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Un viaje olvidado de Emilia Pardo Bazán «Por tierras de Levante»

Jesús Rubio Jiménez


Universidad de Zaragoza



En los años del cambio de siglo, Emilia Pardo Bazán llevó a cabo una actividad literaria frenética, que dio a conocer en gran parte en la prensa antes de recogerla parcialmente en libros. Sus estudiosos han detectado su continuada presencia en numerosas publicaciones, dando a la luz entre 1896 y 1905 no menos de 25 libros, además de otras colaboraciones periodísticas. Se cuentan entre ellos novelas como La Quimera, varias colecciones de cuentos, crónicas de viajes, ensayos sobre temas de crítica literaria, estudios históricos y biográficos, de psicología criminalista o discursos sobre Goya y el regionalismo...1 Parte de lo publicado en la prensa no ha sido todavía recuperado. Es el caso de la serie de cuatro artículos -«Por tierras de Levante»-, de los que aquí doy noticia y que se reproducen en un apéndice final. No han sido recopilados hasta ahora porque la misma revista donde aparecieron ha sido ignorada. Nadie ha citado, que sepa, en los últimos cuarenta años la revista Letras de Molde, que publicó en Madrid entre enero y marzo de 1900 al menos diez números misceláneos donde conviven escritores muy conocidos con otros olvidados o que en aquel momento se iniciaban en la carrera de las letras. Sus intenciones y horizonte fueron expuestos con nitidez en el suelto «Colaboradores» incluido en el primer número:

Emilia Pardo Bazán, Blanca de los Ríos, Leopoldo Alas Clarín. Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, Víctor Balaguer, Jacinto Benavente, Eusebio Blasco, Vicente Blasco Ibáñez, Javier de Burgos, Juan Antonio Cabestany, Joaquín Dicenta, José Echegaray, E. Ferrari, Eloy García de Quevedo, Vicente Lampérez, José de Laugi, José López Silva, Federico Oliver, Manuel del Palacio, Ceferino Palencia, Antonio Palomero, José María de Pereda, Jacinto Octavio Picón, José Ponsa, José Ortega Munida, Miguel Ramos Carrión, Arturo Reyes, Manuel de Sandoval, Eugenio Sellés, Luis Taboada, Luis Terán, Mariano de Val, Juan Valera, Ricardo y Enrique de la Vega, José Verdes Montenegro.

Esta lista es la mejor promesa; con decir que en todos los números de LETRAS DE MOLDE figurarán nombres de los que la forman, está expuesto nuestro programa. Las firmas que la componen son la mejor garantía. Intentamos hacer un periódico dedicado a lo que tanta gloria ha dado siempre a nuestra Patria: las letras y las artes. Trabajaremos con el entusiasmo propio de la juventud animada por la esperanza y con la buena fe que inspira una obra noble. Al reunir los nombres de nuestros primeros escritores, honrándonos en rendirles tributo de admiración, queremos que ellos lleven la bandera y alienten a los jóvenes que, así protegidos, podrán darse a conocer y seguir el camino por donde han llegado los que están arriba y tan alto han puesto en el mundo el nombre de España.

LETRAS DE MOLDE envía un respetuoso y cariñoso saludo a todos los periódicos de Madrid y de provincias, sin distinción de colores, tendencias ni partidos2.



Se trataba de una revista semanal de convergencia intergeneracional como lo había sido no hacía mucho Vida Nueva y fiel a su proyecto ofreció en las semanas siguientes escritos de algunos de los colaboradores anunciados y de otros. Publicaciones como Letras de Molde prueban que la riqueza de las revistas literarias modernistas continúa inagotada haciendo que siga vigente la afirmación de Geoffrey Ribbans de hace cuarenta años3. Su corta duración hizo que sólo una parte reducida del programa se llevara a cabo, pero aun en su brevedad permitió que vieran la luz -no hago sino un muestreo- el cuento de Clarín, «Reflejos. Confidencias» (núm. 10); poemas de Juan Valera (1: «Elisa de paseo»; 4: «En un abanico»; 6: «En el sepulcro de una niña»); Emilio Ferrari (3: «El solitario»); Vicente Medina (de Aires murcianos: 5: «!Naide¡»; 7: «El esgince»; 9: «Guárdame un roalico»); Serafín Álvarez Quintero (7: «Madrigal»); Joaquín Álvarez Quintero (8: «Luto»); Manuel de Sandoval (1: «Soledad»; 4: «Soneto»; 10: «A un iluso. Soneto»); Enrique de Mesa (7: «Cantares»; 8: «Presagios»); o Mariano de Val (2: «Canto al amor»; 6: «A las flores»; 10: «Después del baile»).

En el folletín se incluyó la novela de Jacinto Octavio Picón, La hijastra del amor, que quedó incompleta al cesar la publicación (núms. 1 al 10); su firma aparece también en el relato «La dama de las tormentas» (núm. 6); relatos de Federico Soler (1: «El Léucade»); Luis de Terán (2: «El tuteo del amor»); A. Beruete y Moret (3: «Contraste: casi cuento»); Enrique de Mesa (3: «Impuesto sobre el amor. Cuento fantástico»); Eugenio Sellés ( 4: «Luz en la calle»); Arturo Reyes (5: «En el perchel»); Eusebio Blasco (7: «Carnaval»); Antonio Pla (2: «Estaba escrito [cuento árabe]»; 7: «Almas gemelas. Cuento»); Blanca de los Ríos (1: «El talón de Aquiles»; 8: «La Rondeña»); F. Acebal (8: «Misericordia»); Luis Taboada (1: «Al terreno del honor»; 10: «América y los cómicos»); Luis Pita Pizarro (8: «Claro de luna»); José Nogales (9: «Mater natura»). Artículos más generales: Enrique de Mesa (1: «Galdós y los Episodios»); Eusebio Blasco (2: «Las palabras del Cristo»); Jacinto Octavio Picón (2: «Patria y juventud»; 8: «Galdós en París»); Miguel Ramos Carrión (2, «La cuarta pared»)... Breves traducciones de autores europeos: Heine (1: «El mensaje»); Runeberg (5: «Epitafio de una joven»); Byron (2: «Soneto»); Ivan Tourgueneff (8: «Pequeños poemas en prosa»)...

