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Valle Inclán: relatos ilustrados anteriores a 1900

Ángeles Quesada Novás





Es bien sabido que durante la última década del siglo XIX vieron su nacimiento, en Madrid y en el resto de España, numerosas revistas ilustradas: Blanco y Negro, La Gran Vía, Germinal, Apuntes, Revista Moderna; casi todas de gran calidad en su presentación y en las que siempre había un apartado dedicado a la publicación de poesía y narrativa, cuando no una dedicación exclusiva a la literatura. No hay duda de que esta abundancia de publicaciones terminó por aficionar y acostumbrar al público a un tipo de lectura «doble», debida a un proceso de «interpenetración, que no yuxtaposición, entre texto e imagen» (Ortega 88), lo que da como resultado un enriquecimiento en la recepción, a la vez que coadyuva en el análisis de las obras, al permitir observar «cómo el texto se hace cargo de la imagen o ésta de él, y cómo integran ambos el proceso de lectura por venir» (Ortega 88).

A pesar de las reticencias con que algunos prestigiosos escritores (Alas, Pardo Bazán) aceptaron que su obra apareciese ilustrada, lo cierto es que raro es el autor que renunciaba a la publicación de una obra suya en alguna de estas publicaciones y que para muchos jóvenes esta posibilidad constituyó una magnífica escuela, a la vez que sirvió para poner sus nombres en circulación.

Esa abundancia de publicaciones viene, consecuentemente, acompañada de un número abundantísimo de escritores, algunos de los cuales han caído hoy en el casi olvido (Urrecha, López Núñez, Sánchez Pérez), pero también aparecen en ellas nombres ilustres de autores ya consagrados en esas fechas (Clarín, Galdós, Pereda, Pardo Bazán), junto a los nombres de los que por entonces comenzaban su carrera (Unamuno, Valle Inclán, Baroja).

Algo parecido puede decirse de los ilustradores, algunos de los cuales consolidaron su prestigio como tales, convirtiéndose en verdaderos pioneros de un nuevo arte (Méndez Bringa, Ramón Cilla, Mecachis), mientras otros accedían a la ilustración como medio para hacerse un hueco en el siempre problemático mundo del arte (Benedito, Andreu, Lozano) a la vez que se hacían con unos ingresos nunca mal recibidos, cuando no esperados con verdadera necesidad1.

En el caso que ocupa la atención del presente trabajo, nos encontramos con un escritor que se encuentra en pleno proceso de búsqueda de un estilo y de un mundo literario personal -que, con el tiempo, se convertirá en característico e inigualable-, a la vez que va creándose un nombre en el mundo de las letras.

La década de 1890 a 19002 en la historia profesional del escritor Ramón del Valle-Inclán se caracteriza por su presencia cada vez más frecuente en la prensa periódica, sea la de México -durante su corta estancia en aquel país- sea la de Pontevedra, Madrid o Barcelona. Siempre en formato relato, más o menos breve, amén de artículos de variada índole, no interesantes para el propósito del presente estudio. Así, por citar sólo algunos cuentos representativos: en 1891 aparece «El Mendigo» en el Heraldo de Madrid (7 de marzo). En febrero de 1892 publica el Diario de Pontevedra el proyecto de novela El gran obstáculo. Ese mismo año, y ya en México, aparece el artículo «Bajo los trópicos (Recuerdos de México)», considerado por algunos como «trasunto inicial de Sonata de Estío» (Hormigón 26), en El Universal de la capital mexicana el 16 de junio. El 8 de julio de 1893, Extractos de Literatura de Pontevedra publica el cuento «X», y más adelante, la misma publicación: «La confesión» (10 de julio) y «Octavia Santino» (28 de octubre); entre otros.

Por fin, en 1895 sale de prensas su primer libro: Femeninas, que incluye varias novelas cortas, entre ellas La Niña Chole, que guarda relación con los relatos que veremos más adelante. En los años siguientes, hasta 1900, su firma aparece con cierta frecuencia en publicaciones tan prestigiosas como: Don Quijote, Madrid Cómico, La Vida Literaria, Revista Nueva, Germinal o Blanco y Negro. Por lo que se puede colegir que su nombre, en los últimos años del siglo, ya no es el de un desconocido, sino el de alguien que comienza a merecer la atención de la crítica más rigurosa, como es el caso de Leopoldo Alas, Clarín3.

En lo que se refiere a la parte de su obra que se publica en esta década, acompañada de ilustraciones, he encontrado (hasta el momento) cuatro relatos aparecidos en distintas revistas. Alguno de ellos no fue nunca más reeditado, mientras otros se constituyeron en parte fundamental, en ante-textos, de obras posteriores, siguiendo, como afirma Éliane Lavaud, una «técnica [...] que consiste en integrar cuentos después de reformas más o menos importantes en sus obras de mayor envergadura» (Lavaud, Estrategia... 46). Y que esto se pudiera deber a «una cierta estrategia de publicación folletinesca que tienda a abrir el apetito de los lectores, pero sin darles el último y más sabroso bocado» (Lavaud, Estrategia... 46); amén de los «motivos crematísticos: el que vive de su pluma sabe valorar el interés pecuniario que representa una colaboración en la prensa» (Lavaud, Valle-Inclán... 58).

