Lucía acababa de secarse ante la chimenea encendida por Artegui en su cuarto. Los cabellos, antes empapados y pegados a la frente, comenzaban a revolar ligeros en torno de sus sienes; su ropa humeaba aún, pero ya el benéfico calorcillo, penetrándola, le restituía la acostumbrada soltura. Sólo la pluma del sombrero, lastimosamente alicaída, atestiguaba los estragos de la arroyada, a despecho de la prolijidad con que su dueña, aproximándola a las llamas, intentaba devolverle las gráciles roscas.
En una butaca yacía Artegui, cual siempre, yerto, abandonado a la inercia de sus ensueños. Reposaba sin duda la fatiga de haber prendido fuego a los cepos que tan regocijadamente ardían, y pedido té y servídolo, mezclándole unas gotas de ron. Silencioso y quieto ahora, posaba los ojos en Lucía y en el fuego, que daba móvil fondo rojo a su cabeza. Mientras Lucía sintió el peso de la mojada ropa y la prensión del calzado húmedo, mantúvose también muda y encogida, tiritando, creyendo escuchar aún el redoble de los truenos y sentir los picotazos de las múltiples agujas de la lluvia en sus mejillas.
Poco a poco la suave influencia del calor fue desatando sus miembros entumecidos y paralizada lengua. Adelantó los pies, luego las manos, hacia la hoguera; sacudió las enaguas, con objeto de enjugarlas por igual, y finalmente, sentose en el suelo a la turca para mejor gozar del fuego, que contempló fija y absorta, oyéndole crujir y viendo los troncos pasar de color de brasa al negro.
-¿Don Ignacio? -dijo de pronto
-¿Lucía?
-¿A que no sabe usted lo que estoy pensando?
-Usted dirá.
-Son tan raras las cosas que desde anteayer me suceden; está tan fuera de sus naturales caminos mi vivir desde estos días; tan singular e inaudito me parece lo que usted dijo allá... junto al pantano, que imagino si me quedaría dormida en Miranda de Ebro, y no habré despertado aún. Yo debo estar todavía en el vagón, es decir, allí estará mi cuerpo, pero mi alma se escapó y sueña tales tonterías... a la fuerza.
-No sé qué tenga de particular cuanto a usted acontece: antes tiene mucho de vulgar y sencillo. Se queda atrás su marido de usted; y yo, que por casualidad la encuentro entonces, la acompaño hasta que él venga. Ni más ni menos. No hagamos novela.
Artegui hablaba con su entonación lenta y desdeñosa de costumbre.
-No -insistió Lucía-, si lo extraño no es lo que me ha sucedido. Lo que hallo inusitado, es usted. Vamos, Don Ignacio, que usted bien lo conoce. Yo nunca vi a nadie que pensase lo que usted piensa, ni que lo dijese; y por eso a veces -murmuró cogiéndose la frente con ambas manos- suele pasarme por acá la idea de que estoy soñando aún.
Levantose Artegui del sillón y acercose al fuego. Su gallarda estatura crecía al reflejo de la lumbre, y a Lucía, sentada en el suelo, pareciole más alto que de ordinario.
-Importa -dijo él inclinándose- que le pida a usted perdón. Yo no acostumbro decir ciertas cosas al primero que llega; pero a personas como usted todavía menos. He soltado mil necedades, que con razón asustaron a usted. Sobre ser inconveniente, es de mal gusto y hasta cruel, lo que hice. Procedí como un necio y me pesa de ello: créalo usted.
Lucía, levantando el rostro, le miraba. El resplandor de la lumbre doraba su cabello castaño, y teñía de rosa toda su carne: brillábanle los ojos, que alzaba, obligada por la postura.
-Tengo -prosiguió Artegui- dos temperamentos, y suelo obedecerles irreflexivamente, como un niño. Por lo regular, soy como era mi padre, muy firme de voluntad, muy reservado y dueño de sí mismo; pero a veces domina en mí el temperamento materno. Mi pobre madre padeció siendo muy joven, allá en su castillote de Bretaña, ataques de nervios, melancolías y trastornos que nunca ha logrado curar del todo, si bien se aliviaron algo después de mi nacimiento. Ella soltó parte del mal, y yo le recogí; ¡qué mucho que en ocasiones obre y hable, no como hombre, sino como niño o mujer!
-Eso es, Don Ignacio -exclamó Lucía-, que en sana razón no pensaría usted lo que... lo que dijo allí.
-Yendo con usted -prosiguió él-, con una criatura joven y leal, que ama la vida y siente, y cree, ¿quién me metía a mí a hablar de nada triste, ni exponer desvaríos abstrusos, convirtiendo el paseo en cátedra? ¡Ridiculez igual! soy un majadero. Lucia -añadió con naturalidad y sin la menor expresión de amargura-, usted dispensa mi falta de tino, ¿no es cierto?
-Sí, Don Ignacio -murmuró ella bajo.
Artegui arrastró el sillón, y sentose cerca del fuego también, alargando manos y pies hacia la llama.
-¿No siente usted frío ya? -preguntó a Lucía.
-No, señor. Un calor muy agradable, al contrario.
-¿A ver esas manos?
Lucía, sin levantarse, entregó sus manos a Artegui, que las halló tibias y suaves, y las soltó presto.
-Con la lluvia -añadió-, no pude llevarla a usted un poco más lejos, hacia la parte de Biarritz, donde hay tan bonitas quintas y parques al estilo inglés. Ni hemos disfrutado casi de la hermosa campiña. ¡Qué bien olían los henos y los tréboles! Y la tierra. El olor de la tierra labrada es algo acre, pero muy grato.
-Lo que olía bien, eran unas mentas que vi al borde del pantano. Siento no haberme traído ramas.
-¿Quiere usted que vaya por ellas? Pronto estaría de vuelta...
-Jesús, María y José! ¡Qué disparate, Don Ignacio! ¡ir ahora por las mentas! -dijo Lucía; pero el placer de la oferta tiñó de púrpura su rostro.
-¿Oye usted cómo diluvia? -agregó por mudar de asunto.
-La mañana no anunciaba este turbión -repuso Artegui-. Es muy húmeda toda Francia en general, y esta cuenca del Adour no desmiente la regla. ¡Lástima no haber podido recorrer Biarritz! Hay allí palacios y comercios monísimos. La llevaría a usted a ver la Virgen que, desde una roca, parece que sosiega el Océano... Más hermosa idea artística no se puede dar.
-¿Cómo? ¿la Virgen? -preguntó muy interesada Lucía.
-Una estatua erigida sobre unos peñascos... Al ponerse el sol, es un efecto maravilloso: la estatua parece de oro, y la rodea un mar de fuego... Es una aparición.
-¡Ay, Don Ignacio! ¿me llevará usted mañana? -gritó Lucía, dilatados los ojos con el afán y alzando sus manos suplicantes.
-Mañana... -Artegui se quedó otra vez pensativo-. Pero, señora -pronunció ya con diverso tono-, ¡hoy debe llegar su marido de usted!
-Es verdad.
Cesó de suyo el diálogo, y ambos interlocutores miraron el fuego, y aún Artegui le añadió leña, porque menguaba. Crujieron los inflamados tizones, y algunos se abrieron, hendiéndose como la granada madura; saltaron mil chispas, y medio se desmoronó el ígneo edificio bajo el peso de los nuevos materiales. Lamió suavemente la llama el reciente pasto que le ofrecían, y al fin comenzó a clavarle sus lenguas de áspid, arrancando con cada beso ardiente un chasquido de dolor. Aunque no fuese todavía muy remota la hora meridiana, estaba el aposento casi obscuro, tal era al exterior el aguacero y el negror del cielo.
-No ha almorzado usted, Lucía -recordó de pronto Artegui, levantándose-. Voy a decir que le traigan a usted el almuerzo aquí.
-¿Y usted, Don Ignacio?
-Yo... almorzaré también, abajo, en el comedor. Es ya muy hora.
-Pero ¿por qué no almuerza usted aquí, conmigo?
-No, abajo -replicó él avanzando hacia la puerta.
-Como usted quiera... pero yo no tengo ganas. No me traiga usted nada. Estoy... así, vamos, no sé cómo.
-Tome usted algo... ha cogido usted frío y le conviene entrar en reacción.
-No... aún si usted almorzase aquí, me animaría tal vez-, insistió ella con tenacidad de niña voluntariosa.
Encogiose Artegui de hombros como aquel que se resigna, y tiró del cordón de la campanilla. Cuando un cuarto de hora después entró el camarero con la bandeja, ardía el fuego más que nunca claro y regocijado, y las dos butacas, colocadas a ambos lados de la chimenea, y el velador cubierto de níveo mantel, convidaban a la dulce intimidad del almuerzo. Brillaban las limpias copas, las garrafas, la salvilla, las vinagreras, el aro de plata del mostacero: los rábanos, nadando en fina concha de porcelana, parecían capullos de rosa; el lenguado frito presentaba su dorado lomo, donde se destacaba el oro pálido de las ruedas de limón, y el verde chamuscado de las ramas de perejil; los bisteques reposaban sangrientos en lago de liquida manteca; y en las transparentes copas de muselina destellaba el intenso granate del Borgoña y el rubio topacio del Chateau-Iquem. Al entrar y salir; al dejar cada plato, o recogerlo, reíase el camarero, para su sayo, de la enamorada pareja española, que quería habitación aparte, para luego almorzar así, mano a mano, al halago de la lumbre. A fuer de francés de raza, el sirviente aprovechaba la situación, subiendo el gasto. Había presentado a Artegui la lista de los vinos, y se permitía indicaciones y consejos.
-El señor querrá Champagne helado... Se lo traeré en garrafa, es más cómodo... Las ananas que hay en la casa son excelentes: voy a traer... El Málaga nos llega directamente de España: ¡oh! el vino de España... ¡clac! no hay como la España para vinos...
Y fueron viniendo botellas, aumentándose copas a la ya formidable batería que cada convidado tenía ante sí; anchas y planas, como las de los relieves antiguos, para el espumante Champagne; verdes y angostas, finísimas, para el Rhin; cortas como dedales, sostenidas en breve pie, para el Málaga meridional. Apenas llegó Lucía a catar dos dedos de cada vino; pero los iba probando todos por curiosidad golosa; y, un tanto pesada ya la cabeza, olvidando deliciosamente las peripecias del paseo matinal, se recostaba en la butaca, proyectando el busto, enseñando al sonreír los blancos dientes entre los labios húmedos, con risa de bacante inocente aún, que por vez primera prueba el zumo de las vides. La atmósfera de la cerrada habitación era de estufa: flotaban en ella espirituosos efluvios de bebidas, vaho de suculentos manjares, y el calor uniforme, apacible de la chimenea, y el leve aroma resinoso de los ardidos leños. Lindo asunto para una anacreóntica moderna, aquella mujer que alzaba la copa, aquel vino claro que al caer formaba una cascada ligera y brillante, aquel hombre pensativo, que alternativamente consideraba la mesa en desorden, y la risueña ninfa, de mejillas encendidas y chispeantes ojos. Sentíase Artegui tan dueño de la hora, del instante presente, que, desdeñoso y melancólico, contemplaba a Lucía como el viajero a la flor de la cual aparta su pie. Ni vinos, ni licores, ni blando calor de llama, eran ya bastantes para sacar de su apático sueño al pesimista: circulaba lenta en sus venas la sangre, y en las de Lucía giraba pronta, generosa y juvenil. Hermoso era, sin embargo, para los dos el momento, de concordia suprema, de dulce olvido; la vida pasada se borraba, la presente era como una tranquila eternidad, entre cuatro paredes, en el adormecimiento beato de la silenciosa cámara. Lucía dejó pender ambos brazos sobre los del sillón; sus dedos, aflojándose, soltaron la copa, que rodó al suelo, quebrándose con cristalino retintín en el bronce del guardafuego. Riose la niña de la fractura, y, entreabiertos los ojos y clavados en el techo, se sintió anonadada, invadida por un sopor, un recogimiento profundo de todo su ser. Artegui, en tanto, mudo y sereno, permanecía enhiesto en su butaca, orgulloso como el estoico antiguo: acre placer le penetraba todo, el goce de sentirse bien muerto, y cerciorarse de que en vano la traidora Naturaleza había intentado resucitarle.
Y así se estuvieran probablemente hasta sabe Dios cuándo, a no abrirse de golpe la puerta, apareciendo en ella un hombre; no el camarero, ni menos el esperado Miranda, sino un mozalbete de algunos veinticuatro o veinticinco años, mediano de estatura, pronto y desenfadado de modales. Traía el sombrero puesto, y lo primero que se veía de su persona era el reluciente alfiler de la corbata, y las botas de caña clara, atrevidas, cortas, un tanto manolescas. Causó la entrada de este nuevo personaje una transformación a vista en la escena: mientras Artegui se levantaba furioso, Lucía, vuelta a la conciencia de sí misma, pasó las manos por las sienes, enderezose en el sillón adoptando actitud reservada, pero con las pupilas vagas aún, perdidas en el espacio.
-Hola, Artegui... ¿Usted por aquí? Lo veo, lo veo ahora mismo en la tablilla, y vengo a escape... -pronunció imperturbable el recién venido. Y de pronto, haciendo como que reparaba en Lucía, inclinose con soltura, descubriéndose, sin añadir otra palabra.
-Señor Gonzalvo -respondió Artegui recatando el enojo bajo un tono glacial-, muy amigos nos habremos vuelto desde que no nos vemos. En Madrid...
-¡Usted siempre tan inglés, tan inglés! -pronunció sin turbación ni encogimiento el mancebo-. Mire usted; ya sabe usted que soy franco, franco; en Madrid andábamos cada cual a nuestro negocio y a nuestro gusto; pero en el extranjero, en el extranjero agrada encontrar paisanos. En fin, dispense usted; dispense usted; veo que vine a molestarle; lo siento por la señora...
Nueva reverencia, mientras sus ojos entornados se cosían cínicamente al rostro de Lucía, alumbrado por los moribundos tizones.
-No, espere usted -gritó Artegui levantándose y asiéndole de una manga sin ceremonia, al ver que volvía la espalda. Ya que ha entrado usted aquí sin más ni más, es preciso que sepa usted que no me coge en ninguna aventura escandalosa, ni de eso nace mi enojo por su importunidad.
-Hombre, hombre, hombre; si yo no pregunto... -dijo él encogiéndose de hombros.
-Me importa un bledo lo que creyese usted de mí... Pero esta señora es... una mujer honrada; por incidentes que no son del caso viene sola, y la acompaño hasta entregársela a su esposo...
Y viendo la media sonrisa de su interlocutor, añadió:
-Le aconsejo a usted que me crea, porque mi reputación de verídico es quizás la única que en el mundo aprecio...
-Le creo a usted; le creo a usted... -dijo sencilla y sinceramente el mozo-; usted pasa por algo raro, raro; pero muy franco también... Además, yo soy práctico, práctico, práctico en la materia, y bien distingo las verdaderas señoras...
Díjolo haciendo tercera vez venia a Lucía, con gentil desembarazo. Levantose ella, instintivamente digna, y serio y compuesto el rostro le devolvió el saludo. Artegui se adelantó entonces, y soltó la fórmula sacramental:
-El señor don Pedro Gonzalvo, la señora de Miranda.
Miranda... Sí, sí, lo he visto, lo he visto abajo escrito en la tablilla también... conozco un Miranda que se habrá casado estos días... solterón, solterón...
-¿Don Aurelio? -preguntó Lucía a pesar suyo.
-Justo... Le trato mucho, mucho.
-Es mi marido -murmuró ella.
Encendiéronse rápidamente en una llamarada de curiosidad las mejillas del mancebo, y clavó de nuevo en Lucía sus ojos chicos examinándola implacablemente.
-Miranda... ¡Ah! ¡Conque es usted la señora, la señora de Aurelio Miranda! -repitió, sin ocurrirsele decir más. Pero, discretamente indicadas, le bullían en los labios las preguntas de tal modo, que Artegui se impuso la penitencia de narrarle todo la acaecido de pe a pa. Escuchaba él, refrenando con su práctica del mundo, la risa maliciosa que le asomaba a las facciones. Era evidente que al mozo calaverilla le divertía infinito el cómico percance conyugal del calaverón rancio. Un rayo de sol vergonzante rompía las pardas nubes, y recortaba sobre el fondo obscuro la cabeza linfática, rubia, la tez pecosa, las facciones delicadas, pero no exentas de rasgos característicos, del mancebo. Sus manos blancas y femeniles atormentaban la cadena de acero del reloj, y en el meñique de una de ellas rojeaba grueso carbunclo, al lado de otro aro inocente, sortija de colegiala, sobrado estrecha para el dedo, una crucecica de perlas sobre un círculo de oro.
-Y, en resumen, ¿de Miranda, no se sabe nada, nada? -preguntó oído el relato.
-Nada hasta hoy -afirmó gravemente Artegui.
-Hombre, es divino ¡es divino! -masculló el mozalbete entre dientes, riéndose más bien con los ojos que con la boca-. ¡Lance igual! Estará chistoso Miranda; estará chistoso.
Artegui le miraba fijamente, sorprendiendo en sus pupilas la risa indiscreta. Con solemne seriedad, le interrogó:
-¿Es usted amigo de Don Aurelio Miranda?
-Sí, mucho, mucho... -ceceó rápidamente Gonzalvo, que solía al pronunciar comerse dos o tres letras de cada palabra, repitiendo en cambio la palabra misma dos o tres veces, lo que hacía galimatías peregrino, sobre todo cuando hablaba colérico, barajando o suprimiendo vocablos enteros:
-Mucho, mucho -prosiguió-. En todas partes, hombre, en todas partes, me lo encontraba en Madrid... Fue una temporada del, ¿cómo se llama?, del Veloz Club, del Veloz Club, y estaba abonado con nosotros, con los muchachos, a ése, vamos... a Apolo, a Apolo.
-Me felicito -exclamó Artegui sin menguar un ápice en seriedad-. Pues, señora -siguió volviéndose a Lucía-, ya tiene usted aquí lo que tanto le hubiera convenido encontrar dos días hace: un amigo de su esposo, que con harta más razón, motivo y derecho que yo, puede servirla de rodrigón hasta que el señor Miranda aparezca.
A esta inesperada salida, Gonzalvo sonrió inclinándose cortésmente, como hombre de mundo acostumbrado a todo género de situaciones; pero Lucía, con el rostro atónito, encendido aún, se echó atrás, en ademán de rehusar la nueva escolta que se le brindaba.
Interrumpió la escena muda el camarero, entrando y presentando a Artegui en una bandejilla un sobre azul, que encerraba un telegrama. No era dable en Artegui palidecer, y, sin embargo, visiblemente se tornaron aún más descoloridos sus pómulos al leer, roto el sobre, lo que el parte decía. Nubláronse sus ojos, y por instinto buscó el apoyo de la chimenea, en cuya tableta de mármol se recostó. A este punto, Lucía, vuelta ya de su asombro primero, se lanzaba a él, y poniéndole las dos manos en los brazos, le suplicaba ansiosamente:
-Don Ignacio, Don Ignacio... no me deje usted así... Para lo que falta ya... ¿qué trabajo le cuesta a usted quedarse? Yo no conozco a este señor... en mi vida le he visto...
Artegui oía maquinalmente, como oyen los catalépticos. Al fin se desató su lengua. Miró a Lucía sorprendido, cual si la viese por primera vez, y con voz debilitada pronunció:
-Me voy a París ahora mismo... Mi madre se muere.
Sintió ella en el cráneo otro golpe de maza, y quedose sin voz, sin aliento, sin pulsos. Cuando pudo exclamar:
-Pero... su madre de usted... ¡Dios mío, qué desgracia tan grande! -estaba Artegui ya en la puerta, sin oír las ceceosas ofertas de servicio que le prodigaba Gonzalvo.
-¡Don Ignacio! -gritó la niña al ver poner la mano en el pestillo.
