Un viaje olvidado de Emilia Pardo Bazán «Por tierras de Levante»
Jesús Rubio Jiménez
Universidad de Zaragoza
En los años del cambio de siglo, Emilia Pardo Bazán llevó a cabo una actividad literaria frenética, que dio a conocer en gran parte en la prensa antes de recogerla parcialmente en libros. Sus estudiosos han detectado su continuada presencia en numerosas publicaciones, dando a la luz entre 1896 y 1905 no menos de 25 libros, además de otras colaboraciones periodísticas. Se cuentan entre ellos novelas como La Quimera, varias colecciones de cuentos, crónicas de viajes, ensayos sobre temas de crítica literaria, estudios históricos y biográficos, de psicología criminalista o discursos sobre Goya y el regionalismo...1 Parte de lo publicado en la prensa no ha sido todavía recuperado. Es el caso de la serie de cuatro artículos -«Por tierras de Levante»-, de los que aquí doy noticia y que se reproducen en un apéndice final. No han sido recopilados hasta ahora porque la misma revista donde aparecieron ha sido ignorada. Nadie ha citado, que sepa, en los últimos cuarenta años la revista Letras de Molde, que publicó en Madrid entre enero y marzo de 1900 al menos diez números misceláneos donde conviven escritores muy conocidos con otros olvidados o que en aquel momento se iniciaban en la carrera de las letras. Sus intenciones y horizonte fueron expuestos con nitidez en el suelto «Colaboradores» incluido en el primer número:
Emilia Pardo Bazán, Blanca de los Ríos, Leopoldo Alas Clarín. Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, Víctor Balaguer, Jacinto Benavente, Eusebio Blasco, Vicente Blasco Ibáñez, Javier de Burgos, Juan Antonio Cabestany, Joaquín Dicenta, José Echegaray, E. Ferrari, Eloy García de Quevedo, Vicente Lampérez, José de Laugi, José López Silva, Federico Oliver, Manuel del Palacio, Ceferino Palencia, Antonio Palomero, José María de Pereda, Jacinto Octavio Picón, José Ponsa, José Ortega Munida, Miguel Ramos Carrión, Arturo Reyes, Manuel de Sandoval, Eugenio Sellés, Luis Taboada, Luis Terán, Mariano de Val, Juan Valera, Ricardo y Enrique de la Vega, José Verdes Montenegro. Esta lista es la mejor promesa; con decir que en todos los números de LETRAS DE MOLDE figurarán nombres de los que la forman, está expuesto nuestro programa. Las firmas que la componen son la mejor garantía. Intentamos hacer un periódico dedicado a lo que tanta gloria ha dado siempre a nuestra Patria: las letras y las artes. Trabajaremos con el entusiasmo propio de la juventud animada por la esperanza y con la buena fe que inspira una obra noble. Al reunir los nombres de nuestros primeros escritores, honrándonos en rendirles tributo de admiración, queremos que ellos lleven la bandera y alienten a los jóvenes que, así protegidos, podrán darse a conocer y seguir el camino por donde han llegado los que están arriba y tan alto han puesto en el mundo el nombre de España. LETRAS DE MOLDE envía un respetuoso y cariñoso saludo a todos los periódicos de Madrid y de provincias, sin distinción de colores, tendencias ni partidos2. |
Se trataba de una revista semanal de convergencia intergeneracional como lo había sido no hacía mucho Vida Nueva y fiel a su proyecto ofreció en las semanas siguientes escritos de algunos de los colaboradores anunciados y de otros. Publicaciones como Letras de Molde prueban que la riqueza de las revistas literarias modernistas continúa inagotada haciendo que siga vigente la afirmación de Geoffrey Ribbans de hace cuarenta años3. Su corta duración hizo que sólo una parte reducida del programa se llevara a cabo, pero aun en su brevedad permitió que vieran la luz -no hago sino un muestreo- el cuento de Clarín, «Reflejos. Confidencias» (núm. 10); poemas de Juan Valera (1: «Elisa de paseo»; 4: «En un abanico»; 6: «En el sepulcro de una niña»); Emilio Ferrari (3: «El solitario»); Vicente Medina (de Aires murcianos: 5: «!Naide¡»; 7: «El esgince»; 9: «Guárdame un roalico»); Serafín Álvarez Quintero (7: «Madrigal»); Joaquín Álvarez Quintero (8: «Luto»); Manuel de Sandoval (1: «Soledad»; 4: «Soneto»; 10: «A un iluso. Soneto»); Enrique de Mesa (7: «Cantares»; 8: «Presagios»); o Mariano de Val (2: «Canto al amor»; 6: «A las flores»; 10: «Después del baile»).