Lo cierto es que de los cuatro relatos ilustrados, tres de ellos se relacionan con obras mayores (novela corta, novela): me refiero a «La feria de Sancti Spíritus», «Tierra caliente. (De las memorias de Andrés Hidalgo)» con La Niña Chole y Sonata de Estío, y «La reina de Dalicam» con Rosita.

El cuarto relato es «Iván el de los osos», un cuento aparecido en El Universal de México el 8 de mayo de 1892 con el título «Zan el de los osos». En España lo hace el 23 de noviembre de 1895 en las páginas de Blanco y Negro, ilustrado por Huertas4. Blanco y Negro lo publicó nuevamente, muchos años después, en 1966 (7 de mayo).

Se trata de un cuento extraño dentro de la producción narrativa de Valle, con la que sólo coincide en la localización espacial: la Galicia rural -Gaudamil- en la que no faltan el pazo ni la iglesia, ante cuyo atrio tiene lugar la tragedia de la muerte de Iván atacado por su oso.

Gira todo el relato en torno a este personaje, que se muestra desde el comienzo viviendo una gran tensión de la que no se dan explicaciones, pero que el narrador se encarga de subrayar en sus gestos: «amenaza con el garrote a un famélico mastín» (6), va «andando deprisa», con «andar precipitado y descompuesto» (6); mientras, con la «diestra nerviosa y atezada [...] no se daba tregua en golpear los lomos del oso» (6). Sólo se relaja cuando comienza a pedir limosna, pero al no recibirla «desesperado y mohíno» (7), comienza su número con el oso, al que «miraba hosco». Ante la atención que le prestan «el bohemio empezaba a cobrar esperanza y ánimo» (7), pero el silencio de los espectadores le conducen de nuevo a la «desesperación y [...] angustia» (7).

Sufre la agresión de un espectador, se revuelve «furioso» y a los gritos de una mujer que le llama «grandísimo gitano», responde: «Gitano no, siñorina, gitano no!» (7). Los feligreses entran en la iglesia, Iván se queda solo «jurando y maldiciendo de su estrella; colérico» (7) golpea al animal que se revuelve. Esto hace que «con mayor crueldad» redoble los golpes y se produce entonces el ataque de la fiera, del que se defiende. El relato acaba con la visión del «cadáver mutilado y palpitante de su dueño y el olor de la sangre, que humeaba...» (7); no sin antes describir la lucha con tintes naturalistas: «Sintióse el crujir de huesos descoyuntados y rotos; gemidos roncos, jadeantes, faltos de aire, como los exhala el que se siente ahogado; desgarraduras de carne que escalofrían y crispan» (7). Y todo ello a solas, sin espectadores, porque los feligreses han entrado ya en la iglesia. Vive y muere, pues, Iván en la sola compañía de su oso.

Estamos, pues, ante un «sucedido» cruento, acompañado de una cierta explicación basada en el comportamiento nervioso y cruel del hombre, pero sin que se ofrezcan pistas acerca del porqué del mismo. Todo ello precedido de unas acertadas descripciones de ambiente, en las que lo que más destaca es la sensación de miseria física y moral:

Al vocerío de los hombres que rifaban entre sí mezclábanse los histéricos ayes de una pobre poseída que, rodeada de las mujeres de la tribu y de un pelotón de chicuelos sucios y desnudos, yacía pálida, calenturienta y estenuada (sic) sobre un haz de hierba seca que mordía un caballo montaraz de lanudo pelaje y enmarañada crin.


(6)                


De las dos ilustraciones que acompañan al relato, una se muestra fiel al texto (Imagen 1) que sitúa a hombre y oso en primer plano mientras al fondo se divisa el mísero campamento y a la derecha una hondonada donde yace una figura, hacia donde Iván dirige la mirada. La segunda viñeta (Imagen 2) se centra en la lucha entre hombre y fiera, en primer plano. En segundo plano, un grupo formado por hombres y mujeres ante la puerta de la iglesia, de los cuales, unos contemplan con gesto espantado la escena, mientras otros huyen de ella dándole la espalda. Pero la más intensa personificación del horror la constituye la presencia de una figura masculina, situada a la izquierda, aislado y con el gesto paralizado, como hipnotizado ante lo que ve.

En ambas viñetas destaca la minuciosidad con que están recogidos los detalles de indumentaria del protagonista -sobre todo en la primera-, pero, en la segunda, aparece un gran error, puesto que la vestimenta del hombre situado a la izquierda no se corresponde con la propia de un gallego, sino que es el ropaje característico de la zona salmantina: sombrero plano, chaleco adornado con dijes metálicos.

