar con la urbanidad lingüística de un hombre para valorarlo, y, por lo tanto, ya no tiene cada individuo por qué esforzarse por ganar esa urbanidad sin la cual puede llegar a todas partes.
Esto es lo típico de Buenos Aires: no que aquí no haya quien hable bien, sino que, al revés de lo que ocurre en París, Berlín, Roma o Madrid, las gentes de educación idiomática deficiente están en todos los puestos, en la política, en las profesiones liberales, en el alto comercio, y hasta en la prensa y en la cátedra.
El modo de hablar de estas gentes sí que se diferencia del de España, pero es imposible tomarlo como un conato de «independización idiomática» porque de lo que se ha hecho independiente no es del castellano de España, sino del buen castellano de aquí. No es una nacionalización, sino una desnacionalización de la lengua. Como que lo más hondo, lo más grave y radical de las diferencias —171→ entre ese hablar y el nuestro (nuestro de España y de aquí, como de Colombia y Cuba) es la diversa actitud de las personas hacia las normas. El rasgo más peculiar del castellano porteño es el aflojamiento de toda norma. No creo que en Perú, en Méjico o en España se vayan a oír entre personas de educación universitaria deformaciones fonéticas del signo lingüístico como se oyen aquí: ojebto, oxcuro, puédamos, etc., etc. Hay quien sabe decir anedocta y acnédota, casi como aquel rústico castellano que lo sabía decir de tres maneras distintas: percuraor, precuraor y porcuraor. Y claro que no es sólo en la pronunciación: En un mismo reportaje hacen decir a una viajera que en Inglaterra, con motivo de la baja de la libra, «el standard de vida ha subido muchísimo» y que en Alemania «la situación no es menos halagüeña» que en el resto de Europa. A cada paso le quieren tranquilizar a uno diciendo: ¡No pierda usted cuidado!; en los diarios leemos, según se oye en la calle, y por si esto no fuera poco, todavía...; las gentes hablan de los lápiz y de cualesquier cosa; uno de los universitarios de más campanillas escribe sobre los cuantas; otro repite varias veces en la mesa de examen el mismo espetáculo, etc.
Bastan estos ejemplos, referidos a medios sociales que en otras partes los corregirían en el acto, para comprobar cuál es la actitud típica del porteño ante el fenómeno social de la lengua: desatención a la norma. Pierde importancia la convención, lo establecido31, y se encomienda demasiado a la situación la comprensión de lo que se quiere decir. ¿Estamos hablando de que en —172→ Europa las cosas andan mal? Pues si digo que en Alemania la situación no es menos halagüeña la gente me entiende lo mismo que si digo que no lo es más. La lengua, como sistema establecido de convenciones para la intercomunicación, es utilizada al mínimum para intercomunicarse: al que habla, le basta hacerlo al tuntún; el que escuche, con mínimos agarraderos lingüísticos o situacionales, va a saber de qué se trata. Se comprende así la rápida fortuna que en el ambiente ha tenido el italianismo coso: le ahorra a uno todo el vocabulario.
A esta falta de fijeza que tiene aquí la comunicación de lo lógico e intelectual del pensamiento, corresponde una excesiva estereotipación para la expresión de lo afectivo y extralógico. En muchísimos porteños, los sentimientos y las valoraciones mueren -más bien que nacen- de la preconciencia al limbo de la conciencia idiomática, amortajados con unos escasos modelos de hábito. Supongamos que alguien nos dice muy contento: «Me parece que me van a subir el sueldo». Podemos imaginar que nuestro interlocutor tiene con nosotros un grado cualquiera de amistad. Concretándolo así, piénsese qué infinita variedad de matices puede tener la reacción que la esperanza del amigo nos provoque. Esa reacción es primero materia, presentimiento; y si es ella directamente la que atendemos, nos esforzaremos por hacerla de materia forma, de pre-sentimiento conciencia, buscando hasta donde nos sea posible expresar la originalidad individual de nuestro estado de ánimo. Pero aquí hay un millón de personas que no se encaran nunca con la singularidad de su estado de ánimo, sino que éste queda orientado y conformado por fórmulas circulantes. Esas personas, cuando oyen el «me parece que me van a subir el sueldo» reaccionan con un ¡subirían! (o ¡subiriolan!, como se dice con —173→ torsión barroca). He aquí una emoción porteña. El símbolo lo es, y el símbolo conforma la emoción: la incredulidad tiene zumos de sarcasmo, y, en el caso más benigno, de ironía. Es una incredulidad que en más o en menos zahiere.