La serie «Por Tierras de Levante» apareció en cuatro entregas en los números 1, 3, 5 y 9, cortándose su publicación al cesar la revista4. Su contenido es la crónica de un viaje por tierras murcianas -Murcia, Cartagena, Elche y Orihuela sobre todo- que no han documentado los biógrafos de la Pardo Bazán y que forma parte de su acercamiento a la realidad del país que le llevó a continuos desplazamientos por la Península durante los años noventa, además de sus otros viajes europeos. Entre 1890 y 1894 había recorrido parte de Galicia, Castilla la Vieja y la Nueva, La Mancha y la montaña santanderina dando lugar sus crónicas al libro Por la España pintoresca. Viajes (1896). Continuó haciendo otros viajes en los años siguientes, recogiendo parte de las crónicas a que dieron lugar en Por la Europa católica (1902), libro en el que se dan la mano sus andanzas por los Países Bajos con otras relativas a Portugal, Castilla, Aragón y Cataluña. Unas veces viajaba por gusto y otras cumpliendo obligaciones profesionales para informar de eventos o respondiendo a invitaciones como cuando en diciembre de 1899 viajó a Valencia para exponer su Discurso inaugural del Ateneo de Valencia (1899), de impronta regeneracionista. Es el viaje más cercano al que motivó las crónicas que aquí recupero y que extrañamente no recopiló en Por la Europa católica (1902) como hizo con otros de entonces. Los «males de la patria» ocupaban un lugar importante en sus escritos de aquella década y también el viaje aquí descrito forma parte de las mismas inquietudes noventayochistas, y si en algún momento -al referirse a la desidia constructora del barco de guerra Cataluña en Cartagena- acaba prefiriendo eludir las críticas, lo cierto es que las crónicas se irisan de apreciaciones sobre la situación del país.

En el artículo «El viaje por España», publicado en La España Moderna en 1895, como ha recordado González Herrán, había ofrecido una reflexión más general sobre el sentido de estos viajes para descubrir «lo más íntimo, delicado y hermoso, la fisonomía verdadera de España, lo simpático y original de nuestro modo de ser»5. El deseo de conocer de cerca las distintas regiones españolas le hacía afrontar con buen ánimo las malas condiciones en que se viajaba todavía por España: los deficientes alojamientos, la mala organización de los ferrocarriles españoles y su limitado trazado que dejaba fuera todavía numerosas poblaciones atractivas artísticamente. Las compensaciones las encontraba en la sorpresa de descubrir variedad de las regiones, la riqueza inagotable de historia y arte que ofrecían y, en definitiva, la compleja «identidad» de lo español. Por esto afirmaba que:

«Si queréis viajar con gusto y con las menores privaciones posibles, adaptaos a la tierra que pisáis; entrad en ella hasta el cuello, despojándoos de la piel del hombre viejo civilizado, naciendo tantas veces como regiones distintas hayáis de atravesar.»6



Fácilmente adquiría para ella el viaje un valor formativo y la literatura resultante iba más allá de lo meramente informativo sosteniendo que «el viaje escrito es género poético (entendiendo la palabra en su sentido más amplio y alto)» y que «un libro de viajes que comunique al lector la impresión producida por una comarca en una organización privilegiada para ver y sentir [...] lo que no ven ni sienten los profanos es tan obra de arte como una novela.»7

La lectura de los libros y crónicas de viaje de doña Emilia resultan así uno de los caminos más atractivos para penetrar en su mundo. «Por tierras de Levante» es una muestra mínima, pero ya suficiente para advertir el interés de esta literatura. Los aspectos relevantes de estas crónicas son varios y van aflorando a través de la aparente espontaneidad de la crónica de viaje. Por de pronto, no se trata de las simples notas de un diario sino que aquéllas -aludidas en la compra de una navaja «para afilar el lápiz de los apuntes» en el primer artículo- han sido reelaboradas y completadas un tiempo después: el que medió entre la realización del viaje -el otoño de 1899 según su referencia en el artículo segundo- y la publicación de las crónicas: enero-marzo de 1900.

La Pardo Bazán trata de que no desaparezca la frescura de la presentación manteniendo en su narración el presente, pero al menor descuido se abre la brecha de los distintos tiempos, el de la experiencia narrada y el de la escritura, que aglutina las notas tomadas al hilo de los acontecimientos y un desarrollo posterior. Así -por poner un ejemplo- en la narración de la visita a la iglesia murciana de Jesús Nazareno para ver las tallas de Salcillo y mientras describe la estatua de la Virgen madre, dirá la escritora:

«No puedo sino adivinarla. Apenas la divisé. Fue como si por un mirador morisco se entreaparecise una cara descolorida, de soberana hermosura, húmeda de llanto, desencajada de angustia, helada de horror. Stabat mater... pero ¡si no se la veía! Y el cautiverio de la Señora ¡me sugirió tantas cosas! A la salida, en una especie de ante-sacristía, me presentaron un álbum, en el cual -lo de costumbre- me rogaban estampase «un pensamiento». Y sin que ahora recuerde las palabras, sé que escribí algo semejante a lo siguiente...»



La anotación impresionista convive en las crónicas con reflexiones de carácter más general, que las completan. El hilo vertebrador es, además, de la autora, la presencia continua del tren en que viaja y las sensaciones que le producen la contemplación del paisaje y las poblaciones mientras va pasando. Las paradas en distintas poblaciones le permiten visitarlas y anotar las impresiones de su visita.

La mejora de las comunicaciones durante la segunda parte del siglo XIX hizo posibles la multiplicación de viajes y su mayor comodidad, dando origen también a una peculiar literatura viajera, pero también con fuerte impacto en la narrativa o la poesía8. Aunque el viaje de la Pardo Bazán tiene lugar en fechas en que la impresión que producía viajar en tren se había amortiguado, todavía perdura la sensación de la velocidad, pero ya sin el dramatismo de hacía unos años:

«Este pías debiera verse, no desde el tren, desfilando rápidamente, sino a pie, apoyándose en el bastón del excursionista...»



El viaje es confortable y la diferenciación de partes reservadas en el tren o las cuidadas estaciones denotan cuánto se había progresado. Los viajeros con los que comparte vagón muestran igualmente que el viaje en tren se había convertido en una forma habitual y segura de desplazamiento. El viaje de la Pardo Bazán era una excursión turística motivada por su deseo de conocer directamente la zona murciana hasta entonces solo imaginada a través de la lectura.

El recorrido se inicia en Madrid, pero ignoramos cuál fue su desarrollo completo al quedar la serie cortada. En todo caso, parece que la intención es ir hasta Cataluña con lo que el viaje sería un recorrido por gran parte de la costa mediterránea: «Hasta llegar a Cataluña, ya no me abandonará el nopal, que orla los caminos y cierra las heredades».

Las primeras poblaciones van desfilando vistas a través de la ventanilla y la narración no se hace más reposada hasta que se avista «la famosa huerta» de Murcia, cuyo conocimiento y contemplación es uno de los fines fundamentales del viaje. La escritora gallega no deja de anotar su manera de mirar y sentir el paisaje:

«La contemplación del paisaje y su lirismo no son impresiones espontáneas: proceden de la reflexión. Sin que yo llegue al extremo de decir que "un paisaje es un estado de alma", creo que en esta materia es preciso pensar antes que sentir, y que los niños, la gente inculta, son insensibles, por lo general a la hermosura de la naturaleza, y no aprecian su variedad deleitosa.»



