Al escribir El señor Badanas, Arniches reemprende su más personal camino artístico: la verdadera tragedia grotesca. Puesta también por vez primera en escena por María Brú y Pepe Isbert -Infanta Isabel, 19 de diciembre de 1930-, la obra pertenece a la ilustre ascendencia de Es mi hombre y La locura de don Juan, pues, como don Antonio y don Juan, este don Saturiano García Badanas es víctima irremediable de su apocamiento. Víctima pusilánime, decimos, porque, pelele de su esposa y cuñado, a cuyas ambiciones sirve a la fuerza, aparenta una energía totalmente falsa. Haciendo gala de dureza de corazón es como don Saturiano se ve ascendido, desde su modesto cargo administrativo de oficial quinto, a director general de Carreteras Asfaltadas y Secundarias, al tiempo que se le condecora con envidiables Grandes Cruces. Pero este hombre, de tan temible fachada, es, en verdad, un buenazo que siente en lo más hondo de su enternecido corazón lo grotesco de su paradójica realidad. Ese sentimiento del ridículo, esa convicción de vivir una existencia deformada e inauténtica hace explosión de hombría y verdad cuando, tras cometer otra injusticia, siente, junto al remordimiento, el temor. Se ve malvado y cobarde, siendo bueno y compasivo. Su víctima -Carrascosa- se le transforma en obsesivo espectro, y deseando matar a su verdugo, ante la imposibilidad moral de hacerlo, opta por el suicidio, ya que «los que no podemos alcanzar dignidades, bien merecemos que se nos permita siquiera el orgullo de nuestra propia dignidad. ¡Porque, si ni eso podemos tener, para qué queremos la vida!» (Act. II; esc. XII.)
He aquí cómo dos hombres, de limpia e intachable conciencia, se ven situados en la desesperación vital por culpa de un apocamiento y debilidad ante las perversas ambiciones de los otros. Mas aquí, como en todo el teatro arnichesco, la verdad y el bien acaban por brillar.
No obstante su gran calidad artística y humana, esta tragedia grotesca nos parece, en su conjunto, algo inferior a sus precedentes citadas, especialmente atendiendo a la calidad de los personajes secundarios.
Al margen de lo dicho, El señor Badanas es fiel espejo de la hipocresía social, agudamente observada y descrita por su autor.
Con la implantación de la República, en 1931, un amplio movimiento democrático impuso su estilo a la decadente aristocracia. Arniches, cuyas ideas al respecto -quiero decir, su amor al pueblo- son harto patentes a lo largo de su vida teatral, aprovecha la ocasión que le brinda el momento político para escribir una farsa -entre sainete y grotesco-, que, con el apropiado título Vivir de ilusiones, fue estrenada en el teatro Lara en la noche del 12 de noviembre de 1931, a la vez que, en el Pavón, se daba a conocer la famosa revista del maestro Alonso Las Leandras.
La farsa arnichesca se urde en torno a una señora viuda que, hundida en la mayor miseria, mantiene con todo lujo de fantasía la vana y desfasada ilusión de casar a su hija con un joven de sangre azul; incluso, si es posible, conseguir otro aristócrata para sí. No hay otro contenido humano en dicha existencia. Así lo manifiesta la doncella -que, como Lazarillo, ha de procurar el alimento para su señora- con estas palabras: «Y es que en esta casa, como viven de ilusiones, nada es lo que parece». (Act. II; esc. III.)
Efectivamente; entre lo que es y lo que parece ser, media un abismo. Y como la hija, situada en la realidad, no quiere ver a su madre precipitarse por ese abismo, sostiene la farsa que consiste en hacer creer a la madre que su novio -hijo de una honrada menestrala- desciende de un duque inglés. Al robustecimiento de esta piadosa mentira se presta, después de una lógica resistencia, la madre del novio. Sin embargo, fue ésta -papel insuperablemente interpretado por Leocadia Alba- la que, en el segundo acto, consiguió dar el más alto tono teatral a la obra. Naturalmente, al término de la misma, resplandece la sensatez y el retorno a la realidad.
Esta farsa cómica posee un primer acto del mejor estilo sainetesco, y toda ella es, como de Arniches, muy humana, sencilla y desarrollada en un lenguaje muy natural. En su intención, viene a ser una especie de exequias de la aristocracia. Tales son las palabras del marqués de Milhambres: «Yo soy de los últimos hidalgos que habitaron palacios cuarteados y viejos, donde las colgaduras, doseles y reposteros se bambolean ya al aire del pasado, como grandes telarañas históricas [...]» (Act. III; esc. VI.)
Se reitera, pues, aquí la vieja y siempre mantenida tesis social del escritor alicantino: la verdadera nobleza no es otra que el «vivir con honradez la vida verdadera». (Act. III; esc. X.) Honradez y vida verdadera: ¿no es éste el contenido de todo el teatro arnichesco? Moralidad y realidad. Así es.
Con Leocadia Alba estuvieron admirables Concha Catalá, en el papel de la viuda soñadora, y Manuel González, en el de don Alonso Ruiz de las Olivas, marqués de Milhambres. También debemos recordar a Ana María Custodio, Manuel Dicenta y Gaspar Campos. A título anecdótico, añadamos que, en la escena undécima del primer acto, «se figura -leemos en el diario Ahora, de Madrid, correspondiente al día siguiente al del estreno- que Manolo González tiene que dar de come r a los pajaritos del Parque, y los pajaritos, ¡auténticos!, bajan volando al escenario para tomar las migas que les echan. El secreto de la domesticidad de esos gorriones no nos es permitido aclararlo».
