Una fuente ovidiana en «La Diana»: el regreso a Coimbra
Eugenia Fosalba
Universidad Autónoma de Barcelona
Concerto campestre, el célebre óleo de Giorgione, sintetiza en imágenes la cita constante del bucolismo de todos los tiempos con la nota autobiográfica. La conocida escena presenta a una ninfa que vierte -frente al observador y de espaldas al resto de los personajes- el agua de un jarrón de cristal sobre la pila de una fuente; otra ninfa aparece sentada y ligeramente inclinada, con una flauta, sujeta entre los dedos, que acaba de apartar de sus labios; un pastor también sentado sobre la yerba observa suspenso. Las miradas se cruzan en un personaje ataviado con ropas de cortesano, a punto de rasgar las cuerdas de su laúd. Y ese joven palaciego, a la sombra de un árbol, pero centro de su atención, parece ser el propio Giorgione1, que así lograba hacerse un lugar en el escenario soñado de Arcadia.
El
Argumento que precede a Los siete libros de la
Diana acaba con unas palabras que abrieron la incógnita
sobre la posibilidad de que en la obra se entremezclaran rasgos de
la vida de su autor: «[...]
hallarán muy diversas historias de casos que veraderamente
han succedido, aunque van disfrazados debajo de nombres y estilo
pastoril»
2.
En absoluto es nuestra intención tratar de
desentrañar qué claves ocultas en la novela pudieran
descifrar datos contemporáneos a Montemayor, sino más
bien a la inversa, intentaremos observar cómo el lusitano
adapta esos datos autobiográficos al género en que
escribió su Diana. Sabido es que desde
Teócrito la pastoral reserva siempre, o casi siempre, un
rincón de su ficción para mostrar más o menos
disfrazados afectos o vivencias de su autor y de su tiempo: el de
Siracusa podría haberse escondido tras la máscara de
Simíquidas, y Virgilio bajo el nombre de Títiro pudo
rodearse de sus mejores amigos -y peores enemigos. Garcilaso
inauguraba la boga pastoril en pleno renacimiento español
introduciendo bajo el velo del anagrama Elisa su amor
hacia Isabel de Freyre3.
Esta nota autobiográfica no dejará de hacerse un
espacio en la primera «égloga en
prosa»
española4,
como veremos.
La edición
de la Diana zaragozana de 1560, anterior a la muerte de
Jorge de Montemayor, incluyó una bella Historia de
Alcida y Silvano, obra de su puño y letra, como
recordó Elizabeth Rhodes, pues su autor ya la había
visto publicada en su cancionero de 1558, que la crítica
después olvidaría en favor de los
demás5.
Aparte de numerosos rasgos personales, como la dedicatoria a una
desconocida Ana de Ferrer, dama catalana, a quien se declara amor
en una cuarta octava real suprimida en la mayoría de las
ediciones, o la mención a los de «Payva»
y de «Pina»
con quienes Silvano «siempre conversaba»
6,
la Historia de Alcida y Silvano trae consigo el paisaje
natal de Jorge de Montemayor, rememorado con una dulzura de clara
ascendencia portuguesa: «El claro
río Mondego, celebrado, / su fértil campo, verde y
deleytoso...»
, que el poeta también
alabaría en una epístola a Jorge Menenses: «Jamás te olvidaré, Mondego
mío»
7,
o en otra de corte autobiográfico a Sa de Miranda, «Riberas me crie del río
Mondego»
8.
Detrás de esta alabanza al río lusitano reposa, claro
está, la melancolía de las Saudades de Bernardina Ribeiro, quien
identificaba sus magoas con «ao rogido saudoso»
del
río, en Ao
longo da ribeira9,
de hacia 1545. La obra poética de Ribeiro, permeada de una
oscura y honda emoción, trasladó a su temprana prosa
pastoril ese agridulce peregrinar por un paisaje húmedo y
borroso por las lágrimas: «passei alem, e fuime
assentar de sob a espessa sombra de un verde
freixo»
, a la orilla de un río,
cuenta la frágil narradora de Menina e Moça, con cuyas corrientes
identifica su dolor, «que
assim aquele penedo estava ali anojado aquela agua que queria ir
seu caminho, como as mihas desventuras noutro tempo soían
fazer a tudo o que mais quería, que agora já nao
quero nada»
10.