Estas son las limitaciones de la mirada viajera de la Pardo Bazán y su discurso de un lirismo reducido por más que no tarde en referirse a su descubrimiento de «la poesía peculiar de la huerta».

La cultura de la autora impregna demasiado sus impresiones, las mediatiza en exceso. Busca lo que leyó en los poemas de Vicente Medina, a quien considera «sentido y melancólico» como los poetas de su tierra gallega9. Una visión peculiar que debe corregir a la vista del paisaje murciano y su contraste con el de Galicia, que trae en su mente. La reflexión se impone a las impresiones. Para la Pardo Bazán la visión del paisaje murciano no llegará a ser en estas crónicas «un estado de alma», sino una suma de anotaciones, un recuento de lo que va viendo en contraste con su conocimiento libresco anterior y Galicia con un resultado «hasta penoso» para esta última en lo que se refiere a las viviendas de las gentes del campo.

Por mucho que hable de que el paisaje en Orihuela tiene «tonos dignos de la paleta de un pintor colorista» la escritura de la Pardo Bazán no alcanza intensidad colorista y acaba imponiéndose un discurso informativo, entreverado de referencias culturales. La manera de viajar de doña Emilia es más deudora de la tradición ilustrada, que de la romántica; lo utilitario sobrepasa a lo estético. Le interesa más la mano del hombre en el paisaje que éste mismo, de manera que la huerta de Orihuela «es obra de arte», pero en tanto que su naturaleza ha sido domesticada:

«Y en esta vega todo es luz, todo es orden, intensidad de labor, esfuerzo, útil y bien dirigido el clasicismo en el paisaje, la belleza generada por la utilidad y la razón.»



Ni siquiera el palmeral de Elche la saca de su posición reflexiva y a la «impresión profunda» de su contemplación se le superponen enseguida la información histórica y otras consideraciones.

La cultura y la historia filtran la percepción del mundo exterior en estas páginas. Si en un primer momento eran los versos de Vicente Medina los anteojos a través de los cuales veía la huerta murciana, después lo son los de Campoamor o los palmerales de Elche la transportan al mundo de la Biblia y a la historia de África, con imágenes formada a través de los libros de Amichis o Fromentin. Si se hace un recuento de las referencias literarias esparcidas por las cuatro crónicas lo cierto es que su peso es enorme, pues a los citados aun se deben añadir: Rousseau, Milton (Paraíso perdido), Horacio, Cervantes (El Quijote), El Victorial...O referencias históricas más generales al mundo romano, árabe o celtíbero.

Un lugar singular ocupan las esculturas de Salcillo, tema del artículo tercero. Como es sabido, doña Emilia escribió profusamente sobre arte y en aquellos años hasta intentó la novela de artista -La Quimera-. Estas páginas son un personal acercamiento al arte del escultor murciano, que para doña Emilia era un ejemplo eximio de la «escuela española». Como le ocurriera antes con la Huerta que contemplaba filtrada por la poesía de Vicente Medina, ahora debe corregir también su idea de Salcillo como escultor «realista romántico» (?) por la de «un realista bañado en clasicismo». La rectificación no es inocente. En la sustitución del Romanticismo por el Clasicismo subyace la del Idealismo moderno por el tradicional. Sumadas estas apreciaciones a otras -la ensoñación bíblica de Elche, Campoamor «a ratos místico»- las reflexiones de la viajera se entreveran de un personal espiritualismo y la que acaso sea la idea medular de la serie se va perfilando: la Península como solar por el que han desfilado diferentes culturas que la han dotado de unas peculiaridades y de una genuina habitabilidad. Había dicho en el primer artículo que «los viajes enseñan a depurar las nociones históricas». Ahora, mientras va concluyendo la serie, contrastadas nociones anteriores con lo visto, no duda en afirmar que:

«Somos una casta que con el cruzamiento se perfecciona de un modo increíble; sobre todo, se afina.»



Los juegos de la imaginación y las asociaciones culturales le permiten situarse más allá del mero impresionismo elevando el texto a un nivel diferente de ensayo sobre la identidad española, que redondea con el recuerdo de Elche presentido en su viaje a París a través de la contemplación de la dama de Elche, aquí mencionada como «busto de mujer» misteriosa, verdadera síntesis de culturas:

«Princesa cruzada de cananea y de ibera; acaso sacerdotisa de Belfegor, el gran numen fenicio; con el tipo de la raza, la palidez mate, los largos ojos negros, los labios finos de un rosa amortiguado, la expresión grave y hasta el tocado de ruedas o caragols...»



El viaje «Por tierras de Levante» adquiere así otras dimensiones espaciales y temporales: es una indagación en el pasado con el recuerdo de otros viajes y trascendiendo las impresiones de viaje reflexiones de carácter más general acordes con los planteamientos regeneracionistas de la autora en aquellos años.

Es por este lado por donde se adivina la posible vigencia de estas páginas: como una reflexión sobre el sentido de las huellas de la historia y de la constante acción civilizadora del hombre; juntos hacen una tierra habitable, fecunda y acogedora.

Nada más lógico que cuando evoque la cultura árabe diga: «aquí se vinieron los sarracenos... porque tenían que venirse»; reiteremos otras frases: «Somos una casta que con el cruzamiento se perfecciona de un modo increíble; sobre todo, se afina».

Las crónicas de doña Emilia están llenas de flecos de un regeneracionismo tímido y conservador, pero por otra parte hay una puerta abierta al encomio del mestizaje que las hacen atractivas y actuales. Merecería la pena ahondar en estas cuestiones en el conjunto de la obra de la Pardo Bazán en aquellos años. Quede para otra ocasión. El fin de estas consideraciones no es sino enmarcar y orientar las páginas olvidadas donde describió su primer contacto con las tierras murcianas, entonces todavía poco frecuentadas por los escritores españoles. Ahora se incorporan no sólo a las obras de la escritora sino a la literatura de viajes por la región murciana10.






ArribaAbajoApéndice

Por tierras de Levante



ArribaAbajoI. La Huerta de Murcia

Mi primer curiosidad de viaje fue preguntarme el origen de la frase «estar entre Pinto y Valdemoro». ¿Si Alrededor de Mundo me sacase de dudas? Rebosará el vino en la comarca que voy cruzando pero lo único que se oye en voz estridente es: «agua fresca».

La luz de la luna descubre en Pinto masas de frondoso arbolado. Sin transición, presenta Ciempozuelos aspecto de erial, salpicado de achaparrados olivos. Surge Aranjuez y reaparecen los árboles, apretados, copudos, gigantescos, dignos del aristocrático y abandonado Sitio Real. El Tajo corta con ancho gladio de plata la espesura y noto sorprendida que asciende de las márgenes del sacro río un penetrante olor a fresa. Sé que no puede ser, en esta época del año, y sin embargo, no creo que la fantasía engañe tanto a los sentidos. El conocido aroma de la fresilla primaveral era el que subía envuelto en el frescor de las aguas del Tajo.