Se trata de dos viñetas de tamaño grande, insertadas en medio de la página la primera y la segunda rodeada por el texto. De corte realista y complementando al relato por analogía, es decir sometiéndose básicamente al texto, si bien la interpretación tiende a tomarse ciertas libertades, en función de la creación de una obra visualmente atractiva, como es el caso del grupo que contempla espantado el ataque del oso, cuando el texto señala que: «presurosos y en tropel entráronse por las puertas de la iglesia todos cuantos se hallaban en el atrio» (7).

No me cabe duda que son motivos de índole interpretativa, a la búsqueda de una ampliación de la escena, los que llevan a Huertas a crear ese grupo de testigos, los cuales, mediante una variedad de gestos -que van desde la incredulidad del solitario de la izquierda al espanto de las mujeres que están de frente y las que huyen de espaldas- transmiten al lector el horror de los hechos que suceden en primer plano. Como si la soledad en que suceden -según el texto- restase dramatismo a la escena, Huertas necesita de esos espectadores para que, con su gesto, intensifiquen ante el lector el horror que éste está sintiendo.

El relato cronológicamente siguiente es «La feria de Sancti Spíritus», subtitulada: «Fragmento del libro Tierra Caliente, por Andrés Hidalgo». Ilustrada por Teodoro Andreu5.

Aparece este relato en el n.º 42 de la revista madrileña Apuntes, el 1 de enero de 1897, que adopta la forma y el estilo de un almanaque. Esta peculiar forma, mantenida por casi todas las publicaciones de la época, persigue la finalidad de ofrecer al lector, a primeros de año, una visión general del año por venir, que incluye una presentación de calendario con su santoral, una recreación de las estaciones en páginas bellamente iluminadas, así como un panorama de las distintas festividades que jalonan el año, como excusa para hacer un recorrido por las diversas regiones.

Así en este Almanaque encontramos, entre otros: «La feria de Salamanca» por Jacinto Benavente, «La fiesta del Corpus» por Manuel Reina, «La feria de Albacete» por Francos Rodríguez, «La feria de Santiago Apóstol» por Emilia Pardo Bazán, «El entierro de la sardina» por Clarín. Los dos últimos títulos ejemplifican bien el estilo y técnica utilizadas por los distintos autores a la hora de afrontar el tema, posiblemente propuesto por la dirección de la revista. En el caso de Pardo Bazán elabora un artículo de corte costumbrista, mientras que Clarín utiliza una festividad popular para crear un relato.

A esta última opción pertenece «La feria de Sancti Spíritus», en el que, so capa de la presentación de un festejo popular: «aquellas ferias que al comenzar la primavera se juntaban y hacían en la ciudad y en los bohíos, en las praderas verdes y en los caminos polvorientos, todo ello al acaso, sin más concierto que el deparado por la ventura», desarrolla en un relato de corte galante inscrito en el mundo exótico de «Tierra Caliente».

Con el topónimo ficticio de Tierra Caliente -contenido en el título o en el subtítulo- Valle-Inclán publicó varios relatos en los años del cambio de siglo en diversas publicaciones españolas y mexicanas. El primero es este, el aparecido en Apuntes el 1 de enero de 1897, cuyo título completo es: «La feria de Sancti Spíritus. Fragmento del libro Tierra Caliente, por Andrés Hidalgo».

El 15 de enero de 1898, en Madrid Cómico aparece «Tierra Caliente (De las memorias de Andrés Hidalgo)» y el 30 de diciembre del mismo año, en el almanaque de la revista Don Quijote, un brevísimo relato: «Del libro Tierra Caliente». El 18 de marzo de 1899: «Tierra Caliente (Impresión)», en La Vida Literaria. Ya dentro del siglo XX todavía persistirá, hasta 1903, la presencia de este topónimo en relatos aparecidos en España y en México.

Antes de la aparición de este relato en Apuntes habíamos tenido noticia en la novela corta La Niña Chole -aparecida en el volumen Femeninas de 1895- de un mundo en el que el exotismo del paisaje americano se convierte en el escenario perfecto para una historia galante. La Niña Chole contiene ya en el subtítulo el topónimo («Del libro "Impresiones de Tierra Caliente" por Andrés Hidalgo»), así como el nombre del narrador, a la vez que se alude a un amor previo personificado en la persona de Lilí, cuya sonrisa planea sobre buena parte de la historia.

Esta coincidencia de personajes con los de «La feria de Sancti Spíritus», me hacen preguntarme -junto con Lavaud- «si en Valle-Inclán no coexisten dos técnicas: un cuento publicado en periódicos da nacimiento a un texto más largo, mientras que un texto largo se fragmenta en cuentos para la prensa, sin que se pueda distinguir siempre una modalidad de otra» (Lavaud, Estrategia... 47).