Sobre el escenario madrileño del María Isabel y en la noche del 31 de diciembre de 1931, el comediógrafo alicantino alcanzó uno de los más legítimos éxitos de su fecunda vida teatral con el estreno de La diosa ríe. Sobre todo, el segundo acto de esta nueva tragedia grotesca es magistral, pudiendo ser considerado como modelo de ponderación en los elementos afectivos, de profundidad humana, de verismo, de logradísima técnica en el diálogo. Un segundo acto insuperable.
Esta magnífica pieza grotesca nos trae a la memoria la huella gloriosa de Las estrellas, La señorita de Trevélez y Es mi hombre. Como en éstas, en La diosa ríe se plantea el hondo problema humano que surge al chocar la realidad y el en sueño. En ese punto de sumo contraste, un sentimiento de exacerbado romanticismo es objeto de la burla más cruel. En este núcleo de los opuestos -clave del teatro arnichesco- se fundamenta esta tragedia grotesca, comparable sin duda alguna a las más celebradas de su insigne autor.
Su punto de partida, vivo y realísimo, es el platónico y enfervorizado amor que un empleado modestísimo de una camisería siente hacia una artista del género frívolo, Rosita del Oro, que, al enterarse de la pasión que ha despertado, obsequia a su admirador dándose a conocer personalmente e invitándole a la función de su beneficio. A partir de aquí, brota lo trágico en Rosita y lo grotesco en Paulino. Ella, ante la arrolladora autenticidad de aquel amor, siente por vez primera en su vida superficial la presencia de un hombre que la quiere de veras. Mas, siendo tantas y tan radicales las diferencias que les separan, Rosita decide sacrificar aquel amor y dejarlo como un recuerdo de supremo valor sentimental. Gracias a Paulino, Rosita experimenta el más profundo sentimiento de una mujer: «Oír hablar a la pasión verdadera de un hombre, para una mujer como yo, no es un espectáculo frecuente... ¡Sí, sí..., te oigo hablar, te veo tembloroso y emocionado, y yo también estoy contenta..., porque ahora me considero una mujer digna de un hombre; no el capricho frívolo de un necio!... ¡Estoy contenta..., contenta, con esa alegría que da estar cerca de un corazón que nos quiere!» (Act. II; escena XVI.)
No hay otro camino que el de la separación, pues ni ella puede acomodarse a la vida oscura de Paulino, ni éste puede ofrecer a Rosita los lujos que su vanidad apetece. La realidad destruye una vez más el ensueño. Empero, el amor perdurará en un recuerdo puro, noble y siempre fragante: «[...] precisamente lo que quiero es prolongar esa ilusión -dice Rosita-. Quiero que te acuerdes siempre de mí con dulzura y alegría... Quiero ser en tu historia de hombre oscuro y humilde una luz que esclarezca toda tu vida... Quiero ser como la única pasión y el único deseo de tu juventud... Que joven y viejo te acuerdes de esta ilusión de tu alma, sin que una grosería sensual manche este recuerdo. He encontrado en tu corazón un amor verdadero y no me resigno a perderlo ni a envilecerlo, aunque tenga que sacrificarle ansias con las que también he soñado [...]» (Act. III; esc. VIII.)
Al incuestionable triunfo de Carlos Arniches hay que unir el obtenido por el gran actor Manuel Collado, que vivió cabalmente el difícil papel de Paulino. Con Collado destacaron a notable altura Eloísa Muro, magnífica Rosa del Oro; Marí a Brú e Isabel Garcés.
Contestando a una pregunta de José Montero Alonso, Carlos Arniches se expresó como sigue: «Mi mayor alegría en el año 1930 me la produjo el acuerdo del Ayuntamiento de Madrid al disponer que, en lo sucesivo, la calle del Peñón se denomine de Carlos Arniches»217.
Este honrosísimo acuerdo, si responde, por sus causas próximas, a la petición formulada por el Centro de Hijos de Madrid y el diario El Heraldo, en mayo de 1930, atendiendo a sus causas remotas y más profundas razones, es el resultado lógico y adecuada formulación oficial a un común sentimiento popularísimo, que, así, quiso premiar el hondo amor a Madrid de un hijo de Alicante, cuya obra literaria, tan fecunda como ilustre, aparece consagrada, en su mayor parte, a revelar las más nobles virtudes y las más entitativas costumbres del pueblo madrileño. Con tan justa medida, el Ayuntamiento de la capital de España sancionó oficialmente un anhelo entrañablemente sentido por los madrileños, que vieron siempre, en don Carlos, a un hermano querido y a un maestro admirado. Muy noble y verazmente, dijo así Antonio Díaz-Cañabate: «¡Cuánto le debemos los madrileños a Carlos Arniches!». Y al analizar el porqué de esta deuda espiritual, declara: «La gente del pueblo lo oía en el escenario y luego lo repetía, inconscientemente, un poco como los loros. Y así, y no de otra forma, se ha creado el madrileñismo, labor en la que antecedieron a Arniches, José López Silva y Ricardo de la Vega. Pero con todos los respetos para con estos dos grandes saineteros, la obra de Carlos Arniches es más amplia, profunda y lograda, sólo comparable a la de don Ramón de la Cruz. Los dos han encerrado en sus sainetes las costumbres y los decires del pueblo de su época. Con la ventaja para Arniches de una mayor depuración técnica y constructiva. El madrileñismo llega a su ápice con Arniches»218.
