 Las mujeres
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MATA.- Las bodas turquescas hicimos sin
acordársenos del novio, y toda la plática de ayer y
hoy hemos hecho sin acordársenos de ellas. ¿Hay
mujeres en Turquía?
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PEDRO.- No, que los hombres se nacen en el campo
como hongos.
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MATA.- Dígolo porque no hemos sabido la
vida que tienen ni la manera del vestir y afeitarse.
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JUAN.- Media hora ha que vi a Mátalas
Callando que estaba reventando por esta pregunta.
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MATA.- ¿Son las mujeres turcas muy
negras?
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PEDRO.- Ni aun las griegas ni judías,
sino todas muy blancas y muy hermosas.
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JUAN.- ¿Cayendo tan allá el
Oriente son blancas? Yo pensaba que fuesen como indias.
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PEDRO.- ¿Qué hace al caso caer al
Oriente la tierra para ser caliente, si participa del
Septentrión? Constantinopla tiene 55 grados de longitud y 43
de latitud, y no menos frío hay en ella que en Burgos y
Valladolid.
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MATA.- ¿Aféitanse como
acá?
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PEDRO.- Eso, por la gracia de Dios, de Oriente a
Poniente y de Mediodía a Septentrión se usa tanto,
que no creo haber ninguna que no lo haga. ¿Quién de
vosotros vio jamás vieja de ochenta años que no diga
que entra en cuarenta y ocho y no le pese si le decís que no
es hermosa? En sola una cosa viven los turcos en razón y es
ésta: que no estiman las mujeres ni hacen más caso de
ellas que de los asadores, cucharas y cazos que tienen colgados de
la espetera; en ninguna cosa tienen voto, ni admiten consejo suyo.
De estos ruidos, cuchilladas y muertes que por ellas hay acá
cada día están bien seguros. ¡Pues cartas de
favor me decid! Más querría el favor del mozo de
cocina que el de cuantas turcas hay, sacada la sultana que yo
curé, que ésta tiene hechizado al Gran Turco y hace
lo que le manda; pero las otras, aunque sean mujeres del Gran
Turco, no tienen para qué rogar, pues no se tiene de
hacer.
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MATA.- Ruin sea yo si no tienen la razón
mayor que en otra cosa ninguna; y si acá usásemos
eso, si no viviésemos en paz perpetua y fuésemos en
poco tiempo señores de todo el mundo, de más de que
seríamos buenos cristianos y serviríamos a Dios, le
tendríamos ganado para que nos ayudase en cuanto
emprendiésemos de hacer.
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JUAN.- ¿Qué nos estorban ellas
para eso? A la fe nosotros somos ruines y por nosotros queda.
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MATA.- ¿No os parece que andaría
recta toda la justicia de la cristiandad si no se hiciese caso del
favor de las mujeres? Que en siendo uno ladrón, y salteador
de caminos, procura una carta de la señora abadesa y otra de
la hermana del conde, para que no le hagan mal ninguno, diciendo
que el que la presente lleva es hijo de un criado suyo; de tal
manera que, siendo ladrón y traidor, con una carta de favor
de una mujer deja de serlo. La otra escribe que en el pleito que
sobre cierta hacienda se trata, entre Fulano y un su criado, le
ruega mucho que mire que aquél es su criado y
recibirá de ello servicio. El juez, como no hay quien no
pretenda que le suban a mayor cargo, hace una de dos cosas: o quita
la justicia al otro pobre que la tenía, o dilátale la
sentencia hasta tomarle por hambre a que venga a partir con el otro
de lo que de derecho era suyo propio, sin que nadie tuviese
parte.
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JUAN.- Ésos serán cual y cual que
alcanzan aquel favor; pero no todos tienen entrada en casa de las
damas y señoras para cobrar cartas de favor.
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PEDRO.- Engañaisos, aunque me
perdonéis, en eso, y no habláis como cortesano.
¿Quién no quiere cartas de favor, desde la reina a la
más baja de todas las mujeres, que no la alcanza? Como el
hijo de la que vende las berzas y rábanos quiera el favor,
no ha menester más de buscar a la comadre o partera con
quien pare aquella señora de quien quiere el favor, y
encomiéndase a ella, y alcanzarle ha una alforja de
cartas.
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JUAN.- Y si es monja, ¿qué cuenta
tiene con la partera?
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PEDRO.- El padre vicario os hará dar
firmado cuanto vos pudierdes notar, aunque no conozcan aquel a
quien escriben. Una mujer de un corregidor vi un día, no muy
lejos de Madrid, que porque estaba preñada y no se le
alborotase la criatura rogó a su marido que no ahorcasen un
hombre que ya estaba sobre la escalera, y en el mismo punto le hizo
quitar y soltáronle como si no hubiera hecho pecado venial
en su vida.
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MATA.- ¿Andan tan galanas como acá
y con tanta pompa?
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PEDRO.- Y con más mucha; pero no se
pueden conocer fuera de casa ninguna quién sea.
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MATA.- ¿Por qué?
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PEDRO.- Porque no puede ir ninguna descubierta
sino tan tapadas que es imposible que el marido ni el padre ni
hermano la conozca fuera de su casa.
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JUAN.- ¿Tan poca cuenta tiene con ella en
casa que no la conoce fuera?
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PEDRO.- Aunque tenga toda la que
quisiéredes, porque no son amigas de trajes nuevos, sino
todas visten de una misma manera, como hábitos de monjas.
¿Conoceríais en un convento a vuestra hermana ni
mujer si todas se os pusiesen delante con sus velos?
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MATA.- ¿Quién las ha de
conocer?
