 La
enfermedad de la sultana
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PEDRO.- Luego me vino a la mano la cura de la
hija del Gran Señor, que había dos meses que estaba
en hoy se muere, más mañana; y ya que había
corrido todos los protomédicos y médicos de su padre,
vinieron a mí a falta de hombres buenos en grado de
apelación, y quiso Dios que sanó.
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MATA.- ¿Pues una cosa la más
notable de todas cuantas podéis contar decís
así como quien no dice nada? ¿A la misma hija del
Gran Señor ponían en vuestras manos?
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PEDRO.- Y aun que es la cosa que más en
este mundo él quiere.
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MATA.- ¿Pues qué entrada tuvisteis
para eso?
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PEDRO.- Yo os lo diré: su marido era
hermano de mi amo, y llamábase Rustán Bajá; y
como no aprovechaba lo que los médicos hacían, mi amo
mandome llamar, que había cuatro meses que no le
había visto, para pedirme consejo qué le
harían, y el que me fue a llamar díjome: «Beato
tú si sales con esta empresa, que creo que te llaman para la
sultana, que así la llaman». Yo holgueme todo lo
posible, aunque iba con mis dos cadenas. Y cuando llegué a
mi amo Zinan Bajá, que estaba en su trono como rey,
díjome que qué harían a una mujer que
tenía tal y tal indisposición. Yo le dije que
viéndola sabríamos dar remedio. Él dijo que no
podía ser verla, sino que así dijese; a lo cual yo
negué poderse por ninguna vía hacer cosa buena sin
vista, por la información, dando por excusa que por ventura
la querría sanar y la mataría, y que no permitiese,
si era persona de importancia, que yo la dejase de ver, porque de
otra manera ningún beneficio podría recibir de
mí, porque el pulso y orina eran las guías del
médico. Como él me vio firme en este propósito
y los que estaban allí les parecía llevar camino lo
que yo decía, que verdaderamente andaba porque me viera para
que me hiciera alguna merced, mandome sentar junto a sus pies, en
una almohada de brocado y dijo a un intérprete que me dijese
que por amor de Dios le perdonase lo que me había hecho, que
todo iba con celo de hacerme bien, y con el grande amor que me
tenía, y que estuviese cierto que él me tenía
sobre su cabeza, y me hacía saber que la enferma era una
señora de quien él y su hermano y todos ellos
dependían; de tal arte, que si ella moría todos
quedaban perdidos; por tanto, me rogaba que, no mirando a nada de
lo pasado, yo hiciese todo lo que en mí fuese, que lo de
menos que él haría sería darme libertad; a lo
cual yo respondí que besaba los pies de su excelencia por la
merced y que mucho mayor merced había sido para mí
todo lo que conmigo había usado que darme libertad, porque
en más estimaba yo ser querido de un tan gran
príncipe como él que ser libre, pues siendo libre no
hallara tal arrimo como tenía siendo esclavo, y en lo
demás me dejase el cargo, que en muy poco se había de
tener que yo hiciese lo que podía, sino lo que no
podía; y así me envió a casa del hermano. El
cual comenzó a parlar conmigo, que era hombre de grande
entendimiento, para ver si le parecería necio, y procuraba,
porque son muy celosos, que le diese el parecer sin verla, lo cual
nunca de mí pudo alcanzar; y, como diré cuando
hablaré de turcos, siempre están marido y mujer cada
uno en su casa, envió a decir a la sultana si tendría
por bien que la viese el médico esclavo de su hermano, y
entre tanto que venía la respuesta comenzome de preguntar
algunas preguntas de por acá, entre las cuales,
después de haberme rogado que fuese turco, fue cuál
era mayor señor, el rey de Francia o el emperador. Yo
respondí a mi gusto, aunque todos los que lo oyeron me lo
atribuyeron a necedad y soberbia, si quería que le dijese
verdad o mentira, díjome que no, sino verdad. Yo le dije:
«Pues hago saber a Vuestra Alteza que es mayor señor
el emperador que el rey de Francia y Gran Turco juntos; porque lo
menos que él tiene es España, Alemania, Italia y
Flandes; y si lo quiere ver a ojo, mande traer un mapa mundi de
aquellos que el embajador de Francia le presentó, que yo le
mostraré». Espantado, dijo: «Pues
¿qué gente trae consigo?; no te digo en campo, que
mejor lo sé que tú». Yo le respondí:
«Señor, ¿cómo puedo yo tener cuenta con
los mayordomos, camareros, pajes, caballerizos, guardas, acemileros
de los de lustre?» Diré que trae más de mil
caballeros y de dos mil; y hombre hay de éstos que trae
consigo corte como la suya: «¿Que, el rey da de comer
y salarios a todos? ¿Pues qué bolsa le basta para
mantener tantos caballeros?» «Antes -digo- ellos,
señor, le mantienen a él si es menester, y son
hombres que por su buena gracia le sirven, y no queriendo se
estarán en sus casas, y si el emperador los enoja le
dirán, como no sean traidores, que son tan buenos como
él, y se saldrán con ello; ni les puede de justicia
quitar nada de lo que tienen, si no hacen por qué».
Cerró la plática con la más humilde palabra
que a turco jamás oí, diciendo: «Bonda hepbiz
cular», que quiere decir: acá todos somos esclavos. Yo
le dije cómo la diferencia que había, porque el Gran
Turco era más rico, era porque se tenía todos los
estados y no tenía cosas de iglesia, y que si el emperador
todos los obispados, ducados y condados tuviese en sí
vería lo que yo digo. En esto vino el mapa, e hícele
medir con un compás todo lo que el Turco manda, y no es
tanto como las Indias, con gran parte, de lo que quedó
maravillado. Y llegó la licencia de la sultana que la fuese
a ver, y fuimos su marido y yo al palacio donde ella estaba, con
toda la solemnidad que a tal persona se requería, y
llegué a su cama, en donde, como tengo dicho, son tan
celosos, que ninguna otra cosa vi sino una mano sacada, y a ella le
habían echado un paño de tela de oro por encima, que
la cubría toda la cabeza. Mandáronme hincar de
rodillas, y no osé besarle la mano por el celo del marido,
el cual, cuando hube mirado el pulso, me daba gran prisa que
bastaba y que nos saliésemos; a toda esta prisa yo
resistía, por ver si podría hablarla o verla, y sin
esperar que el intérprete hablase, que ya yo barbullaba un
poco la lengua, díjele: «Obir el vera, zoltana»,
que quiere decir: «Deme Vuestra Alteza la otra mano».
Al meter de aquella y sacar la otra descubrió tantico el
paño para mirarme sin que yo la viese, y visto el otro, el
marido se levantó y dijo: «Anda, cavamos, que aun la
una mano bastaba». Yo, muy sosegado, tanto por verla como por
lo demás, dije: «Dilinchica soltana».
«Vuestra Alteza me muestre la lengua». Ella, que de muy
mala gana estaba tapada, y aun creo que tenía voluntad de
hablarme, arrojó el paño cuasi enojada y dijo:
«¿Me exium chafir deila?»:
«¿Qué se me da a mí? ¿No es
pagano y de diferente ley?», de los cuales no tanto se
guardan; y descubre toda la cabeza y brazos, algo congojada, y
mostrome la lengua; y el marido, conociendo su voluntad, no me dio
más prisa, sino dejome interrogar cuanto quise y fue
menester para saber el origen de su enfermedad, el cual
había sido de mal parir de un enojo, y no la habían
osado los médicos sangrar, que no había bien purgado,
y sucediole calentura continua. Yo propuse que, si ella
quería hacer dos cosas que yo mandaría,
estaría buena con ayuda de Dios: la primera, que
había de tomar lo que yo le diere; la segunda, que entre
tanto que yo hacía algo ninguna cosa había de hacer
de las que de los otros médicos fuesen mandadas, sino que,
pues en dos meses no la habían curado, que probase conmigo
diez o quince días, y si no hallase mejoría,
ahí se estaban los médicos; y que esto no lo
hacía por no saber delante de todos sustentar lo que
había de hacer, sino porque yo era cristiano y ellos
judíos, y dos turcos también había, y
podíanle dar alguna cosa en que hiciesen traición por
despecho o por otra cosa, y después decir que el cristiano
la había muerto; los judíos ya yo sabía que
sin haberme visto, de miedo que si yo entraba descubriría su
poca ciencia, andaban diciendo que yo no sabía nada y que
era mozo y otras calumnias muchas que ellos bien saben hacer, con
las cuales perdieron más que ganaron, porque me hicieron
soltar la maldita; y la sultana me dijo que lo aceptaba, pero que
si se había de poner en mis manos también ella
quería sacar otra condición, y era que no la
había de purgar y sangrar, porque le habían dado
muchas purgas; tantas, que la habían debilitado, y para la
sangría era tarde; yo, como vi cerrados todos los caminos de
la medicina: «Señora -digo-, yo no soy
negromántico que sano por palabras; pero yo quiero que sea
así, mas al menos un jarabe dulce grande necesidad hay que
Vuestra Alteza le tome». Ella dijo que de aquello era
contenta, y se disponía a todo lo que yo hiciese; y
fuímonos su marido y yo a su aposento, donde tenía
llamados todos los protomédicos y médicos del rey, y
como comenzaron a descoser contra mí en turquesco y yo les
dijese que me diesen cuenta de toda la enfermedad cómo
había pasado, tuviéronlo a pundonor, y mofaban todos
diciendo que qué gravedad tenía el rapaz
cristianillo; y dicen a Rustán Bajá, en turquesco,
que ya me han tentado y que no sé nada, ni cumple que se
haga cosa de lo que yo le dijere, cuanto más que soy esclavo
y la mataré por ser su enemigo. Un paje del Rustán
Bajá, que se me había aficionado y era hombre de
entendimiento, que había estudiado, díjome,
llegándose a mí, todo lo que los médicos
habían dicho. A los cuales, yo: «Señores
-digo-, que no pensé, para derribaros en dos palabras de
todo vuestro ser y estado, que soy venido a enmendar todos los
errores que habéis hecho en esta reina, que son muchos y
grandes»; y digo al intérprete: «Decid
ahí a Rustán Bajá que los médicos que
primero curaron esta señora la han muerto, porque cuanto le
han hecho ha sido al revés y sin tiempo, y la mataron, al
principio por no la saber sangrar, y con cualquiera de las purgas
que le han dado me espanto cómo no es muerta».