Pasamos la Flamenca, sin que desde el tren se adivine la soberbia finca de recreo; desfilan varias estaciones y nos detenemos en Alcázar de San Juan.

Hay una nota de fuerte romanticismo a lo Víctor Hugo en ese grito, que sugiere dramáticas escenas: «¡Cuchillos! ¡Navajas! ¡Puñales!». El extranjero que se despierte de súbito y vea ante sí a un hombre-arsenal, presentando la caja donde relucen las cortantes hojas y se encorvan las formas siniestras de las lenguas de vaca, ¿qué apuntará en su cartera? Los españoles estamos acostumbrados a la mercancía. Sin emoción feriamos la más reluciente y chiquita de las navajas, para afilar el lápiz de los apuntes.

Como el coche en que figura el reservado de señoras no va directo a Murcia, tengo que apechugar con un departamento cualquiera. Y lo invade una pareja madrileña castiza, que se dirige al balneario de Fortuna, e inmediatamente me achaca un reumatismo que me obliga a tomar los mismos baños. Digo que sí por no decir que no, y mientras la señora bebe agua de una botella ordinaria, el marido se fuma un tabaco criminal. A bien que la noche es tibia, y la ventanilla abierta permite respirar aire puro. La pareja, en los rincones, duerme estrepitosamente y el tren se desliza entre blancuras próximas y misteriosas lejanías de un vago azul de cristal. Pasan horas y el cielo empieza a sonrosearse como unas mejillas, a incendiarse después. No he visto amanecer así. Estábamos en Albacete y se diría que un mar de sangre, fluyendo de heridas causadas por todos los puñales que allí se han fabricado desde que existe tal industria, iba a envolver en sus olas rojas el pueblo. La primera mañana de mi viaje es de fuego y anuncia calor horrible. Se van apagando los ardientes arreboles; descúbrese un celaje gris y salpican los vidrios gotas de lluvia.

No pudiendo resistir la peste de tagarnina, acabo por refugiarme en el reservado de señoras, donde entran dos del tipo más clásico, español neto: la madre, una dueña grave, enlutada, abacial; la hija, pálida, guapa, triste, de hábito de los Dolores con correa y escudo. Al arrancar el tren hacen la señal de la cruz, y en seguida rompen a hablarse en tono serio y como quien trata asunto de gran trascendencia..., de la corrida de toros en las ferias del pueblecillo adonde se dirigen. ¡Lástima de lluvias! ¡Qué fatalidad, la corrida estropeada! Y lo que es los toros, son de poder; darían juego... El comentario de este diálogo a media voz es la flamante plaza que se levanta en Hellín, la primera que columbro en este viaje, donde pierdo la cuenta de las que he visto.

La aridez de Calasparra me aconseja que cierre los ojos y dormite un rato. En Cieza me despabilo y miro sorprendida el paisaje. Onduloso, con vastos surcos que semejan el fondo del mar arado por el oleaje y estratificado después, recuerda los muertos valles de la luna, desprovistos de agua y de vegetación. Sólo un nopal se alza del duro suelo, el primer nopal, que con sus rígidas pencas, dedos de enorme mano verde, señala el rumbo hacia la región morisca. Hasta llegar a Cataluña, ya no me abandonará el nopal, que orla los caminos y cierra las heredades.

Según nos acercamos a Murcia, las nubes se disipan, el sol brilla, las gotas llovedizas se evaporan, el aire se hace seco, ligero, elástico y trae efluvios de olorosas flores. Y en efecto, por las estaciones en vez de venderse comestibles o armas mortíferas, o leche, o agua, le ofrecen al viajero flores, ramos enormes, muy artificiosamente montados, como los que se envían a las actrices en día de beneficio; perfumada inutilidad, o más bien estorbo, que no sé para qué se compra, risueño emblema de la Huerta murciana, toda ella un ramilletico.

Sin embargo, de la famosa Huerta, edén cantado por un poeta muy semejante a los de mi región galiciana, sentido y melancólico lo mismo que los de allá... -Medina- de la Huerta, digo, no veo todavía señales... La tierra es gris y arcillosa, las chumberas palidecen bajo la capa de resecado polvo. Desde Alquazas, por fin, asoma el lujo de los fértiles campos, y la vista de los plantíos me alegra poco menos que a Juan Jacobo Rousseau la de la pervinca. Recuadros de hortaliza, altos y gráciles cañaverales en flor, sendicas, mucho pozo, mucha noria y ese vaho imperceptible de las plantas regadas al beber el sol los aljófares depositados en sus hojas.

Mi primer impresión de la Huerta no es optimista. No en balde he nacido en tierras que gentes poco aficionadas a remozar epítetos siguen llamando verde Edén. Mis ojos están llenos de la clara agua marina de los prados y la sombría esmeralda de los bosques. Mi retina se complace en lo gris del cielo y lo azulado del humo y lo rojizo del ramaje en otoño.

La vegetación de la Huerta al pronto, se me figura escasa, tasada, clásicamente regular. Por otra parte, me desorienta el maíz, que cubre buena parte de la vega. Maíces aquí... ¡Se ha hablado tanto de los frescos y rumorosos maizales gallegos! Nunca pensé venir hacia Murcia para ver campos de esa misma planta, de la cual sacan mis paisanos su grosera borona...

La contemplación del paisaje y su lirismo no son impresiones espontáneas: proceden de la reflexión. Sin que yo llegue al extremo de decir que, creo que en esta materia es preciso pensar antes de sentir, y que los niños, la gente inculta, son insensibles, por lo general, a la hermosura de la naturaleza, y no aprecian su variedad deleitosa. A las dos horas de estar en Murcia entré de lleno en la poesía peculiar de la Huerta. Comprendí que allí no hay superfluidad alguna, y que si bien repartida y aprovechada está el agua del río, lo mismo la vegetación. Sólo visten de verdor el fino tapiz de esta llanura árboles o plantas útiles, flores de esencia embriagadora: la morera, alimento de gusanos; el granado con sus pomas cuajadas de rubíes, la palmera coronada de su amarillo fruto, la parra que presta sombra y cría el racimo de miel, el limonero y el naranjo que derraman el olor de sus azahares, y también el rosado pimiento y la escarchada sandía y... ¿quién podrá contar los productos del privilegiado suelo, fecundado por un sol amoroso y por el agua viva de los azarbes, cuyo murmurio musical regala el oído?