En el folletín se incluyó la novela de Jacinto Octavio Picón, La hijastra del amor, que quedó incompleta al cesar la publicación (núms. 1 al 10); su firma aparece también en el relato «La dama de las tormentas» (núm. 6); relatos de Federico Soler (1: «El Léucade»); Luis de Terán (2: «El tuteo del amor»); A. Beruete y Moret (3: «Contraste: casi cuento»); Enrique de Mesa (3: «Impuesto sobre el amor. Cuento fantástico»); Eugenio Sellés ( 4: «Luz en la calle»); Arturo Reyes (5: «En el perchel»); Eusebio Blasco (7: «Carnaval»); Antonio Pla (2: «Estaba escrito [cuento árabe]»; 7: «Almas gemelas. Cuento»); Blanca de los Ríos (1: «El talón de Aquiles»; 8: «La Rondeña»); F. Acebal (8: «Misericordia»); Luis Taboada (1: «Al terreno del honor»; 10: «América y los cómicos»); Luis Pita Pizarro (8: «Claro de luna»); José Nogales (9: «Mater natura»). Artículos más generales: Enrique de Mesa (1: «Galdós y los Episodios»); Eusebio Blasco (2: «Las palabras del Cristo»); Jacinto Octavio Picón (2: «Patria y juventud»; 8: «Galdós en París»); Miguel Ramos Carrión (2, «La cuarta pared»)... Breves traducciones de autores europeos: Heine (1: «El mensaje»); Runeberg (5: «Epitafio de una joven»); Byron (2: «Soneto»); Ivan Tourgueneff (8: «Pequeños poemas en prosa»)...
La serie
«Por Tierras de Levante» apareció en cuatro
entregas en los números 1, 3, 5 y 9, cortándose su
publicación al cesar la revista4.
Su contenido es la crónica de un viaje por tierras murcianas
-Murcia, Cartagena, Elche y Orihuela sobre todo- que no han
documentado los biógrafos de la Pardo Bazán y que
forma parte de su acercamiento a la realidad del país que le
llevó a continuos desplazamientos por la Península
durante los años noventa, además de sus otros viajes
europeos. Entre 1890 y 1894 había recorrido parte de
Galicia, Castilla la Vieja y la Nueva, La Mancha y la
montaña santanderina dando lugar sus crónicas al
libro Por la España pintoresca. Viajes (1896).
Continuó haciendo otros viajes en los años
siguientes, recogiendo parte de las crónicas a que dieron
lugar en Por la Europa católica (1902), libro en el
que se dan la mano sus andanzas por los Países Bajos con
otras relativas a Portugal, Castilla, Aragón y
Cataluña. Unas veces viajaba por gusto y otras cumpliendo
obligaciones profesionales para informar de eventos o respondiendo
a invitaciones como cuando en diciembre de 1899 viajó a
Valencia para exponer su Discurso inaugural del Ateneo de
Valencia (1899), de impronta regeneracionista. Es el viaje
más cercano al que motivó las crónicas que
aquí recupero y que extrañamente no recopiló
en Por la Europa católica (1902) como hizo con
otros de entonces. Los «males de la
patria»
ocupaban un lugar importante en sus escritos de
aquella década y también el viaje aquí
descrito forma parte de las mismas inquietudes
noventayochistas, y si en algún momento -al
referirse a la desidia constructora del barco de guerra
Cataluña en Cartagena- acaba prefiriendo eludir las
críticas, lo cierto es que las crónicas se irisan de
apreciaciones sobre la situación del país.