«¡Oh, por amor de Dios, señor, tened quedo; no
digáis nada -dijeron al intérprete-, que lo
creerá Rustán Bajá y nos matará a
todos». «Decidle -digo también- que los haga que
no se vayan de aquí hasta que les haga conocer todo lo dicho
ser verdad». Esto fue otro «ego
sum» para derribarlos en tierra, y muy
humildemente dijeron: «Hermano, no pensamos que os
habíais de enojar; nosotros haremos todo lo que vos
mandáis, y no se le diga nada al bajá, que sabemos
que sois letrado y tenéis toda la razón del mundo;
sabed que pasa esto y esto, y se le ha hecho esto y esto
otro». Yo lo iba todo contradiciendo y
venciéndolos.
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MATA.- ¿Y a los médicos del rey
vencíais vos? Yo ya tenía conocido lo poco que
sabían.
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PEDRO.- ¿Luego pensáis que los
médicos de los reyes son los mejores del mundo?
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MATA.- ¿Y eso quién lo puede negar
que no quiera para sí el rey el mejor médico de su
reino, pues tiene bien con que le pagar?
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PEDRO.- Y aun eso es el diablo, que los pagan
por buenos sin sello. Si la entrada fuese por examen, como para las
cátedras de las Universidades, yo digo que tenéis
razón; pero mirad que van por favor, y los privados del rey
le dan médicos por muy buenos que ellos, si cayesen malos,
yo fiador que no se osasen poner en sus manos, no porque no haya
algunos buenos, pero muchos ruines; y creedme que lo sé bien
como hombre que ha pasado por todas las cortes de los mayores
príncipes del mundo. Así como en las cosas de por
acá es menester más maña que fuerza, para
entrar casa del rey, más industria que letras. Yo me vi, por
acortar razones, como el aceite sobre el agua con mis letras, que
aunque pocas eran buenas, sobre todos aquellos médicos en
poco rato, y prometiéronme de no hablar más contra
mí para el Dios de Abraham, sino que hiciese en la cura como
letrado que era y ellos me ayudarían si en algo valiesen
para lo que yo mandase; y fuime a la torre con mis
compañeros, que ya me habían quitado las cadenas, y
di orden de hacerle un jarabe de mi mano, porque de nadie me fiaba,
y llevándosele otro día topé un caballero
renegado, muy principal al parecer y díjome: «Yo he
sabido, cristiano, quién tú eres y tenido gran deseo
de te conocer y servir por la buena relación que de ti
hay». Yo se lo agradecí todo lo posible. Pasó
adelante la plática, diciendo cómo sabía que
curaba a la sultana, y si quería ganar libertad que
él me daría industria. Yo le hice cierto ser la cosa
que más deseaba en el mundo. Dice: «Pues pareces
prudente, hágote saber que este tu amo, Zinan Bajá, y
su hermano Rustán Bajá, son dos tiranos los
más malos que ha habido, y dependen de esta señora,
la cual si muriese, éstos no serían más
hombres. Yo soy aquí espía del emperador; si
tú le das alguna cosa con que la mates, yo te
esconderé en mi casa y te daré 400 escudos con que te
vayas, y te pondré seguramente en tierra de cristianos y
darte he una carta para el emperador, que te haga grandes mercedes
por la proeza que has hecho». Fue tan grande la
confusión y furor que de repente me cayó, que me
parecía estar borracho; y si tuviera una daga yo
arremetía con él, y díjele: «No se sirve
el emperador de tan grandes traidores y bellacos, como él
debía de ser», y que se me fuese luego delante ni
pasase jamás por donde mis ojos le viesen, so pena que
cuando no le empalase Rustán Bajá, yo mismo lo
haría con mis manos, porque mentía una y dos veces en
cuanto decía, y no era yo hombre que por veinte libertades
ni otros tantos emperadores había de hacer cosa que
ofendiese a Dios ni al próximo, cuanto más contra una
tan grande princesa.
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MATA.- Que me maten si ese no era echado aposta
de parte de la misma reina para tentaros.
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PEDRO.- Ya me pasó a mí por el
pensamiento, y conformó con ello que cuando llegué
con el jarabe, entre tanto que habían ido por licencia para
entrar, el Rustán Bajá comenzó de parlar
conmigo y darme cuenta de la sujeción que tenía a su
mujer, y diciendo que una esclava que la sultana mucho
quería le ponía siempre en mal con ella, y que
deseaba matarla, que le hiciese tanto placer le dijese con
qué lo podría hacer delicadamente; respondile que mi
facultad era medicina, que servía para sanar los que estaban
enfermos y socorrer a los que habían tomado semejantes
venenos, y si de esta se quería servir yo lo haría,
como esclavo que era suyo; pero lo demás no me lo mandase,
porque no lo sabía, y los libros de medicina todos no
contenían otra cosa sino cómo se curará tal y
tal accidente. No obstante eso, dice: «Te ruego que, pues te
conozco que sabes mucho en todo, me digas alguna cosa, que no me va
en ello menos que la vida». Concluí diciendo:
«Señor, la mejor cosa que yo para eso sé es una
pelotica de plomo que pese una drama, y hará de presto lo
que ha de hacer». Él, algo contento, pensando tenerme
cogido, preguntome el cómo; digo: «Señor,
metido en una escopeta cargada y dándole fuego, y no me
pregunte más Vuestra Alteza en eso, que no sé
más, por Cristo». Y fuímonos a dar el jarabe a
la princesa, la cual le tomó de buena gana, creo que por lo
que había precedido.
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JUAN.- Por fe tengo que si en aquellos tiempos
os moríais, que ibais al cielo, porque en todo esto no se
apartaba Dios de vos.
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MATA.- Yo lo tengo todo por revelaciones.
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PEDRO.- Yo os diré cuánto, para
que me ayudéis a loarle, que no lo habían apuntado a
hacer cuando estaba al cabo del negocio, y de allí adelante
me comencé a recatar más, y todas las medicinas que
eran menester las hacía delante de Rustán Bajá
yo mismo junto al aposento de la sultana. Llevándome en la
fratiquera los materiales que yo mismo me compraba en casa de los
drogueros; y para más satisfacción mía, por si
muriese, hacía estar allí los médicos y
dábales cuenta de todo lo que hacía, lo cual siempre
aprobaban, así por el miedo que me tenían como por no
saber si era bueno ni malo; quejáronse una vez a mi amo de
mí que era muy fantástico y para ser esclavo no era
menester tanta fantasía; que cuando se hacía alguna
cosa de medicina para la sultana, sin más respeto, a unos
mandaba majar en un mortero raíces o pólvoras, a
otros soplar debajo la vasija que estaba en el fuego, porque no
podían decir de no estando delante el bajá,
haciéndole entender que era gran parte para la salud ir
majado de mano de médicos, y él no hacía nada
sino buscar qué majar y fuesen piedras. Llamome mi amo y
cuasi enojado dice: «Pero, ¿parécete bien
estimar en tan poco los médicos del rey, que se me han
quejado de esto y esto, y que tú no haces nada sino
mandar?» «Mayor trabajo -digo-, señor, es
ése que majar; Vuestra Excelencia, aunque no rema en las
galeras, ¿no tiene harto trabajo en mandar? Pues manden
ellos, que yo majaré, y pues no saben mandar, que majen, que
yo no soy más de uno y no lo puedo hacer todo». Diose
una palmada en la frente y dijo: «Yerchev vara»;
«Verdad dices: anda vete y abre ojo, pues sabes cuánto
nos va». Como vi la calentura continua y la grande necesidad
de sangrar que había, determiné usar de maña y
díjele: «Señora, entre sangrar y no sangrar hay
medio; necesidad hay de sangría; mas pues Vuestra Alteza no
quiere, será bien que atemos el pie y le meta en un
bacín de agua muy caliente para que llame la sangre abajo, y
esto bastará»; y holgó de ello, para lo cual
mandé venir un barbero viejo y díjele lo que
había de hacer, y tuviese muy a punto una lanceta para
cuando yo le hiriese del ojo, picase. Todo vino bien, y ella,
descuidada de la traición, cuando vi que parecía bien
la vena asile el pie con la mano y el barbero hirió
diestramente. Dio un grande grito, diciendo: «Perro,
¿qué has hecho, que soy muerta?» Consolela con
decir: «No es más la sangría de esto, ni hay de
qué temer; si Vuestra Alteza quiere que no sea, tornaremos a
cerrar». Dijo: «Ya, pues que es hecho, veamos en
qué para, que así como así te tengo de hacer
cortar la cabeza». Sintió mucho alivio aquella noche,
y otro día, cuando me contó la mejoría, abrile
las nuevas diciendo cómo del otro pie se había de
sacar otra tanta; por tanto, prestase paciencia, lo cual
aceptó de buena voluntad, y mejoró otro pedazo.