Ya sé muy bien que este subiría es uno de esos idiomatismos efímeros que se dan en todas las grandes ciudades del mundo. Pero lo peculiar de aquí es que no son tan efímeros como en otras partes, o que, en todo caso, si unos desaparecen, otros acuden; lo peculiar de aquí es la enorme (fuera de norma) cantidad de personas que para la expresión de lo emocional no hablan más que con idiomatismos, precisamente porque encajan ajustadamente en la actitud del porteño-masa ante la lengua. Esta actitud, ya lo hemos dicho, es la de la entrega al tuntún; para la comunicación del pensamiento lógico, habla más la situación que el idioma; para la expresión de lo subjetivo se recuesta uno en la fórmula más genérica, en la que sirve a los vecinos para expresar estados de ánimo más o menos parecidos al de uno. La amplitud de este más o menos es lo congenial de aquí. Cada fórmula del pensamiento subjetivo abarca una tan ancha zona de posibilidades anímicas, que con unas cuantas tiene el porteño-masa suficiente para toda su vida interior. Borges ha maldecido la palabra macana, palabra de la sueñera criolla. Macana es para el porteño la expresión de un desvalor que va alcanzando a objetos cada vez más heterogéneos. Por el otro lado, lindo, que en el idioma general expresa al reconocimiento de cierta cualidad estética, es símbolo de un valor no sólo estético, sino de cualquier otro orden. Lindo es como el asentimiento efusivo que se da a los objetos más variados. Sobre qué recae la aprobación, eso la situación y el contexto lo dirán. Y esto es otra vez el tuntún. Si esta sueñera criolla no estuviera compensada —174→ por la vigilia de los mejores, si se le permitiera derivar a su gusto, se podría llegar a un idioma sencillísimo en el que todos los movimientos del ánimo serían revertidos a sus dos signos nucleares de + y -: un valor de signo positivo y otro de negativo cuya comunicación estaría encomendada a los símbolos lindo y macana.
Véase ahora con cuánta razón hemos dicho antes que los sentimientos y las valoraciones mueren de la preconciencia a la conciencia del porteño-masa. Sentimientos y valoraciones son primero, más que nada, presiones por nacer a la forma; no tienen existencia de tales, hasta que están expresados, lo cual no quiere decir comunicados a otros, sino hechos forma, traídos a conciencia. Por eso el expresar es siempre un acto de creación. El símbolo idiomático con que expresamos ese sentimiento lo fija, lo canaliza, lo cristaliza en una forma determinada. Con ello la vivencia pierde su absoluta originalidad, aun para el mismo que la vive (el río labra su cauce y luego el cauce tiraniza al río), pero en cambio adquiere valor para la experiencia personal y para la economía del pensamiento. Ya es unidad identificable y, por lo tanto, manejable. Todo idioma, por rico que sea, supone una limitación y una determinación en los modos de cumplir esas cristalizaciones. La mayor gravedad de la situación lingüística local no está -claro es- en la aparición de condiciones inauditas, sino en el extremamiento de esas condiciones. Aquí la expresión, como exteriorización de lo individual, queda acogotada apenas quiere asomarse a conciencia, como tapada con unas cuantas fórmulas absolutamente convencionales y mostrencas.
En compensación, se ha desarrollado en la fonética una extraordinaria sensibilidad para lo afectivo. El alma del porteño-masa, emparedada en un sistema de lengua excepcionalmente empobrecido, —175→ da voces por esos resquicios de la pronunciación. Esta mujer que se queja de que le hayan hecho pagar cinnco péeesos, alargando la n de cinco y pronunciando péeesos con una e más cerrada todavía que la francesa de pie, y muy larga y modulada en descenso, nos da en el alargamiento de la n y en la cantidad y cerrazón de la vocal acentuada la medida de lo que el asunto le afecta. Y lo mismo ese otro que pronuncia at-torrãnte, conteniendo en la primera sílaba como en una represa el torrente de su indignación, para precipitarlo luego más violento, en esa descarga del aliento, un poco nasal, con que acentúa la á. Hay que añadir otros tipos de refuerzo y prolongación de la consonante y sobre todo el ritmado de las sílabas y la melodía de la frase, mucho más libre -afectivamente- aquí, que en otras regiones de habla española. Lo malo es que esta compensación es desproporcionada. Esos recursos extralingüísticos o prelingüísticos apenas hacen más que añadir un coeficiente de intensidad a la emoción o valor especificados por las palabras.
En total: lo peculiar del habla del porteño-masa resulta ser, dentro de una general limitación de formas, un exceso de convención para lo afectivo y una escasez y flojedad de convención para lo intelectivo o lógico. Justamente al revés de lo deseable para una lengua.