Tanta evidencia contiene la categórica afirmación de Díaz-Cañabate que Valeriano León bien pudo decir sin asomo de hipérbole que Arniches es «Madrid entero». Y fue, realmente, este Madrid entero y jubiloso el que habló en la feliz decisión municipal, «acuerdo completo -escribió Santiago Camarasa-, después de algunas dudas en la elección de la calle, designando una en el corazón de Madrid, del más castizo, d el más característico del homenajeado [...] La antigua de las Velas, en la típica plaza de la Cebada, será la calle de don Carlos Arniches»219.
Mas, como enseguida diremos, no fue exactamente la de las Velas la calle escogida, sino su prolongación, desde el Cerrillo del Rastro, llamada del Peñón, dentro también del antiguo y madrileñísimo barrio de Mira el Río -Cuartel de San Francisco-, que «da principio en la calle de la Arganzuela, desde abaxo, sube por ella mano derecha, vuelve a la de Toledo y, siguiendo dicha mano, se dirige por la de las Maldonadas, Plazuela del Rastro y Rivera de Curtidores, hasta las tapias, siempre mano derecha»220.
Por su parte, el Ayuntamiento de la capital alicantina se suma, gozoso, al proyecto de tan merecido homenaje y acuerda -octubre de dicho año- designar a don Luis Pérez Bueno para que represente al Concejo y a la ciudad en los actos que se iban a celebrar en Madrid, así como abrir una suscripción popular, contribución de los paisanos del ilustre comediógrafo221.
El 14 de enero de 1931, el señor Pérez Bueno entregó, en Madrid, a Carlos Arniches el producto de la mencionada recaudación popular: 2.238 pesetas. Y el escritor dirigió la siguiente carta al alcalde de Alicante, don Gonzalo Mengual:
El homenaje de la capital de España a Carlos Arniches Barrera se celebró el 26 de marzo de 1931, y los festejos comenzaron a las doce y media de su mañana con un concierto que, en la calle, hasta esos momentos, del Peñón, dio la Banda Municipal de Madrid, dirigida por el maestro Ricardo Villa. A la una en punto, se descubrió el artístico bajorrelieve, obra del escultor Gabriel Borrás, y la lápida que daba nombre a la calle con el del insigne sainetero. Acto seguido, pronunciaron discursos el señor Menéndez Joglar, presidente del Centro de Hijos de Madrid, don Luis Pérez Bueno, ex alcalde de Alicante, en representación de la ciudad nativa del homenajeado, y, después de que el alcalde de Madrid, señor Ruiz Jiménez, declarara rotulada oficialmente la calle «Carlos Arniches» y el crítico de ABC, don Luis Gabaldón, en nombre de todos los críticos madrileños, abrazó a Carlos Arniches, éste pronunció la siguiente oración de gracias:
«Señores: unas sencillas palabras de gratitud que voy a leer, porque no confío en improvisarlas, sospechando que la emoción que en este momento me posee tal vez no me lo permitiera. La ocasión, para mí, es la más solemne de mi vida; pero el momento no es propicio para largos discursos; y como se quintaesencia el aroma de una flor, convirtiéndolo en perfume, en unos breves renglones voy a ver si puedo deciros cuánta es mi gratitud. Jamás he solicitado ni he obtenido, en el largo ejercicio de mi profesión, homenaje alguno hasta este momento222; pero este homenaje me compensa de los que no recibí y me excusa para los futuros, por que éste colma mis ambiciones, sobrepasando el anhelo de mis mayores ilusiones. En una de las calles más típicas de los barrios populares de Madrid va a quedar mi nombre para que la noble casta de aquellos tipos que dan vida a mis humildes sainetes siga pronunciándolo como una recompensa al vivo amor que inflamó mi alma hacia este pueblo, muchas veces heroico, siempre honrado y bueno; hacia este pueblo que cantaron y enaltecieron antes que yo y mejor que yo don Ramón de la Cruz y don Ricardo de la Vega y tantos otros. ¿Qué mayor premio para mí, señores, que el que recibo en este instante? Gracias a todos, señores: al Centro de Hijos de Madrid y a los dignos individuos de su directiva don Críspulo Moro Cabeza y don José de Lucio, iniciadores de este homenaje. Gracias al excelentísimo Ayuntamiento, que, a propuesta del que fue su ilustre alcalde, excelentísimo señor Marqués de Hoyos, aprobó el acuerdo de dar mi nombre a esta calle. Gracias al actual e ilustre señor alcalde, que me honra asistiendo a este acto. Gracias al popular diario Heraldo de Madrid y a su ilustre director, señor Fontdevila, que abrieron la suscripción popular con que se ha costeado esta placa mural; gracias a todos los periodistas que me favorecieron con artículos e informaciones gráficas; gracias a los presentes e ilustres compañeros que están cerca de mí en estos momentos; gracias al ilustre escultor que modeló la placa; y gracias a mi tierra nativa, a la noble y amada ciudad de Alicante, donde, para mi honra, nací, y que tan brillantemente ha contribuido a esta alegría de mi vida, enviándome, con la efusión maternal con que se festeja al hijo ausente, la prenda generosa de su acendrado amor. Y gracias, ante todo y sobre todo, a Madrid, a mi adorado pueblo de adopción, en el que luché, amé y trabajé, y en el que nacieron mis hijos, y están enterrados mis padres. Gracias a este bendito pueblo madrileño, al que parece que ya es pecado amar, y cuyo casticismo se tacha punto menos que de lacra populachera. Yo no sé quién tendrá razón: si los castizos o los anticastizos; pero no es cosa de ponerse tontos porque haya un rascacielos en la Gran Vía, porque, en cambio, en estos barrios, hay cinco mil casas de donde salen diariamente madrileños, que, vístanse como se vistan -anteayer, con chaquetilla y calzón; ayer, con pantalón entallado y gorra de siete botones, y hoy, con traje de mecánico y con gabardina-, siempre llevarán en su espíritu el aire zumbón y alegre, generoso y dicharachero que caracterizó al madrileño de todos los tiempos, porque la envoltura será distinta, pero la gracia, que es cosa del espíritu, vivirá en el alma de este pueblo mientras él viva, y viva, señores, progresando, extendiéndose; creciendo, pero sin perder su peculiar matiz por siglos inacabables. He dicho.» |
Terminado el acto, al marcharse todos los concurrentes al mismo, una sencilla mujer del pueblo se abrazó, llorando, a Carlos Arniches, «y le dijo -leemos en Heraldo de Madrid- que, en ella, le abrazaban todos los pobres de barrios bajos, a los que él ha defendido con tanto cariño en sus sainetes».