Había tomado dos jarabes, y quedaba que había de
tomar otros dos; pero purga era imposible. Yo hice un jarabe que
llaman «rosado», de nueve infusiones, algo agrete, y
dile cinco onzas que tomase en las dos mañanas que quedaban,
el cual, como le supiese mejor que el primero, tomó todo de
una vez y alborotola de manera que hizo trece cámaras y
quedó algo desmayada y con miedo. Rustán Bajá,
espantado, enviome a llamar y díjome: «Perro cornudo,
¿qué tóxico has dado a la sultana que se va
toda?» A mí es verdad que me pesó de que lo
hubiese tomado todo, y preguntele cuántas había
hecho, y cuando respondió que trece, consolele con que yo
quisiera que fueran treinta, y fuimos a verlas, y era todo materia,
como de una apostema. Llamados allí los médicos,
díjeles: «Señores, esto habíais de haber
sacado al principio, y no eran menester tantas purgas, porque no
hay para qué sacar otro humor sino el que hace el
mal». Quiso Dios aquella noche quitarle la calentura.
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MATA.- ¿Qué os dieron, que es lo
que hace al caso, por la cura?
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PEDRO.- A la mañana, cuando fui, antes
que llegase sacó el brazo y alzó el dedo pulgar a la
francesa, que es el mayor favor que pueden dar, y díjome:
«Aferum hequim Baxa»; «Buen viaje hagas, cabeza
de médicos»; y llegó un negro eunuco que la
guardaba y echome una ropa de paño morado, bien fina,
aforrada en cebellinas, acuestas. Cuando le miré el pulso y
la hallé sin calentura alcé los ojos y di gracias a
Dios. Díjome que ella era tan grande señora y yo tan
bajo, que cualquiera merced que me hiciese sería poco para
ella; que aquella ropa suya trajese por su amor, y que ya
sabía que lo que yo más quería era libertad,
que ella me la mandaría dar. De manera que dentro de doce
días ella sanó con la ayuda de Dios, y envió a
decir a Zinan Bajá que me hiciese turco y me asentase un
gran partido, o si no quería, que luego me diese libertad.
Respondió que lo primero no aprovechaba, porque me lo
había harto rogado; que mi propósito era venirme en
España; que él me traería cuando saliese en
junio la armada, y me pondría en libertad.
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JUAN.- ¿En qué mes la curaste?
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PEDRO.- Por Navidad.
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MATA.- Y el marido ¿no os dio nada?
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PEDRO.- Todavía me valdría dos
docenas de escudos: que allá, cuando hacen merced los
señores, dan un puñado de ásperos y que sea
tan grande que se derramen algunos.
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JUAN.- No son muy grandes mercedes
ésas.
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PEDRO.- No son sino muy demasiado de grandes
para esclavos. Bien parece que habéis estado poco en galeras
de cristianos, para que vierais qué tales las hacen los
señores de acá; que con los que no son cautivos tan
largos son en dar como los de acá y más, y aun con
los cautivos pluguiese a Dios que acá se hiciese la mitad de
bien que allá.
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JUAN.- Fama y honra, a lo menos, harta se
ganaría con la cura.
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 Disputas con los médicos del
Bajá
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PEDRO.- No, sino como había quedado por
gobernador de Constantinopla, de rondar de noche la ciudad
resfriose e hinchósele el vientre y estómago de
ventosidades, que quería reventar, y los judíos, como
son tan entremetidos, fuéronle todos a ver, y yo, que fui el
primero, quísele decir que tomase una ayuda, y no se lo
osaba el intérprete decir, porque lo tienen por medio pulla,
y todos, aunque bujarrones, son muy enemigos de ellas. Yo
pregunté cómo se llamaba, y dijéronme que
«hocna», y díjeselo, y admitiolo y recibiola;
pero los judíos no dejaron, estando picados, aunque no lo
mostraban, de tornar a sembrar cizaña, y también por
ser hombres de respecto mi amo hacía lo que mandaban, y era
todo como una jara derechamente al revés. Dábanle a
comer espinacas, lentejas y muchos caldos de ave y carnero y leche,
que la quería mucho, y en fin, concedíanle comer lo
que quería para ganarle la boca y tenerle contento. El
protomédico principal, que se llamaba Amón Ugli, y
tenía cada día de salario más de siete
escudos, pareciéndole que había un poco el
bajá mejorado, teniendo presentes los otros médicos y
algunos de los privados que tenían sobornados, dijo que por
algunas causas en ninguna manera le cumplía curarse con el
español cristiano; la una, porque era mozo y podría
ser que en su tierra él fuese buen médico, pero que
allá eran otras complexiones y otra diversidad de tierras,
que yo no podía alcanzar, dando ejemplo del durazno que
mataba en Persia, y no en Egipto; lo otro, porque yo era su
esclavo, y por cualquier cosa que algún enemigo suyo me
prometiese podría darle con que muriese, por ser libre, y
esto no podía haber habido efecto en la sultana porque en la
muerte de ella no ganaba como en la suya; a esto ayudaban todos de
mala, de tal suerte que le persuadieron, y yo veía que
andaban muy ufanos dándole mil brebajes y no hacían
caso de mí. Un paje de la cámara, amigo mío,
díjome lo que había pasado, y queriendo el
bajá tomar un jarabe díjele que le dejase si no
quería morir por ello, hasta que, venidos allí todos
los médicos, les probase ser tóxico. Púsele
tanto miedo, que los envió a llamar, y yo procuré que
se hallasen allí turcos principales de mi parte, y venidos,
comencé con muchas sofísticas razones a dar los
inconvenientes de ello, diciendo que él, estaba lleno de
viento, y que aquel jarabe era frío y se convertiría
todo en puro viento, y el dar de la leche era gran maldad, porque,
tomado el ejemplo acá fuera, cuando poca leche cuece en un
caldero se alza de tal modo que no cabe, y lo mismo hacía
tocado del calor del estómago; y ya yo comenzaba a hablar
turquesco sin intérprete; como ellos vieron que el ejemplo
era palpable, y que tenía razón, dijéronme:
«Habla la lengua que entendemos. ¿Para qué
habláis la que no sabéis? ¿Pensáis por
ventura que los turcos os entienden?»
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MATA.- Por que no lo entendiesen lo
hacían; porque dando voces muy altas, todos contra vos,
quienquiera que no entendiera pensara que ellos vencían.
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JUAN.- Costumbre y remedio de quien tiene mal
pleito.
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PEDRO.- Dije a mi amo y a los otros que estaban
allí, en turquesco: «Señores
¿entendéis esto?» Todos respondieron de
sí; y cierto milagrosamente me socorría Dios con
vocablos, porque ninguno ignoraba. Satisfízole mucho el
ejemplo de la leche al bajá y a los demás que estaban
allí, y dijeron que yo tenía razón. Cuando vi
la mía sobre el hito pedí de merced me oyesen las
satisfacciones que a ciertas cosas que de mí decían
quería dar. Hízolo el bajá de buena voluntad y
comencé por la primera: «Cuando a lo primero que estos
médicos me acusan, que aunque en mi tierra yo sea buen
médico acá no es posible ni puedo alcanzar, como
ellos, las complexiones, digo que es al revés, que yo soy
bueno para acá y ellos para España, porque la
medicina que yo sé es de Hipócrates, que fue cien
leguas de aquí no más, de una isla que se llama Coo,
y de Galeno, que fue troyano, de Pérgamo, una ciudad que no
es más de treinta o cuarenta leguas de aquí, y de
Aecio, y Paulo Egineta, no más lejos de Constantinopla que
los otros. La que estos señores saben, que es poca o nada,
es de Avicena y Averroes, que el uno fue cordobés y el otro
de Sevilla, dos ciudades de España; así que la
mía es propia para acá, y la suya para allá; y
si fuese que Vuestra Excelencia, para vengarme de mis enemigos los
españoles, yo los enviaría allá, porque
verdaderamente en pocos años matarían más que
todo el ejército turco». Y para probar esto
tenía allí un cocinero mayor del bajá,
alemán muy gentil, latino y muy leído, e
híceselo leer en un rimero de libros que allí
tenía aposta yo traídos, y otro de junto a Venecia,
que siendo teólogo renegó, también se
halló presente.
