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Relación geográfica e histórica de la provincia de Misiones

Diego de Alvear



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ArribaAbajo Noticias biográficas del brigadier don Diego de Alvear

El General de la Real Armada de Su Majestad Católica, don Diego de Alvear y Ponce de León, nació en el año de 1749 en Montilla, ciudad célebre en Andalucía, por haber sido la cuna del Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba. Descendiente de una antigua, opulenta y noble familia de España, fue educado en el Real Colegio de Guardias Marinas del departamento de Cádiz, en donde no se admitía sino a jóvenes que pertenecían a la nobleza. Concluidos sus estudios, en los cuales descolló por su singular aplicación y adelantos, emprendió la carrera marítima, y logró ser uno de los oficiales que, en unión con el célebre don José Masarredo, se embarcaron en la fragata mandada por el general don Juan de Lángara, con destino a recorrer los mares de la India y de China. De regreso a España, siendo ya teniente de navío, tomó parte en la expedición de don Pedro de Ceballos, que salió de Cádiz en noviembre de 1776, para apoderarse de la isla de Santa Catalina, donde enarbolaron la bandera española el 20 de febrero de 1777.

Por el tratado de límites, celebrado el 11 de octubre de aquel mismo año, las Cortes de Madrid y Lisboa convinieron en nombrar comisarios para el deslinde de sus vastos dominios en América, y don Diego de Alvear fue designado para el importante puesto de primer comisario y jefe astrónomo de la segunda división.

Mientras se hacían los aprestos de esta importante expedición, y se aguardaban los demás comisarios que debían llegar de la Península, que lo eran el brigadier don José Varela y Ulloa y don Félix de Azara, el   —II→   virrey don Juan José de Vertiz ordenó a don Diego de Alvear que permaneciese con su buque en el Río Janeiro, para estar a la mira de las noticias que circulaban sobre una escuadra que, según aviso del Ministerio, debía salir de los puertos de Inglaterra para obrar en el Río de la Plata. Desvanecidos estos temores, y hechos todos los preparativos de la expedición, las dos divisiones salieron juntas de esta ciudad el 25 de diciembre de 1783, la primera al mando de Varela, y de Alvear la segunda, dirigiéndose al Chuy, punto fronterizo de ambos dominios y de reunión para los comisarios españoles y portugueses.

Desde este paraje empezaron los trabajos de demarcación, que se extendieron hasta los puntos culminantes de la costa del Océano, reconociendo los terrenos, ríos y arroyos comprendidos entre el Atlántico y la margen oriental de la gran laguna Merin. Estas operaciones geodésicas, que sirvieron de base a la construcción de un mapa, fueron llevadas hasta el Río Grande de San Pedro, donde se embarcaron los comisarios en la Laguna de los Patos para descender a la de Merin, reconociendo y determinando con una prolija investigación el curso de sus infinitos tributarios; a saber, el Cebollati, el San Luis, el Alférez, Aleygua, los Olimares, Justiyan, Piraraja, Víboras, Otaso, Yerbal, Parado, etc.; y más al septentrión, el Tacuarí, Yaguarón, Juncal, Arrepentidos, el Grande o de San Lorenzo, Chasquero, Palmasola, el Piratiní y Santa María con los demás arroyos que desaguan en estos dos últimos; prosiguiendo los reconocimientos por el oeste hasta la margen oriental del río Uruguay, y por el norte hasta Santa Tecla.

En este fuerte, cumpliendo con las instrucciones de la Corte, se separó la segunda división española al mando de Alvear, y atravesó el río Caciquey con los demás brazos del Ibicuí, para llegar a los pueblos de Misiones de la Banda Oriental del Uruguay, donde, en unión con la segunda división portuguesa, pasó al otro lado de este río, con dirección a las doctrinas orientales del Paraná, estableciendo sus campamentos en Candelaria, capital de los treinta pueblos de Misiones.

El reconocimiento del Paraná hasta el Gran Salto, y el del río Iguazú hasta la barra del San Antonio, fueron los primeros objetos de   —III→   sus indagaciones; las que debían ligar estas operaciones con las que practicaría el comisario don José Varela encargado de reconocer, hasta sus primeras vertientes, el curso del Pepirí-guazú y el del río San Antonio, puntos directores de la línea, según el artículo VIII del referido tratado. Pero los Señores Virreyes dispusieron que este reconocimiento lo practicara don Diego de Alvear, obligándole a volver a cruzar el Uruguay, y a subir, aguas arriba, hasta la boca del Pepirí-guazú, para explorarlo en canoas hasta donde pudiese navegarlo, y donde no, a pie por su costa.

