Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Tradiciones asturianas. La cabaña del condenado

Luciano García del Real





El más delicioso de los pueblecillos de Asturias es también el más desconocido de ellos; un nido graciosamente oculto en la espesa enramada, y cuya propiedad corresponde al concejo de Lena, donde se nombra La Cortina. Dentro de su término existe un bosque rara vez hollado por la planta del campesino, a pesar de la frondosidad con que convida en el verano, y de su excelente leña en el invierno.

Para encontrar la causa de este alejamiento  es necesario penetrar hasta el fondo de dicho bosque; lo cual no habrá de conseguirse sin vencer los obstinados y rudos obstáculos de  arbustos, malezas, troncos derribados, zanjas escondidas, y otra infinidad de enemigos del transeúnte, que por milagro se verá libre de ellos, alcanzando su objeto, si no les deja, como trofeo de la lucha, algún pedazo de su vestido. Por cierto que el tal objeto parece, al pronto, no valer la pena de semejante percance, pues las ruinas de una cabaña tienen bien poco que ver; y a fin de no empezar desilusionando a los lectores hay que consignar ahora un «distingo» en la manera de ver. Aquellas ruinas no dirán nada interesante a los ojos de la cara, si primero, o al propio tiempo, no las miran los ojos del alma; si el pensamiento y la memoria nada le dicen de ellas al transeúnte.

Cuatro paredes ennegrecidas, adornadas a trechos con gruesas matas de hiedra, y a las que sostienen montones de escombros, obstruyendo una entrada que el tiempo agrandó, es lo que se encuentra en el centro del bosque.

Pero dentro de esas cuatro paredes se encierra un tesoro, el tesoro de una tradición, el recuerdo poético y terrible de una historia trasmitida con fantásticos caracteres, de generación en generación, desde el siglo primero de la dominación mahometana, y que no mencionan los sencillos habitantes de aquellas comarcas, sin santiguarse con respeto y pavor; que las cuatro paredes y los escombros que la guardan son los restos de la «Cabaña del condenado».

Y calificarán de impío y temerario a quien tenga suficiente ánimo para penetrar en ellos; y rezarán desde luego un padrenuestro por su alma juzgándola ya, sin remisión, en el lugar peor del otro mundo, aun cuando al dar un paso semejante no se hubiese hallado en pecado mortal.

Alguno, sin embargo, consiguió librarse de la fatal suerte reservada a su temeridad; y, según sus noticias, en la cabaña mora un viejo, vestido con una túnica negra tan larga como su barba, de una blancura deslumbradora, pero no tanto como los ojos de un macho cabrío, de enormes proporciones, y del color de la túnica; el cual los tiene siempre fijos en los del viejo, sin dejarle salir de su angosto encierro, hasta el día que se cumpla el término de su condena; porque aquel viejo es El Condenado.

Como no me ha sido difícil averiguar la causa de su penitencia, voy a revelarla a los lectores, por más que no las tenga todas conmigo, cual suele decirse de los temerosos, figurándoseme que los ojos del enorme macho cabrío me observan amenazadores, mientras la pluma preparo con objeto de hacer públicos los terribles secretos de que es guardián.


I

Muchos, muchísimos años se sucedieron -dicho queda que en los primeros tiempos de los —168— moros- desde que en la cima de una alta montaña, que al norte de la Cortina se descubre, sustentábase, a manera de peñasco inmenso, un castillo de torres almenadas, foso anchísimo y muro inexpugnable. Tan formidable fortaleza, levantada por los romanos y mejorada por los godos, hacía merecido de unos y otros el nombre de Invencible; nombre que a su vez, confirmaron los agarenos1, después de numerosas embestidas, tan recias como inútiles.

Joven y gallardo, uno de los castellanos que más contribuyeran a su fama solo echaba de menos en su buena suerte, aumentada con los ricos despojos de sus enemigos, el amor de una mujer que uniese el encanto de la virtud al poderoso atractivo de la hermosura.

En vano acudiera a todos sus amigos y compañeros, los nobles de aquellas comarcas, en demanda de lo que su corazón imperiosamente reclamaba.