Por la Huerta conviene andar a pie, dejando el tranvía que nos lleva hasta la primer estación y nos suelta en el corazón mismo del vergel. Y es preciso registrar, al través de la puerta abierta siempre, las limpísimas, las pintorescas moradas de los huertanos. En esto sí que no vacilé un instante: el contraste con Galicia fue hasta penoso. Recordar las viviendas de nuestros labriegos, obscuras, desaseadas, donde viven en promiscuidad los seres humanos y los animales de labor, sin chimenea, ahogados en humo... y ver estas mansiones tan humildes, pero tan pulcras y claras, con sus cacharros vidriados de colorines, su cántara rezumando, todo en orden, barrido, y allá en el fondo, pendiente de un clavo, la guitarra... Restos de una civilización árabe que encontró aquí un terreno propio, son todavía las viviendas, las costumbres, el sistema de cultivo, el carácter de la gente de la Huerta. Y como los viajes enseñan a depurar las nociones históricas, me salta a los ojos en Murcia una verdad, confirmada después al recorrer las comarcas levantinas, y que un amigo mío de Alicante expresa, diciendo que si los moros volviesen a pasar el Estrecho, no tendrían que hacer nada ni que tomarse molestia alguna, sino meterse cada uno en su casa.


(«Por tierras de Levante. I. La Huerta de Murcia», Letras de Molde, 1,15-1-1900, p. 1 )                





ArribaAbajoII. Cartagena

Esto sí que es África; es decir, esto sí corresponde a la idea literaria que nos formamos del África los que no hemos estado en ella y la conocemos por las descripciones de Amichis y Fromentin. Desde que se sale de la estación de Murcia, tan clara y alegre, que perfuman los ramilletes de jazmines y malvarosa, y se deja atrás la huerta, bien cuidada y regada con sus frutales doblándose al peso de la fruta y sus orlas de cañaverales, se entra en una especie de desierto, salpicado de oasis, que son quintas y villas. Pelados y escuetos montes, arenales amarillos, rígidos setos de chumberas recortados con durezas de metal sobre el fondo del paisaje, y en cuyas espinas desgarraría sus alas la brisa, si brisa hubiese; pozos que sombrea una palmera y que recuerdan pasajes bíblicos; norias árabes, que voltea paciente macho, y a veces, en la tierra esponjosa y caliza, abierta la boca de una cueva, que supongo habitada. Las pocas chozas esparcidas por este desierto sahariano son de blanquísimos adobes, y las casas -noto por primera vez su forma singular, son cubos casi sin ventanas, deslumbrantes de blancura, con azotea en vez de tejado- lo mismo que las de Tánger y Oran. El esbelto fuste y la gallarda corona de la palmera completan la decoración.

Hacia Balsicas la vegetación reaparece, y a mí se me llena el alma de memorias. De aquí salió, cubierto de todas las rosas del mes de Mayo, un féretro traído desde las orillas del celeste mar Menor. Pero -no sé darme cuenta del motivo- la verdad es que en esta tierra las ideas de muerte desaparecen: todo es vida, claridad, vibración, la inmortal alegría de la existencia según se difunde por nuestro espíritu. Sucede aquí lo propio que en esos deleitosos cementerios turcos, que son jardines, bosques, alamedas, sitios de recreo -cualquier cosa menos sepulturas-. Hay horas en que nos sentimos vivir, y ni aun queremos dar crédito a que la vida ha de acabarse. Quizás sea un cuento de la Edad Media eso del morir habernos. Si es verdad, no lo parece a orillas del Mediterráneo.

Su aliento refresca desde Balsicas el aire; nos acercamos a la costa; la brisa húmeda acaricia las ramas flexibles de los pimenteros y el follaje de los pálidos almendros, ya enrarecido por la otoñada. Sobre el horizonte, de un anaranjado fino, negrean las aspas de los molinos de viento, quietas, dormidas, seguras de que no ha de resucitar Don Quijote.

En las cercanías de Cartagena, infinidad de blancas quintas, jardines y huertos: una amenidad artificial, atildada, graciosa. Y el interior del pueblo, más grande de lo que creí, conserva su aspecto de presidio militar, señoreado por el palacio del Gobernador, como si fuese una ciudad colonial donde la fuerza dominase, conservando el orden.

Recorriendo las calles, pocas mujeres y muchos soldados; en el puerto, una marinería que chapurrea italiano y francés para ofrecerme un paseo en bote, creyéndome extranjera. En este puerto desembarca todas las semanas una tribu cosmopolita: franceses, judíos, moros (parroquianos del balneario de Fortuna), ingleses turistas, frailes misioneros. La racha que hace palpitar la vela de los barquitos, viene tal vez de las montañas del Atlas. Y yo siento, en el puerto de Cartagena, un deseo inmenso de irme hacia la costa africana en el primer vapor que lleve ese rumbo. Parece que me brotan alas de golondrina. El invierno se acerca: ¡qué grato será pasarlo en Tánger!

Aquella es la tierra de nuestros sueños precolombinos; aquellas las razas que expulsamos, pero cuyo espíritu, sin duda en venganza, no se aparta de nosotros un instante. Seguir y no parar hasta el África sería completar mi itinerario (y convencerme plenamente de que no hubo un tal D. Opas, ni tal Cava, ni tal Guadalete, sino que aquí se vinieron los sarracenos... porque tenían que venirse. Y acaso sería también medio de comprobar que al África se la calumnia, cerciorándome de la mucha razón con que repetía el fondista de Cartagena: «Si quiere usted recorrer un país donde se respeta a la mujer y nadie extraña verla sola... vaya usted al África.»

Algo semejante me habían dicho mis amigos los Padres franciscanos, tan bien hallados con la gente mora. ¡África! Si no es hoy, otra vez será... O me muero muy pronto o he de tomar café en dedalitos dorados, bajo las arcadas de filigranas de un patio de Tánger.

A visitar el Arenal. La empresa no es tan fácil como parecerá así de pronto. A la puerta, un centinela me dirigió a la Comandancia. Oficina española, huelga decir que no había en ella alma viviente, excepto un portero, sin facultades para expedir el pase. Acudí al oficial de guardia que a la sombra de frondoso árbol, sentado en un banco, fumaba tranquilamente. El oficial llamó a otro -el cual no pudo acudir porque dormía la siesta-. Y en vista de que era incompatible el descanso de la oficialidad con mi deseo de obtener pase, se prescindió de ese requisito, y sin más trámites me acompañó un soldadillo por almacenes, diques, dársenas, muelles, talleres y astilleros. Vi fundir torpedos y montar cañones, y vi la mole del crucero en construcción Cataluña, semejante a la osamenta de un animal antediluviano.

