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ArribaAbajoLos jugadores

Drama en un acto


Traducido libremente de Berquin


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PERSONAJES
 

 
DON AMBROSIO.
ELENA,   su hija, de edad de 14 años.
CÁNDIDO,    su hijo, de edad de 15 años.
ANDRÉS,   vecino de CÁNDIDO, de edad de 14 años.
EUGENIO,   amigo de ANDRÉS, de edad de 17 años.
ESTEBAN,   de edad de 16 años, joven apasionado al juego.
VÍCTOR,   de edad de 16 años, joven apasionado al juego.
GENARO,   de edad de 18 años, joven apasionado al juego.
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Escena I

 

La escena es en un jardín que pertenece a la casa del padre de CÁNDIDO, y tiene comunicación con la de ANDRÉS.

 
 

ANDRÉS, EUGENIO.

 

EUGENIO.-  ¿A qué vas a casa de Cándido?

ANDRÉS.-   Tengo que hablarle; ¿le conoces?

EUGENIO.-   Muy poco: sólo de haberle visto en compañía de otros amigos. Por cierto que entonces no os tratabais.

ANDRÉS.-   Es verdad: pero desde que vive en el cuarto bajo de casa, empezamos por hablarnos algunas tardes en el jardín: luego vino a verme a mi cuarto, y nos divertíamos un rato con varios juegos.

EUGENIO.-  Si no me engaño, no piensas más que en   —286→   jugar: a lo menos te encuentro a todas horas con ciertos caballeritos que no hacen otra cosa, y si he de decirte la verdad, me gustan muy poco.

ANDRÉS.-   ¡Ay amigo! ¡qué buen olfato tienes! ¡ojalá no los hubiera conocido nunca!

EUGENIO.-   A tiempo estás de enmendar el yerro: no vuelvas a buscarlos y huye de ellos cuando los encuentres.

ANDRÉS.-   ¡Así pudiera! pero... ¿Si yo te contase el apuro en que estoy, me venderías?

EUGENIO.-   Esa sospecha es un verdadero agravio para un amigo como yo, que te amo desde la niñez. Descúbreme tus cuitas sin recelo alguno.

ANDRÉS.-   ¡Ah, querido Engenio! ¡En qué fatal situación me han puesto, empeñándome en lances que si llegasen a oídos de mi padre, no sé que sería de mí!

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EUGENIO.-   ¿Qué lances son esos? Cuéntamelo todo y no me tengas en esta zozobra.

ANDRÉS.-   Que el diablo me tentó para que ayer fuese a casa de Genaro, ese italiano que viaja por instruirse, el cual nos había convidado a almorzar desde el día anterior. Hubo vino de Champaña y otros licores que yo no había probado en mi vida; después me hicieron jugar y me limpiaron el bolsillo.

EUGENIO.-   Te está bien empleado por haberte puesto a jugar y a beber como un perdido. Si con eso escarmientas y no vuelves a caer en vicios tan feos, llámala ganancia, y no pérdida.

ANDRÉS.-   ¡Ay amigo! Lo peor es que no paró en eso, pues como se me acabó el dinero, y esperaba desquitarme, me ganaron el reloj, el alfiler de topacios, y hasta los botones de oro de la camisa. Quedé además a deber un doblón al italiano, y sino lo pago hoy mismo, me amenaza con venir a contárselo a papá, que sería la última desgracia. Ya sabes el genio   —288→   que tiene, y la rigidez de sus principios: así no sé como evitar este golpe.

EUGENIO.-   No encuentro más que un arbitrio, que es el de adelantarte tú, contárselo todo a tu padre, y resignarte a sufrir el castigo que te imponga. Si lo haces así, estoy seguro de que te perdonará al ver tu arrepentimiento.

ANDRÉS.-  ¿Conque me aconsejas que yo mismo me delate? ¡Dios me libre! ¡Quién sabe lo que en el primer ímpetu haría conmigo!

EUGENIO.-   ¿Pues sino, qué partido has de tomar?

ANDRÉS.-   No me atrevo a decírtelo de vergüenza.

EUGENIO.-  Vaya; sepámosle.

ANDRÉS.-  Llamé aparte a Esteban y a Víctor y les descubrí mi pecho, encareciéndoles el apuro en que me vería, si mi padre llegaba a saber lo ocurrido. Para evitarlo me sugirieron un proyecto infalible.

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EUGENIO.-  ¡Bueno será el puesto que ha salido de tales cabezas!

ANDRÉS.-  Mejor pudiera ser; ¿pero qué quieres que haga en este aprieto? Díjeles que había hecho amistad con Cándido, que es muchacho de dinero: como que yo le he visto un bolsillo lleno de plata.

EUGENIO.-   ¡Cómo! ¿Queréis robarle?

ANDRÉS.-  Nada menos que eso. Se trata únicamente de desplumarle, como a mí, y luego me darán parte en la ganancia, para poder pagar mi deuda.

EUGENIO.-  ¿Eso es decir que por salir del pantano en que por tu culpa has caído, vas a entregarles a tu amigo con la mayor frescura para que a su sabor le desuellen esos tunos? ¿Y qué seguridad tienen de que la suerte no les sea contraria? ¿No puede suceder muy bien que se aumente tu pérdida?

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ANDRÉS.-  ¡Qué! No lo creas: si es un inocentón que juega sin ninguna malicia.

EUGENIO.-   ¿Juegas tú a lo tahúr por ventura?

ANDRÉS.-  No por cierto: yo juego con toda legalidad.

EUGENIO.-   Por eso perdiste, y por eso perderás de nuevo cuantas veces jugares.

ANDRÉS.-   Sí; pero ellos son los que lo han de hacer todo. Dice Esteban que saben usar de cierta ingeniatura, con la cual han de perder forzosamente los que la ignoran.

EUGENIO.-   ¿Ingeniatura la llamas? Su verdadero nombre es fullería, y me admira mucho que no te avergüences de emplear tan viles medios. Ya sabes que no me sobra nada; pero sin embargo despreciaría las riquezas de Creso adquiridas a tanta costa; y en verdad siento mucho que me hayas descubierto un pensamiento que tan poco honor te hace.

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ANDRÉS.-   Ten compasión de mí, querido Eugenio. Yo te prometo...

EUGENIO.-  Sólo falta que tengas la impudencia de prometerme algo porque te ayude a cometer una bajeza.

ANDRÉS.-   No es eso lo que iba a decir, sino que a tener la fortuna de ganar con que cubrir la deuda de aquel maldito Genaro, te prometo no volver a mirar la cara a ningún jugador, ni a tomar las naipes en mi vida. Si falto a mi promesa consiento desde ahora en que se lo cuentes a mi padre. (EUGENIO menea la cabeza, dando a entender que no fía de sus palabras.)  

Además, yo no soy el que le engaña, que gracias a Dios no tengo tanta destreza. Genaro se entenderá con él, pues yo no he de hacer más que tomar cartas como uno de tantos, y jugar legalmente, con la seguridad de entrar a la parte con ellos en las ganancias y no en las pérdidas, que es lo que me han ofrecido.

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EUGENIO.-   Bien está; pero mira que yo he de presenciarlo todo.

ANDRÉS.-  Mejor; eso es lo que yo quiero. Voy a convidar a Cándido para esta tarde: cabalmente su padre está fuera, y no volverá en algunos días.

EUGENIO.-  Enhorabuena. Pero cuenta con lo dicho, pues si advierto que haces la más leve trampa...

ANDRÉS.-  ¿No te he dicho mil veces que no? Deja de achicharrarme, por Dios, que hartos disgustos tengo. ¡Cómo qué ya me pesa de haberte descubierto nuestros planes!

EUGENIO.-  Algo diera yo porque hubieses guardado tu secreto: con eso estaría libre de toda responsabilidad.

ANDRÉS.-  Yo no veo que tengas ninguna.

EUGENIO.-   ¿Ninguna, cuando se trata de tender un lazo a un inocente?

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ANDRÉS.-  Pero ese lazo ni tú ni yo se lo armamos.

EUGENIO.-   ¿Si vieses un ratero en el acto de robar el bolsillo a cualquiera, aun cuando fuese a una persona desconocida, cumplirías con tu conciencia guardando silencio?

ANDRÉS.-   Ciertamente que no; pero aquí se trata de una docena de duros cuando más; es decir, de una cantidad despreciable, cuya pérdida tal vez le será utilísima, pues ¿quién sube si a tan poca costa cobrará aversión al juego para siempre?

EUGENIO.-   La que le has cobrado tú, querido Andrés. Es menester que te desengañes: el que pierde vuelve a jugar por desquitarse, y si tiene ocasión emplea para lograrlo medios indecorosos.

ANDRÉS.-   Calla que oigo pasos.

EUGENIO.-  Ahí tienes la victima del sacrificio.