A pesar de los vivos deseos que por complacerle mostraban, poniendo ante sus ojos los tipos más perfectos de la belleza femenil, damas dispuestas con muy halagüeña voluntad al dulce lazo de Himeneo2, a regalarle la felicidad por que suspiraba, sus afanosas esperanzas no se satisfacían, sus desvelos no encontraban término. Entre las dulcísimas sonrisas, en la tierna pureza de las miradas; junto a la satisfacción de las promesas, con el perfume embriagador de los suspiros, encontraba el vil interés, senda al hielo del desengaño; aspiraba un hálito impuro.

Y desistió de su propósito, resignándose a vivir sin compañera en su castillo solitario, si la casualidad o su buena estrella no acudían a favorecerle.

No se hizo esperar mucho tal casualidad. Presentósele bajo las seducciones de una garrida aldeana a la margen de una fuente cierto día en que, fatigado de la caza, llegó a apagar en sus frescos raudales la sed que le abrasaba, y a reposar bajo la vecina enramada.

En seguida de verla, cubrió la ilusión con su velo trasparente los ojos asombrados del caballero, y a su lumbre mágica miró realizarse la más hermosa de sus esperanzas; vio cumplidamente satisfecho el más grato de sus deseos.

El poderoso castellano3 se acercó con trémulo paso a la humilde hija del último de sus vasallos y, herido por el amor, cayó a sus pies, implorando una mirada, y ofreciéndola en cambio dos inmensos tesoros, el de su corazón y el de su Fortuna.

La aldeana aceptó el primero con la emoción que tanto había echado él de menos en las nobles damas, y pocos días después veíase precisada a aceptar el segundo, entre la pomposa solemnidad con que se celebraron sus bodas.

No hay memoria ni crónica que den cuenta de una luna de miel tan regalada como la que iluminó la dicha de María y Rodrigo, que así los novios se llamaban. Pero «no hay bien que cien años dure» dice el adagio; y ellos pudieron decir «que ni cien días». A los tres meses de su enlace fue llamado Rodrigo por el rey, con la mayor urgencia, porque le hacían falta su vencedora espada y sus veteranos hombres de armas, con objeto de contener las formidables invasiones de la morisma4 y de invadir a su vez, prosiguiendo sin  descanso la epopeya de la Reconquista.

No hubo remedio, fue preciso partir. La dulce esposa resignóse a la amargura del trance inesperado, y Rodrigo voló a la guerra, no menos aguijoneado por la desesperación que por la esperanza de un pronto regreso, halagado además por otra idea sumamente consoladora; la idea de la paternidad, la de estrechar entre sus brazos al primer hijo de su amor. María quedaba encinta; y él esperaba un heredero de su valor e hidalguía o una imagen de la virtud y belleza de su esposa.

La guerra fue larga y en extremo sangrienta, como lucha de gigantes, y lucha de exterminio.

La fama llevaba las hazañas de Rodrigo de los castillos a las cabañas, de las ciudades a las aldeas, ya cantadas por galanos trovadores en los salones artesonados ya referidas toscamente por los juglares en medio de las plazas públicas.

Cuando así llegaba a María la fama, también llegaban con ella los homenajes debidos a la esposa de un héroe. Y entretanto, en uno de los combates más encarnizados, tuvo ocasión el castellano de salvar la vida a cierto caballero aventurero, de lejanas tierras, el cual se había captado su amistad. Mas no le salvó sino quedando él mismo gravemente herido.

En tal situación rogó a su amigo que fuese a tranquilizar a su esposa, único favor que le pedía  en pago de su inapreciable servicio. Accedió el aventurero, con grandes muestras de gratitud, y asegurándole de ella para cuantas empresas le encomendara. Despidiéronse, pues, y al cabo de un viaje tan largo como enojoso, ya por las dificultades de la guerra ya por las pésimas condiciones de los caminos en aquellos tiempos, llegó el mensajero al castillo invencible, un día que fue de fiesta para sus habitadores.

El caballero puso en manos de la castellana su —169— mensaje, escrito y firmado con mano insegura por su esposo, quien no había puesto en él menos cuidado en recordarla su constante ternura que en prometerla un pronto regreso.

Nada decía de sus heridas, omitiendo también su amigo le fuese deudor de la existencia; omisión que el amigo tenía el deber de suplir; deber que no cumplió.