El Cataluña, según noticias, está desde hace diez años allí; cuando se bote al agua, habrá pasado de moda diez veces. Dicen los inteligentes que un buque de guerra debe quedar listo en un año. Más valdrá no hablar de estas cosas... Algún aislado martillazo que oía yo resonar en las profundidades de la enorme máquina, en vez de hacerme creer que adelantaba, me infundía la persuasión de que no iba a terminarse nunca. Y confirmaban esta aprensión las placas de blindaje que andaban por el suelo, caídas como nuestro ánimo.

No entiendo de lo que aquí se fabrica y prefiero repasar los recuerdos históricos de Cartagena. Descuella en estos últimos tiempos aquella página que arrancó a la tribuna española tan soberanos acentos de indignación, y cuyo testimonio conservo en una moneda de plata, un duro, acuñado sin duda en alguno de estos talleres, y donde se lee: «Cartagena sitiada por los centralistas». Al lado de este episodio histórico, la memoria caprichosa evoca otro bien distinto: el de la eternamente encomiada continencia del más ilustre de los infinitos Escipiones: el que lleva el sobrenombre de el Africano.

Cuando este Escipión, profundo psicólogo a pesar de sus cortos años, tomó a Cartagena, comprendió que lo único que no le perdonaría un régulo celtíbero, o dígase español, sería haber rasgado el velo de su virginal novia...Y como a Escipión, según la historia sigue refiriendo, le habían llevado a su tienda otras muchas doncellas, hay que suponer que pudo conciliar la política y la práctica de la moderación con todo lo más opuesto a esta virtud.

En la Cartagena actual, donde no veo una lápida ni un resto romano, al surgir el fantasma de Escipión, no surge de las ruinas y las rotas piedras. Sólo el dictado de Africano, que ganó en otras orillas, le rodea aquí de aureola. Su asombroso genio militar adivinó que desde España hay que seguir al África: es el rumbo cierto y desviarnos de él nos ha costado muy caro.


(«Por tierras de Levante. II. Cartagena», Letras de Molde, 3, 20-1-1900, p. 1)                





ArribaAbajoIII. En Murcia. Una cautiva

Mi estancia en Murcia fue breve. Día y medio pasé allí, sin más objeto que pasearme por la Huerta y ver las famosas esculturas de Salcillo. Contra el dictamen de muchos y muy respetables críticos, me gustan los santos de palo. Genuinamente española, esa forma del arte reviste un encanto peculiar. Más clásica, más pura, es la estatuaria griega, en mármol; ya lo sabemos; pero esas imágenes de talla, españolas, humanas, con su colorido realista y su expresión dramática o cómica, tan llenas de verdad, impresionan de otro modo. Cuanto se hable de barroquismo, de mal gusto, de defectos de modelado, acerca de estos santos de palo de nuestras iglesias, cierto podrá ser en muchos casos: no lo niego. Hacer santos se convirtió en industria; era preciso atender a los pedidos de tanta iglesia y tanto convento y capilla y oratorio particular; suministrar vírgenes y mártires, pagar el tributo de las cien doncellas y la leva de soldados de la fe, y se fabricaron efigies de madera por receta y molde -como hoy se fabrican las de cartón piedra y pasta, de un bizantinismo de similor (sic), con sus clavos de vidrio imitando cabujones de esmeraldas y rubíes: así la idea general del santo de palo quedó asociada a la de una especie de fetiche monstruoso, hasta el extremo de que un amigo mío explicaba el que en cierta aldea de Galicia nacían feísimos los niños por la presencia, en el retablo de la iglesia parroquial, de dos efigies horrendas -un San Pedro y una Santa Marta- cuyo aspecto influía en las embarazadas.

¿Necesitaré explicar que no son estas imágenes opuestas al mejoramiento de la raza, las que recuerdo cuando elogio los santos de palo? Hay por momentos, en la escultura española y en el arte todo, influencias extranjeras modificadoras. Nuestra dirección propia es violenta y cruda, y además tosca; adolece de aquella falta de idealidad que ya advirtió Leigthon: por eso hemos necesitado, y necesitamos, aire exterior que respirar. Somos una casta que con el cruzamiento se perfecciona de un modo increíble; sobre todo, se afina. ¿Qué beneficios no debemos, verbigracia, a la corriente italiana del Greco? En los santos de palo encontramos, primero, en el perfecto gótico, la influencia alemana; después en el Renacimiento, las influencias italianas; y en el fondo, el sentido nacional, la nota intensa, trágica, ruda -la verdad- que rompe los moldes estrechos y elegantes del arte. En nadie se verificó esta conjunción de elementos como en Salcillo.

Antes de ir a Murcia, donde se conservan tantas obras del insigne escultor, yo creía que Salcillo era en efecto un realista romántico, cultivador de la fealdad expresiva. En Murcia me he desengañado. Salcillo es como otros maestros españoles, como Gregorio Hernández, un realista bañado en clasicismo, y sus efigies, aunque inspiradas en el natural, respiran nobleza.

No piense nadie que es empresa fácil, en la propia Murcia, la de admirar las obras de Salcillo. En España nunca está el arte a mano, sino recatado, defendido y celado como si al comunicarse se amenguase. Si a veces se encuentran por los suelos, en las sacristías y los desvanes de las iglesias, prendas de verdadero valor, otras es preciso sostener un asedio para ver cosas que no siempre tienen importancia. Lo raro es que los objetos de arte aparezcan bien custodiados y cuidados, pero accesibles al público, al viajero especialmente.

No encontré en Murcia a mi amiga y compañera de peregrinación la marquesa de Salinas, que hace ya años, entre esplendores artísticos de Roma, me invitó a visitar a Salcillo en Murcia, y supongo que me hubiese guiado en mi exploración. Hallándose esta señora en el campo, para huir del calor, y quizás de los mosquitos, que en Murcia son tercos, pregunté en la fonda y me dirigieron al Museo provincial donde, en efecto, no existe una sola escultura que, a mi ver, pueda llamarse de Salcillo, porque no le honraría la paternidad de las dos figuras exageradas y defectuosas que como de Salcillo se enseñan allí. Perdida más de una hora en el Museo, logré por fin saber que la mayor parte de los trabajos de Salcillo están en la iglesia llamada de Jesús Nazareno y allá me dirigí en coche, a ganar tiempo y ver los santos antes de que cayese la tarde. No había contado con la huéspeda o sea con las dificultades a que antes me refería. Para contemplar las obras de Salcillo hay que sacar permiso en casa de un título, el Hermano Mayor de la Cofradía a que pertenecen. Lleno esta fórmula, y el portero de la casa, sin enterarse de mi nombre, sin mirarme, me entrega una papeleta de autorización. Y digo: si al fin se autoriza, sin examen, a todo el que se presenta, ¿no sería más sencillo y menos molesto que en la propia iglesia autorizasen?

Poseedora ya del documento, vuelvo a la Iglesia de Jesús y lo primero que me enseñan es un Nazareno que me hace exclamar:

-¡Esto no puede ser de Salcillo!