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PEDRO.- Menos os hago saber que podréis
estotras; porque todas van de una manera rebozadas, y los vestidos
de una hechura, aunque unas vayan de este color, otras de
aquél, unas de brocado, otras de seda y otras de
paño. Notad cuanto quisiéredes el vestido y rebozo
que vuestra mujer e hija se pone para salir de casa, que como
salgáis al umbral de vuestra puerta toparéis cien
mujeres entre las cuales las medias llevan el vestido mismo y
rebozo que vuestra mujer.
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MATA.- ¿Son celosos los turcos?
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PEDRO.- La más celosa gente son de cuanta
hay y con gran razón, porque como por la mayor parte todos
son bujarrones, ellas buscan su remedio.
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JUAN.- ¿Y sábenlo ellas que lo
son?
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PEDRO.- Tan grandes bellacos hay entre ellos que
tienen los muchachos entre ellas, y por hacerles alguna vez
despecho en una misma cama hacen que se acueste la mujer y el
muchacho y estase con él toda la noche sin tocar a ella.
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MATA.- Sóbrales de esa manera la
razón a ellas.
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PEDRO.- Tampoco fiarán que el hermano ni
el pariente entre dentro do están las mujeres, como uno que
nunca vieron. Cuando yo curaba la hija del Gran Turco, me
preguntaba Zinan Bajá, y no se hartaba, cómo era, y
cómo estaba, y cómo era posible que yo le tomase el
pulso; y siendo mujer de su propio hermano, y estando dentro de una
ciudad, me decía que diera un millón de buena gana
por verla, y no en mala parte, sino por servirla como a
cuñada y a persona que lo merecía. Pero no aprovecha,
que se tiene de ir con la costumbre.
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MATA.- De esa manera, ¿para qué
las dejan salir fuera de sus casas?
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PEDRO.- Los que las dejan no pueden menos,
porque, como dije atrás, su confesión de ellos es
lavarse todos, y los jueves, por ser víspera de la fiesta,
van todas al baño aunque sea invierno, y allí se
bañan, y de camino hace cada una lo que quiere, pues no es
conocida, buscando su aventura; en esto exceden los señores
y muy ricos a los otros, que tienen dentro de casa sus baños
y no tienen a qué salir en todo el año de casa ni en
toda su vida de como allí entran, más que monjas de
las más encerradas que hay en Santa Clara.
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MATA.- ¿Cómo pueden estar solas en
tanto encerramiento?
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PEDRO.- Antes están más
acompañadas de lo que querrían. Mi amo Zinan
Bajá tenía sesenta y tres mujeres. Mirad si hay
monasterio de más monjas.
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JUAN.- ¿Qué quería hacer de
tantas mujeres? ¿No le bastaba una, siendo bujarrones como
decís?
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PEDRO.- Habiéndose de ir de una manera y
de otra al infierno, con el diablo que los lleve, procuran de gozar
este mundo lo mejor que pueden. Habéis de saber que los
señores ni reyes no se casan, porque no hay con quien, como
no tengan linajes ni mayorazgos que se pierdan, sino compran alguna
esclava que les parezca hermosa y duermen con ella, o si no alguna
que les presentan, y si tiene hijos, aquella queda por su mujer, y
hace juntamente, cuando edifica casa para sí, una otra
apartada, si tiene posibilidad para ello, y si no un cuarto en la
suya sin ventana ninguna a la calle, con muchas cámaras como
celdas de monjas donde las mete cuantas tenga, y aun si puede hacer
una legua de su cerraje el de las mujeres es cosa de más
majestad. Puede tener, según su ley, cuatro
legítimas, y esclavas compradas y presentadas cuantas
quisiere. Y lo que os digo de Zinan Bajá mi amo
entenderéis de todos los otros señores de
Turquía; y no estiméis en poco que yo os diga esto,
que no hay nacido hombre turco ni cristiano que haya pasado
acá que pueda con verdad decir que lo vio, sino hablar de
oídas. En aquella casa tenía sesenta y tres mujeres;
en cuatro de ellas tenía hijos. La mayor era la madre del
hijo mayor, y todas estaban debajo de ésta, como de abadesa.
Este cerraje tenía tres puertas fuertes, y en cada una dos
negros eunucos que las guardaban y llaman los «agas».
El mayoral de éstos tenía la puerta de más
adentro, y allí su aposento.
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JUAN.- ¿Y capados eran los porteros?
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PEDRO.- No entendáis, a fuer de
acá quitadas las turmas, sino a raíz de la tripa
cortado el miembro y cuanto tienen, que si de este otro modo fuese,
no se fiarían; y de éstos no todos son negros, que
algunos hay blancos. Cuando tienen algún muchacho que
quieren mucho, luego le cortan de esta manera, porque no le nazca
barba, y cuando ya es viejo, sirve de guardar las mujeres o los
pajes, que no menos están encerrados. El mayor presente que
se puede dar a los príncipes en aquella tierra es de estos
eunucos, y por eso los que toman por acá cristianos, luego
toman algunos muchachos y los hacen cortar, y muchos mueren de
ello. Habiendo yo de entrar en el cerraje de las mujeres a visitar,
llamaba en la primera puerta de hierro como los encantamientos de
Amadís, y salíame a responder el eunuco, y visto que
yo era, mandábame esperar allí, y él iba a dar
la nueva en la segunda puerta, que el médico estaba
allí. El segundo portero iba al tercero, que era el mayoral;
éste tomaba luego un bastón en las manos y a todas
las mujeres hacía retirar a sus aposentos y que se
escondiesen, y no quedase más de la enferma; y si alguna,
por males de sus pecados, quisiera no se esconder por verme, con
aquel bastón le daba en aquella cabeza, que la derribaba,
aunque fuera la principal.
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JUAN.- ¿Superior a todas es ese
negro?