Entre otros, asistieron los señores hermanos Álvarez Quintero, Linares Becerra, maestros Alonso, Guerrero y Rosillo, José María de Monteagudo, José Moncayo, maestro Soutullo, Leopoldo Bejarano, Juan Ignacio Luca de Tena, Pérez Zúñiga, Serrano Anguita, Antonio Asenjo, Narciso Boixader, Francisco de Torres, González del Castillo, Francisco Hernández, Pedro González, Mariano Riaño, Fernández Palomero, Antonio Paso (padre e hijo), Luis Manzano, Fernández Ardavín, Muñoz Seca, Muñoz Román, Manuel Fontdevila, Juan G. Olmedilla, etc. También estuvieron presentes representantes de la Sociedad de Autores, Sindicato de Actores y Asociación de la Prensa.
La Asociación de la Prensa de Alicante envió ese mismo día al Alcalde de Madrid este telegrama: «Alcalde de Madrid.- Asociación Prensa Alicante se suma homenaje tributa pueblo madrileño nuestro Carlos Arniches querido ilustre paisano.- Rafael Blasco, Presidente».
Al día siguiente, el diario ABC comentaba así el memorable acto
Quiso Arniches crear un tipo femenino y madrileñísimo a imagen de la actriz Carmen Díaz, y, para ello, concibió a «Manuela», personaje que da vida al sainete Las dichosas faldas, puesto por vez primera en la escena del Fontalba el 25 de enero de 1933. Lleno de valores, el personaje dicho pertenece con todo derecho a la más típica galería arnichesca, quiero decir, entrañada en las más preciadas virtudes femeninas, amén de la gracia y donosura de las hijas castizas de Madrid. Ella, Manuela, es el eje, en torno al cual se desarrolla la acción sainetesco-melodramática de esta obra, que, sin aportar nada fundamentalmente nuevo al acervo arnichesco, es ejemplo de aquel pasmoso dominio de la situación escénica, de aquella su perspicaz y veraz observación de la realidad, así como del vivo diálogo, de su naturalidad.
Alrededor del luminoso personaje femenino -su fidelidad de esposa, su amor de madre, su buen corazón- gira un tornadizo marido, descentrado a causa de una invencible tendencia mujeriega, fuente de disgustos que culminan con la separación marital. Mas, como era presumible, Manuela, que no estaba dispuesta a perder a su marido, vuelve a la convivencia, apoyada por la actitud reconciliadora del esposo, que, al fin, comprende -no sabemos con qué grado de firmeza- que su verdadero sitio está junto a su mujer, madre de sus hijos.
Apenas si las peripecias anecdóticas nos interesan; sí, en cambio, nos atrae la presencia de un personaje, que, aun secundario, destaca con notable brillo: me refiero al de la «tía Fermina», interpretado magníficamente, en su estreno , por Matilde Muñoz Sampedro. Con ésta y con la citada Carmen Díaz, triunfaron también Matilde Fernández, Rafael Bardem, Ricardo Canales y Ricardo Simó-Raso, que dio perfecta vida al papel de «Lucio», viejo e ingenuo tenorio, súbita e inocentemente enamorado de la rolliza Benita.
«Y es que yo creo que, al lado de los que se quieren, como se pone ese letrero de "Cuidado con la pintura", cuando se pinta algo, habría que poner otro que dijera: "Cuidado con el amor" [...], ¡porque si no te impregnas!» (Act. III; esc. V.)
Con estas palabras, dichas por el personaje doña Clodomira, Carlos Arniches justificó el título -Cuidado con el amor-, puesto a su farsa cómica, estrenada en el Infanta Isabel el 4 de marzo de 1933, pieza que nos ofrece alguna novedad. En efecto, Cuidado con el amor discurre por vías psicológicas, que, si entrevistas en anteriores comedias del mismo autor, revelan, en ésta, singular pujanza. A ello, debemos resaltar que, en oposición a un arraigado hábito en el quehacer arnichesco, el acto más conseguido de la nueva farsa es el segundo, cuyas magistrales escenas pueden muy bien figurar en las más exigentes antologías de la literatura teatral española, en gracia a su sobriedad, realismo y agudeza.