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JUAN.- La satisfacción estuvo muy aguda,
como de quien era, y aunque el bajá fuera un leño no
podía dejar de entenderla y quedar satisfecho.
¿Qué decían los judíos a eso?
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PEDRO.- El bajá, reír, y ellos,
callar y hacerme del ojo que callase; y yo no quería mirar
allá por no los ver guiñar. Cuando a lo que era mozo
y no tenía experiencia, aunque era poca la que yo
tenía, era mil veces más que la suya, porque con
letras y entendimiento y advertir las cosas se sabía la
experiencia, que no por los años, que a esa cuenta las mulas
y asnos que andaban en las norias y tahonas sabrían
más que ellos, pues eran más viejas, y las comadres y
los pescadores viejos; y tras esto una parábola, pues la
otra les había contentado: «Si Vuestra Excelencia
parte en amaneciendo en una barquilla -que estábamos en la
ribera del mar- para ir de aquí allí
-señalando un trecho-, y no lleva sino dos remos y desde a
dos o tres horas parto yo en un bergantín bien armado con
muchos remos, ¿cuál llegará primero?»
Respondió: «Tú». Preguntele el
porqué. Dice: «Porque llevas mejor barco». Digo:
«¿Pues Vuestra Excelencia no partió primero
tres horas?» «No hace, dijo, eso al caso». Pues
tampoco le hace, digo, al caso a estos judíos haber nacido
tantos años antes que yo, porque van caballeros en asnos,
que son sus entendimientos, y yo corriendo a caballo en el
mío, y con ver yo una vez la cosa la sé, porque
estudio, y ellos, aunque la vean mil veces, no. Lo mismo acontece
en el camino, que uno le va mil veces y no va advirtiendo, y cada
vez ha menester guía, y otro no le ha ido más de una
y da mejor cuenta que él y le podría guiar; que no
hay senda ni atajo que no sabe, ni casa, ni pueblo en medio que no
os diga por nombre.
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MATA.- No menos bueno es todo eso que lo
primero, y es cierto que también concluiría; ejemplos
son que cada día veréis acá, que andan unos
mediconazos viejos con las chinelas y bonetes de damasco y mangas
de terciopelo raso pegadas al sayo, tomando morcillas y todo si les
dan, en unos caballazos de a tres varas de pescuezo, y tienen
sumidos los buenos letrados y metidos en los rincones, con ir a
visitar sin que los llamen, diciendo que por amigo le visitan
aquella vez; y cuando saben que el doctor tal le cura, luego con
una risa falsa dice que, aunque es mozo, será bonico si
vive; y comienza luego a dar tras los mancebos diciendo que son
médicos del templecillo y amigos de setas nuevas. Y como
tienen canas, pensando que saben lo que dicen, los cree el vulgo.
Como la verdad sea que si los mozos son griegos y los otros
bárbaros saben más durmiendo que ellos velando, y
tienen más experiencia, verdad es que si el viejo tiene tan
buenas letras, lo mejor es: que las canas con buenas letras y
trabajo más saben.
|
JUAN.- ¿No os acordáis cuando
fuimos a Santorcaz a holgarnos con el cura, que topamos una
mañana un médico de la misma manera como los
habéis pintado y salía de una casa donde le
habían dado una morcilla que llevaba en la fratiquera?
|
PEDRO.- Sé que yo también me
hallé ahí cuando le hicimos ir a jugar con nosotros a
los bolos; y cuando jugaba, un galgo del cura, como olía la
morcilla, siempre se andaba tras él del juego a los bolos y
de los bolos al juego, hasta que una vez tomó la bola para
sacar siete que le faltaban, y tomó la halda derecha, que
como era tan larga le estorbaba, y púsola sobre la otra, y
como acortó, descubriose la fratiquera; el perro como la
vio, pensando que aquella era la morcilla, arremete y hace presa en
fratiquera y todo, que todos juntos no le podíamos hacer que
la dejase, de lo que quedó el más corrido del
mundo.
|
MATA.- Cada vez que se me acuerda, aunque
esté solo me da una risa que no me puedo valer; como dijo
después: «Era una pobre que no tenía qué
dar, y había matado un lechón, y presentómela
para mi huéspeda, que está preñada y no puede
comer cosa del mundo ni verla». La tercera
satisfacción sepamos.
|
PEDRO.- Cuanto a lo que decían que era
esclavo y no guardaría fidelidad, yo era cristiano y
guardaría mejor mi fe que ellos su ley; de esto era el
bajá buen testigo, y en la fe de Cristo tanto pecado era
matarle a él como a un príncipe cristiano; y
demás de esto, los españoles guardamos más
fidelidad en ley de hombres de bien que otras naciones; y ya que
todo esto no fuese, ¿a quién importaba más su
vida que a mí? ¿Dónde hallaría yo otro
padre que tanto me regalase ni príncipe que tantas mercedes
me hiciese? No había yo de ser homicida de mí mismo,
ni ganaba yo para Dios en ello, nada más de irme al
infierno; ni para mi rey, pues muerto él, que no era
más de un hombre, luego le sucedería otro; y desde
entonces comenzase a recatarse y traer la barba sobre el hombro,
porque lo que se piensa y negocia de día es lo que de noche
se sueña, y aquellos judíos debían de urdirle
alguna muerte; y no se fiase en que era más poderoso que
ellos, que a Cristo, con ser quien era, ellos le mataron, porque
muy presto se conforman en lo que han de hacer. Y con esto
quedó por mí el campo; mas como habían pasado
algunos días que ellos le habían curado y hartado de
leche, teníanle cuasi hidrópico, y los remedios que
yo le comencé a hacer no pudieron sanarle del todo en dos
días, y luego tornaron a estudiar, con el grande odio que me
tenían, sobre lo de la leche que yo le había quitado,
que por aquello no había ya sanado. Quisiéronme
argüir que la de la camella, al menos, fuese buena.
|
JUAN.- ¿Por qué autoridad se
guiaban? ¿No les podíais hacer traer allí los
autores, que no es posible que hombre del mundo fuera tan necio que
escribiera tal contrariedad?
|
PEDRO.- No me acotaban otro autor, sino todos
los libros. Dicen todos los libros esto; dicen todos los libros
estotro. Y desvivíame acotando del Galeno autoridades y
llevándoles libros allí e intérpretes turcos
que fuesen jueces. Al cabo, concluían con que la del camello
era buena. Como no había en aquellos dos días sanado
y los turcos son amigos de primera información que se
vuelven a cada viento, ni más ni menos que una veleta,
acordaron de ponerme perpetuo silencio, en que, so pena de cien
palos, en ninguna cosa les contradijese ni hablase con ellos aunque
viese claramente que le mataban, porque él estaba
determinado de acudir a la mayor parte de pareceres.
|
JUAN.- Pues con cuanto os había visto
hacer y en él mismo lo del asma, ¿no se
persuadía a creer más a vos que a los otros?
|
PEDRO.- No; porque el diablo en fin los trae
engañados. Sé que más cosas vieron hacer los
judíos a Cristo, y con todo siempre estuvieron pertinaces y
están; y los turcos no ven, si quieren abrir los ojos, el
error en que están. Yo determiné de callar y estar a
la mira; y ellos comenzaron de curarle unos días y acabar lo
que habían comenzado, de hacerle del todo hidrópico.
Y ensoberbeciéronse tanto, que determinaron pagarme el majar
de la sultana en la misma moneda; y estábamos en un
jardín que se dice «Vegitag», legua y media de
Constantinopla, porque era verano, y cada hora me enviaba por unas
cosas y por otras; y el pobre Pedro de Urdimalas, algo corrido de
las matracas que todos los otros le daban, sin osar hablar, y
también buscaban cosas que majar a costa de mis brazos.
|
MATA.- Al menos cuando os enviaban por esas
cosas, ¿no había algo que sisar?
|
PEDRO.- Más bellacos eran: que tanto que
cuando se había de tocar dinero ellos enviaban a uno de
ellos, que partía la ganancia con todos; hicieron un
día, por malos de sus pecados, una recetaza de un pliego,
toda de cosas de poca importancia, para ayudas y emplastos, muchas
redomilas de aceites, manadillas de hierbas secas, taleguillas de
simientes y flores secas, y preguntáronles cuánto
costarían; dijeron que quince escudos podrían todas
valer, mas que era bien que viniese todo junto. Despachábame
a mí el «chiaya», que es mayordomo mayor, que
fuese por ello; dijo el Amon Ugli: «Mejor será que
vaya uno de éstos, que a ése no entenderán, ni
lo sabrá escoger; y denle también dineros, que pague
lo que ha traído el cristiano». Fue tan presto hecho
como dicho, y valioles la burla más de diez y siete
escudos.
|
MATA.- ¿No podíais descubrir vos
esa celada?