Hay en este relato tres elementos que lo singularizan, uno de ellos es que en él se encuentra la única explicación acerca de quién sea ese Andrés Hidalgo -mediante un breve preámbulo y una corta noticia al final del relato, ambas en cursiva-, así como que el topónimo es el título de una obra de este escritor ya muerto. Otro es la presencia, como personaje de Lilí que -junto con Andrés- protagoniza la historia, y cuyo nombre aparece citado en La Niña Chole como el de alguien ya desaparecido de la vida de Andrés. Este último dato me lleva a pensar en la posibilidad de que «La feria de Sancti Spíritus» vendría a ser una a modo de pre-historia, con respecto de La Niña Chole y de la obra que terminaría por ser el receptáculo de esta novela corta y de los relatos de Tierra Caliente: la Sonata de Estío. Escrita antes o después de La Niña Chole, sin duda busca presentar en acción a ese personaje tan ardientemente evocado en esa novela corta6.

Pero lo más llamativo de esta «feria de Sancti Spíritus» con respecto del resto de los relatos de Tierra Caliente es su localización espacial en Cuba, de la que no cabe la menor duda tanto por el nombre de una ciudad -que existe-, como por el vocabulario (bohío, guajiro, manigua) que hace referencia a una realidad concreta: la cubana. Una localización que desaparecerá, sustituida por otra de referencias a México en el resto de los relatos del ciclo.

Una posible explicación a esta peculiaridad del cuento podría ser la siguiente: la revista Apuntes, desde su primer número mantiene una sección fija titulada «Notas de la guerra», en la que se hacía un análisis de la situación por la que estaba pasando Cuba. Las notas se extendían en relatos de hechos heroicos y/o crueles que la guerra propiciaba; en describir la situación en los espacios rurales, en las pequeñas ciudades; en fijar la atención en la penosa situación de los soldados españoles, etc.

Todas las notas del año 1896 llevan la firma de Francisco Navarro y Ledesma7, y todas (salvo la firmada por Pardo Bazán) van acompañadas de viñetas, debidas la mayor parte a dos dibujantes: Carlos Lezcano y Teodoro Andreu. Este último, por cierto, es el encargado de los dibujos relacionados con el relato de Valle-Inclán.

La hipótesis que yo propongo es que, dado el interés de la revista por el tema cubano8, no sería de extrañar que se le encargase a un escritor joven, del que se sabía que había estado un tiempo en Cuba9 la única colaboración que, entre los artículos referidos a las diversas regiones de España, hace referencia a Ultramar, en un año especialmente doloroso en cuanto a los acontecimientos allí sucedidos.

Posiblemente, a Valle no le costase ningún trabajo elaborar un espacio que le era ciertamente conocido y, en el resto del ciclo, prescindir luego de él, sustituirlo por otro que domina mejor o le resulta más exótico, o más cercano a la imagen que él se ha hecho de la América que conoce y que reelaborará en obras posteriores10. Mantener el paisaje cubano a lo largo de los años siguientes, en una historia de corte galante, hubiese sido -posiblemente- un error de cálculo, incluso de mal gusto. Cabe, también, la posibilidad de que la idea primitiva hubiese sido la mexicana y que sólo acudiese a la localización cubana para ceñirse a esta publicación. De una forma u otra, esta primera aparición de la Tierra Caliente «cubana», será también la única y no volverá su autor a hacer referencia a la ciudad ni a los paisajes descritos en ningún otro relato.

El cuento en sí relata unas horas en la vida de una pareja -Andrés, Lilí-, en las que pasan del disfrute sensual por la mutua compañía y por el entorno -paisaje-gentes- al violento momento en que él -por culpa de ella- debe enfrentarse con un extraño, cargando así de morbosidad a la figura femenina, lo que coadyuva a intuir/entender la intensa relación pasional de la pareja.

Contado en primera persona por Andrés, aparece dividido en dos grandes partes, que, a su vez se pueden subdividir en otras dos. La primera parte centra la atención en torno al personaje femenino y a la descripción del ambiente (paisaje y gentes) que rodea a la pareja. El narrador-protagonista hace girar su presentación del personaje en la belleza y el encanto de la mujer, detallando su físico así como sus movimientos en una descripción plagada de elementos sensuales, creadores de una atmósfera claramente erótica: «Lilí era una tentación», dice el narrador en un momento dado, tras mostrarla con «el cabello destrenzándose sobre los hombros desnudos, con su boca riente y su carne blanca, de camelia entreabierta», y, por si queda alguna duda con respecto de la índole de la relación con esa mujer, remata esa descripción señalando cómo le calza un «espolín de oro [...] en aquel pie de reina que no pude menos que besar».