Esta sensibilidad -con posibles connotaciones conversas, al parecer
de Bataillon- que está presente en la tristeza de
Montemayor, ya había hallado una intensa respuesta en otro
prosista mucho más olvidado que el lusitano, tan olvidado y
solo como sus versos parecían predecir. Pocos poetas
habrán expresado la nostalgia con intensidad comparable a la
de Alonso Núñez de Reinoso, el poeta del destierro,
como han estudiado Eugenio Asensio y Constance Hubbard
Rose11.
Primero exiliado a Portugal, donde conoció a Feliciano de
Silva, Sa de Miranda, Ribeiro y quizá a Montemayor, posibles
miembros de la tertulia literaria de Cabeceiras del Basto -situada
encima de Coimbra, al noroeste de Portugal- tuvo que abandonar esta
querida segunda patria, que tan bien le acogió, para emigrar
junto a la corriente de marranos que se instalaron en Italia, en la
permisiva corte de Ferrara12.
La nostalgia de
Núñez de Reinoso hacia el paisaje de la patria
dejó una leve huella en su obra en prosa, La historia de
los amores de Clareo y Florisea y de los trabajos de la sin ventura
Isea, publicada en Venecia, 1552. Pronto el autor se
desentiende de Clareo y Florisea, y con ellos de la novela de
Tacio, y fija su atención en Isea, la Mélite del
alejandrino, personaje de claras connotaciones
autobiográficas, quien confinada en la ínsula
Pastoril, pasa a protagonizar su propio destierro. En su descenso
-guiada por el sabio Rusis-mundo y acompañada de Felesindos-
a los Infiernos, Isea da, como Eneas, con las «riberas de un río que del Olvido se
llamaba»
, porque quien bebía de sus encantadas
aguas, olvidaba todas sus amarguras pasadas, «sin de ninguna tener
memoria»
13.
Pero rechaza de plano curarse gracias a su efecto balsámico
por mucho que ello entre en contradicción con el largo penar
tratando de solucionar sus desventuras: «[...] siendo los árboles mis grandes
suspiros, y los arroyos mis lágrimas que de mis ojos salen
[...] ablandando con mis lágrimas las duras peñas
destos prados y valles [...] sin tener ninguna a quien pueda contar
mis males, ni con quien descanse de mis trabajos»
,
concluye ya despidiéndose del lector, «los cuales no quiero yo que en esta tierra
tengan remedio»
. El paisaje ameno transformado ahora en
un valle de lágrimas sin esperanza, como del todo
inconsolable era la melancolía de Baltheo: «Por que Argasto ya no espero / Salir de tierras
agenas»
.
Si el Clareo y Florisea concluía a la manera de la poesía de la soledad, por acercarnos a la expresión de Vossler14, y renunciaba así al remedio, aun en detrimento de la peripecia novelesca, la Diana prefirió sacrificar ese rasgo de intensa melancolía de la pastoral portuguesa que le precedía. Puede que la diferencia estribe en que ya no está dirigida a un puñado de amigos, como pudieran ser los miembros de la tertulia del Basto. Y para someter su novela a las exigencias de un grupo de lectores más anónimo y frívolo, ajeno por completo a los sufrimientos de quienes buscaban en el bucolismo una evasión, Montemayor estaba renunciando, por un lado, a la soledad de las saudades, y, por otro, a la brevedad y amargura sin concesiones de la prosa poética de Villegas15.
