 Las desdichas del cautiverio
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MATA.- ¿Qué, os moriste?
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PEDRO.- No, sino herido. Dio industria este
barbero o médico, o qué era, que nos metiesen los
enfermos apartados en una gran caballeriza, adonde, por estar fuera
de la torre, había buen aparejo para huir, y por eso nos
ensartaban a todos por las cadenas que teníamos con una muy
larga y delgada cadenilla, y a la mañana entraba el viejo
cirujano con los otros barberos a ver qué tales estaban, y
proveía conforme a lo que sabía, que era nonada.
Traía un jarro grande de agua cocida con pasas y regaliz,
que era la mejor cosa que sabía, y dábanos cada dos
tragos diciendo que era jarabe, y al tiempo que le parecía,
sin mirar orina ni nada, daba unas píldoras o una bebida tal
cual, y en sangrar era muy cobarde, por lo cual entre ciento
treinta enfermos que estábamos, cada día había
una docena o media al menos de muertos que entresacar.
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JUAN.- Allí, pues estabais en tierra,
razonables camas tuvierais.
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PEDRO.- Peores que en galera y menos lugar mil
veces; estábamos como sardinas en cesto pegados unos con
otros. No puedo decir sin lágrimas que una noche, estando
muy malo, estaba en medio de otros dos peores que yo, y en menos
espacio de tres pies todos tres y ensartado con ellos; y quiso Dios
que entrambos se murieron en anocheciendo, y yo estuve con todo mi
mal toda la noche cuan larga era, que el mes era de noviembre,
entre dos muertos; y de tal manera, que no me podía revolver
si no caía sobre uno de ellos. Cuando a la mañana
vinieron los guardianes a entresacar para llevar a enterrar, yo no
hacía sino alzar de poco a poco la pierna y sonar con la
cadena para que viesen que no era muerto y me llevasen entre ellos
a enterrar. Y los bellacos de los barberos, con el mayoral,
llamábanme el «matto», que
quiere decir en italiano el loco, porque les hacía que me
sangrasen muchas veces, y eran como dije tan avarientos, que aun mi
propia sangre les dolía. Al fin me hubieron de sangrar
cuatro veces y quiso Dios que mejorase, lo cual ellos no
debían de querer mucho porque no hubiese quien entendiese
sus errores.
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JUAN.- Y los muertos, ¿dónde los
entierran? ¿Hay iglesias?
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PEDRO.- Sí las hay; pero en la cava de la
cerca, y no muy hondo, los echan.
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JUAN.- Esa es grandísima
lástima.
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PEDRO.- Antes me parece la mayor misericordia
que ellos con nosotros usan. ¿Qué diablos se me da a
mí, después de muerto, que me entierren en la cava o
en la horca muriendo buen cristiano? Cuando la calentura me
dejó al seteno, quedé muy flaco y debilitado y no
tenía la menor cosa del mundo que comer, y no podía
dormir, no por falta de gana sino porque no me ayude Dios si no me
podían barrer los piojos de acuestas, porque ya había
cerca de cuatro meses que no me había desnudado la
camisa.
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JUAN.- No se le es de agradecer que se haya
trocado y no se acuerde del mundo hombre que semejantes mercedes ha
recibido de Dios.
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PEDRO.- De veras lo diréis cuando
acabare.
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MATA.- ¿Y qué os daban allí
de comer en tan buena enfermería?
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PEDRO.- Una caldera grande como de tinte
hacían cada día de acelgas sin sal ni aceite, y de
aquéllas aun no daban todas las que pudieran comer, y un
poquito de pan. Un hidalgo de Arbealo, hombre de bien, me fue a
visitar un día, que había quince años que era
cautivo; al cual le dije que bien sabía yo que era imposible
y pedir gullerías en golfo, como dicen los marineros, pero
que comiera una sopa en vino; el cual luego fue y me trajo un buen
pedazo de una torta, y media copa de vino, y comilo; y como ocho
días había que no comía bocado, quedé
tan consolado y contento, y creedlo sin jurarlo, como si me dieran
libertad, y otro día siguiente me tornó a decir si
comería dos manos de carnero con vinagre. Respondí
que de buena voluntad, aunque pensé que burlaba; él
me las trajo. Y como estuviese razonable, luego me metieron en la
torre con los demás, y el sobrebarbero me mandó que
bajase cada día a servir a los enfermos, de darles de comer;
y siempre, como dicen, arrímate a los buenos, procuré
tomar buena compañía y procuré de estar con la
camarada de los caballeros, que eran, entre comendadores y no,
quince; y como me conocían algunos, cayó un
genovés allí junto a mí, que tenía
dineros, y rogome que le curase; y quiso Dios que sanó, y
diome tres reales, con los cuales fui más rico que el rey;
porque la bolsa de Dios es tan cumplida, que desde aquel día
hasta el que esto hablamos, nunca me faltó blanca. El
sobrebarbero, como iba por la ciudad y ganaba algunos escudos, y
entre esclavos no nada, probó a ver si se podría
eximir del trabajo sin provecho, y mandome que delante de él
otro día hiciese una visita general, para probarme, y no le
descontenté; descuidose por seis días, en los cuales
yo no sabía qué medicina hacer; sino como
conocí que aquél sabía poco o nada y
morían tantos, hice al revés todo lo que él
hacía, y comienzo a sangrar liberalmente y purgar poco, y
quiere Dios que no murió nadie en toda una semana, por lo
cual yo vi ciertamente al ojo que no hay en el mundo mejor medicina
que lo contrario del ruin médico, y lo he probado muchas
veces, y cualquiera que lo probare lo hallará por verdad.
Fueron las nuevas a mi amo de esto, de lo cual se holgó, y
envió su mayordomo mayor a que yo de allí adelante
curase a todos, y que no me llevasen al campo a trabajar con los
otros. Yo pedí de merced que los barberos me fuesen sujetos,
lo cual no querían, antes se me alzaban a mayores. Fueme
otorgado, y más hice un razonamiento diciendo que cada
cristiano valía sesenta escudos, y que si muchos se
morían perderían muchos escudos, y uno que se
moría, si se pudiera librar, pagaba las medicinas de todos;
por tanto, me hiciesen merced de comprarme algunas cosas por junto.
Parecioles tan bien que me dieron comisión que fuese a una
botica y allí tomase hasta cuarenta escudos de lo que yo
quisiese, y cumpliolo muy bien.
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JUAN.- ¿Pues hay allá boticas como
acá?
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PEDRO.- Más y mayores, y aun mejores. En
Galata hay tres muy buenas de cristianos venecianos; en
Constantinopla bien deben de pasar de mil, que tienen
judíos.
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MATA.- ¡Qué buen clavo debisteis de
echar en la compra!
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PEDRO.- Y aun dos, porque el boticario me dio
dos escudos porque lo llevase de su botica; y yo me concerté
con él que llevase cuarenta escudos por aquello a mi amo, y
no montaba sino treinta y seis, y me diese los otros cuatro.
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MATA.- No era mala entrada de sisa esa; mejor
era que la del otro pobre barbero que contaste; buen
discípulo sacó en vos.
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JUAN.- Harta miseria había pasado el
malaventurado antes de coger eso.
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PEDRO.- Pocas noches antes lo vierais; que
estábamos quince caballeros y yo una noche entre muchas sin
tener que cenar otra cosa sino media escudilla de vino que un
cautivo nos había dado por amor de Dios, y dionos otro un
cabo razonable de candela, como tres dedos de largo, que fue la
primera que en tres meses habíamos tenido. Tuvímosla
en tanto que no sabíamos qué hacer de ella. Fue
menester votar entre todos de qué serviría. Yo
decía que cenásemos con él; otro dijo que se
guardase para sí alguno de nosotros estuviese «in
articulo mortis»; otro que hiciésemos
para otro día con él y con bizcocho migas en sebo;
dijo el que más autoridad tenía y a quien todos
obedecíamos, porque era razón que lo merecía,
que mejor sería que le gastásemos en espulgarnos,
pues de día en la prisión no había suficiente
luz para hacerlo. Yo repliqué que, pues la cena era tan
liviana, que bien se podría todo junto hacer, y así
se puso la mesa acostumbrada, y puesta nuestra cena en medio, que
ya gracias a Dios teníamos pan fresco, aunque negro pero
ciertamente bueno, y destajamos que ninguno metiese dos veces su
sopa en la escudilla de vino, sino que, metidas dentro tantas
cuantas éramos, cada uno sacase la suya por orden; y luego
echábamos un poco de agua para que no se acabase tan presto;
y esto duró hasta que ya el vino era hecho agua clara; y con
esto hubo fin la cena, que no fue de las peores de aquellos
días. Tras esto cada uno se desnudó, y comenzamos de
matar gente, de cada golpe no uno sino cuantos cabían en la
prensa.
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JUAN.- ¿Qué prensa?
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MATA.- ¿No eres más bobo que eso?;
las uñas de los pulgares. ¿Y bastó la candela
mucho?
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PEDRO.- Más de quince horas en tres
noches.
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MATA.- Ésa, hablando con reverencia, de
las de Juan de Voto a Dios es; ¿tres dedos de candela quince
horas? Venga el cómo; si no, no lo creeré.
¿Son las horas tan grandes allá como acá?
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PEDRO.- Por tanto como eso soy enemigo de contar
nada; más, pues lo he comenzado, a todo daré
razón. Hubo un acuerdo de consentimiento de todos, que cada
uno el piojo grueso le pusiese en aquel poco sebo derretido que
está junto a la llama para que se quemase. Comenzó
cada uno de poner tantos, que tuvo la llama para gastar todo este
tiempo que dije.