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Escena II

 

EUGENIO, ANDRÉS, CÁNDIDO.

 

CÁNDIDO.-   Adiós, señores.

EUGENIO.-   Felices días.

ANDRÉS.-  ¿Cómo por aquí en día de fiesta y con un tiempo tan hermoso? Yo te hacía en el jardín.

EUGENIO.-   ¿Crees que todos tienen gusto en correr y saltar a todas horas como tú? El señor no necesitará salir al aire para pasar entretenida la mañana.

CÁNDIDO.-  Tan lejos de eso, que si no estoy en el jardín es porque me levanté temprano, y estuve paseando por el bosque más de una hora con mi padre y mi hermana, quedándonos por fin a almorzar en el cenador.

ANDRÉS.-    (Manifestando sorpresa.)  Qué ¿ya está aquí de vuelta tu padre?   —295→   ¡Poca gracia te habrá hecho la brevedad de su viaje!

CÁNDIDO.-   Muy al contrario. He tenido al verle un gozo inexplicable; como que después de tres semanas de ausencia me encontré repentinamente en sus brazos, siendo así que no le esperábamos hasta el mes que viene.

ANDRÉS.-  También yo quiero mucho a mis padres, pero a la verdad no me pesaría que fuesen más aficionados a viajar. Una corta ausencia de tiempo en tiempo te aseguro que la llevaría con bastante resignación.

CÁNDIDO.-   Pues, amigo, por lo que a mí toca, quisiera que mi padre no faltara de casa un solo día. ¡Es tan condescendiente, tan bondadoso!

ANDRÉS.-  No: pues del mío no hay que esperar condescendencias: todo es severidad y mal humor.

EUGENIO.-   ¡Quién sabe qué especie de condescendencias desearías tú! Yo por mí bastantes pruebas he recibido de su bondad.

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CÁNDIDO.-  También yo extraño lo que dices, pues creía que en este punto no tuvieses que envidiar a nadie: lo cierto es que desde que vivimos en esta casa te veo casi siempre a la puerta, y cuando he ido a buscarte para venir al jardín a jugar, no he visto que ninguno te lo haya estorbado.

ANDRÉS.-   Eso suele suceder los días que papá no come en casa; y así procuro aprovechar los únicos ratos que tengo a mi disposición. Lo malo es que ahora con la vuelta del tuyo, no podremos vernos por las tardes con tanta frecuencia.

CÁNDIDO.-  ¿Por qué no? ¿pues acaso mi papá me prohíbe ninguna diversión racional? Es verdad que yo le pido pocos permisos porque jamás estoy más contento que en su compañía. Los dos estamos a cual más entretenido y alegre, y así a cada paso nos andamos buscando el uno al otro.

ANDRÉS.-  ¡Esos sí que son buenos padres! ¡Conque te permite salir cuando y donde te acomode! ¡Qué fortuna!

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CÁNDIDO.-  Es muy cierto, pero quizá será porque siempre le digo donde voy.

EUGENIO.-  Y porque estará seguro de que siempre irá V. donde le dice.

ANDRÉS.-  Lo que no puedo comprender es lo que Vds. hacen cuando están juntos, que pueda divertir a entrambos en los términos que tanto encareces.

CÁNDIDO.-   Yo te lo diré: durante el buen tiempo salimos a pasear todas las tardes.

ANDRÉS.-  ¿Hay cosa más insulsa que dar vueltas de un lado para otro? Yo te confieso que antes de una hora estoy ya fastidiado de pasearme.

CÁNDIDO.-   Pues a mí me gusta infinito, y más cuando uno ha estado toda la mañana sin moverse de la silla. Con la conversación no se siente el cansancio, y como yo empiezo a conocer tal cual las plantas y las flores, nos entretenernos en buscarlas. ¡Y qué mayor alegría   —298→   puede haber que la que experimenta el que halla una desconocida! ¡Qué mejor diversión que observar todas sus partes y caracteres para clasificarla como corresponde! Con este examen recuerda uno cuanto ha aprendido, y vuelve a casa con mayor deseo de herborizar la tarde siguiente.

EUGENIO.-   Y en el invierno, ¿cómo pasan Vds. el tiempo, después que anochece?

CÁNDIDO.-   Formamos corro a la chimenea y nunca nos falta diversión. Se cuentan historietas, se habla de cosas amenas y curiosas, se tratan puntos de historia natural, de matemáticas o de geografía. Otras veces cuando conmigo y con mi hermana se reúnen dos o tres amigos hacemos comedias o dramas cortos, que es lo que más nos gusta, teniendo la ventaja de ejercitarnos en hablar y presentarnos con desembarazo, que siempre es sacar utilidad de las mismas diversiones.

ANDRÉS.-  ¡Pero cuántos malos ratos habrá que pasar para aprender todas esas cosas!

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CÁNDIDO.-   Nada de eso: jugando se aprenden.

ANDRÉS.-   Sin embargo donde están los naipes... ¡Esa sí que es diversión! ¿No juegan Vds. de tiempo en tiempo?

CÁNDIDO.-   Sí; bastante a menudo; y siempre algún interés aunque corto, porque de otro modo no interesa el juego. Además dice papá, que así se acostumbra uno a perder sin tomar por ello pesadumbre, y a jugar con serenidad de ánimo.

ANDRÉS.-  Es verdad, pero si el bolsillo no está bien provisto...

CÁNDIDO.-   En esa parte nada tenemos que desear porque papá nos da más dinero que el preciso para nuestras urgencias.

ANDRÉS.-   La verdad: ¿Cuánto suele darte?

CÁNDIDO.-   Seis pesetas cada semana.

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ANDRÉS.-  ¡Cáspita! No es mala asignación. Bien hay con qué divertirse.

EUGENIO.-   No será para malgastarlo todo en niñerías.

CÁNDIDO.-   No por cierto, que atendemos con ella a varios gastillos de poca monta, por no acudir a papá a todas horas con ciertas pequeñeces. De esta manera se acostumbra uno a ser cuidadoso y económico.

EUGENIO.-   No hay duda que contribuye mucho a conocer el valor del dinero el haber de pagar las cosas por sí mismo.

ANDRÉS.-   Sí; pero a más de la asignación no faltarán algunas propinejas de cuando en cuando.

CÁNDIDO.-   Ya se ve que no: por ejemplo el día de mi santo suele darme papá seis u ocho duros cuando menos. Por eso ahora tengo en el bolsillo cinco doblones de oro sin contar algunas pesetas sueltas.

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ANDRÉS.-  ¿Cinco doblones? ¿No sabrás en qué emplear tanto dinero?

CÁNDIDO.-   ¡Qué! ¿No tengo yo también mis gastos? En primer lugar a los chicos del portero de casa les pago mensualmente el maestro que les enseña a leer y escribir: al que me enseñó a mí le tengo señalada una pensioncita cada semana, porque el pobre se ha quedado ciego; compro además algunos libros y estampas, y con esto y algún regalito que le hago a mi hermana de cuando en cuando apenas me queda un repuesto regular que reservo para otras urgencias, verbigracia para jugar cuando se ofrece ocasión.

ANDRÉS.-  Lo mejor es que en el juego tienes buena suerte: el otro día me ganaste seis reales a la treinta y una en un abrir y cerrar de ojos.

CÁNDIDO.-   Pues cree que lo sentí, porque a la verdad no me gusta ganar el dinero a mis amigos. Por otra parte papá no tiene gran afición   —302→   a los naipes, y le agrada mucho más que juegue al chaquete o a las damas.

ANDRÉS.-   ¡Qué cosa tan cansada! Para eso mejor es estudiar, porque no divierten nada, que es lo que uno se propone cuando juega. ¿Y esta tarde tienes que hacer?

CÁNDIDO.-  No pienso salir de casa, porque mi padre tiene que escribir un memorial para un pobre labrador, y no puede ir a paseo.

ANDRÉS.-  ¡Mejor que mejor! El mío saldrá temprano: ven a mi cuarto a buscarme, y tendremos una tarde divertida, porque espero a Víctor y a Esteban con un muchacho italiano que te alegrarás de conocer.

CÁNDIDO.-  Está bien: voy corriendo a pedir el permiso a papá: mucho me gusta tratar con viajeros, pues siempre instruye su conversación. ¿Me esperas aquí?

ANDRÉS.-   No, que me vuelvo a mi cuarto no sea que se vayan los amigos. Eugenio me traerá la respuesta.


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Escena III

 

EUGENIO, CÁNDIDO.

 

CÁNDIDO.-   ¿Quiere V. venir conmigo, Eugenio? Mi padre celebrará ver a V. porque le aprecia mucho.