|
PEDRO.- ¿Qué tenía de
descubrir, que valía más su mentira estonces que mi
verdad? Era tarde, y el judío que fue por ello no
había de venir hasta otro día; yo, como les
dolían poco mis pies, fui a traer recado para una ayuda y
venir presto; y Rustan Bajá entre tanto vino a visitar a su
hermano, que estaba bien fatigado, y de lástima
saltáronsele las lágrimas, y a mi amo, de miedo,
pensando que lo hacía por haberle dicho los médicos
que se moría. Retrájosele el calor adentro y
desmayose, y estuvo así un rato, hasta que medio
tornó en sí. Fuese el Rustan Bajá, porque no
usan hacer visitas más largas de preguntar cómo
está y salirse.
|
MATA.- ¿Pues cómo siendo
hermanos?
|
PEDRO.- Porque son tan recatados que
pensarían, si mucho hablasen, que urdían
traición al rey. Vierais los judíos huir, como no le
hallaron pulso, en una barca con todos sus libros, que se estaban
ya en el jardín de propósito, y el camino se les
hacía bien largo; y topelos, y díjeles dónde
iban; dijéronme cómo mi señor era muerto y que
la ayuda bien la podía derramar. En llegando al
jardín vi que todos lloraban; y entré de presto a
tomarle el pulso, y hallele sin calentura y como un hombre
atrancado que no podía hablar, y apretele la mano diciendo:
«¡Qué ánimo es ése! Vuestra
Excelencia no tema, que la mejor señal que hay para que no
se morirá es de que los judíos van todos huyendo y le
dejan por muerto sin saber la causa del accidente». Y
mandé traer presto dos cucharadas de aguardiente, e
híceselas tomar, y díjele que si de esta moría
me cortasen la cabeza. Estuvo bueno y regocijado aquella noche, que
estaba propio para hacer mercedes, y estimó mi consejo en
mucho y el ver cuán firmemente tenía yo que no era
nada. Sabiendo aquella noche los judíos la mala nueva de que
por el presente no quería morirse, helos aquí a la
mañana con todo su ajuar, así de libros como de
medicinas.
|
MATA.- ¿Y osaron parecer entre gente?
Bien dicen que quien no tiene vergüenza todo el mundo es
suyo.
|
PEDRO.- Como si no hubiera pasado cosa por
ellos; ¡tan hechizado tenían ya a mi amo con su
labia!
|
MATA.- ¿De dónde decían que
venía?
|
PEDRO.- De buscar mil recados que para sanarle
traían, y tener acuerdo con los libros que tenían en
casa, para mejor le curar.
|
JUAN.- ¿Y creyolos?
|
PEDRO.- Como de primero.
|
JUAN.- ¿Pues qué diablo de gente
es? Mayor pertinacia me parece esa que la de los judíos,
pues lo que tantas veces veían creían menos.
|
PEDRO.- Siempre cuando se quejan dos gana el
primero, y en cosa de estos pareceres el postrero; y como los
bellacos sabían tan bien la lengua siempre hablaban a la
postre; aunque le tuviese de mi parte le mudaban luego. Comienzan
de sacar drogas de una talega y mostrar al bajá, y los
manojuelos de poleo y mestranzos y calamento y otros; así
decían: «¿Ve Vuestra Excelencia esto?; viene de
Chipre, estotro de Candia, aquello de tal India, estotro de
Damasco»; y sin vergüenza ninguna de mí; yo, algo
enojado, dije al bajá al oído que me hiciese merced
de pues era cosa que le iba la vida, mandase que yo hablase
allí y me diesen atención; lo cual hizo de buena
gana, porque la noche antes había cobrádome un poco
de crédito, y díjeles:
«Señores...»
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MATA.- ¿En qué lengua?
|
PEDRO.- En turquesco, que nunca Dios me faltaba;
no por vía de disputa ni de contradecir cosa que
haréis, sino para saber: «¿esas hierbas no
serían mejores y de más virtud frescas que
secas?» Dijo el Amón: «Bien habéis estado
atento a lo que hemos dicho. ¿No oísteis que
ésta viene de doscientas leguas, y estotra de mil;
aquélla de Indias, la otra de Judea? ¿Pensáis
que estáis en vuestras Españas, que hay de
estas?» «Ya lo tengo -digo-, señores, entendido,
y no digo sino si las hubiese, por si Dios me lleva en mi tierra,
que decís que las hay, sepa alguna cosa de nuevo».
Respondieron todos a una: «No hay que dudar sino que si se
hallasen sería mil veces mejores». Pregunté al
bajá si había entendido lo que decían, y
él dijo que sí; y tornóselo él mismo a
preguntar, y refirmáronse en sus dichos; estonces yo digo:
«Pues, señor, mande Vuestra Excelencia poner la
caldera en que se han de cocer al fuego, con agua, y si antes que
hierva no trajese todas estas hierbas frescas y algunas más,
en llegando quiero que se me sea cortada la cabeza; porque Vuestra
Excelencia vea cómo éstos no saben nada más de
robar». Respondió el Amon: «Si vos
trajéredes ésta, mostrándome un poco de
centabra, yo os daré un sayo de brocado, si no vais a
España por ella». El bajá prestamente
mandó ser puesto todo por la obra, y voy con mis guardianes
y un azadón a una montañuela que estaba del
jardín un tiro de ballesta pequeña, donde yo algunas
veces cuando curaba a la sultana había ido por todas las
hierbas y raíces que había menester, y donde
sabía claramente que estaban todas, y comienzo de
arrancarlas con sus raíces y todo, y tomo un grande haz de
ellas y otras que ellos no habían traído, y entro
cargado con mi azadón y todo en la cámara del
bajá, donde estaba toda la congregación, y
arrojé junto a mi amo el haz, bien sudando, y que no me
alcanzaba un huelgo a otro, y comencé de tomar un manojuelo
de secas y una rama de verdes, y juntábalas y
mostrándoselas a mi amo decía: «¿Soltan
buhepbir della?»: «¿Señor, esto no es
todo uno?» A lo cual respondía, como no lo
podía negar: «ierchec»: «es grande
verdad»; y tomaba otra y decía lo mismo; hasta que no
había más de las secas, y comencé de mostrar
otras que también hacían al propósito, y
eché la centabra sobre la cabeza del judío y
díjele: «Dadme un sayo de brocado, y tomá esta
hierba».
|
MATA.- Él os diera dos por no la ver.
¿Y qué dijo a eso? No faltara allí
confusión; maravíllome no alegar el texto del
Evangelio: «in Belzebut principe demoniorum
ejicit demonia».
|
PEDRO.- Antes respondieron lo mejor del mundo,
que el diablo que los guía, como yo después les dije,
les faltó al tiempo que más era menester.
Salió Amon Ugli y dijo: «Señor, yo, en nombre
de todos, te juro por el Dios de Abraham y por nuestra ley, enviada
del cielo, que tienes en casa al que has menester, y que si
ése no te cura, nadie del mundo baste a hacerlo; y como ya
sabe Vuestra Excelencia, nosotros, por la grande sujeción
que os tenemos, no osamos salir al campo a buscar si hay estas
cosas, porque nos matarían por quitarnos las capas; no
pensábamos que tal cosa hubiese, y así con las naves
que van a esos lugares que dije enviamos a proveernos de
todo». Salida allá fuera en conversación, yo
les dije: «Señores, pídoos por merced que no os
toméis conmigo, que maldita la honra jamás
ganéis, porque por virtud del carácter del bautismo,
sé las lenguas todas que tengo menester para confundiros, y
ganaréis conmigo más por bien que por mal».
|
JUAN.- Razonablemente de contento quedara
vuestro amo.
|
PEDRO.- Como si le dieran otro estado más
como el que tenía; y os diré que tanto, que aquel
mismo día hizo testamento muy solemne y la primera manda es
dejarme libre si se muriese; y mandome venir delante de él
con mis guardianes y diome una sotana de muy buen paño,
morada, y a ellos sendas otras de un paño razonable y cada
cuatro escudos; y díjoles: «Yo os agradezco mucho la
buena guarda que de este cristiano me habéis tenido hasta
agora, pues Dios le ha hecho libre; de aquí adelante dejadle
andar, y vosotros idos a mi torre a guardar los otros cristianos,
que éste guardado está»; y desde aquel
día adelante comencé de gozar alguna libertad y
servir con tanta afición y amor, que no me hartaba de correr
cuando me mandaban algo, y comedíame tanto, que si
veía que el bajá mandaba alguna cosa a uno de sus
criados, yo procuraba ganar por la mano y hacerla. Vino la privanza
a subir tanto de grado y estar todos en casa tan bien conmigo, como
ya sabía la lengua, que un día, estando purgado el
bajá algo fatigado, levantose al servidor, y cierto en
aquella tierra ni saben servir ni ser servidos; y como yo vi que
ningún regalo hacían a la cama, ni siquiera
igualarla, dejo caer mi capa en tierra y abrazo toda la ropa y
quítola de la cama y hago en el aire la cama bien hecha, de
lo que quedó el bajá tan espantado y contento, que
mandó que sirviese yo en la cámara, y dende a pocos
días proveyó al camarero un cargo y mandome que yo
fuese camarero suyo, lo cual acepté con grande aplauso de
toda la casa; y de tal manera, que no se levantara por ninguna
vía ni se revolviera si yo no lo hacía. Cada
mañana había yo de ir a la cocina y ordenarle la
comida; y cuando quería comer era menester que yo sirviese
de maestresala, y en ninguna manera se le llevara la comida si yo
no iba con una caña de Indias en la mano a decir que la
trajesen; y venía delante de ella y yo por mi mano se lo
cortaba y daba de comer, y me comía delante de él los
relieves.