Esta operación, ejecutada en inmensos desiertos, y en los bosques impenetrables de un país desconocido, ocasionó mucha pérdida de gente; así por la ferocidad de los indios salvajes que habitaban aquellas tupidas montañas, como por la rapidez de las corrientes en los trechos navegables, teniendo además que luchar contra el hambre y las escaseces que les hostigaron en todo el curso de estos laboriosos reconocimientos.

En 1788, estando los comisarios de ambas naciones en el campamento general, situado en las márgenes del río Iguazú, o Grande de Curilibá, fueron encargados el coronel de ingenieros don José María de Cabrer, segundo jefe y geógrafo de la segunda división, y el coronel de artillería don Joaquín Feliz de Fonseca -el primero por don Diego de Alvear, y el segundo por el comisario portugués- del reconocimiento de la catarata del Paraná, una de las obras más portentosas de la naturaleza en este hemisferio; y tuvieron la satisfacción estos señores de estar a las diez de la mañana, del día 7 de agosto del dicho año, sobre la cresta de este gran salto, situado en los 24º 4' 58'' de latitud austral, observada en el mismo lugar. De vuelta al campamento, fueron recibidos con los mayores aplausos, por haber sido los primeros, y hasta ahora los únicos, que lograron penetrar hasta aquel punto, cuya empresa se tenía por imposible.

El general Alvear no desistió de sus trabajos hasta fines del año 1801, en cuya época vino a esta ciudad, donde se embarcó en 1804, de Mayor General, en una de las cuatro fragatas de guerra al mando del general Bustamante. Atacados el día 4 de octubre del mismo año, por una escuadra inglesa, sobre el Cabo de Santa María, sin declaración   —IV→   previa de guerra, tuvo lugar el funesto suceso de volar durante el combate la fragata Mercedes, en la cual pereció, con ocho hijos, doña Josefa Balbastro, natural de Buenos Aires, y esposa de don Diego de Alvear, de cuyo desastre sólo escapó uno, niño entonces, y que ha sido después el General argentino que tomó a Montevideo y triunfó en Ituzaingo.

Esta desgracia fue sobrellevada por don Diego de Alvear con inimitable constancia, y tan viva fue la sensación que produjo en Inglaterra que, interesadas a su favor las primeras notabilidades del reino, determinó a Su Majestad Jorge III, y a su primer ministro Pitt, a dispensarle la gracia, sin ejemplo hasta entonces, de devolverle sus considerables caudales apresados a bordo de las fragatas, con la singularidad de abonársele también, por cuenta del erario, los que se hundieron en la mar con la fragata Mercedes, sin exigir más formalidad que la simple declaración de su importe por parte del interesado. Para que nada se echase menos en la generosa comportación de aquel monarca, se dejó al general Alvear en plena libertad de pasar con su hijo a España, donde fue recibido con las demostraciones de aprecio debidas a sus distinguidos talentos, largos servicios y singulares infortunios. Colocado en el importante destino de Comandante General de las Brigadas de Artillería de Marina del departamento de Cádiz, fue condecorado poco después con la Gran Cruz de la distinguida Orden de San Hermenegildo.

Se hallaba de Gobernador en la Isla de León, cuando los ejércitos franceses fueron a estrellarse contra ese baluarte inexpugnable de la nación española. La actividad, la inteligencia y el valor que desplegó en un sitio que ha quedado memorable en los fastos militares de Europa, le hicieron expectable en aquella terrible lucha, en que fueron tantos los héroes y tan heroicas las hazañas. Comprendido en el número de los campeones de la independencia nacional, terminó su honrosa carrera en Madrid el 15 de enero de 1839, dejando cuatro hijos de su segundo matrimonio, contraído con una señorita inglesa en su viaje a Inglaterra.

Este benemérito oficial, cuyos servicios acabamos de bosquejar en tan pocos renglones, ha dejado varias obras que acreditan sus muchos trabajos en estas provincias, y cuya preciosa colección se compone de dos   —V→   tomos de la historia de la demarcación, con los derroteros, descripciones, competencias y disputas sostenidas con los comisarios portugueses, y un apéndice de los partes dados a la Corte y de las resoluciones que motivaron; otro de observaciones astronómicas practicadas en los mismos lugares; un tercero destinado a la historia natural de estos países, en sus tres reinos, animal, vegetal y mineral; y el último a la descripción histórica y geográfica de las Misiones, que es la que publicamos, sin mencionar muchas otras memorias sobre asuntos literarios y científicos.