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MATA.- Desde aquí hago voto y prometo de
creer cuanto dijéredes, pues tan satisfecho quedo de mi
duda.
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JUAN.- Ya cuando bullía el dinero de la
sisa debíais de comer bien.
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PEDRO.- Razonablemente; hicimos un caballero
cocinero que lo hacía lindamente.
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MATA.- ¿Dónde lo había
deprendido, siendo caballero?
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PEDRO.- Había sido paje, y, como son
golosos, nunca salen de la cocina. Éramos ya señores
de sendas cucharas y una calabaza y olla. Comíamos muchas
veces a las noches; entre día no quedaba nadie en casa.
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JUAN.- ¿Qué se hacían?
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PEDRO.- En amaneciendo, los guardianes, que son
en aquella torre treinta, dan voces diciendo: «Bajá
bajo tuti», y abren la puerta de la torre, y todo el mundo
baja por contadero al corral, y en el paso está uno con un
costal de pan, dando a cada uno un pan que le basta aquel
día; cada oficio tiene su guardián, que tiene cargo
de llevar y traer aquéllos; luego dicen: «Fuera
carpinteros; quien no saliere tan presto, siéndolo,
llevará veinte palos bien dados»; luego, «afuera
herreros», lo mismo; y serradores, lo mismo; y así de
todos los oficios; éstos, que se llaman la maestranza, van
al tarazanal a trabajar en las obras del Gran Turco, y gana cada
uno diez ásperos al día, que es dos reales y medio,
una muy grande ganancia para quien tiene esclavos. Tenía mi
amo cada día de renta de esto más de treinta escudos,
y con uno hacía la costa a seiscientos esclavos. Los
demás que no saben oficio llaman «ergates», los
cuales van a trabajar en las huertas y jardines, y a cavar y cortar
leña y traerla acuestas, y traer cada día agua a la
torre, que no es poco traer la que han menester tanta gente; y con
los muradores o tapiadores y canteros que van a hacer casas, para
abrir cimientos y servir, y por ser en Constantinopla las casas de
tanta ganancia, no hay quien tenga esclavos que no emprenda hacer
todas las que puede; y con cuanta prisa se hagan yo lo
contaré, cuando viniere a propósito, de unos palacios
que hizo Zinan Bajá, mi amo. Suélense al salir a
trabajar muchos esconder debajo de las tablas y mantas; algunos les
aprovecha, a otros no, porque cada mañana con candelas andan
a buscarlos como conejos. Un esclavo de los más antiguos es
escribano y es obligado a dar cuenta cada día de todos; y
así entrega a cada guardián tantos; y pone por
memoria: Fulano llevó tantos a tal obra; y al venir los
recibe por la misma cuenta.
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JUAN.- ¿Tanto se fían del esclavo
que le hacen escribano?
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PEDRO.- Más que del turco en caso de
guardar cristianos; antes son de mayor caridad en eso que nuestros
generales cristianos para con ellos. Ordinariamente hacía
Zinan Bajá y cada general, cada pascua suya, siete u ocho
los más antiguos, o por mejor decir los mayores bellacos de
dos caras, parleros, que entre todos había, guardianes de
los mismos cristianos, a los cuales dan libertad. De esta manera
permítenles andar solos adonde fueren, y danles una carta de
libertad con condición que sirvan lealmente sin
traición tres años, y al cabo de ellos hagan de
sí lo que quisieren; y en estos tres años guardan a
los otros, y son bastantes ocho para guardar cuatrocientos, lo cual
turcos no bastan cincuenta.
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JUAN.- ¿Cómo puede eso ser?
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PEDRO.- Como ellos han primero sido esclavos,
saben todas las mañas y tratos que para huir se buscan, y
por allí los guardan, de lo cual el turco está
inocente. También, como están escarmentados de la
prisión pasada, desvélanse en servir por no volver a
ella.
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JUAN.- ¿Cómo lo hacen ésos
con los cristianos?
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PEDRO.- Peor mil veces que los turcos, y
más crueles son para ellos; tráenlos cuando trabajan
ni más ni menos que los aguadores los asnos; vanles dando,
cuando van cargados, palos detrás si no caminan más
de lo que pueden, y al tiempo del cargar les hacen tomar mayor
carga acuestas de la que sus costillas sufren, y cuando pasan
cargados por delante el amo, por parecer que sirve bien,
allí comienza a dar voces arreándolos y dando palos a
diestro y a siniestro; y como son ladrón de casa, ya saben,
de cuando estaban a la cadena, cual esclavo alcanza algunos
dinerillos, y aquél dan mejores palos, y no le dejan hasta
que se los hacen gastar en tabernas todos, y después
también los maltratan porque no tienen más que dar;
si algún pobre entre mercaderes tiene algún
crédito para que le provean alguna miseria, éstos los
llevan a sus casas para que negocien, pero no los sacarán de
la torre si primero no les dan algunos reales, y después de
lo que cobran la mitad o las dos partes; ni los dejan hablar con
los mercaderes en secreto por saber lo que les dan y que no se les
encubra nada; y si ven que tiene buen crédito de rescate,
luego se hacen de los consejeros, diciendo que digan que son
pobres, y que ellos serán buenos terceros con el
señor, y que por tal y tal vía se ha de negociar, y
vanse al señor y congraciándose con él, le
dicen que mire lo que hace, que aquél es hombre que tiene
bien con qué se rescatar.
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JUAN.- ¿Esos guardianes no se
podrían huir si quisiesen con los otros cautivos?
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PEDRO.- Facilísimamente, si los bellacos
quisiesen; pero no son de ésos, antes les pesa cuando se les
acaba el tiempo de los tres años, por no tener
ocasión de venirse en libertad.
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MATA.- ¿Pues quieren más aquella
vida de guardar cristianos que estar acá?
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PEDRO.- Sin comparación, porque
acá han de vivir como quienes son, y allá, siendo
como son ruines y de ruin suelo, son señores de mandar a
muchos buenos que hay cautivos, y libres para emborracharse cada
día en las tabernas y andarse de ramera en ramera a costa de
los pobres súbditos.
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MATA.- ¿Hay putas en Constantinopla?
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PEDRO.- De esas nunca hay falta donde
quiera.
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MATA.- ¡Mira qué os dice, Juan de
Voto a Dios!
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JUAN.- Con vos habla y a vos responde.
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PEDRO.- Y aun bujarrones son los más, que
lo deprenden de los turcos. Finalmente, ¿queréis que
os diga?, sin información ni más oír
había el rey, en viniendo alguno que dijese que por su
persona le habían dado los turcos libertad y había
sido allá guardián de cristianos, de mandarle espetar
en un palo y que le asasen vivo; porque aquel cargo no se le dieron
sino por bellaco asesinador y malsín de los cristianos; que
nunca hacen cuando están entre ellos antes que les den
libertad sino acusarlos que se quedan a las mañanas
escondidos, que son de rescate, que tienen dineros, que tienen
parientes ricos; y cuando están trabajando con ellos, que
van a andar del cuerpo muchas veces por holgar, y otras cosas
así semejantes, por donde se rescatan pocos; porque el pobre
que tenía cien escudos ya le han levantado que tiene mil, y
que si no los da, que no saldrá, y como la pestilencia anda
muy común allí, de un año a otro se mueren
todos; no se entiende que a todos los que ellos dan libertad sin
dineros les habían de hacer esta justicia, porque hay muchos
que caen en manos de turcos honrados particulares, que no tienen
sino dos o tres y los traen sin cadenas en la Notolia, que
propiamente es la Asia, junto a Troya, y andan en la labranza, y
como les han servido muchos años, danles libertad y dineros
para el camino, sino a los que han sido guardianes, pues por
parleros les dieron el cargo.
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MATA.- A esa cuenta cada día
habría acá hartas justicias de esas si a los malsines
y parleros hubiesen de asar; porque no hay señor ninguno que
no se deleite de tener en cada pueblo personas tales cuales
habéis pintado; veo guardianes que les van a decir
qué dijo el otro paseándose en la plaza cuando vio el
corregidor nuevo, y qué trato trae, y cómo vive, y el
trigo que compra para revender, sin mirar la costa que el otro
tiene en su casa; y que le oyó decir que era tan buen
hidalgo como su señoría, no mirando en toda la viga
lagar de su ojo, sino la mota del ajeno, de donde nacen todas las
disensiones y pleitos entre señores y vasallos; porque como
creen las parlerías, cuando van a aquellos pueblos luego
mandan: a Fulano echádmele doblados huéspedes, y a
Fulano, dadle a ejecutar por la resta de la alcabala que me debe, y
al otro quitadle el salario que le doy, y comienza a no se querer
quitar la gorra a nadie, y mirarlos de mal rostro y detenerse
allí mucho tiempo para más molestar, y traer un juez
de residencia que castigue las cosas pasadas y olvidadas, y los
acusadores que acusaren lleven la mitad de la pena.
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PEDRO.- Esa les daría yo muy bien; porque
a los parleros, que fueron la causa, daría la pena que los
guardianes merecen, y a estos otros la mitad de ella, y aun los
señores que se pagan de parleros no se me irían en
salvo.
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MATA.- No hayáis miedo que se le vayan a
Dios tarde o temprano.
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JUAN.- Harto los pico yo sobre eso en las
confesiones, aunque no aprovecha mucho.