Cual si a aquella voz vibrante se despertase la memoria del desdichado hijo, volvió pies atrás, fue derecho a Lucía, y sin pronunciar palabra cogiole las dos manos, y las prensó entre las suyas, con enérgico y mudo apretón. Así se estuvieron breves segundos sin acertar a decirse una frase de despedida. Lucía quiso hablar; pero parecíale que un dogal muy suave, de seda, se ceñía a su garganta, estrangulándola cada vez más. De improviso la soltó Artegui; ella respiró, adosándose a la pared, aturdida... Cuando miró en torno, no estaba en la habitación sino Gonzalvo, que leía entre dientes el telegrama, olvidado por su dueño sobre la mesa.
-Pues es verdad, pues es verdad... Y está en castellano, murmuraba: «La señora bastante grave. Desea venga señorito... Engracia.» ¿Quién será esta Engracia, esta Engracia?¡Ah! ya sé: el ama de cría de Artegui... el ama, de fijo. ¡Hombre, hombre! pues no sé si cogerá el expreso, el expreso (esta palabra en labios de Gonzalvo sonaba así: epés). Las dos y media... hace poco llegó el de España... aún tiene tiempo.
Guardó otra vez el lindo reloj esqueleto con cifras grabadas en ambos cristales, y volviendo los ojuelos a Lucía, añadió:
-Lo siento por usted; por usted, señora; ahora soy yo su escolta... Lo mejor es que se venga usted conmigo; aquí tengo a mi hermana, a mi hermana, y las pondré a ustedes juntas... No está... No está bien una señora así, sola en una fonda...
Gonzalvo tendió el brazo, y Lucía, pasivamente, iba a apoyarse en él; pero se abrió de nuevo la puerta, y el camarero, con actitud teatral, anunció:
-Monsieur de Miranda.
Era, en efecto, el asendereado novio, cojeando de la pierna derecha, pudiendo apenas sentar el pie, porque los agudos dolores de la luxación, consecuencia ingrata del salto a la vía, se renovaban al apoyar la planta en el suelo. Perdida así la gallardía del andar, los cuarenta y pico se asomaban implacables a todas las líneas del rostro: la triste raya de tinta de los bigotes resaltaba sobre la marchita tez; el párpado caído, hundidas las sienes y desaliñado el cabello, parecía el ex buen mozo una de esas desmanteladas torres, bellas a la luz crepuscular, pero que a mediodía todas se vuelven grietas, ortigas, zarzales y lagartos. Y como Lucía se quedase dudosa, indecisa, sin acertar ni a darle los buenos días, ni a arrojarse en sus brazos, Gonzalvo, censor eterno y sempiterno del matrimonio, desenlazó la extraña situación disparando la risa, y adelantándose a dar un abrazo jocoserio a aquella lamentable caricatura del esposo que llega.
Pocos días en Bayona bastaron para que Miranda se aliviase notablemente de la dolorosa luxación, y a que Pilar Gonzalvo y Lucía se conociesen y tratasen con cierta confianza. Pilar hacía rumbo, como Miranda, a Vichy; sólo que mientras Miranda quería que las aguas enseñasen a su hígado a elaborar el azúcar en justas y debidas proporciones para no dañar a la economía, la madrileñita iba a las saludables termas en demanda de partículas férreas que coloreasen su sangre y devolviesen el brillo a sus apagados ojos. Hambrienta como toda persona débil, como todo organismo pobre, de excitaciones, novedades y acontecimientos, divirtiole en extremo la relación nueva de Lucía, y las raras peripecias de su viaje, y el registro de sus galas de novia, que visitó sin perdonar una, examinando los encajes de cada chambra, los volantes de cada traje, las iniciales de cada pañuelo. Además, la simplicidad franca de la leonesa le brindaba campo virgen e inculto donde plantar todas las flores exóticas de la moda, todas las plantas ponzoñosas de la maledicencia elegante. Tenía Pilar, de edad entonces de veintitrés años, la malicia precoz que distingue a las señoritas que, con un pie en la aristocracia por sus relaciones y otro en la clase media por sus antecedentes, conocen todos los lados de la sociedad, y así averiguan quién da citas a los duques, como quién se cartea con la vecina del tercero. Pilar Gonzalvo era tolerada en las casas distinguidas de Madrid; ser tolerado es un matiz del trato social, y otro matiz ser admitido, como su hermano lo era: más allá del tolerar y del admitir queda aún otro matiz supremo, el festejar; pocos gozan del privilegio de que los festejen, reservado a las eminencias, que no se prodigan y se dejan ver únicamente de año en año, a los banqueros y magnates opulentos, que dan bailes, fiestas y misas del gallo con cena después, a las hermosuras durante un breve y deslumbrador período de plena florescencia, a los políticos que están en puerta como los naipes. Personas hay admitidas, que un día, de repente, se hallan festejadas por cualquier motivo, por un peinado nuevo, por un caballo que ganó en las carreras, por un escándalo que las gentes susurran bajito y piensan leer en el rostro del feliz mortal. De estos éxitos efímeros Perico Gonzalvo tuvo muchos: su hermana, ninguno, a despecho de reiterados esfuerzos para obtenerlos. Ni logró siquiera subir de tolerada a admitida. El mundo es ancho para los hombres, pero angosto, angosto para las mujeres. Siempre sintió Pilar la valla invisible que se elevaba entre ella y aquellas hijas de grandes de España, cuyos hermanos tan familiar e íntimamente frisaban con Perico. De aquí nació un rencor sordo, unido a no poca admiración y envidia, y se engendró la lenta irritación nerviosa que dio al traste con la salud de la madrileña. El paroxismo de un deseo no saciado, las ansias de la vanidad mal satisfecha, alteraron su temperamento, ya no muy sano y equilibrado antes. Tenía, como su hermano, tez de linfática blancura, encubriendo el afeite las muchas pecas: los ojos no grandes, pero garzos y expresivos, y rubio el cabello, que peinaba con arte. A la sazón, sus orejas parecían de cera, sus labios apenas cortaban, con una línea de rosa apagado, la amarillez de la barbilla, sus venas azuladas se señalaban bajo la piel, y sus encías, blanquecinas y flácidas, daban color de marfil antiguo a los ralos dientes. La primavera se había presentado para ella bajo malísimos auspicios; los conciertos de Cuaresma y los últimos bailes de Pascua, de los cuales no quiso perder uno, le costaron palpitaciones todas las noches, cansancio inexplicable en las piernas, perversiones extrañas del apetito: derivaba la anemia hacia la neurosis, y Pilar masticaba, a hurtadillas, raspaduras del pedestal de las estatuitas de barro que adornaban sus rinconeras y tocador. Sentía dolores intolerables en el epigastrio; pero por no romper el hilo de sus fiestas, calló como una muerta. Al cabo, hacia el estío, se resolvió a quejarse, pensando acertadamente que la enfermedad era pretexto oportuno para un veraneo conforme a los cánones del buen tono. Vivía Pilar con su padre y con una tía paterna; ni uno ni otro se resolvieron acompañarla; el padre, magistrado jubilado, por no dejar la Bolsa, donde a la chita callando realizaba sus jugaditas modestas y felices; la tía, viuda y muy dada a la devoción, por horror de los jolgorios que sin duda le preparaba su sobrina como método curativo. Recayó, pues, la comisión en Perico Gonzalvo, que, cargando con su hermana, hubo de llevársela al Sardinero, contando con que no faltarían amigas que allí le relevasen en su oficio de rodrigón. Así fue: sobraban en la playa familias conocidas que se encargaron de zarandear a Pilar, y de llevarla de zeca en meca. Mas desgraciadamente para Perico, los baños de mar, que al pronto aliviaron a su hermana, concluyeron, cuando abusó de ellos y quiso nadar y meterse en dibujos, por abrir brecha en su débil organismo, y comenzó a cansarse otra vez, a despertar bañada en sudor, a sentir desgano, al par que comía vorazmente raros manjares. Lo que más la asustó fue ver que se le caía el pelo a madejas. Al peinarse, se enfurecía, y llamaba a gritos a Perico, pidiéndole un remedio para no quedarse calva. Un día el médico que la visitaba llamó aparte a su hermano, y le dijo:
-Es preciso que tenga usted tino con su hermanita. Que no tome más baños.
-¿Pero está de cuidado, de cuidado? -interrogó el mozo abriendo cuanto podía sus ojos chicos.
-Podrá estarlo muy en breve.
-¡Diablo, diablo, diablo! ¿usted cree que tiene una tisis, una tisis? -(tiziz pronunciaba Perico.)
-No digo tanto: opino que aún no se halla interesado el pulmón, pero en el momento menos pensado la sangre se agolpa allí, la congestión sobreviene, y... a cada instante se dan casos de ese género. Hay en ella un terrible empobrecimiento de la sangre: está con el pulso de un pollo: hay además una sobreexcitación nerviosa que se acentúa periódicamente, y una honda perturbación gástrica... Si valiese mi parecer, aprovecharían ustedes el otoño para tomar unas aguas...
-¿Panticosa, Panticosa?
-En este caso tengo, por preferibles los manantiales ferruginosos de Vichy... La anemia es el primer enemigo que hay que combatir, y la indicación gástrica está también atendida en esas aguas... En segundo término, Aguas-Buenas o Puertollano... pero no se descuide usted: en esta quincena ha perdido terreno, y la alopecia y el sudar son síntomas muy característicos...
Y como Perico se retirase cabizbajo, añadió el doctor:
-Sobre todo pocas excitaciones... nada de bailar, ni de nadar... reposo moral... ni música, ni novelas... Las aldeanas que padecen el mal de su hermana de usted se curan con agua, donde echan un manojo de clavos, o escoria de fragua... La civilización hace artificioso todo: si quiere sanar, que no trasnoche, que no ande en funciones... el corsé flojo, los tacones anchos...
-Sí, sí, pide peras al olmo, al olmo -ceceaba Perico por lo bajo-. Cualquier día se pone mi señora hermana un alfiler menos, un alfiler menos, aunque se la lleve pateta.
Cuando Pilar supo la decisión del Esculapio, colgárse del cuello de Perico, en un arranque de amor fraternal no manifestado hasta entonces. Hizo mil monerías felinas, se volvió dulce, obediente, prudentísima en todo, prometiendo cuanto se le exigía y más aún.
-Periquín, reprecioso, anda, mono, ¿verdad que me llevas? Anda, di que sí, bobo, anda. ¡Si vales tú más que todas las cosas! Anda, ¿qué Puertollano ni qué...? Vamos a Francia, ¡qué gusto, señor! ¡parece mentira! ¡Qué dirán cuando lo sepan Visitación y las de Lomillos! No, ya ves tú, cuando el médico lo dice, hay que hacerlo... ¿Qué te voy a estorbar siempre cosida a ti? Hombre, yo encontraré amigas: ¿no ha de estar allí nadie conocido? Yo me ingeniaré, verás. Voy a hacerme un traje de tela cruda, que hasta allí... Bueno, bueno, hombre, no te pongas hecho una sierpe... Si ya sé que tengo que guardar método, y acostarme temprano... a las ocho con las gallinitas: ¿qué más pides? ¡Ay, qué rico hermano me dio Dios! ¡Así todas se me mueren por él!
-¿Si pensarás, si pensarás tú que me la das con tus lagoterías? Anda, déjame en paz... te llevo porque es preciso, preciso, si no ¿quién te aguanta en invierno? Pero a ver cómo somos formales, formales... o te quemo esos moños malditos... al fin nunca vas sino hecha una cursi, una cursi...
Devoró la injuria Pilar, como devoraría en tales circunstancias otra más fuerte aún, y sólo pensó en el elegante viaje que con tanto lucimiento coronaba sus expediciones veraniegas. Gonzalvo padre, que amén de la jubilación no carecía de bienes, aflojó los cordones de la bolsa, no sin recomendar la parsimonia y economía a su hija: en los asuntos de Perico no se metía nunca, pasábale una pensión mensual, y hacía como si no viese que Perico, recibiendo como uno, gastaba como diez, la daba de príncipe y jamás pedía aumento de sueldo.
Con esto, los dos hermanos salieron en triunfo del Sardinero para Francia y detuviéronse en Bayona, en el hotel de San Esteban, donde tuvimos la honra de conocerles. Vio el cielo abierto Perico cuando supo que Miranda y su mujer seguían a Vichy, y comprendió que Lucía era la persona más a propósito para relevarle en acompañar a Pilar, y aún para hacer de enfermera en caso de necesidad. Desde luego fomentó el trato de las dos, y concertaron salir reunidos para Vichy.
Las noticias dadas por su hermano acerca de Lucía y Miranda lograron aguzar singularmente la hambrienta curiosidad de la anémica, y su olfato fino percibía no sé qué emanaciones novelescas en los sucesos acaecidos al matrimonio. El hermano y la hermana habían conferenciado largamente acerca del asunto, a medias palabras, atreviéndose a veces a lanzar una expresión más viva y cruda, riéndose entrambos. Era uno de los goces mayores de Lucía las conversaciones que a veces pasaba con Perico cuando él se dignaba tratarla, no como a una chiquilla, sino como a mujer hecha, y le comunicaba detalles, anécdotas y sucesos de lo que por lo regular no llegan a oídos de las doncellitas educadas con cierta severidad y recato. Perico y su hermana, no muy tiernos y afectuosos entre sí, se entendían a maravilla en el terreno de las picardigüelas, y a veces la hermana completaba la frase picante, detenida en labios del hermano por unas miajas de la reserva que inspira la mujer aún al hombre menos capaz de tenerla. Experimentaba Pilar malsana fruición en recorrer aspectos del cosmorama de la vida, donde nunca fijaban sus ojos las hijas de los grandes de España por ella tan envidiadas, y que, por entonces, viviendo en la claustral atmósfera de sus palacios, vigiladas siempre por la institutriz rígida, llevan en la frente, a los veinticinco años, el sello de su altiva inocencia.
-Pues yo -decía Perico a Pilar- subí al cuarto de Artegui, porque la verdad, la verdad, me dio curiosidad cuando me dijeron que tenía una chica muy guapa, muy guapa, consigo.
-Claro que era para dar curiosidad a la mismísima estatua de Mendizábal, hombre... Ese Artegui, a quien nunca se le conoció un mal trapicheo...
-No, si es un raro, un raro. Riquísimo, y hace vida de fraile. Si yo tuviese sus onzas, sus onzas... ¡ole con ole!
-Pero di, ¿y te parece a ti, que no hay gato encerrado en lo de Artegui y Lucía?
-¡Pch! no -silbó Perico, que a diferencia de su hermana, no era maldiciente, sino cuando se irritaba contra alguno-. Ese Artegui tiene sangre de horchata, de horchata, y estoy segurísimo de que ni esto, ni esto le ha dicho. (Y chasqueó la uña del pulgar contra uno de sus paletos,)
-La verdad es que ella es una cursi destemplada... Pero vamos a cuentas, Periquín: ¿no me dijiste tú que se quedó muy triste, y toda turulata, cuando él se fue y entró Miranda después?
-Pero ponte en el caso, ponte en el caso... Miranda parecía la estampa de la herejía...
-No, no quisiera verme en el caso -exclamó Pilar riendo a carcajadas.
-Luego el muy papanatas, hizo lo que todos los gallos, lo que todos los gallos que están de mal humor... -siguió Perico riendo a su vez-. Si había de ponerse agradable, de decirle algo a la pobre chica... le soltó una filípica como para ella sola, para ella sola, porque no se había vuelto a Miranda de Ebro, de Ebro, a cuidarle la pata desencolada... También sólo a él se le ocurre desmayarse por una torcedura, y no telegrafiar a su mujer avisándola... Y le preguntó con un aire trágico, trágico: «¿dónde anda tu solícito acompañante?» Estaba el hombre celestial.
-¿Ves? Pues tiene celos el marido. Lo decía yo... Si tú eres un inocentón.
-¡Hija, hija, hija! ¡Cualquiera me la pega a mí, a mí, en esas cuestiones! Te digo, te digo, que no tenían nada Artegui y Lucía, y Lucía...
Ahora mismo apuesto cuatro onzas, cuatro onzas...
-Pues yo -recalcó Pilar con su insistencia de enfermo lúcido-, aseguro que lo que es ella... ella... a él no le he visto, que si le viese, sabría... Pero ella... cada suspiro le oí... y esos no son por Miranda. Está a veces tan pensativa.. aunque otras se alegra y ríe, y es una chiquilla...
-¡Bah, bah, bah! no digo yo que a ella, allá en sus adentros, sus adentros... pero tú no entiendes de esto... yo te afirmo que lo que es tener, no han tenido nada, nada... si sabré yo...
-Y yo también... -afirmó cínicamente Pilar-. Bueno, los dos acertamos... no hubo nada... pero está... ¿cómo dicen de las palomas en el tiro? Tocada en el ala.
-¡Bah! ¡Bah! -silbó de nuevo Perico, indicando su desdén hacia todo sentimentalismo, ensueño o análoga nimiedad amorosa-. Eso no vale nada, nada... como no le esperen a Miranda peores ratos... tiene bemoles, bemoles, eso de torcerse una pata, y esperarse dos días a que la enderecen, enderecen... dejando a su novia andar por esos mundos... Es divino, divino. Lo que le carga a él, es que se sepa, que se sepa... yo le doy cada solo...
-No, mira, no le enfades... Ya sabes que nos vinieron como llovidos del cielo...
-No te ocupes, hija, no te ocupes... Si lo cierto es que Miranda no vive, no vive sin mí, porque se aburre, se aburre, y sólo yo le quito el esplín, el esplín, el esplín, hablándole de sus conquistas... Y está hecho una plasta... Falta le hace beberse medio Vichy... meterse ahora en floreos, a su edad, a su edad...
No era aburrimiento lo que tenía Miranda: era su mal del hígado, furiosamente exacerbado con el despecho de la ridícula aventura que cortó el viaje de novios. Sus sienes verdeaban, sus ojeras se teñían de matices amoratados, la bilis se infiltraba bajo la piel, y así como una casa nueva hace parecer más vetustas las que están a su lado, así la lozana juventud de Lucía acentuaba el deterioro del marido. Verificábase en Lucía la encantadora transición de niña a mujer; sus movimientos, más lentos y reposados, tenían mayor gracia; al paso que en él, la madurez se trocaba en vejez, más bien que por los años, por la ruina de la organización. Mostrábase Lucía con él tanto más afectuosa, cuanto más le veía roído por los achaques, y cuanto más notaba en su rostro las huellas del padecimiento cruel. No la arredraban ciertos despegos, ciertas durezas inexplicables de Miranda; servíale piadosa y filialmente, hablábale con dulzura, hacíale ella misma los remedios y le vendaba el pie lastimado, con la devoción con que vestiría a una santa imagen. Era feliz y hasta se conmovía, cuando él hallaba bien colocado el apósito. Al fin Miranda pudo andar sin riesgo. Las lujaciones duran poco, aunque en la edad de Miranda sean más tenaces. Diéronle de alta, y todos se dispusieron a tomar la ruta de Vichy. La estación adelantaba: estaban casi a mediados de Septiembre, y esperar más era exponerse a las persistentes lluvias de aquel clima. Por encargo de Miranda el ama del hotel escribió a la villa termal, encargando hospedaje. Con verbosidad enteramente francesa convenció a Miranda y a Perico de que debían alojarse en un chalet, por evitar a las damas la enojosa promiscuidad de la mesa redonda de hotel, y para que se encontrasen como en su propia casa. Repartido entre las dos familias, no sería exorbitante el coste y las ventajas muchas. Conviniéronse en ello, y Miranda hubo de pedir la cuenta del gasto hecho en el hotel, que le trajeron escrita en casi indescifrables garrapatos. Cuando logró entenderlos llamó al ama.
-Aquí -dijo apoyando el dedo sobre las patas de mosca- hay un error; se equivoca usted en contra suya. A la señora le pone usted los mismos días de estancia que a mí, y en realidad tiene dos más.
-Dos más... contestó el ama reflexionando.
-Sí, señora; ¿no llegó dos días antes?
-¡Ah! tiene el señor razón... pero es que Monsieur Artegui, los dejó pagados.