EUGENIO.-  Lo agradezco infinito, pues nada hay que deba lisonjear tanto como el aprecio de un sujeto tan estimable y juicioso. Pero no me siento bueno, y quisiera dar una vuelta por el jardín si V. lo tiene a bien.

CÁNDIDO.-   Quédese V. en buenhora. Tal vez con el ejercicio se sentirá mejor, y yo de todos modos tardaré poco en estar de vuelta.



Escena IV

 

EUGENIO pensativo.

 

  No sé ciertamente qué partido tomar. Por una parte quisiera ver a Andrés fuera de su apuro; pero dejar que sacrifiquen al pobre   —304→   Cándido es una indignidad imperdonable. No hay remedio voy a descubrirlo todo, pues hacer capa a bribones es lo mismo que serlo, y el cómplice no merece menos pena que el malhechor. Pero, aquí viene la hermana de Cándido: veré de darle a entender el riesgo de su hermano sin faltar a la confianza de mi amigo.



Escena V

 

ANDRÉS, EUGENIO.

 

ANDRÉS.-   ¡Hola, Eugenio! ¿aquí está V.? ¿Cómo tan solo? Me había parecido oír la voz de mi hermano.

EUGENIO.-  Ahora mismo acaba de salir.

ANDRÉS.-  Si su compañía no fuese a V. molesta, me alegraría mucho de verle siempre a su lado, pues de ese modo estaría tranquila.

EUGENIO.-  Favor que V. me hace, señorita; pero estoy persuadido de que Cándido es tan bueno   —305→   y bien criado que nunca puede dar su conducta el menor recelo.

ELENA.-  Mientras se acompañe con muchachos de juicio, tiene V. razón; pero si he de decir lo que siento, las cosas que cuentan de los amigos de Andrés no son las más favorables a su opinión; y como veo el ansia que tiene mi hermano por juntarse con ellos...

EUGENIO.-  No sé que hasta ahora le haya ocasionado su compañía el menor perjuicio.

ELENA.-   Tampoco yo lo sé; pero le conozco bien, y veo que aunque tiene talento, es demasiado crédulo y dócil: piensa que todos son tan buenos como él, y no siendo así pudieran pervertirle con facilidad. Por otra parte veo que V. no frecuenta el trato de tales señoritos, y esto algún misterio encierra.

EUGENIO.-  Bien conoce V. que no siendo rico, no debo contraer intimidad con jóvenes más acomodados, por no sufrir bochornos.

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ELENA.-  Pero queriendo V. a Andresito tanto como le quiere, ¿puede V. verle sin susto en tal compañía?

EUGENIO.-  Mucho más satisfecho estuviera, hablando francamente, si se contentara con la amistad de su hermano de V.: sin embargo, uno y otro tienen padres vigilantes y discretos que observarán su conducta, y pondrán con tiempo el remedio conveniente.

ELENA.-   No siempre llega a tiempo el remedio. No hay duda que es fácil atajar las consecuencias del mal; pero los primeros efectos no es tan fácil, porque hasta que se experimentan no suelen temerse.

EUGENIO.-   No puedo dudar que V. quiere mucho a su hermano: por lo mismo debo prevenirla el plan de esta tarde, seguro de que no me descubrirá V. en ningún caso. Andrés le ha arrancado la promesa de que vaya luego a su cuarto, donde le esperan los amigos consabidos. Es regular que haya juego largo, y... en una   —307→   palabra será muy conveniente que disuada V. a su hermano de semejante visita. Cabalmente me hallo aquí con el objeto de esperar su contestación; pero bien pensado el asunto, creo que no debo encargarme de darla. Ya no puede tardar en venir a traerla, y así me permitirá V. que me retire, teniendo presente el consejo que la he dado.



Escena VI

 

ELENA sola.

 

  Esto se va haciendo un poco serio. ¡Pues, no fuera un dolor que mi hermano, en quien papá tiene todas sus delicias, le preparase ahora un sin número de disgustos y pesadumbres! Fuerza será evitarlo a cualquiera costa.



Escena VII

 

ELENA, CÁNDIDO.

 

CÁNDIDO.-  ¡A qué mala ocasión han llegado los amigos de papá a darle la bienvenida! ¡No es bueno que aún no he podido hablarle dos palabras!

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ELENA.-  ¡Lástima fuera que no se privase de la satisfacción de verlos y hablarlos por darte a ti gusto! Sin duda será cosa de grande importancia lo que tienes que decirle.

CÁNDIDO.-   Para mí lo es, como que se trata de ir a divertirme con varios amigos.

ELENA.-   ¿Apuesto a que vas al cuarto de Andresito?

CÁNDIDO.-   Es cierto.

ELENA.-   ¿Pues; no lo decía yo? Y eso que te tengo dicho mil veces cuánto me incomoda esa tertulia.

CÁNDIDO.-   No había caído en ello, y a fe que siento verte incomodada, porque será capaz de darme un tabardillo de pesadumbre. ¿Mas no podré yo saber cuáles son las prendas recomendables que han de tener mis amigos para que merezcan tu aprobación?

ELENA.-  En dos palabras te lo diré, querido hermano: las mismas que tú tienes.

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CÁNDIDO.-  Me alegro que estés de tan buen humor.

ELENA.-   Tan lejos estoy de chancearme, que te lo digo con toda formalidad. Tú eres a todas luces un muchacho excelente, y sobre todo muy amable: ¿podrá haber quién ponga duda en ello?

CÁNDIDO.-  Vamos: déjate de misterios y háblame claro.

ELENA.-   No sé qué más claro he de hablar. A fe que las voces que he empleado son harto sencillas para que nadie pida explicaciones, y menos un muchacho instruido como tú. Lo que digo es, que eres un joven bien nacido, sensible, honrado y muy atento con todo el mundo, menos con tu hermana.

CÁNDIDO.-  Porque mi hermana es una burloncilla que se divierte en hacerme rabiar, y se tiene por más prudente y avisada que yo.

ELENA.-  Ahora veo que entre las virtudes de mi   —310→   hermano se me olvidó hacer mención de la modestia.

CÁNDIDO.-  Vaya, déjate de habladurías, y dime qué tienes que decir de Andresito. ¿Le conoces tú acaso para ponerle faltas?

ELENA.-   Procuro conocerle por sus obras.

CÁNDIDO.-  ¿Te manda recado para que vayas a presenciarlas?

ELENA.-  No es necesario tanto; basta saber qué amigos tiene para formar juicio de lo que él será.

CÁNDIDO.-   Eso es decir que te disgusta, porque yo le trato, y entro en el número de sus amigos. ¿No es esto?

ELENA.-   ¡Ea! No te piques sin motivo. Yo no hablo de ti, sino de otros más antiguos que le acompañan a todas horas, los cuales si he de repetirte lo que dice todo el mundo, son gente despreciable.

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CÁNDIDO.-  ¿Por qué razón?

ELENA.-   Porque no hacen más que jugar, y quitarse el dinero unos a otros, adquiriéndolo mal, y gastándolo peor. ¿Lo entiendes?

CÁNDIDO.-   ¿Qué jueguen y se diviertan cuando están reunidos es alguna cosa nunca vista? También jugamos nosotros cuando se nos antoja, y gastamos el dinero como nos parece. ¿Te figuras que no les he visto yo, ni sé lo que juegan? Más te digo, algunas veces les he ganado.

ELENA.-   Lo creo: les habrás ganado algunos cuartos, pero ellos te ganarán duros y aun doblones.

CÁNDIDO.-   ¿Y a ti qué te importa? ¿Han de salir de tu bolsillo o del mío? ¡Es buen empelo por cierto el de mi hermana! Cuanto más hago yo por tenerla contenta, más se afana por aguar mis diversiones.

ELENA.-    (Tomándole de la mano.)  No, Cándido mío; nadie tiene mayor gusto que yo en que te diviertas; pero por lo mismo no   —312→   tendría consuelo si viciando tus buenas calidades, te hicieran perder el sosiego, y a mí el gusto de amarte como te amo.

CÁNDIDO.-   Bien sé que me quieres, y yo no te quiero menos; pero no sabes cuanto me mortificas dando a entender la poca confianza que tienes en que sepa gobernarme.

ELENA.-   No serías tú el primero, que a pesar de su confianza hubiese caído en el lazo... pero papá viene.



Escena VIII

 

DON AMBROSIO, ELENA, CÁNDIDO.

 

DON AMBROSIO.-   ¿Aquí estáis, hijos míos? Sabed que acabo de tener una de las más dulces satisfacciones que he disfrutado en mi vida, y es la de volver a ver a mis amigos, recibiendo mil pruebas de su fino afecto.

ELENA.-  No lo extraño, papá. ¿Cómo es posible que ninguno que conozca a V. deje de amarle?

  —313→  

DON AMBROSIO.-   ¿Y vosotros habéis tenido mucho gusto en verme?