|
PEDRO.- Más, al menos, que los
judíos.
|
JUAN.- ¿Pues no son liberales en el
ordenar la comida?
|
PEDRO.- Yo os diré: un día que el
bajá se purgaba fueron a la cocina y dijeron al cocinero que
cociese media ave y diese del caldo sin sal media escudilla, y
después la sazonase porque había de comerla el
bajá. Yo, como los vi mandar aquello, atestelos de hijos de
puta, bellacos, y mandé poner cuatro ollas delante de
mí y en cada una echasen dos aves. En la una se cociesen sin
sal, con garbanzos; en la otra, con raíces de perejil y
apio; en la otra, con cebollas y lentejas; la última, con
muchas hierbas adobadas, y asasen otras dos también por si
quisiese asado. Ellos luego dijeron: «¿Ut
quid perditio hec?» Digo: «Por que
sepáis que nunca curasteis hombre de bien;
¿cómo?, ¿a un tan gran señor
tratáis como se había de tratar uno de vosotros?;
cómanse estas gallinas después los mozos de
cocina». No dejé de ganar honra con mi amo cuando lo
supo.
|
JUAN.- Con los cocineros creo que no se
perdió.
|
MATA.- ¿Pensáis que es mala
amistad en casa del señor? No menos la querría yo que
la del más principal de casa.
|
JUAN.- Y de allí adelante,
¿mejoraba o empeoraba?
|
PEDRO.- Ora mejoraba, ora se sentía peor,
como la hidropesía estaba ya confirmada.
|
JUAN.- ¿Era sujeto a medicina?
¿Tomaba bien lo que le dabais?
|
PEDRO.- Por lo que pasó con el caldo sin
sal de la primera purga que le di lo podréis juzgar; porque
le dejé un día ordenado, habiendo tomado las
píldoras, que media hora antes de comer tomase una escudilla
de caldo sin sal; pensando que para cada día se lo mandaba,
le duró cuarenta días, que lo tomaba cada día,
hasta que, como le sabía tan mal, un día me
rogó que si podía darle otra cosa en trueco de
aquello lo hiciese, porque estaba ya fastidiado. Venido a saber
qué era, contome cómo cada día tomaba aquel
brebajo. Yo le desengañé con decir que era muy bien
que le hubiese tomado, mas que yo no lo había ordenado
más de para el día de las píldoras.
|
JUAN.- En propósito he estado mil veces
de preguntar esto del caldo sin sal a qué propósito
es, o si se puede excusar, porque a mí y aun a muchos es
peor de tomar que la misma purga. Paréceme a mí que
cuatro granos de sal poco hacen ni deshacen.
|
PEDRO.- Es como la necedad común del
refrán de la pobreza que no es vileza; que se van los
médicos al hilo de la gente sin más escudriñar
las cosas a qué fin se hacen. No se me da más que sea
con sal que sin sal, ni que sea caldo que agua cocida. El fin para
que los que escribieron lo dan es para lavar la garganta y tripas y
estómago, y en fin todas las partes por donde ha pasado,
porque no quede algún poquillo por allí pegado que
después haga alguna mordicación y alborote los
humores. Esto tan bien lo hace con sal como sin ella.
|
MATA.- A mí me cuadra eso; y un
médico muy grande, francés, que pasó por
aquí una vez, curando a ciertos señores les daba el
caldo con sal, y agua con azúcar otras veces.
|
PEDRO.- Eso mismo se usa en todo el mundo, sino
que muchas cosas se dejan de saber por no les saber buscar el
origen; sino porque mi padre lo hizo, yo lo quiero hacer.
|
MATA.- ¿Qué se hizo de los
judíos? ¿Nunca más aparecieron?
|
PEDRO.- Yo hice que los despidiesen a todos,
sino a dos, los principales que estuviesen allí.
|
MATA.- ¿Para qué?
|
PEDRO.- Eso mismo me preguntó mi amo un
día; que pues no se hacía más de lo que yo
mandaba, ¿para qué tenía allí aquellos
médicos a gastar con ellos? Díjele:
«Señor, ésos yo no los tengo para Vuestra
Excelencia, sino para mi satisfacción; si Dios quiere llevar
de este mundo a Vuestra Excelencia, no digan que yo le maté,
y también para que un príncipe tan grande se cure con
aquella autoridad que conviene, pues tiene, gracias a Dios, bien
con qué lo pagar».
|
JUAN.- ¿Contradecíanos en
algo?
|
PEDRO.- Antes estábamos en grande
hermandad, y decían mil bienes de mí en ausencia al
bajá; y cuando le venían a ver, primero hablaban
conmigo, preguntándome cómo había estado, y lo
que yo les respondía, aquello mismo decían
dentro.
|
JUAN.- No entiendo eso.
|
PEDRO.- Si yo decía que tenía
calentura, ellos también, si que no la tenía, ni
más ni menos; ya no me osaban desabrir ellos.
|
MATA.- ¿Y otros?
|
PEDRO.- Cada día teníamos
médicos nuevos en casa, a la fama que tenía de ser
liberal.
|
MATA.- Sé que ya no los creía.
|
PEDRO.- Como si no hubiera pasado nada por
él; pero eran médicos de las cosas de su ley con
palabras y sacrificios, a lo cual ni los judíos ni yo
osábamos ir a la mano, y ninguno venía que no
prometiese dentro de tres días darle sano, y a todos
creía. Dijéronle los letrados de la ley de Mahoma que
los médicos no entendían aquella enfermedad ni la
sabrían curar; que era la causa de ella que algunos que le
querían mal habían leído sobre él, que
es una superstición que ellos tienen, que si quieren hacer a
uno mal leen cierto libro sobre él, y luego le hacen o que
no hable y que no ande, o le ciegan, o semejante cosa; y el remedio
para esto era que buscase grandes lectores y que leyesen contra
aquéllos, y de este modo sanaría. Costole la burla
más de siete mil ducados.
|
MATA.- ¿De sólo leer?
¿Maravedís diréis?
|
PEDRO.- No, sino ducados, y aun de peso; porque
hizo poner un pabellón muy galán en medio el
jardín, que podían caber debajo de él
cincuenta hombres, y de día y noche por muchos días
venían allí muchos letrados a leer su
Alcoran y otros libros, y velaban toda la noche, y a la
mañana se iban con cada cuatro piezas de oro y venían
otros tantos, de manera que nunca se dejase de leer; tras esto, mil
hechiceros, unos hincando clavos, otros fijando cartas, otros
dándole en la taza que bebía una carta para que se
deshiciese allí.
|
JUAN.- ¿Y todos ésos
prometían a tres días la salud?
|
PEDRO.- Todos, y nadie salía con ella;
vino una mujer que a mi gusto lo hizo mejor que nadie, y
tenía grande fama entre ellos, que cada día la
primera cosa que veía por la mañana hacía que
fuese una cabra negra, y tras esto pasaba tres veces por debajo de
la tripa de una borrica, con ciertas palabras y ceremonias, y era
la cosa que más contra su voluntad hacía, porque era
un hombrazo y con una tripa mayor que un tambor: ya podéis
ver la fatiga que recibiría. Entre éstas y
éstas le daba un letuario lleno de escamonea, que le
hacía echar las tripas. Dijo que era menester hacer un pan
en un horno edificado con sus ceremonias, y proveyose que en un
punto fuesen los maestros con ella y la obreriza necesaria, y que
juntamente le llevasen cuatro carneros. Yo fui a ver lo que pasaba,
por el deseo que de la salud de mi amo tenía, y en una parte
de la casa, donde era buen lugar para el horno, tomó una
espada, y con ciertas palabras, mirando al cielo, la
desenvainó y comenzó de esgrimir a todas las partes,
y puso en cuadro los carneros maniatados donde el horno
había de estar, y dio al cortador el espada para que los
degollase con ella, y después de degollados mandoles dar a
unas hijas suyas arriba, y sobre la sangre comenzaron a edificar su
horno con toda la prisa posible, de suerte que en un día y
una noche estaba el mejor horno que podía en Constantinopla
haber, y allí echó un bollo con sus ceremonias, y
llevósele al bajá, diciendo que comiese aquél,
con el cual había de ser luego sano, y no dejase para que se
cumpliesen los nueve días hacer lo de la cabra y la asna.
