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Acto cuarto

Un peristilo, dos puertas grandes en el foro.



Escena I

MONALDESCHI saliendo del gabinete de la reina, a poco SENTINELLI.

     MONALDESCHI. -Todo sale a medida de mis deseos, y la reina que nada sospecha está preparando mis credenciales para Cromwell: aquí debo esperarla. Saldré de Francia en clase de embajador, y no fugitivo como había pensado. (Volviéndose.) Alguien viene: es Sentinelli.

     SENTINELLI. -¿Es cierto que os dignáis aceptar el puesto de embajador cerca de milord Protector?

     MONALDESCHI. -Me honro con ese título.

     SENTINELLI. -Os doy el parabién; pero procurad volver cuanto antes a Fontainebleau.

     MONALDESCHI. -¿Y por qué?

     SENTINELLI. -¿No sospecháis que pueda quedar en esta corte alguna persona que a fuerza de obsequios y fina complacencia, haga olvidar a la reina vuestra ausencia?

     MONALDESCHI. -Cuando yo me haya separado de Cristina, podrá presentarse aquél a quien yo desbanqué.

     SENTINELLI. -Bien mirado debéis estar tranquilo, porque, quien quiera que sea ese fiel servidor, nunca podrá copiar exactamente su modelo. ¿Sabrá por ventura recojer el abanico o presentar el guante con la elegancia que vos? ¿Arreglar todas las menudencias de una ceremonia, y en fin presentar a la reina el corcel, y hacer con su mano un estribo con la soltura y buen gusto que tanto os distinguen? Por lo que a mí hace reconozco desde luego mi inutilidad.

     MONALDESCHI. -¡Oh!, tenéis formada de vos muy equivocada opinión, pues cuando yo obtuve el favor, no fue sin que me la disputaseis, haciendo valer esos mismos derechos que ahora fingís ignorar.

     SENTINELLI. -Es cierto; pero la reina, haciendo justicia a entrambos, os nombró a vos caballerizo mayor, y a mí capitán de sus guardias. Ambos le damos pruebas de nuestro afecto en el desempeño de nuestro respectivo deber: el vuestro os consagra a divertir a S. M.: el mío me impone obligaciones que hacen resaltar menos mi celo; y cuando por mandato de nuestra soberana marcho a la guerra, peleo en los caballos que vos me ensilláis.

     MONALDESCHI. -Si preciso fuese, sabría probar que mi ministerio se estiende más allá de lo que decís.

     SENTINELLI. -¡Tanto mejor, marqués, tanto mejor!, porque no está lejos el día en que la reina necesitará a todos sus amigos; y entonces se verá quién de los dos se queda atrás, quién de los dos teme más por su vida, y quién de los dos cumple mejor sus juramentos.

     MONALDESCHI. -Los vuestros tendrán necesidad de tan solemne prueba, porque muy pronto los empañará alguna ligera nube.

     SENTINELLI. -Esplicaos.

     MONALDESCHI. -La reina lo hará por mí cuando llegue el caso.



Escena II

Dichos, CRISTINA, PAULA con la carta para CROMWELL.

     CRISTINA. -Respetando mi real presencia habéis contenido hasta ahora el odio que os tenéis, y si algunas veces sorprendía vuestras amenazadoras miradas, os dignabais al menos sofocas vuestros acentos; ¿pero me pondréis en la necesidad de enviar al uno a Inglaterra, y al otro a Suecia para terminar tan obstinada guerra?

     SENTINELLI. -El uno ha consentido ya en ese destierro, y el otro sólo aguarda a que vos habléis para saber si debe quedarse o marchar.

     CRISTINA. -El marqués no va desterrado: le confío poderosos intereses, y antes de que se marche pienso darle una prueba de que conserva todo mi favor. Volved esta noche, Monaldeschi, y mi última audiencia os dará una nueva garantía de mi confianza. Permito que Pablo os acompañe.

     PAULA. -Estoy pronto.

(Vanse PAULA y MONALDESCHI.)



Escena III

CRISTINA, SENTINELLI.

     CRISTINA. -¿Según veo, conde, es muy dulce el título de desterrado?

     SENTINELLI. -¿Por qué?

     CRISTINA. -Cuando uno se ofrece a tomarle es porque en conciencia se cree con derecho para pretenderle, y porque calculando el peligro de algún fallo, recibiría el destierro como especial favor.

     SENTINELLI. -Antes de aceptar cualquier favor, señora, quiero saber por qué se me concede; y al mismo tiempo mi corazón es demasiado orgulloso para admitir menos de lo que he merecido.

     CRISTINA. -Seré justa, pero no sé aún qué recompensa merecen unos servicios que ignoro. Este pliego que ha llegado a mis manos me los indicará tal vez si tenéis a bien manifestarme su contenido.

     SENTINELLI. -¿Y por qué ha esperado la reina mi consentimiento para saber lo que por sí sola podía descubrir? Esa carta ha sido por vos sorprendida y debíais abrirla.

     CRISTINA. -No me conocéis, conde, si me juzgáis capaz de querer penetrar vuestros secretos faltando al sagrado de la correspondencia. A pesar de que he visto en ella con algún sobresalto las armas del traidor La Gardie, y a pesar de que he creído que contenía alguna traición, he resuelto sin embargo que la abrieseis vos, y la abriréis aun cuando de ello resultase mi perdición. Abridla, y si después de haberla leído os dignáis enseñármela, complaceréis en estremo a vuestra reina.

     SENTINELLI. -En efecto anuncia una noticia bastante estraña; revela un complot, contra vos tramado... Sólo os habéis equivocado, señora, en el nombre de su autor. Leed.

     CRISTINA. -¡Monaldeschi!... ¿Y quién me asegura que no es un lazo para perder un ribal?

     SENTINELLI. -Leed; él mismo se acusa al conde La Gardie.

     CRISTINA. (Leyendo.) -«SEÑOR CONDE:

     »Imperiosos motivos me obligan a abandonar el servicio de la reina Cristina, y a retirarme a Suecia bajo la protección del rey Carlos-Gustavo; he pensado que el mejor medio de asegurármela era revelarle el complot que contra él trama la reina: dignaos pues entregarle las adjuntas cartas, que son otras tantas copias de las que ella ha escrito a los príncipes que deben ayudarle a llevar a cabo su proyecto. Si conociese un hombre que tuviese más motivos de queja de la reina que vos, a él me dirigiría. A fin de alejar toda sospecha, y de evitar toda sorpresa, he creído que el medio más seguro de avisarme que habéis admitido, y desempeñado la comisión que os confío, es escribir a Cristina acusando de la revelación que os hago, a nuestro enemigo común, el conde de Sentinelli. -Con una sola palabra que la reina me diga, sabré si debe retirarme bajo la protección de nuestro augusto amo el rey Carlos-Gustavo.

»El marqués, JUAN DE MONALDESCHI.

»FONTAINEBLEAU 5 DE OCTUBRE DE 1657.»