CÁNDIDO.-   No hay voces bastantes para encarecerlo. Como V. nos quiere tanto, y nos trata con tanta afabilidad, todos los instantes pensábamos en V., y llorábamos como dos chiquillos.

ELENA.-   Estábamos como sin sombra: el estudio, el paseo, los juguetes, nada nos distraía.

DON AMBROSIO.-   Pues, hijos, no hay remedio; es menester que os vayáis acostumbrando a vivir sin mí, porque según el orden regular de las cosas, debo ser el primero que salga del mundo.

ELENA.-   ¡Por Dios, papá, no quiera V. afligirnos con ideas melancólicas en unos momentos en que debe ser tan grande la alegría de vernos juntos!

CÁNDIDO.-   El cielo querrá que aún viva V. cuantos años sean precisos para vernos colocados y dichosos. Pero no hablemos más de cosas tristes.   —314→   ¿Sabe V. que tengo que pedirle un favor?

DON AMBROSIO.-   ¿Aquí se reduce? Veamos.

CÁNDIDO.-  ¿Ya conoce V. a Andrés, el hijo del señor que vive en el entresuelo? Pues ha venido a convidarme para que vaya a divertirme con él a su cuarto.

DON AMBROSIO.-   ¡Hola! No sabía yo que hubieses contraído esa nueva amistad: me alegro que se te haya proporcionado tan buena compañía sin tener que salir a la calle.

ELENA.-   Tan buena compañía. ¿La entiendes, Cándido?

CÁNDIDO.-   Yo le tengo por buen muchacho, y no se puede negar que su trato es muy amable. Ya nos hemos visto unas cuantas veces, y me ha dado a conocer a otros dos o tres amigos suyos.

ELENA.-   ¿Supongo que serán también buenos muchachos? ¿Eh?

  —315→  

CÁNDIDO.-   Ya se ve que lo son. ¿Si los conoceré yo mejor que tú?

DON AMBROSIO.-  Lo que yo quiero decir es, si son quietos, bien criados...

CÁNDIDO.-  Sí, señor: muy pacíficos, muy atentos.

DON AMBROSIO.-  ¿Buenos, aplicados, puntuales en el cumplimiento de sus deberes?

ELENA.-  ¿Cómo quiere V. que en dos o tres ratos que los ha visto de paso pueda estar enterado de sus calidades?

CÁNDIDO.-  No, Elena, no: que ya los he visto cuatro veces, y cada una de ellas ha durado media hora.

DON AMBROSIO.-  ¿Y de qué modo hicisteis las amistades?

ELENA.-   Creo que jugando.

CÁNDIDO.-  Pero el juego no ha durado siempre, que   —316→   gran parte del tiempo la pasamos en conversación.

ELENA.-   ¿Y sobre todo tú no jugarías?

CÁNDIDO.-   Sí, señora, que jugué: ¿y por qué no, si tenía licencia de papá?

DON AMBROSIO.-   Así es. Yo te permití el juego por vía de descanso después de la tarea diaria, que siempre deja un poco fatigada la cabeza; pero se entiende que ha de ser un juego, en que el interés que se atraviese no pueda causar incomodidad en el que pierda, ni excitar la codicia del que gane en términos que el gusto de jugar degenere en pasión. Por ejemplo, el que solemos jugar entre nosotros, divertido, inocente, sin miras codiciosas, y en ratos que no estén destinados a más útiles ocupaciones.

ELENA.-   A mí me parece, papá, que no hay momento alguno, que no pueda emplearse con más utilidad que jugando.

  —317→  

CÁNDIDO.-  ¿Pero ha de estar uno siempre, siempre sobre los libros? Eso es imposible.

DON AMBROSIO.-  No, Cándido; no dice mal tu hermana. Es indudable que si todas las tertulias se compusieran de personas capaces de sostener una conversación sobre cualquiera materia instructiva, o sobre puntos amenos en que se ejercitase el ingenio de los concurrentes, no sería preciso echar mano del juego, como único recurso de los ratos de ociosidad. Mas cuando no hay otro medio de no fastidiarse, que el de emplear palabras ociosas, o hacer alusiones malignas acerca de nuestro prójimo, bien sabéis que acostumbro proponer una partida, y yo mismo tomo cartas con vosotros.

ELENA.-  Sin duda Vds. cuando juegan, lo hacen también por evitar murmuraciones. ¿No es verdad?

CÁNDIDO.-   ¿Pero tú qué autoridad tienes para hacerme preguntas y más preguntas?

  —318→  

DON AMBROSIO.-  No te enfades por eso con ella, pues desea informarse, por lo mismo que te quiere bien.

CÁNDIDO.-  ¡Quién sabe si lo hará por malquistarme con V. inspirándole recelos sobre la honradez de los amigos que trato!

DON AMBROSIO.-  Extraño que pienses tan mal de tu hermana.

ELENA.-    (Mirándole con ternura.) ¡Es Posible, Cándido, que me hagas tan poco favor!

CÁNDIDO.-    (Enternecido.)  Perdona, Elena mía: confieso que te he ofendido sin razón, pero dime tú misma si no son tus sospechas injuriosas.

DON AMBROSIO.-  Tal vez tendrán algún fundamento que ignoramos. Examinemos el asunto con serenidad aunque sólo sea para que Elena reconozca su injusticia en caso de ser infundadas sus sospechas. Entre nosotros que nos apreciamos tanto recíprocamente no parecen bien las desconfianzas.   —319→   ¿No es cierto, hijos míos?

 

(ELENA y CÁNDIDO le toman de la mano.)

 

ELENA.-  Muy cierto, papá; pero a pesar de serlo, nosotros nos incomodaríamos a cada paso, si la bondad de V. no atajara nuestros injustos arrebatos.

CÁNDIDO.-   ¿Cómo podremos olvidar jamás el tono amistoso que V. emplea en sus amonestaciones, pudiendo usar de la severidad de padre?

DON AMBROSIO.-  Quiero convenceros con la sola fuerza de la razón, sin que me obliguéis a valerme de mi autoridad. No temo que en ningún tiempo me faltéis por esto al respeto y atenciones que me debéis, pero creo que lo sentiría menos, que el que usaseis conmigo el lenguaje del miedo y disimulo dejando de confiarme con total franqueza vuestros sentimientos. Para mí no debéis tener secretos: depositad en mi pecho todos vuestros cuidados, con la seguridad de que sabré perdonar como amigo las faltas que receléis confesar a un padre.

  —320→  

ELENA.-  El mío es tan indulgente y bondadoso, que no espero ocultarle cosa alguna en mi vida.

CÁNDIDO.-   ¿Qué motivo puede haber para disimular a V. nuestras faltas? Tal vez merecerán algún castigo o reprensión saludable; pero no por eso perderemos el cariño que V. nos tiene.

DON AMBROSIO.-   Mucho me lisonjea el que tengáis formado ese concepto de mí, y os aseguro que mientras dure en vosotros esa confianza y cordialidad, jamás podré verme en precisión de castigaros como padre, porque mi previsión os preservará de todo riesgo, o bien os proporcionará medios de salir de aquel en que hubieseis caído. Pero es menester para lograrlo estar impuesto en los antecedentes. Así diga Elena sin rebozo cuanto tenga que advertir acerca de los amigos de su hermano.

ELENA.-  Tengo entendido que aquellos señoritos no tienen la mejor conducta, infiriéndolo de que siempre están con los naipes en la mano.

  —321→  

CÁNDIDO.-   ¿Pero de qué lo sabes?

ELENA.-   Sea quien fuere el que me lo ha dicho, lo importante es saber si el hecho es cierto o no.

DON AMBROSIO.-   Sepamos primero cuál es su juego favorito.

CÁNDIDO.-  ¡Oh! El que frecuentemente jugamos es muy divertido y no fatiga la atención: se llama treinta y una.

DON AMBROSIO.-  Si he de decir la verdad, no me gusta gran cosa.

CÁNDIDO.-  No sé por qué, papá: es el juego más inocente y sencillo del mundo, pues se reduce a que si uno tiene treinta y una o se aproxima a este número más que cualquiera de los puntos, gana, y si no, pierde.

DON AMBROSIO.-   ¿No sabes que es uno de los juegos que se llaman de azar?

CÁNDIDO.-   ¿Será porque es efecto de la suerte el perder   —322→   o el ganar; ¿pero no sucede lo mismo con los demás juegos?

DON AMBROSIO.-  Sí; pero con la diferencia, de que en este la casualidad decide por sí sola, en vez de que en los juegos carteados se emplean combinaciones acertadas, por cuyo medio se evitan o se enmiendan los efectos de la mala suerte, ejercitándose el discurso de los jugadores. Para los primeros bastan los dedos y los ojos: el entendimiento está demás. Mira tú si puede ser digna de un hombre sensato una diversión en que el ingenio no tiene la menor parte.