En el
artículo «El viaje por España», publicado
en La España Moderna en 1895, como ha recordado
González Herrán, había ofrecido una
reflexión más general sobre el sentido de estos
viajes para descubrir «lo más
íntimo, delicado y hermoso, la fisonomía verdadera de
España, lo simpático y original de nuestro modo de
ser»
5.
El deseo de conocer de cerca las distintas regiones
españolas le hacía afrontar con buen ánimo las
malas condiciones en que se viajaba todavía por
España: los deficientes alojamientos, la mala
organización de los ferrocarriles españoles y su
limitado trazado que dejaba fuera todavía numerosas
poblaciones atractivas artísticamente. Las compensaciones
las encontraba en la sorpresa de descubrir variedad de las
regiones, la riqueza inagotable de historia y arte que
ofrecían y, en definitiva, la compleja
«identidad» de lo español. Por esto afirmaba
que:
«Si queréis viajar con gusto y con las menores privaciones posibles, adaptaos a la tierra que pisáis; entrad en ella hasta el cuello, despojándoos de la piel del hombre viejo civilizado, naciendo tantas veces como regiones distintas hayáis de atravesar.»6 |
Fácilmente
adquiría para ella el viaje un valor formativo y la
literatura resultante iba más allá de lo meramente
informativo sosteniendo que «el viaje
escrito es género poético (entendiendo la palabra en
su sentido más amplio y alto)»
y que «un libro de viajes que comunique al lector la
impresión producida por una comarca en una
organización privilegiada para ver y sentir [...] lo que no
ven ni sienten los profanos es tan obra de arte como una
novela.»
7
La lectura de los
libros y crónicas de viaje de doña Emilia resultan
así uno de los caminos más atractivos para penetrar
en su mundo. «Por tierras de Levante» es una muestra
mínima, pero ya suficiente para advertir el interés
de esta literatura. Los aspectos relevantes de estas
crónicas son varios y van aflorando a través de la
aparente espontaneidad de la crónica de viaje. Por de
pronto, no se trata de las simples notas de un diario sino que
aquéllas -aludidas en la compra de una navaja «para afilar el lápiz de los
apuntes»
en el primer artículo- han sido
reelaboradas y completadas un tiempo después: el que
medió entre la realización del viaje -el otoño
de 1899 según su referencia en el artículo segundo- y
la publicación de las crónicas: enero-marzo de
1900.
La Pardo Bazán trata de que no desaparezca la frescura de la presentación manteniendo en su narración el presente, pero al menor descuido se abre la brecha de los distintos tiempos, el de la experiencia narrada y el de la escritura, que aglutina las notas tomadas al hilo de los acontecimientos y un desarrollo posterior. Así -por poner un ejemplo- en la narración de la visita a la iglesia murciana de Jesús Nazareno para ver las tallas de Salcillo y mientras describe la estatua de la Virgen madre, dirá la escritora:
La anotación impresionista convive en las crónicas con reflexiones de carácter más general, que las completan. El hilo vertebrador es, además, de la autora, la presencia continua del tren en que viaja y las sensaciones que le producen la contemplación del paisaje y las poblaciones mientras va pasando. Las paradas en distintas poblaciones le permiten visitarlas y anotar las impresiones de su visita.
La mejora de las comunicaciones durante la segunda parte del siglo XIX hizo posibles la multiplicación de viajes y su mayor comodidad, dando origen también a una peculiar literatura viajera, pero también con fuerte impacto en la narrativa o la poesía8. Aunque el viaje de la Pardo Bazán tiene lugar en fechas en que la impresión que producía viajar en tren se había amortiguado, todavía perdura la sensación de la velocidad, pero ya sin el dramatismo de hacía unos años:
«Este pías debiera verse, no desde el tren, desfilando rápidamente, sino a pie, apoyándose en el bastón del excursionista...» |
El viaje es confortable y la diferenciación de partes reservadas en el tren o las cuidadas estaciones denotan cuánto se había progresado. Los viajeros con los que comparte vagón muestran igualmente que el viaje en tren se había convertido en una forma habitual y segura de desplazamiento. El viaje de la Pardo Bazán era una excursión turística motivada por su deseo de conocer directamente la zona murciana hasta entonces solo imaginada a través de la lectura.