     ¡Y es mi enemigo el que me revela la traición de mi amigo! ¡Me salva el que yo desterré!... Sin embargo estaba interesado en ocultarme este misterio, porque Carlos-Gustavo le ha colmado de honores.

     SENTINELLI. -Pero Carlos-Gustavo está próximo a morir como me lo anuncia el mismo La Gardie, escuchad: (Leyendo.) «Os envío, señor conde, la prueba de un horroroso complot tramado contra nuestra reina, y contra vos que sois uno de sus más fieles servidores. Reclamo de vos por toda recompensa que hagáis entender a la reina que a mí me debe esta revelación; tal vez se convencerá del pesar que esperimento or haber incurrido en desgracia. En cuanto al momento, no podía elegir uno más favorable. El rey se ha roto una pierna al caer de su caballo, y los médicos le han desauciado.

»EL CONDE MAGNUS DE LA GARDIE.»

     CRISTINA. -Ya comprendo; Magnus ve que la vida del rey toca a su término, y como buen cortesano presta ya juramento de fidelidad a su reina futura. El sol de Gustavo llega a su ocaso, y espera un rayo del sol de Cristina. Por lo que a Monaldeschi hace le ocultaré que conozco su traición, porque quiero que él mismo dicte su sentencia; tendrá que someterse a ella, y sólo ejecutaremos lo que él prescriba. (Señalando a SENTINELLI su gabinete.) Desde el gabinete podréis oír nuestra conversación; no perdáis ni olvidéis una sola palabra de ella. (SENTINELLI entra en el gabinete.) ¡Hola!

(Entra un CRIADO.)

     CRISTINA. -Diles al instante que la reina los aguarda aquí a los tres.

     CRIADO. -Señora, V. M. no me ha dicho...

     CRISTINA. -Tienes razón: mi gentil-hombre, mi dama de honor, y ese italiano que se titula hombre, ese italiano a quien he hecho marqués y caballerizo mayor (Vase el CRIADO) y que tan mal corresponde a mis beneficios. ¡Hola! (Entra otro CRIADO.) Gultiero, corre a la abadía de los trinitarios, no pierdas un momento, pregunta por el padre Lebel, y dile de mi parte que se digne venir al momento a palacio. Avísame cuando llegue. No te detengas. (Vase GULTIERO.) ¿Oís bien lo que habla, Sentinelli?

     SENTINELLI. -Sí, señora.

     CRISTINA. -¡Mucho tardan! ¿Tanto tiempo se necesita para avisar a tres personas? ¡Ya los oigo venir!



Escena IV

Dichos, EBBA, y a poco STEINBERG, MONALDESCHI, y PAULA.

     CRISTINA. (A EBBA.) -¿Vienes sola, Ebba?

     EBBA. -Sola.

     CRISTINA. -Me alegro, escucha: tengo algunas sospechas de uno de mis servidores; y quiero sondear su alma acusando a todos los que me rodean, por consiguiente date por avisado de que cuanto diga nada irá dirigido contra ti.

     EBBA. -Los beneficios de que vuestra bondad nos ha colmados salen garantes de nuestra fidelidad.

     MONALDESCHI. (Entrando con STEINBERG y PAULA.) -¡Nuestra fidelidad!..., ¿supongo que la reina no dudará de ella?

     CRISTINA. -No, pero no alcanzo cómo puedan ser conocidos en Stockolmo con todos sus detalles unos pensamientos, y unos secretos que sólo he confiado a amigos sinceros, y cuya importancia debían haber apreciado en su justo valor.

     MONALDESCHI. (Mirando a PAULA.) -¡Ah!...

     CRISTINA. -Pero como aún ignoro quién sea el autor de la traición que sospecho, no acuso a nadie.

     MONALDESCHI. (A PAULA.) -La Gardie ha hablado.

     CRISTINA. (Continuando.) -Mas debo creer que se halla entre mis amigos, y vosotros os contáis en el corto número de ellos.

     STEINBERG. (Señalando a EBBA.) -Supongo, señora, que no habréis sospechado un momento de la inocencia de mi esposa; y en cuanto a mí, creo me conocéis demasiado...

     MONALDESCHI. -La inocencia se espresa con es acento de verdad. No, no se os cree culpable de tal crimen; y tal vez podría yo guiar a la reina..., pero acusar a un ausente...

     CRISTINA. -¿A un ausente decís? ¡Indudablemente os inspira, marqués el aprecio que me profesáis! Yo también tengo mis sospechas acerca del verdadero culpable; Sentinelli...

     MONALDESCHI. (Con viveza.) -Habéis pronunciado su nombre: él es el traidor, y el tiempo lo descubrirá. Pero una vez probado su delito no debéis dar oídos a la clemencia, no debéis perdonar jamás tan sangrienta injuria.

     CRISTINA. -¡Me complace mucho, marqués, el ver cuán desagradable efecto os causa el ultrage que se me he hecho! -¿Y qué merece el autor de tan negra bastardía?

     MONALDESCHI. (Vacilando.) -Merece...

     CRISTINA. -Hablad más alto.

     MONALDESCHI. -El miserable que se ha hecho culpable de alta traición para con su rey, sin que le sirva de disculpa el haber sido engañado, merece la muerte sin compasión, ni perdón.

     CRISTINA. -¡La muerte!... ¿Y puede acaso vengar sus ultrages una reina espatriada en un país que no tiene jueces, ni verdugos?... ¿Decid, si yo le condenase le mataríais vos?

     MONALDESCHI. -Os ofrezco ejecutar la sentencia si Sentinelli es culpable; y si yo lo fuese le aceptaría a él en justo cambio por juez y verdugo.

     CRISTINA. -Ya que vos habéis indicado la pena, yo os doy mi real palabra de que el infame que ha cometido tan bastarda villanía no obtendrá de mí compasión, ni perdón. Dejadme.

(Entra en el gabinete en que está oculto SENTINELLI.)

     PAULA. -¿Marcharemos, marqués?

     MONALDESCHI. -Sí, toma un caballo, y espérame a la puerta del jardín.

(Vase con PAULA.)

     CRISTINA. (Entrando con SENTINELLI.) -¡Os le entrego!... Dentro de una hora a lo más debe haber dejado de existir.

(Vase.)



Escena V

SENTINELLI, CLAUTER, LANDINI.

     SENTINELLI. (Llamando a los dos soldados que están de centinela a la puerta.) -Hola, acercaos. Por falta de verdugo y de cadalso se necesita que segunden mi espada otras dos, cuyas hojas hábilmente templadas se adapten para el caso a dos vigorosos brazos. (Dando encima de la vaina de sus espadas.) ¿Seré tan feliz que las haya encontrado ya? A ver, contestad.

     CLAUTER. -Eso según, capitán: ¿con qué intención?...

     SENTINELLI. -El hecho es el siguiente: la reina ha descubierto un traidor entre sus servidores, y quiere deshacerse de él. Yo estoy encargado de terminar el negocio.

     LANDINI. -¡Es un asesinato lo que se nos propone!

     CLAUTER. -¡Demonio!, ¡un asesinato!