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PEDRO.- También los confesores
servís algunas veces de pelillo y andáis a sabor de
paladar con ellos, por no los desabrir; para mi santiguada que si
yo los confesara, que les hiciera temblar cuando llegaran a mis
pies; y que si en dos o tres confesiones me confesasen un mismo
pecado, sin enmienda, yo los enviase a buscar el Papa que los
absolviese, y a los parleros absolvería con condición
que fuesen aquel que tienen robada la fama y le dijesen:
«Señor, pídoos perdón que he dicho esto
y esto de vos, en lo cual he mentido mal y falsamente»; y por
no lo ir a hacer otra vez, procurará de enmendar la vida, ya
que no mire la ofensa que a Dios hace.
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MATA.- ¡Por Dios, gentil consejo era
ése para tener nosotros de comer!; bien podríamos
desde luego tomar nuestro hato y caminar al hospital, porque
podría bien tocarse la vigüela sin segunda, que nadie
volvería.
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PEDRO.- Querría más un cuarto;
mayor es la bolsa de Dios, que me los pagará mejor, y si
todos los confesores hiciesen así, ellos volverán
aunque no quisiesen.
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MATA.- ¿Quién pensáis que
volvería segunda vez?; que andan pretendiendo y echando mil
rogadores una infinidad de confesores por quitarle los perrochanos
de lustre a Juan de Voto a Dios. ¡Más sobornos trajo
el otro día uno para que le diesen un domingo el
púlpito de la reina, por procurar alguna entrada como
contentar, para si pudiese alcanzar a confesarla, revolvió
toda la corte hasta que lo alcanzó, y si fuera con buen celo
no era malo; mas creo que lo hacen por estas mitras, que son muy
sabroso manjar, y para favorecer a quien quisieren.
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PEDRO.- De creer es; porque si por otra
vía lo hiciesen no tendrían que rogar más a
los ricos que a los pobres, y ellos harían que los fuesen a
rogar y huirían de ellos; pero con su pan se lo coman, que
este otro día vi en un lienzo de Flandes el infierno bien
pintado, y había allí hartas mitras puestas sobre
unas muertes y algunas coronas y bastones de reyes sobre otras.
Plega Dios que no parezca lo vivo a lo pintado. ¡Mas
qué pensado debía de ir aquel sermón, y
qué de extremos tendría buscados por no parecer que
decía lo que los otros!
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MATA.- En eso lo vierais: que no predicó
del Evangelio de aquel día, sino tomó el tema de una
lección que decía que había rezado a la
mañana en las laudes, y entró declarando el
Evangelio, y al cabo que le dijo todo en romance mandó le
prestasen atención, porque aquello que había dicho
era la corteza del sermón, y entró por unas figuras
del Testamento viejo, sin más acordársele de tema ni
Evangelio, con ciertas comparaciones, y dio consigo en la
Pasión de Cristo, y acabó con unas terribles voces
diciendo que se acercaba el día del juicio.
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PEDRO.- Buena estaba la ensalada, por mi vida.
En Italia, donde son gente de grande entendimiento, en viendo el
predicador que se mete en cualquiera de esas cosas, luego ven que
es idiota y trae cosas de cartapacio, si no es día que la
Iglesia hace mención de ellas. ¿Y supo acabar?;
porque la mayor dificultad que semejantes predicadores tienen es
ésa.
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MATA.- Allá predicó sus dos horas
o cerca, por si otra vez no le dieran el púlpito.
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PEDRO.- Una cosa veo, hablando con reverencia de
la teología de Juan de Voto de Dios, la más recia del
mundo, en los predicadores de España y es que tienen
menester ser los púlpitos de acero, que de otra manera todos
los hacen pedazos a voces; paréceles que a porradas han de
persuadir la fe de Cristo.
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JUAN.- ¿Qué es la causa de
eso?
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PEDRO.- La retórica, que no les debe de
sobrar; en tiempo de los romanos los retóricos como
Cicerón, y de los griegos, Demóstenes y Esquines,
eran procuradores de causas que iban a decir en los senados, lo que
ahora los juristas dan por escritos, y procuraban con su
retórica persuadir, y esta es la cosa que más
habían de saber los letrados; de la cual no se hable, porque
están llenos como colmenas de letras bárbaras y no
saben latín ni romance, cuanto más retórica;
los médicos, algunos hay que la saben, pero no la tienen
menester; de manera que toda la necesidad de ella ha quedado en los
teólogos, de suerte que no valen nada sin ella, porque su
intento es persuadirme que yo sea buen cristiano, y para hacer bien
esto han de hacer una oración como quien ora en un teatro,
airándose a tiempos, amansándose a tiempos, llevando
siempre su tono concertado y muy igual, así como lo guardan
muy gentilmente en Italia y Francia, y de esta manera no se
cansarían tanto los predicadores.
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JUAN.- Algunos de los que han pasado allá
han traído esa costumbre y de decir la misa rezada a voces,
y todo se lo reprehenden porque dicen que no se usa.
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PEDRO.- ¿Qué se me da a mí
de los usos si lo que hago es bien hecho? En verdad que lo de decir
alto la misa que es una muy buena cosa, porque el precepto no manda
ver misa, sino oírla, y es muy bien que aunque haya mucha
gente todos participen igualmente.
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MATA.- Allá se avengan;
determínenselo ellos; ¿cómo fue después
con vuestros enfermos y las medicinas que tomaste?
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 Pedro cura a su amo Zinan
Bajá
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PEDRO.- Bien, por cierto; que luego di a un
barbero la llave de la caja en donde estaban y que él fuese
el boticario, y sabía hacer ungüentos, que era grande
alivio; en fin, todos sanaron, y de allí en adelante no
caían tantos. Esto duró seis meses, que yo
tenía toda la carga y el cirujano viejo curaba los turcos
que en casa de Zinan Bajá había, con alguna ganancia,
y no tanto trabajo como yo tenía. Al cabo de estos seis
tenía yo ya algunas letras y experiencia, que podía
hablar con quien quiera, y fama que no faltaba, y veníanme a
buscar algunos turcos allí, y yo pedía licencia para
salir de la torre al guardián mayor, y éste me la
daba con condición que le diese parte de la ganancia, y
dábame otro hombre de guardia, que iba conmigo, el cual
también quería la suya; y entre muchos curé a
un privado de Dargute, el cual me dio un escudo, que vino a buen
tiempo porque no había tras qué parar; y los turcos
que curaba, como me había dicho el barbero al principio,
prometían mucho y después no cumplían nada
cuando estaban buenos. Zinan Bajá, mi patrón,
tenía una enfermedad que se llama asma, doce años
había, el cual no había dejado médico que no
probase, y a la sazón estaba puesto en manos de aquel
cirujano viejo, que le daba muy poco remedio, y los accidentes
crecían. Dijéronle que tenía un cristiano
español médico, que por qué no le probaba;
luego me envió a llamar, y andaba siempre con mi cadena al
pie, de seis eslabones, rodeada a la pierna, como traen
también en tierra todos los cautivos, y cuando llegué
adonde él estaba, hice aquel acatamiento que acá
hiciera a un príncipe, llamándole siempre de
excelencia, y cuando le llegué a tomar el pulso, hinqueme de
rodillas y besele el pie y tras él la mano; y mirando el
pulso, torné a besarle la mano y retireme atrás. Los
renegados que estaban presentes refiriéronle todo lo pasado,
como entendían la una y la otra lengua y lo que acá y
allá se usa; y muy contentos de lo que había hecho
tuvieron en mucho la buena crianza, la cual los otros cristianos
que hasta allí habían hablado con él no
habían usado, pensando que por ser turco no lo entendiera, y
no había necesidad de ello, o por no lo saber hacer, antes
le trataban de tú, y si le daban alguna medicina,
llevábanla sin ninguna reverencia en unas vasijas de a
blanca, sin hacer más caso. Él dijo a los gentiles
hombres que estaban con él: «Bien parece éste
haberse criado entre gente noble»; y a mí me
comenzó a contar su enfermedad por uno de los
intérpretes y díjome si me bastaba el ánimo a
sanarle. Yo le respondí que no, porque Dios era el que le
había de sanar y otro no; pero que lo que en mí fuese
estuviese cierto que no faltaría. Ellos son amigos que luego
el médico diga que le dará sanidad, y tornome a
replicar que en cuántos días le daría sano. Yo
dije que no sabía y que aplicaría todos los remedios
posibles, de tal manera que lo que yo no hiciese no lo haría
otro médico, y en lo demás dejase hacer a Dios y
él se dispusiese a hacer cuanto yo mandase, porque de otra
manera no se podía hacer nada. A esto respondió que a
él le parecía haber hallado hombre a su
propósito, y desde luego comenzase. Yo fui presto a la
botica y tomé unos jarabes apropiados en un muy galán
vidrio veneciano, y llevéselos con aquella solemnidad que a
tal príncipe se debía, y holgose en verlos tan bien
puestos y preguntome cómo los había de tomar.
