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Tres magas en el arte de la seducción: Trotaconventos, Plaerdemavida y Celestina1

Rafael Beltran Llavador


Universitat de València



A propósito del tema del curso y lanzando una mirada lo más abierta posible hacia el espacioso campo de la literatura medieval peninsular, me he querido preguntar sobre quién seduce a quién desde el Libro de buen amor hasta La Celestina, en concreto en el Libro de buen amor, en Tirant lo Blanc y en La Celestina2. He acudido en primer lugar, como parecía lógico, a los protagonistas. Y en la duermevela del limbo donde reposan los clásicos he encontrado cínicamente quejumbroso a un Juan Ruiz, arcipreste de Hita, ponderando el balance final de su total fracaso como seductor; he hallado triunfante pero nostálgico a Tirant lo Blanc, el amante sempiterno de Carmesina, manteniéndome en la duda de si realmente fue el tímido reprimido que más de un crítico quiso ver; y apenas me ha permitido un resquicio para el atisbo, embargado como estaba de vergüenza por las catástrofes que en su día ocasionó, Calisto, el mozalbete de buena familia, el desastroso saltaparedes y rompepuertas que acabó con la crisma partida como consecuencia de la primera de sus imprudentes escapadas. No he tenido más remedio que concluir, tras esta triple visión de ensueño, que los tres lamentaban irremediablemente haber sido igualmente ineptos para seducir, para atraer hacia sí los objetos de conquista que esforzadamente anhelaron.

Sin embargo, los tres asumieron —y, puesto que perviven, continúan asumiendo—, esa ineptitud, esa nula capacidad de seducción. Como hombres, pueden pedir, suplicar, manifestar, gimotear, llorar o quejarse de su enfermedad amorosa, pero no se enmascaran, no se transforman, no saben crear una representación, no saben lo que es urdir un engaño; en definitiva, no se implican en —ni sustentan de ningún modo— aquello que entendemos como proceso de seducción. Al contrario, la conquista de la dama, en vez de obligarlos a maquinar tramas e ingeniar artimañas, los sitúa en situación de evidencia, los desenmascara (vulgarmente: los deja en paños menores). A Juan Ruiz le hace descubrir, bajo su piel mansa de clérigo devoto, el cuerpo de lobo lujurioso, narigudo y orejotas, de hombre abandonado de Dios y perdido entre las malas amistades de los peores «garçones folguines» ('muchachos pendencieros'; LBA, 374a). Al diestro Tirant, que nunca había sido visto dando un traspiés en su irreprochable carrera bélica, le hace tropezar y resbalar sin cesar en la del amor. A Calisto le obliga a esgrimir como única arma dialéctica la literalidad de sus libros, una verborrea absurda y pedante... Los tres enferman (o dicen enfermar) de amor, esa en ciertos momentos conveniente enfermedad (aunque maligna y hasta letal), que los incapacita e inmoviliza para seducir. Por eso encargan la seducción de la mujer que pretenden a otras mujeres.

El hombre tiene el poder, pero la mujer tiene la palabra. Y la utiliza para seducir. No —o sólo excepcionalmente— para seducir al hombre: para seducir a otras mujeres. Ellas se entienden (hablan entre sí) y por eso se engañan. El hombre no quiere hablar, ni entender, ni engañar: sólo ganar o perder, destruir o ser destruido. A través de la palabra, la mujer revela las estrategias suyas y del hombre que está por encima de ella, que la maneja, que paga su servicio. Descubre el engaño, el placer, el vicio y el pecado que hay tras el encargo, todo aquello que el hombre, por distintos motivos, empezando por la inconsciencia, no quiere que se dé a conocer.

La seducción desenmascara al hombre, le obliga a desdoblarse, a hacerse complejo. El erotismo masculino ha sido definido como ansia egoísta de goce. El hombre no desea la continuidad erótica. El hombre, en su fantasía, desea a todas las mujeres, querría hacer el amor con todas (como Juan Ruiz, que fue relacionado con el arquetipo donjuanesco por Sánchez Albornoz), o con la síntesis sublimada de todas, con la mujer ideal (como Tirant o Calisto). Juan Ruiz se mira y dialoga con su otra cara en el espejo, que es don Amor, a quien sin embargo ha lacerado verbalmente de modo inmisericorde, acusándolo de maligno y demoníaco; o se transfigura en don Melón de la Huerta; o se identifica con don Carnal. Tirant, individuo superior y heroico, se hace igual a sus inferiores (Diafebus, Hipòlit, Ricard) en el terreno de la seducción, que abre brecha en su estolidez de guerrero imbatido. Del mismo modo, Calisto se rebaja a la simpleza instintiva de sus criados, aunque quiera disfrazar esa caída de dramática pomposidad con sus ejercicios literarios.