A partir de ahí el relato se centra en una descripción del paisaje que, contagiado quizá del entusiasmo y sensualidad precedentes, aparece impregnado de elementos sensuales: «... como jadeo bravío de la manigua. El alba impregnada de efluvios nupciales, tenía largos estremecimientos, de rubia y sensual desposada [...] altar donde bandadas de pájaros se casaban, besándose en los picos». Se suma a este paisaje la presencia de un gentío hermoso, con lo que el ambiente que se crea rezuma luz, color, brillo: «alegres cabalgatas de criollos y mulatos [...] al trote de gallardos potros [...] con sillas recamadas de oro y gualdrapas bordadas. [...] El sol arrancaba a los arneses blondos resplandores y destellaba fugaz en los machetes pendientes en los arzones».

Pero, de inmediato, este mundo reluciente comienza a perder brillantez, a sufrir un paulatino cambio hasta llegar a trocar toda la sensual belleza precedente en oscuros, desagradables y hasta monstruosos elementos, que conforman un ambiente adverso, ajeno al vivido hasta ese momento. Se diría que actúa este oscurecimiento del medio a manera de premonición, de advertencia acerca de lo por venir:

[...] la llanura parecía jadear bajo aquel marcial y fanfarrón estrépito [...] El largo lamento de las guajiras expiraba deshecho entre las herraduras de los caballos [...] Los «asiáticos» [...] siempre lacios, siempre mustios [...], negras andrajosas, adornadas con amuletos y sartas de corales [...] viejas de treinta años, arrugadas y caducas [...] medio desnudas, desgreñadas [...] monstruosa turba de lisiados nos cercó: ciegos, tullidos, enanos, lazarados...


Todo un pandemonium que marca el final de la primera parte, fundamentalmente descriptiva, y el comienzo de la historia. A partir de aquí, el ambiente ocupa un segundo lugar y la acción adquiere lugar preeminente. La llegada a una casa amiga, cuyos dueños son: él, un liberto, antes esclavo de Andrés; ella, una antigua doncella de Lilí. Ambos centran sus atenciones en sus respectivos amos estableciéndose una clara complicidad entre cada pareja. Un comentario del liberto acerca de su mujer suena como advertencia de lo que pudiera suceder, así como el comentario final del narrador parece describir la verdadera relación de cada uno con su pareja: «Ella toda la vida con hombres, amito [...] Su voz era lastimera, resignada, llena de penas: una verdadera voz de siervo».

La escena final, el enfrentamiento de Andrés, por culpa del coqueteo de Lilí con un inglés, no hace más que confirmar la índole de la relación de sumisión que él mantiene, aunque la oculte tras la fachada del propietario. «Esta mujer es mía», aduce como argumento para impedir el pago de la deuda por ella. Y la respuesta de ella no puede ser más ajustada a la imagen que de la femme fatale ofrecen las narraciones fin de siglo: «... con un sollozo de pasión infinita: ¡Dios mío! ¡Qué no haría yo por ti!».

El relato tiene un hondo componente sensual, contenido no sólo en aquello que guarda relación con la pareja protagonista, sino con todo lo que le rodea, lo que ellos contemplan. Más quizá que la propia historia galante es subrayable en este relato ese depositar en el ambiente la responsabilidad de materializar estados de ánimo, premoniciones, situaciones. Desde el «un rayo de sol tan juguetón y alegre, que, al verse en el espejo, se deshizo en carcajadas de oro» al inicio del relato al «Mulatas y guajiros, al son de la música más burlesca de Offenbach, ejecutaban aquellas extrañas danzas voluptuosas que los esclavos trajeron de África», el ambiente sufre una mutación hacia una visión desagradable, chillona e, incluso, peligrosa, que remata con una «turba de lisiados» a los que hay que ahuyentar «con el rebenque». Todo se ha transformado en el cuento y se ha impregnado de la violencia con que se desenvuelve la escena final.

Contiene el relato suficientes descripciones de personas y de paisajes como para que el ilustrador hubiese podido centrase en ellas para realizar su labor. No es así, y las dos viñetas que acompañan al relato se limitan a recoger, por analogía dos momentos de la historia. Curiosamente el orden de aparición está invertido (posiblemente por razones tipográficas), ya que la que aparece en la primera página (Imagen 3) se corresponde con la parte final de la historia, en la que Lilí -medio de espaldas al lector-, está con gesto compungido, la cabeza gacha, junto a un personaje masculino, indudablemente Andrés, en el momento en que él asegura: «Esta mujer es mía»: así lo parece indicar esa inclinación hacia atrás y esa mano derecha que la señala, mientras el brazo izquierdo se extiende hacia el tercer personaje: un hombre cubierto por un salacot, cuyo cuerpo semiinclinado hacia adelante personifica la atención prestada a las palabras que le dirigen. Como telón de fondo de esta escena: gentes y cabañas con cubierta de paja, así como los perfiles de altas palmeras.