Al recordar los méritos contraídos por el general don Diego de Alvear en una misión importante, por la que tuvo que recorrer inmensos desiertos, penetrar en sitios desconocidos, sobrellevar fatigas, privaciones y peligros de todo género; tener que transitar a pie por entre bosques, donde le era preciso abrirse la senda con la hacha; construir canoas y balsas para la navegación de tantos y tan caudalosos ríos, abandonándolas después por la imposibilidad de llevarlas, y volviéndolas a construir para transitar otros; haciendo no pocas veces a un lado los trabajos científicos para repeler con las armas los asaltos de enjambres de salvajes que le disputaban el paso; al reflexionar todo este complejo de circunstancias, no se puede menos de tributar un homenaje de admiración al que reprodujo en nuestros días los ejemplos de aquella varonil y extraordinaria constancia que tanto distinguió a los españoles en el Nuevo Mundo en la época de su primer descubrimiento.

Buenos Aires, 20 de agosto de 1836.

Pedro de Angelis.



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ArribaAbajoRelación geográfica e histórica


ArribaAbajoCapítulo I


ArribaAbajoGeografía del país

La provincia del Paraguay se extendía en tiempos antiguos al gran territorio que corta oriente el célebre río que le da el nombre, con su dilatado curso, desde su nacimiento en el paralelo de los 13º de latitud meridional, hasta la boca del Río de la Plata, en el del 35. Abrazaba también a occidente y sur muchas de las provincias interiores confinantes al Perú: el gran Chaco, Tucumán, Buenos Aires con toda la costa patagónica hacían parte de su distrito; y toda esta amplia comarca era gobernada por una sola cabeza en lo civil, y otra en lo espiritual.

El tiempo que muda los imperios, y nuestros católicos monarcas para dar a su gobierno mayor impulso y actividad, ciñeron en lo sucesivo tan vasta amplitud a menor recinto. Nuño de Chaves fue el primero que desmembró al poniente considerable porción de tierra fundando a Santa Cruz de la Sierra, que logró hacer independiente hacia los años de 1560. En 1620 se separó toda la gobernación del Río de la Plata, que da principio en la ciudad de Corrientes sobre la confluencia de los ríos Paraná y el Paraguay, y se extendía por toda su ribera septentrional hasta la isla de la Cananea en la costa del Brasil. La majestad de Felipe III, por sus cédulas de 1625 y 26, agregó a ésta todas las misiones que doctrinaban los jesuitas en el mismo Paraná y Paraguay; las que padecieron posteriormente varias alteraciones, quedando al fin divididas según los obispados e intendencias, con arreglo a la nueva ordenanza de 1783, por la cual   —4→   los pueblos del Paraná pertenecen al Paraguay, y los del Uruguay a Buenos Aires.

Los portugueses del Brasil, y particularmente los vecinos de la ciudad de San Pablo, con sus escandalosas usurpaciones, que en obsequio de la paz y buena armonía otorgó después en varios tratados la generosa piedad de nuestros reyes, defraudaron también al septentrión de dicha provincia del Paraguay las ricas y grandes capitanías de Cuyabá y Matogroso, y al oriente la celebérrima provincia de Guayra, y todas las tierras Mbiazá, conocidas por los Campos de Vera, estrechando por último sus límites hasta la línea divisoria que se ha de formar, de suerte que está hoy día reducida la jurisdicción del Paraguay a los Llanos de Manso, entre los ríos Bermejo y Pilcomayo, que le entran de occidente; el gran Chaco, entre éste y el Paraguay, y a los terrenos que encierra éste con el Paraná por el levante, terminando sus confines, por la parte del aquilón, la serranía de Maracayú, y por la del austro, los esteros o bañados de Ñembucú, poco antes de la citada confluencia de los dos grandes ríos, que es lo que con propiedad se llama Provincia del Paraguay.

No debiéndonos embarazar con lo perteneciente a los otros oficiales compañeros, encargados de los demás partidos de demarcación, que se da la mano con la nuestra, limitaremos nuestro resumen a los 30 pueblos de Misiones que se hallan sobre los ríos Paraná y Uruguay, y terrenos de su pertenencia, a que está ceñido nuestro destino; y como hayamos dado anteriormente su descripción corográfica, expresaremos los límites de dichas Misiones con todas las demás noticias que digan con ellas relación y que basten a llenar la idea que nos hemos propuesto.