ELENA.-   Ni comprendo yo cómo pueden divertir semejantes juegos.

CÁNDIDO.-  Mujer, no digas eso. Si tú supieras lo que es estar uno esperando una carta, recibirla a ciegas, y encontrarse de pronto con el número que completa treinta y una...

DON AMBROSIO.-  Todo ese aliciente consiste en el ansia de ganar; en una palabra, en la codicia.

  —323→  

CÁNDIDO.-  Tampoco los demás juegos se reducen a otra cosa que a ganar o a perder.

DON AMBROSIO.-   Es verdad; pero se señalan por lo común ciertos límites, para que ni se entregue la esperanza a deseos desmedidos, ni causen las pérdidas la ruina de los jugadores. Fuera de que la habilidad tiene en cierto modo encadenada la suerte, como ya te he dicho. Por otra parte no es tan común en los juegos carteados el riesgo de ser estafado por infames tahures como en los otros.

CÁNDIDO.-   ¿Pero de qué medios pueden valerse para ello? A mí me parece cosa imposible.

ELENA.-   Yo lo que creo es que saben disponer las cartas del modo que les conviene.

DON AMBROSIO.-  No hay duda: en eso está su secreto. Ahora, si me preguntas cómo lo hacen, no sabré decírtelo; porque ni he sido jugador, ni he tratado en mi vida con gente de esa profesión.   —324→   Pero el hecho es cierto, y en mis viajes he visto ejemplares horrorosos.

CÁNDIDO.-   Cuéntenos V. alguno, papá.

DON AMBROSIO.-   Con mucho gusto. -Hallándome en los baños de Spá8 conocí a un inglés muy joven, que no sólo perdió en una noche el dinero con que había de costear su viaje por Europa, sino todo su caudal que pasaba de cien mil duros.

ELENA.-  ¡Jesús, qué locura! ¿Y cómo se compuso después para mantenerse?

CÁNDIDO.-  Estaría el infeliz medio desesperado.

DON AMBROSIO.-   No medio, sino tan completamente despechado al verse perdido y sin la menor esperanza de recuperar tan enorme pérdida, que parecía un loco. ¡Qué miradas tan terribles! ¡Qué rechinar los dientes! ¡Qué arrancarse los   —325→   cabellos! Después se quedó como pasmado sin hablar palabra, y respirando con la misma fatiga que un moribundo. Por último se levantó de pronto de la silla, y se salió disparado de la casa del juego.

CÁNDIDO.-   ¿Y dígame V., papá, entre los que le ganaron su caudal, no hubo uno siquiera que de compasión le volviese el dinero? Yo por no verle así, le hubiera dado el mío de buena gana.

DON AMBROSIO.-  ¿Volverle el dinero? ¡Qué disparate! Ninguno se movió de la silla, antes bien siguieron jugando con la mayor indiferencia, mirando de tiempo en tiempo de reojo a aquel infeliz con cierta sonrisa de satisfacción, y aun, de menosprecio.

ELENA.-  ¡Qué gente tan malvada! Apuesto que desde entonces no hubo alma viviente que quisiese volver a jugar con ellos.

DON AMBROSIO.-   ¡Ay, hija! ¡Cómo se echa de ver que no conoces la ceguedad de los hombres! No uno,   —326→   sino ciento se atropellaron a ocupar su lugar. Pero aún no os he dicho lo más horroroso de este suceso: al día siguiente se supo que aquel infeliz, adornado de mil habilidades y otras prendas muy recomendables, de hermosa presencia y en la flor de su edad, se había tirado en un pozo.

ELENA.-   ¡Qué desgracia!

CÁNDIDO.-  Grande fue el desatino que hizo en arruinarse jugando, ¿pero cuánto mayor es quitarse la vida? Una vez que era tan joven, y con las circunstancias que V. pinta ¿no pudiera muy bien haber adquirido medios decentes de vivir?

DON AMBROSIO.-  Ahí verás cuán fácil es que una sola flaqueza nos llegue a trastornar el juicio hasta conducirnos a la más espantosa desesperación. Sin duda no tuvo esfuerzo para soportar la idea de verse abismado en la mayor miseria desde la cumbre de la fortuna. Después se supo también que estaba contratado por sus padres su casamiento con una señorita rica y virtuosa de   —327→   su país, con quien hubiera gozado una felicidad envidiable.

ELENA.-  ¡Qué lástima me da esa pobre señorita por lo que padecería al saber tan triste suceso! En parte no merece su novio que se le tenga compasión por haberla olvidado.

DON AMBROSIO.-   Sin duda la vergüenza de presentarse a ella pobre y miserable por su mala conducta, manifestando que en su corazón había tenido mayor imperio la pasión del juego que los sentimientos de estimación, que debía tenerla, irritaron su orgullo hasta precipitarle en una desesperación criminal, creyendo que con la muerte tendrían término los tormentos de su conciencia.

CÁNDIDO.-   ¡Ah, padre mío! Yo le prometo a V. que no volveré a tomar en mi vida una carta en la mano. Desde aquí voy a buscar a Andrés y a decirle...

DON AMBROSIO.-   Aguarda, hijo; ten un poco de paciencia, y no seas tan precipitado en tus resoluciones. No   —328→   hay razón para renunciar de todo punto a una diversión honesta porque sus excesos puedan ser peligrosos. Ya te he dicho antes de ahora que un juego lícito y moderado era una cosa agradable, inocente y hasta provechosa.

ELENA.-   El provecho que se sigue de jugar es el que yo no veo.

DON AMBROSIO.-  La utilidad consiste en que aprendemos a moderar nuestro mal humor, y a sobrellevar con fortaleza los reveses de la fortuna.

ELENA.-   ¿Lo oyes, Cándido? Eso quiere decir, a no estar tan satisfecho y triunfante cuando ganes, y a no dejar caer la cabeza y poner mal gesto cuando pierdas.

DON AMBROSIO.-  Lo que hay que hacer es reflexionar de antemano si se halla uno en estado de soportar la pérdida a que se expone, sin que aquel dinero le haga notable falta. De este modo se conserva siempre en pérdidas y ganancias aquella serenidad inalterable, aquella noble   —329→   indiferencia que acreditan no ser nuestro corazón esclavo del vil interés.

CÁNDIDO.-   Yo, gracias a Dios, no soy nada codicioso; pero a trueque de excusarme rabietas y desazones, mejor sería no ver a Andrés ni a sus amigos.

DON AMBROSIO.-  Esa es otra debilidad que no te hace favor. ¿Quién quita que los veas y no juegues?

CÁNDIDO.-  No, señor, no: me precisarán a jugar quiera o no quiera. ¡Sí que no los tengo bien conocidos!

DON AMBROSIO.-   Pues bien, juega y condesciende con ellos sin reparo alguno: con eso los conocerás mejor, y sabrás si debes apetecer su trato o huir de ellos para siempre. Pero en vez de ir al cuarto de Andrés, sería mejor que los convidases a venir acá. Diles que tu hermana quiere jugar también.

ELENA.-   ¿Quién, yo, papá? Ni por pienso.

  —330→  

DON AMBROSIO.-   Sí, que yo te lo permito.

ELENA.-  ¿Y si me ganan el dinero?

DON AMBROSIO.-   No te dé cuidado que yo te le volveré. Puedes decirles también que esperas a un amigo que tal vez jugará con ellos. ¿Entiendes Cándido?

CÁNDIDO.-   Pero si yo no aguardo a nadie, ¿quiere V. que vaya mintiendo?

DON AMBROSIO.-  ¡Qué! ¿No hay en casa ningún amigo tuyo? Estaba en la inteligencia...

ELENA.-   ¿Por qué te quedas parado? ¿No comprendes que papá lo dice por sí mismo?

DON AMBROSIO.-   Claro está, y me parece que en punto a nuestra amistad estábamos acordes ahora mismo, si no me engaño.

CÁNDIDO.-   ¡Bueno es eso! ¿conque entrando V. en la partida, cree V. que vengan ellos a jugar conmigo? ¡Qué disparate!...

  —331→  

DON AMBROSIO.-  ¿Por qué no? Sin embargo no les digas quién es el tal amigo: con eso vendré yo en concluyendo el memorial, y veré lo que conviene hacer. Entretanto pónganse Vds. a jugar, y no te niegues a nada de cuanto te propongan. Pierdas o ganes, tienes desde ahora mi aprobación para todo.

CÁNDIDO.-   Pues siendo así voy al momento a convidarlos.

DON AMBROSIO.-   Sobre todo no dejes de traer a Eugenio, que quiero comprobar si merece los elogios que le dan sus maestros, y tú has encarecido muchas veces.