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PEDRO.- Más que el mismo señor. En
manos de éste, si quiere, está hacer matar a
cualquier turco que él dijere que miró por entre la
puerta o que quiso entrar allá; tiene de ser creído.
Dejadas todas encerradas, venía por mí y
llevábame a la cámara donde había de mirar la
enferma; y no valía ir mirando las musarañas, sino
los ojos bajos como fraile, y cuando veía el pulso
tenía las manos revueltas con unos tafetanes para que no se
las viese, y la manga de la camisa justa mucho, de manera que no
veía otra cosa sino dos dedos de muñeca. Todo el
rostro tapado, hasta que me quejé al Bajá y le dije:
«Señor, de mí bien sabe Vuestra Excelencia que
se puede fiar; este mal negro usa conmigo esto y esto, y por no le
ver el rostro pierdo lo más de la cura». El
Bajá luego mandó que para mí no se cubriesen
ni dejasen de estar allí las otras, que yo las viese. De
allí adelante, por despecho del negro, le tomaba el pulso
encima el codo y les hacía descubrir entrambos brazos, para
ver en cuál parecería mejor la vena, si fuese
menester sangrar, y quedamos muy amigos el eunuco y yo, y la mejor
amistad en casa de aquellos señores es de aquél,
porque es el de más crédito de todos, y no hay quien
más mercedes alcance con el señor que él. Yo
os prometo que el que guarda a la sultana, que se llama Mahamut
Aga, que es mayor señor y más rico que duque de
cuantos hay en España, y cuando sale a pasearse por la
ciudad lleva cien criados vestidos de seda y brocado.
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MATA.- ¿No tienen grandes envidias entre
sí sobre con cuál duerme el señor y se
mesan?
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PEDRO.- Tenía un aposento para sí
en aquel cerraje, y cuando se le antojaba ir a dormir con alguna,
luego llamaba el negro eunuco y le decía: tráeme
aquí a la tal; y traíasela, y dormía con ella
aquella noche, y tornábase a su palacio sin ver otra ninguna
de cuantas estaban allí, y aun por ventura se pasaba el mes
que no volvía más allá.
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JUAN.- ¡Oh, vida bestial y digna de
quienes ellos son! ¿Y con sesenta y tres tenía
cuenta?
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PEDRO.- No se entiende que todas eran sus
mujeres, que no dormía sino con siete de ellas; las otras
tenía como acá quien tiene esclavas: las que le
caían de su parte, las que le presentaban, luego las
metían allí como quien las cuelga de la espetera, en
donde la señora principal le hacía deprender un
oficio de sus manos como ganase de comer, como es asentar oro,
labrar y coser; otras sirven de lavar la ropa y otras de barrer, y
cuando el señor quiere hacer merced a algún su
esclavo, dale una de aquéllas por mujer, y hácele
primero la cata él mismo como a melón, y así
como ser esclavo de un señor es peor que de un particular y
pobre, es también en las esclavas; que el día que de
allí las sacan, aunque sea para venderlas, se tienen por
libres.
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MATA.- Paréceme que esos señores
estarán muy seguros de ser cornudos.
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PEDRO.- No hay señor allá que lo
sea, ni particular que no lo sea, por la grande libertad que las
mujeres tienen de irse arrebozadas al baño y a bodas y otras
fiestas.
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JUAN.- Por manera que esas que están muy
encerradas no sirven a sus maridos.
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PEDRO.- ¿Cuál servir? Yo os
prometo que en siete meses que Zinan Bajá estuvo malo no le
vio mujer, ni él a ella más que le veis agora
vosotros, y más que estaban en un cuarto de la casa del
jardín donde estaba malo; sino cada día venía
el negro mayoral a mí, que decían las señoras
que cómo estaba, y llevaba la ropa que había sucia
para hacerla lavar, y era también y mejor servido de los
pajes y camareros como si estuvieran allí las mujeres.
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MATA.- Los particulares, como no puedan mantener
tantas casas, ¿estarse han juntos con ellas como
acá?
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PEDRO.- Es así en una casa; pero de
aquélla tendrá una cámara donde se recogen las
mujeres, que por más pobre que sea no tiene una sola.
¿Queréis ver cuán estimadas son las mujeres?
Que cada día que queráis comprar alguna
hallaréis una casa donde, en un gran portal de ella, se
venden dos mil de todas naciones y la más hermosa y
más de estofa que entre todas haya costará cincuenta
escudos, y si llegase a setenta era menester que fuese otra
Elena.
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MATA.- Un asno con jáquima y albarda se
vale tanto.
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PEDRO.- Y aun así no hay quien compre
ninguna, que cada día sobran dos mil de ellas. Un paje
valdrá doscientos escudos.
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JUAN.- En casa de los particulares,
¿comen juntos marido y mujer?
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PEDRO.- Todos, y guisan ellas de comer como es
entre nosotros, y mandan, algunas hay aunque pocas, más que
los maridos, cuando ven que está pobre y que aunque se
quiera apartar no tiene con qué le pagar el dote que tiene
de llevar consigo. Todas las calles están llenas de mujeres
por donde quiera que vais, muy galanas; y señora hay que
lleva tras sí una docena de esclavas bien aderezadas, como
es mujeres de arraeces y capitanes y otros cortesanos.
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MATA.- Dicen por acá que son muy amigas
de los cristianos.
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PEDRO.- Como sean los maridos de la manera que
os he contado, eran ellas amigas de los negros, cuanto más
de los cristianos. Cuando van por la calle, si les decís
amores, os responden, y a dos por tres os preguntarán si
tenéis casa, y si decís que no, os dirán mil
palabras injuriosas; si decís que sí, dirán os
que se la mostréis disimuladamente, y métense
allí, y veces hay que serán mujeres de arraeces;
otras tomaréis lo que viniere, y si os parece
tomaréis de allí amistad para adelante, y si no, no
querrá deciros quién es.