Mandé que me trajesen una cuchara y tomé tres
cucharadas grandes y comímelas delante de él, y dije:
«Señor, así». Luego él tomó
su cuchara y comenzó a comer, dando gracias a Dios de que le
hubiese dado un hombre a su propósito, no estimando en menos
la salva que la crianza pasada; y echó mano a la faldriquera
y sacó un gran puñado de ásperos, que
serían tres escudos, y diómelos, mandando que
prestamente me quitasen los vestidos de sayal y me diesen otros de
paño. Diéronme una sotana que ellos usan, que llaman
«dolaman», y una ropa encima hasta en pies; la sotana,
de paño morado aforrada en bocací; la otra, de
paño azul, aforrada en paño colorado; mas no me
quitaron la cadena ni la guardia, antes me la dieron doblada de
allí adelante. Acabados sus jarabes, dile unas tabletas para
la tos, y habiéndole de dar una tarde cinco píldoras,
no supe cómo hacer de ellas la salva, porque siempre iba con
cautela como quien estaba entre enemigos. Hice seis y cuando se las
di le dije que había de tomar aquella noche cinco.
Preguntado cómo, porque no pensase que la que yo
había de tomar llevaba señalada y le daba a él
algún veneno, díselas todas seis en la mano y pedile
una. Diómela, y traguémela delante de él.
Tomolas y obró bien con ellas, y hubo mejoría.
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MATA.- El ardid fue, por cierto, como de Pedro
de Urdimalas. ¿Y él usaba entonces curarse a fuer de
acá, o hay médicos como acá?
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PEDRO.- Médicos y boticarios no faltan,
principalmente judíos; hay médicos muchos, los cuales
para ser conocidos traen por divisa una barreta colorada, alta,
como un pan de azúcar.
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JUAN.- ¿Son letrados?
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PEDRO.- Muy pocos hay que lo sean, y ésos
han ido de acá; pero allá no hay estudios, sino unos
con otros se andan enseñando, y cuasi va por herencia, que
el padre deja la barreta y un libro que dice en romance:
«para curar tal enfermedad, tal y tal remedio», sin
poner la causa de donde puede venir; algunos hay que saben
arábigo y leen Avizena, pero tampoco entienden mucho. Turcos
y griegos no saben letras, sino los médicos que hay todos
son hechiceros y supersticiosos. Era tan bueno mi amo, que porque
los otros que le habían curado no se desabriesen me
decía: «Si te preguntaren a quién curas, di que
a un camarero mío». Era valentísimo hombre, de
cuerpo como un gigante, colorado y cierto lindo hombre. Yo
determiné de sangrarle si él se dispusiese a ello, y
fue tan contento, que se dejó sacar de los brazos dos libras
de sangre en dos veces, y aquel día, como lo supo un
judío médico que antes llevaba su salario,
quedó atónito, porque son cobardes en el sangrar, y
vino a la cámara del bajá, que se holgaba siempre con
él, y venía cargado con una alforja, dentro de la
cual traía un libro grande como de iglesia, escrito en
hebraico, y dijo a mi mano que me quería probar que las
sangrías habían sido mal hechas. Yo fui llamado, y
sentámonos en el suelo sobre una alfombra, que así se
usa, y trajeron un escañico sobre que poner el libro, y
díjome a lo que venía. Yo no dejé de temer un
poco, pensando que sabía algo, y preguntele que en
qué lengua. Díjome que en fina castellana, pues era
común a entrambos. Yo dije que no, sino latina o griega.
Respondió que no sabía ninguna de aquéllas, de
lo cual me holgué mucho y comenzó de abrir el libro y
preguntarme que qué enfermedad era aquella. Yo díjele
que me lo dijese él a mí, que había tantos
años que la curaba. Dijo que le placía, que él
me la mostraría allí en el libro. Quiso Dios que yo
tenía un librico dorado como unas horas, que había
habido de medicina y traíale siempre en la fratiquera, y
díjele: «Si vos sois médico, este libro
habéis de leer, que en hebraico ningún autor hay que
valga un cuarto; mas yo reniego del médico que ha de
estudiar cada cosa cuando es menester, que mucho mejor sería
tomarlo en la cabeza y traerlo dentro»; que yo tenía
entendido que él no lo sabía, pues nunca le
había dado remedio, y porque no se cansase supiese que era
asma y la definición era aquélla y se había de
curar de tal y tal manera; y comencé de decirlo en
latín y declarárselo en romance. El bajá se
hacía decir todo lo que pasaba, de los intérpretes, y
estaba tan regocijado cuanto el judío de confuso. Dijo:
«No busco en este libro sino que le habéis sacado
mucha sangre, porque el cuerpo del hombre no tiene sino dieciocho
libras», y comenzó de leer hebraico. Yo cuando esto vi
dije ciertos versos griegos que en Alcalá había
deprendido de Homero, y declároselos en castellano al
propósito contrario de lo que él decía; y
cuanto a lo de las sangrías, que ellas estaban muy a
propósito y bien; y que lo de las dieciocho libras de sangre
era gran mentira, porque unos tenían poca y otros mucha,
según eran gordos o flacos, y la grandeza del cuerpo, y dado
que fuese verdad que todos los hombres tenían dieciocho
libras, que el bajá tenía cincuenta, porque no era
hombre sino gigante. Moviose gran risa en la sala, y sabido el
bajá de qué se reían, les ayudó. El
judío acabó los argumentos diciendo que lo que
había hecho era para tentarme si daría razón
de mí, y que él hallaba que mi amo tenía buen
médico, y encargole al bajá que no excediese en nada
de lo que yo mandase, y departiose el torneo. Con las
sangrías y beber cada día aguamiel, quedó tan
sano que no tosió más por aquellos dos
años.
|
JUAN.- ¿Nunca os quitó la cadena
en sanando?
|
PEDRO.- Luego, estando un día con sus
renegados, les mandó que me tomasen juramento solemne, como
nosotros usamos, de no me huir ni hacerle traición, y me
quitaría la cadena. Hízolo así uno que se
llamaba Amuzabai, valenciano, y aún de buena parte, y tomome
sobre una cruz mi juramento bien en forma, a lo cual dijo el
bajá que no estaba satisfecho, porque los cristianos
tenían un Papa en Roma que luego los absolvía de
cuantos pecados cometían en la ley de Cristo; mas que
él lo estaría si, puesta la mano sobre el lado
izquierdo, prometía en fe de buen español de no hacer
traición. Yo lo hice como él lo mandó y
volviose a sus gentiles hombres y díjoles: «Sabed que
agora éste está bien ligado, porque el rey de
España todas sus fortalezas fía de éstos y de
ninguna otra nación, y antes se dejarán hacer piezas
que hacer cosa contra esta jura»; y digo mi pecado: que por
aquel buen concepto que de nosotros tenía, yo quedé
tan atado que primero me atreviera a quebrar tres juramentos como
el primero, que aquél, aunque fuera más pecado.
Llegó de presto el herrero con su martillo y quebrantome la
cadena y dejáronme andar sin ella.
|
MATA.- ¿Solo y a do quisieseis?
|
PEDRO.- Solo no; antes traía doblada
guarda; pero adonde quisiese, sí, con condición que a
la noche fuese a dormir a la torre con los otros esclavos y a
curarlos; mas del tiempo que me sobraba buscaba de comer para
mí y para mis compañeros.
|
JUAN.- Mucho os debía de querer
después que sanó ese bajá.
|
PEDRO.- Tanto, que me andaba él mismo
acreditando y buscando negocios y aun forzando algunos, por poco
mal que tuviesen, porque yo ganase algo, que se curasen conmigo; y
muchas veces me llamaba aparte y me decía: «Mira,
cristiano, yo de ti estoy muy satisfecho, y no quiero que pierdas
honra; hágote saber que estos turcos son una gente algo de
baja suerte, que unos creen y otros no; cuando vieres que la
enfermedad es tal que no puedes salir con ella, déjala y no
vuelvas más allá aunque yo te lo mande, porque soy
muchas veces molestado».
|
JUAN.- ¡Palabras, por cierto, de grande
amor y dignas de tan gran príncipe! Y ese tiempo
¿qué os daban de comer?
|
PEDRO.- Ninguna cosa más que antes, sino
dos panecillos al día, porque sabían que yo me ganaba
qué gastar, y él también me daba de cuando en
cuando algunos dineros para vino.
|
MATA.- ¿Y no os pagaban mejor los que
curabais después de haber echado fuera los cascabeles y el
pelo malo?
|
PEDRO.- Todos me tenían ya harto de
prometerme libertad si los sanaba, y montes de oro; después
no hacían más caso que si nunca me hubieran visto;
cuando mucho, el cocinero mayor del Gran Turco me dio,
teniéndome prometida libertad y dos ropas de brocado, cuatro
reales, de lo cual yo quedé tan corrido y escarmentado, que
de allí adelante me valió harto porque
comencé, acordándoseme del consejo del barbero
portugués, a urdir algunas y vínome a la mano un
caballero que tenía un gran cargo, que se llamaba el
«aman», y es como proveedor de las armadas, hizo a mi
intérprete que yo me traía que me dijese que le
sanase y me darían libertad y montes de oro como los
pasados. Yo le dije: «Dile que no soy esclavo suyo, sino de
Zinan Bajá; que me pague y yo le daré sano si Dios
quisiere». Preguntáronme cuánto quería.
Respondí que un escudo al día, y que yo me
pondría las medicinas. El dolor que le acusaba me fue
favorable a que se le hiciese poco, y así duró una o
dos semanas, lo que había que gastar con los
compañeros.
|
JUAN.- ¿Vuestro patrón os dio
intérprete o era menester buscarle cada vez?
|
PEDRO.- Uno de los que me guardaban
servía de eso y de eso otro, que por la gracia de Dios y
nuestros pecados hartos hay allá que sepan las dos lenguas.