ELENA.-   Y con mucha razón, papá. ¡Oh! Eugenio es un buen muchacho. Cuando yo se lo digo a V....

CÁNDIDO.-  ¿Y dónde quiere V. que dispongamos la partida? ¿Le parece a V. bien que sea en el jardín?

  —332→  

DON AMBROSIO.-  No hay inconveniente: el tiempo está hermoso, y en el cenador se estará muy bien. Hasta luego.



Escena IX

 

DON AMBROSIO, ELENA.

 

DON AMBROSIO.-  Mira, Elena: ten cuidado de no apartarte de tu hermano, pues tal vez le harán al caso tus consejos.

ELENA.-   Para eso más al caso le harían los de V. que los míos.

DON AMBROSIO.-   ¿Pues qué hay?

ELENA.-   ¿Qué sé yo? Pero por ciertas indirectas que soltó Eugenio se me figura que los otros tienen armado algún enredo para sacarle el dinero a mi hermano.

DON AMBROSIO.-   No me pesará que caiga en la trampa. Deja que vengan esos tahures, que yo los observaré   —333→   escondido detrás del cenador. Tú no te des por entendida aun cuando veas sus fullerías claramente.

ELENA.-   Como yo las perciba, mucho trabajo me costará el contenerme. ¿Cómo quiere V. que pueda aguantar que se rían de mi hermano, abusando de su buena fe?

DON AMBROSIO.-   Eso nada importa con tal que llegue a desengañarse por sí mismo, que es lo que me propongo. Así en lo sucesivo será más cauto en contraer amistades, y tal vez quedará libre para siempre de la pasión funesta del juego, a que descubre no poca inclinación.

ELENA.-  No sé cómo le pasa por la imaginación el tomar la baraja en la mano. ¿Si él se conociera?... Es tan crédulo, que a cualquiera le da gana de engañarle, y tan arrebatado, que al primer revés se le amontona el juicio y no sabe lo que se hace.

DON AMBROSIO.-   Ese es ciertamente su carácter. Por cierto que no te creía tan sagaz para conocer a los hombres.

  —334→  

ELENA.-  Preciso es que uno procure conocer a fondo las personas que le interesan.

DON AMBROSIO.-   Me parece que oigo pasos hacia la puerta del jardín. Ya se ve: se darán prisa a venir por no perder el lance.

ELENA.-   En efecto, allí vienen.

DON AMBROSIO.-   Pues adiós, que yo me escapo por entre las parras, y dando la vuelta iré a colocarme detrás del cenador.



Escena X

 

ELENA.

 

  Deseando estoy saber el paradero de esta tramoya. ¡Ah, hermano mío! ¡Tal vez estará pendiente de sus resultas la felicidad de toda tu vida!


  —335→  

Escena XI

 

ELENA, CÁNDIDO, ANDRÉS, EUGENIO, ESTEBAN, VÍCTOR y GENARO.

 

ANDRÉS.-    (A ELENA.)  Sentiremos mucho incomodar a V., señorita, pero Cándido se ha empeñado en que vengamos...

CÁNDIDO.-  ¿Incomodarla? Nada de eso: antes bien creo yo que nos hará compañía con el mayor gusto.

ELENA.-   Ciertamente, si Vds. no tienen reparo en admitirme.

VÍCTOR.-    (Un poco cortado.) Lo tendremos a mucho honor.

GENARO.-    (Al oído a ANDRÉS.)  ¡Qué fastidio! Verás como por cortesía tenemos que jugar al juego que se le antoje. No sé por qué hemos venido acá.

CÁNDIDO.-  ¿Y quién sabe si además vendrá a acompañarnos otro amigo?

  —336→  

ESTEBAN.-   ¿De veras? ¿Y quién es?

CÁNDIDO.-  Ya le veréis, y a fe que tiene bien prevenido el bolsillo.

ANDRÉS.-   (Aparte.)  Eso es lo que queremos.

ELENA.-  Si a Vds. les parece, podremos jugar aquí mismo.

EUGENIO.-   ¡Gran pensamiento! Así podré yo pasearme a mi sabor.

ESTEBAN.-   ¿Qué? ¿No juegas?

EUGENIO.-   No, amigo, porque ni sé jugar, ni tengo dinero de sobra para perderle en pocos minutos.

GENARO.-   Si por fuerza hubiera uno de perder, tendría V. razón.

EUGENIO.-   (Mirándole de hito en hito.)  Creo que jugando con V. perdería forzosamente, porque le tengo a V. por demasiado diestro.

  —337→  

CÁNDIDO.-   Si gano, yo te prometo volverte el dinero.

ANDRÉS.-   Yo también.

ESTEBAN y VÍCTOR.-  Nosotros lo mismo.

EUGENIO.-  Lo estimo; pero no me hagan Vds. tan poco favor. Eso de jugar para quedarse con las ganancias, y no exponerse a las pérdidas, no es nada decoroso, a menos que todos se convengan en devolver el dinero que ganen, y en tal caso es inútil jugar.

ELENA.-   Dice V. muy bien, Eugenio.

EUGENIO.-   Por mí nadie se incomode. Vds. jugarán, y yo seré mero espectador, o me pasearé por el jardín.

ELENA.-   Mi papá siente no poder venir a saludar a Vds.; pero me ha encargado que les reciba como corresponde.  (Manifestando alegría.)  Voy a pedir barajas a Justina.

  —338→  

GENARO.-   No se incomode V., señorita, que yo las traigo.

CÁNDIDO.-   ¿Cómo? ¿Las traes siempre contigo?

GENARO.-   Son mis libros de diversión.

ELENA.-  ¿Pero siempre serán menester tantos?

GENARO.-   Lo que es tantos no nos vendrían mal, aunque con el dinero pudieran excusarse.

ANDRÉS.-    (Al oído a GENARO.)  ¿No sabéis ya que no tengo sino unos cuartos?  (Alto.)  No: mejor es jugar con fichas para no perder el tiempo en las cuentas. Así, háganos V. el favor, Elenita, de tomarse la molestia...

ELENA.-   Voy por la caja. Cándido, ven conmigo.

 

(Vase CÁNDIDO con ELENA: los demás entran en el cenador, menos EUGENIO que se va como paseando.)

 

  —339→  

Escena XII

 

ANDRÉS, ESTEBAN, VÍCTOR, GENARO.

 

VÍCTOR.-   Siento que se arme la partida en este sitio.

ESTEBAN.-  Una vez que no está en casa el padre de Cándido, nada nos importa.

GENARO.-   De todos modos mejor hubiera sido no aceptar el convite.

ANDRÉS.-  ¿Qué más tiene jugar aquí que en mi casa?

ESTEBAN.-  Quitémosle los cuartos a Cándido, que después podemos ir nosotros a jugar donde nos acomode.

VÍCTOR.-  Quizá conseguiremos también aliviar de peso a su hermana.

GENARO.-  ¡No que no! Ya estamos en eso; ¡pero cuidado con tener prudencia! Empezaremos poniendo   —340→   el tanto a medio real y después doblaremos.

ANDRÉS.-   Cuenta con no olvidar lo que me habéis ofrecido.

GENARO.-   ¡Qué desatino! Ya se entiende que entre nosotros no se juega más que fichas sin valor alguno. Dejadme arreglar las barajas en términos que al principio perdamos para engolosinarlos.

ANDRÉS.-   Primero es menester que me proveáis de un fondo para que yo juegue, porque el otro día me pelasteis de tal modo, que mi caudal no pasa de doce cuartos.

GENARO.-   ¿Para qué? Hasta el fin no se hacen las cuentas, y entonces ya habrá suficiente ganancia para todo, si sabemos entendernos.

VÍCTOR.-  ¡Cuánto diera yo porque el amigo de Cándido viniera pronto! Con esto tendríamos un pollo más que desplumar.

  —341→  

ESTEBAN.-  No hay duda que estos muchachos instruidos son unos simplones que se dejan engañar fácilmente.

GENARO.-  No sería malo que empezásemos, para que después al volver, nos encuentren ya jugando.  (Saca la baraja.)  ¡Ea! Voy a disponer las cartas de manera que seáis los primeros a perder.  (Arregla los naipes.)  Ya están listas: ahora lo veréis.  (Reparte tres cartas a cada uno, una por una.)  Vamos, Andrés, tú eres mano.

ANDRÉS.-   Carta.

GENARO.-    (Echándole una.)  Ahí está.

ANDRÉS.-   Pasé.

GENARO.-    (A VÍCTOR.)  ¿Y tú pides carta, o no?

VÍCTOR.-   Sí, echa una.  (GENARO la echa.)  Me planto.

GENARO.-    (A VÍCTOR.)  Yo también. ¿Qué punto tienes?

  —342→  

VÍCTOR.-  Veintinueve.