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MATA.- De esa manera no hay que preguntar si hay
putas.
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PEDRO.- No penséis que tiene de haber
pueblo en el mundo sin putas y alcahuetas, y en los mayores
pueblos, más. Burdeles públicos hay muchos de
cíngaras, que son las que acá llaman gitanas,
cantoneras muchas, cristianas, judías y turcas, y muchas que
ni están en el burdel ni son cantoneras y son de esas
mismas.
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JUAN.- ¿No van algunas señoras a
caballo?
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PEDRO.- Las más van en unos carros
cerrados, a manera de litera; otras van a caballo, no en mulas,
sino en buenos caballos, ni sentadas tampoco, sino caballeras, como
hombres, y por mozos de espuelas llevan una manada de esclavas; y
sabed que allá no se usa que las mujeres vayan sentadas en
las bestias, sino todas horcajadas como hombres.
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MATA.- No me parece buena postura y honesta para
mujeres.
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PEDRO.- En toda Levante, digo, en cuanto manda
el turco, no hay mujer de condición ni estado ninguno que no
traiga zaragüelles y se acueste con ellos, y no se les da nada
que las veáis en camisa.
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JUAN.- Ése es buen uso. ¿Traen
chapines?
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PEDRO.- No saben qué cosa es.
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 Los trajes
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MATA.- ¿Qué hábito traen?
¿cómo visten?
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PEDRO.- Yo os tengo dicho que si no es en el
tocado, todo lo demás es una misma cosa el vestido de los
hombres y de las mujeres, y esto se acostumbra desde el principio
que vinieron al mundo hasta hoy, sin andar mudando como nosotros
hacemos. En todas las cosas que pueden hacer al revés de
nosotros piensan que ganan mérito de hacerlo, diciendo que
cuanto más huyere uno de ser cristiano y de sus cosas,
más grados de gloria tendrá y mejor cumplirá
la secta de Mahoma, y por eso traen las camisas redondas sin collar
ninguno, y las calzas cuantas más arrugas hacen son
más galanas, y las mangas del sayo también y las
ropas largas y estrechas, y si pudiesen caminar hacia atrás
lo harían, por no nos parecer en nada, lo cual acostumbran
algunos de aquellos sus ermitaños que tienen por santos;
cuando van por la calle el pedazo que pueden le caminan hacia
atrás. La camisa, como digo, es sin cabezón, bien
delgada, de algodón porque no usan otras telas, y sobre la
camisa traen un jubón largo hasta las rodillas, estofado, y
las mangas hasta el codo.
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JUAN.- ¿Por qué tan cortas?
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PEDRO.- Porque se tienen de lavar cada paso para
la oración, y es menester arremangar los brazos.
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MATA.- Mal se podrían atacar siendo tan
largo el jubón, que más me parece a mí
sayo.
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PEDRO.- No traen esta burlería de calzas
con agujetas que parecen tamboriles, como nosotros, sino
zaragüelles muy delicados como la camisa.
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JUAN.- ¿No han frío con ellos?
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PEDRO.- En invierno buen zaragüelle traen
de paño fino encima del otro delgado, por más
limpieza; cuasi es a manera de calzas enteras nuestras, sino que
arriba se ata como zaragüelles; las medias calzas de los
tobillos abajo son de un sutil cordobán amarillo o
colorado.
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MATA.- ¿A qué
propósito?
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PEDRO.- Porque tienen necesidad de traer contino
los pies más limpios que las manos, y en el verano todos
traen unos borceguíes muy delgados, cortos hasta la rodilla,
morados, colorados o amarillos, y dan al cuero este color
allá tan fino como acá a los paños; en lugar
de sayo traen una sotana hasta en pies, que llaman
«dolamán», y por capa una ropa que llaman
«ferxa» o «caftan» larga como digo; de
qué sean estas ropas, ya veis que cada uno procurará
de traerlas de lo mejor que pudiere. Hácense por aquellas
partes unos brocados bajos que son más vistosos y galanes
que los de cuatro altos; unos de raso pardo, todos llenos de
alcachofas de oro o de granadas; otros terciopelo carmesí
con flores y hojas de parra de oro; otros de damasco, y que todos
aquellos corazones sean de oro. También los señores
las tienen de cuatro altos y muy costosas, pero por no ser
más galanas no las traen.
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JUAN.- ¿Qué tanto cuesta una ropa
de ésas?
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PEDRO.- Dejando aparte los muchos altos de estas
otras, de veinticinco ducados a cuarenta.
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MATA.- ¿No más? Antes me
vestiría de eso que de paño ni otra seda.
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PEDRO.- Cuasi es tan barato, y son tan primos
los sastres de allá, que pespuntan de arriba abajo toda una
ropa, como parece mejor, y dura doblado.
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MATA.- ¡Así costará
caro!
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PEDRO.- Un ducado cuesta el pespuntar no
más; porque no penséis tampoco que es como pespunte
de jubón, tan menudo, sino tienen unas agujas damasquinas
largas un jeme y delgadas como un cabello y con ellas en dos
días lo hace un oficial, y aunque sea de bocací de
color, si está pespuntada de esta manera, parece bien; las
mangas del dolamán son hasta el codo, como las del
jubón; pero las de la ropa de encima son largas y estrechas
cuan larga es la ropa, y por estar el jubón y sayo sin
mangas traen unas postizas y muy largas para que hagan muchas
arrugas, como linterna de ésta, que cogen y sueltan sin
prender con botón ni agujeta, y cuando se quieren lavar
tiran de arriba y sale al ruedo pelo y después de lavado de
solo un tirón la viste.