No duró muchos días que no entrase Satanás en
el corazón del bajá con el grande amor que me
tenía, para persuadirme que fuese turco, y comenzó de
tentarme con el «hec omnia tibi
dabo», mostrándome una multitud de
dineros y de ropas de brocados y sedas, diciendo que me
haría uno de los mayores de su casa y protomédico del
Gran Señor, y otras cosas al tono, con las cuales a otros
vencen; a todo lo cual, y a otros que me echaba que me lo rogasen,
Dios, que jamás faltó en tales tiempos si por
nosotros no quiebra, particularmente proveyó todo lo que
había de responder, fortificándome para que no me
derribasen, y díjele que suplicaba a su excelencia no me
mandase tal cosa ni me hablase sobre ello, porque yo era cristiano
y mi linaje lo había sido y tal había de morir; y que
si me quería para médico, que yo le serviría
estando cristiano con más fidelidad y amor que de otra
manera, como lo había visto por la obra y lo vería de
allí adelante, y si fuese turco luego me había de
procurar huir; así, por entonces, vista la osadía, se
resfrió por quince días que más no se
habló sobre ello.
|
MATA.- Gran deseo tenía de preguntar
sobre eso; porque han venido por acá algunos renegados
diciendo que por fuerza los han hecho ser moros o turcos; otros que
han estado cautivos cuentan milagros de los grandes martirios que
les daban porque renegasen; también se dejan decir otros que
al que reniega luego le hacen uno de los principales
señores. A todo esto deseo ser satisfecho.
|
PEDRO.- No hay más satisfacción de
que todos mienten como Judas mintió; porque cuanto a lo
primero, mi voluntad, con todo su poderío ni todos los
tormentos del infierno, no me la pueden forzar a que diga de
sí donde no quiere; y los que dicen que por fuerza se lo
hicieron hacer, son unos bellacos, que porque les dijeron que los
matarían o les dieron cien palos luego dan su sí.
|
JUAN.- Eso es gran maldad, porque obligados son
a morir mil muertes por Cristo y recibir martirio como hicieron
tantos mártires como ha habido.
|
PEDRO.- Cuanto más, que no lo pueden
hacer conforme a su ley; sino que todos ésos, por miedo de
los otros cristianos que están con él, no le corran,
avisan a los turcos que le tomen y le aten y le circunciden.
|
MATA.- Como algunas damas que dan voces y dicen
que las fuerzan y huelgan de ello.
|
PEDRO.- Es verdad; yo vi por estos ojos dos
casos de esos mismos a dos entalladores muy primos, y vinieron a
tomar consejo conmigo; yo les dije que aunque los matasen tuviesen
firme, que bienaventurados ellos si aquel día morían;
y de allí a cuatro horas ya habían usado aquella
maña de que por fuerza los habían cortado. La segunda
mentira es de los que se rescatan o se huyen, que dicen que
recibían allá porque renegasen muerte y
pasión. No pueden, como dicho tengo, hacerles más de
persuadirles tres veces, y si no quisieren, dejarlos, si no es que
algunos los amenazan; pero estos tales ya van contra su ley.
Allende de esto no se les da un cuarto que sean turcos; antes,
porque los han menester dejar andar solos y que no remen
más, les pesa que nadie diga que los hiciesen turcos y muy
muchos vi yo que andaban a rogar que los hiciesen turcos y no
querían, sino echábanlos con el diablo, diciendo que
lo hacían porque quitándoles la cadena y
prisión tendrían mejor aparejo para huir, y el
bajá me dijo un día, hablando en eso conmigo, que si
quisiese abrir tienda a circuncidar todos los que quisiesen, que
muy pocos quedarían en las torres que no lo hiciesen por
salir de ellas, lo cual andando más el tiempo vi claramente
ser así.
|
JUAN.- Cuando esos tales reniegan,
¿quedan libres?
|
PEDRO.- No, sino más esclavos; porque
primero tendrían solamente el cuerpo y después
ánima y todo; acontece como acá; si uno tiene un moro
que ha comprado y se bautiza en su poder, ¿no se queda como
de primero por su amo?
|
MATA.- Así se me entiende.
|
PEDRO.- ¿Y hácenle acá
cuando se cristiana grande señor?
|
MATA.- Cuanto a Dios, sí, si sabe
perseverar; mas cuanto al mundo, con su mismo sayo y capa se
queda.
|
PEDRO.- Pues no le falta punto a lo de
allá; solamente a los que son buenos artesanos, digo que
saben algunos buenos oficios y pulidos, como son aquellos dos que
arriba dije y algún eminente artillero, o cerrajero, o
armero, o médico, o cirujano, o ingeniero. Estos tales son
rogados y cásanlos, y danles alguna miseria de paga con que
pasen entretanto que hacen hijos y se van al infierno.
Después que se han hecho turcos, ninguna palabra oyen de los
superiores buena, sino a dos por tres les llaman hombres sin fe,
bellaco, que si tú fueras hombre de bien no dejaras tu fe,
aunque fuera peor, y otras palabras que los lastiman; mas el
diablo, con el almagre que los tiene ya señalados por suyos,
les tiene amortecidos los sentidos a que no sientan al
aguijón. De los muchachos ninguno se escapa que no
circunciden sin mirar su sí ni su no. De las mujeres, las
viejas, porque no se lo ruegan, no suelen ser turcas; pero las
mozas, como hay entre ellos hombres como acá, presto las
engaña el diablo, como ya son amigos de tiempo inmemorial
acá.
|
MATA.- ¿Tornó a calentarse el
rogaros que fueseis turco?
|
PEDRO.- Pasados aquellos quince días que
se calló, tuvo el bajá necesidad de ir con diez
galeras a Nicomidia, que agora se llama Ezmite, para hacer traer
por mar ciertos mármoles que aquella provincia da de
edificios antiguos que allí había, para una grande
mezquita que el Gran Señor hace, lo cual incumbe traer al
general de la mar, que es de Constantinopla distancia de treinta
leguas. Llevome consigo y armamos sesenta tiendas en aquel campo,
que era por mayo, adonde estuvimos un mes, y en este tiempo yo
conocía algunas hierbas y tenía un libro donde
están dibujadas, de medicina, que se llama
«Herbario», y tomaba algunas de ellas e íbame al
pabellón del bajá y mostrábaselas vivas y
pintadas juntas, de lo cual estaba el más contento hombre
del mundo, por ser cosa que nunca había visto, ni
allí se usa, y muchas veces, saliendo por aquellas huertas,
cogía cuantos no conocía, y venido a la tienda luego
mandaba llamar al cristiano y preguntaba de cada una qué
cosa fuese, y decíaselo mostrándosela siempre
pintada, el cual se tenía el libro allá para mirar
entre sí.
|
JUAN.- ¿Pues qué, tanto
sabíais vos de conocer hierbas?
|
MATA.- Todo aquello que no podía dejar de
saber siendo hijo de partera, primo de barbero y sobrino de
boticario.
|
PEDRO.- Mátalas Callando dice bien todo
lo que hay.
|
MATA.- Cuanto más que él
haría como los herbolarios de por acá, que en no
conociendo la hierba, luego le dan, para quien no las entiende, un
nombre francés: la «gerba de Notro
Señora» y la «gerba de Sant Juan» y de
«Santhaque», y si entiende francés dice que el
griego la llama alchorquis, y el vocablo latino no se le
acuerda.
|
 Trabajos a que es condenado Pedro
|
PEDRO.- Había determinado de hacer unos
palacios muy suntuosos en una plaza de Constantinopla que se dice
«Atmaitán», que quiere decir «plaza de
caballos», para lo cual compró trescientas casas
pequeñas que allí había para sitio, y por el
cuento de esta obra entenderéis cómo son los
cristianos tratados en tierra, para refrigerio de la pena que en
galera se pasa; y como de esta diré entenderéis de
todas las otras obras que los otros con el sudor de los pobres
cautivos hacen. Todo el mundo pensó que para sólo
derribar tantas casas y sacar la tierra y abrir cimientos
serían menester siete u ocho meses, y por Dios os juro que
dentro de seis estaban hechos los palacios y era pasado el
bajá a vivir a ellos, que tienen de cerca poco menos de
media legua.
|
MATA.- Si os sabe mal el iros a la mano, dad el
cómo sin que os le pidan; porque «a prima
facie» no se puede hacer sin negromancia.
|
PEDRO.- Andaban cada día mil quinientos
hombres entre maestros y quien los servía, los cuales eran
guardados de doscientos guardianes, que los guardaban y los
arreaban dando toda la prisa y palos que podían; y porque
puedo también hablar de experiencia, quiérome meter
dentro y hablar como quien lo vio, y no de oídas.
