Oye atento.
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Ya sabes tú la amistad |
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que tenemos tan antigua |
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don Enrique de Ribera |
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y yo. Los dos en las Indias |
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tan estrecha la tuvimos, |
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que igualó la nuestra
mismo, |
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con don Gómez de
Cabrera, |
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que con la hacienda más
rica |
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que hubo en Méjico en su
tiempo, |
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a dar buen fin a su vida, |
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de su noble esposa viudo, |
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volvió a Madrid con dos
hijas. |
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Viendo que ya de su edad |
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pisaba la postrer
línea, |
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quiso poner en estado |
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dos prendas de amor tan
dignas. |
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Acordóle de nosotros |
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la amistad y la noticia |
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de nuestra ilustre nobleza, |
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y que los dos en las Indias |
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las pedimos por esposas; |
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con que escribiendo a Sevilla, |
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nuestra patria, nos propuse |
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el empleo de sus hijas. |
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Ofrecióle a mi ventura |
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la mayor, que es Margarita; |
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tan bella, que deste modo, |
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no por nombre se apellida, |
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sino por definición |
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de su beldad peregrina. |
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Y a don Enrique a Isabel; |
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menor, no sé si te diga |
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en la edad y en la belleza, |
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siendo estotra tan divina; |
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que yo, como enamorado, |
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te podré alabar la
mía, |
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más no condenar la
otra. |
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Ni sabré, aunque se
permita; |
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porque yo tengo en mis ojos |
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una observancia prolija: |
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Que a la mujer del amigo |
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debe siempre el que la mira, |
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cerrar en sus atenciones |
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las puertas en que peligra, |
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y verla sin elección, |
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sin desdén y sin
caricia. |
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De suerte al conocerla |
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sencillamente la vista, |
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el respeto solo abra |
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la puerta de la noticia. |
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Enviónos los retratos |
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de las dos, y repetida |
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por nosotros la fineza, |
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otros dos nuestros
envía |
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nuestro recíproco amor; |
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y en ellas hizo la misma |
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impresión que en nuestros
ojos |
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del pincel la valentía. |
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Raro efecto del primor, |
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a quien la ausencia acredita, |
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o porque al que no se ve |
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con más fuerza se
imagina, |
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o porque le da al retrato |
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viveza la ausencia misma; |
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pues lo vivo de lo lejos |
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hace las sombras más
vivas |
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murió a este tiempo don
Gómez, |
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y su muerte hizo precisa, |
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sin aguardar prevenciones, |
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nuestra dichosa partida. |
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A Madrid los dos vinimos |
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a ver la distancia que iba |
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de lo vivo a lo pintado, |
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pues por la justa
alegría |
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con su retrato tuvieron |
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nuestras acciones más
vida; |
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y al ver los originales |
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trocó efecto la
noticia, |
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siendo los dos retratados; |
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pues su beldad peregrina |
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nos dejó como pintados, |
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suspensa el alma en la vista. |
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¿Quién creerá
que habiendo hallado |
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con tanto aumento la dicha, |
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sin haber mudanza en ellas |
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ni entre nosotros envidia, |
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sin celos, sin competencias, |
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en este caso que miras |
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pueda caber desconcierto. |
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Que sin remedio desquicia |
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todas nuestras esperanzas |
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y de un golpe las derriba? |
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Pues porque lo admires
más |
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y ponderes la malicia |
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tan sutil de alguna estrella, |
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de nuestro bien enemiga, |
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en tan dichoso suceso |
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cabe tan grande desdicha, |
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que es nuestro amor imposible. |
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Y aqueste imposible estriba |
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en que el amor de los cuatro |
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haya crecido a porfía; |
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y eso hace mayor el
daño. |
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Mira si hallarás salida |
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para pensar que entre amantes |
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sea con razón no
indigna |
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el tenerse más amor |
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lo que más los
desobliga. |
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La causa es que don Enrique |
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y yo queriendo en Sevilla |
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enviar nuestros retratos, |
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nos conferimos el día |
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de escribir para este efecto, |
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y sobre una mesa misma |
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los pliegos hicimos juntos. |
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Procedió a esto la
porfía |
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de cual iba más bien
hecho, |
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que ocasionó en nuestra
vista |
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confundirse las especies; |
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pues de su mano a la
mía |
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repitió el suyo y el
mío |
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varias veces la noticia, |
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de tal suerte, que al
cerrarlos, |
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con la aprensión
confundida, |
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el uno tomó el del
otro: |
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con lo cual yo a Margarita |
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envié el de don
Enrique; |
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y él, con la ignorancia
misma, |
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remitió el mío a
Isabel. |
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Y llegados a su vista, |
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el fin con que cada una |
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miraba el suyo, hizo digna |
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la inclinación en
entrambas; |
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y aquesta. con la
porfía |
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de preferir cada una |