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JUAN.- Deben de ser muy amigos de andarse a su
placer sin andar engarrotados como estos nuestros cortesanos.
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PEDRO.- El borceguí y la calza es tan
ancho por abajo como por arriba; agujeta no la busquéis en
el turco, que no hallaréis ninguna en Turquía. Las
ropas todas traen botones con alamares y andan holgadas; los
zapatos son tan puntiagudos como las albarcas que usan los de la
sierra, pero pulidos por todo extremo, y se calzan como pantuflos y
se descalzan, porque el talón está tieso como si
fuese de palo, y todo el zapato así mismo, y bruñido,
no está menos duro y tieso ni aun pulido que si fuese de
vidrio y de esta manera se lava en la fuente como vidrio sin
mojarse; así los de los señores como particulares
están debajo herrados el calcañar con una herradura
pulida, y arriba, debajo de los dedos donde hace fuerza el pie,
tiene dos o tres docenas de clavillos.
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JUAN.- ¿De hierro?
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PEDRO.- Pensé que de palo.
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JUAN.- ¿Y ésa llamáis
policía?
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PEDRO.- Eslo y más por donde están
los hierros puestos con tanto primor.
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MATA.- ¿No van sonando por las calles de
esa manera?
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PEDRO.- Sí van, pero ¿qué
se les da a ellos? Si acá se usase que todos sonasen por las
calles como se usa el no sonar, nadie se maravillaría.
Éste es el hábito de ellos y de ellas; de tal manera
que si el marido se levanta primero se puede vestir los vestidos de
su mujer, y si ella los de él, y cuando le dan al sastre que
haga una ropa no penséis que le están examinando
hacedla hasta aquí, gandujadla de esta manera, guarnecedla
de estotra; allá no hay guarnición ninguna, salvo que
todas las ropas son aforradas en telas delgadas como muy finos
bocacíes, y no toma el sastre más medida de sacarla
por otra ropa, que no ve la persona para quien es, sino tomad esa
ropa y haced a medida de ella otra de aquí.
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JUAN.- Seglares y eclesiásticos,
oficiales y soldados, ¿todos visten ropa hasta en pies?
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PEDRO.- Todos, que no queda ninguno, y griegos y
judíos, húngaros y venecianos, y en fin, todo
Levante.
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MATA.- ¿Y no les estorba algo para la
guerra?
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PEDRO.- ¿Qué les tiene de estorbar
la cosa que desde que nacen acostumbran y cuando es menester ponen
haldas en cinta? La más común merced que los
señores hacen es dar una ropa de brocado cuando le viene una
buena nueva o cuando quieren gratificar una buena obra. Y para esto
tienen una multitud en sus casas de sastres esclavos suyos, que
están siempre haciendo ropas, y el señor se pone cada
día una y luego la da. Cuando yo era camarero, tenía
Zinan Bajá una rima de más de quinientas de brocado,
y cuando quería hacer alguna merced mandaba que le vistiesen
aquel tal una ropa de aquéllas, y dábasela yo a uno
de los pajes que se la vistiese, porque era obligado a darle alguna
cosa después que con ella le había besado la mano al
señor. Si el Gran Señor envía un
capitán proveído en algún cargo,
también les da su ropa, con la cual le van a besar la mano
por la merced, y de aquí viene una gran mentira que antes
que fuese esclavo oía decir por acá, que ninguno
podía besar la mano al Gran Señor ni hablarle si no
fuese vestido de grana.
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MATA.- Y agora se dice y se tiene por
así.
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PEDRO.- Pues es mentira, que cada uno que tiene
que negociar con él, le habla con los vestidos que lleva, si
no es como dicho tengo, que las más veces él hace
mercedes de estas ropas, y después le van a besar las manos
con ellas vestidos. Cuando Zinan Bajá estaba por virrey en
Constantinopla y el Gran Turco en Persia, le enviaba desde
allá con un correo de mes a mes o de dos en dos la espada
que trae aquel día ceñida y el panecillo que le
tienen puesto delante para comer, y éste es el mayor favor
que le podía dar; la espada dándole a entender que
guardase justicia, y el pan, por familiaridad que con él
tenía, significando cuán en gracia suya estaba. El
día que lo recibía estaba tan contento que era
día de pedirle mercedes.
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JUAN.- Aforros de martas y zorras y estas cosas,
¿no lo tendrán tan en uso como nosotros?
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PEDRO.- Más comunes son allá las
cebellinas y martas que acá las corderunas. Por maravilla
hay en toda Turquía hombre, judío, ni cristiano, ni
turco, que no traiga cuando hace frío ropa aforrada lo mejor
que su posibilidad sufre. A comprar hallaréis cuantos
géneros hay en el mundo de aforros, y en buen precio: martas
muy finas cuestan veinte escudos y treinta; cebellinas, ciento, y
aun a cincuenta hallaréis las que quisiéredes;
turones, a siete escudos que parecen martas; conejos, ratas, que
son como felpa parda, a cuatro ducados; raposos, a tres;
corderunas, a dos; zacales, que son como raposos, a ducado, y por
ser tan bueno el precio, pocos hay ninguno que no los traiga; para
de camino tiene cada turco una ropa aforrada de barrigas de lobos
que le sirve de cama, y es muy preciada; cuesta diez escudos y no
es menos vistosa que marta; hay una cosa en ello, que para aforrar
una ropa de las nuestras es menester tanto y medio aforro, porque
son más anchas.
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JUAN.- ¿No traen gorras ni caperuzas?
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PEDRO.- En eso el tocado, como dije antes,
difieren los hombres y mujeres del hábito. Caballeros y
gente de guerra y seglares, todos se raen la barba dos veces cada
mes, dejando los bigotes; los eclesiásticos traen barba;
cada semana se rapan las cabezas a navaja y dejan en la corona los
cabellos crecidos cuanto un ducado de a diez de espacio.