Desde los primeros pasos del teatro arnichesco, hemos podido ir comprobando cómo se funda entitativamente en el juego de contrastes. A semejanza de la vida objetivada, la obra del gran alicantino -sainetes, farsas, comedias o tragedias grotescas- se rige por esta ley de los opuestos, fuente, asimismo, de su filosofía moral y de su peculiar tesis artística de lo grotesco en el drama.
De conformidad con esta norma y deseando alumbrar vírgenes senderos, el autor de Cuidado con el amor traza la fábula de dos jóvenes matrimonios, cuyos noviazgos se contradicen con la realidad matrimonial: el que entonces parecía feliz, luego fue desgraciado, y al contrario. El novio que, por sus declaraciones de fidelidad, aspiraba a Romeo, resultó un perfecto sinvergüenza y consumado egoísta; mientras que el otro, pusilánime y memo, destapó, ya casado, una energía varonil que le condujo a la ejemplaridad como marido.
La médula de la obra la hallamos en el conocimiento de que «la vida íntima, la vida de todos los momentos, tiene exigencias y realidades que les quitan poesía a esos sueños locos de amor sin nubes... No es lo mismo hablar con el novio que discutir con el marido». (Act. II; esc. VIII.) Consecuentemente, el auténtico amor es la única y perfecta base de la felicidad entre humanos. Este sentimiento nada tiene que ver con la seducción que ciega los corazones v que, en definitiva, la mayor parte de las veces, no pasa de grosero sensualismo.
Sobresalieron en la interpretación Eloísa Muro, María Brú, José Isbert, Conchita Ruiz y Jesús Valero.
Es sabido que no siempre la crítica acertó a descubrir el verdadero móvil filosófico de la producción arnichesca. Ejemplo de este desacierto nos lo ofrece el comentario que apareció en ABC, de Madrid, el 22 de diciembre de 1933, referente al estreno, efectuado la noche anterior, en el Lara, de Las doce en punto. Pensaba el crítico que, en muchas obras arnichescas, «se plantea y enaltece un predicado moral, y luego el duende burloncillo y retozón que hay siempre escondido en la musa del ilustre comediógrafo se entretiene en buscar los flacos a aquella virtud, en registrar los daños de sus exageraciones... y, al fin, queda triunfante la alegría sobre la seriedad, la transigencia sobre la austeridad, la sonrisa sobre el ceño, la pequeña impureza de la vida, frágil por humana, sobre la severa regla de rectitud y moralidad».
A nuestro juicio, se equivoca este crítico, ya que, en la filosofía, de Arniches, lo moral no consiste en la mera adecuación racional del acto humano a la norma, en sí deshumanizada, sino, por el contrario, en concertar la ley con la vida, lo racional con lo emocional y vital, la idea clara y distinta con la realidad, sustancia de oposiciones. Lo moral ha de ser lo armónico, y toda exageración deforma y quita ser a la naturaleza de lo deformado.
Se plantea en este delicioso sainete la cuestión ética de la virtud social. Para su objeto, el comediógrafo ha escogido dos tipos extremos: uno -Pepe-, cuya vida se ajusta, asombrosa, exacta y matemáticamente al tiempo objetivo del reloj, por lo que hace de la puntualidad y de la rectitud enseña y esencia de todos sus actos; el otro -Alejo-, su cuñado, representa la informalidad en el trabajo y la indiferencia para con el tiempo mecánico. Tales notas cualitativas no trascienden la superficie del alma, pues, tanto Pepe como Alejo son buenas personas, capaces de la cabal y cordial comprensión, llegado el caso, aunque éste coincida siempre con situaciones-límites.
Entre ambas posturas extremas, la sensatez aparece encarnada en Casilda, esposa de Pepe y hermana de Alejo, cuya palabra y, sobre todo, conducta manifiestan la posición ideológica del propio Arniches, que no es ni de severidad ni de burla. La línea recta moral no se evidencia a veces, así como la verdad del tiempo no es el que se puede distinguir en las saetas del reloj. Arniches piensa en dos modos de la temporalidad: el de la máquina y el del corazón. Escuchémosle por boca de Casilda: «Que yo no quiero saber el tiempo; no quiero; pero sin saber, ya veremos quién llega antes a la hora de querer y de perdonar [...]» (Act. II; esc. X.)
Tal es la vida y nuestra sabiduría de ella: «tolerancia y dulzura, y amor, y si no comprendes, transiges y perdonas [...]» (Act. III; esc. XI.) No hay otro camino para conseguir la convivencia social. Y esto es lo que algunos juzgan paradoja: comprensión y tolerancia. En suma, se trata de evitar tanto el vicio como el orgullo de las pequeñas virtudes. La bondad no se funda en este falso amor propio, pues su esencia no es otra que la abnegación y el sacrificio. (Act. I; esc. X.)
El sainete viene a demostrar que el tiempo de nuestra conducta ha de ser el resultante de la armonía entre el debido a los demás y el que nos debemos a nosotros mismos, y todo en cauce de humana comprensión. En su virtud, la entraña de la tesis contiene igualmente postulados pedagógicos y hasta de materia laboral, ya que el trabajo verdadero sólo es el «hecho con voluntad, con alegría y con fe». (Act. II; esc. V.)