Lucía, que a la sazón doblaba algunas prendas de ropa para colocarlas en su baúl, volvió repentinamente la cabeza, como ave al reclamo. Sus mejillas estaban encendidas.
-¡Pagados! -repitió Miranda, en cuya pupila mortecina y térrea se encendió breve chispa-. ¡Pagados! ¿Y con qué derecho, señora? Quisiera saberlo.
-Señor, eso no me concierne... (ce n'est pas mon affaire) -exclamó la fondista, acudiendo, para mejor explicarse, a su idioma natal-. Yo recibo viajeros, ¿no es eso? Viene una dama con un caballero, ¿no es eso? Me paga la estancia de esa dama al marcharse, y yo no le pregunto si tiene o no derecho para pagar, ¿no es eso? Él paga, y basta (voilá tout).
-Pues -pronunció Miranda, alzando la voz- lo de la señora lo pago yo, y nada más; y usted me hará merced de girar una letra a... ese señor, devolviéndole lo cobrado.
-El señor será bastante amable de dispensarme... -protestó la fondista, despedazando sin compasión, en su aturdimiento, la sintaxis castellana-. Yo me rehúso a lo que el señor propone, yo soy verdaderamente desolada, pero esto, no se hace, esto no se hizo jamás en nuestras casas... Sería una falta, una grave falta, Monsieur Artegui tendría razón de quejarse... Yo demando bien perdón al señor...
-Váyase usted al demonio -contestó en castizo castellano Miranda, volviendo las espaldas a su interlocutora, y olvidando, como solía, sus postizas finuras de salón ante la herida de su amor propio.
Lucía aun vendó aquella noche el pie, casi sano ya, de Miranda. Hízolo con el tino y delicadeza que acostumbraba; pero al apoyar en su rodilla la planta de su marido para mejor poder colocar la compresa y ceñir las tiras de goma elástica a la articulación, no sonreía como las demás veces. Silenciosa llenó el caritativo deber, y al levantarse del suelo, exhaló leve suspiro, como el que desahoga, cumplida alguna tarea de que cuerpo y espíritu por igual recibieron cansancio.
El chalet alquilado en Vichy por las dos familias, Miranda y Gonzalvo, llevaba el poético letrero de Chalet de las Rosas. A fin de justificar el nombre, sin duda, corrían por todos sus calados balaústres airosos festones de rosal enredadera, al extremo de cuyas ramas oscilaban las cabecitas lánguidas de las últimas rosas de la estación. Habíalas color barquillo bajo, realzadas por la nota de fuego de las bengalas, y las rosas enanas, de matiz de carne, parecían rostros microscópicos, que miraban curiosos a las vidrieras del chalet. En el jardinete, ante el peristilo, era una gentil confusión de rosas de todos los tonos y tamaños. Las Maimaison descollaban rosadas y turgentes, como un hermoso seno; las té se deshacían, dejando pender sus desmayados pétalos; las de Alejandría, erguidas y elegantes, vertían su copa de esencia embriagadora; las musgosas reían irónicas con sus labios de carmín, al través de una barba tupida y verde; las albas desafiaban a la nieve con su fría y cándida belleza, con su rigidez púdica de flores de batista. Y entre sus lindas hermanas, la exótica viridiflora ocultaba sus capullos glaucos, como avergonzándose del extraño color alagartado de sus flores de su fealdad de planta rara, interesante tan sólo para el botánico.
Tenía el chalet los dos pisos de rigor; el entresuelo repartido en comedor, cocina, salita y un angosto recibimiento; el principal dedicado a dormitorios y cuartos de aseo. A la altura del principal corría una balconada, calada como finísimo encaje, que se repetía en el entresuelo, cubierta casi por las enredaderas. Delgada verja de hierro aislaba el chalet por la parte que daba a la vía pública, avenida plantada de árboles; por donde confinaba con otras casas y jardines, hacían el mismo oficio unas breves tapias. A la entrada de la verja, sobre sendas columnas de mármol gris, dos niños de bronce alzaban sus bracitos gordezuelos para sostener una bomba de cristal mate, que protegía un mechero de gas. Comprendíase a primera vista que el chalet, con sus delgadas paredes de madera, mal defendería a sus habitantes del frío del invierno y los calores del verano; pero en la estación de otoño, templada y benigna, aquella caprichosa construcción, orlada de franjas de menuda crestería, trabajada como un juguete de sobremesa, engalanada de fresca guirnalda de rosales, era el albergue más coquetón y donoso que puede imaginar la mente, el nido más adecuado para una pareja de enamoradas tórtolas. Yo siento tener que dar a tan lindos edificios, que en Vichy abundan, el nombre extranjerizo de chalet; pero ¿qué hacer si en castellano no hay vocablo correspondiente? Lo que aquí denominamos choza, cabaña o casa rústica, no significa en modo alguno lo que todo el mundo entiende por chalet, que es una concepción arquitectónica peculiar a los valles helvéticos, donde el arte, inspirándose en la Naturaleza, reprodujo las formas de los alerces y pinabetes, y los delicados arabescos del hielo y la escarcha, bien como los egipcios tomaron de la flor del loto los capiteles de sus pilones, En Vichy los chalets se construyen con el exclusivo objeto de alquilarlos amueblados a los extranjeros. La conserje del chalet se encarga del gobierno de casa, de la compra y aun de guisar: el conserje atiende a la limpieza, corta las ramas del jardinete, guía las enredaderas, barre las calles enarenadas, sirve a la mesa y abre la puerta. Instaláronse, pues, los Miranda y los Gonzalvo si más cuidado que el de entregar al conserje sus abrigos de viaje y sentarse en sus respectivos puestos en el comedor.
Aunque Lucía, y sobre todo Pilar, se sentían un tanto fatigadas del largo trayecto en ferrocarril, no dejaron de entusiasmarse con la belleza de la morada que les deparaba el destino. El balcón, sobre todo, les parecía delicioso para hacer labor y para leer. Acordábase Pilar de cuantas acuarelas, países de abanico y estampas sentimentales había visto, que representasen el ya trivial asunto de una joven cuya cabeza asoma por entre un marco de follaje. Lucía, a su vez, comparaba su casa de León, antigua, maciza, y lóbrega, con aquella vivienda, donde todo era flamante y gentil, desde los encerados relucientes pisos hasta las cortinas de cretona azul rameadas de campanillas rosa. Al otro día de la llegada, cuando Lucía saltó del lecho, fue su primer cuidado salir al balcón, de allí al jardín, recogiéndose la bata con unos alfileres para no mojarla en el húmedo piso. Halló a las rosas acabaditas de salir del baño de rocío, tersas, muy ufanas, adornadas cada cual con su collar de perlas o de diamantes. Fue oliéndolas una por una, pasándoles los dedos por las hojas sin atreverse a cortarlas; dábale mucha lástima pensar cómo se quedaría la mata, huérfana de su flor. A aquella hora apenas olían las rosas: era más bien un aroma general de humedad y frescura, que se elevaba del césped de las plantas, y del conjunto de árboles vecinos. Haylos en Vichy por todas partes; a la tarde, cuando Lucía y Pilar recorrieron las calles de la villa termal para informarse de su traza, lanzaron exclamaciones de contento al dar a cada instante con una sombra, una alameda, un parque. Pilar opinaba que Vichy tenía aspecto elegante; Lucía, menos entendida en elegancias y modas, gustaba sencillamente de tanto verdor, de tanta Naturaleza, que reposaba sus ojos, moviéndola a veces a imaginar que, a despecho de sus calles concurridas, de sus tiendas brillantes, era Vichy una aldea, dispuesta a propósito para contentar sus exigencias secretas e íntimas de soledad. Aldea formada de palacios, adornada con todo el refinamiento de comodidad y lujo inteligente que caracteriza a nuestro siglo; pero al fin aldea.
A un tiempo comenzaron Pilar y Miranda la temporada termal, si bien con método tan distinto como lo requería la diferencia de sus males. Miranda hubo de beber las aguas hirvientes y enérgicas de la Reja-Grande, sometiéndose a la vez a un complicado sistema de afusiones locales, baños y duchas, mientras la anémica absorbía a pequeñas dosis la picante linfa, gaseosa y ferruginosa del manantial de las Señoras. Estableciose desde entonces una lucha perenne entre Pilar y los que la acompañaban. Eran necesarios esfuerzos heroicos para contenerla e impedir que hiciese la vida de las bañistas del gran tono, que ocupaban el día entero en lucir trajes y divertirse. Desde este punto de vista, fue funesta a Pilar la presencia en Vichy de seis u ocho españolas conocidas que aún aprovechaban allí el fin de la estación. Era pasado ya lo mejor y más brillante de ésta; las corridas, el tiro de pichón, las grandes excursiones en calesas y ómnibus al Borbonés, comenzadas en Agosto, concluían en los primeros días de Septiembre. Pero quedaban aún los conciertos en el Parque, el gran paseo por la avenida pavimentada de asfalto, las fiestas nocturnas en el Casino, el teatro, que, próximo a cerrarse, se veía más concurrido cada vez. Pilar se moría por reunirse a la docena de compatriotas de distinción que revoloteaban en el efímero torbellino de los placeres termales. El médico de consulta a quien se habían dirigido en Vichy, al par que recomendaba las distracciones a Miranda, prohibía severamente a la anémica todo género de excitación, encargándole mucho que procurase aprovechar el carácter semi rural de la villa para hacer vida de campo en lo posible, acostándose con las gallinas y madrugando con el sol. Exigía este régimen mucha constancia y, sobre todo, una persona que, continuamente al lado de la rebelde enferma, no descuidase ni un segundo el obligarla a seguir las prescripciones del facultativo. Ni Miranda ni Perico servían para el caso. Miranda cubría las formas sociales exhortando a Pilar a «cuidarse» y «no hacer tonterías», todo ello dicho con el calor ficticio que muestran los egoístas cuando se trata de la salud ajena. Perico se enojaba de ver a su hermana echando en saco roto las advertencias del doctor, cosa que podía alargar la cura, y por ende la estancia en Vichy, pero no era capaz de vigilarla y de atender a que cumpliese las órdenes recibidas. Decíale a veces:
-Me alegraré de que te lleven los demonios, los demonios, y de que estés este invierno color de limón seco, de limón seco... Tú lo quisiste, pues aguántalo...
La única persona que se consagró a que Pilar observase el régimen saludable, fue, pues, Lucía. Hízolo movida de la necesidad de abnegación que experimentan las naturalezas ricas y jóvenes, a quienes su propia actividad tortura y han menester encaminarla a algún fin, y del instinto que impulsa a dar de comer al animal a quien todos descuidan, o a coger de la mano al niño abandonado en la calle. Al alcance de Lucía sólo estaba Pilar, y en Pilar puso sus afectos. Perico Gonzalvo no simpatizaba con Lucía, encontrándola muy provinciana y muy poco mujer en cuanto a las artes de agradar. Miranda, ya un tanto rejuvenecido por los favorables efectos de la primer semana de aguas, se iba con Perico al Casino, al Parque, enderezando la espina dorsal y retorciéndose otra vez los bigotes. Quedaban pues frente a frente las dos mujeres. Lucía se sujetaba en todo al método de la enferma. A las seis dejaba pasito el lecho conyugal y se iba a despertar a la anémica, a fin de que el prolongado sueño no le causase peligrosos sudores. Sacabala presto al balcón del piso bajo, a respirar el aire puro de la mañanita, y gozaban ambas del amanecer campesino, que parecía sacudir a Vichy, estremeciéndole con una especie de anhelo madrugador. Comenzaba muy temprano la vida cotidiana en la villa termal, porque los habitantes, hosteleros de oficio casi todos durante la estación de aguas, tenían que ir a la compra y apercibirse a dar el almuerzo a sus huéspedes cuando éstos volviesen de beber el primer vaso. Por lo regular, aparecía el alba un tanto envuelta en crespones grises, y las copas de los grandes árboles susurraban al cruzarlas el airecillo retozón. Pasaba algún obrero, larga la barba, mal lavado y huraño el semblante, renqueando, soñoliento, el espinazo arqueado aún por la curvatura del sueño de plomo a que se entregaran la víspera sus miembros exhaustos. Las criadas de servir, con el cesto al brazo, ancho mandil de tela gris o azul, pelo bien alisado -como de mujer que sólo dispone en el día de diez minutos para el tocador y los aprovecha-, iban con paso ligero, temerosas de que se les hiciese tarde. Los quintos salían de un cuartel próximo, derechos, muy abotonados de uniforme, las orejas coloradas con tanto frotárselas en las abluciones matinales, el cogote afeitado al rape, las manos en los bolsillos del pantalón, silbando alguna tonada. Una vejezuela, con su gorra muy blanca y limpia, remangado el traje, barría con esmero las hojas secas esparcidas por la acera de asfalto; seguíala un faldero que olfateaba como desorientado cada montón de hojas reunido por la escoba diligente. Carros se velan muchísimos y de todas formas y dimensiones, y entreteníase Lucía en observarlos y compararlos. Algunos, montados en dos enormes ruedas, iban tirados por un asnillo de impacientes orejas, y guiados por mujeres de rostro duro y curtido, que llevaban el clásico sombrero borbonés, especie de esportilla de paja con dos cintas de terciopelo negro cruzadas por la copa: eran carros de lechera: en la zaga, una fila de cántaros de hojalata encerraba la mercancía. Las carretas de transportar tierra y cal eran más bastas y las movía un forzudo percherón, cuyos jaeces adornaban flecos de lana roja. Al ir de vacío rodaban con cierta dejadez, y al volver cargados, el conductor manejaba la fusta, el caballo trotaba animosamente y repiqueteaban las campanillas de la frontalera. Si hacía sol, Lucía y Pilar bajaban al jardinete y pegaban el rostro a los hierros de la verja; pero en las mañanas lluviosas quedábanse en el balcón, protegidas por los voladizos del chalet, y escuchando el rumor de las gotas de lluvia, cayendo aprisa, aprisa, con menudo ruido de bombardeo, sobre las hojas de los plátanos, que crujían como la seda al arrugarse.
Mas el tiempo se empeñó en festejar a las viajeras, y poco después de su llegada a Vichy brindoles los más espléndidos y apacibles días que quepan en otoño, estación de serenidad, sobre todo cuando comienza.
Despejada y clara la atmósfera, el calor benigno, las plantas en la plenitud de su coloración y riqueza, las tardes entrelargas y las mañanas alegres, aprovechose Lucía de tan buenas circunstancias para resolver a Pilar a salir al campo, según lo dispuesto por el doctor. Entraba en la medicación el que Pilar anduvíese a lomos de borrico, a fin de que el trotecillo desigual le sirviera de ejercicio moviendo su sangre, sin causarle fatiga; y aunque la enferma aborrecía con toda su alma semejante cabalgadura, y hasta salir del pueblo iba a pie a costa de arrastrarse trabajosamente, consentía en montar, apenas se hallaba fuera de poblado. El sacudimiento la agitaba, y sonroseábanse unas miajas sus mejillas. Lucía hallaba en ello ocasión de bromas.
-¿Ves cómo es bueno montar en caballos briosos? Estás muy reguapa: pareces otra: mira, para hacer una conquista, no tenías más que darte una vueltecita así, por delante del Casino, cuando está tocando la orquesta.
-¡Qué horror! -exclamaba la anémica dando un grito-. Si me viesen las de Amézaga... ¡ellas, que nunca van sino en charabán o en milor!
Dirigíanse las dos amigas, ya hacia la Montaña Verde, ya hacia el camino de las Señoras o hacia el manantial intermitente de Vesse. La Montaña Verde es el punto más elevado de las inmediaciones de Vichy. Está la montañuela cubierta de vegetación, pero de vegetación baja, a flor de tierra, de suerte que, vista de lejos, se les figuraba cabeza de gigante con cabellera corta y espesísima. Ya en la cúspide, subían al mirador y manejaban el gran anteojo, registrando el inmenso panorama que se extendía en torno. Las suaves laderas, tapizadas de viñas, bajaban hasta el Allier, que culebreaba a lo lejos como enorme sierpe azul. En lontananza, la cadena del Forez erguía sus mamelones donde la nieve refulgía cual una caperuza de plata; los gigantes de Auvernia, vaporosos y grises, parecían fantasmas de neblina; el castillo de Borbón Busset surgía de las brumas con sus torreones señoriales, avergonzando al pacifico palacio de Randán, con todo el desdén de un Borbón legítimo hacia la rama degenerada de los Orleáns. El camino de las Señoras era la excursión favorita de Lucía. Estrecha vereda, sombreada por espesos árboles, sigue dócil el curso del Sichón, deteniéndose cuando al río se le antoja formar un remanso y torciéndose en graciosas curvas como la tranquila corriente. A cada paso corta la monotonía de las hileras de chopos y negrillos algún accidente pintoresco: ya un lavadero, ya una casita que remoja los pies en el río, ya una presa, ya un molino, ya una charca de patos. El molino, en particular, parecía dispuesto por un pintor efectista para algún lienzo de naturaleza perfeccionada. Vetusto, comido de húmeda y verdegueante lepra, sustentado en postes de madera que iba pudriendo el agua, brillaba sobre el edificio la rueda, como el ojo disforme sobre la morena y rugosa frente de un cíclope. Eran destellos de la enorme pupila las gotas de refulgente argentería líquida que saltaban de rayo a rayo, a cada vuelta; y el quejido penoso que la pesada rueda exhalaba al girar, completaba el símil, remedando el hálito del monstruo. Un puente lanzado con osadía sobre el mismo arco de la catarata que formaba la presa dejaba ver, al través de su tablazón mal junta, el agua espumante y rugiente. En la presa bogaban con pachorra hasta media docena de patos, e infinitos gorriones revolaban en el alero irregular del tejado, mientras en el obscuro agujero de una de las desiguales ventanas florecía un tiesto de petunias. Quedábase Lucía muchos ratos mirando al molino, sentada en el ribazo opuesto, arrullada por el ronquido cadencioso de la rueda y por el blando chapaleteo del agua batida. Pilar prefería el manantial intermitente que le proporcionaba las emociones de que era tan ávido su endeble organismo. Llegábase al manantial por un ameno sendero; ya desde el puente se cogía bella perspectiva. El Allier es vasto y caudaloso, pero muy mermado a la sazón por los calores estivales; sólo en los puntos más anchos del cauce llevaba agua, y el resto descubría el álveo formado de arena en prolongadas zonas blancas. A lo más rápido de la corriente, obscuros peñascos se interponían, originando otros tantos remolinos; saltaba el agua, espumaba un punto colérica, y después seguía mansa y sesga como de costumbre. En lontananza se descubría extensa vega. Dilatadas praderías, donde pacían vacas y borregos, estaban limitadas al término del horizonte por una línea de chopos verde pálido, muy rectos y agudos, a la manera de los árboles contrahechos de las cajas de juguetes; los mimbrales, en cambio, eran rechonchos y panzones, como bolas de verdor sombrío rodantes por la pradera. Completaba la lejanía la cima de la Montaña Verde, recortándose sobre el cielo con cierta dureza de paisaje flamenco en sus contornos exactos y marcados, de un verde obscuro límpido. A la margen del río se veía bajar y subir el brazo derecho de las lavanderas, como miembro de marioneta movido por resortes, y se oía el plas acompasado de la paleta con que azotaban la ropa. Por el agrio talud de la ribera ascendían lentos carros cargados de arena y casquijo, y cruzaban después el puente, bañado en sudor el tiro, muy despacio, sonando a largos intervalos las campanillas. Pasaban las aldeanas auvernesas, vestidas de colores apagados, la esportilla de paja puesta sobre la blanca escofieta, conduciendo sus vacas, cuyos ubres henchidos de leche se columpiaban al andar, y que, posando una mirada triste en los transeúntes, solían pegar una huida de costado, un trote de diez segundos, tras de lo cual recobraban la resignación de su paso grave. En la esquina del puente, un pobre, decentemente vestido y con trazas de militar, pedía limosna con sólo una inflexión suplicante de la voz y un doliente fruncimiento de cejas.