     SENTINELLI. -¡Oh!, nada de eso; egecutaremos una sentencia. ¿Comprendéis?

     LANDINI. -¡Y tanto!, como que podéis dirigiros a otro; no contéis conmigo.

     CLAUTER. -Ni conmigo.

     SENTINELLI. -¿Os habéis vuelto cobardes?

     CLAUTER. -No, pero rehusamos.

     SENTINELLI. -¿Rehusáis?

     LANDINI. -Sí.

     SENTINELLI. -¡Y tú también, Landini, el famoso duelista! Advierte que sólo se trata de añadir otro triunfo a los muchos que ya cuentas.

     LANDINI. -¡Oh!, no es el mismo caso, mi capitán.

     SENTINELLI. -Ya se ve que no, tú despachas a una hombre gratis, y yo te ofrezco cien ducados por una estocada en regla.

     LANDINI. -El oro que el asesino recibe por su salario está maldecido, y nunca tiene buen fin.

     SENTINELLI. -¿Por lo visto he hecho mal en contar con vosotros? Vamos, reflexionadlo bien.

     CLAUTER. -Está decidido; no podemos...

     SENTINELLI. -Llamad a Mandeville.

     LANDINI. -¿Cómo?

     SENTINELLI. -Será más dócil, tendrá menos escrúpulos, y se encargará de buscar un compañero.

     LANDINI. (A CLAUTER.) -Sabes qué digo; que se está decidido que muera, pienso que podemos ganar también como Mandeville la recompensa.

     CLAUTER. -Ya se ve que sí, y yo no sufriré nunca que ese condenado toque cien ducados en detrimento mío.

     LANDINI. -Vamos a ver, capitán; ¿está decidido que debe morir?

     SENTINELLI. -Irremisiblemente.

     LANDINI. -¿Y no le queda ninguna esperanza de vida?

     SENTINELLI. -Ninguna.

     CLAUTER. -Hemos mudado de parecer.

     SENTINELLI. -¿Aceptáis?

     LOS DOS. -Sí.

     SENTINELLI. -Bien.

     CLAUTER. (A LANDINI.) -A propósito, se nos ha olvidado preguntar su nombre.

     SENTINELLI. -Monaldeschi.

     LANDINI. -A ese hombre le tengo miedo, capitán; cuenta con muchos amigos en Roma.

     SENTINELLI. -Tendréis cien ducados y la absolución.

     LANDINI. -Un ducado creo que vale cuatro libras diez sueldos, y cien ducados hacen cuatrocientas...

     CLAUTER. -No te calientes la cabeza ahora, cuando recibamos la suma, que es bastante considerable, lo calcularemos con más facilidad, ¿respondéis de las cuatrocientas, capitán?

     SENTINELLI. -Respondo.

     CLAUTER. - ¿Se nos perseguirá?

     SENTINELLI. -De ningún modo, y cien ducados...

     CLAUTER. -Lo dicho, contad con nosotros...

     SENTINELLI. -Yo me encargaré de prenderle. Colocaos vosotros aquí. (Los coloca a cada lado de la puerta. Sacando la espalda y doblándola.) Vamos, mi fiel compañera, probémosle que estás templada en Toledo. Muchas veces me has salvado la vida; no me hagas traición hoy, que es cuando más te necesito.

(Entra en el cuarto de Monaldeschi.)



Escena VI

CLAUTER y LANDINI a cada lado de la puerta; el padre LEBEL y GULTIERO se presentan para entrar.

     CLAUTER. -Atrás.

     GULTIERO. -Tengo contra-orden par él solo.

     LANDINI. -Que pase.

     LEBEL. (Entrando en el cuarto de la reina.) -La paz de Dios sea con vosotros, hermanos.

     LANDINI. (Señalando al padre LEBEL.) -Ese está en el secreto.

     CLAUTER. -¿Quieres jugar tu parte? Si pierdo te cedo mis derechos.

     LANDINI. -No hay inconveniente. ¿Pero a qué la jugamos?

     CLAUTER. -Tengo dados. ¿Quieres que la juguemos de una tirada?

     LANDINI. -¡Demonio!, a una tirada es mucho; cien ducados no se encuentran en la calle.

     CLAUTER. -Pues no juego. No tendríamos tiempo para más.

     LANDINI. -Bien, me conformo; te cedo la mano; juega. (CLAUTER menca los dados. LANDINI le detiene la mano.) ¡Silencio!..., ¡escucha!..., ¡me he engañado!

     CLAUTER. -¡Cinco! -¡Maldito sea el juego! Te doy la cuarta sino tiras.

     LANDINI. -¿Qué más querrías tú?

     CLAUTER. (LANDINI saca cuatro.) -Despacha. -¡Cuatro!

     LANDINI. -¡Aguarda!, ¡aguarda!

     CLAUTER. -No crecen; uno y tres cuatro.

     LANDINI. -¡Estos dados están maldecidos!, cien veces seguidas habría ganado: mira..., diez.

     CLAUTER. -¿Eso quién lo duda?, pero has perdido, y como sabes, las deudas del juego son sagradas.

     LANDINI. -No hables tan alto. -Aún no tienes tu parte, y yo he perdido ya el precio de una sangre que todavía está caliente.

     CLAUTER. -Alguien viene. -Estemos prevenidos. Me debes cien ducados.

     LANDINI. -(Con voz sombría.) ¡Maldito sea el juego!... Y le he de matar gratis!... ¡Bien mirado es una infamia dar por amor de Dios un golpe que condena nuestra alma!



Escena VII

Dichos a cada lado de la puerta. SENTINELLI saliendo de la habitación de MONALDESCHI.

     SENTINELLI. -Hemos perdido mucho tiempo, y el traidor hace rato que ha salido. (Con furor.) ¡Oh!, y si no volviese, ¡cómo me vengaría!..., pero no, él mismo ha preparado el lazo..., todo lo tiene dispuesto en su habitación para escaparse al menor acontecimiento... Volverá..., y cuando vuelva pasará seguramente por aquí, y yo le saldré al encuentro!... ¡Demasiado tiempo han quedado impunes las afrentas que he sufrido. La maldición del cielo caiga sobre ti!

     LEBEL. (Saliendo del cuarto de la reina.) -Recibid mi bendición, hijo mío.