-No señora -contesta la murcianita pálida que enseña la iglesia- no es de Salcillo; pero... ¡es de mucha devoción!



Pagada la deuda devota al Nazareno, me apresuro a aprovechar la escasa luz del día que resta para ver, por fin, a Salcillo. El Prendimiento es lo que desde luego atrae mis miradas. No concibo cosa más bella que aquel Jesús, que presenta la mejilla al beso de Judas. Los grabados y las fotografías apenas consiguen dar idea de esta efigie. El dolor; la resignación; el desdén y la piedad juntos; la repulsa que la traición infunde y la amargura que la decepción engendra; las dos naturalezas de Cristo, la humana que protesta y sufre, la divina que desde lo alto perdona, jamás las habrá sorprendido el arte con mejor acierto que en la cabeza morena, de delicadas facciones, de modelado viril, que respira, llora y padece, del Jesús de Salcillo. Hay quien prefiere otra maravillosa escultura que veo después: otro Jesús, el de la Oración en el Huerto; a mi el Prendimiento me impresiona más. De los dos momentos supremos del drama moral -el de aceptar el cáliz y el de comprobar la ingratitud del discípulo y amigo- el artista ha sentido todavía mejor el segundo. Lo más conmovedor de la Pasión es el Huerto. Desde el Huerto, el drama es ya de sangre y de crueldad material, con azotes, sogas, cruz, lanzadas; en el Huerto es el alma la que sufre, y de sus ansias brota el sudor de agonía... Salcilllo ha comprendido la sublimidad del Huerto, ese Olimpo del alma cristiana, iniciada en los misterios dolorosos y del Huerto le inspiró los mejores sin duda, de sus Pasos: el Prendimiento y la Oración.

En los Pasos, que ya representan episodios de la Pasión propiamente dicha, se observa que han trabajado los discípulos de Salcillo. Ciertos sayones no revelan la mano del maestro. En la Cena, en cambio, el conjunto de las figuras es de una expresión y una valentía extraordinaria. Y la composición, tan hábil, como noto que es siempre en los grupos de Salcillo que en este viaje se me revela consumado artista, reflexivo y dueño de los secretos, y no el realista fiel hasta el servilismo que muchos le creen; que yo misma le creí, juzgándole por su leyenda. Los ángeles de Salcilllo, los mancebos, el San Juan, más recuerdan la nobleza de algunas estatuas paganas, la flor de la vida y de la beldad andrógina en la adolescencia, que las realidades semi-árabes del tipo huertano, el mocito de rojiza encarnadura, ojos de fuego y brazos recocidos al sol que acabo de ver al pie de una palmera. Formas armoniosas, líneas puras, sin llegar a la finura ideal de lo gótico, ni caer en lo gordinflón del barroquismo, son las de los preciosos ángeles del escultor murciano.

Están los Pasos distribuidos por la iglesia, en capillas diferentes, y para mirarlos es preciso trepar por escaleras de madera y tablados de acceso dificultoso. Y menos mal, cuando después de encaramarse, se ven libremente las esculturas. Lo peor es que algunas están encerradas, no ya en hornacinas ni camarines, sino en armarios, cuyos vidrios y barrotes estorban casi del todo la vista. Y la más encerrada, cautiva, oculta de todas las efigies, es la que la voz pública declara más bella: la Virgen Madre.

No puedo sino adivinarla. Apenas la divisé. Fue como si por un mirador morisco se entreapareciese una cara descolorida, de soberana hermosura, húmeda de llanto, desencajada de angustia, helada de horror. Stabat mater... pero ¡si no se la veía! Y el cautiverio de la Señora ¡me sugirió tantas cosas! A la salida, en una especie de antesacristía, me presentaron un álbum, en el cual -lo de costumbre- me rogaban estampase. Y sin que ahora recuerde las palabras, sé que escribí algo semejante a lo siguiente:

«Esta raza semítica, celosa, no puede ya emparedar a la mujer; pero todavía esconde y encierra bajo llave a la Virgen Santísima.»

Y respiraba por mi pluma, al rasguear esta boutade, el descontento de irme sin detallar las perfecciones de la mejor obra de Salcillo...


(«Por tierras de Levante. III. En Murcia. Una cautiva», Letras de Molde, 5, 12-II-1900, p. 1)                





ArribaIV. Orihuela y Elche

¿De qué color era el tejido de mi imaginación cuando el tren me llevaba hacia Orihuela, donde no pensa[ba] detenerme -o mejor dicho donde no tenía tiempo de detenerme algunas horas? Color de los versos del viejo cuya gloria nos parece ya recuerdo histórico, perteneciente a épocas más fecundas y mejores. Me acordaba de que, nacido en Asturias, entre esa fría neblina del Norte de que hablaba Alejandro Pidal, D. Ramón de Campoamor ha venido a ser, por adopción y por lazos de familia, levantino. Mirando la cosecha del esparto, acabado de segar, alineada en el suelo, en ligeros haces de oro, sonreía de aquella boutade o humoroda de Campoamor, cuando se declaró, no vate ni amigo de las Musas, sino agricultor y cosechero de esparto.

Y enlazando al través del tiempo los nombres y ensueños de poetas, se me figuró que las palabras de Campoamor, eran eco de las de Horacio -el cual también antepuso a todo la vida campestre, el dulce y apacible correr de los días en el seno de la Naturaleza- y a quien Mecenas hizo feliz regalándole la granja rústica donde libaba el vinillo de la tierra y gozaba la dorada medianía de su fortuna entre la sabrosa abundancia de Pomona y Ceres. ¡El ideal de Horacio y el de Campoamor son tan semejantes, y no en esto sólo!

Aquí Campoamor está todavía presente. Estrofas de sus poemas acuden a los labios. Los almendros pálidos, de desflecado follaje, que salpican la campiña que voy recorriendo, me hacen comprender las penitencias del cura del Pilar de la Horadada, aquel que:


faltando a los cánones sagrados,
castiga con almendras los pecados.