Cualquier manual básico de sicología nos explica que existen dos imágenes arquetípicas en la seducción femenina: la de la Bella Durmiente, Blancanieves, o Cenicienta, la mujer pasiva cuya belleza fascina al hombre; y la de la maga —Circe, Alcina— que retiene al hombre mediante un hechizo. De la primera, pasiva, se enamora el hombre y la mujer parte con él. El objetivo de las segundas, las activas, las magas, no es el amor sino el dominio; quieren tener atado al hombre, obligarlo a hacer lo que desean. Con dificultad logra escapar el hombre al final de sus redes. Las primeras son amadas; las segundas temidas, porque se comportan como hombres. La primera es la tentación; la segunda, la rival. El hombre desea a la mujer bella, pero necesita aliarse con la mujer maga.

Las tres obras que hemos escogido como representativas de la seducción literaria en los siglos XIV y XV hispánicos coinciden en servirse de una misma fuente literaria, de la que deriva el esquema de seducción básico: el Pamphilus, la comedia elegíaca atribuida durante la Edad Media a Ovidio. Pánfilo pretende a Galatea y busca la mediación de la vieja Anus. Juan Ruiz (LBA, 583-891) parafrasea buena parte del Pamphilus de amore3; Joanot Martorell demuestra conocerlo, pues el monólogo dramático de Carmesina (Tirant, cap. 436), cuando Tirant logra rendirla y entrar en el castillo de su cuerpo (por utilizar la tosca imagen militar del autor), es versión bastante fiel del de Galatea cuando llega a la misma situación con Pánfilo (Pamphilus, 680-688)4. Finalmente, esta comedia elegíaca, el Pamphilus, ha sido desde hace tiempo reconocida como una de las fuentes principales de La Celestina5. Pánfilo, por tanto, por rudimentario que se vea su origen, ofrece remota forma literaria al «yo»/Juan Ruiz del Libro de buen amor, al Tirant amante y a Calisto; Galatea, por su parte, seductora ex visu, facilita el molde para la creación de doña Endrina de Calatayud, y alguna de las faces de Carmesina y Melibea.

No nos interesa por el momento el prototipo de mujer-Galatea, la presa inmóvil y pasiva. Fijaremos toda nuestra atención en la otra: la verdadera seductora, la tercera, la amiga, la prostituta, la vieja, la maestra, la viuda, la madre. Aunque, de hecho, el encargo de la seducción desencadena una serie de reacciones en los personajes femeninos de las obras, que proceden a polarizarse rápidamente en otros dos grupos, los llamados por la crítica estructural como auxiliares (o ayudantes) y oponentes. Y esos dos grupos, como veremos, remiten a una misma concepción de la mujer. La auxiliar es la mediadora o la amiga (a veces, fundidas en una). La oponente o enemiga puede ser:

a) la prostituta y/o ninfómana (la panadera Cruz, LBA, 112-122; o la voraz serrana de la Tablada, LBA, 1.006-42; algunos rasgos de Plaerdemavida y de la Viuda Reposada, en Tirant; Celestina prostituta).

b) la maestra o instructora (doña Venus, LBA, 576-652; Celestina maestra).

c) la vieja (la Viuda Reposada, en Tirant; la vieja Celestina).

d) la madre (doña Rama, madre de Endrina, en LBA; la Emperatriz, madre de Carmesina, en Tirant; Alisa, madre de Melibea, o la propia «madre Celestina»). Obsérvese que las oponentes cubren prácticamente todo el abanico de posibilidades sociales de la mujer: dentro de la familia, la madre, la viuda, la que no puede llegar a casarse (¿tal vez por androginia?); fuera del núcleo familiar, la prostituta. Igualmente, obsérvese el proteico papel que asume Celestina: puta, maestra, vieja y madre.