Enamoróse insensatamente de María, y el amor arrojó de su corazón a la amistad, a la gratitud y al deber. La voz impía de su pasión adúltera ahogó en su alma los últimos ecos de la voz humana.

Con mayor pena que indignación rechazó la castellana sus obsequios, pues no desconocía todo el poder de la mágica hermosura, aunque hubiese de lamentar la locura e indignidad de don Gonzalo, que este era el nombre del mensajero.

Rogóle que no insistiera en su pretensión temeraria, por la felicidad de su hogar y por la honra de su amigo, ya que el propio decoro no bastaba a contenerle dentro de sus límites sagrados.

Fingió el desleal quedar completamente convencido por sus justísimas razones, mostrando un arrepentimiento tan sincero y un sentimiento tan profundo, que ella, al otorgarle su perdón, sintióse movida de piedad, y por la puerta de la piedad se han perdido muchas virtudes.

No se lo imaginaba la esposa de Rodrigo, pero con ello contaba su falso amigo. Fijo en su idea de seducción, preparó un plan profundamente disimulado para alcanzar su objeto; plan el más lento, como el más seguro.

Inicióle ganando la confianza de María con las animadas e interesantísimas relaciones de batallas y torneos, que realzaba su fantasía con mil peripecias conmovedoras. Luego que obtuvo su simpatía, luego que cautivó su interés con lo grande y lo terrible, pasó a cantar dulces romances, a entonar endechas de amores a los melancólicos acordes de un laúd. Don Gonzalo, como muchos de los caballeros de su época, era tan buen trovador como excelente guerrero, y entonaba una copla con la misma facilidad con que daba un mandoble.

La castellana hermosa le escuchó primero con curiosidad, luego con anhelo, después con pasión.

El acceso al precipicio aparecía cubierto de flores.

¡Era tan tierno, tan apasionado el acento del caballero! ¡Sus miradas tan expresivas, tan suplicantes y tan respetuosas...!, que no podía ser el sonrojo de la vergüenza el que, al verle y escucharle, tenía las azucenas de sus mejillas.




II

«Fragilidad: tú tienes nombre de mujer».


(SHAKESPEARE)                


Bajo los felices auspicios que anteriormente se mencionan, creyó don Gonzalo llegada la ocasión de asegurar su triunfo empleando un recurso que hasta entonces no usara, por temor de un éxito desgraciado, en atención a la resistencia de María: y fue manifestarla que había dejado a Rodrigo tan gravemente herido que no ofrecía ninguna esperanza de vida, habiéndole encargado a él de darla su último adiós, en caso de que trascurriera el plazo de dos meses después de su llegada al castillo, sin noticias de su suerte; pues señal infalible seria de que la Providencia no había hecho un milagro, arrancándole de las garras de la muerte, para volverle a sus brazos cariñosos.

En poco estuvo el que, al peso abrumador de la pena, a las angustias crueles del dolor, no se  rompiesen los lazos tan traidoramente tendidos al puro corazón de María. Secos los ojos de llorar, desolada y fuera de sí encerróse en su habitación, negándose a tomar alimento y acusando a don Gonzalo de haberla dado la nueva fatal demasiado tarde, impidiéndola volar al socorro de su marido, a recibir aquel ¡adiós! tan desgarrador y tan tardío, si es que no lograba volverle a la vida y la ventura, con el aliento de su amor.

Don Gonzalo se creyó perdido. Intenciones tuvo de abandonar el castillo emprendiendo una huida, cuyo oprobio podría devolver la paz y la felicidad que arrebatara; pero los que aman como él amaba no desesperan jamás, porque sacan ilesa a la esperanza del poder de la misma desesperación.

Confió su anhelo a los cuidados del gran médico de todas las afecciones, de todos los desengaños, de todos los rigores; al tiempo.

El castillo Invencible cubrióse de luto por la muerte de su señor, y las tocas de la viudez realzaron los encantos de la castellana; rosas y azucenas cuya lozanía celeste no lograba marchitar el hálito helado de la pena.