Lo dicho se compadece perfecta y brillantemente con el gran sentido popular de toda la obra del insigne alicantino, carácter raigal que fue inteligentemente destacado entonces por un comentarista con estas palabras: «En esta época de vacilantes intentos en torno de la resurrección del teatro popular, el estreno de un sainete de Arniches, maestro inmarcesible y decano ilustre del género, conforta el espíritu con el aura fresca de su espontaneidad y de su donaire. El veterano autor no ha tenido necesidad de renovar su técnica para acomodarse al ritmo y a las exigencias de los tiempos. Sus procedimientos siguen siendo los mismos. Sus últimas obras ofrecen análoga estructura a la de aquellos sainetes que le dieran la primacía en las carteleras de hace treinta años. Si en algo ha variado su teatro no ha sido, ciertamente, para cambiar las antiguas normas, sino para perfeccionarlas y acendrarlas. Y he aquí que al cabo de cuatro décadas, la vieja solera arnichesca no sólo sirve para dar aroma y sabor a los caldos del propio cosechero, pero también para encabezar vinos ajenos, que sólo dan gusto a los paladares en cuanto no se advierte el trasiego a otros toneles»223.
Las doce en punto, muy del agrado público, gozó de una acertadísima interpretación a cargo de Concha Catalá, Irene Caba, Gaspar Campos y Manuel González, en los principales papeles.
Al segundo día del estreno de este sainete, Arniches daba a conocer, en el Infanta Isabel, la tragedia grotesca El casto don José, que levantó muchos aplausos, pero que, ciertamente, no responde como debiera a la denominación dada. En efecto; los elementos grotescos de esta obra -más de matiz caricaturesco- carecen de sentido trágico. Por ello, más que de una tragedia grotesca, se trata de un juguete cómico, escrito con la sola pretensión de hacer reír. No vemos otra trascendencia en El casto don José, hilarante peripecia escénica, en la que se nos narra lo acaecido a un maduro solterón, extremosamente casto, que, de pronto, siente la desazón amorosa que le arrebata y trastorna. Salvo un amago de grotesco suicidio, la pieza, como es de rigor, finaliza entre chistes y alegría. Obra, en definitiva, pensada y trazada para regocijar a los espectadores de la Navidad de 1933.
Tras un año de silencio escénico, nuestro comediógrafo vuelve, el 9 de abril de 1935, a establecer contacto con el público, ahora, en el Cervantes, y en compañía de Valeriano León y Aurora Redondo, que dieron a conocer La tragedia del pelele. Arniches no pudo asistir a la primera representación de su farsa cómica, a causa de haber sido intervenido quirúrgicamente ocho días antes. Por tal motivo tampoco corrigió, según su costumbre, los últimos ensayos. Sin embargo, el gran talento de Valeriano León y Aurora Redondo, con los demás intérpretes -entre ellos hizo su presentación Consuelo Nieva-, salvó la ausencia del autor y la obra consiguió un éxito completo.
Comentando el estreno, se dijo en ABC:
Si bien, en gran parte, no le falta la razón al comentarista del diario madrileño, su juicio peca de error por generalización. Es cierto que el conflicto dramático, planteado en el acto segundo, parece truncarse al mismo nacer y que el acto tercero resuelve demasiado fácilmente la cuestión psicológica, acudiendo a unos recursos de naturaleza sentimental. Mas, aquí en este punto, tal vez sea conveniente pensar que la intención del comediógrafo no fue la de desembocar en solución trágica, a lo Shakespeare, ni en grotesco, como las nacidas de su fecundo ingenio, sino, mucho más modestamente, trazar simple y llanamente una farsa cómica, cuyo despliegue normal peligró precisamente en el citado acto segundo, cuando el argumento se le remontaba por alturas trágicas. O sea que el discurrir del tercer acto, si no es consecuencia lógica del segundo, sí lo es del primero y, sobre todo, del propósito cómico-moralista del autor.
A esta luz, comprenderemos cabalmente el sentido de la frase «Aquí no hace falta la verdad», en boca de Gonzalo, el «pelele», cuya vertiente trágica se resuelve, a mitad de camino, en remanso de cariño, ciertamente con un dejo amargo y melancólico, pero real. Es el triunfo del bien y de la verdad humana -no de la verdad, a la que hubiera conducido el seguir hasta sus últimas consecuencias el planteamiento del acto segundo-, aunque falsamente se apostrofara contra ella. Y, como siempre, en esa nostalgia última con que termina la farsa se halla contenida toda la moral del ilustre escritor.
Sobre el escenario del Eslava y en la noche del 14 de enero de 1936, el genial Valeriano León encarnó maravillosamente a «Salivilla», protagonista de Yo quiero. Esta obra, que Arniches calificó indefinidamente de «andanzas de un pobre chico», es ejemplo no sólo de la insuperable maestría teatral de su autor, sino de su profunda, arraigada y sostenida concepción ética de la existencia, fundada en la voluntad como plataforma invencible para la realización del bien. Y pues la vida, tal como dice el personaje Juan de Dios, es «maestra que premia y castiga, y ni en lo malo ni en lo bueno se queda corta» (Act. II; esc. XIII.), el triunfo del bien se ha de alzar sobre la energía de la voluntad: «Yo digo: «Yo quiero», y «tiro p'alante». (Act. I; esc. IV.)
No es tragedia grotesca, aunque contenga algunos de sus sustanciales elementos; tampoco Yo quiero es una simple farsa cómica, ni mero sainete, ni comedia. A nuestro juicio, Yo quiero es todo lo dicho en su esencia y nada de ello en concreto. Esta obra magistral, espejo de auténtico amor de hijo, es una extraordinaria comedia sainetesca, nacida para cantar la virtud de la voluntad. A la vez, muestra la compleja realidad de la vida, sus contrastes: de la risa a la lágrima; de la crueldad al amor; de la dureza y frialdad de sentimientos a la ternura. Toda la rica y opuesta gama de los sentimientos humanos -de lo infantil a lo varonil-, aquí, en esta logradísima obra arnichesca, que, por su singularidad temática y por el acierto de su despliegue tanto técnico como psicológico, señala un elevado hito en la insuperable manera de hacer sainetes del inmortal alicantino.