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JUAN.- ¿Para qué?
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PEDRO.- Porque si los mataren en la guerra y el
enemigo le cortare la cabeza no le meta el dedo en la boca, que es
vergüenza, sino tenga donde la asir.
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JUAN.- ¿Y todos están en esa
necedad?
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PEDRO.- Y en otras muy mayores. En la cabeza lo
primero traen un bonetico delgado y colchado, de los que se hacen
en galera, y sobre aquél uno de seda grueso dos dedos, y
lleno de algodón y colchado, para que esté duro y
tieso, en el cual revuelven la toca que llaman turbante, y en su
lengua «chalma», y éste unos le traen grande,
otros menor. El común de los gentiles hombres lleva cuarenta
varas de toca de algodón delgada; los que andan en la mar le
traen de veinticinco; el bajá, cuando va en Consejo,
llévale de otra manera que cuando va por la ciudad;
todavía tendrá sus ochenta varas; así mismo le
traen el «mufti», el «cadilesquier» y los
otros «cadis». No es poca ciencia saberle hacer, y hay
hombres que no viven de otro. Blanco y limpio le traen como la
nieve, y si sola una mota hay sobre él, luego le deshacen y
le lavan.
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JUAN.- ¿Cómo pueden traer acuestas
esa albardería?
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PEDRO.- El uso hace maestros; enseña
hablar las picazas; cava las piedras con el uso la gotera,
súfrelo la tierra por ser muy húmeda, y
sírveles en la guerra de guardarles las cabezas, que no es
más cortar allí que en una saca de lana. Quien nunca
vio turcos, si los ve de aparte, pensará que son mujeres,
con las ropas largas y los tocados blancos.
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MATA.- El tocado de las mujeres, ¿de
qué manera es?
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PEDRO.- Los cabellos por detrás son
largos y derramados por las espaldas; por delante los cercenan un
poco a manera de los clérigos de acá. La primera cosa
que sobre ellos se ponen es un barretín a manera de copa de
sombrero, cuadrado, de brocado, y la que más galano puede,
más; tieso también es menester, y sobre él, de
la media cabeza atrás, un paño delicado, que viene a
dar un nudo debajo de la barba, y luego otro encima más
delicado, labrado de oro, y una venda de tafetán por la
frente a manera de corona, que le da dos o tres vueltas y no se
tarda nada en tocar.
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MATA.- No me deja de contentar el tocado.
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PEDRO.- Paréceles muy bien.
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JUAN.- No lo sepan eso las de acá, si no
luego dejarán los tocados que tienen y tomarán
ésos.
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PEDRO.- Ahorrarán los alfileres, que no
han menester ninguno. Collares de oro, llenos de pedrería,
ajorcas y arracadas, por pobre que sea, lo tiene, porque las
piedras valen baratas. El día que van al baño he
visto muchas señoras mujeres de principales, y cuando van a
bodas, que llevan dos mil ducados acuestas de solo oro y
pedrería.
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MATA.- Debíais de ser ya vos allá
un Pedro entre ellas.
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PEDRO.- Maldita la cosa de mí se guardaba
ninguna, sino que me iba a las bodas donde todas estaban destapadas
y no se cubrían de mí, y también cuando
visitaba alguna señora venían muchas damas a verla, y
hacían un corrido y metíanme en medio; unas me
hablaban turquesco, otras griego, otras italiano, y aun algunas
fino español, de las moriscas que de Aragón y
Valencia se huyen cada día con sus maridos y haciendas de
miedo de la Inquisición. ¡Pues judíos, me decid
que se huyen pocos! No había más que yo no supiese
nuevas de toda la cristiandad de muchos que se iban de esta manera
a ser judíos o moros, entre los cuales fue un día una
señora portuguesa que se llamaba doña Beatriz
Méndez, muy rica, y entró en Constantinopla con
cuarenta caballos y cuatro carros triunfales llenos de damas y
criadas españolas. No menor casa llevaba que un duque de
España, y podíalo hacer, que es muy rica, y se
hacía hacer la salva; destajó con el Gran Turco desde
Venecia, que no quería que le diese otra cosa en sus tierras
sino que todos sus criados no trajesen tocados como los otros
judíos, sino gorras y vestidos a la veneciana. Él se
lo otorgó, y más si más quisiera, por tener
tal tributaria.
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JUAN.- ¿Qué ganaba ella en
eso?
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PEDRO.- Mucho; porque son los judíos
allá muy abatidos, y los cristianos no; y no les
harían mal con el hábito de cristianos, pensando que
lo fuesen.
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JUAN.- ¿No tienen allá todos los
judíos gorras?
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PEDRO.- No, sino tocados como los turcos, aunque
no tan grandes, azafranados, para que sean conocidos, y los griegos
cristianos los traen azules. Cuando menos me caté vierais a
la señora doña Beatriz mudar el nombre y llamarse
doña Gracia de Luna «et tota Hierosolima cum
illa». Desde a un año vino un sobrino
suyo en Constantinopla, que era año de 1554, que en corte
traía gran fausto así del Emperador como del Rey de
Francia, y merecíalo todo porque era gentil hombre y diestro
en armas y bien leído y amigo de amigos; y hay pocos hombres
de cuenta en España, Italia y Flandes que no le conociesen,
al cual el Emperador había hecho caballero, y
llamábase don Juan Micas; y porque aquella señora no
tenía más de una hija, a la cual daba trescientos mil
ducados en dote, engañole el diablo y circundidose y
desposose con ella; llámase agora Iozef Nasi. Los gentiles
hombres suyos uno se ponía don Samuel, otro don Abraham y
otro Salomón. Los primeros días que el Juan Micas
estuvo allí cristiano, yo le iba cada día a predicar
que no hiciese tal cosa por el interés de cuatro reales, que
se los llevaría un día el diablo, y hallábale
tan firme que cierto yo volvía consolado, y decía que
no iba más de a ver su tía y se quería luego
volver. Cuando menos me caté supe que ya era hecho miembro
del diablo. Preguntado que por qué había hecho
aquello, respondió que no por más de no estar sujeto
a las Inquisiciones de España; a lo cual yo le dije:
«Pues hágoos saber que mucho mayor la tendréis
aquí si vivís, lo cual no penséis que
será mucho tiempo, y aquel malo y arrepentido». Y no
pasaron dos meses que le vi llorar su pecado; pero
consolábale el diablo con el dinero.