En el orden que se nombraron cuando descubrimos el Paraná y Uruguay, se hallan colocados los pueblos sobre las márgenes de estos dos ríos, entre los paralelos de 26º y 29º de latitud austral, y entre los meridianos de 321º y 323º de longitud, contados desde la punta occidental de la Isla de Fierro. La tabla que se agrega a esta relación manifiesta con individualidad las situaciones de todos ellos, y su respectiva división en obispados y departamentos, con las distancias recíprocas de unos a otros en leguas antiguas de 5.000 varas castellanas, como las gradúan en el país, y con atención a la desigualdad de los caminos. Las dos primeras columnas incluyen sus longitudes y latitudes, conforme a nuestras observaciones, practicadas en varios de los pueblos; y la latitud de los otros es observada por don Félix de Azara en su viaje a esta provincia el año de 1784, el cual levantó una carta reducida   —5→   de toda ella, con mucha prolijidad y exactitud. Puede cotejarse el plano formado con arreglo a dichos elementos con el de la antigua demarcación, hecho por el brigadier don José Custodio, que lo hemos hallado bastante regular, y con los trabajos de nuestras partidas.

El padre Buenaventura Suárez, célebre astrónomo de la Compañía de Jesús, que floreció hacia los principios del siglo XVIII, observó más de trece años en el pueblo de los santos mártires San Cosme y San Damián, cuando se hallaba situado una legua al este de la Candelaria; y después de haber comunicado a sus amigos sus observaciones y lunarios anuales por el espacio de treinta y tres años, compuso otro más dilatado, que comprende desde 1740 a 1841 inclusive, dando al fin de él reglas fáciles para poderlo continuar por más largo tiempo; cuyo lunario, y una tabla que trae inserta de latitudes y diferencia de longitudes entre el meridiano de dicho pueblo de San Cosme y algunos lugares de Europa y de América, se imprimieron en Lisboa el año de 1748.

Para la práctica de todas estas observaciones construyó el mismo padre por sus propias manos, como dice en la introducción del mismo lunario, los instrumentos astronómicos, que en aquel tiempo no venían de Europa a estos países tan remotos. También hizo un reloj de péndola con sus índices de minutos primeros y segundos, cuadrante para arreglarlo al tiempo verdadero, observar las alturas meridianas y verticales de los astros y reducir la altura de polo, cuyo limbo dividió en grados, de minuto en minuto; y finalmente se fabricó varios y excelentes anteojos de sólo dos vidrios convexos o lentes, y de diversas graduaciones, desde 8 hasta 23 pies. De éstos los más cortos empleaba en los eclipses de sol y luna, y los de mayor fuerza en las inmersiones y emersiones de los satélites de Júpiter, de que logró hasta 147 observaciones muy exactas en el citado pueblo, sin otras muchas no de tanta importancia. Conservó familiar y honrosa correspondencia con los astrónomos de varias cortes y pueblos principales que le comunicaban sus observaciones y recibían las suyas con toda aceptación: con mister de Lisle en Petersburgo; con el padre Nicasio Grammatici de la misma Compañía, que observó en el Colegio Imperial de Madrid y en Amberga del Palatinado; en Pekín con el padre Ignacio Koegler; y por último, con el doctor don Pedro de Peralta en Lima.

Por tal correspondencia de observaciones determinó el padre Suárez la verdadera latitud de San Cosme, de 27º 26', y la longitud de 321º 45', contados desde la isla del Fierro en Canarias.





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ArribaAbajo Capítulo II


ArribaAbajoNaciones que habitan estos países

Cuando la conquista o descubrimiento de estas provincias, poblaba las márgenes del Paraguay y Uruguay un número considerable de naciones: los Pampas, los Minuanes, los Chechehets, los Guanoas, los Chiloasas, los Yaros, los Caracarás y otras, ocupaban las dos riberas del Río de la Plata; los Boanes, los Timbús y los Charrúas llenaban las del Río Negro y Carcarañá; hacia la altura de Santa Fe, los Lules, los Tonocotes, los Abipones, los Mocobíes, los Diaguitas, los Humaguacas y Comechingones. En la provincia del Paraguay dominaba la numerosísima nación de los Guaranís y Carios, dividida en varias ramas, los Tapes, la nación de los Guayanás, los Guaycurús, los Payaguás, los Ibirayarás; en el Guayra y Paranapané existían los Tayaobas, los Cabelludos, los Camperos; y finalmente, hacia las cabeceras del Uruguay, los Tupís y Caribes.

