¿Vida o cultura?
Guillermo Carnero
Una de esas consignas totalitarias lleva algún tiempo circulando por el mundo literario español, convertida en puñalada trapera en la operación de marketing que es siempre la aparición de una nueva promoción provista de una alternativa estética
La Historia está llena de ejemplos de la tendencia del pensamiento a incumplir su misión de dar cuenta de la realidad y buscar la verdad. Antonio de Capmany proclamó, durante nuestra Guerra de la Independencia, que no es posible ser simultáneamente hombre de bien y francés; el Vaticano dictaminó, en el siglo pasado, la incompatibilidad de catolicismo y liberalismo. Las manifestaciones del pensamiento totalitario son insignificantes, en el sentido de no superar un minuto de análisis desapasionado, pero son enormemente significativas en cuanto descubren el juego de quienes las emiten, y las limitaciones de quienes les dan audiencia. Una de esas consignas totalitarias lleva algún tiempo circulando por el mundo literario español, convertida en puñalada trapera en la operación de marketing que es siempre la aparición de una nueva promoción provista de una alternativa estética; se ha jaleado en medios de comunicación respaldados por el poder y no ha retrocedido ante la manipulación de la maleabilidad mental de la juventud que llena las aulas, al difundirse en una célebre Historia de la Literatura que, olvidando su misión, cayó en el desliz de tomar hipócritamente partido en la guerra literaria cediendo la palabra no a quien debía estar fuera de ella, sino a quien entonces era uno de sus más arbitrarios condotieros. Es cuestión que afecta a toda la poesía española desde 1939, a las cinco generaciones que hoy conviven en el horizonte poético español; y que presupone el propósito inquisitorial de establecer un canon maniqueo a su respecto. Me refiero a la designación de la vida y la experiencia cotidianas como único estímulo legítimo de la creación poética, con la consiguiente desestimación, en el mismo terreno, de la cultura. Que tal mensaje haya podido correr sin escándalo es un indicio de la pobreza de la vida intelectual española; de la pérdida de la función social de las instituciones y personas llamadas a orientarla; de la degradación de la crítica, cada vez más arrinconada por la publicidad, y ejercida sin conocimientos ni ecuanimidad, en busca del halago que recibe antes el eslogan llamativo y caprichoso que la reflexión sensata, el exorcismo de autoafirmación que la imparcialidad.
Cuando Bécquer dijo «Poesía eres tú», enunció la mitad de la verdad, que es lo mismo que media mentira. Él y su tiempo podían permitirse la falacia de tomar la parte por el todo; nosotros, no. Claro está que el amor es fuente indiscutible de poesía; lo es cualquier acontecimiento de la vida cotidiana que modifique la sensibilidad, ponga en marcha el pensamiento emocional y en cuestión la entidad personal, e induzca a reformularla en un discurso escrito. Nadie discutiría la motivación y la naturaleza de textos como el «Canto a Teresa» de Espronceda, «La novela de un joven pobre» de Gil de Biedma, «Vientos del pueblo me llevan» de Miguel Hernández o «China» de Rafael Alberti. Pero parece que sí se les puede negar a «Oda a una urna griega» de Keats, «Luis de Baviera escucha Lohengrin» de Cernuda, «El dios abandona a Antonio» de Cavafis o «Maquiavelo en San Casciano» de Valente. Que esa negación se ampare en la supremacía excluyente de la experiencia como estímulo poético es sencillamente ridículo, un burdo sofisma fundado en el truco predilecto del pensamiento totalitario: el secuestro de conceptos para mutilar su significado. Si la experiencia cotidiana legitima la poesía al activar la emoción y el pensamiento, lo hace igualmente la experiencia cultural. Dicha experiencia cultural no es, en último extremo, más que el archivo de vidas y reflexiones de otras personas que, en su tiempo, se enfrentaron a una experiencia cotidiana que no es distinta a la nuestra, en lo esencial de sus coordenadas existenciales. La experiencia cotidiana y la cultural actúan inseparablemente entrelazadas en el funcionamiento espontáneo del pensamiento, de una persona culta, por supuesto. Resulta imposible disociarlas si no se lleva a cabo un abusivo ejercicio de la voluntad, en cuya trastienda acecha uno de los peores fantasmas a los que puede entregarse el ser humano: la divinización de la ignorancia.
Pretender convertir en criterio de un posible canon la renuncia a la experiencia cultural implica un grave peligro para la supervivencia de la poesía. El descubrimiento del yo lírico contemporáneo se produjo a fines del siglo XVIII, cuando emerge lo que llamamos Romanticismo. Su gran hallazgo fue ostentar la osadía confesional del «alma desnuda» en su exhibición de la lectura emocional de la existencia. A fines del XIX el yo lírico romántico había entrado en la bancarrota de la reiteración y la previsibilidad: lo demuestran el Modernismo y la Vanguardia. Resucitar el neorromanticismo de estricta observancia es un salto atrás en la evolución literaria, condenado al fracaso. Conduciría a una poesía de fórmula y molde, de producción en serie y de tremendismo moral impostado. Tanto, por otra parte, como un culturalismo de biblioteca y decoración que hubiera perdido de vista que la experiencia cultural se justifica en su analogía con la cotidiana. En esto, como en todo, el acierto está en la grandeza de la síntesis, y no en el radicalismo de las supuestas iluminaciones excluyentes.