     SENTINELLI. (Mirándole cómo se aleja.) -¡Me bendices antes que él muera!, ¿me bendecirás también dentro de una hora? (Dirigiéndose hacia él.) Me asaltan mil crueles dudas, quiero consultarle. (Retrocediendo.) ¡Y si vituperase mi conducta! -Prefiero dudar. Y sin embargo siento aquí, en el alma una voz que me dice sordamente. -¡El asesino es infame!... ¡Si le llamase! -¿Pero soy acaso un asesino? ¿No se le puede aplicar a él con más justicia este dicho? ¿No quería que recayese en mí la sospecha del delito?... Sabía que la muerte reservada al culpable heriría al inocente; ¿y ha vacilado por ventura en ofrecerse a derramar mi sangre? -No. -Tenía sed de ella, y con tal de apagarla habría sido capaz de encargarse del papel de verdugo para ejecutar la sentencia suprema, sin esperimentar remordimiento alguno; ¡y sería yo tan débil que los tuviese!... (Mirando a la ventana.) ¡Cuánto tarda en volver!... Mi mano es inocente pues cede al influjo de otra más poderosa. (Señalando a los soldados.) Y no le heriré como esos miserables, por un puñado de oro... (Mirando otra vez a la ventana.) ¡Aún no viene!... ¿Pero por qué trataré de engañarme a mí mismo? ¿Acaso consiento en herirle para vengar los derechos de la diadema? No; le heriré para que no pueda escapar a los verdugos; para igualar su pena a mi ofensa; para que sufra en un día lo que yo he sufrido en cinco años; para oponer al desprecio con que me abrumó su orgullo, la hoja de mi acero... (Mirando.) ¡Allí está!... ¿Pero es él? No; sí, sí, mi vista se turba... Él es. Su caballo se acerca a la carrera: está cubierto de blanca espuma; se encabrita..., ¿si habrá olido ya la sangre?... Cede a tu espuela; ya has entrado en este fatal castillo, y no ves en el término del camino a un espectro que te espera con un puñal en la mano! (Mirando.) Pero..., ¿qué hace? Vacila..., se para..., ¿si me habrá visto? -No; sin duda se preparaba..., va..., eso es, -bien; haces lo que yo quiero: apéate del caballo, acaríciale porque te ha traído con mucha rapidez; abandona su brida a un escudero, ¡y dile que hoy ha sentido por última vez el peso de su insolente amo! Otro paso, otro paso, Monaldeschi..., y caes en mi poder... (Asomándose a la ventana.) Va a pisar el umbral -¡bien!..., ya ha puesto un pie en la sepultura..., ¡los dos!..., ¡ah!, ¡mi corazón salta con rapidez, cuando mi seno apenas está agitado!... Sin prever la suerte que le espera sube ya esas gradas que no volverá a bajar vivo, y si después de muerto no esperimenta su corazón algún vago terror... (Escuchando.) ¡Dios mío!, ¡el ruido de sus pasos!, ¡corre al término que nadie evita!, ¡le oigo!, ¡le veo! -¡Pronto ha venido!



Escena VIII

SENTINELLI, MONALDESCHI; los dos SOLDADOS.

     MONALDESCHI. (Entrando.) -¡Sentinelli!

     SENTINELLI. -¡Al fin venís! Me sorprende tanta lentitud de parte de mi acusador, pues debía creer de su ardiente celo que procedería a mi interrogatorio sin levantar cabeza.

     MONALDESCHI. -¡Sentinelli solo -guardado por dos soldados! ¿Si estará preso?

     SENTINELLI. -¿No contestáis, marqués?

     MONALDESCHI. -¿Qué queréis que os conteste, conde? Que no creía que tan pronto se hiciese sentir el rigor de la reina... Pero esos soldados.

     SENTINELLI. -Preciso es decirlo; esos soldados guardan a un preso.

     MONALDESCHI. -No me equivoqué.

     SENTINELLI. -Ya sabéis que la reina trata de descubrir a un traidor, y no debéis ignorar que se han cumplido sus deseos: el culpable está preso.

     MONALDESCHI. -Lo sé, conde.

     SENTINELLI. -En este momento me acaba de decir la reina, que os consultó acerca de la pena que debía imponérsele, y que vos la habías aconsejado que fuese la de muerte.

     MONALDESCHI. -Es cierto.

     SENTINELLI. -Y me ha dicho también, que llevando en esta ocasión al escaso el amor que la tenéis, os habíais comprometido a ser el ejecutor, tan pronto como se conociese el autor del complot.

     MONALDESCHI. -También es cierto.

     SENTINELLI. -Y ahora que ya ha sido descubierto el culpable, y que debe sufrir sin remisión, antes de que acabe el día, el castigo que vos le habéis impuesto, ¿seguís en el mismo propósito?

     MONALDESCHI. -Sigo.

     SENTINELLI. -¿Y seguiréis en él sea cual fuese el acusado?

     MONALDESCHI. -Seguiré.

     SENTINELLI. -Y en ese delincuente encontrase vuestro corazón un amigo antiguo a quien hubiese alejado de vos, más que la ingratitud, una de esas intrigas tan frecuentes en los palacios de los reyes, ¿podía esperar que un grato recuerdo desviase el puñal asestado contra su pecho?

     MONALDESCHI. -No.

     SENTINELLI. -¡Y si él mismo procurase, como última esperanza, mitigar el rigor de esta sentencia suprema: si desertando la piedad en vuestra alma os recordase los días de una antigua amistad: si apreciando la vuestra en su corazón os recordase también los tiempos en que vivíais el uno para el otro y en que encontrabais vuestra felicidad con la suya: si alargándote la mano te digese: yo soy ese amigo!

     MONALDESCHI. -¡Le apartaría de mí!

     SENTINELLI. -¿Y si en los postreros momentos emplease el acento de la santa súplica; si te digere. -Amigo, tú no herirás al hombre a quien tantas veces has estrechado en tus brazos; al hombre a quien veías contento cuando eras feliz, y triste cuando te aquejaba alguna pena; al hombre que te sostenía con un sueño de esperanza, presentándote risueño el porvenir? ¿Y si dejando a un lado los días de adolescencia, te recordase los días más lejanos y más puros de la infancia, que pasaban exentos de amargura y de hiel, en una misma tierra y bajo un mismo cielo; si opusiese a tu odio los poderosos recuerdos de la tierra natal, en la que el día de hoy aparece más puro y más hermoso que el de ayer; en la que el sol que la alumbra es ligero a la tumba: si te probase que puede burlar a sus verdugos sin perderte, e ir a morir en un rincón del mundo para todos ignorado: si en su amargo dolor presentase a tu corazón las lágrimas de su madre; te compadecerías de él, cuando le vieses caer a tus pies?

(Se arrodilla a los pies de MONALDESCHI.)

     MONALDESCHI. (Llevando la mano al puñal.) -Le cosería a puñaladas.

     SENTINELLI. (Levantándose.) -En nombre de nuestra reina infamemente engañada, entregadme vuestra espada, Juan de Monaldeschi. (Los dos soldados prenden a MONALDESCHI.) A este hombre acusado de alta traición le concedo este cuarto por cárcel; y mientras se prepara su muerte vosotros me respondéis de él con vuestras cabezas.

(Los dos soldados llevan a MONALDESCHI a su cuarto. SENTINELLI entra en el de la reina. PAULA aparece en el foro.)

FIN DEL CUARTO ACTO



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Acto quinto

Salón: una puerta grande lateral que da a la galería de los ciervos. Puerta en el foro.



Escena I

MONALDESCHI sentado al lado de una mesa con la cabeza apoyada en ambas manos. Se levanta de pronto.