La segunda viñeta (Imagen 4) está situada en la tercera página; recoge esa cabalgada de la pareja en la que recorren un paisaje cambiante a medida que se aproximan al Real de la feria. Una vegetación exuberante a la derecha y la presencia, a la izquierda, de los dos elementos que marcan el cambio de tonalidad de la descripción aparecen recogidos en el dibujo: el jinete «a la usanza mexicana» tocado con sombrero de ala ancha y ceñido por una canana, y una pordiosera negra, cubierta la cabeza por un paño y en actitud mendicante. A la derecha el grupo formado por la pareja a caballo, en el que lo más llamativo es la manta que cuelga del arzón del caballo de él. Cabalgan mirando hacia adelante, y se les puede ver de perfil, con los mismos aditamentos con los que ya los hemos visto en la primera viñeta.

La verdad es que ninguno de los dos dibujos hace favor alguno a la narración. Se limita Andreu a ilustrar por analogía, pero se nota que los dibujos carecen de emoción; resultan fríos y, desde luego, excesivamente oscuros, impidiendo la observación de los rostros. La vestimenta femenina es sobria en comparación con los aditamentos con que Andreu ha caracterizado al personaje masculino: un sombrero adornado con larga pluma y un gesto altivo.

En general, yo creo que Andreu, habituado a ilustrar las «Notas de guerra», que no contenían escenas amables, ha traspasado su austera visión de la Cuba en guerra a la sensual que el texto valleinclanesco ofrece. Ha soslayado todo lo que de brillante y hermoso contiene la primera parte del relato e incluso ha eludido la belleza y fascinación con las que el narrador ha dotado al personaje femenino transformándola en una figura anodina.

No sucede lo mismo, sin embargo, con la única viñeta que ilustra el relato «Tierra Caliente (De las memorias de Andrés Hidalgo)» aparecido en Madrid Cómico el 15 de enero de 1898.

A pesar de que Mariano Foix11 se limita a ilustrar una frase del relato: «La forma de una mujer blanquea en el negro fondo de la puerta de la cámara. El marinero se acerca» (61), consigue crear una atmósfera electrizante sobre la base del gesto contenido de los personajes representados.

Este relato «reelabora el capítulo (VIII) de La Niña Chole, la escena de los tiburones» (Serrano 1996: 42), ahora, sabiamente resumido y sin hacer mención al nombre de la mujer, a la que se alude como una «criolla» que tiene «una hermosa cabeza de reina india» (62). Desde que hace su aparición el personaje femenino, se establece en la narración una tensión que irá en aumento, a pesar de lo aparentemente anodino del diálogo entre los dos personajes y que remata en la sensual descripción de los preparativos del negro antes de lanzarse al agua. Terminamos de entender esa tensión, de comprender que hemos asistido a esa escena a través de los ojos de quien está siendo cautivado por la belleza de la mujer, gracias a las últimas palabras del narrador: «vencióme el encanto de los sentidos y mis labios aún trémulos, pagaron aquella sonrisa cruel, con la sonrisa humilde del esclavo que aprueba cuanto hace su señor...» (62).

La única viñeta (Imagen 5), situada al comienzo del relato, es de dibujo simple, contiene el número de elementos precisos para situar al lector en la cubierta de un barco, pero elimina la presencia de la multitud que aparece congregada en el texto, tras la hazaña del marinero: un «corro que a su redor han formado los pasajeros» (61), además de los marineros que le ayudan en su empresa. Deja a los personajes solos, con la única presencia del narrador, situado al fondo del dibujo, contemplando la escena casi a escondidas, así como de una enorme luna que ilumina la parte izquierda del dibujo.

Dama y marinero en primer plano, a solas, vestida ella de blanco, él de negro, ambos de perfil, lo que permite al ilustrador bosquejar un hermoso cuerpo femenino. Destaca el gesto orgulloso de la cabeza de ella y el encogimiento servil de él. Pero sobre todo, destaca el intercambio de miradas que impregna al dibujo de un enorme magnetismo.

Ha conseguido Foix, con economía de medios pero con pulso acertado, trasmitir toda la tensión que el relato contiene, el que el narrador sabiamente trasmite. La presencia de ese espectador, oculto a los ojos de la pareja, que es testigo de un encuentro en que parece que está sucediendo algo más allá de lo expuesto en la narración, viene a ser la constatación de que la historia está siendo relatada por ese testigo, que al final de relato terminará rendido ante la fuerza seductora de la dama. El narrador ha captado la tensión latente y el ilustrador la ha plasmado con gran acierto, consiguiendo así una lectura visual acorde con el tono con que el narrador ha impregnado el relato.

El último cuento ilustrado, dentro de los límites del siglo XIX, es «La reina de Dalicam», aparecido el 20 de abril de 1899 en La Vida Literaria de Madrid. Este relato está considerado «como una condensación de la fábula de Rosita sin ninguno de sus subtemas» (Lavaud, La singladura... 96). El relato aparece precedido de una divertida caricatura del autor bajo el epígrafe «Nuestros colaboradores», debida a la pluma de Leal da Cámara, un asiduo colaborador de la revista.