Ahora bien, la amiga auxiliar ha de servirse de las mismas armas que las oponentes (la maestría, el engaño, el arte, el ingenio), lo que acabará por neutralizar la oposición entre ayudantes y enemigas. Así, actuando en la frontera, Trotaconventos o Celestina son en principio amigas (la amistad pagada), pero son prostitutas, viejas y madres. Y las que no lo han sido, como la Viuda Reposada, o la Emperatriz..., acabarán cayendo en el mismo saco de perversiones por propios méritos. Fuera de la idealización del objeto femenino, fuera del imaginario sublimado que concibe la fantasía del hombre, la mujer que actúa, positiva o negativamente, en pro o contra el hombre, se convierte en maga/bruja (maestra/vieja) o se desliza peligrosamente hacia las comarcas de la depravación (madre/prostituta).

Partiendo de lo que hay de común, vayamos a lo que distingue a unas magas de otras, a unas de las otras seductoras.

Las conquistas de Juan Ruiz, en El libro de buen amor, implican siempre un juego de tercería. Una de las interpretaciones didácticas de la obra6 pretende que el LBA es un manual destinado a prevenir a las mujeres contra las viejas terceras:


Assí, señoras dueñas, entended el romançe:
guardatvos de amor loco, non vos prenda ni alcançe;
abrid vuestras orejas: el coraçón se lançe
en amor de Dios linpio; loco amor nol trançe.


(estr. 904)7.                


La auxiliar principal del proteico Juan Ruiz es siempre una tercera no menos polimorfa que él: Trotaconventos, Urraca, «troya», «picaça», «parladera», «maça», «señuelo», «cobertera», «almadana», «coraça», «porra», «xaquima», «trotera»..., y al menos una decena más de nombres recibe la alcahueta en la obra (LBA, 924-27).

La Urraca que encontramos dibujada en el LBA es, como ya señalaba Lázaro Carreter8, una abstracción, una vieja sin pasado ni historia:


Fallé una tal vieja qual avía mester,
artera e maestra e de mucho saber; (...)
Era vieja buhona de las que venden joyas:
éstas echan el laço, éstas cavan las foyas;
non ay tales maestras como estas viejas troyas, (...)
andan de casa en casa vendiendo muchas donas;
non se reguardan d'ellas, están con las personas,
fazen con mucho viento andar las atahonas.


(estrs. 698-700)                


El autor pasa sin transición del singular al plural. La que escoge como tercera es una más «de las que venden joyas». Puede llamarse Urraca o Trotaconventos, o Fulana, o Zutana. Juan Ruiz no oculta su rango social. Cuando hace de mensajera entre don Melón y doña Endrina (que igualmente son abstracciones: las frutas opuestas, el tejón y la presa; el halcón y la paloma), Urraca se comporta como una verdadera profesional: «De aqueste ofiçio bivo, non he de otro coidado» (717b). Pese a que Juan Ruiz rodea la presentación del personaje de elementos tangibles, sensibles (las plazas y callejas por donde camina; los cascabeles que tañe, el tintineo de sus joyas, sortijas y alfileres que le cuelgan, la blancura de los manteles que extiende), no hay que confundir esa sensorialidad con la diferenciación y caracterización del individuo en su grupo. Son objetos con los que seduce, y que seducen al oyente de los versos, pero que no individualizan a la medianera como personaje humano. Como tampoco individualizan a doña Endrina los famosos versos con los que nos la presenta Juan Ruiz:


¡Ay, Dios! ¡Quán fermosa viene doña Endrina por la plaça!
¡Qué talle, qué donaire, qué alto cuello de garça!


(estr. 653)                


En el epitafio de doña Urraca, Juan Ruiz deja legada una sentencia de libertad que indica a las claras la obstinada persistencia de su posición desclasada:


en quanto fui al mundo, ove viçio e soltura


(1576b)                


Es decir: 'mientras viví, disfruté de placer y libertad'. Pero ni incluso entonces deja de verse el personaje como una abstracción, en vez de respirarse el aliento vital que sentiremos cuando Celestina hable con melancolía de su juventud irrecuperable, de unos placeres que adivinaremos prohibidos e inmensos.

Entre Juan Ruiz y Celestina topamos —aun sin quererlo, casi a la fuerza— con un caso de seductora cronológicamente intermedio y aparentemente de muy distinto pelaje. Pese a su diferente edad, gracia, belleza, procedencia social, etc., el papel de medianeras que representan una Trotaconventos o una Celestina no deja de ser el mismo que detenta Plaerdemavida, posiblemente el personaje más complejo, el más enigmático y lleno de sugerentes matices de Tirant lo Blanc9.