     Otra vez me he equivocado, nadie viene, y sólo oigo los pasos de los centinelas. (Acercándose a la puerta y escuchando.) Hablan bajo..., los oigo reír..., se reparten oro..., ¿qué significa ese oro en poder de soldados?..., yo también tengo oro..., ¿y si con su poderoso atractivo tentase su fidelidad?..., ¡pero podrían rehusarle y denunciar mi oferta!... Dirían que tengo miedo; ¡miedo!..., hasta el inocente debe disimular cuando tema. (Sonriéndose.) ¡Quiero también que mi semblante lleve el sello de la serenidad que es el de la inocencia! ¡Sé componerle! (Con terror.) ¡Gran Dios!, ¿qué es lo que oigo? (Escuchando.) ¡La reina quiere que muera, y no hay remedio para el marqués!... ¡Oh cielos!..., ¿por dónde huiría?..., ¿esa ventana?..., está a veinte pies del suelo..., pero también es la única salida que me queda; todas las demás están cuidadosamente guardadas. Y si por casualidad llegase ileso al suelo, nada tendría ya que temer, porque ese patio está siempre desierto, mientras que aquí nada bueno puedo esperar de un poder que me odia. (Yendo a la ventana.) Cerraré los ojos al tirarme, (abre la ventana.), de todos modos está decidido que muera... ¡Oh!, ¡mal haya mi suerte!... ¡Hay un centinela!... ¡Oh!..., ¿qué haré, Dios mío?..., socorredme... ¡Oh!, a cada momento se hace mayor el terror que me atormenta... ¿Qué será de mí?... Si mis súplicas y oraciones consiguen apartar de mi seno el puñal homicida (Cae de rodillas) juro solemnemente legar todos mis bienes a la iglesia, y pasar el resto de mis días en el claustro. (Levantándose.) Si al menos lograse tranquilizar mi espíritu tal vez podría encontrar una salida por donde escapar. (Yendo a la puerta de la galería de los Ciervos.) ¡Está!..., está cerrada... ¡Oh!, no podré conseguirlo, y oigo una voz que me dice: ¡morirás! Es la voz constante y dolorosa del sepulcro, voz cruel para el sentenciado... El menor ruido me hace estremecer, y ya veo a todo ese bárbaro pueblo que deseoso de presenciar el terrible espectáculo que se le prepara, viene a espiar la palidez en mi rostro a dar un grito de alegría al ver rodar mi cabeza y a buscar en el cadalso el deleite de la sangre. (Cayendo en un sillón.) Pero no, tranquilicémonos porque la que me acusa, debe conocer que Carlos-Gustavo descubriría la causa de mi muerte por más que ella tratase de ocultarla. Pero una mirada perspicaz ve lucir el puñal, donde falta el cadalso... Pueden asesinarme en esta habitación retirada, y en este caso mi muerte quedaría ignorada... ¡Y quién me socorrería, quién acudiría a mis gritos si me sorprendiesen indefenso en este sitio? (Descuelga de la pared una cota de malla y se la pone.) Mi muerte sería entonces más cruel y más segura... ¡Me acuerdo del daño que hace una herida! ¡En un duelo me hirió un hábil espadachín..., y su espada entró tan fría!... ¡Y estoy destinado a sufrir tan horroroso suplicio! ¡Oh!, no, ¡es imposible! Cristina no puede reservarme esa muerte; y además yo ya la he evitado. (Se da con el puñal encima de la cota de malla.) Bien, no entran. ¡Así podré retardar la hora fatal! -Ya estoy más tranquilo. (Mirándose en un espejo.) ¡Dios mío!, ¡qué pálido estoy!... También hace frío. Pronto a consumirse no puede ya volverse a encender este fuego que se ha apagado. (Yendo a la ventana.) El día es tenebroso, el sol de otoño despide sin calentar su monótona claridad. Ese sol que la primavera vio tan hermoso, se parece ahora a un moribundo que se aproxima al sepulcro. La tierra tiene también como nosotros su hora fatal, y también es fría para ella la mortaja de nieve. (PAULA entra sin que MONALDESCHI la vea.) ¡Italia!... ¡Italia!..., en tu delicioso clima siempre es puro el cielo y radiante el sol. ¡Oh!, ¿por qué llevado de la esperanza de una brillante esclavitud, abandoné tus riberas, hermoso Arno? ¡Campos paternales, casa que habitan mis abuelos, aún os veo cuando cierro los ojos: cada objeto me presenta su agradable imagen! ¡Ya veo un árbol, ya una flor, ya un matorral, ya una hoja! ¡Ah!, ¡cuánto os echo de menos debajo de estos dorados artesones! (Viendo a PAULA.) ¿Qué hacías aquí?



Escena II

MONALDESCHI, PAULA.

     PAULA. -Nada, escuchaba.

     MONALDESCHI. -¡Oh!, perdona, Paula, no me acordaba, ¿puedes salvarme? No lo dudo; estás ligada a mi destino, y me traes la esperanza. Todo lo había olvidado.

     PAULA. -Yo nada: hablabas del Arno y de sus hermosas riberas, y tu rebelde memoria no te acordaba el día que me digiste: ¡te amo, Paula! Sé mía, y prometo a mi querida que pronto será mi esposa, un amor cual nunca ha inspirado mujer alguna; y lo juraste por el cielo y por la tierra..., comprendistes mis miradas aunque nada contesté. Más adelante, debajo de un cielo sombrío, juré yo que te seguiría como una sombra, que a la hora de tu muerte me encontrarías a tu lado; ¡y aquí estoy!, ¿cuál de los dos ha cumplido mejor su juramento?

     MONALDESCHI. -¡Cómo! ¡Paula! ¡Paula!..., ¿no me queda ninguna esperanza?..., ¿he de morir?..., ¿dime al menos cuánto tiempo me resta de vida?

     PAULA. -¡Podemos disponer de un cuarto de hora!

     MONALDESCHI. -¡De un cuarto de hora! ¡Dios mío!

     PAULA. -¡Vuelve en ti, marqués!, ten valor.

     MONALDESCHI. -¡Valor!..., le tendría, Paula, en medio de un combate, porque el olor de la pólvora, el estampido de los cañones, el choque de las espadas, el ruido de los instrumentos bélicos y los lamentos de los heridos, nos inflaman, nos hacen arrostrar los peligros, ¡y hasta embriagan nuestra alma con el deseo de morir por la gloria! Tendría ese valor, Paula, que tú tratas de infundirme, si la clemencia de Dios hubiese prolongado mis días, si mi cabeza encanecida y encorvada hubiese visto huir sesenta primaveras; si me hubiesen abandonado uno a uno todos los placeres que ahora formaba mi deleite. La muerte nos es menos sensible cuando se acerca por grados, y el alma se separa del cuerpo sin dolor ni pesar; ¡pero sentir en su seno que el hierro quiere abrir un corazón lleno de vida, y tener que morir!