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el suyo, por darse envidia |
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de decente inclinación, |
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pasó a ser voluntad
fija. |
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En nosotros sus retratos |
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hicieron la misma herida; |
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mas vinieron acertados |
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para ser más la
desdicha. |
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Que si ellas también lo
erraran, |
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nuestro error lo
enmendaría. |
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Mas un infeliz destino |
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para el daño tanto
aplica |
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el yerro como el acierto; |
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pues por lograr su malicia, |
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yerra todo lo que importa, |
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y si acierta, es lo que
implica. |
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Al saber ellas el yerro, |
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dio su rostro señas
vivas |
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de la guerra que en su pecho |
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introdujo la noticia; |
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y después de no admitir |
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disculpas mal prevenidas |
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que dio nuestra
turbación, |
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las dos con una voz misma |
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dijeron que ya en su pecho |
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lugar de esposos tenían |
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los dueños de los
retratos. |
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Mira tú cual
quedaría |
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yo, que solo de la copia |
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ya rendido a su amor iba, |
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y hallé más en su
hermosura; |
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cuando a la primer visita |
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me recibió como ajena |
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la que iba a ver como
mía. |
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Sólo en lo que hallé
consuelo |
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fue en ver que mi pena misma |
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era la de don Enrique, |
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pues como a mi Margarita, |
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a él le dio muerte
Isabel. |
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Y aunque la que al uno
esquiva. |
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Se mostró amante del
otro, |
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por nuestro amor no
tenían |
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entrada en las dos los celos; |
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mas si una mujer se irrita. |
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¡Qué dolor le falta a
un pecho, |
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donde un desdén
martiriza? |
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Ni ruegos ni persuasiones, |
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conveniencias ni
porfías |
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fueron bastantes con ellas |
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a mudar la aprehensión
fija |
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que en los retratos hicieron; |
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con que nuestra llama activa. |
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A vista de su esquivez, |
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era mayor cada día. |
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El deseo, que en nosotros |
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a mas por instantes iba, |
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obligó, viendo este
empeño, |
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a nuestra ciega codicia |
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a moverlas por el medio |
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de amantes galanterías, |
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creyendo que a su dureza |
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la ablandase la caricia; |
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pero erramos el remedio, |
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y se hizo mortal la herida; |
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porque como el festejar |
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cada uno la que quería |
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era acercarse a la ingrata |
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y alejarse de la fina, |
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y nuestra naturaleza, |
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por sentencia de sí
misma, |
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dejando lo que te dan, |
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se va tras lo que le quitan; |
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cada paso deste intento |
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hizo su llama más viva, |
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porque el ruego de la una |
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para la otra era envidia. |
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Lo que a una hiela el amor, |
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los celos a otra
encendían: |
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Con que, errando con
entrambas, |
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hicieron nuestras caricias |
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en dos contrarios afectos |
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con una fineza misma |
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lo que quien en un incendio |
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agua a sus llamas aplica; |
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que donde es poca le apaga |
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y donde es mucha le aviva. |
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Llegó al extremo en las
dos |
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la contrariedad distinta. |
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A toda incendio la amante, |
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a toda hielo la esquiva. |
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Reconociendo este riesgo, |
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tratamos los dos aprisa |
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de que enmendase el retiro |
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lo que erraba la caricia. |
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Mas ya este remedio es vano, |
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y solo sirve a la vida |
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de morir con más dolor, |
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porque ya nuestra
porfía |
|
hizo irremediable el mal. |
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Y es cuando dél se
retira, |
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como el que hidrópico
bebe; |
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que creyendo que se alivia, |
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va aumentando su peligro |
|
hasta que el daño le
avisa, |
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y viendo el riesgo a los ojos, |
|
de aquel alivio se priva |
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por el temor de la muerte, |
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cuando ya en la
hidropesía |
|
confirmada no hay remedio; |
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pues con sentencia precisa |
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muere de lo que ha bebido, |
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añadiendo a la malicia |
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de su mal aquel dolor |
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del alivio que le quita; |
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pues solo sirve al remedio |
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de no morir más aprisa. |
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En este estado, Motril, |
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hallas la esperanza
mía; |
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mira si a mayor tormento |
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pudo llegar mi desdicha, |
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pues veo a mi dama amante |
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de mi amigo, y dél
querida |
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la que a mí me
favorece. |
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Mi queja es la suya mismo, |
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nuestro amor muere a sus ojos, |
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padece si se retira, |
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el remedio te empeora, |
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el excusarle no alivia, |
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el que asiste ofende al otro, |
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el que no asiste, a su vista; |
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y finalmente, aunque quiera |
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atropellar nuestra vida |
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por el riesgo, y a sus ojos |
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morir con galantería, |
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el uno el otro se estorba |
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porque su dama se irrita: |
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con que es delito el que muera |
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el que es fuerza que no viva. |
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