Las condiciones físicas y sociales de Celestina como alcahueta harán verosímil la mostración de una sexualidad desviada, traslaticia. Su decrepitud, su ebriedad, su aspecto andrógino de barbuda, caminarán en permanente contraste con la lujuriante lozanía de los cuerpos jóvenes de sus pupilas y de algunos de los amigos de éstas, que despiertan en ella un apetito sexual reprimido por la fuerza de los años. Lo extraño es ver alguna de esas «cualidades» repetida en un personaje joven como Plaerdemavida. Pues si las principales causas de la ansiedad sexual de Celestina son su vejez y su oficio, ninguna de ellas, naturalmente, es compartida por la simpática doncella de la princesa Carmesina, que ofrece su mediación de manera siempre alegre e interesada, como el más genuino servus fidelis de la comedia latina.

Con la vejez se avivan y subliman en Celestina los recuerdos nostálgicos de mejores épocas: «De éstos me mandaban a mí comer en tiempo los médicos de mi tierra cuando tenía mejores dientes» (auto VII), dice. Y no se refiere a capones, sino a jóvenes lozanos y apetitosos. La metáfora de la dentera tiene una inequívoca connotación sexual: «Quedáos a Dios, que voyme sólo porque me hacéis dentera con vuestro besar y retozar. Que aún el sabor en la encías me quedó; no le perdí con las muelas» (auto VII), comenta al dejar a regañadientes a Areúsa y Pármeno en pleno festín amoroso. La impotencia de Celestina (la pérdida simbólica de las muelas) no impide —al contrario, renueva— una libido ansiosa que intenta pasar traslaticiamente a sus pupilas.

En el caso de Plaerdemavida, la pulsión erótica no ha nacido, o se encontraba todavía en estado latente, y aflora por excitación y contagio cuando se hace testigo del acto sexual entre Diafebus y Estefanía (y de la larga sesión de tocamientos entre Tirant y Carmesina). Plaerdemavida espía los retozos de los cuatro a través de la rendija de una puerta, y confesará, a la mañana siguiente, tratando de ordenar sus sensaciones y sin querer deshacer el ventajoso revoltijo de realidad y sueño, cómo al escuchar aquellos dulces lamentos se compadecía de sí misma por no estar junto a la pareja, formando otra con Hipòlit: «La mia ánima hagué alguns sentiments d'amor que ignorava, e dobla'm la passió del meu Hipòlit com no prenia part dels besars així com Tirant de la Princesa, e lo Conestable d'Estefania» (cap. 163). Plaerdemavida fantasea con la ilusoria presencia física de Hipòlit como imaginario amante. Pero no sólo no han intercambiado ni una sola palabra entre ellos dos, sino que Hipòlit se va a convertir en el delirio onírico de otro personaje, nada menos que la Emperatriz, la madre de Carmesina, quien —a diferencia de Plaerdemavida— sí llevará a buen puerto sus veleidades pecaminosas.

La de Plaerdemavida es la sexualidad floreciente de una muchacha virgen (probablemente, como Carmesina, de unos quince años), en lugar de la decadente de la vieja bruja desdentada y barbuda. ¿Qué hay de común entre ambas? Nada desde el punto de vista sicológico, pero mucho desde el del prototipo narrativo de la celestina. El funcionamiento dramático salta por encima del sicológico. Así, Lucrecia, la criada de Melibea, hace semejantes alusiones sexuales a la dentera que las manifestadas por Celestina, y muestra igual contagio amoroso que Plaerdemavida, cuando presencia (y no nos extrañemos de esa presencia, pues Calisto insiste en querer tener testigos de su amor) la escena amorosa entre su señora y Calisto: «Mala landre me mate si más los escucho. ¿Vida es ésta? ¡Que me esté yo deshaciendo de dentera y ella esquivándose por que la rueguen! (...) Pero también me lo haría yo si estos necios de sus criados me hablasen entre día; pero esperan que los tengo de ir a buscar» (auto XIX). Parece que estemos escuchando a Plaerdemavida, envidiosa y deseando al inasequible Hipólito. También Lucrecia sale como embrujada del encuentro, dirigiéndose a uno de los criados, Tristán, con un «mi amor», que sorprende como tratamiento de confianza entre dos personajes que no habían intercambiado palabra hasta ese momento. Y algo distinto, pero dentro de un mismo campo de operaciones, le ocurre a Eliseu, la doncella de la Emperatriz... Lucrecia y Eliseu son Plaerdemavidas en ciernes, futuras celestinas, futuras seductoras que acaban de ser seducidas por vez primera, no personalmente, sino al contemplar la dureza y las delicias del amor de sus amos10.