El largo catálogo de todas ellas que refieren los autores, nos llevaría muy lejos sin utilidad. Su carácter distintivo, o era quimérico, o consistía por lo regular en puros accidentes, como cierta diferencia en el lenguaje, los más provinciales, y alguna diversidad en los modales o costumbres. Su denominación vaga venía comúnmente, o de aquél de sus primeros o más famosos caciques que los había mandado, o del paraje en que vivían, variando con frecuencia según estas circunstancias, y ésta es la verdadera causa de su rara multiplicación. Su origen, aún más incierto y desconocido, ha dado lugar a multitud de ridículas fábulas, ficciones poéticas y otras conjeturas de escritores más ingeniosos que verídicos. Muchas de estas naciones vinieron con el tiempo a extinguirse, o destruidas por los Mamelucos del Brasil, o confundiendo su denominación, reunidas a otras de que aún hay vestigios; y no pocas se retiraron perseguidas a lo interior del Chaco, y a otras regiones más remotas, donde en los errores del gentilismo conservan su primitiva libertad.

La dócil y numerosa nación de los Guaranís o Tapes, que recibió la luz de la Fe y el suave yugo de nuestros católicos monarcas, reunidas en estas misiones por la apostólica predicación de los jesuitas; sus hermanos o vecinos los Tupís o Caribes, sangrientos e implacables enemigos; los pacíficos Minuanes y los belicosos Charrúas, por decir más a nuestro intento, llamarán vuestra particular atención;   —7→   y por lo que de ellas se diga se puede venir en conocimiento de lo que serán las otras, con las que tienen mucha conexión.




ArribaAbajoOrigen de los Guaranís

La más antigua, y tal vez la más probable tradición que corría entre los indios Guaranís sobre su descendencia o linaje, refería que allá en los primitivos tiempos, cuando planta de la humana especie no había hollado las Américas, y eran sólo habitadas de tigres, leones y otras fieras, aportaron en una embarcación a Cabo Frío dos hermanos con sus familias, de la otra parte del mar Océano; internáronse por toda la costa del Brasil, que encontraron desierta; y persuadidos de ser ellos los únicos y primeros habitantes, trataron de poblar y cultivar la tierra, estableciéndose con la posible comodidad.

En estrecha unión y buena sociedad vivieron largo tiempo, subsistiendo cada uno del trabajo de sus manos y sudor de su rostro; hasta que, prodigiosamente multiplicados con las benignas influencias del clima, y no cabiendo ya en el corto recinto de aquel establecimiento, tuvo en ellos entrada la discordia, y ésta abrió camino a la división. Resentidos los hermanos Tupí y Guaraní de la disputa suscitada entre sus mujeres sobre la pertenencia de cierto papagayo muy hablador y vocinglero, cual tal vez en otro tiempo Abraham y Lot, para evitar las continuas disensiones de sus criados, ajustaron la separación de sus grandes y dilatadas familias. Tupí, que era el mayor, quedó en las tierras que ocupaba, y Guaraní con toda su parentela se transfirió hacia el Río de la Plata; y fundando cada cual su residencia en el paraje de su elección, se fijaron y extendieron por todo el resto del país, viniendo a ser de este modo los patriarcas de las dos considerables naciones que hasta el día conservan su nombre, y quizá los primeros pobladores de América.

Los Minuanes y Charrúas tienen enteramente desconocido su origen, como asimismo las demás naciones o parcialidades, las que probablemente son todas ramas de aquel grueso tronco de Guaraní, quien, como otro Jacob, parece se llevó, sin comprarla, la herencia de su primogénito, logrando con indecible prosperidad multiplicarse y llenar de sus hijos los espaciosos ámbitos de estas vastas provincias, y consiguiendo finalmente este pueblo escogido, ha más de siglo   —8→   y medio, la suerte feliz de su primera vocación al gremio de nuestra santa Iglesia; cuando los miserables Tupís yacen aún en las densas tinieblas del paganismo, como diremos después.

Sea lo que fuere de aquella tradición, aumentado el Guaraní como las arenas del mar y las estrellas del cielo, inundó a manera de un caudaloso torrente las anchurosas regiones del Perú, Chile y Quito, reconociéndose todavía, aun en los senos más ocultos de América, ya en el idioma o costumbres, ya en las facciones o genio, sobrados caracteres de tan antigua estirpe; sin otra diferencia que aquella natural modificación que trae consigo la diversa variedad de climas y temperamentos.