La Rosita a que alude Lavaud es la que abre el segundo volumen de novelas cortas Corte de amor, aparecido en 1903. Pero antes de su inclusión en este volumen, el personaje y su historia aparecen dos veces más en prensa: en 1902 en El Imparcial de Madrid (14 de julio) con el título «Rosita Zegrí» y con el título original, «La reina de Dalicam» en la Revista Ibérica, el 15 de julio.

La versión que aparece ilustrada en La Vida Literaria es muy breve y centra la atención en un pequeño diálogo que mantienen Rosita y el Duquesito de Ordax, en el que se pone de manifiesto una relación previa. El diálogo termina con la aparición del marido de ella, un rey negro, que no sabe escribir.

Ya desde el comienzo el cuento presenta un tono de farsa, evidente en la primera descripción: «Zumbador enjambre de abejorros y tábanos rondaba los grandes globos de luz eléctrica que envolvían en parpadeante claridad el pórtico del Foreigner Club» (244), que preludia el ambiente en que va a tener lugar el reencuentro de los personajes. En la presentación de estos busca el narrador la degradación de los mismos, sobre la base de plantear un primera visión amable: «Rosita Zegrí, una preciosa que lucía dos lunares en la mejilla»; «el caballero que, con ademán de rebuscada elegancia, se ponía el monóculo para verla» (244), para, a continuación, mudar esa perspectiva, en el momento en que los personajes se ponen en movimiento, así ella: «quitóse el cigarro de la boca [...], bebióse el último sorbo de cóctel y salió presurosa» (244); mientras él: «arqueó las cejas y dejó caer el monóculo: fue un gesto cómico y exquisito de polichinela aristocrático» (244).

Con este último comentario destruye el narrador toda posibilidad de plantear una escena galante dentro de los límites de la elegancia, de la belleza y se desliza hacia un encuentro lleno de sobrentendidos, en la que las réplicas de ella, cargadas de vulgarismos, denotan la pertenencia al mundo de las damas galantes, que pueblan el pórtico del Club.

Una vez que hace su aparición el marido de Rosita utiliza el narrador la misma técnica de degradación, que inicia con «era negro y gigantesco; admirable de gallardía y de nobleza» (244). Una visión hermosa que deja de serlo cuando el rey comienza a actuar y sus movimientos lo presentan como un personaje si no ridículo, cuando menos digno de conmiseración: «sacó del bolsillo una fotografía [...] descolgó un lapicero de oro que colgaba entre los tres mil dijes de su reloj y puso ambas cosas en manos de Rosita» (244); aquí termina la degradación -benevolente si se quiere- del personaje porque «aquel rey negro, que como los reyes de las edades heroicas, no sabía escribir» (244).

El relato es un buen ejemplo de ese estilo que Valle-Inclán desarrollará a lo largo de su carrera y que terminará por conducirlo al esperpento. Una presencia de elementos nobles y hermosos que se ve empañada por la incursión del tono burlesco, de farsa y convierte al relato en un esbozo de burla hacia determinadas situaciones que él mismo no ha dudado en relatar en otras novelas cortas, si bien utilizando un tono muy alejado de este.

La falta de prejuicios en el trato que define a la mujer galante termina por eliminar cualquier tipo de moralina, mientras el absurdo del caso -esa mujer convertida en reina- no hace más que incrementar la propia vacuidad e hipocresía de ese mundillo, el de los «gomosos y clubmanes» y las «damas galantes» (244) que producen esos «aromas de amable feminismo».

El relato sólo cuenta con una viñeta debida a la mano de A. Mínguez12 (Imagen 6). Lo que más llama la atención de ella es el caso omiso que le dibujante ha hecho del texto, al menos en lo relacionado con la localización espacial, puesto que lo que presenta el dibujo es un encuentro en una calle o paseo. La presencia de los árboles, el camino y el quiosco no tiene nada que ver con la sensualidad que parece primar en ese «pórtico de mármol blanco y estilo pompeyano» (244) que describe el texto. Por otro lado, la vestimenta de los personajes, sobre todo la de ella, tampoco parece tener que ver con la apropiada para una velada en la que se beben cócteles y ellas mueven los abanicos.

El momento que parece recoger la viñeta se corresponde con la frase: «él se ponía el monóculo para ver quien le llamaba» (244). Así aparece él en primer plano, de perfil, mientras ella, de frente, de manera que se pueda observar el gesto de sorpresa, está situada en la lejanía. Esa impide comprobar la belleza que se le supone, pero, en principio no aparece especialmente hermosa. Tampoco el perfil de él habla de galanura o belleza. Es posible que, contagiado por el tono del relato, Mínguez haya optado por el dibujo de dos seres anodinos, que trasmiten escasa simpatía.

Llama la atención la escena escogida por el dibujante para elaborar la viñeta, cuando, tanto la descripción de ambiente como la escena final con la presencia del rey analfabeto, son las partes más definitorias del relato y de la intencionalidad del mismo. En este caso el ilustrador, ante la disyuntiva de hacerse cargo del texto y elaborar un dibujo, que integrado en la lectura estimule al lector de determinada forma, ha optado por la posibilidad menos provocadora de actitudes críticas por parte del lector, algo que el texto busca deliberadamente al enfatizar, mediante el tono burlesco, los aspectos ridículos de determinados sucesos plausibles en el medio galante.