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JUAN.- ¿Qué fiestas y regocijos
usan los turcos? ¿Juegan cañas?, ¿justan?,
¿tornean?, ¿corren sortija?
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PEDRO.- Ninguna de todas ésas: no justan,
ni tornean porque no usan arneses; no corren cañas, porque
no saben cabalgar a la gineta; ni sortija, porque no usan lanza en
cuja.
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 Fiestas
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JUAN.- ¿En qué se ejercitan?
¿Qué fiestas tienen solemnes además de las
Pascuas?
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PEDRO.- Ninguna.
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MATA.- El día de San Juan dicen que hacen
grandes fiestas.
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PEDRO.- Los que dicen esa mentira solamente la
fundan por el cantar que dice:
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La mañana
de San Juan, |
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al tiempo que alboreaba; |
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pero la verdad es que ninguna
fiesta hacen a ninguno de cuantos santos tenemos, porque lo
tendrían por pecado festejarlos, aunque los tienen por
santos; como son San Pedro, San Pablo, San Juan y otros muchos,
cierto los tienen por santos, y buenos; mas de ninguno guardan el
día, sino de solo San Jorge, al cual festejan, sin
comparación ninguna, más que su propia Pascua, y le
guardan el mismo día que nosotros, que pienso que cae a 23
de abril.
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JUAN.- ¿Por qué a San Jorge?
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PEDRO.- Porque fue caballero turco y es santo
turco, y nosotros dicen que se le usurpamos a ellos.
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JUAN.- ¿Y en su lengua misma le llaman
San Jorge?
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PEDRO.- No, sino Hedrelez, y mucho más le
venera la gente de guerra que la plebeya. Si el Gran Señor
tiene de ir con su campo a Hungría o contra el Sofi, por dos
meses de más a menos no dejará de esperar a partirse
aquel día señaladamente, teniendo por averiguado que
por sólo aquello tiene de haber la victoria. Los otros
turcos y turcas le da cada una una escudilla de su sangre, no
sabiendo qué otra cosa le dar, y así pocos hay que no
se sangren aquella mañana, como usan algunos idiotas
acá la mañana de San Juan hacer otro tanto. De
camisas y pañizuelos era muy bien proveído yo aquel
día para todo el año, que me daban las mujeres del
cerraje, de Zinan Bajá porque tuviese cargo de sangrarlas.
Tomaba aquella mañana un par de barberos y metíalos
dentro, y venían todas tapadas dos a dos, y sin escudilla ni
ceremonia, en aquel suelo, o en una medio artesa, caía la
sangre a discreción; yo las ataba a todas y les fregaba los
brazos, y los barberos no tenían más que hacer de
herir, y cada una me ofrecía camisa, zaragüelles o
pañizuelos, según lo que podía.
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MATA.- Pues ¡válgame Dios!, si no
hacen fiestas, ¿en qué se les pasa el tiempo?
¿Todo ha de ser jugar?
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PEDRO.- La cosa que menos en el mundo hacen es
eso. Ningún género de juego saben qué sea; con
cuatro barajas de naipes hay harto para cuantos hay debajo la
bandera de Mahoma, si no es algún bellaco renegado que era
tahúr cuando cristiano, que éste tal busca a los
judíos o venecianos con quien lo hacer; pero una golondrina
no hace verano. Algunos hombres de la mar juegan ajedrez, no como
nosotros, sino otro juego más claro, y esto por pasatiempo,
sin dineros. En un lienzo traen pintados los escaques, y en mil
días uno que está más sosegada la mar juegan
por su pasatiempo como los niños acá con piedras.
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JUAN.- ¿Qué causa dan para no
jugar?
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PEDRO.- La que yo os decía el otro
día: ser gran vileza y deservicio de Dios, y tiempo
malgastado y daño del prójimo, y homicidio de
sí mismo.
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MATA.- Luego ¡por Dios!, a esa cuenta todo
el tiempo se les va en comer, que es tan bellaco vicio como jugar y
peor y más dañoso.
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PEDRO.- En todas las naciones que hoy viven no
hay gente que menos tarde en comer, ni que menos guste de ello, ni
que menos se le dé por el comer. Príncipe, ni rey ni
señor hay en Turquía que en dos o tres veces que come
gaste hora entera en todas tres.
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MATA.- Si eso es así, repartidme vos el
tiempo en qué le gastan, que por fuerza ha de ser todo
dormir.
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PEDRO.- Eso es lo que menos hacen, que a nadie
le toma el sol en la cama; pero soy contento de repartirosles el
tiempo en qué lo gastan, como quien se le ayudó
cuatro años a gastar. Los oficiales mecánicos todos
tienen que hacer en sus oficios toda la vida.
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MATA.- ¿Y las fiestas?
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PEDRO.- Oye el oficio solemne en Santa
Sofía, o en otras mezquitas; visita sus amigos;
siéntase con ellos; parlan, hacen colación; vanse a
pasear, negocian lo que el día de labor los puede estorbar.