GENARO.-  Yo gané, que tengo treinta. ¿Lo veis? Si hubiera querido perder, nada me costaba haciendo lo contrario de lo que acabo de hacer, porque tengo juntas todas las figuras y aparte las cartas chicas y saco la que me acomoda. Las dos primeras manos haré que ganen esos mentecatos para engatusarlos mejor.

ANDRÉS.-   ¿Pero cómo diantres te compones?

GENARO.-   Amigo, la maña lo hace todo. A su tiempo te enseñaré el secreto, pues yo nada oculto a mis amigos después de ganarles el dinero. Luego tú se lo ganarás a otros y estamos pata, pero antes me has de pagar el doblón que me debes. Estas lecciones cuestan caro; y si no, pregúntaselo a mis discípulos Esteban y Víctor, bien que ya pueden volar solos según lo adelantados que están. Pero ya está ahí, Elena: pongámonos a jugar con disimulo.


  —343→  

Escena XIII

 

ELENA, ANDRÉS, ESTEBAN, VÍCTOR, GENARO.

 

ELENA.-    (Poniendo sobre la mesa una caja de juego.)  ¡Hola! Parece que Vds. no quieren perder tiempo.

GENARO.-  Estaba enseñando a Andresito un juego que no sabía.

ANDRÉS.-  V. será de los nuestros, Elenita; ¿no es verdad?

ELENA.-  Conforme: quizá no sabré el juego a que Vds. van a jugar y entonces...

VÍCTOR.-  Si es la treinta y una; el juego más fácil del mundo.

ESTEBAN.-   Anque V. no lo haya visto en su vida, en dos palabras quedará V. impuesta, y podrá alternar con nosotros sin la menor desventaja.

  —344→  

ELENA.-   Saberle, ya lo sé; pero siempre es una temeridad en mí ponerme a jugar con Vds. que son tan diestros. Sin embargo por dar a Vds. gusto...

ANDRÉS.-  Para nosotros lo será muy grande.

VÍCTOR.-  Seguramente: aun cuando V. nos ganara cuanto tenemos.

ELENA.-   (Sonriéndose.)  No me propongo otra cosa.

ESTEBAN.-    (Con aparente sencillez.) Aunque así fuera, no echaría V. coche con la ganancia. Jugamos muy corto interés.

ANDRÉS.-  Vaya: ¿qué hacemos? Están Vds. perdiendo el tiempo en charlar lastimosamente.

GENARO.-  ¿Pues qué? ¿No hemos de esperar a don Cándido? ¿Te parece regular que recibiéndonos él en su casa le dejemos en blanco? Justo es que también se divierta.

CÁNDIDO.-   (De lejos.)  Ya estoy aquí. Vayánse Vds. colocando en sus puestos.

  —345→  

ANDRÉS.-    (Saliéndole al encuentro.)  Vamos, hombre, que sólo por ti esperamos.

CÁNDIDO.-    (Saliendo.)  Gracias, caballeros.

VÍCTOR.-  Empecemos por repartir las fichas. ¿Cuántas a cada uno?

ESTEBAN.-  Diez de las largas, que valen igual número de tantos cada una, y luego nueve redondas que valdrán diez tantos cada una, y todas compondrán ciento.

 

(VÍCTOR hace la distribución.)

 

ANDRÉS.-   ¿Y a cómo jugamos el tanto?

GENARO.-   Eso lo dirá esta señorita.

ELENA.-  A lo que Vds. acostumbran jugarle.

CÁNDIDO.-   La última vez le jugamos a medio real pero no se pueden poner más de cuatro cada mano.

ELENA.-   Bien; a medio real jugaremos.

  —346→  

ANDRÉS.-    (A VÍCTOR.)  ¿Si acabarás hoy de contar?

VÍCTOR.-  Ya estamos corrientes.

 

(Empieza el juego; GENARO da cartas y hace su punto, luego siguen VÍCTOR y ESTEBAN, disponiéndole de modo que la primera mano gana CÁNDIDO y la segunda ELENA.)

 

ELENA.-  Vamos: si esto sigue así, pronto me hago rica.

GENARO.-   Mientras no subamos el punto, no crea V. que nos arruinará tan pronto.

VÍCTOR.-  ¿Pues hay más que ponerle a real?

CÁNDIDO.-   Por mí no hay inconveniente. Primero que Vds. me desocupen este, trabajo les mando.

 

(Saca el bolsillo y hace sonar el dinero; ESTEBAN y VÍCTOR se miran uno a otro con sonrisa; GENARO observa el bolsillo de medio lado, y ANDRÉS lo contempla con ansia.)

 

ELENA.-   No nos vengas con baladronadas, que el mío no está menos repleto.

  —347→  

GENARO.-  Pues siendo así, mejor es pagar lo perdido hasta ahora y repartir los tantos de nuevo para evitar confusión acerca de las fichas que importan medio real, y las que valen uno. Ahí está la peseta que he perdido, y vengan mis ocho fichas.

ESTEBAN.-  Este es mi dinero y vengan acá las mías.

CÁNDIDO.-   Tómalas.

ELENA.-   Aquí están las de V., Genaro. Otras dos pesetas ha perdido V. Andresito.

VÍCTOR.-    (A CÁNDIDO.) Las amarillas son mías. Tenga V. su importe. Otro tanto digo a V., señorita,  (A ELENA.)  ahí está mi dinero.

ELENA.-  Pues yo pensé que las de V. eran las verdes.

VÍCTOR.-   Esas son de Andresito.

ELENA.-  Aquí las tiene V.

  —348→  

ANDRÉS.-  Importan cuatro reales: aquí hay uno y medio: debo a V. dos y medio; al fin cambiaré un duro y arreglaremos la cuenta.

ELENA.-   ¡Bien está! Me lo deberá V., y no andaremos con picos.

CÁNDIDO.-   El resultado es que mi hermana ha ganado ocho reales, y yo otros tantos.

ESTEBAN.-   Yo siempre pierdo: eso es cosa sabida.

ANDRÉS.-   ¡Conque de aquí adelante a real cada ficha! ¿No es esto?

CÁNDIDO.-   En eso hemos quedado.

GENARO.-   ¡Ea! Pues vuelvo a empezar a dar cartas. Tú alzas.

 

(Alza CÁNDIDO, que estará a su izquierda.)

 

  —349→  

Escena XIV9

 

DON AMBROSIO y los dichos, y detrás EUGENIO que vuelve de su paseo. Al ver a DON AMBROSIO, se levantan todos, y ANDRÉS, GENARO, VÍCTOR y ESTEBAN se miran atónitos unos a otros.

 

DON AMBROSIO.-  ¡Quieto todo el mundo, caballeros! No hay que incomodarse.

CÁNDIDO.-   Sentémonos, si Vds. gustan, que papá no viene a interrumpir nuestra diversión. ¿No había dicho yo que esperaba otro amigo? Apuesto a que a poco que se lo roguemos, se pone a jugar con nosotros: ¿no es verdad papá?

ELENA.-  No fuera malo que le limpiáramos a V. el bolsillo, que algo más tendrá que los nuestros. Estos señores lo estimarían mucho.

DON AMBROSIO.-  Por mí no hay inconveniente: ya sabéis que a cosas regulares nunca me niego. Pero   —350→   antes sentémonos todos.

 

(Los jugadores se manifiestan muy turbados, y hacen ademán de marcharse; pero DON AMBROSIO los detiene.)

 

¿Qué es esto? ¿Tienen Vds. miedo de jugar conmigo? Pues a fe que no soy por cierto ningún tahúr.

 

(Siéntanse todos.)

 

V. iba a dar cartas  (A GENARO.)  si no me engaño. Siga V. en hora buena; pero antes veamos si la baraja está cabal.

 

(GENARO intenta dejar caer las cartas; mas DON AMBROSIO las toma y examina.)

 

¡Cosa rara! Las figuras están todas juntas. ¡Y qué baraja tan turronera! ¿Por qué has traído unos naipes tan sucios, Elena? Venga acá la caja y sacaremos otros mejores.

ELENA.-  Yo no he tenido la culpa, papá. Esta baraja la ha traído el señor,  (A GENARO.)  y cuando yo llegué con las nuestras, ya estaban jugando.

DON AMBROSIO.-  ¡Hola, Eugenio! Me alegro de ver a V. ¿pero, qué es eso? ¿V. no juega?

EUGENIO.-  No, señor; me contentaré con ser mirón: ya sabe V. que mis medios son escasos.

  —351→  

DON AMBROSIO.-  Esa conducta es muy laudable. ¡Vaya! Tenga V. una baraja nueva.  (A GENARO que la toma temblando.)  ¿A qué se jugaba?

CÁNDIDO.-  A la treinta y una, a real la ficha.

ELENA.-  Tenga V. entendido que no pueden pararse de una vez más de cuatro. Aquí tiene V. su dote de cien fichas como los nuestros.