Aconsejaron al bajá ciertos renegados que, pues yo no
había querido ser turco, ninguna mejor venganza podía
tomar de mí que mandarme echar dos cadenas, en cada pie la
suya, y enviarme a trabajar con los otros; porque él
sabía que los españoles éramos
fantásticos, y como antes me había visto en honra sin
cadena, y bien vestido, y como rey de los otros cautivos,
sería tanta la afrenta que recibiría en verme
caído de aquello, que de pura vergüenza de los otros yo
haría lo que él quisiese y renegaría mil
veces. Tomó el acuerdo de tal manera, que en llegando a
Constantinopla mandó fuese todo esto ejecutado, y
lleváronme con mis dos cadenas, estando él
allí mirando en qué andaba la obra, y en entrando
comenzaron aquellos turcos de darme prisa que tomase una
«cofa» que dicen, como espuerta, y acarrease con los
demás tierra. Yo lo obedecí, sin mostrar más
flaqueza que antes, y para más me molestar tenía el
bajá dado aviso que todos los guardianes tuviesen cuenta
conmigo, y hacíalos poner en una escalera por donde
habíamos de subir tantos a una parte como a otra y cuando yo
pasase alzasen todos sendos bastones que tenían y cada uno
me alcanzase poco o mucho; y más: que, para que no
descansase entre tanto que se hinchían las espuertas, a
mí se me tuviese una siempre aparejada llena, para trocar en
llegando.
|
MATA.- ¿Y mudasteis el hábito,
como los otros cautivos o andabais con vuestros fandularios
doctorales?
|
PEDRO.- No quise dejar la sotana, sino
arremanguela como fraile, y así andaba, y mi amo el
bajá estaba en unos corredores mirando y sonriéndose
en verme, y enviome un truhán que me dijese, como que
salía de él, que me quitase aquel hábito y le
guardase para cuando estuviese en gracia. Al cual yo
respondí de manera que el bajá lo oyese:
«Guarde Dios la cabeza de mi amo, que cuando éste se
rompiere me dará otro de brocado». Sentí que
respondió el de arriba: «Más sabe este perro de
lo que yo le enseñé». Mas no obstante esto,
como vio que los primeros días no se me hacía de mal
y cuán perdida tenía la vergüenza al trabajo
dándoseme poco, caíle en desgracia por ver que no
pudiese con todo su poder contra un su esclavo, y disimuló
el hacerme trabajar, que yo pensaba que lo hacía para
tentar, como el cortar de la cabeza; pero hasta el poner de las
tejas y el barrer de la casa después de hecha no me dijo:
«¿qué haces ahí?», sino siempre
trabajaba como el que más.
|
JUAN.- Con tanta gente, ¿cómo se
podían dar manos a la obra? ¿No se confundían
unos a otros?
|
PEDRO.- Antes andaba mejor orden que en un
ejército. Los principales maestros de cada oficio, que
llaman «cabemaestros», no eran esclavos, sino griegos
libres o turcos, y éstos tomaban a cargo cada uno los
esclavos que hay de aquel oficio para mandarles lo que han de
hacer. Dormíamos en un establo doscientos, allá en la
misma obra, y los otros venían de la torre del Gran Turco y
la del bajá, que estaban en Galata, y era mes de junio,
cuando el sol está más encumbrado; y dos horas antes
que amaneciese salía una voz como del infierno, de un
guardián de los cristianos, cuyo nombre no hay para
qué traer a la memoria, y decía: «¡Viste
ropa, cristianos!» Desde a un credo decía:
«Toca, trompeta». Salía un trompeta, esclavo
también, y sonaba de tal manera que cada día se
representaba mil veces el día del juicio. Allí
vierais el sonar de las cadenas para levantarse todos, que dijerais
que todo el infierno estaba allí. Tercera voz del verdugo,
digo del guardián, era: «Fuera los del barro, los
otros reposá un poco». En saliendo los que
hacían el barro, decía: «Fuera todos y no se
esconda nadie, que no le aprovecha». Y tenía
razón: era tan de mañana, que los maestros no
verían trabajar, pero no faltaba qué hacer hasta el
día. Llevábamos a la mar, que estaba de allí
un tiro de ballesta, donde descargaban la madera, piedra y ladrillo
y otros materiales que eran menester, y traíamos dos caminos
entre tanto que era de día, y no se permitía tomar
acuestas poca carga ni caminar menos de corriendo, porque iban
detrás con los bastones dando a todos los que no
corrían, diciendo: «Yurde, yurde», que quiere
decir: «Camina, camina». Cuando era hora del trabajo,
metíamosnos todos dentro de un patio, puestos por orden
todos, los que no sabíamos oficio a una parte, y los oficios
todos, por sí cada uno. Subíase el maestro de toda la
obra, y decía: «Vayan tantos canteros y parederos a
tal parte y tantos a tal». Luego los tomaba un
guardián que había de dar cuenta de ellos aquel
día, y preguntábales: «¿Cuántos
esclavos habrán menester de servicio?» Y los que
pedían les daban del montón donde yo estaba, con otro
guardián que anduviese sobre ellos. De cada uno de los otros
oficios repartía por esta misma orden toda la gente que
había, y sobre los mismos guardianes había otros
sobrestantes, que les daban de palos si no arreaban a los
cristianos para que trabajasen mucho.
|
JUAN.- ¿Qué os daban de comer, que
con tanto trabajo bien era menester?
|
PEDRO.- Sonaba el trompeta a comer, que llaman
«faitos», y dábannos por una red cada sendos
cuarterones de pan.
|
MATA.- ¿No más?
|
PEDRO.- Y aun esto tan de prisa, que cuando los
postreros acababan de tomar ya sonaban a manos a labor.
|
JUAN.- Yo me estuviera quedo.
|
PEDRO.- No faltara quien os quebrara la cabeza a
palos si no respingabais en oyéndola. Guisaban
también una grandísima caldera de habas o lentejas;
pero como dijo Sant Filipo a Cristo: «¿Quid inter tantos?»
Por mí digo que maldita la vez las pude alcanzar; todo mi
remedio era -que sin él me muriera- copia de agua fresca,
que estaba allí cerca una grandísima fuente y buena,
que trajo Ibraim Bajá a unos sus palacios.
|
JUAN.- ¿Nunca les daban nada a esos
oficiales, siquiera para que no dijesen: «Nunca logres la
casa?».
|
PEDRO.- De cuando en cuando nos daban a todos
sendos reales, con que a las noches hacíamos nuestras ollas;
mas como el día era tan largo cuanto la noche de corta y no
tocaban la trompeta a recoger hasta que veían la estrella,
cuando llegábamos a la caballeriza donde era nuestro
aposento, más queríamos dormir, según
andábamos de alcanzados de sueño y molidos de los
palos que aquel día habíamos llevado, juntamente con
el infernal trabajo. No me ayude Dios si no me aconteció
algunas veces hallarme cuando nos levantábamos al trabajo la
tajada de vaca en la boca, que así me había quedado
sentado como cenaba.
|
MATA.- ¿Sin desnudar?
|
PEDRO.- ¿Ya no os tengo dicho la cama de
galera?; pues así es la de tierra; demás de los
piojos, que nos daban de noche y de día música,
llevaban los tiples la infinidad de las pulgas, que nos
tenían las carnes todas tan aplagadas como si
tuviéramos sarampión.
|
JUAN.- No me maravillo, si doscientos hombres
estabais en solo un establo; y ¡qué hedentina
hubiera!
|
PEDRO.- Peor que en galera, porque como
estábamos todos cerrados no estaba desavahado como en la
mar; estando cenando, unos y otros se sentaban en unos barrilazos
grandes que había en lugar de necesaria y refrescaban el
aposento. Para hacer trabajar mucho a todos los que íbamos a
la mar a traer los materiales, usaba de esta astucia: que
ponía premio al que más carga trajese acuestas, dos
pares de ásperos, que cuasi es un real; al que primero
llegase en casa, otros cuatro. Había unos bellacos que en su
vida acá habían sido sino peores y más
malaventurados que allá estaban, que sin pasión por
ganar aquellos dos premios corrían con unas cargas de
bestias, y era menester, so pena de palos, seguirlos en la carga y
en el paso, diciendo que también teníamos brazos y
piernas como ellos.
|
MATA.- Gran cosa fue con ninguna de esas cosas
no perder la paciencia; a Juan de Voto a Dios, y os aseguro que no
le sobrara.
|
PEDRO.- Una o dos veces, a la mi fe, ya
tropecé; habíanme hecho un día cargar dos
ladrillos que eran de solar aposentos, de un palmo de grueso y como
media mesa de ancho, de los cuales era uno suficiente carga para un
hombre como yo; y yendo tan fatigado que no podía atener con
los otros, ni vía, porque el grande sudor de la cabeza me
caía en los ojos y me cegaba y los palos iban espesos,
alcé los ojos un poco y dije, con un suspiro bien
acompañado de lágrimas: «¡Perezca el
día en que nací!» Hallose cerca de mí un
judío, que como yo andaba con barba y bien vestido y los
otros no, traía siempre infinita gente de judíos y
griegos tras mí, como maravillándose, diciendo unos a
otros: «Esto algún rey o gran señor debe de ser
en su tierra»; otros: «Hijo o pariente de Andrea de
Oria». En fin, como tamboritero andaba muy acompañado
y no sé qué me iba a decir.
|
MATA.- Lo que os dijo el judío cuando se
acabó la paciencia.
|
PEDRO.- ¡Ah!, dice:
«¡Ánimo, ánimo, gentilhombre, que para
tal tiempo se ven los caballeros!» Y llegose a mí y
tomome él un ladrillo y fuese conmigo a ponerle en su lugar.