El color trigueño o de cobre de los Guaranís, su pelo lacio, su barba lampiña, pecho, brazos y piernas de regular disposición, su cara y cabeza grandes y chatas, la nariz abierta, los ojos rasgados y muertos, su aire todo agreste e incivil, y en general toda su fisonomía y contextura anuncian y predican esta conformidad, de que vamos hablando, con los demás individuos naturales de América. Hasta las pasiones tan apagadas del alma, la poquedad de su espíritu, la tibieza y facilidad de su amor, la frialdad de su ira, su poco rubor, la ninguna emulación por la gloria, y por último la cortedad de sus luces y materialismo de su entendimiento, que nada comprende y todo lo imita, todo indica la misma relación, la misma analogía. De suerte que podemos creer, no sin fundamento, que en este nuevo mundo, o no hay otra raza de hombres que la de Guaraní, o son todos a lo menos de una sola y única estirpe.

Monsieur de Buffon, y otros no menos célebres naturalistas, sentado este principio de la uniformidad de los americanos, pasan a dar la razón, y la encuentran en la temperatura casi igual de este continente, muy distinto en esto del antiguo, en el semejante modo de vivir de sus habitantes, en la conformidad de sus alimentos, en su crianza campestre y brutal, etc. Lo cierto es que no se puede poner en duda el poderoso influjo que tiene el clima sobre el carácter de las pasiones, de los gustos y de las costumbres. Los más antiguos médicos observaron esta influencia, y hasta las mismas leyes y clase de gobierno de cada pueblo penden en gran parte de aquella circunstancia, y tienen necesaria relación con el temperamento del país.



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ArribaAbajoSu gobierno y caciques

Así el gobierno de los Guaranís como el de otras naciones que ocupaban estas provincias, era de los más naturales y sencillos. Reunido un corto número de familias, que rara vez pasaban de 100, y llamada parcialidad, se hacía elección de un indio de mayores luces, valor y experiencia, y, condecorado con el título o dignidad de cacique, se le entregaban, de común acuerdo, las riendas del mando, y desde aquel instante le obedecían todos con respeto, y seguían sus disposiciones sin consulta. La voluntad del cacique era la suprema ley que gobernaba, y no había otro medio de eludirla que separarse de la parcialidad, pasándose a otra de su gusto, cuyo derecho parece quedaba reservado a los particulares; y no era a la verdad mal arbitrio de evitar las injusticias o violencias. Su autoridad era general y absoluta, abrazaba todos los ramos del gobierno, la policía, la justicia y la guerra, y promulgaba las leyes sobre cada una de estas causas que le dictaba la razón o le sugerían las pasiones. Era un verdadero soberano que trataba familiarmente con sus vasallos, se portaba lo mismo, vivía y dormía rodeado de ellos. Desnudo de la ambición de los Incas y de la pompa de los Montezumas, se empleaba sólo en la conservación de su pueblo, sin exigir otra regalía que el cultivo de su chacra, la guarda de su ganado y alguna preferencia en la caza o pesca, sin más distinciones, siendo el feudo principal de su soberanía la ciega y pronta obediencia.

Establecido el cacicazgo en una familia, se hacía hereditario de padres a hijos por la ley de los primogénitos; y en virtud de esta ejecutoria, gozaba la parentela de las exenciones y fueros de nobleza, que entre ellos se reducían, como acabamos de decir, a cierta distinción o alivio en los trabajos y labranzas. Muchas veces no correspondía el desempeño del cacique a la confianza que de él se había hecho, y disminuía consiguientemente su séquito y poder con la frecuente deserción de sus aliados. Otros por el contrario, granjeándose la estimación de su parcialidad con moderada y sabia conducta, crecía su fama entre los otros, y aumentaba el número de sus vasallos. Algunos indios más sagaces y astutos supieron a veces conciliar la autoridad del mando y la dignidad del cacique, ya con su natural o artificiosa elocuencia en el idioma, ya con sus magias, prestigios y hechicerías, o ya finalmente con la seguridad de sus proezas militares y sutileza de sus ardides en la guerra.