     PAULA. -No hay duda que nuestra alma rechaza esa clase de muerte, ¿pero en ella misma no podemos encontrar nosotros un consuelo? ¡Cuántas veces me has dicho en aquellos momentos en que entregados a nuestro amor nos olvidábamos del mundo para reconcentrarnos en nosotros mismos: cuántas veces me has dicho en un instante de cariñoso arrebato: qué feliz sería si exalase ahora mi último aliento! ¡Si pudiese beber lentamente en tus labios un veneno, y pasar en tus brazos, y con los ojos clavados en los tuyos, de la vida a la muerte y de la tierra al cielo! Durante aquellos cortos instantes de delirio devorador, yo nada decía, pero ahora que conservo mi cabal juicio y que han transcurrido cinco años, te digo que estoy pronta. -Aquí tengo tu veneno.

     MONALDESCHI. -¡Veneno!

     PAULA. -Su efecto es tan pronto como el relámpago.

     MONALDESCHI. -No, aún conservo alguna esperanza; la reina querrá verme antes de asesinarme. Si mientras tanto no consigo escapar, siempre me queda la esperanza de que en esa entrevista ablandaré su corazón... Morir antes de verla sería abandonarme demasiado pronto a la desesperación. Es mujer, me ama y puede perdonar. ¡No!, ¡no!, ¡más tarde!..., más tarde recurriré a ese veneno cuando no me quede ningún recurso humano, cuando en mis postreros momentos esté a mi lado el ministro del Señor. Dádmele, Paula.

     PAULA. -¡Toma!

     MONALDESCHI. -¡Mi vista se turba!

     PAULA. -Esta sortija tiene dos secretos, cuando hayas apurado el veneno que uno de ellos contiene, me la devolverás para apurar yo el otro. Espérame.

     MONALDESCHI. -¡Ah! Paula.

     PAULA. -Sé hombre ahora. Nuestra vida en este mundo no es más que un camino; luego que entramos en él se apodera la alegría o el dolor de nuestras manos, y nos conduce a su término, donde nos aguarda la tumba, en la que cae nuestro cuerpo fatigado; pero el alma que nunca envejece se queda en la superficie acordándose de la eternidad, a no ser que un crimen horroroso la arrastre con nuestro cuerpo y la encadene a él. Pero tú no debes alarmarte por el crimen que has cometido: vendiste a la que tanto te había amado, desgarraste el inocente y tierno corazón que se había entregado a ti, es cierto..., ¡pero entre nosotros debe borrarse y olvidarse todo escepto los días de felicidad y de alegría! Arrodíllate, en virtud del poder que la desgracia me da; ¡en nombre del Dios vivo, te perdono! Vamos, la muerte no es más que un momento... Dios te ayude... Ahora puedes ya levantarte más tranquilo para morir, porque vienen.

     MONALDESCHI. -¡Oh!, ¡tan pronto!, ¡tan pronto dejar de existir!



Escena III

Dichos, SENTINELLI, dos SOLDADOS se pasean en el corredor oscuro que se ve más allá de la puerta.

     SENTINELLI. -Soy yo, marqués. S. M. te aguarda.

     MONALDESCHI. -¿Quiere verme la reina?, ¡aún no debo perder toda esperanza!, vamos, os sigo (Retrocediendo.) ¡Ah!, ¿no has visto Paula cruzar dos hombres en esos sombríos corredores? ¡Si me esperarán con siniestros designios! (Viendo lucir sus espadas.) ¡Son asesinos!

     SENTINELLI. -¡Vamos, marqués!

     MONALDESCHI. -¡Paula! ¡Paula!, corre a buscar a la reina, échate a sus pies, suplícala, implórala que venga... ¡Dile que la aguardo aquí! Que venga..., que se lo pido por Dios. Dile que quiero verla, que es preciso que la hable, que tengo que revelarla grandes secretos, que Carlos-Gustavo vengaría mi muerte. No, no le digas eso..., dile todo lo que creas que debes decirle. Haz cuanto puedas para que revoque la sentencia. ¡Ah!, no me olvides en manos de mi verdugo.

     PAULA. (Marchándose.)- Y tú no te olvides de enviarme la sortija.



Escena IV

SENTINELLI, MONALDESCHI, CLAUTER y LANDINI en el foro.

     SENTINELLI. -Me canso de esperar.

     MONALDESCHI. -Concededme algunos minutos.

     SENTINELLI. -La reina espera vuestra contestación. ¿Le diré que no os atrevéis a venir, temiendo que su justicia os castigue demasiado pronto?

     MONALDESCHI. -No, porque nada temo, -nada, conde; pero quiero cumplir algunos deberes, que mi situación reclama.

     SENTINELLI. -Bien, cumplidlos, marqués, pero acabad cuanto antes porque la reina espera.

     MONALDESCHI. -Quiero escribir a mi madre.

     SENTINELLI. -Es justo, -y propio de un buen hijo.

     MONALDESCHI. -¡Qué amargo será su dolor cuando llegue a su noticia que su hijo ha muerto!

     SENTINELLI. -¿Has acabado?

     MONALDESCHI. -Ya acabo.

     SENTINELLI. -Vamos.

     MONALDESCHI. -Mis guantes, mi sombrero.

     SENTINELLI. -Ahí están.

     MONALDESCHI. -No puedo presentarme a la reina sin capa..., permitid.

     SENTINELLI. -En esa silla la tenéis.

     MONALDESCHI. -¿Pero es la mía?

     SENTINELLI. -Sí, tómala... Vamos.

     MONALDESCHI. (Poniéndosela ya en un hombro ya en otro.) -Las manos me tiemblan, y apenas puedo tenerme en pie.

     SENTINELLI. -¿Qué más te falta?

     MONALDESCHI. -Este corchete está tan apretado...

     SENTINELLI. (Desenvainando el puñal y acercándose a MONALDESCHI.) Aguarda.

     MONALDESCHI. (Retrocediendo) -¿Qué quieres?

     SENTINELLI. -Ensancharle con mi puñal para evitar más dilaciones.

(Rompe la capa y el corchete.)

     MONALDESCHI. (Enjugándose la frente con el pañuelo.) -¡He creído que se había adelantado la hora de mi muerte! Tengo frío, y por mi frente corre helado sudor...

(Deja caer el pañuelo y lo pisa.)

     SENTINELLI. -¿Aún queréis hacerme esperar más?

     MONALDESCHI. (Inmóvil.) -¡Ah!, cuando he visto que levantaba el acero he creído que no volvería a pasar vivo el umbral de esa puerta.

     SENTINELLI. (Acercándosele.) -¿Tendré que emplear la fuerza para obligarte a que me sigas?

     MONALDESCHI. (Llevándose la sortija a la boca.) ¡Adiós ilusiones, a dios vida miserable!... ¡Ah!, nunca tendré valor... (Corre a una columna en la que hay una Virgen.) ¡Protegedme, Virgen Santísima!

     SENTINELLI. (Agarrándole del brazo y llamando.) -Ayudadme, vosotros.



Escena V

Dichos, CRISTINA, EL PADRE LEBEL.

     MONALDESCHI. -¡Socorro -es la reina! (Viendo al PADRE LEBEL.) -No venís sola. ¡Ah!