Respondile: «El ánimo de caballero es, hermano, poner
la vida al tablero cada y cuando que sea menester de buena gana;
pero sufrir cada hora mil muertes sin nunca morir y llevar palos y
cargas, más es de caballos que de caballeros». Cuando
los guardianes que estaban en la segunda puerta de la casa vieron
dentro el judío, maravillados del hábito, que no le
habían visto trabajar aquellos días,
preguntáronle que qué buscaba; díjoles
cómo me había ayudado a traer aquella carga porque yo
no podía; respondieron: «¿Quién te mete
a ti donde no te llaman? ¿Somos tan necios que no sabemos si
puede o no?» Y diciendo y haciendo, con los bastones, entre
todos, que eran diez o doce, le dieron tantos, que ni él ni
otro no osó más llegarse a mí de allí
adelante.
|
MATA.- En verdad que he pensado reventar por las
ijadas de risa si no templara la falta de paciencia pasada. Pero
por lo que decíais de barba, ¿los otros cautivos no
la traen?
|
PEDRO.- Ni por favor que tenga no se lo
consentirán; cada quince días les rapan cabello y
barba, así por la limpieza como por la insignia de esclavo
que en aquello se ve; y si eso no fuese, muchos se
huirían.
|
JUAN.- ¿No es mejor herrarlos en el
rostro como nosotros?
|
PEDRO.- Eso tienen ellos a mal y por pecado
grande; también en las galeras de cristianos rapan toda la
chusma cada semana por la misma causa.
|
MATA.- A mí me parece que ser esclavo
acá es como allá y así son de una manera las
galeras, aunque todavía querría yo más remar
en las nuestras que en las otras.
|
PEDRO.- Estáis muy engañado; por
mejor tendría yo estar entre turcos cuatro años que
en éstas uno. La causa es porque en éstas
estáis todo el año, y allá no más del
verano; en éstas no os dan de comer bizcocho hasta hartar,
aquello todo tierra; en las turquescas muy buen bizcocho, y mucho,
si no es algunas veces que falta; que sobre Bonifacio, en
Córcega, cuando la tomamos, treinta habas vendían por
un áspero, que es un cuartillo, y en Constantinopla, estando
en tierra, no falta mucho y buen pan y la merced de Dios, que es
grande. Sola una cosa tenéis buena si estáis en las
de acá, y es el negociar, que cada día pasan gentes
que os pueden llevar cartas y rogar por vos, que aprovecha bien
poco, y aun ¡ojalá!, después de haber cumplido
el tiempo por que os echaron, con servir otros dos años de
gracia, os dejen salir; pues azotes, yo os prometo que no hay menos
que en las otras; la ventura del que es esclavo es toda las manos
en que cae; si le lleva algún capitán de la mar,
haced cuenta que va condenado a las galeras; si en poder de
algún caballero o particular, allá lejos de la mar,
trátanlos como los que acá los tienen en Valladolid,
sirviéndose de ellos en casa y dándoles bien de comer
de lo que en casa sobra, y a éstos también, cuando
los amos mueren, quedan en los testamentos libres.
|
MATA.- ¿Qué oficios os mandaban
hacer a vos en ese trabajo?
|
PEDRO.- Mejor os sabría decir qué
no me mandaban. Los primeros días servimos un capitán
y yo a cuatro maestros que hacían un horno, de traer la
tierra y amasar el barro y servíselo; otros, después,
con unas angarillas, que llaman allá «vayardo»,
entre otro y yo traíamos la argamasa que gastaban muchos
maestros; cuando me querían descansar un poco, porque
faltaba ripia, con una gran maza de hierro me hacían quebrar
cantos grandes, y si me volvía a rascar la oreja, el
sobrestante me tocaba con el bastón, que no me comía
allí más por aquellos días. Sobre la cabeza en
unas tablas, acarreaba muchos días de la argamasa, que me
hacía debilitar mucho el cerebro, hasta tomarlo en
costumbre. Un día de San Bernabé, que es el
día que el sol hace cuanto puede, me acuerdo que en donde
mejor reverberaba nos hicieron a tres capitanes y a mí
cerner una montañuela de tierra para amasar barro, y
quedaron por aquellos días las caras tan desolladas, que no
se les olvidó tan presto.
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MATA.- ¿Para qué querían
tanto barro?
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PEDRO.- No quieren los turcos hacer perpetuos
edificios, sino para su vida, y así las paredes de la casa
son de buena piedra y lodo, y por la una y la otra parte argamasa,
que no es mal edificio. Usó el bajá con los oficiales
otra segunda astucia de premios: puso a los albañiles y
canteros, encima las paredes que iban haciendo, una pieza de diez
varas de brocado bajo, que valdrían cincuenta escudos,
diciendo que el que aquel día hiciere más obra,
trabajando todos aparte, que fuese suyo el brocado; a los
cerrajeros: al que más piezas de cerrajas y bisagras y esto
hiciese, aquel día serían dados treinta escudos, y
cincuenta al carpintero que más ventanas y puertas diese a
la noche hechas. Ya podéis ver el pobre esclavo cómo
se deshiciera por ganar el premio; pareció hecha mucha obra
a la noche, y cumplió muy bien su palabra, como quien era;
pero dijo al que llevó la pieza de brocado: «Tomad
vuestro premio, y en verdad que sois buen maestro; no os
descuidéis de trabajar, porque me quiero pasar presto a la
casa; tantos pies de pared habéis hecho hoy; el día
que hiciereis uno menos que hoy os mandaré dar tantos palos
como hilos tiene la ropa que llevaste; y los que no han llevado el
premio, a cada uno doy de tarea igualar con la obra de hoy».
Un entallador, con sólo un aprendiz que labraba lo tosco,
hizo doce ventanas, al cual, uno sobre otro, dio los cincuenta
escudos, pero con la misma salsa; y consiguientemente a todos los
demás oficiales hizo trabajar ejecutando la pena, de modo
que le ahorraron lo que les dio. Si se comenzaban a la
mañana los cimientos donde había de haber una sala, a
la tarde estaba tan acabada que podían vivir en ella.
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MATA.- Dos dedos de testimonio querría
ver de eso, porque de papel aun parece imposible.
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PEDRO.- Soy contento dároslo a entender:
en el instante que se comenzaba, venía el entallador por la
medida de la ventana que habían de dejar, y de la puerta, y
ponía luego diligencia de hacerla en el aire; llegaba el
cerrajero con sus hierros todos que eran menester, y antes que se
acabase la pared ya las ventanas y puertas estaban en su lugar el
pedazo de pared que estaba hecho de obra gruesa iban otros maestros
haciendo de obra prima; y así venía todo a cumplirse
junto.
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JUAN.- Dios os guarde de tener muchos oficiales
y que los podéis mandar a palos. Está Mátalas
Callando acostumbrado de las mentiras de los oficiales de por
acá, que de día en día nos traen todo el
año. ¿Cuál fue la segunda vez que se
quebró la paciencia?
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PEDRO.- Como trataba con la cal, habíame
comido todas las yemas de los dedos por dentro y las palmas, que
aun el pan no podía tomar sino con los artejos de fuera; y
mandáronme un día que se hacía el tejado, para
más me fatigar, que subiese con una de estas garruchas tejas
y lodo, y la soga era de cerdas. ¡Imaginad el trabajo para
las manos que el pan blando no podían tomar! Y
después de subidas era menester subir al tejado a darlas a
la mano a los retejadores. Hacía razonable sol, y vime tan
desesperado, que si no fuera porque sabía cierto irme al
infierno, no me dejara de echar allí abajo de cabeza,
posponiendo toda la ley de natura y orden de no se aborrecer a
sí mismo. Aquella misma tarde me mandaron en una herrada
traer un poco de argamasa para el alar del tejado; y cuando la
hinchí, con el peso, queriéndola cargar,
quitósele el suelo y vime el más confuso que
podía ser, porque me daban prisa. Tomé el mismo suelo
y llevé un poco, porque no holgasen los maestros. Cuando el
guardián lo vio, preguntome: «Perro,
¿qué es eso?», y en hablando yo la disculpa,
diome tantos palos con su bastón, corriendo tras mí,
que se me acuerda hoy de ellos para contároslos, y por
despecho me hizo ir a traer más en un cesto como de
sardinas, para que se me ensuciase bien la sotana, y caíame
cuando venía, como era líquido, por las espaldas y
todo lo quemaba por donde pasaba, hasta que me deparó Dios
un capacho, el cual me defendía puesto en la cabeza.
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MATA.- ¿No había en todo ese
tiempo nadie de los que habíais curado que rogase por vos,
siquiera que no os mataran?
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PEDRO.- Más holgara yo que alcanzaran que
me ahorcasen. Todavía uno vino este mismo día,
acarreando yo lodo, que jamás le había visto ni le vi
sino aquella vez; creo que debía de ser muy privado del rey,
y estando yo hinchendo la espuerta de lodo, púsose
detrás de mí, mirándome, con una sotana de
terciopelo verde y una juba de brocado encima, que bien
parecía de arte, y díjome: «Di, cristiano,
aquella filosofía de Aristótil y Platón, y la
medicina del Galeno y elocuencia de Cicerón y
Demóstenes, ¿qué te han aprovechado?» No
le pude responder muy de repente, así por la prisa del
guardián y miedo de los palos como por las lágrimas
que de aquella lanzada me saltaron, y en poniéndome la
espuerta sobre los hombros, volví los ojos a él y
díjele: «Hame aprovechado para saber sufrir semejantes
días como éste».
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JUAN.- ¿Y en qué lengua?
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PEDRO.- En esta propia. Satisfízose tanto
de la respuesta que arremetió conmigo y quítame la
espuerta, y cárgasela sobre sí, y vase a donde estaba
el bajá mirando la obra, y entra diciendo:
«Señor, yo y mi mujer y mis hijos queremos ser tus
esclavos, porque no mates semejante hombre, que hallarás
pocos como éste, en lo cual contradices a Dios y al
rey». Atónito el bajá de verle así, fue
para abrazarle diciendo que se hiciese todo lo que mandase; y
mandome que no trabajase más y me fuese a casa, y aquel
turco diome unos no sé cuántos ásperos. Ya
podéis contemplar el gozo que yo llevaría
yéndome a casa libre del trabajo.