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Como los derechos, natural y de gentes, tengan su principio en la razón, tenían lugar aun entre los bárbaros. Las parcialidades se confederaban entre sí, y celebraban convenciones y tratados para su nueva defensa y garantía en los calamitosos tiempos de la guerra, que entre ellos era frecuente y cruel. Los aliados se reunían entonces en cuerpo de ejército, poniendo a la cabeza aquel cacique más esforzado, y cuyo talento militar estaba conocido. La superioridad de este cacique, y aun la de su tribu, era reconocida y respetada hasta en tiempo de paz; y sus disposiciones se anunciaban por cierto número de fuegos o humos, concertando de antemano una especie de plan de señales, de que se valían para avisarse de las alarmas u otra novedad intempestiva de la campaña.

No sabían los Guaranís, ni las otras naciones, vivir en paz; su más continuo y agradable ejercicio era la guerra, que tomaban por vía de entretenimiento y diversión, y aun consideraban como profesión esencial a la constitución del hombre -más extraño y cruel en esta parte consigo mismo que las fieras del bosque, que unidas y ligadas entre sí cuidan siempre de la conservación de su especie. El corto botín que se prometían en los despojos del enemigo, los prisioneros esclavos, la honra y lustre de su valor, eran las únicas causas que decidían el rompimiento, cuya última determinación se acordaba regularmente en un célebre congreso de los principales de la parcialidad, que se juntaba en alguna de sus tolderías, y autorizaban las chichas, las alojas y otros brebajes del mismo tenor.

Resuelta la guerra tumultuosamente con el ardor de la embriaguez, antes de disolver tan noble asamblea se procedía al nombramiento del jefe que dirigiera con acierto la facción, asegurando una exacta, feliz y completa victoria que eternizase las glorias de la nación. Para esto cada uno tejía prolija narración de sus hazañas y hechos militares, y como, amantes de su propia excelencia, aspirasen todos al honor del mando, no habiendo juez que pudiese discernir el verdadero mérito, solía ser éste un acto muy reñido, y paraba muchas veces en trágica y lastimosa escena. Mas, si reunido el número de votos se verificaba el nombramiento, todos se callaban, y obedecían, sin nueva disputa, las órdenes de su caudillo electo de las armas.

Las únicas de que usaban eran las comunes en toda la América: arcos, flechas, lanzas, macanas, el tambetá o quijada de palometa, que es muy fuerte y cortante, y aun de las bolas o libes, que manejaban con singular ligereza. Reducida la guerra a esta especie   —11→   de arma blanca, venía a ser necesariamente muy sangrienta; y como en sus combates se presentaban cuerpo a cuerpo, mezclándose los unos y los otros con extraña confusión y vocería, sin guardar orden ni disciplina, y la cortedad de sus luces no alcanzaba a valerse de ardides y estratagemas, era notable el destrozo de las dos partes, quedando las más veces indecisa la victoria, si la superioridad del número o un golpe raro de fortuna no la declaraba, en cuyo caso se llevaba el exterminio hasta los últimos extremos del rigor.

Desnudo el vencedor de todo afecto humano de hospitalidad, no daba cuartel a los prisioneros. A todos se cortaba comúnmente la cabeza, que erigían sobre las puntas de las lanzas o picas, reservándose sólo unos pocos de los más distinguidos para sacarlos después como los antiguos romanos en un glorioso triunfo al sacrificio. Éste era uno de los festines de mayor alegría para estas naciones antropófagas, uno de los banquetes más espléndidos para estos indios caribes, y una compasiva y vergonzosa escena, de las más denigrativas para todo el género humano.

Vivía esta pobre gente en lastimoso capricho de que la carne del hombre era una de las más deliciosas viandas al paladar, que daba nuevas fuerzas al cuerpo e infundía vigorosos alientos al espíritu. Seducidos de tan diabólica sugestión, conservaban un cierto número de prisioneros más jóvenes y adecuados para esta gentil idea; tratábanlos por algunos días con toda blandura y delicadeza, les franqueaban sus más gustosos manjares y frutos, les destinaban cazadores que les surtiesen de aves y toda laya de caza, les permitían toda diversión y placer, ocultándoles siempre su destino, y hasta les dedicaban, para su mayor comodidad y servicio, hermosas doncellas que les procurasen agradar con todo género de liviandad y regalo.