El recorrido se
inicia en Madrid, pero ignoramos cuál fue su desarrollo
completo al quedar la serie cortada. En todo caso, parece que la
intención es ir hasta Cataluña con lo que el viaje
sería un recorrido por gran parte de la costa
mediterránea: «Hasta llegar a
Cataluña, ya no me abandonará el nopal, que orla los
caminos y cierra las heredades»
.
Las primeras
poblaciones van desfilando vistas a través de la ventanilla
y la narración no se hace más reposada hasta que se
avista «la famosa huerta»
de
Murcia, cuyo conocimiento y contemplación es uno de los
fines fundamentales del viaje. La escritora gallega no deja de
anotar su manera de mirar y sentir el paisaje:
Estas son las
limitaciones de la mirada viajera de la Pardo Bazán y su
discurso de un lirismo reducido por más que no tarde en
referirse a su descubrimiento de «la
poesía peculiar de la huerta»
.
La cultura de la
autora impregna demasiado sus impresiones, las mediatiza en exceso.
Busca lo que leyó en los poemas de Vicente Medina, a quien
considera «sentido y
melancólico»
como los poetas de su tierra
gallega9.
Una visión peculiar que debe corregir a la vista del paisaje
murciano y su contraste con el de Galicia, que trae en su mente. La
reflexión se impone a las impresiones. Para la Pardo
Bazán la visión del paisaje murciano no
llegará a ser en estas crónicas «un estado de alma»
, sino una suma de
anotaciones, un recuento de lo que va viendo en contraste con su
conocimiento libresco anterior y Galicia con un resultado «hasta penoso»
para esta última
en lo que se refiere a las viviendas de las gentes del campo.
Por mucho que
hable de que el paisaje en Orihuela tiene «tonos dignos de la paleta de un pintor
colorista»
la escritura de la Pardo Bazán no
alcanza intensidad colorista y acaba imponiéndose un
discurso informativo, entreverado de referencias culturales. La
manera de viajar de doña Emilia es más deudora de la
tradición ilustrada, que de la romántica; lo
utilitario sobrepasa a lo estético. Le interesa más
la mano del hombre en el paisaje que éste mismo, de manera
que la huerta de Orihuela «es obra de
arte»
, pero en tanto que su naturaleza ha sido
domesticada:
«Y en esta vega todo es luz, todo es orden, intensidad de labor, esfuerzo, útil y bien dirigido el clasicismo en el paisaje, la belleza generada por la utilidad y la razón.» |
Ni siquiera el
palmeral de Elche la saca de su posición reflexiva y a la
«impresión profunda»
de
su contemplación se le superponen enseguida la
información histórica y otras consideraciones.
La cultura y la historia filtran la percepción del mundo exterior en estas páginas. Si en un primer momento eran los versos de Vicente Medina los anteojos a través de los cuales veía la huerta murciana, después lo son los de Campoamor o los palmerales de Elche la transportan al mundo de la Biblia y a la historia de África, con imágenes formada a través de los libros de Amichis o Fromentin. Si se hace un recuento de las referencias literarias esparcidas por las cuatro crónicas lo cierto es que su peso es enorme, pues a los citados aun se deben añadir: Rousseau, Milton (Paraíso perdido), Horacio, Cervantes (El Quijote), El Victorial...O referencias históricas más generales al mundo romano, árabe o celtíbero.
Un lugar singular
ocupan las esculturas de Salcillo, tema del artículo
tercero. Como es sabido, doña Emilia escribió
profusamente sobre arte y en aquellos años hasta
intentó la novela de artista -La Quimera-. Estas
páginas son un personal acercamiento al arte del escultor
murciano, que para doña Emilia era un ejemplo eximio de la
«escuela española». Como le ocurriera antes con
la Huerta que contemplaba filtrada por la poesía de Vicente
Medina, ahora debe corregir también su idea de Salcillo como
escultor «realista
romántico»
(?) por la de «un realista bañado en
clasicismo»
. La rectificación no es inocente. En
la sustitución del Romanticismo por el Clasicismo subyace la
del Idealismo moderno por el tradicional. Sumadas estas
apreciaciones a otras -la ensoñación bíblica
de Elche, Campoamor «a ratos
místico»
- las reflexiones de la viajera se
entreveran de un personal espiritualismo y la que acaso sea la idea
medular de la serie se va perfilando: la Península como
solar por el que han desfilado diferentes culturas que la han
dotado de unas peculiaridades y de una genuina habitabilidad.