Acaso digamos verdad, si afirmamos sin ambages que Yo quiero es un sainete, llevado al límite supremo de todas sus posibilidades como género teatral.
La anécdota no es otra que la serie de calamidades por las que atraviesa un muchacho desamparado hasta conseguir que su padre le reconozca y se una legítimamente con su madre, a la que abandonó miserablemente.
El papel de este muchacho lo encarnó a la perfección el inolvidable Valeriano León, con quien destacaron a gran altura Aurora Redondo, Benito Cobeña y José Alfayate.
Desde las emotivas y triunfales jornadas de diciembre de 1921 hasta enero de 1932, Carlos Arniches, Hijo Predilecto de Alicante, sólo dos veces pasó fugazmente por su bella ciudad nativa: una, el 29 de diciembre de 1925, al objeto de asistir al estreno, en el teatro Principal, de El tío Quico, obra que escribió en colaboración con J. Aguilar Catena, y otra, el 16 de abril de 1929, que llegó acompañado de su esposa e hijo Carlos. En esta segunda ocasión, Arniches visitó algunos de los más típicos y hermosos lugares de la provincia, y el día 20 marchó con los suyos hacia Murcia, Granada, Córdoba y Sevilla.
En enero de 1932, el Ayuntamiento de Alicante se dispone a recibir al excelentísimo señor don Niceto Alcalá Zamora, en su primer viaje como Presidente de la República. Con tal solemne motivo, el Concejo alicantino invita al ilustre sainetero. Como estaba previsto, el jefe del Estado llegó a Alicante el día 15, y a la noche del día siguiente se celebró en el teatro Principal una función de gala, en la que intervinieron la Banda Republicana de Madrid, la Orquesta de Cámara de Alicante y el egregio comediógrafo, que habló así:
«No temáis. Ya sé que en una velada solemne, como ésta, la aparición de un hombre con unas cuartillas en la mano es una visión de tormento. Pero no temáis, repito. En ese sentido de la pesadez, yo soy un hombre absolutamente inofensivo, porque mi propia idiosincrasia literaria rechaza lo largo y lo denso. Soy un modesto sainetero, y los saineteros no tenemos otra misión que la de entretener y divertir, y cuando esto no puede lograrse, al menos, la de molestar poco. Poco os molestaré yo. Estas cuartillas casi no son más que un pretexto para presentarme ante vosotros, para hacer un acto de presencia. En efecto; como sabéis todos, me encuentro absolutamente desplazado, como comediógrafo, del cartel de esta función teatral de gala que se celebra en honor del Excmo. Sr. Presidente de la República en mi amada tierra nativa. Creo de justicia consignar que este desplazamiento es ajeno por completo a la voluntad de la Comisión Organizadora del festejo y, desde luego, a mi propia voluntad. Pero el caso es que el desplaza miento existe, y como yo fui requerido para leer unas cuartillas después de la representación de un acto de alguna de mis comedias, explicando su significación y alcance, al no representarse ésta, claro está que las cuartillas quedan sin objeto. He de declarar sinceramente que no ha perdido nada el cartel con la omisión de cualquier fragmento representativo de mi modesto repertorio; pero no conviene que olvidéis que yo he perdido la ocasión de un tema que me hubiese facilitado la labor, que ahora se me hace difícil por la falta de motivo fundamental, y que me da, ¿por qué no decirlo?, cierta semejanza con la de aquel señor granadino que se presentó a un inglés que había anunciado que deseaba un guía para que le acompañase al pico más alto de la Sierra Nevada a manifestarle que lo sentía mucho, pero que iba a decirle que él no podía acompañarle. Pues algo de eso me ocurre a mí, porque yo también vengo a deciros que lo siento mucho, pero lo que tenía que decir, yo no puedo decirlo. Así lo he manifestado a algunos amigos, a pesar de lo cual, se me volvió a requerir para que viniese, y aquí estoy, si no como autor dramático, como alicantino, que es mejor, y que, para mí, vale tanto como el más glorioso de los títulos. -Ven, Alicante quiere que vengas -me han dicho unos compañeros; y, haciendo un alto en mi penoso trabajo de todas las horas, he venido lleno de gozo, como el hijo ausente, a dar un beso a la tierra madre en que nací, a renovarle mis votos de adoración y de respeto y a tener la alegría de veros juntos a todos mis paisanos y a otros muchos que admiran y quieren a nuestra terreta en una fiesta de glorificación y regocijó en honor del patricio excelso, del varón insigne, del hombre bueno y generoso que rige los destinos de España. Bien hizo vuecencia, excelentísimo señor, en honrar a esta bella ciudad con su primera visita presidencial. ¿Qué tierra más hermosa, más noble y más hospitalaria podría haber escogido?... Panoramas espléndidos; mujeres bellas; hombres cordiales; afecto, entusiasmo, efusión, sinceridad. ¡Estas son las características alicantinas!... Ya habrá visto V. E. que ha hecho bien en venir, porque no es Alicante pueblo para dejar tarjeta. Hay que visitarlo. Y cuando se le visita, se vuelve..., y algunas veces, muchas, se va uno diciendo: "¡Ché, quin poblet! ¡Tornaré!". Y