Los eclesiásticos son como acá los frailes, que no
juegan; lo que les sobra de tiempo de sus oficios escriben libros,
porque allá no hay imprentas; leen, estudian. Los que
administran la justicia, si cada día fuese un año,
tendrían negocios que despachar, y no les vaga comer. La
gente toda de guerra se está ejercitando en las armas; vase
a la escuela donde se tira el arco y allí procura de saber
dar en el fiel si puede, teniendo en poco dar en el blanco; procura
también saber algún oficio con qué ganar de
comer el rato que no está en la guerra. Los caballeros todos
pasean a caballo por las calles, y van a tener palacio a los
bajás y santjaques, pretendiendo que les aumenten las pagas
y les hagan mercedes. Pues el rey y los bajás, en tan grande
imperio bien tendrán que despachar sin que les sobre tiempo
para jugar.
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JUAN.- Gran virtud de gente es ésa y muy
grande confusión nuestra.
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PEDRO.- No os quebréis la cabeza sobre
eso ni creáis a esos farsantes que vienen de allá, y
porque los trataban mal en galera dicen que son unos tales por
cuales, como los ruines soldados comúnmente dicen mal de sus
capitanes, y les echan la culpa de todo, que pocos esclavos de
éstos pueden informar de lo que por allá pasa, pues
no los dejan entrar en casa, sino en la prisión se
están. En lo que yo he andado, que es bien la tercera parte
del mundo, no he visto gente más virtuosa y pienso que
tampoco la hay en Indias, ni en lo que no he andado, dejado aparte
el creer en Mahoma, que ya sé que se van todos al infierno,
pero hablo de la ley de natura. Donosa cosa es que porque no
jueguen no haya en qué pasar el tiempo.
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JUAN.- ¿A qué hora se
acuestan?
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PEDRO.- Invierno y verano tienen por costumbre
acostarse dos horas después de anochecido; hacen la
oración postrera que llaman «iat namazi», y
todos se van a dormir, y levántanse al rayar del alba a la
otra oración; ni penséis que unos madrugan y otros
no, sino hombres y mujeres, grandes y chicos, todos se levantan
aquella hora.
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 Los muebles
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MATA.- ¿Qué tales camas tienen,
porque he oído decir que duermen en suelo?
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PEDRO.- Razón tienen los que eso dicen,
pero más vale la cama suya que la nuestra. No tienen camas
de campo, sino sobre unas alfombras tienden unos colchones sin
colchar ni bastear, que se llaman duquejes, de damasco, y
éstos están llenos de una pluma sutil que tienen los
gansos, como flueco, y sobre éste ponen una colcha gruesa
doblada, porque todas las camas usan estrechas como para uno no
más, y hablo de la cama de un hombre de bien y rico; luego
viene una sábana delgada y la sábana de arriba
está cosida con la colcha de encima y sirve de aforro de la
misma colcha, y cuando se ensucia quitan aquella y cosen otra. Si
hace mucho frío tienen unas mantas con un pelo largo, que
llaman esclavinas, azules y coloradas; a muy poca costa es la
colcha de brocado, porque como la sábana toma la mayor
parte, que vuelve afuera por todos cuatro lados, lo que se parece
que tiene menester de ser brocado o seda es muy poco.
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MATA.- ¿Usan tapicerías por las
paredes?
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PEDRO.- Si no es rey o hijo suyo, no; y
éstos las tienen de brocado de esto mismo de que hacen las
ropas; mas la otra gente, como siempre procuran de hacer todas las
cosas al revés de nosotros, la tapicería en suelo y
las paredes blancas.
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JUAN.- ¿De qué son los
tapices?
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PEDRO.- Finísimas alfombras. Así
como nosotros tenemos por majestad tener muchos aposentos colgados,
tienen ellos de tenerlos de muy buenas alfombras; y esta es la
causa porque agora poco ha os dije que traían muy limpios
los pies, porque a ningún aposento podéis entrar sino
descalzos, no porque sea ceremonia, sino porque no se ensucien las
alfombras; y como se tienen de calzar y descalzar a cada paso, es
menester que los zapatos entren como pantuflos.
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MATA.- ¿Dónde se descalzan?
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PEDRO.- A la entrada de cada aposento, y dejan
los zapatos a la puerta; y para que mejor lo entendáis,
sabed otro secreto, y es que no se sientan como nosotros en sillas,
sino en estrados, de la misma manera que acá las
señoras, con alfombras y cojines.
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MATA.- ¿Dónde se sientan?
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PEDRO.- Sobre las almohadas.
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MATA.- ¿Así bajos?
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PEDRO.- En el mismo suelo.
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MATA.- ¿De qué manera?
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PEDRO.- Puestas las piernas como sastres cuando
están en los tableros, y por mucha crianza, si están
delante un superior y los manda sentar, se hincan de rodillas y
cargan las nalgas sobre los calcañares, que los que no lo
tienen mucho en uso querrían más estar en pie.
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MATA.- ¿Y de esotra manera no se cansan
de estar sentados?
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PEDRO.- Yo, por la poca costumbre que de ello
tengo, estaré sin cansarme un día, ¿qué
harán ellos que lo mamaron con la leche?
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JUAN.- ¿Luego no tienen sillas los
señores?
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PEDRO.- Sí tienen, para cuando los va a
visitar algún señor cristiano, como son los
embajadores de Francia, Hungría, Venecia, Florencia. A
éstos, porque saben su costumbre, luego les ponen una silla
muy galana de caderas a nuestra usanza, muy bien guarnecida, y
algunas veces ellos mismos se sientan en ella, que no es pecado
sentarse, sino solamente costumbre.
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