Tampoco
sería cierto aun así afirmar que la Diana carece de
rasgos personales o autobiográficos. De la misma manera que
Giorgione se incluía a sí mismo en Arcadia con su
indumentaria de cortesano, el protagonista de la pastoral, ya sea
el narrador, ya un personaje, siempre se encuentra como un
extranjero en Arcadia. Si como Núñez de Reinoso, como
el propio Montemayor, ha sufrido el exilio, la verdadera
añoranza de Arcadia, la nostalgia de la Edad de Oro se
reserva precisamente para el terruño. «Yo en verdad no soy capaz de ver cosa más
dulce que la tierra de uno»
, decía Ulises (Odisea,
IX), iniciándose así todo un lugar común, el
del elogio de la patria. Y Montemayor quiere regresar
también en su último libro al paisaje propio, el
mismo que elogiaba en las epístolas a Menenses y Miranda; la
ciudad de Coimbra y los campos de Montemôr-o-velho, regados por el
río Mondego, que le vieron crecer y de los que tomó
el nombre. También Sincero, personaje de connotaciones
autobiográficas tan diáfanas16,
había querido regresar de su voluntario esilio
a
la dolce patria
17
(Prosa VIII, pág. 54) a
través de un viaje subacuático, recuerdo del pastor
Aristeo y las fuentes profundas de las aguas que fluyen sobre la
tierra (en las Geórgicas, IV, 317 y sigs.)18;
motivo retomado por Gil Polo con fidelidad19
a través del cedazo italiano para su particular vuelta al
río Turia valenciano; por Cervantes20
en su Galatea21
con un «apacible Sébeto»
surcando las riberas del Tajo, vueltas ahora unos «Campos Elíseos»
, o por Bernardo
de Balbuena, en un viaje que emergiendo de los ríos va a dar
a «una soberbia y populosa
ciudad»
sentada sobre las ondas de las aguas, que resulta
ser «aquella Grandeza Mejicana, de quien
tantos milagros cuenta el mundo»
22.
Cierto es, como
destacaba López Estrada, que «la
belleza uniforme cambia cuando se refiere a los campos
portugueses»
23
de la Diana, donde las pastoras son descritas con «el color del rostro, moreno y gracioso, los
cabellos no muy rubios, los ojos negros, gentil aire y gracioso en
el mirar, sobre las cabezas tenían sendas guirnaldas de
verde yedra [...] La manera del vestido le pareció muy
diferente del que hasta entonces había
visto»
24.
Pero no sería apropiado adjudicar el título de
«realista» a la descripción de los campos que
rodean Coimbra25.
Para el paisaje de la patria, el más querido del poeta,
Montemayor prefiere escoger una fuente literaria que acrisole sus
propios afectos: nada menos que la descripción ovidiana de
la Edad de Oro, leída a través de la
traducción amplificada de Bustamante (hacia
1545)26.
Si en el texto ovidiano los plácidos Céfiros
acariciaban las flores silvestres, la tierra «inarata»
producía frutos y el campo sin cultivar amarilleaba con
pesadas espigas (Met.,
I, 109-11):
|
en una descripción de la era mecida por la brisa, libre de la mano del hombre, Bustamante escoge acrecentar la sensualidad sin mencionar su carácter espontáneo:
«Siempre era de un templado y fresco verano en el qual un viento muy delicado, que se dize Zephiro, con su crescida templança produzia por los campos gran multitud de frescas flores y rosas, y muy mayor abundancia de crescidas miesses, las quales meneándose con este ayre, dándose las blancas aristas unas con otras hazian un suave bullicio, y unas ondas agradables a los ojos de quien las miraua...»27. |
Y la omisión del campo sin cultivar deriva en el texto de la Diana en la interpretación contraria, de forma que las mieses de Bustamante aparecen aquí sembradas; la voluptuosidad de la imagen, en cambio, tan parca en el texto latino, se libera en la versión castellana y transmite al paisaje observado por Felismena -de nuevo gracias a la amplificatio28- las ondas de matizados claroscuros que forman las espigas al mecerse con el viento.
«Las mieses, que por todo el campo parecían sembradas, muy cerca estavan de dar el desseado fruto, y a esta causa, con la fertilidad de la tierra estaban muy crecidos, y meneados de un templado viento, hacían unos verdes, claros y obscuros, cosa que a los ojos muy gran contento»29. |