Conforme dejaban atrás el puente, llegando a internarse en la frondosa alameda que a Vesse conduce, dilatábasele el corazón a Lucía, creyendo hallarse de veras en el campo. Estaban allí los árboles menos simétricos, limpios y derechos que en Vichy; más desigual el suelo de la ruta; más virgen la hierba de los linderos; menos barnizadas, pulidas y flamantes las quintas y hoteles que ambos lados del camino guarnecían. Ninguna mano celosa barriera las hojas secas que hacían natural y blanca alfombra, ni los parches de boñiga de vaca caídos a trechos como descomunales obleas negras. De tiempo en tiempo veíase algún cobertizo, en cuya sombra relucían los aperos de labranza y el rústico y potente olor de la fecunda tierra labradía penetraba en los pulmones, sano y fuerte como las robustas hortalizas que vegetaban en los huertos próximos. Corta distancia había desde el puente al manantial intermitente. Cruzaban el zaguán de la casita, entraban en el jardín y se dirigían al cenador cubierto de viña virgen, que el pilón resguardaba. Hallábase el pilón vacío, y el tubo de bronce del surtidor no despedía ni gota de agua. Pero Pilar sabía de antemano la hora del singular fenómeno, y calculaba con exactitud. El tiempo que tardaba en presentarse estábase ella inclinada sobre el pilón, palpitante, muda, haciendo un embudo al oído con la diestra.
-Ya viene: lo he sentido, ya silbó -decía Lucía como si de algún dragón se tratase.
-Verás cómo no viene por cinco minutos -respondía con seguridad Pilar.
-Te digo que sí, mujer... si ya borbotea.
-¿A ver? No, no. Es el ruido del viento que sacude los arbustos. Tú ves visiones.
Seguíase breve pausa y completo silencio. Una espera trágica.
-¡Chist! Ahora, ahora -gritaba la anémica palmoteando-. ¡Ahora sí que viene! ¡Y con alma!
En efecto, oíase un borboteo extraño, después un silbido agudo, y un chorro de agua hirviente, que despedía intolerable olor sulfuroso, se lanzaba, espumante, recto y rápido, hasta la cúpula misma del alto cenador. Vaho espeso cubría el pilón, enturbiando la atmósfera, que apestaban las emanaciones del azufre. Así ascendía impetuoso el raudal hasta que comenzaba a menguar su fuerza. Entonces la furia de la impotencia le hacía dar saltos desiguales, convulsiones de epiléptico en que se torcía irritado, espumarajeando, con desesperada proyección al fin, caía domado y exánime, despidiendo sólo a intervalos un escaso chorro, separado por largos espacios, como las llamaradas postrimeras de la luz que se extingue. Terminaba su agonía con dos o tres hipos del surtidor, a cuyo orificio se asomaba el chorro, sin conseguir lanzarse fuera. No volvería ya el manantial a correr en diez horas lo menos.
Disputaban frecuentemente Lucía y Pilar sobre la conclusión del fenómeno, como sobre su comienzo.
-Ya paró. Va a dormir. Buenas noches, caballero -exclamaba Lucía saludándole con la mano.
-¡No, mujer, quia! Aún ha de asomar tres o cuatro veces las narices.
-Qué, si no puede.
-Que sí puede. Verás tú si todavía echa unas salivillas, como dice el asistente de un primo mío artillero. ¡Chist! Oye, oye cómo aún ronca. Una, dos, tres... Ahora escupe.
-Cuatro, cinco, seis... vaya, ya no vuelve; está el pobre muy cansado.
-Ahora no: ya dio las boqueadas.
A la vuelta solían las amigas hallar el puente más animado que a la ida. Era el momento en que tornaba de sus expediciones campestres la gente de Vichy y los bañistas, y abundaban los jinetes, llevando sus monturas al paso, luciendo los pantalones de punto y las abrochadas polainas, sobre las cuales relucía la nota brillante del estribo y del espolín. Algún sociable, semejante a ligera canoa, corría arrastrado por su gallardo tronco de jacas bien iguales, bien lustrosas de pelo y lucias de cascos, y ufano de su elegante tripulación; entreveíanse un instante anchas pamelas de paja muy florecidas de filas y amapolas, trajes claros, encajes y cintas, sombrillas de percal de gayos colorines, rostros alegres, con la alegría del buen tono, que está siempre a diapasón más bajo que la de la gente llana. Esta gozaban los expedicionarios de a pie, en su mayor parte familias felices, que ostentaban satisfechas la librea de la áurea mediocridad, y aun de la sencilla pobreza: el padre, obeso, cano, rubicundo, redingote gris o marrón, al hombro larguísima caña de pescar; la hija, vestido de lana obscura, sombrerillo de negra paja con una sola flor, en la izquierda el cestito de los anzuelos y demás enseres piscatorios, y llevando de la diestra al hermanito, a quien pantalones y chaqueta quedaron ya muy cortos, y que luce la caña de las botinas, y levanta orgulloso el cubo donde flotan los simples peces víctimas del mortífero pasatiempo de su padre.
Tanto agradaban a Lucía el puente y el río, que a propósito andaba despacio al pasarlos. La cortina de verdor del parque nuevo se tendía ante su vista. Un tiempo fueron pantanos todo aquel hermoso jardín, hasta que los potentes diques, colocados por Napoleón III para evitar la inundación que seguía a cada crecida del Allier, y el saneamiento del terreno, lo habían transformado en un lugar paradisíaco. Los árboles selectos, bien nutridos, tenían en su mayor parte tonos de felpa verde, intensos y aterciopelados; pero algunos amarilleando ya, se encendían al sol poniente como pirámides de filigrana de oro. Otros eran rojizos, de un rojo teja, que en las partes heridas por el sol se hacía carmín. La anémica solía manifestar, al volver del paseo, el capricho de ir un rato a sentarse en los bancos del parque. Por lo regular, allí había gente, y alguno de los españoles de la colonia, conocidos de Perico o de Miranda, hacíase acaso el encontradizo, y las saludaba y dirigía algunas frases de ritual. A veces se aparecían también, a guisa de sorprendentes cometas, las ricas cubanas de Amézaga, con sus sombreros extraordinarios, sus sombrillas monumentales y sus atavíos caprichosos, destilados siempre a la quinta esencia de la moda. Pilar las distinguía de cien leguas, por sus famosos sombreros, imposibles de confundir con otro tocado alguno. Eran como dos budineras grandes, cubiertas todas de finísimas y menudas plumas encarnadas: un pájaro natural, una especie de faisán disecado con primor, contorneaba el ala, torciéndose con gracia a un lado de la cabeza. Tan singular adorno, semi-indostánico sentaba bien a la palidez tropical y a los ojos de fuego de las dos cubanitas. Cuando se aproximaban, Lucía daba un codazo a Pilar, diciéndole sin asomo de malicia:
-Mira... ahí vienen los pajarracos de esas amigas tuyas.
La presencia de las Amézagas, como les llamaba Perico, determinaba siempre en Pilar una especie de fiebrecilla que la dejaba postrada después para dos horas. Al divisarlas a lo lejos, se componía instintivamente el pelo, sacaba el pie calzado con zapatito Luis XV de tafilete, y paseaba su mano nerviosa por los morenos encajes de su pañoleta, haciendo destacar la flechilla de turquesas que la prendía. Trababan conversación, y las de Amézaga hablaban como con pereza y desdén, mirando al cielo o a los transeúntes, e hiriendo la arena con el cuento de las sombrillas. Respuestas cortas e indolentes «hija, qué quieres»; y «estuvo magnífico», «gente, como nunca»; «pues ya se ve que estaba la sueca»; «raso crema y granadina heliotropo combinados»; «como siempre, dedicadísimo a ella»; «sí, sí, calor»; «vaya, me alegro que lo pases bien, hija»; contestaban a las afanosas preguntas de Pilar. Luego se alejaban las cubanas, con carcajadillas discretas, con medias palabras, taconeando firme y moviendo un ruge-ruge de telas frescas y de ropa fina. Un cuarto de hora lo menos quedaba Pilar murmurando de las petimetras y de alguien más también.
-¡Cada día más exageradas y más estrepitosas! Vamos, ¿te gusta a ti ese traje tan raro, con una cabeza de pájaro igual a la del sombrero, en el remate de cada frunce? Parecen un escaparate del Museo de Historia Natural... ¡Hasta en el abanico una cabeza de pájaro! No se concibe que Worth haya ideado ese mamarracho... Yo creo que los hacen en casa, con la doncella, y después dicen que se los mandó Worth...
-No, si aseguran que su padre es un banquero riquísimo de la Habana...
-Sí, sí, tiene más ingenios que ingenio -pronunció Pilar repitiendo un chiste que todo el invierno había rodado por Madrid a propósito de las Amézagas.
-Ello no cabe duda que los pájaros son un adorno bien extraño... Yo también tengo uno en un sombrero.
-Sí, en una toca; pero es diferente. Además, una señora casada puede permitirse ciertas cosas, que en el traje de las solteras...
-Por eso hizo bien Perico en no comprarte aquel abrigo bordado de cuentas de colores que se te antojó. Era muy llamativo.
-No hay nada de eso... era distinguidísimo... ¿qué entiendes tú de esas cosas?
-Yo, nada -respondía Lucía risueña.
-¡El traje de la sueca sí que sería bonito... crema y heliotropo! ¡me gusta la combinación!... ¡Pero qué escándalo está dando con Albares... un hombre casado! Buena necesidad que tendrán los dos de las aguas...
-Mujer, yo le oí decir a tu hermano que ella no le hace maldito el caso.
-¡Bah!, no parece sino que no están dando un cuarto al pregonero desde que llegaron. Albares es un tonto, forrado de lo mismo, que se muere por apariencias... El caso es que todo el mundo en Vichy habla de ellos.
Lucía se quedaba pensativa, fija la pupila en las canastillas de flores del parque, que parecían medallones de esmalte prendidos en una falda de raso verde. Formábanlas diversas variedades de colios; los del centro tenían hojas lanceoladas y brillantes, de un morado obscuro, rojo púrpura, rojo ladrillo, rojo de cresta de pavo, rojo rosa. Al borde, una hilera de ruinas de Italia destacaba sus medallitas azuladas sobre el verde campesino, gayo, húmedo, de la hierba. Los alerces y los pinos lárices formaban en algún rincón del parque un grupo nemoroso, suizo, dejando caer sus mil brazos desmadejados, hasta besar lánguidamente el suelo. Las catalpas, majestuosas, filtraban entre su claro follaje los últimos rayos del poniente, y manchillas movedizas y prolongadas de oro danzaban a trechos sobre la fina arena de la avenida. Era un recogimiento de iglesia, impregnado de misterio, un silencio grave, poético, solemne, y parecía sacrilegio turbarlo con una frase o un ademán.
Los paseantes comenzaban a retirarse, y el leve crujido de la arena revelaba sus pasos lejanos. Pero ambas amigas acostumbraban, como suele decirse, llevarse las llaves del parque, porque justamente a la puesta del sol era cuando Lucía lo encontraba más hermoso, en aquella melancólica estación otoñal. Bajos ya y moribundos los rayos solares, caían casi horizontalmente sobre los pradillos de hierba, inflamándolos en tonos ardientes como de oro en fusión. Los obscuros conos del alerce cortaban este océano de luz, en el cual se prolongaban sus sombras. Deshojábanse los plátanos y castaños de Indias, y de cuando en cuando caía, con golpe seco y mate, algún erizo, que, abriéndose, dejaba rodar la reluciente castaña. En las grandes canastillas, que se destacaban sobre el fondo de césped, las pálidas eglantinas, a la menor brisa otoñal, soltaban sus frágiles pétalos, las verbenas se arrastraban lánguidas, como cansadas de vivir, descomponiendo con sus caprichosos tallos la forma oval del macizo; los ageratos se erguían, todos llovidos de estrellas azules y los peregrinos colios lucían sus exóticos matices, sus coloraciones metálicas y sus hojas atigradas, semejantes a escamas de reptil, ya blancas con manchas negras, ya verdes con vetas carne, ya amaranto obscuro cebradas de rosa cobrizo. Profundo estremecimiento, precursor del invierno, atravesaba por la Naturaleza toda, y dijérase que antes de morir, quería vestirse sus más ricas galas: así la viña virgen tenía tan espléndido traje de púrpura, y el álamo blanco elevaba con tal coquetería el penacho de cándidos airones de su copa; así la coralina se adornaba con innumerables sartas y zarcillos de sangriento coral, y las cinias recorrían toda la escala de los colores vivos con sus festoneadas enaguas. El maíz listado sacudía su brial de seda verde y blanca a rayas, con melodioso susurro, y allá en las lindes de la pradera bañada por el sol, unos arbolillos tiernos inclinaban su joven copa. De tal suerte mullían las hojas secas el piso de las calles, que se enterraba Lucía hasta el tobillo, con placer. El roce de su traje producía en ellas un ruido continuo, rápido, parecido a la respiración jadeante de alguien que la siguiera; y presa de pueril temor, volvía a veces el rostro atrás, riéndose al convencerse de su ilusión. Hojas había muy diferentes entre sí: unas, obscuras, en descomposición, vueltas ya casi mantillo: otras secas, quebradizas, encogidas; otras amarillas, o aun algo verdosas, húmedas todavía, con los jugos del tronco que las sustentara. Hacíase la alfombra más tupida al acercarse a los parajes sombríos del borde del estanque, cuya superficie rielaba como cristal ondulado, estremeciéndose al leve paso del aura vespertina, y rizándose en mil ondas chiquitas en choque continuo las unas con las otras.
Grandes sauces se inclinaban, llorosos y desconsolados, hacia el agua, que reproducía el blando columpiar de las ramas trémulas, entre las cuales se veía el disco del sol, y sus rayos, concentrados por aquella especie de cámara obscura, herían la pupila como saetas. En un remanso del estanque, enorme macizo de malangas ostentaba su vegetación exuberante y tropical, y sus gigantescas hojas, abiertas como abanicos de tafetán verde, se mantenían inmóviles. Cisnes, patos y ánades bogaban, aquéllos con su acostumbrada fantástica suavidad, balanceando el largo cuello, éstos graznando desapaciblemente, todos con rumbo a la orilla apenas Lucía y Pilar se acercaban, -en demanda de mendrugos de pan, que engullían atragantándose y alzando al aire la cola-. La isleta y el pino que en ella crecía lanzaban a la superficie del estanque misteriosa sombra. Un haz de cañas se elevaba esbelto, y a su lado, las agudas poas sacudían su escobillón de terciopelo castaño.
Regalada frescura subía del agua. Era la nota característica del paisaje, dulce melancolía, blando adormecimiento, el reposo de la madre Naturaleza cuando, fatigada de la continua gestación del estío, se prepara al sopor invernal. Lucía había dejado de ser niña; los objetos exteriores le hablaban ya elocuentemente, y comenzaba a escucharlos; el parque la sumía en vaga contemplación. Su alma parecía desasirse del cuerpo, como se desase del tronco la hoja, y vagar como ella sin objeto ni dirección, entregada a la delicia del anonadamiento, al dulzor de no sentirse existir. ¡Y cuán grata debía de ser la muerte, si parecida a la de las hojas; la muerte por desprendimiento, sin violencia, representando el paso a más bellas comarcas, el cumplimiento de algún anhelo inexplicable, oculto, allá, en el fondo de su ser! Cuando tales ideas en tropel se le venían a la mente, un pajarillo descendía de un árbol, y oíase el batir de sus alas en el aire. Andaba algún tiempo a brincos por las calles de arena rebotando en las hojas secas; al acercársele Lucía daba de pronto un voleteo yendo a posarse en la cima más alta de las acacias rumorosas.
Solía la voz de la anémica romper el encanto. -Eh, chica... ¿en qué estarás tú pensando? ¡Qué románticas son estas niñas criadas en provincia!
Los ojos agudos y perspicaces de Pilar se clavaban, al decir esto, en la fisonomía de Lucía, descubriendo en ella una sombra leve, una especie de veladura parda desde la frente y las sienes a las ojeras, y cierto hundimiento en las comisuras de la boca. Su curiosidad enfermiza se despertaba, infundiéndole deseos de disecar, por solaz y pasatiempo, aquel corazón. Habíale dicho la infalible penetración mujeril muchas cosas, e incapaz de contentarse con la adivinación discreta, quería la confidencia. Era una emoción más que se brindaba a sí propia en el curso de la estación termal.
-¡Qué sé yo en qué pensaba! En nada -contestaba Lucía apelando al expediente más vulgar y siempre más socorrido.
-Pues parece a veces que estás tristona, monísima... y no sé de qué; porque estás precisamente en lo más bonito de la luna de miel... ¡Cáspita! ¡Quién como tú! Miranda es muy agradable; tiene tan buen trato, se presenta tan bien...
-Eso sí, muy bien -repitió como un eco Lucía.
-Y está chocho por ti... ¡Vaya! ¡si eso se ve! Él anda por allí mucho con mi hermano... Pero chica, ¿qué quieres? Así son todos los hombres... El caso es que mientras están con una gasten buen humor y le hablen con cierto mimo... Y que no sean celosos... No, Miranda eso sí que lo tiene de bueno: celoso, no es.
Pusose Lucía color de brasa, y bajándose, cogió un puñado de hojas secas, maniobra que le sirvió para disimular su confusión. Después se entretuvo en reducirlas a polvo entre el índice y el pulgar, soplando para aventarlo más presto.
-Y cuidado -prosiguió Pilar- que otro en su caso... No, mira, si yo fuese hombre, no sé lo que hubiera hecho... eso de que un caballero acompañase a mi novia tantos días... así, mano a mano... y precisamente cuando...
A este golpe directo y brutal, alzó Lucía la frente, y posó en su amiga la mirada cándida, pero digna y aun severa, que a veces solía chispear en sus ojos. Pilar, diestra en táctica, retrocedió para saltar mejor.
-Es verdad que conociéndote a ti... y a él, cualquiera sería tan confiado como Miranda... Tú, ya se sabe, una santita, un angelín de retablo... y él... él es un caballero chapado a la antigua, a pesar de sus manías... más fama tiene que el Cid. ¡Ya viene de atrás! Yo le conozco mucho, hace tiempo -aseveró Pilar, que como todas las jóvenes de la clase media introducidas en la buena sociedad, tenía prurito de conocer al mundo entero.
-¿Tú... le conoces hace tiempo? -murmuró Lucía, subyugada y ofreciendo a la anémica el brazo para que se apoyase.
-Sí, mujer. Va cada año a Madrid, a veces por todo el invierno, pero generalmente un mes o dos de primavera. De sociedad gusta poco; le convidaron a algunas casas, porque parece que su padre, el cabecilla, era una persona distinguida de las Provincias, y está emparentado con los Puenteancha, y con los Mijares, que son Urbietas de apellido... pero se vendía tan caro, que en todas partes se andaban pereciendo por tenerle... Una vez, porque bailó un rigodón en casa de Puenteancha con Isabelita Novelda, hubo broma toda la noche... le dijeron que ya podía domar osos y tomar a Plewna sin artillería... Isabelita estaba más hueca que... y luego resultó que era que la Puenteancha se lo había pedido por favor, y él le había contestado: bueno, bailaré con la primera que encuentre... encontró a Isabelita, y zas, la invitó... Cuando se supo, ¡figúrate la tontuela de Isabelita qué cara pondría! Ella que estaba persuadida de haber hecho una conquista... se le alargó la nariz más de lo que la tiene, que no es poco... ¡ja, ja!...
La risa de la anémica se volvió tos, una tosecilla que le rascaba la garganta y la sofocaba, obligándola a sentarse en un banco rústico de los muchos que en el parque había. Lucía le dio blandos golpecitos en las espaldillas, y permaneció silenciosa, no queriendo pronunciar palabra que torciese el giro de la conversación. Sus ojos interrogaban.
-Ej... ej... te aseguro que fue un chasco famoso... -continuó Pilar calmándose-. A la Noveldita le vendrían de perlas los cientos de miles de francos que el padre reunió para el hijo... pero ¡dicen que no le gustan las mujeres!