     CRISTINA. -(Viendo a SENTINELLI con la espada desenvainada.) -El celo os ciega, conde, yo no he dicho...

     MONALDESCHI. -No lo habíais dicho..., ¡es verdad!, ¡infame asesino, maldito seas!

     CRISTINA. -¡Ah!, no maldigáis, porque en el borde del sepulcro la maldición recae sobre el que la pronuncia. (A SENTINELLI.) Aguardad un momento, conde, aún no es tarde; cuando salga, herid. Dadme las llaves, y dejadnos.

(Vanse SENTINELLI, CLAUTER y LANDINI. La puerta se cierra.)



Escena VI

CRISTINA, MONALDESCHI, EL PADRE LEBEL.

     MONALDESCHI. -Señora, no soy culpable, y contra mí se trama algún horroroso complot; debo por lo mismo...

     CRISTINA. -Hasta el asesino, marqués, tiene derecho para justificarse. El juez oye la defensa del culpable antes de firmar la sentencia de muerte. Hablad..., retiraos un poco, padre Lebel.

     LEBEL. -Quiera el cielo que ese desgraciado aplaque vuestra ira.

     CRISTINA. -Os doy mi palabra de que procederé en justicia, ya sea que le absuelva, ya sea que le condene... Hablad, marqués, estamos solos.

     MONALDESCHI. -No puedo hacerlo, si no se me dice antes de qué crimen se me acusa.

     CRISTINA. -Abrid esta carta y leedla... ¿Creíais haber cubierto vuestro crimen con secreto eterno? ¡Insensato!... ¿Tembláis?... ¡Abrid esta carta! ¡Leedla, si sois inocente!

     MONALDESCHI. (Cayendo a sus pies.) -¡Soy perdido!

     CRISTINA. (Al PADRE LEBEL.) -Ya le veis, confundido a mis pies, abrumado bajo el peso de su propio anatema, despreciable para todos, y particularmente para sí mismo, porque escepto él nadie puede saber hasta qué punto le amaba antes de su traición. ¡Aquí le tenéis ahora humillado, culpable y suplicante! A falta de remordimientos le agovia el dolor. Os le entrego, padre Lebel. Preparadle para responder a Dios.

     MONALDESCHI. -¡Oh!, ya no me queda más esperanza que en vuestra clemencia que es inmensa a la par que vuestro poder. Sí, lo confieso, fui estraviado porque me devoraba constantemente una duda cruel. Me abandonaba el valor delante de ese complot; porque preveía que causaría muchas desgracias, y que podría hacer derramar mucha sangre, y muchas lágrimas; y para Dios las lágrimas y la sangre de un solo hombre, ¡son tan preciosas como todo un reino!... Como buen cristiano creí deber sacrificar mi felicidad por la de mis semejantes.

     CRISTINA. -Tenéis el alma muy grande, marqués, y me interesáis..., por lo que quiero infundiros alguna tranquilidad en vuestros postreros momentos. En los grandes cambios que se preparan no correrá ninguna sangre. Carlos-Gustavo no muere víctima de un complot, sino de una caída de caballo; el trono en que me voy a sentar no está manchado de sangre, y por eso La Gardie...

     MONALDESCHI. -¡Oh!, ¡insensato de mí!... Soy un desgraciado que os suplica temblando que os compadezcáis de sus remordimientos, y olvidéis la injuria que os ha hecho. Imponedme toda clase de tormentos; estoy pronto a sufrirlos; pero no estoy preparado para morir.

     CRISTINA. -Ya veis, padre, que le ha oído como era justo sin prevención, y sin odio. Otra vez os le recomiendo; preparadle a responder a su Dios. ¿Tenéis algo más qué decir?

     MONALDESCHI. -No, señora, ¡oh!, ¡todavía no!, ¡mi voz os implora ahora por vos misma! ¡Queréis subir al trono!, y vuestros pies se deslizarán en sus gradas empapadas en mi sangre; y dirán también cuando os vean sentada en él, que una mancha de esta misma sangre enmohece vuestra corona. Y también vendrá día en que como vos me juzguéis, os juzgará el Señor. Cuando os presentéis a las puertas del cielo con las manos cubiertas de sangre, ¿qué diréis a Dios?

     CRISTINA. -Le diré: he defendido el principio sagrado de los reyes contra un hombre, cuya traición me ha obligado a ser homicida. Con mis reales manos he pesado su crimen, y le he juzgado, Dios mío, como le hubiereis juzgado vos.

     MONALDESCHI. -Veo con dolor que el alma de la reina es inflexible... ¡Oh! ¿Lo será también la de la mujer? Quiero recordar a vuestros pies aquellos momentos...

     CRISTINA. (Al PADRE LEBEL.) Separaos un poco, padre.

     MONALDESCHI. -Aquellos momentos en que quitándonos la diadema quedabais reducida a la clase de mujer, y me decíais. Te amo. Entonces estaba a vuestros pies como ahora, pero no para implorar la vida, sino para apoderarme de vuestra mano; (la coje la mano) para apretarla contra mi corazón, para sellar en ella mis labios, para deciros una palabra de amor a la que contestabais...

     CRISTINA. -¡Marqués!

     MONALDESCHI. -¡Oh!, miradme; miradme a vuestros pies... No me acuerdo de que vuestra real voz dice que es preciso que muera, me acuerdo tan sólo de lo que en otro tiempo decía. Ya no me importa que lancéis sobre mi cabeza el fatal anatema, sabré rechazarle con esta sola palabra. ¡Te amo, te amo!..., hiere... Te amo..., toma, toma mi puñal... ¿Oyes?, te amo... Hiere aquí..., es mi corazón..., hiere, y véngate tú misma sino quieres que te vuelva a decir que te amo.

     CRISTINA. -Dejadme..., dejadme. -Padre.

     MONALDESCHI. -¡Oh!, calmaos. ¿Es la primera vez que aplacando tu ira, me ves a tus pies, y que me permites recobrar a tu lado mi puesto?... ¡Tú sabes que ningún otro sentimiento hizo latir nunca este corazón que tanto te ha amado constantemente!... Mírame..., dicen generalmente que los ojos son el espejo del alma, clava pues tus inquietas miradas en los míos, porque no tengo necesidad de ocultártelos.

     CRISTINA. -¡Oh!, ¡es una debilidad indigna de mi corazón! Quisiera resistir, y me dejo arrastrar a mi pesar... Cambio vuestra suerte, y un destierro eterno...

     MONALDESCHI. -¡Oh!, ¡prefiero la muerte! Y si a ese precio perdona Cristina, yo rehúso la vida que me concede. ¡No volverte a ver! -No; prefiero sufrir un momento, a estar sufriendo toda la vida... Estoy pronto a morir.

     CRISTINA. -Aguardad, Monaldeschi, puede lucir aún el día en que me enternezca vuestro arrepentimiento... Desde el trono al que me llaman mis derechos, si llego a sentarme, reina entre los reyes, mis ávidas miradas os buscarán entre los cortesanos que corran presurosos en pos de mí, y entonces seré yo la primera en llamaros. ¿Pero vos que haréis, mientras llegue ese momento?