V. E. volverá alguna otra vez. Estoy seguro. Y ahora, queridos paisanos, ya que estoy ante vosotros -y esto con permiso de V. E., porque se trata de una cuestión de familia-, quiero aprovechar la ocasión para dejar saldada una cuenta de gratitud que tengo contraída con Alicante. En Madrid hay una calle que se llamó siempre "Calle del Peñón". Está enclavada en lo más típico y jaranero de la Villa; una acera pertenece al distrito de la Inclusa y otra al de la Latina, condición que viene a ser para esa vía como la esencia de lo castizo. En ella y en sus alrededores, encontró mi señor y maestro, don Ramón de la Cruz, los héroes de sus sainetes inmortales: el Pizpierno, Mediodiente, la Pintosilla... En ella y en sus cercanías, el glorioso don Francisco de Goya y Lucientes halló los bravos modelos de sus cuadros imponderables y magníficos... Pues bien; esa calle, tengo el honor inmerecido de que lleve hoy mi modesto nombre, porque yo también., aunque torpemente, estudié en ella o en sus aledades los temas vivos de mis humildes obras teatrales. En uno de los cabos de esa calle, en la pared de una casa sencilla, hay una placa mural que dice a las gentes mi nombre, algo de mi fisonomía y que dice, sobre todo, que ella está costeada por suscripción pública que se verificó a un tiempo en Madrid y en Alicante. El día que tuve el honor de que el alcalde-presidente del Ayuntamiento madrileño, en nombre del pueblo, descubriera esa placa, al mismo tiempo que en Madrid, os di a vosotros las gracias, que os transmitiría el representante alicantino, mi querido amigo el señor Pérez Bueno. Pero hoy, que me hallo aquí, quiero dároslas personalmente, diciendo que lo que más me honra y enaltece de aquella calle es ver unidos, sobre mi nombre, los de Madrid y Alicante, como si Dios, para gloria mía, hubiese querido escribir juntos el nombre de mi ciudad natal y el de mi tierra adoptiva. Y nada más, señores. Prometí no molestar mucho, y un alicantino no falta a sus promesas. Y luego de saludar respetuosamente al señor Presidente de la República, después de rendir mi gratitud a cuantos honran hoy con su visita nuestra tierra y, entre ellos, especialmente, a mi compañero ilustre, el señor Serrano Anguita, ofrezco mi admiración a mis bellas paisanas, abrazo a todos los alicantinos y me vuelvo a Madrid a proseguir mi lucha, pero recordando, antes, ese cantar del pueblo, tan conocido, que dice:
Y no me voy, porque yo recuerdo ahora y recordaré siempre que, desde este mismo sitio, os prometí, el día que tuve la honra de ser nombrado Hijo Predilecto de la ciudad, que, en cuantas ocasiones tuviera, repetiría, con el pensamiento puesto en Alicante y con los labios ungidos de emoción:
¡Y a mucha honra!224 |
Aquel mismo año de 1932 -mes de julio- los ilustres nombres de Carlos Arniches y Serafín y Joaquín Álvarez Quintero fueron propuestos para su ingreso en la Orden de la República, «premiando esta eminencia intelectual de quienes han sabido elevar el nivel de la literatura teatral española hasta tan alto prestigio»225.
No nos consta que la distinción les fuera concedida; en cambio, sí se otorgó al alicantino -noviembre de 1935- una de las cinco primeras Medallas de la Villa de Madrid. Las otras cuatro honran los nombres de don Juan de La Cierva Codorníu, don Pablo Casals, don Manuel Saborido y don Valeriano León.
Volviendo a la tierra nativa, reseñemos que el 21 de junio de 1934 se colocó, entre los balcones del primer piso de la casa número 40 de la calle de Sagasta -hoy, San Francisco-, una lápida de mármol con esta inscripción: «En esta casa nació el ilustre comediógrafo Carlos Arniches Barrera, el día 11 de octubre de 1866»226. Injustificadamente, esta lápida fue arrancada en febrero de 1935 y repuesta enseguida.
Digamos también que el 1 de abril de este año 1935, Carlos Arniches fue intervenido quirúrgicamente en la próstata por el doctor don Alfonso de la Peña. La operación fue realizada en el sanatorio de Santa Alicia, de Madrid.
Finalmente y como un testimonio más del amor alicantino que abrasaba el alma del gran comediógrafo, traigamos unas elocuentes palabras escritas en 1936:
«Dice un proverbio italiano: "Vedere Nápoli e poi morire". Yo, parafraseándolo, quiero decir: "Ver Alicante y después vivir". Vivir para gozar infinitamente de la gloria de su cielo, del templado aliento de su clima sin par, de la esplendorosa luz de su mar azul. Id a Alicante, recorred su provincia entera, cruzad sus montes, visitad su costa, extasiaros en su huerta... y, cuando os alejéis de él, sentiréis la nostalgia de una tierra de promisión, hundida en vuestro recuerdo, como un sueño venturoso, perdido para el recreo de vuestros ojos y la paz de vuestro espíritu. Hijo de Alicante, proscrito de él por el destino, en mis luchas por la vida, la esperanza de volverlo a ver es la única ilusión que consuela mis anhelos y templa mis ansias. Id a Alicante, id... Es una tierra madre, llena de amor para los que la amen y que paga con su hermosura el amor que se la tiene»227. |