-No le gustan... -repitió Lucía, como si aquel pronombre no pudiera aplicarse sino a una persona sobreentendida, pero no nombrada.
-Añaden que, eso sí, es un hijo como pocos... a su madre la trae en palmas. Ella cuentan que es una señora muy fina, de la aristocracia francesa... muy delicaducha de salud, y aun creo que allá en sus juventudes...
La anémica se apoyó el índice en la frente, con expresivo ademán.
-Parece que el padre quiso que el chico fuese español, y trajo a su mujer a dar a luz a Ondarroa, de donde es él... le hicieron hablar castellano siempre y vascongado con su ama de cría... me lo ha contado Paco Mijares, que como es pariente suyo, sabe todo eso...
Lucía se bebía con avidez aquellas palabras y aquellos detalles nada importantes en sí.
-Tiene extravagancias y caprichos muy particulares... Hubo un tiempo en que se le antojó trabajar, y entró en una casa de comercio... Después estudió medicina y cirugía, y tengo entendido que deja tamañitos a Rubio y a Camisón... En Madrid se iba a los hospitales, por gusto, a estudiar... En la guerra hizo lo mismo. ¿Sabes tú dónde me lo encontraba yo a veces en Madrid? Pues en el Retiro, mirando al estanque grande fijamente... ¿Qué tienes, chica?
Lucía, con los ojos cerrados, mortecina la color, se recostaba en el tronco del plátano que sombreaba el banco. Cuando abrió los párpados, la sombra de sus sienes era más marcada, y su mirar vago, como de persona que vuelve en sí de un síncope.
-No sé... Es que a veces parece que me quedo así, sin sentido... Es como si me arrancasen el estómago -balbució.
-«Ciertos son los toros» -pensó Pilar-; «¡bien madruga la bendición de Dios!» -añadió para sí, descaradamente.
La noche se venía a más andar, un soplo helado movió el follaje; las dos damas se abrocharon, estremeciéndose, sus abriguillos de paño café con leche, a tiempo que dos bultos negros se destacaban al fin de la avenida. Eran Miranda y Perico, que se asombraron de hallarlas allí tan tarde.
-¡Bonito modo, bonito modo de curarse! ¡Demonios! ¡Si no coges una pulmonía, una pulmonía como para ti sola! Anda, loca, vente, vente.
Levantose Pilar, decaída, muriéndose, y fue a cogerse del brazo de Miranda. Perico ofreció el suyo a Lucía, cuya robustez se había sobrepuesto ya el desfallecimiento momentáneo.
-Dudo que pueda mañana beber las aguas -dijo Lucía a su acompañante-. Estuvo hoy algo excitada... y ahora viene la reacción de cansancio...
-¿A que resucita, a que resucita si la dejo ir al Casino?
-¡Ay, Periquillo del alma! -gritó la anémica, que con su fino oído no perdía palabra-. ¿Me dejas, eh? ¿Qué daño me ha de hacer eso? Ande usted, Miranda, interceda usted por mí.
-Hombre, alguna vez... Puede que le sirva de alivio, distrayéndola.
-No haga usted caso, Gonzalvo... Dice el señor Duhamel que no... ¿quién lo sabrá mejor, el médico o ella?
-¿Y usted? -pronunció Perico, con unos asomos de galantería a que le incitaban el anochecer, el marido caminando delante y sus inveteradas malas mañas-. Y usted, joven y bonita como es, ¿por qué no viene al Casino? Esas galas que se mueren de risa, de risa, en los baúles mundos, estarían mejor luciéndose allí... Vamos, anímese usted, anímese usted, y yo la traeré un ramo de camelias como el que tenía anoche la sueca.
-No quiero eclipsar a la sueca -exclamó risueña Lucía-. ¿Qué será de ella si me presento yo?
-Pues aunque lo diga usted de guasa, de guasa, es la pura verdad... -y Perico bajaba traidoramente la voz-. Vale usted por diez suecas... -y en tono más alto añadió- si Juanito Albares no hiciese tanta majadería, maldito si nadie se acordaba, se acordaba de ella...
Juanito Albares, como le llamaba amistosamente Perico, era duque, grande de España dos o tres veces, marqués y conde no sé cuántas; dato que es muy digno de ser tenido en cuenta por los biógrafos del elegante Gonzalvo.
-¿Dónde tiene usted los ojos, hombre? -exclamó Lucía con su franqueza castellana-. ¡Valor se necesita para decir eso!, es hermosísima la sueca; en cualquier parte, emboba a la gente. Más blanca es que la leche, y luego unos ojos...
-No te fíes de blancuras -intervino Pilar-. Habiendo en el mundo toalla de Venus y blanco de Paros... Es demasiado mujerona.
-Demasiado alta -afirmó Perico como el zorro de las uvas.
-Pierda usted cuidado -decía bajito Miranda a Pilar-. Conquistaremos a ese hermano fiero, e irá usted una noche al Casino: ¡no faltaba otra cosa! ¿Se había usted de marchar de Vichy sin ver el teatro, y sin asistir al concierto? Eso sería inaudito.
-¡Ay, Miranda! usted es mi ángel salvador. Si no hay otro medio de lograrlo, nos escapamos usted y yo una noche... un rapto... hay que hacer como en las novelas... traerá usted un corcel, me subiré a la grupa, y, ¡hala!, que nos pillen... encerramos con llave primero a Perico y a Lucía, y allí se quedan haciendo penitencia... ¿eh? ¿Qué le parece a usted?
Cuando llegaron ante la verja del chalet, cuyos mecheros de gas brillaban ya entre la sombra de los árboles, Miranda dijo para sí:
-Ésta es más entretenida que mi mujer. Al menos dice algo, aunque sean tonterías, y está de buen humor, a pesar de que tiene medio pulmón sabe Dios cómo...
-Esta chica es más sosa que el agua, que el agua -pensó a su vez Perico al separarse de Lucía.
Ínterin llegaba el esperado día de asistir a la fiesta nocturna, Pilar se acostumbró a pasar un par de horas en el salón de Damas del Casino, de una a tres de la tarde generalmente. Es el salón de Damas un atractivo más del hermoso edificio donde se reconcentra la animación termal; allí las señoras abonadas al Casino pueden refugiarse, sin temor a invasiones masculinas; allí están en su casa, y son reinas absolutas, tocan el piano, bordan, charlan, y a veces se deslizan hasta el lujo de un sorbete o de alguna confitura o bombón que roen con igual deleite que si fuesen ratoncillos sueltos en un armario de golosinas. Es un harén de moras civilizadas, un gineceo no oculto en la pudorosa sombra del hogar, sino descaradamente implantado en el sitio más público que darse puede. Allí concurrían y se congregaban todos los astros hembras del firmamento de Vichy, y allí encontraba Pilar reunida a la escasa, pero brillante colonia hispano americana; las de Amézaga, Luisa Natal, la condesa de Monteros: y se formaba una especie de núcleo español, si no el más numeroso, tampoco el menos animado y alegre. Mientras alguna rubia inglesa ejecutaba en el piano trozos de música clásica, y las francesas asían de los cabellos la ocasión de lucir primorosas labores de cañamazo, dando en ellas tres puntos por hora, las españolas, más francas, aceptaban la holgazanería completa, dedicándose a hablar y a manejar el abanico. Una magnífica esfera geográfica, colocada al extremo del salón, parecía preguntarse cuál era su objeto y destino en semejante lugar; y en cambio, los retratos de las dos hermanas de Luis XVI, Victoria y Adelaida, damas tradicionales de Vichy, sonreían, empolvada la cabellera, rosadas y benévolas, presidiendo el certamen de frivolidad continua celebrado a honra suya. Eran murmullos como de voleteos de pájaros en pajarera, ruido de risitas semejante a sartas de perlas que caen desgranándose en una copa de cristal, sedoso crujir de países de abanico, estallido seco de varillajes, ruedecillas de sillón que un punto corrían sobre el encerado piso, ruge-ruge de faldas, que parecía estridor de alitas de insecto. Embalsamaban la atmósfera leves auras de gardenia, de vinagre de tocador, de sal inglesa, de perfumería Rimmel. No se veían sino dijes y prendas graciosas abandonadas sobre sillas y mesas; sombrillas largas, de seda, muy recamadas de cordoncillo de oro; cabás y estuches de labor, ya de cuero de Rusia, ya de paja con moños y borlas de estambre; aquí un chal de encaje, allí un pañuelo de batista; acá un ramo de flores que agoniza exhalando su esencia más deliciosa; acullá un velito de moteado tul, y encima las horquillas que sirven para prenderle... El grupo de españolas, capitaneado por Lola Amézaga, que era muy resuelta, tenía cierta independencia e intimidad, bien distinta de la reserva secatona de las inglesas: y aún entre ambos bandos se advertía disimulada hostilidad y recíproco desdén.
De mucha diversión había servido a las españolas ver cómo las inglesas sacaban muy formales un periódico, tamaño como la sábana santa, del bolsillo, y se lo leían de la cruz a la fecha.
No había podido obtener Pilar que Lucía la acompañase al salón de Damas; cortedad y encogimiento de niña educada en provincia se lo vedaban, haciéndole temer más que al fuego a aquellas mujeres curiosas que examinarían su tocado como el diestro confesor los repliegues de la conciencia del penitente. Pilar, en cambio, estaba allí en su elemento y esfera natural. Su voz algo aflautada sólo rendía el pabellón ante el ceceo cubano de la Amézaga capitana.
Oigamos el concertante.
-Pues éste lo compré hoy -decía Lola remangando desenfadadamente la manga de su vestido de muselina rosa con lazos de raso granate obscuro, y enseñando un brazalete de cuyo aro pendía un cochinillo retorcido de rabo y potente de lomo, ejecutado en fino esmalte.
-Yo lo tengo en imperdible -añadía Amalia Amézaga, señalando a otro marrano no menos lucio, que hozaba entre los encajes de su corbata.
-¡Válgame Dios! ¡qué moda más fea! -exclamaba Luisa Natal, hermosura próxima al ocaso, y muy atenta a no usar perifollo alguno que su belleza no realzase-. Yo no me pondría semejantes bichos; ¡se acuerda uno del mondongo! ¿verdad, condesa?
Hizo un signo aprobativo la condesa de Monteros, española rancia, devota y un tanto severa.
-Yo no sé qué van a inventar ya -pronunció reposadamente-. He visto en esas tiendas elefantes, lagartos, ranas y sapos, y hasta arañas; en fin, los animalejos más asquerosos en adornos de señoritas. En mis juventudes no nos pagábamos de tales extravagancias; buenos brillantes, bonitas perlas, algún corazón de rubíes... ¡ah! también usábamos los camafeos; pero era un capricho precioso... se grababa en ellos el retrato de uno mismo... o alguna virgen, algún santo.
Reinó breve silencio; las Amézagas no se atrevían a replicar, subyugadas por el señorío de aquella autorizadísima voz.
-Mire usted, condesa -dijo Pilar al cabo, satisfecha de hallar un motivo para desesperar a las Amézagas-, lo bonito, es ese agujón de Luisa.
Luisa sacó de su moño el clavo de oro, con cabeza de amatista, constelada de diamantes chiquititos.
-Otro igual tenía ayer la sueca -explicó al ponerlo en manos de la condesa-. Llevaba todo el juego: pendientes, collar de bolas de amatista y el agujón. Reguapísima que estaba la mujer con eso y el traje heliotropo.
-¿Ayer de noche? -preguntó Pilar.
-Sí, en el teatro. El otro, penado y muerto como de costumbre... a las diez hizo su entrada en el palco, presentándole el ramo consabido de camelias y azaleas blancas... dicen que le cuesta sus setenta franquillos por noche... Es un aditamento regular al coste de la pensión en el hotel...
-Ese sobrino mío no tiene vergüenza ni decoro -afirmó gravemente la condesa de Monteros.
-¡Un hombre casado! -dijo Luisa Natal, que hacía excelente menaje con su marido, ciego cumplidor de todos los caprichos de su mitad.
-¿Y se sabe por fin si la sueca es hija o mujer de ese barón de... de... nunca puedo acordarme de su nombre... vamos, de ese viejo que anda con ella? -interrogó la condesa, entrando por fin en la corriente de curiosidad que la arrastraba, a pesar de su digna actitud.
-¿De Holdteufel? -pronunció con acento cantarín Amalia Amézaga-. ¡Bah, quién lo puede averiguar!, pero según la libertad que le deja, más parece su esposo que su padre.
-Se necesita descaro -prosiguió con discreta y risueña indignación Luisa Natal-, para ser así la comidilla de todo el mundo...
-¡Toma! -dijo la voz de flauta de Pilar-. Pues eso quiere él, ¿qué se creían ustedes?; el toque y el gustazo están en dar que hablar.
-Siempre fue Juanito así, muy farfantoncillo -murmuró la condesa enternecida al recordar a su sobrino, cuando hecho un diablo traviesísimo de diez años, iba a su casa a darle jaqueca pidiendo mil chucherías.
-Hasta anteayer...
El grupo se estrechó: acercáronse unos a otros los sillones, y por un instante se oyó el cadencioso chirriar de las ruedas sobre el piso.
-Anteayer... -siguió Amalia Amézaga en tono algo más bajo- fue ésta al tiro de pistola...
-¿Tiras ahora? -preguntaron a un tiempo Pilar y Luisa Natal.
-Un poco... por distraerme... -Y Lola se atusó el negro flequillo, cortado recto a un dedo de distancia de las cejas, que la asemejaba a un paje de la Edad Media, realzando su cara descolorida de hija de los trópicos y sus grandes ojos, infantiles, pero de niño malicioso y precoz.
-Pues... -siguió Amalia, viéndose religiosamente escuchada- allí estaban Jiménez y el marquesito de Cañahejas, y Monsieur Anatole... y todos leían y comentaban un suelto del Fígaro, en que se refería la sensación causada en una de las estaciones termales más elegantes de Francia y de Europa, por el loco amor de un magnate español a una dama sueca...
-Pone iniciales no más -agregó Lola-; pero es claro como la luz... Y dice, por más señas: «ce digne petit fils du Comte d'Almaviva se ruine en fleurs...»
Un coro de risas sofocadas brotó del círculo. Lola sabía decir las cosas con cierto ceceo y cierto parpadeo, que las mejoraba en tercio y quinto.
-¿Y ella, qué tal, se ablanda? -preguntó Pilar.
-¿Ella? -repuso Lola-. ¡Ah!, todas las noches, al recibir el ramo, le contesta lo mismo, invariablemente: Jrasiás, señor duque, trop amable.
Redoblaron las carcajadas. Hasta la condesa se sonreía, con el abanico abierto delante por decoro.
-¡Chist! -pronunció Luisa Natal-. ¡Ahí viene!
-¡La sueca! -exclamó Pilar.
Todas volvieron el rostro, en extremo conmovidas. La puerta del salón de Damas se abría solemnemente; un elegante y correcto anciano, con blancas patillas y delicadamente afeitado el resto de la faz, se quedó en el umbral en diplomática postura; una mujer alta y gallarda penetró en el recinto; acrecentaba su clásica beldad el negro traje de tafetán, muy ceñido y golpeado de azabache; sobre su frente de diosa, el sombrero de tul con espigas de oro, parecía mitológica diadema; era su andar noble y soberano, y sin cuidarse de saludar a nadie, se fue hacia el piano, vacante a la sazón, y sentándose, comenzó a interpretar magistralmente unas mazurcas de Chopín. La postura patentizaba lo brioso de su talle, los largos y tornátiles brazos, las caderas, los omoplatos que, a cada pulsación de la blanca mano, se dibujaban vigorosamente bajo el ajustado corpiño.
-¿No es cierto -dijo por lo bajo Pilar a Luisa Natal- que si Lucía Miranda se vistiese como ella, se parecerían algo, así en las formas?
-¡Bah! -murmuró Luisa Natal-, la Mirandita no tiene pizca de chic.
Brotó entonces del grupo de inglesas ese enérgico silbido que en todos los idiomas significa: «¡Silencio!: cállense ustedes, y oigan, o dejen oír siquiera.» Las españolas se dieron al codo, y prosiguieron impertérritas con sus cuchicheos.
-¿No veis aquello? -decía Lola Amézaga.
-¿El qué... el qué... el qué? -preguntaron todas.
-¿Qué ha de ser?, Albares. Allí, allí, en los vidrios... Con disimulo... que no lo note...
Por la parte de las vidrieras, que caían a la azotea del Casino, veíase, en efecto, un rostro de pisaverde, imberbe casi, destacándose entre la blancura de porcelana de primorosa camisa y nívea corbata de batista, cuyo triángulo cerraba una de esas ágatas llamadas ojo de gato, a que dio tan fabuloso valor el capricho de los elegantes de dos o tres años acá. Traje de mañana de un gris humo suave y exquisito, hongo de finísimo castor, una flor de gardenia en el ojal, guantes de gamuza flamantitos, tal era el atavío del indiscreto que así registraba el salón de Damas. Advertíase en su tipo mezcla singular de debilidad y fuerza, cuerpo de sietemesino y músculos de Hércules. La gimnasia, la esgrima, la equitación, la caza, debían haber endurecido aquel organismo que la Naturaleza hiciera endeble, enteco casi. La estatura era corta; los miembros delicados y femeniles; pero la musculatura, de acero. Conocíase esto en el modo de caerle la ropa, en no sé qué corte viril de las rodillas y los hombros; además, se traslucía en aquel hombre la altiva superioridad que dan juntamente la riqueza, el nacimiento y el hábito de ser obedecido.
Mas si esperaba el duque algún fruto de acechar así por los cristales, cayole la pascua en viernes, porque la sueca, después de haber tocado con gran sosiego y maestría hasta media docena de mazurcas, se levantó con no menor majestad de la desplegada al entrar, y sin volver el rostro, tomó hacia la puerta. Ésta se abrió como por obra de un conjuro, y el diplomático de blancas patillas se presentó afable y serio, ofreciendo el brazo. Fue una salida de reina, très réussie, como decían en el grupo de francesas.
-¡Parece la princesa Micomicona! -dijo Lola Amézaga, que aquella mañana no se había pasado menos de dos horas al espejo, ensayando el regio modo de andar de la sueca.
-¡Qué empaque! -observó Luisa Natal-. No, buena moza, ya lo es. ¡Cuidado con el talle! ¡Y qué manos! ¿No se las habéis reparado?
-Yo la miro poco -contestó Pilar-. No le doy ese plato de gusto. Sólo adopta esos ademanes teatrales para llamar la atención!
-¡Fresco se ha quedado Albares! -exclamó Amalia-. ¡Ella ni se enteró de que estaba ahí!
Todas se volvieron a mirar hacia las vidrieras. Ya no se hallaba allí el duque.
-Ahora se habrá ido escapado a intentar verla en el Parque. ¿Vamos a convencernos?
-Sí, vamos, vamos; la escena será chistosa.
Levantáronse, y recogieron aprisa abanicos, sombrillas y velos, precipitándose hacia la puerta.
-Eh, ¡señoritas! -decía la condesa de Monteros-. No corran ustedes tanto, yo no soy tan joven como ustedes, y voy a quedarme atrás. A fe -añadía entre dientes- que cuando le eche la vista encima a mi señor sobrino, le espeto lo que viene al caso, por matar así a disgustos a aquella pobre Matilde que es un ángel.
Mientras se solazaba Pilar de manera tan conforme a sus inclinaciones, aguardábala Lucía en el balcón del chalet. A aquella hora, nadie estaba en casa, ni Miranda, ni Perico; el Casino se los había tragado a todos. Apenas cruzaba un transeúnte por la retirada calle. Sólo se oía, entre el silencio, el estridor monótono de la máquina de coser que la hija de la conserje manejaba. En el jardín, las rosas, embriagadas del calor bebido durante la mañana entera, se deshacían en perfumes; hasta las frías rosas blancas tenían matices rancios, como de carne pálida, pero carne al fin. De todo el coro de aromas se formaba uno solo, penetrante, fortísimo, que se subía a la cabeza, como si fuera la fragancia de una rosa no más, pero rosa enorme, encendida, que exhalaba de su boca de púrpura hálito fascinador y mortal. Lucía empezaba por coser, al sentarse; pero al cuarto de hora la almohadilla se caía de su regazo, escapabásele el dedal del dedo, y vagarosa la pupila, permanecía con los ojos fijos en los macizos de rosales, hasta que al fin sus párpados se cerraban, y recostando la frente en las ramas que tapizaban el balcón, abandonábase a la delicia de aquella atmósfera embalsamada, sin oír, sin ver, respirando no más. Dos meses antes, no hubiera podido estarse quieta media hora; los jardines la convidaban a correr. Ahora, por el contrario, la incitaban a dejarse estar así, inmóvil, y anonadada, como el güebro ante el sol.