Ella se fue a su casa, y dejose a mi amo peor que nunca.
|
JUAN.- Ella lo hizo muy avisadamente, porque no
quería más de tener horno y carnero para cecina, y
merecía muy bien ese bajá todas esas burletas, pues
lo creía todo.
|
PEDRO.- Vino tras ésta otro que dijo que
veinticuatro horas podía tener el mal, y no veinticinco, si
luego le daban recado; y pidió una mesa allí delante
y tras esto cinco ducados soldaninos que llaman, que tienen letras
arábigas, y que fuesen nuevos. No fue menester, por la
gracia de Dios, irlos a buscar fuera de casa. Cuando los tuvo sobre
la mesa dice: «Tráiganme aquí un clavo de un
ataúd de judío, y una manzana de palo (que tienen los
ataúdes de los turcos, en que llevan el tocado del muerto),
y la tabla de otro ataúd de cristianos». Todo fue con
brevedad traído, y puso la tabla sobre la mesa y los ducados
sobre la tabla, y tomó la manzanilla con una mano y el clavo
en la otra; y alzados los ojos arriba, no sé qué
murmuraba y daba un golpe en el ducado y agujereábale, y
tornaba a decir más palabras y daba otro golpe; en fin, los
agujereó todos, y dijo que aparejasen el almuerzo porque a
la mañana no habría más mal en la tripa que si
nunca fuera, con lo que había aquella noche de hacer en las
letras de los ducados, y tomó sus ducados en la mano y fuese
hasta hoy aunque le esperaban bien.
|
MATA.- ¡Dios, que merecía
ése una corona, porque hizo la cosa mejor hecha que
imaginarse puede, porque sepan los bellacos a quién tienen
de creer y a quién no!
|
JUAN.- De allí adelante, al menos, bien
escarmentado quedara.
|
PEDRO.- Maldito; lo más que si ninguna
cosa hubiera pasado por él de éstas; porque otro
día siguiente vino otro que le hacía beber cada
día media copa de agua de un pozo, y cada día
leía sobre el pozo una hora; y mandó al cabo de ocho
días que fuesen a buscar si por ventura hallasen algo
dentro; y entró un turco y sacó un esportillo, dentro
del cual estaba una calavera de cabrón con sus cuernos, y
otra de hombre y muchos cabellos, y valiole un vestido al bellaco
del hechicero, no considerando que él lo podía haber
echado.
|
JUAN.- ¿Pues qué decía que
significaba?
|
PEDRO.- Que el que lo echó causó
el mal, y había de durar hasta que lo sacase; mas no
curó de esperar más fiestas. Diéronle dos
ducados, con los cuales se fue y sin pelo malo. Tras todo esto vino
un médico judío de quien no rezaba la Iglesia, que se
llamaba él licenciado, y prometió si se le dejaban
ver que le sanaría. El bajá, por ser cosa de
medicina, cuando vino remitiómelo a mí
rogándome que si yo viese que era cosa que le podría
hacer provecho, por envidia no lo dejase. Yo se lo prometí,
y cuando vino el señor licenciado comenzó de hablar
de tal manera que ponía asco a los que lo entendían.
Yo le dije: «Señor, ¿en cuántos
días le pensáis dar sano?» Dijo que con la
ayuda del Dios en tres. Repliqué si por vía de
medicina o por otra. Él dice que no, sino de medicina;
porque aquello era trópico y le habían de sacar, que
era como un gato, y otros dos mil disparates; a lo cual yo le dije:
«Señor, el grado de licenciado que tenéis,
¿hubístele por letras o por herencia?» Dijo tan
simplemente: «No, señor, sino mi agüelo
estudió en Salamanca e hízose licenciado, y como nos
echaron de España, vínose acá, y mi padre fue
también médico que estudió en sus libros y
llamose así licenciado, y también me lo llamo
yo». Digo: «¿Pues a esa cuenta también
vuestros hijos, después de vos muerto se lo
llamarán?» Dice: «Ya, señor, los llaman
licenciaditos». No pude estar sin reírme, y el
bajá preguntó que qué cosa era, si
cumplía o no. Respondile que no sabía; reprehendiome
diciendo que cómo era posible que no lo supiese. Digo:
«Señor, si digo a Vuestra Excelencia que no sabe nada,
luego me dirán que le destierro cuantos médicos hay
que le han de sanar; si le digo que sabe algo, será la mayor
mentira del mundo, y hanme mandado que no mienta; por eso es mejor
callar». Ayudáronme de mala los protomédicos
que allí estaban, y tuvimos que reír unos días
del señor licenciado con sus licenciaditos.
|
JUAN.- De reventar de risa era razón,
cuanto más de reír. ¿Y en estos medios
hacíaisle algunas medicinas o dejabais hacer a los
negrománticos?
|
PEDRO.- Siempre en el dar de comer asado y
bizcochos y tomar muchos jarabes y letuarios apropiados a la
enfermedad continuábamos nuestra cura, hasta que quiso Dios
que se le hinchó la bolsa de tanto grado que estaba mayor
que su cabeza, y comencé de ponerle mil emplastos y
ungüentos, que adelgazaron el cuero y comenzó de sudar
agua clara como del río, en qué manera, si
pensáis que le agujereé la cama para que cayese en
una bacía lo que destilaba, y hallé pesándolo
que cada hora caían tres onzas y media de agua, por manera
que si no me fueseis a la mano os diría el agua toda que
salió cuánto pesó.
|
MATA.- Como sea cosa de creer,
¿quién os tiene de contradecir?
|
PEDRO.- Pues no lo creáis si no
quisiéredes, mas yo os juro por Dios verdadero que
pesó once ocas.
|
JUAN.- ¿Cuánto es cada oca?
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PEDRO.- Cuarenta onzas; en fin, cuatro libras
medicinales.
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MATA.- ¿Qué es libra
medicinal?
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PEDRO.- De doce onzas.
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MATA.- ¿De manera que son cuarenta y
cuatro libras de esas?
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PEDRO.- Tantas.
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MATA.- Porque vos lo decís yo lo creo,
pero otro me queda dentro.
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JUAN.- Yo lo recreo, por el juramento que ha
hecho, y sé que no está agora en tiempo de mentir,
cuanto más que qué le va a él en que sean diez
ni ciento.
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MATA.- Ello por vía natural, como dicen,
¿podíase convertir el viento en agua?
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PEDRO.- Muy bien.
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MATA.- De esa manera yo digo que lo creo, que se
engendraba cada día más y más.
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PEDRO.- No menos hinchado quedó siendo
salida tanta agua que si no saliera nada, porque la parte sutil
salió y quedose la gruesa, por no haber por dónde
saliese; lo cual fue causa de romper toda nuestra amistad, porque
viendo yo que se tornaba de color de plomo y dolía
terriblemente y se canceraba, fui de parecer que luego le abriesen,
y los protomédicos, que no en ninguna manera: ¡tanto
es el miedo que aquellos malaventurados tienen de sangrar y abrir
postemas! Yo dije, como era verdad, que si esperaban a la
mañana, el fuego no se podría atajar; por tanto,
luego mandasen hacer junta de todos los cirujanos y médicos
que hallasen, los cuales vinieron luego, y propuesto y visto el
caso no había hombre que se atreviese sino sólo aquel
mi compañero viejo de quien arriba he dicho, y llegueme a la
oreja a un cirujano napolitano judío que había estado
en Italia y se llamaba Rabi Ochana, y díjele: «Si
tú quieres ganar honra y provecho, ven conmigo en mi
opinión, que todos estos son bestias, y yo haré que
quedes aquí en la cura». Él fuese tras el
interés y dijo que estando él con el marqués
del Gasto, había curado dos casos así y ninguno
había peligrado; no sabía por qué aquellos
señores contradecían tanto. Yo hablé el
postrero de autoridad y digo: «Contra los que dicen que se
abra no tengo qué argüir, porque me parece tienen gran
razón; pero los que dicen que no, ¿cómo lo
piensan curar?» Dijo el Amon Ugli: «Con empastos por de
fuera y otros ungüentos secretos que yo me sé».
Digo: «Pues ¿por qué estos días no los
habéis aplicado?» Respondiome: «Porque no han
sido menester». Digo: «¿Pues no veis que
mañana estará hecho cáncer, y lo que
está dentro, que es materia gruesa, si no le hacéis
lugar, por dónde ha de salir?» El bajá, visto
el dolor mortal, envió a decir a su hermano Rustan
Bajá el consejo de los médicos, y cómo la
mayor parte decía de no y qué le parecía que
hiciese. La sultana le envió su eunuco a mandar expresamente
que ninguna otra cosa hiciese sino lo que el cristiano
español mandase, y lo mismo el hermano, y a mí que me
rogaba que mirase por la salud de mi amo y no consintiese hacerle
cosa que a mí no me pareciese ser buena y probada.
Despidieron y pagaron los médicos todos, que no quedó
sino uno, yerno del Amon, que se llamaba Josef, y el cirujano Rabi
Ochana; y otro día por la mañana mandeles a los
cirujanos se pusiesen en orden y le abriesen, lo que pusieron por
obra y salió infinita materia; pero porque no se desmayase
yo lo hice cerrar y que no saliese más, por sacarlo en otras
tres veces.