Este diagnóstico no se basa en unas cuantas perlas recogidas en los diarios y en las conversaciones de Buenos Aires, como serían fáciles de recoger en cualquier otro país de Europa o de América. Lo propio de aquí es la profusión, y, sobre todo, la extensión y la impunidad sociales de esas faltas. En otras partes las perlas son notadas como perlas, como fallas en la educación personal o como desfallecimientos momentáneos. Obtienen condenación o requieren —176→ disculpa. Aquí no. Aquí todo el mundo tiene mano libre para hablar como le salga, con tal de que se le entienda más o menos a dónde se dirige. Parece como si todo el mundo contara con un previo indulto mutuo. Y esto es precisamente lo grave. Cuando en una colectividad las normas de cultura -y entre ellas las lingüísticas- tienen plena vigencia y vitalidad social, por más perlas que se cosechen serán siempre de exclusiva responsabilidad individual. Pero aquí lo que sufrimos es el relajamiento social del sentido de la norma.
Todavía son posibles y deseables otros enfocamientos del problema lingüístico en la Argentina: el histórico, ahondando en la génesis del estado actual; el pedagógico, buscando los procedimientos más adecuados para su remedio. Pero yo, al desenredar los conceptos de estilo, lengua literaria y lengua oral, para establecer en seguida su íntima conexión; al denunciar el afán de universalidad con que nace y vive el cultivo literario de un idioma; al deslindar el habla de una minoría culta, del de la masa de porteños de cultura media (no incluyendo las clases incultas) al insistir en el valor cultural de la norma y al mostrar cómo, por la comunión de los espíritus mejores de todas partes en las mismas normas de cultura superior, todos los estilos locales vienen a armonizarse y a nivelarse en la gran unidad de la lengua general, he procurado objetivar el problema, planteándolo en sus términos más correctos y seguros, tal como afecta a los argentinos que con más frecuencia e intensidad han pensado en él: a los escritores. —177→ Mi ambición es influir en su concepción del problema, y, de rechazo, en su actitud ante el conflicto. Mi intención ha estado constantemente goznada en ellos.
He querido decirles esto: Para el poeta el problema de la lengua es cuestión de vida o muerte vocacional, pues sólo llega uno a hacer valer su estilo, inscribiendo lo personal en el sistema fijado de la lengua literaria; pero, en castellano como en todo idioma culto, la lengua literaria tiene sus propias normas y su propia tradición, y el escritor que las desconoce se comporta como advenedizo, como gringo en el medio idiomático en que se mueve, y su única posible salvación es desgringarse y no predicar el engringamiento general. Esto no supone que la lengua literaria se deba ver inmutable, porque realmente la lengua está en perpetua evolución mientras es vivida: los estilos la remozan sin cesar. Con la necesidad que tiene del estilo la lengua literaria y de ella el estilo para poder vivir, no queda cerrado el círculo: hay un tercer factor, la lengua oral del escritor, en donde se cumple la inserción del estilo en la lengua literaria, y tanto o más que el estilo personal, el estilo local y el de época. Esto exige que la lengua oral tenga a su vez cierto grado de madurez y de calidad para que sus trasfusiones a la escrita no resulten cuerpos extraños. Y ya hemos visto que el rasgo más saliente del hablar porteño, el que bien pudiera ser su mote, es pobreza sin calidad. El deber primario de todo argentino que tenga algo que ver con el problema de la expresión es el de dignificar la lengua hablada local. Hay que reaccionar contra ese recelo -que sorprende en los ambientes donde es más inesperado- hacia las formas cultas de decir. Y si yo fuera argentino nativo, predicaría con todas mis fuerzas un nacionalismo que no se iba a complacer, no, en cualquier rasgo fisonómico, por externo y pegadizo que fuese, con —178→ tal que fuera diferencial (ya se sabe que los hombres de diversas regiones cuanto más plebe son más se diferencian idiomáticamente), sino que valoraría los medios de expresión por su adecuación a las necesidades de mi propio espíritu. El medio de expresión más propicio para el escritor es la lengua general, por su mayor riqueza, por su mayor flexibilidad y por haberse ido formando en atención a las actividades superiores del espíritu. ¿Y por qué vamos a dejar que nos asalte la ocurrencia de que la lengua general es una cosa forastera a la que se opone la local? La lengua general es tan argentina como colombiana, tan española como mejicana. Y no sólo como instrumento y medios comunes, sino como obra común.
La lengua general no es un algo decolorado, una especie de paño esterilizado de todo hablar concreto, sino el acercamiento real de las mejores mentes de la comunidad panhispánica, cuyos respectivos timbres regionales se armonizan en la lengua general, como un anhelo común de crear y utilizar un medio de expresión adecuado a las necesidades supralocales de la cultura. El estilo local no se opone belicosamente a la lengua general, siempre que tenga calidad. Variedad no es escisión. Pereda, que es muy español, es también muy montañés. No nos escandalice el timbre local; pero en él debe oírse la voz de la cultura, y no de la incultura porteña. Si cada escritor atiende a dignificar su medio de expresión y a lograr la realización de su estilo personal, con ansia de exactitud y de perfección, el timbre local resultará sin duda ninguna también logrado.