El ofuscamiento interior de Plaerdemavida también se traslada metonímicamente —como en el caso de la dentera— al cuerpo exterior. Ella necesita sofocar sus ardores con agua fresca (cap. 163). A Lucrecia le entra, en cambio, un terrible y envidioso dolor de cabeza: «Ya me duele a mí la cabeza de escuchar y no a ellos de hablar ni los brazos de retozar ni las bocas de besar» (auto XIX). Los protagonistas sufren todo un proceso de enfermedad, revelado por una detallada sintomatología, que incluye desde el popular derrame de sangre de la nariz como indicio de embarazo, o la alusión al talón del pie (como también encuentro en una obra francesa, Aucassin et Nicolette), pasando por alusiones a las landres, nada inocentes aires fríos, etc., hasta el gravísimo dolor de costado del que repentinamente muere Tirant lo Blanc, afección de pleuresía que curiosamente también afectará de manera mortal a la hermana de Alisa, en La Celestina, y será mencionada como causa mortis por el Arcipreste de Talavera11.

No hay duda del ambiguo comportamiento de Plaerdemavida, pero tampoco de su papel celestinesco. No ceja en su empeño por tratar de convencer y «donar esforç a l'ànimo de Tirant». Es tan intrigante e imprudente como voluntariosa y fiel: «Tirant, Tirant, jamés en batalla sereu ardit ni temut si en amar dona o donzella una poqueta de força no hi mesclau» (cap. 229). ¿Qué gana ella con la consecución de ese empeño? Nada aparentemente. Está en el terreno de las auxiliares, y por tanto su trabajo es en principio limpio. Además, en el mundo de la alta comedia estos favores no se pagan ni cobran (al menos, con dinero ni prendas).

Sin embargo, como hemos dicho antes, ese campo linda con el de las enemigas. Plaerdemavida es maga. Plaerdemavida juega, como una prostituta, con la incitación oral y con la excitación manual: «Oh Déu, quina cosa és tenir la donzella tendra en sos braços, tota nua, d'edat de catorze anys! ¡Oh Déu, quina glòria és estar en lo seu llit e besar-la sovint!» (c. 229). Como Celestina. Porque sus palabras no pueden menos que traernos a la mente las de Celestina a Areúsa: «No parece que hayas quince años. ¡Oh quién fuera hombre y tanta parte alcanzara de ti para gozar tal vista!» (auto VII). Y el mismo papel incitante que Plaerdemavida con Tirant cumple Celestina con Pármeno: «Llégate acá negligente, vergonzoso, que quiero ver para cuánto eres, antes que me vaya. Retózala en la cama» (auto VII).

En el escenario teatral de Tirant lo Blanc se escenifican múltiples actitudes seductoras, tantas como personajes femeninos actúan. La que domina la seducción principal es Plaerdemavida, sin duda: la cara oculta de Carmesina, la parte maga que la bella bifronte oculta. Pero hay otras muchas mujeres, todas prodigiosamente distintas y algunas bastante complejas (los hombres, en cambio, son monótonamente parecidos): la condesa de Vàroic, Ricomana, Estefanía, Maragdina, la doncella del dragón, la Emperatriz y la Viuda Reposada son las siete a las que Ruiz-Doménec ha dedicado un peculiar ensayo12. Las dos últimas son dignas de especial atención. La Emperatriz supone una distorsión genial del papel protector de la madre. En vez de vigilar y reprimir los escarceos eróticos de su hija, éstos encienden los rescoldos de la pasión amorosa de la Emperatriz, que arden inflamados en su relación con el joven Hipòlit. No hay tercera entre ellos. Sí, en todo caso, una encubridora, pero casi niña, para acabar de dar la vuelta a las cosas: Eliseu, la doncella que no tiene nada que enseñar, y sí todo que aprender; que no sólo no protege, sino que está a punto de delatar a la pareja, como Pármeno en La Celestina, por falta de experiencia13.