Don Gonzalo pareció hondamente conmovido por su desgracia, tanto que lloró con ella; y ella creyó en su sentimiento; y volvió a su compasión; y después pasaron aquellos días; y después... otros días: y después Shakespeare ha dicho:

«Fragilidad: tú tienes nombre de mujer».



Ella había jurado a su esposo una fe eterna, ella no tenía pruebas seguras de su muerte: muy al contrario, debía tener motivos para creerle a salvo, pues la guerra tocaba a su fin, habiendo de pactarse una tregua, y en el mensaje que le enviara, escrito de su puño y letra, ninguna cosa grave dejaba entrever. ¿No era extraño por otra parte que don Gonzalo hubiese aguardado dos meses a darla la nueva? Aquel hombre la amaba, y ante el amor conviértese el amigo en enemigo.

Además no le había dejado muerto, sino sin esperanza de vida. También don Gonzalo no abrigaba al principio esperanza alguna, ni remotamente, de ser correspondido por ella en su pasión insensata, y sin embargo ¡sin embargo, ella le amaba ya! ¡Sí, le amaba; ya no llenaba de horror a su alma la idea de estrechar a aquel hombre contra su corazón; ya no temblaba al imaginarse que viniera a turbar sus adúlteras caricias la vengadora sombra de Rodrigo!

El veneno dulce de aquellas caricias, al emponzoñar su seno, había aletargado su alma.




III

Pasaron otros días, y otros meses. El placer no cuenta el tiempo: el dolor le multiplica. Esto último debió haber sucedido con un caballero cuyos ojos brillaban con el fuego de la juventud  y de la vida mientras a sus cabellos cubría una nieve prematura; el cual, cabalgando sobre un fuerte corcel de batalla, presurosamente se dirigía al castillo, a las primeras horas de una noche de invierno, por una senda escondida entre los árboles y que habría de conocer perfectamente la cabalgadura a juzgar por la seguridad de su paso.

Acaso sería por la seguridad del jinete, pues a pesar de su transformación, nadie hubiese desconocido en su fisonomía y porte bizarro al castellano del Invencible, a Rodrigo; y los caballos caminan ufanos y seguros cuando se sienten dominados por héroes, en medio de los mayores peligros y de las noches más oscuras.

Rodrigo volvía de la guerra, cubierto de canas, de cicatrices y de gloria, bien ajeno de que su esposa adorada, su virtuosa María, las cubriese de deshonra.

Había pasado mucho tiempo luchando entre la vida y la muerte, a consecuencia de sus numerosas cuanto graves heridas; y había olvidado, como se olvidan las vagas imágenes de un sueño, ciertos rumores extraños, que llegaran hasta su lecho de dolor, acerca de infidelidades, traiciones e infamias que por algún momento hicieran estremecerse a su corazón. Habíalos oído cual se escuchan esas voces quiméricas de siniestro augurio, cuando más cerca nos sonríe la felicidad.

Así, pues, arrojando muy lejos de su mente el recuerdo de aquellos rumores, aproximábase a su mansión señorial recreándose con la idea de la agradabilísima sorpresa que iba a causar a su esposa, lo mismo que al amigo y compañero de armas, en caso de que este siguiese todavía disfrutando de su hospedaje.

Tiempo era ya de llegar, porque la oscuridad de la noche iba convirtiéndose en lobreguez, y apenas confusamente se distinguían los objetos, a dos pasos de distancia.

Sin duda por prevenir tal contratiempo, surgieron de repente de las nubes numerosísimas luminarias que vivamente se agitaban de un lado a otro, a impulso de contrarios o impetuosos vientos. Brillaban hacia la parte del castillo, y parecía obra del cielo su repentina iluminación, en honor a la llegada del héroe.

Pero no, no era el cielo; era el mismo castillo  el que magníficamente resplandecía; eran sus muros sombríos los que de mágicos fulgores se revestían, porque algún aéreo mensajero habría anunciado lo que no revelara él a nadie, por no privarse del inmenso gozo de la sorpresa.

-Avanza, avanza, Rayo mío -decía el noble caballero, animando a su briosa cabalgadura-; poco nos falta ya para el apacible descanso.

El bruto debía comprenderle pues, en señal de agradecimiento, hendían el aire sus relinchos.