Había dicho en el primer artículo que «los viajes enseñan a depurar las nociones
históricas»
. Ahora, mientras va concluyendo la
serie, contrastadas nociones anteriores con lo visto, no duda en
afirmar que:
«Somos una casta que con el cruzamiento se perfecciona de un modo increíble; sobre todo, se afina.» |
Los juegos de la
imaginación y las asociaciones culturales le permiten
situarse más allá del mero impresionismo elevando el
texto a un nivel diferente de ensayo sobre la identidad
española, que redondea con el recuerdo de Elche presentido
en su viaje a París a través de la
contemplación de la dama de Elche, aquí mencionada
como «busto de mujer»
misteriosa, verdadera síntesis de culturas:
El viaje «Por tierras de Levante» adquiere así otras dimensiones espaciales y temporales: es una indagación en el pasado con el recuerdo de otros viajes y trascendiendo las impresiones de viaje reflexiones de carácter más general acordes con los planteamientos regeneracionistas de la autora en aquellos años.
Es por este lado por donde se adivina la posible vigencia de estas páginas: como una reflexión sobre el sentido de las huellas de la historia y de la constante acción civilizadora del hombre; juntos hacen una tierra habitable, fecunda y acogedora.
Nada más
lógico que cuando evoque la cultura árabe diga:
«aquí se vinieron los
sarracenos... porque tenían que venirse»
;
reiteremos otras frases: «Somos una casta
que con el cruzamiento se perfecciona de un modo increíble;
sobre todo, se afina»
.
Las crónicas de doña Emilia están llenas de flecos de un regeneracionismo tímido y conservador, pero por otra parte hay una puerta abierta al encomio del mestizaje que las hacen atractivas y actuales. Merecería la pena ahondar en estas cuestiones en el conjunto de la obra de la Pardo Bazán en aquellos años. Quede para otra ocasión. El fin de estas consideraciones no es sino enmarcar y orientar las páginas olvidadas donde describió su primer contacto con las tierras murcianas, entonces todavía poco frecuentadas por los escritores españoles. Ahora se incorporan no sólo a las obras de la escritora sino a la literatura de viajes por la región murciana10.
(«Por tierras de Levante. I. La Huerta de Murcia», Letras de Molde, 1,15-1-1900, p. 1 ) |
(«Por tierras de Levante. II. Cartagena», Letras de Molde, 3, 20-1-1900, p. 1) |
(«Por tierras de Levante. III. En Murcia. Una cautiva», Letras de Molde, 5, 12-II-1900, p. 1) |
¿De qué color era el tejido de mi imaginación cuando el tren me llevaba hacia Orihuela, donde no pensa[ba] detenerme -o mejor dicho donde no tenía tiempo de detenerme algunas horas? Color de los versos del viejo cuya gloria nos parece ya recuerdo histórico, perteneciente a épocas más fecundas y mejores. Me acordaba de que, nacido en Asturias, entre esa fría neblina del Norte de que hablaba Alejandro Pidal, D. Ramón de Campoamor ha venido a ser, por adopción y por lazos de familia, levantino. Mirando la cosecha del esparto, acabado de segar, alineada en el suelo, en ligeros haces de oro, sonreía de aquella boutade o humoroda de Campoamor, cuando se declaró, no vate ni amigo de las Musas, sino agricultor y cosechero de esparto. Y enlazando al través del tiempo los nombres y ensueños de poetas, se me figuró que las palabras de Campoamor, eran eco de las de Horacio -el cual también antepuso a todo la vida campestre, el dulce y apacible correr de los días en el seno de la Naturaleza- y a quien Mecenas hizo feliz regalándole la granja rústica donde libaba el vinillo de la tierra y gozaba la dorada medianía de su fortuna entre la sabrosa abundancia de Pomona y Ceres. ¡El ideal de Horacio y el de Campoamor son tan semejantes, y no en esto sólo! Aquí Campoamor está todavía presente. Estrofas de sus poemas acuden a los labios. Los almendros pálidos, de desflecado follaje, que salpican la campiña que voy recorriendo, me hacen comprender las penitencias del cura del Pilar de la Horadada, aquel que:
Hasta el contraste entre la risueña vega, parecida al huertecillo de una villa pagana, y el día tétrico en que la veo, me recuerda la compleja personalidad del autor del Drama Universal, epicúreo, humorista, desengañado, amargo, y a ratos místico. La huerta sonríe en su coquetona gracia, pero el cielo reviste un matiz de plomo, negro casi y muestra señales de tempestad reciente: es la tormenta que la primer noche de Murcia descargó con estrépito horrible, y que sin duda había anunciado aquella roja aurora de Albacete, parecida a un incendio. Bajo este celaje dramático y sombrío, la vega de Orihuela y la misma ciudad adquieren tonos dignos de la paleta de un pintor colorista. Y la montaña caliza que domina a Orihuela y en cuya vertiente se alza el enorme Seminario, semeja un trozo de metal o de barro cocido y esmaltado al horno, con los cambiantes de la cerámica hispano-morisca. Un rayo de sol, filtrándose por entre nubes densas y bajas, arranca reflejos tornasolados a los últimos términos del monte. Al pie de él se apiña la ciudad medrosa y como solicitando protección. Se comprende el miedo de Orihuela. Ha sufrido cien cataclismos. Posee una novelita de la época romántica, del tiempo candoroso de los cenotafios con sauce y luz de luna, y el asunto de la novela son los terremotos del año 29, en que buena parte del caserío de Orihuela y varios templos se derrumbaron estrepitosamente. Aparte de esta desventura, se recuerdan con terror cruentos episodios de las guerras de sucesión, pestes, alguna de las cuales dícese que mató a 16.000 personas (mata es), y los desbordamientos y avenidas del río Segura, mal hallado con su nombre, amenaza continua para este lindo pedazo de tierra y esta laboriosa gente. Da pena figurarse vega tan bonita -con sus naranjos de la China redonditos y menudos, sembrados de grajeas de oro- a merced de inundaciones y riadas furiosas. Una pena semejante a la que causa ver un rico salón asaltado por la multitud en días de revuelta, con los muebles volcados, estrellados los espejos y hechos trizas los jarrones y cachivaches. Porque la vega de Orihuela, que aún debe menos a la Naturaleza que la de Murcia, es obra de arte, del arte de cultivar, y admira por lo bien aprovechada y cuidada como maceta de flores, sin rastro de vegetación superflua. No comprendo al inglés que, según acabo de leer en un libro, dejó dicho al pasar por aquí que este era el lugar donde se imaginaba situado el Paraíso perdido, de Milton. El paraíso lo concebimos más bien a manera de selva virgen de exuberante verdor, de inextricables senderos, ahogados por la maleza, de arbolado añoso, bajo el cual la luz solar no se atreve a filtrarse. Y en esta vega todo es luz, todo es orden, intensidad de labor, esfuerzo, útil y bien dirigido; el clasicismo en el paisaje, la belleza generada por la utilidad y la razón. Este país debiera verse, no desde el tren, desfilando rápidamente, sino a pie, apoyándose en el bastón del excursionista, y subiendo al monte de la Muela, desde el cual se otean las dos Huertas, las dos sultanas mellizas: Orihuela y Murcia. Parece que desde allí se dominan más de diez leguas de panorama, y se contempla desarrollado el verde tapiz que surca la red arenosa de las infinitas acequias y canalillos, reclinándose sobre él ambas moras en lánguida postura, respirando azahares. Todo esto me lo imagino; lo que realmente veo es la lluvia, encharcando las sendas y lustrando el follaje de los mandarinos. Aclara algún tanto el horizonte cuando el tren se para en Elche y al bajarme en la estación por primera vez durante el viaje, se apodera de mí impresión profunda, causada por bellezas que no me había figurado, ni sospechaba siquiera, a pesar de las descripciones e hipérboles de los que las