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MATA.- Como quien sale del infierno, si no
duró poco.
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PEDRO.- Hasta la mañana cuando mucho, que
me quedé muy repantigado, cuando los otros se fueron, en la
cama, y el sobrestante de toda la obra echome menos, y
habiéndole mandado el bajá que me hiciese volver al
trabajo, envió por mí y diome la estada de la cama, y
volvimos al mismo juego de principio.
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JUAN.- ¿No caía alguno malo, entre
tanto, que fuera privado?
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MATA.- Buena fuera una poca de asma de cuando en
cuando y no la haber desarraigado.
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PEDRO.- Uno cayó y me hicieron irle a
ver, que tenía mucha fe conmigo, y dejábanme le ir a
ver dos veces cada día; no dejaba de ser prolijo en la vista
y decir que era menester estar yo viendo lo que el boticario
hacía, porque no lo sabría hacer, por alentar
siquiera un poco. Gocé tres días razonables, pero, en
fin, no le supe curar.
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JUAN.- ¿Cómo? ¿Muriose o no
le conocisteis la enfermedad?
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PEDRO.- No, sino que sanó muy presto: que
cuando menos me caté, queriéndole ir una
mañana a ver, le veo pasar a caballo.
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MATA.- Tiene razón, que a estos tales era
bien alargar la cura, como suelen los médicos hacer a
otros.
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PEDRO.- Los cirujanos diréis, que el
médico es imposible.
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MATA.- ¿Qué más tiene lo
uno que lo otro?
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PEDRO.- Mucho, porque el médico es
coadjutor de natura, y si él se descuida viene naturaleza,
dale un sudor, o una cámara o sangre de narices, que le hace
dar una higa al médico; mas el cirujano, cuando quiere,
ahonda la llaga, cuando quiere la ensucia, principalmente si no se
iguala o no le pagan. Todos son crueles en eso; apenas
hallaréis quien haga rectamente su oficio; demás de
eso son tiranos; al pobre no curan de gracia; los más, como
lo tienen jurado, no es más en su mano dejar de ensuciar la
llaga cuando sienten dineros, que en el sastre dejar de hurtar
puestas las manos en la masa.
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MATA.- ¿Por qué decís de
hurtar?; buen aparejo teníais, siendo médico, de
hacerlo, pues entrabais donde había qué.
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PEDRO.- No me lo demandará Dios eso,
porque jamás me pasó por el pensamiento como fuese
pecado que si se sabía perdía toda la honra y
crédito. Cuando trabajábamos, es la verdad que a la
noche quitábamos los mangos a la pala de yerro o azadas que
podíamos coger y rebujábamos con el capote para
vender a los judíos que compran por poco dinero;
todavía nos daban tres o cuatro ásperos por cada una,
que había para una olla, y esto hacía cuasi por
vengarme del trabajo que aquel día pasaba con ello.
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MATA.- ¿Pues tantas palas y azadas eran
que había para todos qué hurtar?
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PEDRO.- Donde andaban tantos obreros, menester
eran herramientas, cuanto más que los herreros no
servían de otro sino de hacerlas, que ya los sobrestantes
tenían por cierto que hurtábamos las que
podíamos, pero no lo podían remediar: que
éramos tantos que no sabía qué hacerse; la
maestranza que va al tarazanal a trabajar en las obras del Gran
Señor, a la noche siempre trae algo hurtado que vender para
su remedio, como los que hacen remos, plomo; los carpinteros,
clavos; algunos, ya que otro no pueden, alguna tabla o maderuelos
para bancos. Quisiéronles poner grande estrecheza una vez
que supieron que había hombres que llevaban valía de
su ducado, cada noche, y hacíanlos pasar por contadero y
catábanlos a todos de manera que al que topaban algo le
azotaban y se lo quitaban; pero supiéronles la maña,
porque hicieron sendos barrilles como pipotes de aceitunas,
colgados de una cadenilla, para llevar agua, que otros lo usaban, y
el témpano se quitaba y ponía, y al salir
metían lo que habían hurtado dentro, y tomaban su
barril acuestas y salíanse, que nadie lo imaginaba; hasta
que un bellaco, por envidia y hacer mal a los compañeros, lo
descubrió; mas, no obstante eso, siempre buscan buenas y
nuevas invenciones como se remediar. Traen los turcos unas cintas
muy galanas a manera de toallas de tafetán muy labrado y
largas que les den tres vueltas, que cuesta dos o tres escudos; hay
algunos esclavos que no hacen sino comprar una, la más
galana que pueden haber, y métenla dentro de una bolsa de
lienzo muy cogida; traen juntamente otra bolsa ni más ni
menos que aquella con unas rodillas o pedazos de camisa viejos, y
cuando van por la calle y ven algún turco que les parece
bisoño que viene a comprar algunas cosas, de los cuales cada
día hay una infinidad, dícenle si quiere comprar
aquella «cujança», que así se llama, y
muéstransela con recelo mirando a una parte y a otra,
dándole a entender que la trae hurtada, y lleva avisado el
guardián que le dé prisa, y demanda por ella poco,
como por cosa que no le costó más de tomarla; como el
otro ve que es esclavo y le parece no la haber podido haber sino
hurtándola, luego se acodicia y va recatadamente regateando
tras él, y el guardián dándole prisa; cuando
se concierta dícele quedico que la tome y no la torne a
descoger, por que no le vean, y dale sus dineros, y el esclavo le
da la otra bolsa en que van los pedazos, con que va muy ufano,
hasta que ve el engaño en casa.
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JUAN.- El mejor cuento es que puede ser, pero no
se podrá hacer muchas veces porque ese engañado
avisará a otros y cuando topare con el esclavo
procurará vengarse.
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PEDRO.- No se puede hacer eso ni esotro;
¿pensáis que Constantinopla es alguna aldea de
España, que se conocen unos a otros?; que no hay día,
como tiene buen puerto, que no haya tanta gente forastera como en
Valladolid natural; pues conocer más el cautivo, vueltas las
espaldas, es hablar en lo excusado, porque aun unos
compañeros a otros no se conocen. Lo mismo suelen hacer con
unas vainicas de cuchillos muy galanes, guarnecidos de plata, que
ellos usan; moneda falsa se bate poca menos entre esclavos que en
las casas de la moneda; diez pares de ojos habéis menester
cuando compráis o vendéis; a doce ásperos os
darán el ducado falso, que le pasaréis por bueno, que
vale sesenta: ¡tanto es de bien hecho!; y os le
venderán por falso.
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JUAN.- ¿Y eso no se castiga?
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PEDRO.- ¿Qué les han de hacer?
¿Echarlos a las galeras? Ya ellos se están; ninguna
cosa aventuran a perder.
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MATA.- ¿Pues quién se los
compra?
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PEDRO.- Mil gentes, para pasarlos por buenos.
Tesoreros de señores, para cuando les mandan dar cantidad de
dineros de alguna merced; entre los buenos ducados dan algunos de
éstos, porque saben que a quien dan, como dice el
refrán, no escoge ni han de ir a decir éste es falso.
También los pasan los cautivos comprando algunas cosas de
comer, y los que más pulidamente lo hacen son ciertos
esclavos fiados que andan sin guardianes, y se van a la calle de
los cambiadores, que son judíos los más, y es oficio
que mucho se corre.
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MATA.- ¿Pues tanta moneda corre
allá?
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PEDRO.- Tanta, por cierto de oro, cuanta
acá falta, que no os trocarán un ducado si no
pagáis un áspero; y si queréis comprar el
ducado habéis de pagar otro áspero.
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MATA.- Vámonos allá,
compañero, a hacer hospitales, que lo de acá todo es
piojería; mas con todo, bien tenemos este año que
comer. ¿Y qué hacen ésos con los ducados
falsos en la calle de los cambiadores? ¿Por ventura
engañan a los judíos?
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PEDRO.- De eso están bien seguros, que no
son gentes que se maman el dedo. Tienen uno en la boca y aguardan
los bisoños que van a trocar algún buen ducado; y
como cuando no es de peso el cambiador no le quiere si no se
escalfa lo que pesa menos, vase a otra tienda, y entonces el
esclavo le llama, haciéndosele encontradizo,
diciéndole que qué había con aquel puto
judío. Luego él dice: «Es verdad, hermano,
quiéreme quitar de un ducado bueno tantos
ásperos»; responde: «Has de saber que
éste es un bellaco y muy escrupuloso; ¿el ducado es
bueno?» El otro se le da simplemente para que le vea, y toma
el ducado y llévale a la boca para hincarle el diente, a ver
si se doblega, y saca el otro falso que tenía en la boca y
dáselo y dice: «Miente, que éste es muy fino y
bonito ducado; por tanto, vete aquél, que es hombre de bien,
y él dará todo lo que vale sin pesarle», y
señálale uno cualquiera de los cambiadores; y en
volviendo las espaldas, él se va por otro camino y se
desaparece.
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MATA.- ¿Pues qué más
harían los gitanos?
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PEDRO.- Tan hábiles son los esclavos como
ellos, porque tienen el mismo maestro, que es la necesidad, enemiga
de la virtud.
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MATA.- El fin sepamos del trabajo.
¿Cómo se acabó la casa?
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