Hasta el contraste entre la risueña vega, parecida al huertecillo de una villa pagana, y el día tétrico en que la veo, me recuerda la compleja personalidad del autor del Drama Universal, epicúreo, humorista, desengañado, amargo, y a ratos místico. La huerta sonríe en su coquetona gracia, pero el cielo reviste un matiz de plomo, negro casi y muestra señales de tempestad reciente: es la tormenta que la primer noche de Murcia descargó con estrépito horrible, y que sin duda había anunciado aquella roja aurora de Albacete, parecida a un incendio. Bajo este celaje dramático y sombrío, la vega de Orihuela y la misma ciudad adquieren tonos dignos de la paleta de un pintor colorista. Y la montaña caliza que domina a Orihuela y en cuya vertiente se alza el enorme Seminario, semeja un trozo de metal o de barro cocido y esmaltado al horno, con los cambiantes de la cerámica hispano-morisca. Un rayo de sol, filtrándose por entre nubes densas y bajas, arranca reflejos tornasolados a los últimos términos del monte. Al pie de él se apiña la ciudad medrosa y como solicitando protección. Se comprende el miedo de Orihuela. Ha sufrido cien cataclismos. Posee una novelita de la época romántica, del tiempo candoroso de los cenotafios con sauce y luz de luna, y el asunto de la novela son los terremotos del año 29, en que buena parte del caserío de Orihuela y varios templos se derrumbaron estrepitosamente. Aparte de esta desventura, se recuerdan con terror cruentos episodios de las guerras de sucesión, pestes, alguna de las cuales dícese que mató a 16.000 personas (mata es), y los desbordamientos y avenidas del río Segura, mal hallado con su nombre, amenaza continua para este lindo pedazo de tierra y esta laboriosa gente.

Da pena figurarse vega tan bonita -con sus naranjos de la China redonditos y menudos, sembrados de grajeas de oro- a merced de inundaciones y riadas furiosas. Una pena semejante a la que causa ver un rico salón asaltado por la multitud en días de revuelta, con los muebles volcados, estrellados los espejos y hechos trizas los jarrones y cachivaches. Porque la vega de Orihuela, que aún debe menos a la Naturaleza que la de Murcia, es obra de arte, del arte de cultivar, y admira por lo bien aprovechada y cuidada como maceta de flores, sin rastro de vegetación superflua. No comprendo al inglés que, según acabo de leer en un libro, dejó dicho al pasar por aquí que este era el lugar donde se imaginaba situado el Paraíso perdido, de Milton. El paraíso lo concebimos más bien a manera de selva virgen de exuberante verdor, de inextricables senderos, ahogados por la maleza, de arbolado añoso, bajo el cual la luz solar no se atreve a filtrarse. Y en esta vega todo es luz, todo es orden, intensidad de labor, esfuerzo, útil y bien dirigido; el clasicismo en el paisaje, la belleza generada por la utilidad y la razón.

Este país debiera verse, no desde el tren, desfilando rápidamente, sino a pie, apoyándose en el bastón del excursionista, y subiendo al monte de la Muela, desde el cual se otean las dos Huertas, las dos sultanas mellizas: Orihuela y Murcia. Parece que desde allí se dominan más de diez leguas de panorama, y se contempla desarrollado el verde tapiz que surca la red arenosa de las infinitas acequias y canalillos, reclinándose sobre él ambas moras en lánguida postura, respirando azahares. Todo esto me lo imagino; lo que realmente veo es la lluvia, encharcando las sendas y lustrando el follaje de los mandarinos.

Aclara algún tanto el horizonte cuando el tren se para en Elche y al bajarme en la estación por primera vez durante el viaje, se apodera de mí impresión profunda, causada por bellezas que no me había figurado, ni sospechaba siquiera, a pesar de las descripciones e hipérboles de los que las conocían. Y es que difícilmente se describe lo muy hermoso. Por más que me dijesen no pude presentir este dilatado, inacabable bosque de centenarias palmeras de grueso tronco y amplio penacho, cargadas allá en la altura con los racimos de metal cobrizo de sus dátiles. Todos los cuadros de la Huida a Egipto y el tierno episodio legendario del descanso bajo las palmeras, que se inclinan para ofrecer su fruto a la Virgen madre -episodio con tanto encanto referido en el Victorial o crónica del conde Buelna- se me representaban bajo las bóvedas de aquella catedral natural de infinitas columnatas misteriosas. He oído decir que en África no existe oasis como este de Elche. No sé si este dato está bien comprobado. Lo cierto es que las palmeras de Elche son tantas y tan majestuosas su conjunto, que explican cualquier encomio, por exagerado que parezca.

Muchas palmeras del gran palmar de Elche -tampoco respondo de la exactitud de la noticia- es fama que han sido plantadas por los árabes y cuentan la respetable fecha de cuatro o cinco siglos. Cierto que las palmeras viven mucho; su lento desarrollo trae longevidad. Aquí son veneradas y queridas, especialmente en la vejez. Tienen su nombre propio, su dulce nombre de mujer quizá el nombre de alguna que fue cara al corazón del dueño del huerto. Y la poesía de este nombre femenino, evoca cuadros de la Biblia, fuentes y norias, camellos recostados, mensajeros que vienen desde lejos a traer presentes nupciales, esbeltas israelitas que llevan el cántaro donde bebe el caminante, la gran paz de las edades primitivas...

Para los aficionados a la arqueología, Elche, con su caserío dorado a fuego, posee atractivos y propone enigmas. Se ha escrito y discutido mucho acerca de sus orígenes; se ha atribuido su remota fundación a los celtas y a los fenicios. Yo no sé ver en Elche más que las palmeras, el infinito oasis y las ideas que en mi despierta son religiosas, de versículos de los evangelistas, con el perfume de los días primeros de la fe cristiana, días de color de rosa, en que millares de ramos de palma caían a los pies de Cristo y alfombraban la senda. El aspecto de Elche entre sus erguidos palmares suscita la visión sagrada de Jerusalem. Así la verían desde lejos los peregrinos los palmeros por mejor decir, pues la palma es el símbolo de los Lugares en que la redención se consumó...

Esta impresión honda se asocia en mi espíritu a otra de reciente fecha que en París me hizo presentir a Elche. Contadas tenía ya las horas y no quería volver a España sin haber visto el célebre «busto de mujer» que la diligencia de los extranjeros robó a nuestros Museos Nacionales. Por una suma relativamente insignificante lleváronse la joya sin par, patrimonio de estados de civilización que son un misterio, a pesar de los investigadores. Hubiera tenido que marcharme de París sin conocer a la hermosa desenterrada, si el conservador del Museo del Louvre no tiene la bondad de abrir las salas un día en que el público no entra en ellas. La soledad de aquellas vastas crujías ayudaba a engrandecer el efecto de las obras maestras del arte antiguo. El busto se destacaba entre ellas poderosamente y ahora, sobre este fondo de palmeras, me parece estar viéndolo otra vez y que adquiere apariencias de vida; tiene cuerpo, que visten plegados paños; es una mujer, una princesa, que avanza con lento paso por las calles de columnas recias y gigantescas, con capiteles de oro y jade. Princesa cruzada de cananea y de ibera; acaso sacerdotisa de Belfegor, el gran numen fenicio; con el tipo de la raza, la palidez mate, los largos ojos negros, los labios finos de un rosa amortiguado, la expresión grave, y hasta el tocado de ruedas o caragols, encuadrando el perfecto rostro oval, triste y puro de líneas.


(«Por tierras de Levante. IV. Orihuela y Elche», Letras de Molde, 9, 11-III-1900, p. 1)                






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