Una tarde, Pilar, al volver de su club, la halló como nunca pensativa.
-Tonta -le dijo- ¿en qué cavilas? Si vinieses al Casino, te divertirías mucho.
-Pilarcita -murmuró Lucía echándole al cuello los brazos-, ¿me guardarás un secreto si te lo digo?
Encendiéronse los ojos de la anémica.
-¡Pues no! Desahoga ese corazón, mujer... Entre nosotras, ¿verdad?, todo puede contarse... Yo he visto tantas cosas... nada me sorprende...
-Escucha... -dijo Lucía-. Quisiera saber, a toda costa, cómo sigue la madre del señor don Ignacio Artegui.
Retrocedió Pilar desorientada; y riéndose en seguida con su cínico reír, exclamó:
-¿No es más que eso? ¡Vaya un secreto! ¡Gran puñado son tres moscas!
-Por Dios -suplicó apurada Lucía-, que a nadie se lo indiques... Yo me muero por saberlo, pero si se entera... alguien... Miranda, o así...
-¡Eh! boba, yo lo sabré pronto, y sin informar a nadie... Tengo mil medios de averiguarlo... Te prometo que saldrás de la curiosidad...
Pilar dio dos o tres golpecitos en la barbilla a Lucía, que estaba grave y aun algo confusa.
-¿Paseamos hoy, señora enfermera? -interrogó la anémica.
-Sí, y beberás leche en Vesse. Pero coge otro traje de más abrigo, por Dios: eres capaz de resfriarte... ¿No has notado qué bien huelen las rosas? En León apenas las hay: me acuerdo de que las que podía coger se las ponía todas a la Purísima que tengo en mi cuarto.
Era el Casino para Perico y Miranda, como para todos los ociosos de la colonia, casa y hogar durante la temporada termal. En conjunto el gran edificio se asemejaba a un concierto de voces que convidasen a la existencia rápida y fácil de nuestro siglo. El espacioso peristilo, la fachada principal con su vasta azotea, su jardinete reservado, donde vegetan en graciosas canastillas exóticas plantas, y sus ricos y caprichosos adornos renacientes de blanquísima sillería; las altas columnas de bruñido pórfido que el interior sustentan; las muelles butacas y los anchos divanes; los cupidillos traviesos (símbolo artístico de efímeros amores que suelen vivir el espacio de una quincena de aguas) que corren por la cornisa del gran salón de baile, o revolotean en el azul de los anchos recuadros del teatro; el oro prodigado en toques hábiles, como puntos de luz, o en luengos listones, como rayos de sol; las grandes ventanas de límpidos cristales, todo, en suma, ayudaba a la fantasía a representarse un templo ateniense, corregido y aumentado con los beneficios y goces de la civilización actual. Quien mirase el Casino por su fachada sur, podía ver desde luego el numen que allí recibía culto y sacrificios: la Ninfa de las aguas, inclinando la urna con graciosa actitud, mientras salen a sus pies de entre un cañaveral dos amorcillos, y uno de ellos, alzando una valva, recoge la sacra linfa que de la urna copiosamente fluye. Sacerdotes y flamines del templo de la Ninfa son los mozos del Casino, que a la menor señal, a un movimiento de labios, acuden tácitos y prontos con lo que se desea: cigarros, periódicos, papel, refrescos, hasta las aguas, que traen a escape, en un tanque vuelto boca abajo sobre un plato, a fin de que no pierdan su preciosa temperatura ni sus gases.
Prefería Miranda el salón de lectura, donde hallaba cantidad de periódicos españoles, incluso el órgano de Colmenar, que leía dándose tono de hombre político. A Perico se le encontraba con más frecuencia en otro departamento tétrico como una espelunca, las paredes color de avellana tostada, los cortinajes gris sucio con franjas rojas, donde una hilera de bancos de gutapercha moteada hacía frente a otra hilera de mesas, cubiertas con el sacramental, melodramático y resobadísimo tapete verde. Así como la marea al retirarse va dejando en la playa orlas paralelas de algas, así se advertían en los respaldos de los bancos de gutapercha roja series de capas de mugre, depositadas por la cabeza y espaldas de los jugadores, señales que iban en aumento desde el primer banco hasta el último, conforme se ascendía del inofensivo piquet al vertiginoso écarté, porque la hilera empezaba en el juego de sociedad, acabando en el de azar. Los bancos de la entrada estaban limpios, en comparación de los del fondo. Aquella pieza donde tan nefando culto se tributaba a la Ninfa de las aguas fue testigo de hartas proezas de Perico, que, por su semejanza con todas las de la misma laya, no merecen narrarse. Ni menos requiere ser descrito el espectáculo, caro a los novelistas, de las febriles peripecias que en torno de las mesas se sucedían. Tiene el juego en Vichy algo de la higiénica elegancia del pueblo todo, cuyos habitantes se complacen en repetir que en su villa nadie se levantó la tapa de los sesos por cuestión del tapete verde, como sucede en Mónaco a cada paso; de suerte que no se presta la sala del Casino a descripciones del género dramático espeluznante; allí el que pierde se mete las manos en los bolsillos, y sale mejor o peor humorado, según es de nervioso o linfático temperamento, pero convencido de la legalidad de su desplume, que le garantizan agentes de la Autoridad y comisionados de la Compañía arrendataria, presentes siempre para evitar fraudes, quimeras y otros lances, propios solamente de garitos de baja estofa, no de aquellas olímpicas regiones en que se talla calzados los guantes. Es de advertir que Perico, aun siendo de los que más ayudaban a engrasar y bruñir con la pomada de su pelo y el frote de sus lomos los bancos de gutapercha, no realizaba el tipo clásico del jugador que anda en estampas y aleluyas morales y edificantes. Cuando perdía, no le ocurrió jamás tirarse de los cabellos, blasfemar ni enseñar los puños a la bóveda celeste. Eso sí, él tomaba cuantas precauciones caben, a fin de no perder. Análogo es el juego a la guerra: dícese de ambos que los decide la suerte y el destino; pero harto saben los estratégicos consumados que una combinación a la vez instintiva y profunda, analítica y sintética, suele traerles atada de manos y pies la victoria. En una y otra lucha hay errores fatales de cálculo que en un segundo conducen al abismo, y en una y otra, si vencen de ordinario los hábiles, en ocasiones los osados lo arrollan todo y a su vez triunfan. Perico poseía a fondo la ciencia del juego, y además observaba atentamente el carácter de sus adversarios, método que rara vez deja de producir resultados felices. Hay personas que al jugar se enojan o aturden, y obran conforme al estado del ánimo, de tal manera, que es fácil sorprenderlas y dominarlas. Quizá la quisicosa indefinible que llaman vena, racha o cuarto de hora no es sino la superioridad de un hombre sereno y lúcido sobre muchos ebrios de emoción. En resumen: Perico, que tenía movimientos vivos y locuacidad inagotable, pero de hielo la cabeza, de tal suerte entendió las marchas y contramarchas, retiradas y avances de la empeñada acción que todos los días se libraba en el Casino, que después de varias fortunitas chicas, vino a caerle un fortunón, en forma de un mediano legajo de billetes de a mil francos, que se guardó apaciblemente en el bolsillo del chaleco, saliendo de allí con su paso y fisonomía de costumbre, y dejando al perdidoso dado a reflexionar en lo efímero de los bienes terrenales. Aconteció esto al otro día de aquel en que Lucía manifestara a Pilar tal interés por la salud de la madre de Artegui. Era Perico naturalmente desprendido, a menos que careciese de oro para sus diversiones, que entonces escatimaría un maravedí, y avisando a Pilar que estaba en el salón de Damas, reuniose con ella en la azotea, y le dijo dándole el brazo:
-Para que no salgas siempre con que no te compré nada en Vichy, anda, vente; te voy a hacer un regalo.
-¿Un regalo? -y Pilar abrió desmesuradamente los ojos.
-Un regalo, sí señor; no parece sino que es el primero. Pide por esa boca, por esa boca.
-¿Pero es de veras? ¡Qué rico de Pe-ri-co! -exclamó la anémica cantando-. ¿Me comprarás lo que se me antoje?
-Vamos a las tiendas -exclamó él, y echó a andar.
Pilar dudó buen rato, como los niños ante una bandeja de dulces diversos; por último se decidió, eligiendo dos gotitas de agua para las orejas, y un espejo portátil de oro cincelado, joya caprichosa y novísima, que se colgaba de la cintura y sólo la sueca llevaba aún en Vichy. Al regresar a casa con sus compras, brillaban de tal suerte los ojos de la anémica y estaban sus mejillas tan encendidas, que Perico le dijo:
-El demonio sois las señoras mujeres. En dándoos un sonajero o un cascabel, un cascabel, os curáis de todos los males. Me río yo de la botica, de la botica. Ahora no te duele el estómago.
-Periquillo... ¡Eres tú la flor de la canela! Mira, estoy loca de contenta... y si quisieras... ¿eh? Di que sí.
-Si quisiese... ¿Se te antoja algo más? No, hijita, basta por hoy, basta.
-No, nada de compras... pero esta noche... quería ir al concierto a lucir el espejo... mira tú, ni las de Amézaga ni esa jamona de Luisa Natal lo tienen... ni sabían que en Vichy lo hubiese... van a quedarse de una pieza... anda, Periquín; que sí, ¿verdad? Una vez, hombre... anda.
Lucía pidió casi de rodillas a Pilar que renunciase al peligroso goce que anhelaba. Era precisamente la ocasión más crítica; Duhamel esperaba que la Naturaleza, ayudada por el método, venciese en la lucha, y acaso quince días de voluntad y tesón decidiesen el triunfo. Pero no hubo medio de persuadir a la anémica. Pasó el día en un acceso de fiebre registrando su guardarropa; al anochecer, salió del brazo de Miranda; llevaba un traje que hasta entonces no había usado por ligero y veraniego en demasía, una túnica de gasa blanca sembrada de claveles de todos colores; pendía de su cintura el espejillo; en sus orejas brillaban los solitarios, y detrás del rodete, con española gracia, ostentaba un haz de claveles. Así compuesta y encendida de calentura y vanidoso placer, parecía hasta hermosa, a despecho de sus pecas y de la pobreza de sus tejidos devastados por la anemia. Tuvo, pues, gran éxito en el Casino; puede decirse que compartió el cetro de la noche con la sueca y con el lord inglés estrafalario, del cual se contaba que tenía alfombrada con tapiz turco la cuadra de sus caballos y baldosado de piedra el salón de recibir. Gozosa y atendida, veía Pilar una fiesta de las Mil y una noches en el Casino constelado de innumerables mecheros de gas, en el aire tibio poblado con las armonías de la magnifica orquesta, en el salón de baile donde los amorcillos juguetones del techo se bañaban en el vaho dorado de las luces. Jiménez, el marquesito de Cañahejas y Monsieur Anatole, se disputaron el placer de bailar con ella. Miranda reclamó un rigodón, y para colmo de dicha y victoria, las Amézagas se reconcomían mirando de reojo el espejillo, dije que sólo brillaba sobre dos faldas: la de Pilar y la de la sueca. Fue, en suma, uno de esos momentos únicos en la vida de una niña vanidosa, en que el orgullo halagado origina tan dulces impresiones, que casi emula otros goces más íntimos y profundos, eternamente ignotos para semejantes criaturas. Pilar bailó con todas sus parejas como si de cada una de ellas estuviese muy prendada; tanto brillaban sus ojos y tal expansión revelaba su actitud. Perico no pudo menos de decirle sotto voce:
-¿Bailas, eh? ¡Veremos mañana qué dice Duhamel!... Estará celestial, celestial. Mañana me escapo, me escapo. De fijo, revientas, revientas, revientas como un triquitraque.
-No lo creas. ¡Me siento tan bien! -exclamó ella bebiéndose un vaso de grosella que le presentaba el hispanófilo Monsieur Anatole.
A la mañana siguiente, cuando Lucía fue a despertar a Pilar, retrocedió tres pasos sin querer. Tenía la anémica la cabeza enterrada de un lado en las almohadas, y dormía con sueño inquieto y desigual; en las orejas, pálidas como la cera, resplandecían aún los solitarios, contrastando su blancura nítida con los matices terrosos de las mejillas y cuello. Rodeaba los ojos un círculo negro, como hecho al difumino. Los labios, apretados, parecían dos hojas de rosa seca. El conjunto era cadavérico. Por las sillas andaban dispersas prendas del traje de la víspera: los zapatos, de raso blanco, vueltos tacón arriba, estaban al pie del lecho; en el suelo había claveles y el nunca bien ponderado espejillo, causa inocente de tantos males, reposaba sobre la mesa de noche. Al tocar Lucía suavemente el hombro de la dormida, ésta se incorporó a medias, de un brinco; sus ojos, entreabiertos, tenían velada y sin brillo la córnea, como si los cubriese la telilla que se observa en los ojos de los animales muertos. Del lecho salía un vaho espeso y fétido; la anémica estaba bañada en copioso sudor.
No pudo levantarse, porque al poner el pie en el suelo le asaltó terrible frío, castañetearon los dientes, y hubo de arroparse otra vez, sintiendo que el sudor se le congelaba en los miembros. Además notó agudo y violento dolor de costado, en términos que para respirar le fue preciso volverse del lado izquierdo. Temblaba toda, como una vara verde, sin que cuantos abrigos le echaron encima fuesen parte a calentarla un poco.
De un brinco se trasladó Lucía al cuarto de su marido, que entre duerme y vela fumaba un cigarrillo de papel. A Miranda le sentaban bien las aguas: desaparecían los tonos marchitos de su piel, bajo la cual comenzaba a infiltrarse un poco de sangre y grasa, dándole esa frescura trasnochada, gala de las cincuentonas obesas que están todavía de buen ver. Tal era para Miranda el resultado físico: el moral era un anhelo de reposo y bienestar egoísta, esa regularidad del hábito, esa tiranía de la costumbre que se impone en la edad madura, y que mueve a tener como desdicha irreparable el que la comida o el sueño se retrasen media hora más de lo ordinario. El ex buen mozo quería descansar, vivir bien, cuidar de su salud preciosa, y llegar en suma al tipo respetable e importante de los clásicos Mirandas. Lucía entró como un huracán, y alterada y trémula, le dijo:
-Levántate... ve a ver si coges en casa al señor Duhamel... Pilar está malísima.
Miranda se incorporó.
-¡Claro que estará mala la grandísima loca! ¡Pues no bailó anoche como una descosida! ¡Bien empleado!
Lucía clavó en su marido los ojos atónitos.
-Ve pronto, pronto... -exclamó-. Está con un acceso de frío... se queja de dolor a un lado, y se le ha tomado la voz...
Miranda se levantó refunfuñando.
-No sé para qué tiene a su hermanito -murmuró al calzarse la botas-. Bien podía ir él.
-Díselo tú, si quieres -pronunció lentamente Lucía, preñados de lágrimas los ojos-. Yo no he de entrar a despertar a Gonzalvo. Así como así, ya ibas a levantarte para beber las aguas.
-Lo menos en tres cuartos de hora no había para qué. No parece sino que esa chica es la única que tiene aquí que cuidarse. También los demás padecemos y hemos de observar régimen. Hoy justamente estoy fatal...
Era hábito de Lucía interesarse mucho por la salud de Miranda, y preguntarle cada día esos pormenores que las madres exigen de sus hijos y que hastían a los indiferentes; pero en esta ocasión le volvió la espalda, y salió encaminándose a la cocina, donde pidió a la conserje una taza de tila, que ella misma subió a Pilar.
Duhamel frunció el ceño cuando hubo visto a la paciente. Lo que más le desagradó fue saber que en el baile había bebido dos o tres refrescos. Era Duhamel un vejezuelo chico y apergaminado, en quien la vida se refugiaba en los ojos relucientes y perspicaces. Pelicano y cejicano, lucía todos sus dientes, largos y rancios como teclas, con el frecuente sonreír.
Era en sus movimientos pronto y escurridizo cual las anguilas, y habiendo estado en el Brasil con una comisión científica, chapurreaba un poco el portugués brasileño, empeñándose en hacerlo pasar por español.
-Interrúmpase completamente el método termal, o tratamento -dijo dirigiéndose exclusivamente a Lucía, a pesar de estar presente el hermano de la enferma, merced a ese instinto infalible de los médicos, que distinguen al punto la persona atenta a sus prescripciones e interesada en ejecutarlas-. Ha obrado mal la enferma, a doente, en romper así el régimen prescrito.
-Pero y ahora, ¿qué se le hace?
-Ensayaremos un revulsivo enérgico, forte... E um retrocesso ao pulmao... veremos de desviarlo... ¡Bon Deus! ¡bailar, y beber refrescos! Y ahora tenemos que luchar con el sudor... O suor esgota-a.
Pasaba este diálogo entre el doctor y Lucía, a distancia suficiente del lecho de la enferma, a fin de que no oyese palabra. Lucía se enteró muy al por menor de cuanto concernía a la asistencia, de las horas del alimento, de las precauciones que adoptar importaba. Después de aplicar a Pilar los medicamentos que el doctor dispuso, arregló el cuarto andando en la punta de los pies, puso cada cosa en su sitio, entornó las celosías y se instaló al lado de la cama, en una silleta baja de hacer labor. Pilar estaba muy agitada, y ardía de sed; a cada paso Lucía le llegaba a los labios el pistero de agua de goma, previamente templada en una estufilla. Por la tarde vino Duhamel, y se cercioró de que los revulsivos habían logrado aclarar un poco la voz de la enferma y facilitar su respiración congojosa. No obstante, la calentura era alta, el sudor se había suprimido. Ocho días duró la congestión pulmonar, y cuando Duhamel ordenó a Pilar levantarse, porque la cama acrecentaba el recargo y agotaba sus fuerzas, era aquella criatura un espectro; a los caracteres asaz tristes de la anemia, se unían ahora otros más alarmantes. Al vestirse, sus miembros no sostenían la ropa, que se escapaba del cuerpo como de un maniquí mal relleno. Ella misma se asustó, y en uno de los momentos lúcidos que suelen tener los atacados del terrible mal que ya la oprimía entre sus garras, pidió el espejillo famoso, y Lucía, por no contrariarla, se lo presentó de mala gana. Al fijar sus ojos en él, Pilar recordaba cómo se había visto la noche del baile, con sus claveles, su pelo artísticamente rizado, y la sonrisa de placer que le iluminaba el rostro. Fue tal el contraste entre lo pasado y lo presente, entre la cara de ocho días atrás y la de hoy, que Pilar, con rápido movimiento, arrojó al suelo el espejillo. Quebrose la clara luna, y las cinceladuras finísimas del marco se abollaron al golpe.