conocían. Y es que difícilmente se describe lo muy hermoso. Por más que me dijesen no pude presentir este dilatado, inacabable bosque de centenarias palmeras de grueso tronco y amplio penacho, cargadas allá en la altura con los racimos de metal cobrizo de sus dátiles. Todos los cuadros de la Huida a Egipto y el tierno episodio legendario del descanso bajo las palmeras, que se inclinan para ofrecer su fruto a la Virgen madre -episodio con tanto encanto referido en el Victorial o crónica del conde Buelna- se me representaban bajo las bóvedas de aquella catedral natural de infinitas columnatas misteriosas. He oído decir que en África no existe oasis como este de Elche. No sé si este dato está bien comprobado. Lo cierto es que las palmeras de Elche son tantas y tan majestuosas su conjunto, que explican cualquier encomio, por exagerado que parezca. Muchas palmeras del gran palmar de Elche -tampoco respondo de la exactitud de la noticia- es fama que han sido plantadas por los árabes y cuentan la respetable fecha de cuatro o cinco siglos. Cierto que las palmeras viven mucho; su lento desarrollo trae longevidad. Aquí son veneradas y queridas, especialmente en la vejez. Tienen su nombre propio, su dulce nombre de mujer quizá el nombre de alguna que fue cara al corazón del dueño del huerto. Y la poesía de este nombre femenino, evoca cuadros de la Biblia, fuentes y norias, camellos recostados, mensajeros que vienen desde lejos a traer presentes nupciales, esbeltas israelitas que llevan el cántaro donde bebe el caminante, la gran paz de las edades primitivas... Para los aficionados a la arqueología, Elche, con su caserío dorado a fuego, posee atractivos y propone enigmas. Se ha escrito y discutido mucho acerca de sus orígenes; se ha atribuido su remota fundación a los celtas y a los fenicios. Yo no sé ver en Elche más que las palmeras, el infinito oasis y las ideas que en mi despierta son religiosas, de versículos de los evangelistas, con el perfume de los días primeros de la fe cristiana, días de color de rosa, en que millares de ramos de palma caían a los pies de Cristo y alfombraban la senda. El aspecto de Elche entre sus erguidos palmares suscita la visión sagrada de Jerusalem. Así la verían desde lejos los peregrinos los palmeros por mejor decir, pues la palma es el símbolo de los Lugares en que la redención se consumó... Esta impresión honda se asocia en mi espíritu a otra de reciente fecha que en París me hizo presentir a Elche. Contadas tenía ya las horas y no quería volver a España sin haber visto el célebre «busto de mujer» que la diligencia de los extranjeros robó a nuestros Museos Nacionales. Por una suma relativamente insignificante lleváronse la joya sin par, patrimonio de estados de civilización que son un misterio, a pesar de los investigadores. Hubiera tenido que marcharme de París sin conocer a la hermosa desenterrada, si el conservador del Museo del Louvre no tiene la bondad de abrir las salas un día en que el público no entra en ellas. La soledad de aquellas vastas crujías ayudaba a engrandecer el efecto de las obras maestras del arte antiguo. El busto se destacaba entre ellas poderosamente y ahora, sobre este fondo de palmeras, me parece estar viéndolo otra vez y que adquiere apariencias de vida; tiene cuerpo, que visten plegados paños; es una mujer, una princesa, que avanza con lento paso por las calles de columnas recias y gigantescas, con capiteles de oro y jade. Princesa cruzada de cananea y de ibera; acaso sacerdotisa de Belfegor, el gran numen fenicio; con el tipo de la raza, la palidez mate, los largos ojos negros, los labios finos de un rosa amortiguado, la expresión grave, y hasta el tocado de ruedas o caragols, encuadrando el perfecto rostro oval, triste y puro de líneas. |
(«Por tierras de Levante. IV. Orihuela y Elche», Letras de Molde, 9, 11-III-1900, p. 1) |