La Viuda Reposada es la otra tercera distorsionada. Es el equivalente de la Male-Bouche del Roman de la Rose. Y tomo la comparación de un reciente estudio de Lázaro Carreter14, donde pone en relación el asedio alegórico a la Rosa, con el asedio de Tirant a Carmesina (obsérvese sólo la connotación del nombre: Carmesina/carmesí/roja). Dice Ruiz-Doménec que la fábula de la Viuda es un apólogo completo sobre el pavoroso terror que el mundo masculino tiene de las mujeres obsesivas, que no aceptan las reglas del juego15. Tampoco las acepta la Emperatriz, pero su inversión del orden natural es jocosa: el mundo al revés produce hilaridad y, al cabo, su fuerza es tan constructiva como la del Baco dionisíaco o la del fraile gordinflón, beodo y lujurioso del Carnaval medieval. La labor de la Viuda, en cambio, es destructiva, demoníaca. Es el prototipo de mujer ensimismada, que quiere cumplir a toda costa —y aun de su perdición— lo que desea. Se niega sistemáticamente a la verdad, que es el rechazo de Tirant. Organiza un simulacro fantástico, el encuentro de Carmesina con un negro hortelano, buscando malévolamente que esa mentira sea creída por Tirant, con el fin de arrastrarlo hacia su mundo imposible. La Viuda es otra tercera que se rebela a su papel de mediadora en la seducción. Quiere adoptar un papel masculino, activo; hay un momento en que se la describe tocada de rojo, como las prostitutas. La voracidad lúbrica de la Viuda es absolutamente intolerable para el hombre, al igual que lo era el siempre insatisfecho apetito sexual de las serranas para Juan Ruiz16.

Celestina, finalmente, atrae hacia sí prácticamente todas las características negativas de las anteriores seductoras, lo que vale decir de toda mujer. Celestina continúa derivando del prototipo literario de la vieja Anus, pero, a diferencia de las Trotaconventos de Juan Ruiz, está claramente individualizada, y a diferencia de las seductoras de Tirant lo Blanc sintoniza de manera realista con las características que la hacen adscribible a un estrato social perfectamente reconocible en una ciudad de la Castilla medieval.

No sólo tiene Celestina un aspecto físico inconfundible (cara arrugada y marcada, barba, faldas exageradamente largas...), sino que es también profesional de la prostitución y de la hechicería, siendo además curandera, partera y fabricante y vendedora de perfumes e hilados. No es ya que se explique al detalle el personaje realista, sino que hasta se justifica socialmente por, como dice Pármeno, «la necesidad y pobreza, la hambre, que no ay mejor maestra en el mundo, no hay mejor despertadora y avivadora de ingenios» (auto IX).

Celestina, como personaje seductor, se aparta de sus precedentes con un paso de gigante17. Su trabajo no es inocente, como el de las buhoneras de Juan Ruiz; causa verdaderos males y desgracias. Puede desencadenar una tragedia. Por eso esconde un arte nuevo, que sólo tiene un tímido antecedente en los letuarios del LBA: la hechicería, la brujería.

La más aguda captación de la realidad, propia de una sensibilidad más moderna, propicia el realismo. Esa verdad, ese realismo son obscenos. Por obscena, por pornográfica fue juzgada la obra en el borrador de una comisión derivada del Concilio de Trento, en 1562: «aliqui Luciani dialogi, Petri Aretini dialogi, Celestina in quavis lingua, Martialis non expurgatus, de arti amandi Ovidii et similes». La comisión de teólogos no veía nada herético en ella, nada extraño en su aparente carencia de lección moral, pero si una indecente obscenidad, común con la de las obras de Ovidio, Marcial, Lucano y Pedro Aretino18. Y es que, sin dejar de ser simbólico, como cualquier personaje de la narrativa o el drama medievales, sin haber abandonado la fidelidad a sus orígenes seudo-ovidianos (pues con Ovidio la emparentan los censores del siglo XVI), la Celestina era ya un personaje caracterizado individualmente de modo tan realista que impresionaba al lector hasta el punto de que podía causar con su influjo notable perjuicio moral.

En todo caso, la tercería ya da cabida en La Celestina a los hombres, de modo que el autor advierte que su obra es «aviso de los engaños de las alcahuetas y malos y lisongeros sirvientes». La seductora ha dejado de ser exclusivamente femenina. Su trabajo —el de Celestina— es codiciado también, como ha explicado José Antonio Maravall, por los nuevos desocupados que crea la floreciente burguesía ciudadana. Pármeno y Sempronio son tan peligrosos como ella. Con la gran Celestina comenzaba a degradarse hasta morir el propio motivo celestinesco, el tema de la maga seductora que nos dio algunos de los tipos más complejos y deliciosos de la literatura hispánica y románica.





 
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