Acercáronse más y más. Rodrigo contuvo el paso del caballo. Ya no veía solo la brillante iluminación; oía claramente los ecos de una animación extraordinaria, de una algazara sin ejemplo bajo aquellos muros. Ni aun la del día solemne de sus bodas, que lucieran época en la comarca, se la podría comparar.

Ya no sentía perder el gozo de la sorpresa, porque más intenso y conmovedor se le había prevenido. Sí, sin duda le esperaba su esposa, y le esperaban sus leales servidores; y en verdad que tal previsión bien valía la pena de perder una sorpresa.

No había un alma por aquellos alrededores, pero el paso estaba franco, y el rastrillo5 del puente levantado ¡previsión discretísima!: ellos le daban a él la sorpresa. Toda la animación estaba concentrada en el salón principal del castillo, según se deducía por el aspecto de sus ventanas.

Ya por capricho, ya por cualquiera otro motivo, Rodrigo se acercó recatadamente a la poterna6, calándose la visera del casco, que despedía vividos reflejos, herido por tanta luz, echándose de ver entonces que no llevaba penacho en la ciñera7, así como que una ancha banda verde cubría completamente la divisa de su escudo, si es que este la tenía.

Al ruido de las pisadas del caballo salió un escudero a la poterna, y preguntó al caballero el objeto de su venida, no dando la menor muestra de conocerle, aun después que se le hubo contestado con vigoroso acento.

-¿No se me espera, tal vez?

El escudero se encogió de hombros y miró de alto abajo a su interlocutor con curiosidad un poco impertinente.

-¿No me conoces, Fortún? -volvió a decir el caballero con tono imperativo.

El escudero manifestó al pronto cierta sorpresa, que debió proceder de oír su nombre en los labios de un desconocido, puesto que en seguida volvió a encogerse de hombros, y a reparar con más marcada impertinencia, ya los blancos mechones de cabellos que bajo su casco asomaban, ya el escudo sin divisa, ya la extraña gallardía del que juzgaba viejo.

Impaciente el viajero, blandía ya el cuento de su lanza con evidente ánimo de obtener una respuesta tan decisiva como lo hubiera sido la elocuencia de su nueva argumentación, cuando tuvo que contenerse ante la repentina atención con que el escudero le dijo:

-Quien quiera que fuereis, caballero, que así mostráis conocerme, sed bien venido al castillo Invencible, pues en días tan felices como el de esta noche, a todo viandante que llegare a sus puertas se le agasaja y sirve cumplidamente, además de otorgarle hospitalidad. Tales órdenes hemos recibido de sus nobles señores cuantos aquí a su servicio nos encontramos.

Asombrado quedó Rodrigo al escuchar estas razones. Estremeciéndosele el corazón repitió mentalmente varias veces, antes de contestar las palabras de «órdenes de sus nobles señores». Violentos esfuerzos hubo de hacer para disimular su emoción, al decir:

-¿Qué acontecimiento celebra hoy el castillo?

-Sin duda venís, caballero, de muy lejanas tierras, pues que aún no ha llegado a vuestros oídos la fama que ha cundido ya por todos los términos del reino de las magníficas bodas de mis señores.

Al expresarse así vio el escudero a su interlocutor apoyarse fuertemente con ambas manos en su lanza, inclinando mucho el cuerpo hacia adelante; y pensando que lo hacía por escucharle con mayor gusto y comodidad, siguió dando rienda a su escuderil locuacidad en los términos que siguen:

-Y eso que las del difunto habíanse celebrado como las de un monarca; pero no merecen comparación con estas que la misma viuda ha dispuesto, y de ellas ha de quedar eterna memoria.

-¡Eterna, sí! -exclamó el caballero, ahogando una imprecación, y apoderándose como un autómata de una mano de Fortún, con ademan de que le guiara al interior del castillo.

Y como no se había levantado la visera, en cuyo descuido el escudero no se fijara, desde el  momento en que diera rienda a su charla, hízole considerar su nueva actitud y las vivísimas instancias que silenciosamente le dirigía, como una prueba de amistosa confianza, y muy especialmente del gusto con que su relación escuchaba.

Y en tal creencia se afirmó al oírle preguntar, mientras atravesaban el patio, con cierto temblor convulsivo, que atribuyó al cansancio y a la edad:

-Y él... el castellano, se llama, decid.