     MONALDESCHI. -¡Esperaré!

     CRISTINA. -Fiel a la fe que me habéis jurado, sin que otra...

     MONALDESCHI. -¡Oh!, para mí sois sagrada.

     CRISTINA. -Bien, marqués..., y cuando volváis tal vez agradeceréis el haber estado desterrado. Ahora aguardo...

     MONALDESCHI. -¿A quién?

     CRISTINA. -A Pablo, ese joven que os siguió a Stockolmo desde Roma. Hablaremos de vos algunas veces.

     MONALDESCHI. (Había olvidado que una palabra suya puede perderme... -¡Es posible, Paula, que te he de encontrar siempre en mi camino para desvanecer mis sueños de engrandecimiento! Es posible que has de ser siempre mi genio infernal... Esta sortija, esta sortija...) Permitidme que envíe a ese page como un testimonio de amistad, como un recuerdo, esta sortija que muchas veces me ha pedido.

     CRISTINA. -Ese recuerdo, marqués, es digno de un buen amo. Le haré entregar a quien vos deseáis.

     MONALDESCHI. -¡Al instante!

     CRISTINA. -Al instante... A dios, marqués... Marchad por esa galería... En las otras dos no encontraréis tan segura salida. El conde os aguarda, y reclama su presa. (Al PADRE LEBEL.) Padre mío, en este momento han cambiado vuestros deberes. Debíais prepararle para morir, protejed su vida... A dios.

     MONALDESCHI. (Besándola la mano.) -¡Tan pronto!

     CRISTINA. (Abriendo la puerta.) -Sí. -Gulrick, que llamen a Pablo. -Quiero verle.

     MONALDESCHI. -Está orando en la capilla.

     CRISTINA. -No importa; que venga al instante... Más vale así; ¿por qué había de castigar de muerte un crimen sin efecto?, aun cuando me hubiese arrebatado la diadema, no me hubiese causado más que un perjuicio que yo misma causé voluntariamente. Ese poder que lejos brilla con tanta viveza, no tenía para mí ningún atractivo cuando yo le poseía; y luego que haya recobrado mi corona, me encontraré con que el fastidio participará conmigo del trono. (A PAULA que entra.) Venid.

     PAULA. -¿Estáis sola?

     CRISTINA. -Sí.

     PAULA. (Mirando al rededor.) -¿Sola?

     CRISTINA. -Mirad...

     PAULA. -Está con él un sacerdote... Señora, reserváis algunas veces a los que os sirven espectáculos sublimes. Veo que habéis triunfado de los obstáculos. Eso es grande y bueno.

     CRISTINA. -Pablo, el marqués me ha dado esta sortija para vos.

     PAULA. (Con alegría.) -¡Ah!, traed.

     CRISTINA. -He prometido entregárosla... Es un recuerdo de vuestro amo.

     PAULA. -Y vos os habéis dignado encargaros de entregármela, ¿no es verdad? Os doy gracias, Señora, por vuestra bondad: ¡esta sortija tiene para mí mucho valor!

     CRISTINA. -¿Palidecéis, Pablo?

     PAULA. (Llevándola a sus labios.) -No: bien venido seas, mensagero de la tumba. (A CRISTINA.) ¡Ah!, recaiga sobre vos nuestra muerte.

     CRISTINA. -¿Sobre mí vuestra muerte?... ¡Oh!, habéis perdido el juicio. ¿Qué contenía esa sortija, decid?

     PAULA. -Veneno. El marqués prometió devolvérmela cuando fuese a espirar, ¡y gracias a vos no he tenido que esperar mucho tiempo!

     CRISTINA. -Pero el marqués no está sentenciado a muerte; va desterrado..., le he perdonado, y tal vez dentro de poco se sentará a mi lado en el trono.

     PAULA. -¡Infame!, nos engañaba a las dos.

     CRISTINA. -¿A las dos?

     PAULA. -Soy mujer.

     CRISTINA. -¿Vos? ¡Oh!, ¡todo lo adivino!... Desventurado... (Abriendo la puerta del foro.) ¡Aquí conde! ¡Venid, venid!, corred al estremo de esa galería..., alcanzad al traidor... Herid... Para engañaros os dirá tal vez que yo conservé sus días; ¡no, no! ¡Que con sus lágrimas aplacó mi ira; no, no, mil veces no..., hiere y mata! (Empujándole.) No te detengas (A PAULA.) Para tu mal encontraremos remedio, hija mía; tranquilízate, te salvaremos. (Acercándose a PAULA.) Pero ya la devora el veneno... (Yendo a la puerta de la galería.) ¡Si se escapase!... No..., no escapará. La justicia de Dios detendrá sus pasos. (Acercándose a PAULA.) ¡Oh!, ¡no mueras, hija mía!..., ¡tan joven, tan hermosa!... (Viendo el progreso del veneno.) ¡Os conozco, venenos de Italia!, ¡sois mortales!... ¡Hija mía!... Alguien viene..., ¡no, nada!... (Va a la puerta.) Sí, oigo pasos. (Al PADRE LEBEL que entra.) ¿Y bien, padre, se acabó?

     LEBEL. -¿Se acabó preguntáis? Luego sois vos quien después de haber prometido salvarle...

     CRISTINA. -¡Infame!... ¡Salvarle!..., no, no... ¿Ha sido castigado?... ¡Cuánto tardan!..., ya se debiera haber acabado.

     LEBEL. -A dios, señora.

     CRISTINA. -A dios, padre. Ojalá lleguéis a tiempo.

     MONALDESCHI. -¡Ah!

     LEBEL. -¡Dios mío! Pero no, no se completará la venganza del asesino, el marqués ha apartado de su seno la espada. La presencia de los reyes, señora, salva a los que las leyes condenan.

     CRISTINA. (Queriendo retirarse.) -No me verá.

     LEBEL. (Deteniéndola a la fuerza.) -Os verá, señora.



Escena VII

Dichos, MONALDESCHI, SENTINELLI, CLAUTER y LANDINI.

     MONALDESCHI. (Herido en el cuello.) -¡Socorro, socorro!, padre..., ¡perdón!

     LEBEL. (A SENTINELLI.) -¡Detente por tu alma! Detente, asesino, sino quieres que el Dios que me oye te hiera con sus rayos. (A CRISTINA.) Todavía es tiempo, señora.

     MONALDESCHI. (Incorporándose.) -¡Perdón!

     PAULA. (Levantándose convulsiva.) ¡Perdón!

     LEBEL. -No puede arrastrarse hasta vuestros pies, ya lo veis moribundo y ensangrentado. En nombre del Dios vivo dignaos, señora, conceder alguna tregua a ese desgraciado.

     CRISTINA. (Colocando la mano en el corazón de Paula, que ha cesado de latir.) -Sí; me compadezco de él, padre mío... Rematadle.

FIN

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