De estos cuatro relatos, ilustrados por los diferentes dibujantes, se puede decir que en dos de ellos: «Iván el de los osos» y «Tierra caliente» se ha producido esa interpenetración a que alude Marie-Linda Ortega, consistente en el primer caso en trasmitir el horror del relato mediante el gesto de los espectadores que el ilustrador añade en su dibujo; en el segundo caso, es ese intercambio de miradas, o esa mirada fija del marinero la que manifiesta las emociones que el narrador-testigo está trasmitiendo en el relato. Se trata, en ambos casos de una acertada y esmerada labor que enriquece al texto.

No puede decirse lo mismo de las ilustraciones de los otros dos cuentos, de los cuales sale peor parado «La reina de Dalicam», con una insulsa viñeta incapaz de trasmitir al lector el tono de farsa que impregna al relato; mientras en el caso de «La feria de Sancti Spíritus», la carencia de interpretación embellecedora o enriquecedora quizá se deba a una actitud concreta del ilustrador, que, acostumbrado a ilustrar todo lo referente a Cuba con unos tintes sombríos, tiñe con esos mismos tonos un cuento que hubiese merecido un tratamiento menos sobrio13.






Obras citadas

  • Alas, Leopoldo. «Palique». Madrid Cómico (27 de septiembre de 1897).
  • Campos, Jorge. «Tierra caliente. (La huella americana en Valle-Inclán)». Cuadernos Hispanoamericanos 199-200 (julio-agosto, 1966): 407-38.
  • Francés, José. Los dibujantes e ilustradores españoles contemporáneos. Madrid: Publicaciones de la Escuela de Artes y Oficios Artísticos, 1945.
  • González del Valle, Luis. La ficción breve de Valle-Inclán. Barcelona: Anthropos, 1990.
  • ——. «Aspectos temáticos y técnicos de Rosita de Valle-Inclán». Nueva Revista de Filología Hispánica XXII. México: El Colegio de México: s. f., 328-37.
  • Hormigón, Juan Antonio. Valle-Inclán. Cronología. Escritos dispersos. Epistolario. Madrid: Fundación Banco Exterior, 1987.
  • Lavaud, Éliane. «Estrategia de la escritura y de la publicación en la narrativa valleinclaniana (1889-1906)». Busca y rebusca de Valle-Inclán. Simposio Internacional sobre Valle-Inclán. Tomo 1. Madrid: Ministerio de Cultura, 1990, 39-50.
  • ——. La singladura narrativa de Valle-Inclán. (1888-1915). A Coruña: Fundación «Pedro Barrié de la Maza. Conde de Fenosa», 1991.
  • ——. Valle-Inclán ¿Un sistema literario? Pontevedra: Diputación de Pontevedra, 2008.
  • Ortega, Marie-Linda. «Imaginar una lectura versus leer las imágenes». Ayer 58.2 (2005): 87-111.
  • Ramos, Rosa Alicia. Las narraciones breves de Ramón del Valle-Inclán. Madrid: Pliegos, 1991.
  • Santos Zas, Margarita. «Valle-Inclán y la prensa cubana: el viaje a La Habana de 1921». Anales de la Literatura Española Contemporánea/Anuario Valle-Inclán 26.3 (2001): 219-55.
  • ——. «Valle-Inclán y Cuba: La Feria de Sancti Spíritus».
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  • Serrano Alonso, Javier y Amparo de Juan Bolufer. Bibliografía general de Ramón del Valle-Inclán. Santiago: Universidade, 1995.
  • Serrano Alonso, Javier. Los cuentos de Valle-Inclán. Estrategia de la escritura y genética textual. Santiago de Compostela: Universidad de Santiago de Compostela, 1996.
  • Un siglo de ilustración española en las páginas de Blanco y Negro. Zaragoza: Prensa Española, 1994.
  • Valle-Inclán, Ramón del. «Iván el de los osos». Blanco y Negro (23 de noviembre de 1897): 6-7.
  • ——. «La feria de Sancti Spíritus». Apuntes (1 de enero de 1897).
  • ——. «Tierra Caliente. (De las memorias de Andrés Hidalgo)». Madrid Cómico (15 de enero de 1898): 61-62.
  • ——. «La reina de Dalicam». La Vida Literaria (20 de abril de 1899): 244.


Imagen 1

Imagen 1

«Iván el de los osos»



Imagen 2

Imagen 2

«Iván el de los osos»



Imagen 3

Imagen 3

«La feria de Sancti Spíritus»



Imagen 4

Imagen 4

«La feria de Sancti Spíritus»



Imagen 5

Imagen 5



Imagen 6

Imagen 6

«La reina de Dalicam»



 
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