-Don Gonzalo Rolam, caballero provenzal, que vino a España a ayudarnos contra los infieles, con el poderosísimo esfuerzo de su brazo: el mejor amigo que tuvo mi difunto señor, don Rodrigo García, cuyos hazañosos hechos eran el terror de la morisma y el orgullo de nuestros guerreros.

Fortún sintió una lágrima ardiente caer sobre su mano, y suponiendo que sería una gota de sudor, prosiguió:

-Pero su bravura y su desprecio a todos los peligros le fue fatal; y murió acribillado de heridas al concluirse la guerra.

-¿Y quién dio la noticia de su muerte?

-La trajo su amigo y compañero de armas.

-¡Cómo! ¡ah...!

-¿Qué decís, caballero?

-Nada, que lamento la muerte de tan  leal caballero.

-¡Oh! si le hubierais conocido, señor Don Rodrigo García era el más cabal caballero que se conocía en estos reinos, y no lo habría mejor en los extraños. ¡Tan bueno, tan generoso, tan valiente!

Y aquí, para entre los dos, señor, ninguno de sus vasallos hemos visto con buenos ojos vamos aseguro a vd. que no nos ha  parecido muy bien el que su viuda haya dejado tan pronto las tocas cuando a él se lo debía todo figúrese vd... él la había levantado hasta el nivel de su grandeza desde el suelo de una cabaña, y...

No pudo continuar, por dos causas muy diferentes.

Una era el súbito ruido de choque de vasos y estrépito de brindis y algazara, y otra la brusca actitud de su interlocutor, que se apeó del caballo con la agilidad de un mozo, y llevó airadamente su mano a la empuñadura de la espada.

-No os asustéis, caballero -le dijo, pasada su primera sorpresa-; no os asustéis, es el ruido alegre del festín, y los convidados celebran los últimos brindis, ante de levantarse para ir al salón destinado al sarao. Mirad, mirad: hacia aquí se dirigen. Ya han concluido. Desde aquí, si os apartáis, podréis verlos pasar, y conoceréis a la novia que es un sol, doña María...

Ella, en efecto, dulcemente apoyada en el brazo de don Gonzalo; hermosa, hermosísima; pero no con el puro atractivo de un serafín de la Gloria, sino con el encanto fascinador del ángel caído en su tentación primera; voluptuosa la sonrisa y divina la mirada; ostentando una deslumbrante corona de brillantes sobre la magnífica diadema de su cabellera de oro; percibiéndose en las ondulaciones del cendal8 de argentería9, el agitado afán de su seno de náyade10, como el aliento del céfiro entre la nieve; realzada la gentileza majestuosa del talle por el luengo brial11 recamado de finísima pedrería; vivamente animada su actitud en medio del abandono de la pasión, como la ilusión de sus ojos y el deseo de sus labios: tal aparecía María a la puerta de la sala donde el festín de sus bodas se celebraba: tan regiamente había podido transformarse la pobre cuanto bella aldeana.

Por un momento pareció fascinado Rodrigo, creyendo lo que veía obra mágica de los delirios de su mente, inspirada por una embriaguez satánica; por un momento olvidó la amarguísima historia que aun resonaba fatídicamente en su oído y en su corazón.

Pero ¡ay! con harta presteza sucedió al delirio la realidad. Don Gonzalo preguntó desabridamente quién era el descortés caballero que permanecía con la visera calada delante de la castellana, y sin hacer acatamiento alguno a su persona.

Rodrigo, por respuesta, levantóse en el acto la visera, y desenvainó su espada, cuyos reflejos no eran tan centellantes como los que sus ojos lanzaban.

María cayó desplomada, sin sentido, sin lanzar un grito, y el estupor se apoderó de los demás circunstantes, incluso don Gonzalo.

Fortún, haciendo por tres veces la señal de la cruz, postróse de rodillas ante su antiguo señor, mirándole de hito en hito para cerciorarse de que no era un espíritu del otro mundo quien en tal talante y ocasión se aparecía.

De pronto fue el estupor interrumpido por el sonoro fragor de la lucha de dos rayos. La espada de don Gonzalo se había cruzado con la de Rodrigo.