Poco tardó, no obstante, en volver a apoderarse de ella la pertinaz ilusión que dulcemente lleva de la mano a los tísicos, vendados los ojos, hasta la puertas de la muerte. Eran tan patentes los síntomas del mal, que al verlos en otra cualquiera le hubiese extendido la papeleta mortuoria; y con todo eso, Pilar, animada y llena de planes, se creía sujeta únicamente a un resfriado tenaz que había de curarse poco a poco. Tenía tosecilla blanda y continua, expectoración pegajosa, sudores que la menor elevación de temperatura determinaba, y las perversiones del apetito se habían convertido en desgano horrible. Inútilmente la conserje del chalet lucía sus primores culinarios, ideando mil golosinas delicadas. Pilar lo miraba todo con igual repugnancia, especialmente los platos nutritivos. Comenzó entonces para las dos amigas una existencia valetudinaria. Lucía no se apartaba de Pilar, sacándola al balcón a respirar el fresco si hacia bueno, acompañándola si no en su cuarto, procurando entretenerla y hacerle menos tediosas las horas. Sentía ya la enferma esa impaciencia, ese deseo de mudar de aires y sitios que acosa generalmente a cuantos padecen su mal. Vichy se le hacía insoportable, y más desde que vio que la estación terminaba, que se vaciaba el Casino, que se marchaba la compañía de ópera y que emigraban las brillantes golondrinas de la moda. Las Amézagas vinieron a despedirse de ella y a darle el último mal rato de la temporada; a seguir a Lucía su inclinación, las recibiría en el saloncito bajo, disculpando a Pilar; pero ésta se empeñó en que subiesen a su aposento, y preciso fue ceder. Estaban las cubanitas triunfantes y radiantes porque se iban a París a hacer sus compras de invierno, y de allí a lucirlas en los primeros saraos madrileños y en el Retiro, y hablaban con el ceceo y melindre de los días de victoria.
-Sí, chica... ¿Quién resiste ya aquí? Esto se ha quedado de lo más tonto... ¡Vaya! Ni alma viviente... Sí, la krauss se fue; la contrataron en París... Un éxito la última noche de Mignon... Hay hoteles que ya se han cerrado... Como comprenderás, la soga tras el caldero... pues, en marchándose la sueca, ¿iba él a quedarse? Hasta Estocolmo irá... ¡No que no! ¿Pero no lo sabías? El día de la marcha le llenó el coche de ramos... todo un vagón-salón cubierto de gardenias y camelias... ¿qué te parece? Ya representa algunos franquillos, ya... Luisa Natal... ¿adónde sino a Madrid?... ¡Ah! La condesa hace el viaje deteniéndose en Lourdes... una semana lo menos piensa pasar allí... Sí, Cañahejas va a un castillo de unos parientes de Monsieur Anatole, donde cazarán hasta Noviembre... ¿Jiménez? No sé, chica... Ése siempre anda en misterios y tapujos... Dicen que si la Laurent, la soprano de la compañía... Aquella bizca... No creo ni esto... Es un jactancioso, alabadizo sempiterno.
-Y tú, ¿te quedas, eh? -añadía Amalia uniendo su ceceo al de Lola-. ¿Hasta cuándo, chica...? Pero te vas a secar... ¡Esto es ahora un monasterio! Si eso no vale nada... ¿qué importa un catarro?... Animarse... Este año tendrá comedias la Puenteancha... la Monteros me lo dijo... Los Torreplana de Arganzón indicaron ya que recibirían los jueves... Tendremos en el Real a la Patti y a Gayarre; ¡figúrate! Hemos escrito que nos abone, por si no llegamos a tiempo...
-Yo voy a que Worth me haga dos o tres trajecitos... sencillos, porque no siendo señora casada... Uno de patinar... ¡me muero por el Skating!... En la Casa de Campo el año pasado... ¿te acuerdas, Amalia? Aquel día...
-¿Que dijo el rey que te habías lucido?... Sí, pues me acuerdo... ¡vaya!
Y la voz de ambas hermanas se fundió en un concierto de risitas de placer y orgullo; ambas volvían a ver el estanque helado, los árboles cubiertos de encajes de escarcha, la brumosa mañana, y la figura juvenil del rey, con su rostro pálido de frío, su cuerpo esbelto, sus modales sueltos y elegantes, y su sonrisa entre picaresca y cortés, al inclinarse para felicitar a la ágil patinadora.
Dejó la visita a Pilar más impaciente, más calenturienta, más excitada que nunca. Pilar se consumía; a toda costa quería salir de Vichy, volar, romper el opaco capullo de la enfermedad y presentarse de nuevo, brillante mariposa, en los círculos mundanos. Creía de buena fe poder hacerlo y contaba con sus fuerzas. No menos que ella se impacientaban otras dos personas: Miranda y Perico. Perico, hecho a vivir en perenne divorcio consigo mismo, no podía sufrir la soledad que le obligaba a reunirse a sí propio; y por lo que toca a Miranda, terminada su temporada de aguas, notablemente restablecida su salud, parecíale que ya era hora de acogerse a cuarteles de invierno y de gozar en paz los frutos de la medicación. Aburríale en extremo ver que su mujer, por altos decretos señalada para cuidarle a él, se sustrajese en tal manera a su providencial misión, consagrando días y noches a una extraña, atacada de un mal penoso a la vista y quizá contagioso. Así es que insinuó a Lucía que era preciso partir y, dejarse allí a los Gonzalvos entregados a su triste suerte; como se deja en un naufragio a los que no caben en las lanchas. Pero contra todo lo que esperaba, halló en Lucía protesta calurosa y enérgica resistencia. Indemnizábase confesado aquel noble sentimiento, de todo lo que callaba hasta a sí misma.
-¡Sería preciso no tener corazón... no tener corazón! ¡Pobrecita Pilar de mi vida, bien quedaría, por cierto, con su hermano, que ni colocarle una almohada sabe! ¡Qué sería de ella! Pensarlo sólo me espanta...
-Llamará a una hermana de la caridad... no será la primera -refunfuñó Miranda duramente.
-¡Qué pena... pobre criatura!... Eso es más cruel aún que dejarla morirse sola, como un perro.
-Pues lo que es ella, maldito si se hubiera quedado por ti, ni por mí, ni por el lucero del alba. Y nosotros, ¿qué obligación tenemos de asistirla? No parece sino que...
-¿No dices que eres amigo de Gonzalvo? -pronunció Lucía clavando los ojos en su marido.
-Amistad, así... de sociedad; ¿qué sabes tú de esas cosas? Amistad, como hay muchas.
-Pues entonces, ¿por qué vivimos juntos con los Gonzalvo? Yo no los conocía; pero ahora le tomé cariño a ella, y eso de irme, dejándola tan mala...
-¡Por vida de!... ¿no tiene papá, tía, hermano? ¡que vengan con mil diablos a cuidarla! A nosotros ¿qué nos va en eso? Si tienes vocación de Hermana de la Caridad, dijéraslo y no te casaras, hija... tu obligación es atender a tu marido y a tu casa, nada más...
-En fin -dijo Lucía alzando el semblante donde las líneas redondeadas y fugaces de la adolescencia comenzaban a trocarse en trazos más firmes-, yo marcharé si tú me lo ordenas; pero convencida de que es una mala acción abandonar así a una amiga, cuando se está muriendo.
Salió del cuarto. En su mente germinaba un concepto singular de la autoridad conyugal: parecíale que su marido tenía derecho perfecto, incontestable, evidente, a vedarte todo género de goces y alegrías, pero que en el sufrimiento era libre y que prohibirle el padecer, el velar y el consagrarse a la enferma, era duro despotismo. De estas ideas peregrinas tienen muchas los desdichados que llegan a refugiarse en el dolor y a proclamarle lugar de asilo. Arreglose, sin embargo, la cuestión mejor de lo que Lucía pensaba, porque aconteció que aquella misma tarde tomó cartas en ella Perico, resolviéndola con su clásico desenfado.
-Adiós, chicos -dijo entrando en el cuarto de Miranda vestido de viaje, con polainas de paño, un casquete de fieltro y terciada al hombro una escopeta de caza de dos cañones.
Y como Miranda lo contemplase con tamaña boca abierta.
-Me he resuelto -explicó-. Vichy está demasiado tonto; y Anatole se empeña...
-¿Te vas a Auvernia?
-Al castillo de Ceyssat, de Ceyssat... Parece que hay liebres y corzos a puñados, a puñados... y en el castillo se pasa bien; hay mucha gente; diez y ocho huéspedes.
Miranda reunió cuanta energía supo en voz y actitud y dijo al animoso cazador:
-Pero mira que Lucía y yo habíamos decidido emprender la vuelta para España... dentro de dos o tres días, a lo sumo... y como Pilar está así, delicada... tu presencia es necesaria aquí.
-Anda a paseo ¡a paseo! -exclamó Perico, fiel a su sistema de franqueza y desahogo-. ¿No te podrás aguardar una quincena por darme gusto? ¿Qué vas hacer tú en España? Meterte en León, y vegetar, vegetar. Aquí estás en la luna, en la luna de miel... Nada, nada; os dejo a mi hermanita, ya sé que estará bien cuidada, bien cuidada. Abur, que es la hora del tren. Te traeré una cabeza de corzo para porta-bastón...
-Pero, oye; mira que...
Perico estaba ya en el portal. Miranda le llamó por la ventana; pero él se volvió risueño, le dijo adiós con la mano y echó a correr hacia la estación. Y he aquí cómo de dos egoísmos venció el más osado, ya que no el más fuerte y grande.
Dado estaba Miranda a todos diablos, cuando Duhamel vino a consolarle un poco, asegurándole que la enferma experimentaba de algunos días acá unos asomos de mejoría, y que debía aprovecharlos regresando a España, en busca de clima benigno; añadiendo, en su chapurrado franco-portugués, que puesto que él pensaba, como casi todos los médicos de consulta en Vichy, salir pronto para París, podrían combinar el viaje juntos, y así vería cómo probaba el movimiento del tren a la enferma, y resolver si necesitaba descanso, o si resistiría volver a España de una vez. Pareció acertadísimo a todos el consejo del médico, y Lucía escribió, bajo el dictado de Pilar, una carta a Perico, encargándole estuviese de vuelta dentro de quince días justos, término fijado por Duhamel para cerrar su temporada de consulta en Vichy. El nuevo arreglo templó un tanto el malhumor de Miranda, consoló a Lucía y regocijó a la enferma, que sobre todas las cosas soñaba con la vuelta a Madrid.
Era cierto: la misma constitución endeble de Pilar, ofreciendo menos campo al mal, retrasaba la crisis funesta de su padecimiento; y así como el huracán, que desgaja encinas, sólo encorva las cañas, la tisis entraba con ímpetu menor en aquel cuerpo linfático, que lo hiciera en uno sanguíneo y pujante. La oquedad de un pulmón estaba infestada de tubérculos, y tenía ya esas brechas terribles que los facultativos denominan cavernas; pero el otro resistía aún, si bien en esto de pulmones acontece lo que con las manzanas: minutos bastan para perder a la sana, si está al lado de una podrida. De todas suertes, el momentáneo alivio de Pilar era tan patente, que le consentía dar todas las mañanas algunos cientos de pasos por la calle, cogida del brazo de Lucía; y el alimento no le repugnaba invenciblemente como antes.
A la verdad, infundía tristeza en aquellos días de fin de Octubre, el aspecto de Vichy. No eran sino hojas caídas: el Parque, tan animado siempre, se veía solitario; sólo algunos agüistas tardíos, enfermos de veras, paseaban la acera de asfalto, henchida ayer del roce de ricos trajes y del rumor de alegres conversaciones. Nadie se cuidaba ya de recoger y barrer el amarillo tapiz del follaje, porque Vichy, tan peripuesto y adornado en la estación de aguas, se torna desastrado y desaliñado no bien le vuelven la espalda sus elegantes huéspedes de estío. Toda la villa semejaba una inmensa mudanza: de los chalets, desalquilados ya, desaparecían los adornos y balconadas, para evitar que los pudriesen las lluvias; en las calles se amontonaban la cal, el ladrillo para las obras de albañilería, que nadie osaba emprender en verano por no ensuciar las pulcras avenidas. Las tiendas de objetos de lujo iban cerrándose unas tras otras, y dueños y surtido tomaban el rumbo de Niza, Cannes o cualquiera estación invernal semejante. Algunas quedaban rezagadas todavía, y sus escaparates servían de entretenimiento a Lucía y Pilar, cuando esta última salía a sus despaciosos paseos. Entre ellas se señalaba un almacén de curiosidades, antigüedades y objetos de arte, situado casi frente a la famosa Ninfa, y, por consiguiente, a espaldas del Casino. Angosta en extremo la tienda, apenas podía encerrar el maremágnum de objetos apiñados en ella, que se desbordaban, hasta invadir la acera. Daba gusto revolver por aquellos rincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientos nuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día, se prestaban a ello de buen grado. Erase una pareja; él, bohemio del Rastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a una curiosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca, ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre los objetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muy entretenidas la heteróclita mescolanza. En el centro de la tienda se pavoneaba un soberbio velador de porcelana de Sévres y bronce dorado. El medallón principal ofrecía esmaltada, sobre un fondo de ese azul especial de la pasta tierna, la cara ancha, bonachona y tristota de Luis XVI; en torno, un círculo de medallones más chicos, presentaba las gentiles cabezas de las damas de la corte del rey guillotinado; unas empolvado el pelo, con grandes cestos de flores rematando el edificio colosal del peinado, otras con negras capuchas de encaje anudadas bajo la barbilla; todas impúdicamente descotadas, todas risueñas y compuestas, con fresquísima tez y labios de carmín. Si Lucía y Pilar estuviesen fuertes en Historia, ¡a cuánta meditación convidaba la vista de tanto ebúrneo cuello, ornado de collares de diamantes o de estrechas cintas de terciopelo, y probablemente segado más tarde por la cuchilla; ni más ni menos, que el pescuezo del rey que presidía melancólicamente aquella corte! La cerámica era el primor de la colección. Había cantidad de muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como las nubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces de flores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas y los platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino, jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allí entre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, se abría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado, enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojos fríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón. Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y sus corceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunos tritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina. Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco. Pilar se embobaba especialmente con las copas de ágata que servían de joyeros, con las alhajas de distintas épocas, entre las cuales había desde el amuleto de la dama romana hasta el collar, de pedrería contrahecha y finos esmaltes, de la época de María Antonieta; pero Lucía se enamoró sobre todo de los objetos de iglesia, que despertaban el sentimiento religioso, tan hecho para conmover su alma sincera y vehemente. Dos Apóstoles, alzado el dedo al cielo en grave actitud se destacaban, fileteados de latón los contornos, sobre dos cristales de colores, arrancados sin duda de la ojiva de algún desmantelado monasterio. En un tríptico de rancio y acaramelado marfil, aparecía Eva, magra y desnuda, ofreciendo a Adán la manzana funesta, y la Virgen, en los misterios de su Anunciación y Ascensión; todo trabajado incorrectamente, con ese candor divino del primitivo arte hierático, de los siglos de fe. A despecho de la rudeza del diseño, gustaba a Lucía la figura de la Virgen, la modestia de sus ojos bajos, la mística idealidad de su actitud. Si poseyese una cantidad crecida de dinero, a buen seguro que la daría por un Cristo que andaba confundido entre otras curiosidades, en el baratillo. Era de marfil también, y todo de una pieza, menos los brazos; y clavado en rica cruz de concha, agonizaba con dolorosa verdad, encogidos músculos y nervios en una contracción suprema. Tres clavos de diamante trucidaban sus manos y pies. Lucía le rezaba todos los días un padrenuestro, y aun solía besar sus rodillas, cuando no la miraba nadie.
No le desagradaban los cuadros; tanto más, cuanto que los comprendía, a diferencia de lo que pasaba con algunos objetos artísticos, que se le antojaban asaz de feos y extravagantes. Claro está que aquel jaque fiero, que espada en mano se arroja sobre su adversario, va a partirle el corazón de una buena estocada. ¡Qué bien amanecía en aquel Daubigny! ¡Con qué naturalidad pastaban aquellos carneros de Jacque, tasados en mil francos cada uno! -doce tenía el cuadro-. ¡Qué piececitos tan blancos mojaba en el marmóreo tazón la sultana favorita, de Cala y Moya! La cabeza de niña, estilo de Greuze, era una maravilla de gracia inocente. Pues ¿y la riña en una posada flamenca? Era cosa de risa ver cómo volaban los tiestos hechos añicos, y rodaban las cacerolas de cobre, y los dos gañanes de Van Oustade, deformes y ridículos, repartían mojicones, menudeaban puñadas y exageraban con lo grotesco de la actitud su simiaca fealdad.
Pero más aún que el bazar de objetos de arte donde tantas formas y colores, estilos e ideales artísticos la marcaban al fin y al cabo, gustaba Lucía de un puesto ambulante al aire libre, de los muchos que había cerca del Casino, situados al borde de la acera. Representaban los tales puestecillos la industria chica y modesta; aquí un viejo alemán pregonaba vasos de cristal para beber las aguas, y con una rueda de esmerilar, a vista del comprador, grababa en el cristal las iniciales de su nombre; allá un suizo ofrecía juguetes, muñecos, cajitas y plegaderas grabados en leño de haya por los pastores; acá se feriaban lentes; acullá peines y objetos de escritorio. El predilecto de Lucía era el de un vendedor de piadosas chucherías de Jerusalén y Tierra Santa. Calvarios de nácar con ingenuos relieves, cabos de pluma de raíz de olivo, rematados en figura de cruz, cabezas de la Virgen entalladas sobre una concha, broches y dijes de esmaltes con arabescos, tazas de negra piedra del Asfaltites, pastillas de olor; a esto se reducía la caja portátil. Vendíalo todo un israelita no mal parecido, ojinegro y cetrino mucho, con su fez árabe encarnado sucio, y sus pantalones bombachos; dulce, insinuante, levantino en todo, chapurreador de muchas lenguas y buen hablador de la castellana, que manejaba con soltura, incurriendo sólo en algún arcaísmo de vez en cuando. Con éste, pues, se desquitaba Lucía, informándose de la santa aldea de Belén, de la divina mansión de Nazaret, del monte Olivete, de todos los lugares sacrosantos, que apenas creía ella pudiesen estar en la tierra, sino en algún misterioso y remoto paraíso. Entre el vendedor y Lucía se estableció así una intimidad de diez minutos todas las tardes, al aire libre, y más cuando él la hubo dicho que era cristiano, católico, catequizado e instruido por los franciscanos de Belén. Compró Lucía de cuanto pudo hallar en el puesto, hasta un rosario de esas cuentas verdosas y turbias como un agua amarga, que no sin gran verdad analógica se llaman lágrimas de Job.
-¡No sé cómo te gusta ese rosario tan feo! -decía Pilar.
-¡Mira! -exclamaba Lucía-. ¡Si parecen lágrimas de veras!
Mas también la golondrina de Levante se voló, en busca de zonas más templadas. Un día no encontraron ya a Ibrahim Antonio en su sitio de costumbre: probablemente cansado de una jornada sin venta, había cargado con el surtido y emprendido el camino Dios sabe dónde. Lucía le echó de menos; pero el movimiento de retirada era general; no se veían sino tiendas que se vaciaban y cerraban. Había en las aceras montones de paja, rimeros de recortes de papel de embalaje, cajones y cajas con grandes rótulos que decían: «muy frágil.» Era la tristeza, el desorden, el creciente vacío de una casa mudada. Pilar encontraba tan feo a Vichy de aquel modo, que ideaba paseos inusitados, que la apartasen de las calles principales. Una mañana se encaprichó en ir a ver la pastillería, y presenció el nacimiento de dos o tres mil pastillas y bombones; otra quiso visitar las subterráneas galerías que encierran los inmensos depósitos del agua, y los formidables tubos por donde asciende a alimentar los baños del establecimiento termal. Bajaron estrecha escalera, cuyos últimos peldaños se hundían ya en la obscuridad de las galerías. La guardiana les precedía alumbrando con una lámpara de minero, aplastada y de hediondo tufo; Miranda llevaba otra, y un pilluelo que allí se apareció caído de las nubes, encargose de la última. Era la bóveda tan baja, que Miranda hubo de inclinar la cabeza, por no deshacerse la frente. Hacía brusco recodo el angosto pasadizo, y se hallaron de pronto en otra galería, abierta como una boca, donde se internaban los tubos, comidos de orín, gracias a la perenne humedad. Sudaba el techo pálidas y brillantes gotitas de vapor acuoso; a uno y otro lado corría el agua, sobre un lecho de residuos, de fosfatos alcalinos, blancos y farináceos, como nieve recién llovida. A medida que adelantaban por el largo canal subterráneo, calor sofocante anunciaba el paso de las sobras de la Reja Grande, un raudal hirviente, cuya temperatura subía más aún en aquella prisión. De las paredes, leprosas, herpéticas, cubiertas de roña caliza, colgaban monstruosas fungosidades, criptógamas preñadas de veneno, cuya blancura ponzoñosa se destacaba sobre el muro, como una pupila pálida y siniestra en un rostro amoratado. En los codos de los tubos, polvorientas telarañas se tendían, semejantes a sudario gris de olvidados muertos. Las losas der pavimento, dislocadas, dejaban entrever el agua negra. Sobre sus cabezas oían los expedicionarios el pisar de la gente, el batir del duro casco de las bestias. A veces se abría un respiradero, y al través de la reja de hierro filtrábase la luz del día, lívida y cadavérica, amarilleando la rojiza de las lámparas. Los tubos, intestinos de aquel húmedo vientre, daban mil vueltas, y tan pronto rastreaban a flor de tierra, parecidos a sierpes enormes, como se erguían a la bóveda, remedando los negros tentáculos de un pulpo descomunal. Hubo un instante en que los expedicionarios salieron de los pasadizos a plaza más despejada; era una especie de cueva circular, con tragaluz, y en su fondo bostezaban las anchas fauces del pozo Lucas, lleno de un agua soñolienta, sombría y honda. El pilluelo acercó curioso su lámpara. La guardiana le asió del brazo.