DON AMBROSIO.-   Está bien; pero cien fichas componen cien reales, y es menester cerciorarnos de que todo el mundo tiene con qué pagar si las pierde. ¡Ea, señores! Veamos sus bolsillos. Empecemos por V. Andresito, una vez que está a mi derecha.  (ANDRÉS se queda cortado.)  ¿Qué tiene V.? ¿se ha puesto malo?

ANDRÉS.-   (Temblando.)  Sí, se-ñor. Per-mí-ta-me V. que...

 

(ESTEBAN y VÍCTOR se ponen muy colorados, y GENARO baja la vista mordiéndose los labios.)

 

DON AMBROSIO.-  ¿No me dirán Vds. qué significa esta consternación general? El uno se pone pálido, y   —352→   no acierta a hablar palabra; los otros están encendidos, y el señor turbado. ¿Qué viene a ser esto?

CÁNDIDO.-   Yo no sé qué les ha dado a todos tan de repente.

DON AMBROSIO.-   Yo te lo explicará muy pronto. Esos son efectos de una conciencia dañada. ¡Gracias que no está aún tan empedernida, que sepa ocultarse con la máscara de la serenidad, o de la inocencia!

CÁNDIDO.-   Por Dios, papá, no diga V. eso, que es una equivocación. Cabalmente mi hermana y yo somos los únicos que hemos ganado.

GENARO.-    (Recobrándose algún tanto.)  Así es la verdad; y todos, a excepción del señor  (Por ANDRÉS.)  hemos pagado puntalmente.

ANDRÉS.-   Porque Vds. a fuerza de trampas me habían ganado cuanto tenía.

DON AMBROSIO.-   Ya contaba yo conque ellos mismos se   —353→   descubrirían mutuamente, porque no hay gente más cobarde que los pícaros. ¿Qué te parece, Cándido? ¡Con buena gabilla de ladrones te ibas a meter!

CÁNDIDO.-   Confieso, papá, que no acabo de persuadirme...

DON AMBROSIO.-   ¿Cómo no? Hable V. Andrés, y diga la verdad; V. que no está aún tan curtido en tales infamias. ¿No es cierto que esta era una tramoya armada de antemano para pelar a mis hijos?

ANDRÉS.-  Sí, señor, verdad es; pero si yo he consentido en ella, ha sido con la mayor repugnancia, y sólo por recobrar parte de lo perdido. ¡Ay, si V. supiera lo que este extranjero me ha ganado!

DON AMBROSIO.-  Eso y más merece el que se deja arrastrar de semejante vicio.  (A GENARO.)  No se mueva V. de ahí, caballerito. Y Vds. bribonzuelos, quítense de mi presencia.  (A VÍCTOR y a ESTEBAN.)  Tal vez estamos a tiempo   —354→   todavía de conseguir vuestra enmienda por medio de medidas eficaces, y a mi cargo queda informar hoy mismo a sus padres de Vds. a fin de que las tomen sin demora.

VÍCTOR y ESTEBAN.-    (Echándose a sus pies.)  ¡Por Dios, señor don Ambrosio! Perdónenos V. por esta vez. Ahora mismo saldremos de su casa de V. y no volveremos a poner los pies en ella.

DON AMBROSIO.-   Eso de mi cuenta corre; pero no basta libertar a mis hijos del contagio de vuestra compañía; es preciso prevenir a todos los padres para que os alejen de los suyos. ¡Qué perversidad en tan pocos años! ¡No sólo encenagados ya en el vicio del juego, sino tramposos y estafadores! Sin embargo por consideración a vuestra corta edad me contentaré con dar parte de estos desórdenes a vuestros padres; pero si llega a mi noticia que continuáis en ellos, sabrá vuestra infamia la justicia y todo el mundo. ¡Ea! Salgan Vds. cuanto antes de mi casa, que el verlos me horroriza.

 

(VÍCTOR y ESTEBAN se van consternados.)

 

  —355→  

Escena XV

 

DON AMBROSIO, ELENA, CÁNDIDO, ANDRÉS, EUGENIO, GENARO.

 

DON AMBROSIO.-   Diga V., amiguito, ¿cuánto ha ganado V.a este muchacho imprudente?

GENARO.-  Únicamente le gané el reloj, un alfiler de la camisa y unos botones de oro.

DON AMBROSIO.-   ¿Es eso cierto?  (A ANDRÉS.) 

ANDRÉS.-  Sí, señor.

DON AMBROSIO.-    (A GENARO.)  Sé muy bien por qué medios se han ganado esas alhajas: sin embargo, Andrés las ha perdido, y basta. Véase cuánto pueden valer, y devuélvalas V. inmediatamente.

ANDRÉS.-  ¡Ah, señor! ¿Cómo podrá ser eso, si lejos de tener fondos con que recobrarlas, le estoy debiendo además un doblón?

  —356→  

CÁNDIDO.-  ¿Si hubiera bastante con todo lo que tengo en el bolsillo? Vea V. papá: hay más de cinco doblones, tómelos V. y saquemos a mi amigo de su apuro.

DON AMBROSIO.-    (Conmovido.)  Sí, sí, hijo mío: dices muy bien.

ANDRÉS.-  ¿Cómo? ¡Cándido!... ¡Válgame Dios!

CÁNDIDO.-  No me digas nada: somos vecinos, y sobrado lugar nos queda para tratar de arreglar este negocio. Poco a poco irás juntando tus ahorros y con el tiempo... pero dejemos esto, y vamos a lo que importa.

 

(GENARO devuelve sus cosas a ANDRÉS.)

 

DON AMBROSIO.-  ¿Falta algo?

ANDRÉS.-  No, señor. Ya no tengo que temer la indignación de mi padre. Seguro está que vuelva a exponerme a igual peligro. Una y no más.

DON AMBROSIO.-    (A GENARO.)  El importe es de V. señorito, y aquí está puntual; pero voy a ponerle en manos del   —357→   corregidor para gastos del viaje, pues será forzoso que salga V. de este país sin tardanza. Si V. ha venido aquí a introducir vicios, es muy justo que le echen a cajas destempladas. Por el pronto sálgase V. allá fuera, que no quiero tenerle delante.

 

(GENARO sale llorando de rabia.)

 

ANDRÉS.-   (Echándose a los pies de DON AMBROSIO.)  ¡Oh, señor don Ambrosio! ¡De qué abismo de males me saca la bondad de V.! ¡Sin ella, qué fuera de mí! Arrojado de la casa paterna, quizá hubiera seguido en los desórdenes, y cargado con la ignominia pública, que es el fruto que producen. Por lo mismo me confieso deudor de V., hasta de la vida y de la honra.  (Se levanta y abraza a CÁNDIDO.)  Y tú generoso amigo, tú a quien iba yo...

CÁNDIDO.-   Ya por mí todo está olvidado: haz tú lo mismo, y fuera pesadumbres.

EUGENIO.-  Me consta cuánto padeció Andrés antes de dejarse seducir por Genaro y sus compañeros. En esta parte es menester que se le haga justicia.

  —358→  

DON AMBROSIO.-    (A ANDRÉS.)  V. puede continuar visitando a mi hijo cuando guste, sí, como creo, está verdaderamente arrepentido, y trata de merecer su amistad. De lo contrario sería V. un completo malvado, y no le hago tal injuria.

ANDRÉS.-   Siempre seré su mejor y más tierno amigo.

ELENA.-  ¡Jesús, papá! ¡Qué terrible es V. con los malos! No lo hubiera creído.

DON AMBROSIO.-  Pero no soy menos amigo y protector de los buenos. V. merece mi afecto por su juicio y rectitud, don Eugenio, y creo que mi hijo ganará mucho a su lado. No le hablaré a V. de recompensas, porque estoy seguro de que la mayor que puedo ofrecerle es la seguridad de mi estimación. Sin embargo V. no está sobrado, y sé muy bien lo que me toca hacer en beneficio suyo. Su colocación de V. quede a mi cargo.

EUGENIO.-    (Besándole la mano.)  ¡Ah, señor don Ambrosio! ¡Qué mayor recompensa que el aprecio de V.!

  —359→  

DON AMBROSIO.-   Ya veis, hijos míos, las consecuencias de la pasión execrable del juego. Ya las veis; nada más tengo que deciros.

CÁNDIDO.-  La memoria y el horror de este lance no se me borrarán en la vida: yo se lo prometo a V.

DON AMBROSIO.-  También echarás de ver cuánta prudencia y tino son menester para contraer amistades.

CÁNDIDO.-  Bien lo conozco, papá. ¡Dichoso yo que tengo un padre tan bueno, a quien consultar, y una guía tan segura para evitar los extravíos de mi inexperiencia!



 
 
FIN
 
 


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