Aquella lucha, con la muda desolación de los espectadores, las luces de la iluminación multiplicándose a los vividos reflejos de ambos aceros, la hermosísima castellana desmayada, y sobre todo las figuras atléticas de los combatientes animados por el fuego de la venganza, tenía algo de sobrenatural, de siniestramente fantástico.

Aquella lucha que debía ser un juicio de Dios, parecía más bien dirigida por el genio del mal; era un combate sometido al fallo del infierno.

Cuál sería el resultado de este fallo, excusado parece decirlo, si se tiene en cuenta el favor que venía dispensando el juez a uno de los contendientes, al considerar cuánto éste llevaba ganado en el camino del abismo.

El abismo, sí, cegó con su cólera no solamente el alma, sino también los ojos de Rodrigo, guiando al propio tiempo, hasta su corazón, a la espada de su contrario.

Rodrigo cayó para no volver a levantarse en el mundo, quizás por haberse anticipado a la justicia del cielo contra los adúlteros.  —201—




IV

Hasta aquí van acordes las crónicas con la tradición.

Las crónicas reflejan en seguida que, ya por la horrible confusión que se produjo entre las gentes del castillo, aun dudosas de que el muerto fuese su antiguo señor, porque no hubiera resucitado para volver a la tumba tan pronto; ya por alguna casualidad fatal, y providencial tal vez; ello fue que, apenas cayó Rodrigo, un voracísimo incendio estalló en el castillo; incendio ocasionado por la magnífica iluminación de la fiesta nupcial, y animado por los huracanes.

Todos los habitadores del castillo perecieron en las llamas. Únicamente se salvó Fortún, el buen escudero de Rodrigo, vengando a su señor de una manera espantosa; pues cuando alcanzó en su fuga a la poterna del castillo, cerróla tras de sí, sin atender a las súplicas ni blasfemias de don Gonzalo que en pos de él se arrastraba, agobiado bajo el peso de los escombros, y estrechando frenéticamente entre sus brazos a María desmayada.

La tradición asegura que ni Rodrigo murió en el trance de la lucha con don Gonzalo, ni ha muerto todavía: que encontrándose como por ensalmo12, muy gravemente herido, casi exánime, en medio de un frondoso bosquecillo, sitio que hoy ocupan los restos de la cabaña, a poco de haber ocurrido el combate, intentó darse cuenta de su situación, y acudió a ello muy solícito el mismísimo diablo en persona, y a procurarle un medio de vengarse, no exigiéndole en pago más que uno de los pequeños sacrificios que bastan a satisfacer a su majestad infernal. Díjole el caballero que aunque fuese el alma habría de darle, y él le contestó que ya la tenía ganada con permitirle sus ofrecimientos; lo que él deseaba era el alma de su hijo, que se había salvado con  Fortún, que apenas acababa de nacer, al contraer su madre otros lazos. Pero el diablo era generoso y le libraría del cuidado de educarlo, además del regalo de una completísima venganza. Aceptó gustoso el caballero, imponiendo a su vez, una condición igualmente aceptada, la de que su hijo le fuese devuelto a los diez y seis años de edad.

La primera parte de lo ofrecido, en el acto se llevó a término. Rodrigo vio a su castillo reducirse a cenizas al soplo del infierno, y presenció los abrasadores tormentos de los culpables desde la frescura del bosquecillo.

Pero la segunda parte todavía no se ha cumplido. Esta es la hora en que el diablo aún no ha devuelto el hijo a su padre; el cual sigue esperando, y seguirá tal vez, hasta la consumación de los siglos, encerrado en la cabaña, y sin que jamás le deje salir el enorme macho cabrío que le acompaña, y que le mira fijamente con unos ojos como ascuas.

Por eso la Cabaña del Condenado, se encuentra abandonada en medio de tanta frondosidad.

Por eso a mí me ha costado mucho temor el acercarme a ella; y no poco trabajo el escribir el presente artículo.







FUENTE:

Luciano García Real. «Tradiciones asturianas. La cabaña del condenado», Museo de las Familias, 1870, tomo XXVI, 167-70, 198-201.



Edición: Pilar Vega Rodríguez.



 
Indice