-Eh, amiguito, cuidado con caerse ahí. No sería fácil ir a buscarte a cien metros de profundidad que tiene ese agujero.
Lucía, fascinada, se aproximó a la boca. Los gases mefíticos exhalados del pozo hacían temblar la llama turbia de las lámparas. Allí no hacía calor, sino frío; un frío espeso, sin aire respirable. Entráronse resueltamente por otra galería, y abierta una puerta de hierro, se asustaron todos, menos la guardiana, viendo en torno suyo vasta extensión de agua, una especie de lago subterráneo. Ellos estaban sobre angosta tabla echada a manera de puente a lo ancho del depósito. Aquellas aguas, tendidas en su tumba de piedra, tenían quietud y limpidez lúgubre. La luz de una de las lámparas, dejada exprofeso en la otra orilla por la guardiana para que se viese el grandor del depósito, oscilaba en prolongados rieles sobre la triste transparencia del lago, y remedaba, allá a lo lejos, la tea de un sicario en alguna prisión veneciana. Tal era de fantástico aquel lago, que reflejaba un cielo de granito, que la imaginación se fingía cadáveres flotando en él. Experimentaban Lucía y Pilar vago temor, y sobre todo, cosa pueril, o mejor dicho, eminentemente femenina, les horrorizaba la idea de que en las estrecheces y revueltas de los pasadizos pudiesen encontrar ratas. Sabían que los depósitos comunicaban con las alcantarillas, y ya dos o tres veces palidecieron creyendo ver cruzar una sombra negra, que no era sino la temblona silueta de alguna planta parásita, dibujada en el muro por las luces. De improviso, ambas exhalaron un grito; no cabía duda; sonaba el chillido agrio y agudo de la rata. Lucía, sobre todo, se quedó un punto con los ojos dilatados, inmóvil; allí no era posible correr y huir. Pero el pilluelo y la guardiana soltaron la risa; conocían bien aquel silbido, que no era sino el de las botellas de agua mineral que al otro lado de la pared estaban corchando. Con todo, las mujeres respiraron al salir del sombrío dédalo y ver de nuevo la claridad diurna y sentir el aire fresco que congelaba en su frente las gotas de sudor.
Sólo a un punto iba Lucía sola: a la iglesia de San Luis. Al pronto, el edificio agradó muy poco a la leonesa, habituada a la majestad de su soberbia basílica. San Luis es mezquina rapsodia ojival, ideada por un arquitecto moderno; por dentro la afea estar pintada de charros colorines; en suma, parece una actriz mundana disfrazada de santa. Pero Lucía halló en el templo una Virgen de Lourdes, que la cautivó sobremanera. Campeaba en una gruta de floridos rosales y crisantemos, y sobre su cabeza decía un rótulo: «Soy la inmaculada Concepción.» Poco sabía Lucía de las apariciones de Bernardita la pastora, ni de los prodigios de la sacra montaña; pero con todo eso la imagen la atraía dulcemente con no sé qué voces misteriosas, que vagaban entre el grato aroma de los tiestos de flores y el titilar de los altos y blancos cirios. La imagen, risueña, sonrosada, candorosa, con ropas flotantes y manto azul, llegaba más al alma de Lucía que las rígidas efigies de la catedral de León, cubiertas de rozagante atavío. Yendo una tarde camino de la iglesia, vio pasar un entierro y lo siguió. Era de una doncella, hija de María. Rompía la marcha el bedel, oficialmente grave, vestido de negro, al cuello una cadena de plata; seguían cuatro niñas, con trajes blancos, tiritando de frío, morados los pómulos, pero muy huecas del importante papel de llevar las cintas. Luego los curas, graves y compuestos en su ademán, alzando de tiempo en tiempo sus voces anchas, que se dilataban en la clara atmósfera. Dentro del carro empenachado de blanco y negro, la caja, cubierta de níveo paño, que constelaban flores de azahar, rosas blancas, piñas de lila a granel, oscilantes a cada vaivén de la carroza. Las hijas de María, compañeras de la difunta, iban casi risueñas, remangando sus faldellines de muselina, por no ensuciarlo en el piso lodoso. El comisario civil, de uniforme, encabezaba el duelo; detrás se extendía una reata de mujeres enlutadas, rodeando a la familia, que mostraba el semblante encendido y abotargados los ojos de llorar. Doblaba tristemente la campana de la iglesia, cuando bajaron la caja y la colocaron sobre el catafalco. Lucía penetró en la nave y se arrodilló piadosamente entre los que lloraban a una muerta para ella desconocida. Oyó con delectación melancólica las preces mortuorias, los rezos entonados en plena y pastosa voz por los sacerdotes. Tenían para ella aquellas incógnitas frases latinas un sentido claro: no entendía las palabras; pero harto se le alcanzaba que eran lamentos, amenazas, quejas, y a trechos suspiros de amor muy tiernos y encendidos. Y entonces, como en el parque, volvía a su mente la idea secreta, el deseo de la muerte, y pensaba entre sí que era más dichosa la difunta, acostada en su ataúd cubierto de flores, tranquila, sin ver ni oír las miserias de este pícaro mundo -que rueda, y rueda, y con tanto rodar no trae nunca un día bueno ni una hora de dicha- que ella viva, obligada a sentir, pensar y obrar.
-Sí, pero ¿y el alma? -preguntábase Lucía a sí misma.
¡Por tan extraño modo, repetía una pobre chica ignorante el filosófico monólogo del soñador dinamarqués!
-Oh, ¡y qué bueno debe de ser estar muerta! -calculaba Lucía-. Don Ignacio tenía razón en decir que... que no hay felicidad, vamos. ¡Si uno supiese lo que le aguarda en el otro mundo! ¡Dónde andará ahora el alma de ese cuerpo que está ahí! ¡Y de qué servirá morirse, si al fin no deja uno de existir y de acordarse de todo cuanto le pasa!
Ello es, que estas locas imaginaciones, ayudadas de los desvelos de enfermera, y acaso de alguna otra causa, marchitaban la tez de Lucía y alteraban su antes regocijado y apacible genio. Miranda, que privado de toda sociedad ya frecuentaba la de su mujer, notó el sello de melancolía impreso en sus facciones, y renacieron en él pensamientos nunca del todo extintos desde el malhadado percance del ferrocarril, jamás había de arrancársele por completo aquella espina, que dolorosamente le punzaba en lo más sensible del amor propio, el cual era a su vez lo más vivo de sus afectos. A tener Miranda alma mejor templada, ganaría con el amor el corazón abierto y generoso de la niña leonesa; pero no parece sino que le inspiraba el diablo para hacer todo lo más inoportuno. Dio en hablar ásperamente a Lucía y en mostrarle cierto desdén, como si reconociese su condición inferior. Recordole con embozadas alusiones su esfera social. Espió sus menores actos, le echó en cara el tiempo invertido en cuidar a la hermana de Perico, y, en suma, adoptó el sistema de contrariedad y violencia, de seguros resultados con las mujeres fáciles y depravadas, a quienes subyuga y enamora. A Lucía la puso a dos dedos de la desesperación.
Pocos días antes del fijado para la vuelta de Perico, recibió Pilar una carta suya, que entregó a Lucía, a fin de que se la leyese. Anunciaba su llegada próxima, refiriendo a la vez algunos pormenores de su elegante vida en el castillo de Ceyssat, y entre varias noticias daba la de la muerte de la madre de Ignacio Artegui, que Anatole le había contado, creyendo que le interesaría por tratarse de un compatriota. Añadía que su hijo la había llevado a enterrar a Bretaña, al mismo castillote de Hotidan, en que, trascurriera su niñez. Miranda estaba delante cuando se leyó, este párrafo, y hubo de notar la ojeada rápida que se cruzó entre Pilar y Lucía, y la palidez repentina de su mujer. Salió Lucía aquella tarde, y se fue a San Luis, donde pasaría como media hora. Volvió al chalet, y entró en su dormitorio, donde tenía recado de escribir; escribió una carta, y guardándosela en el pecho bajó las escaleras a brincos, y tomó a buen paso hacia la calle principal. Anochecía; encendíanse los primeros faroles, y se esparcían por el arroyo los pilluelos, niños de coro de la civilización, voceando los periódicos recién llegados de Paris. Lucía fue derecha al rojo reverbero del estanco, y acercándose a la caja de madera que hacía de buzón, echó en ella la epístola. Al punto mismo, sintió, como una tenaza que le oprimía el brazo y se volvió. Miranda estaba allí.
-¿Qué es esto? -murmuró él con voz sorda-. Sola... aquí... ¿qué haces?
-Nada... -pronunció ella balbuciente.
-¿Nada? ¿pues no acabas de echar una carta en el buzón?
-Sí, una carta -contestó ella.
-¿Por qué mentías? -exclamó el marido con iracundo acento, temblándole la barba y los celosos labios.
-No sé lo que dije cuando me lastimaste en el brazo -replicó Lucía recobrando su entereza-; lo cierto es que eché una carta ahora mismo.
-¿Y por qué no me la diste a mí? ¿Por qué te vienes tú... sola?
-Quise echarla yo misma.
Alguna gente que pasaba volvía la cabeza, para oír el diálogo en irritada voz y extranjero idioma.
-Estamos dando espectáculo -dijo Miranda-. Vente.
Internáronse por callejuelas excusadas, y guardaron silencio elocuente por espacio de algunos minutos.
-¿Para quién era esa carta? -interrogó al cabo el marido en voz breve.
-Para Don Ignacio Artegui -contestó Lucía en tono reposado y firme.
-¡Ya lo sabía yo! -dijo entre dientes y mascando una imprecación Miranda.
-Su madre se ha muerto... Bien lo has oído hoy.
-Es altamente indecoroso, altamente ridículo -pronunció Miranda, cuya voz crepitaba como los sarmientos al arder-, que una señora escriba así, sin más ni más, a un hombre...
-Al señor de Artegui le debo obligaciones y favores -dijo Lucía- que me obligaban a interesarme en sus penas.
-Esas obligaciones, caso de haberlas, me toca reconocerlas a mí. Yo le hubiese escrito...
-Tu carta -objetó con sencillez Lucía- no le hubiera servido de consuelo, la mía sí; y como no era cuestión de hacer cumplidos, sino de...
-¡Cállate -gritó Miranda desatentado-; cállate y no digas necedades! -prosiguió con esa grosería conyugal de que no se eximen ni los hombres de buen tono-. Antes de casarte, debieras haber aprendido a conducirte en el mundo, para no ponerme en evidencia y no hacer ridiculeces de mal género; pero no sé de qué me quejo; no debí esperar otra cosa, al casarme con la hija de un tendero de aceite y vinagre.
Miranda caminaba a paso desaforado, arrastrando mejor que conduciendo del brazo a su mujer; y casi estaban ya a la puerta del chalet. A la afrentosa invectiva, Lucía, descolorida y echando fuego por los ojos, se soltó violentamente, y quedó parada en mitad del camino.
-Mi padre -exclamó en voz alta, y con más de doscientos sollozos atravesados en la laringe- es honrado, y me enseñó a que también lo fuese.
-Pues no se conoce -repuso Miranda con risa irónica y amarga-. Por las trazas te enseñó a falsificar la honradez como él habrá falsificado comestibles.
A este postrer metrallazo, Lucía dio a correr, cruzó la verja, subió la escalera no menos de prisa que la había bajado, y se encerró en su cuarto, soltando la rienda al dolor. De lo que pensó en aquella larga noche, que pasó tendida en un sofá, dará idea la siguiente carta, no destinada seguramente por su autora a la publicidad, ni menos al aplauso de las generaciones venideras:
«Querido Padre Urtazu: Las rabietillas que usted me anunció van empezando a venir, y más pronto y más a montones de lo que yo creía. Lo peor del caso es que, ahora que lo reflexiono bien, me parece que alguna culpa tengo. No se ría usted de mí, por Dios, porque yo me estoy sorbiendo las lágrimas al mojar la pluma, y hasta ese borrón, que usted dispensará, es porque se me cayó una sobre el papel. Voy a contárselo a usted todo, como si estuviera en esa a sus pies en el confesonario. Se ha muerto la madre del Sr. de Artegui. Ya sabe usted por mis cartas anteriores que esto es una desgracia terrible, porque tal vez traiga consigo otras... ni imaginarlas quiero, padre. En fin, yo pensé que el Sr. de Artegui estaría muy triste, muy triste, y que acaso nadie se acordase de decirle cosas cariñosas, y, sobre todo, de hablarle de Dios nuestro Señor, en quien él no puede menos de creer, ¿verdad, padre? pero de quien se olvidará quizás en estos momentos tan crueles... Llevada de estas consideraciones le escribí una carta, consolándole allá a mi modo... ¡si viera usted! me parece que se me ocurrieron cosas muy buenas y eficaces... le hablé de que Dios nos manda las penas para convertirnos a él; de que son visitas que nos hace; en resumen, todo lo que usted me ha enseñado... además le decía que bien podía creer que no era el único en sentir a aquella pobre señora, aquella santa; que yo la lloraba con él, aunque sabía que estaba gozando ahora de la gloria... y que la envidiaba... ¡ay, eso si que es verdad, Padre! ¡quién como ella! morirse, ir al cielo... ¡Cuándo lograré yo tal ventura!
Pues volviendo a mi relato, fui a echar la carta al correo, y Miranda me siguió y me cogió del brazo y me llenó de denuestos, injuriándome mucho, y lo que sentí más, insultando a mi padre. ¡Pobre padre de mi alma! ¡qué culpa tiene él de lo que haga yo! Que no sepa nada, Padre Urtazu, por amor de Dios. Yo me indigné de tal modo, que contesté con altivez, y me encerré en mi cuarto. Estoy como aquel a quien se le ha caído una casa encima.
Mi salud se resiente de todas estas cosas: dígale usted al Sr. Vélez de Rada que cuando me vea, ya no le voy a gustar... ahora mismo se me va la cabeza, y noto unos desvanecimientos muy fuertes. Adiós, Padre; aconséjeme usted, porque no sé lo que me pasa. A veces pienso que obré mal, y otras me creo libre de toda culpa. ¿Es pecado la misericordia? Cuando miro dentro de mí, misericordia y nada más encuentro.
Perdone la letra, que me tiembla mucho el pulso. Conteste pronto por caridad, que nos vamos luego y antes quisiera tener carta de usted. Besa su mano su hija respetuosa en Jesucristo.-LUCÍA GONZÁLEZ.»
Para los que, conociendo el estilo verbal del Padre Urtazu, sientan deseos de enterarse del epistolar que usaba tan claro varón, será cosa de gusto la esquela que a continuación se inserta:
«Lucigüela de mis pecados: ay, hija, ¡y qué bien pintamos las cosas para dejar a nuestra personita en el lugar más lucido! Misericordia, ¿eh? ¡yo te daré la misericordia! Has hecho mal, remal, en escribir esa cartita a hurtadillas de tu cónyuge, y no me sorprende que él se haya puesto hecho un dragón. Debiste pedirle permiso; y si te lo negaba ¡paciencia! ¿No te he dicho, mujer, que para ser buena casada, y hacer el viaje en paz, metieses en las maletas un par de arrobas de paciencia? Se nos olvidó, y mire las resultas... Anda, desgraciada, cómprate ahí la paciencia y usala a pasto, que te irá bien. Tu marido no debió insultar al bonazo de tu padre (aunque algo se lo merece, yo me sé por qué); pero repara que estaba airado, y cuando uno se enfada... yo que tengo el genio vivo, me considero. Lo dicho: paciencia, y más paciencia; y nada de esquelitas de tapadijo. ¿Quién la mete a ella a predicadora? Y no afligirse: Dios aprieta, pero no va a ahogar, que no es ningún verdugo; y puede que cuando menos pienses, te mande consuelos, así, de regalo, y no por tus méritos. Y adiós, que va a salir el correo, y además tengo los pulmones de una rana en el porta-objetos del microscopio, y voy a ver qué casta de respiración gastan las señoras ranas. Acuérdate de rezar un poquito, ¿eh? y bajaremos los humos. La bendición de Dios y de San Ignacio sean contigo, chiquilla.-ALONSO URTAZU, S. J.»
Cuando llegó esta amonestación, ya Lucía había hecho por instinto lo que el Padre Urtazu le aconsejaba. Humilde y mansa como una cordera, sus miradas pedían a cada paso perdón. Miranda apartaba de ella los ojos, tratándola con desdén glacial. Lucía, exhausta con tantos esfuerzos, y con el esmero incesante a Pilar consagrado, mudaba las rosas de las mejillas en azucenas, y adelgazaba notablemente, a pesar de comer con buen apetito. Una mañana, Duhamel la llamó aparte, y la dijo en su chapurrado característico:
-Cuidarse, menina... Conservar-se. Vae cair doente... menos vigilias, menos fatigas, un somno regularizado... Esta asistencia altera-lhe a sande.
-¿Cree usted que se me pegará el mal de Pilar? -preguntó Lucía con tan sereno acento, que Duhamel se la quedó mirando.
-No, no es eso... El médico bajó la voz más aun, engolfándose con ella en larga y misteriosa plática.
Aquella noche contestó Lucía al Padre Urtazu en estos términos:
«Padre querido: ¡bendita sea su boca! no parece sino que tiene usted don de profecía, según acertó al pronosticarme consuelo. Estoy loca de alegría, y no sé lo que escribo casi. Sepa usted que me hallo en cinta, según dice el señor Duhamel, que es un sabio, y no puede equivocarse en esto. Lo que yo tomé por enfermedades, eran las molestias del estado... Sí; ahora lo comprendo muy bien; ¡pero qué tonta soy! ¿Cómo no lo conocí antes? Parece que una cosa tan grande, debía adivinarla sin que nadie me lo advirtiese. ¡Un hijo! ¡Pero qué gusto, Padre Urtazu! Desde mañana empezaré con la canastilla, no vaya el angelito a nacer como Jesús, sin paños en qué envolverse... Estoy poniendo tonterías, y lloriqueo, pero no como el otro día... hoy es de placer.
Mañana o pasado emprenderemos el viaje; Miranda y yo vamos unos días a París antes de volver a León (rabiando estoy por verme ahí y contarle a padre la noticia: no se lo diga usted, que quiero sorprenderle yo), y la pobre Pilar y su hermano, a España, si es que se lo consiente el mal, y no tiene que pararse en algún pueblo del camino, y morirse allí quizá. Porque a mí no me engaña su mejoría; está señalada por la muerte. Lo que siento es tener que dejarla acaso quince o veinte días antes de... En fin, estoy tan alegre, que no quisiera pensar en eso. Aplique usted una misa por mi intención.»