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JUAN.- ¿No era mejor de una, pues era
cosa corrompida? ¿Qué mal le tenía de hacer
sacarle la materia toda?
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PEDRO.- Podíase quedar muerto, porque no
menos debilita sacar lo malo que lo bueno.
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JUAN.- El por qué.
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PEDRO.- No es posible que a vueltas de lo malo
no salga grande cantidad de bueno; y como iba saliendo, él
sentía grandísima mejoría, y cuanto más
iba, más; y de aquella vez quedó muy enemigo con
todos los médicos que no le querían abrir, diciendo
que claramente le querían matar.
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MATA.- ¿Y vos entendíais algo
después de abierto de su mal?
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PEDRO.- ¿Cómo si
entendía?
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MATA.- Dígolo porque ya era caso de
cirugía y los médicos no la usan.
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PEDRO.- No la dejan por eso de saber, antes
ellos son los verdaderos cirujanos.
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MATA.- Pues acá, en viendo una herida, o
llaga, o hinchazón, luego lo remiten al cirujano y él
comienza a recetar muy de gravedad.
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PEDRO.- Esa es una gran maldad, y mayor de los
que lo consienten; porque ni puede purgar ni sangrar más que
un barbero sin licencia del médico, sino que los malos
físicos han introducido esa costumbre, como ellos no
sabían medicina, de descartarse; y los confesores no los
habían de absolver, porque son homicidas mil veces, y pues
no escarmientan por el miedo de ofender a Dios, que la justicia los
castigase.
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MATA.- Pues, ¿qué es el oficio del
cirujano, limpia y cristianamente usado?
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PEDRO.- El mismo del verdugo.
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MATA.- No soy yo cirujano de esa manera.
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PEDRO.- Hanse el médico y el cirujano
como el corregidor y el verdugo, que sentencia: a éste den
cien azotes, a éste traigan a la vergüenza, al otro
corten las orejas; no lo quiere por sus manos él hacer,
mándalo al verdugo, que lo ejercita y lo hará mejor
que él, por nunca lo haber probado, pero ¿claro no
está que el verdugo, pues no ha estudiado, no sabrá
qué sentencia se ha de dar a cada uno?
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MATA.- Como el cristal.
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PEDRO.- Pues así el médico ha de
guiar al cirujano: corta este brazo, saja este otro, muda esta
bizna, limpia esta llaga, sangradle por que no corra allí la
materia, poned este ungüento, engrosa esa mecha, dadle de
comer esto y esto, en lo que mucho consiste la cura.
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MATA.- Y si ese tal ha estudiado, ¿no lo
puede hacer?
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PEDRO.- Ése ya será médico
y no querrá ser inferior un grado.
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MATA.- Pues muchos conozco yo y cuasi todos que
se llaman bachilleres y aun licenciados en cirugía.
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PEDRO.- ¿Habéis visto nunca
graduado en ahorcar y descuartizar?
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MATA.- Yo no.
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PEDRO.- Pues tampoco en cirugía hay
grados.
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MATA.- ¿Pues en qué Facultad son
éstos que se lo llaman?
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PEDRO.- Yo os diré también eso:
¿nunca habéis visto los que tienen vacadas guardar
algunos novillos sin capar, para toros, y después que son de
tres años, visto que no valen nada, los capan y los doman
para arar, y siempre tienen un resabio de más bravos que los
otros bueyes, y tienen algunas puntas de toros que ponen miedo al
que los junce?
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MATA.- Cada día, y aun capones que les
quedan algunas raíces con que cantan como gallos.
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PEDRO.- Pues así son éstos, que
estudiaban súmulas y lógica para médicos, y
como no valían nada quedáronse bachilleres en artes
de «tibi quoque»; sus padres no
los quieren más proveer, porque ven que es coger agua en
cesto, y otros, aunque los provean, de puros holgazanes se quedan
en medio del camino, y luego compran un estuche, y alto, a
emplastar incordios, quedándose con aquel encarar a ser
médicos.
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JUAN.- Está tan bien dicho, que si me
hallase con el rey le pediría de merced que mandase poner en
esto remedio, como en los salteadores, porque deben de matar mucha
más gente.
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MATA.- Y aun robar más bolsas.
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PEDRO.- Pues los barberos también tienen
sus puntas y collares de cirujanos, pareciéndoles que en
hallándose con una lanceta y una navaja, en aquello
sólo consiste el ser cirujano. Una cosa os sé decir,
que donde yo estoy no consiento nada de esto, si lo puedo
estorbar.
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JUAN.- Sois obligado, so pena de tan mal
cristiano como ellos.
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PEDRO.- Así, tenía aquellos
cirujanos del bajá, que ninguna cosa hacían si no la
mandaba yo primero. El judío era algo fantástico y
quísoseme alzar a mayores porque se vio favorecido; mas yo
luego le derribé tan bajo cuan alto quería subir; en
fin, determinó mudar costumbre e hízose medio
truhán, que decía algunas gracias.
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JUAN.- ¿Y era buen oficial?
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PEDRO.- Todo era palabras: que yo, a falta de
hombres buenos le tomé. Siempre el otro lo hacía
todo, y éste, por parecer que hacía algo,
tenía la candela al curar y estaba tentando y geometreando
porque pensasen que enseñaba al otro viejo; los
sábados, comenzando del viernes a la noche, no alumbraba,
porque conforme a su ley no podía tener candela en la mano,
pero todavía parlaba. Tenía yo un día la
candela, y son tan hipócritas, que por ninguna cosa
quebrantarán aquello, y hacen otros pecadazos gordos; y fue
necesidad que yo fuese a no sé qué y dábale la
candela que tuviese entre tanto, y él huía las manos,
y yo íbame tras ellas con la llama y quemábale, lo
cual movió al bajá a grandísima risa, y
más cuando supo la ceremonia y la hipocresía de
guardarla delante de él. Aquel día habían
traído un cesto de moscateles presentado de Candia, porque
en Constantinopla, aunque hay grande abundancia de uvas, no hay
moscateles, y pidió el bajá que se los mostrasen, y
trajeron un plato grande de ellos, y tomó unos granos,
pidiéndome licencia para ello, y después tomó
el plato e hizo merced de ellos al judío, que no era poco
favor, y diómele a mí que se le diese; cuando se le
daba extendió la mano y asió el plato; yo tiré
con furia entonces, y no se le di y dije: «Birmum tut maz
emtepzi tutar». «¡Hi de puta! ¿no
podéis tomar la candela y tomáis el plato, que pesa
como el diablo? A fe que no los comáis». El
bajá, harto de reír, mandome, movido a
compasión de cómo había quedado corrido, que
se los diese y muy de veras; al cual respondí que no me lo
mandase, que por la cabeza del Gran Turco y por la suya grano no
comiese, y senteme allí delante y comime todas mis uvas, con
gran confusión del judío, que siempre me estaba
pidiendo de ellas cuando las comía, y de allí
adelante vio que no se habían de guardar todas las
ceremonias en todo lugar, y tomaba ya los sábados candela,
con propósito de hacer penitencia de ello.
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JUAN.- ¿Y vos, guardabais allí
ceremonias?
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PEDRO.- Cuanto a los diez mandamientos, lo mejor
que podía, porque nadie me lo podía impedir; mas las
cosas de «jure positivo» ni las guardaba ni
podía; porque si el viernes y cuaresma no comía carne
sentándome a la mesa de los turcos, que siempre la comen, yo
no tenía otra cosa que comer, y fuera peor, según el
grande trabajo que tenía de dormir en suelo, junto a la cama
de mi amo, y aun ojalá dormir, que noventa días se me
pasaron sin sueño, dejarme morir, cuanto más que se
me acordaba de San Pablo, que dice que «si quis
infidelis vos vocaverit et vultis ire, quidquid apponet odite,
nihil interrogantes propter conscientiam; Domini si quidem est
terra et plenitudo eius». No os lo quiero
declarar, pues lo entendéis.
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MATA.- Yo no.
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JUAN.- Dice San Pablo que si algún infiel
os convidare y queréis ir, comed de cuanto delante se os
pusiere sin preguntar nada por la conciencia: que, como dice David,
del Señor es la tierra y cuanto en ella hay. Pero mirad,
señor, que se entiende cuando San Pablo predicaba a los
judíos para convertirlos, y después acá hay
muchos Concilios y Estatutos con quien hemos de tener cuenta, que
la Iglesia ha hecho.
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PEDRO.- Ya lo sé; pero estando yo como
estaba y en donde estaba, me parece estar en aquel tiempo de San
Pablo cuando esto decía, no teniendo qué comer sino
lo que el judío o el turco me daban, y mayor pecado fuera
dejarme morir. El oír de la misa no lo podía
ejecutar, porque con el oficio que tenía de camarero no era
posible salir un punto de la cámara, y otras obras
así de misericordia, aunque la de enterrar los muertos bien
me la habían hecho ejecutar, haciéndome llevar el
muerto acuestas a echar en la cava.
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MATA.- ¿Pues hay quien diga misas
allá?
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JUAN.- Eso será para cuando hablemos de
Constantinopla; agora sepamos en qué paró la cura del
bajá.
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