Cebados, pues, estos infelices por el estilo de los cerdos de San Andrés, engordaban con el buen tratamiento de aquella vida regalona y poco usada entre ellos, y venían finalmente a tener el mismo paradero. En una junta de toda la nación, y en día determinado, se presentaban aquellas víctimas destinadas al sacrificio, y entre bélicos instrumentos, tambores, pitos y cornetas, con algazara, gritos y alborotos, se les quitaba la vida inhumanamente, y divididos los cuerpos en trozos muy pequeños para que pudiesen todos participar, los guisaban o cocinaban en porción de agua, y se los repartían económicamente como pan bendito, dando hasta a los niños de pechos que no sabían mascar algunos sorbos de aquel caldo, persuadidos a que les producían los mismos efectos de valor y brío que a los grandes.   —12→   ¡Tan crasa es la ignorancia del hombre gobernado por sí mismo y entregado a sus propias pasiones! Por el número de estos convites se contaba el de las victorias, y cada cual urdía la relación de sus méritos y servicios por las festividades de esta especie en que se había hallado. Si alguno conservaba su primitivo nombre de nacimiento, lo solía mudar en esta ocasión, tomando otro de famosos o de héroes, y todos anhelaban o clamaban por hacerse de algún diente o hueso de las víctimas, que guardaban supersticiosamente con sagrada religión, creyendo invulnerables, cual otro Aquiles, a sus enemigos.




ArribaAbajoSu vida y costumbres

El modo de vivir de los Guaranís y sus costumbres gentílicas no eran menos irracionales que sus guerras y celebridad de sus victorias. Andaban comúnmente errantes de un pago a otro, por las orillas de los ríos y arroyos, por las sierras y montes, mudando sus tolderías (que no eran otra cosa que unos pequeños ranchos movibles o chozas, compuestas de ramas de árboles enteras, de paja o juncos, o tal vez de pieles de animales) luego que escaseaba en aquel paraje la pesca, caza, frutas y miel silvestre, que era todo su alimento.

Su vestido ordinario era el que les dio la naturaleza, o se cubrían cuando más con un cuero en forma de manta, llamado toropí, que pendía de los hombros a las rodillas. Otros por toda decencia usaban de un tejido claro de hojas de palma, particularmente las mujeres, que eran algún tanto recatadas. En sus mayores solemnidades, en tiempo de guerra, era muy común ceñir la cintura y coronar la cabeza de vistosas plumas de avestruces y garzas, y embijarse los cuerpos y rostros con variedad de horribles pinturas, imitando ya la fealdad de las culebras y serpientes, ya lo espantable de las fieras y monstruos, con que creían hacerse temibles.

Los Payaguás, nación de linda talla y color claro, que habitan en los contornos de la Asumpción del Paraguay, son aún en el día de hoy muy ingeniosos en estas invenciones: se dejan ver aun por las calles y plazas de la ciudad con sus cuerpos pintados, remedando con tal primor el traje de los españoles, chupas, calzones, medias, zapatos, etc., que parece van vestidos. Los collares de conchuela menuda, de huesos o dientes de pescado, las gargantillas de piedrecitas redondas y brillantes de cristales de roca de varios colores, las sartas de cuentas o semillas duras de las plantas, y otros   —13→   adornos de este tenor, eran muy estimables entre los Guaranís y entre las demás naciones, muy semejantes en todo, como se ha dicho. En todas ellas era permitida la poligamia, y cada uno, especialmente los magnates, tenían las mujeres que podían mantener; aunque no dejaba de ser cucaña el tener muchas para aumentar el número de los criados, siendo ellas las únicas que se ocupaban en los trabajos de la labranza y ejercicios domésticos, y el hombre se reservaba para la guerra y caza. Cualquier leve motivo de desavenencia bastaba para mudar de bisiesto, y a veces por un mero capricho, o de puro antojo, los maridos dejaban a sus mujeres, o éstas tomaban otros maridos. Los padres, sin apego a la sangre propia, en vez de dotar las hijas, las entregaban a sus pretendientes por una vil granjería de mandioca o maíz; mas parece que guardaban antes a que diesen visibles indicios de haber entrado ya en la pubertad. También las solían exponer a crueles pruebas, ya de largos ayunos o considerables abstinencias, ya de excesivos trabajos y otras austeridades, para calificar de ahí su naturaleza, y la esperanza que de ellas se podían prometer (Montoya, Conquista Espiritual, capítulo 1.º).

La crianza de los hijos era correspondiente a los objetos a que se dedicaban. El manejo de las armas y el ejercicio de la caza y pesca eran todo el entretenimiento de los varones desde su más tierna edad. Sobre el arco se apoyaban para dar sus primeros pasos, y desde entonces corrían los riesgos de sus flechas la osada fiera que se acercaba, o la incauta avecilla que volaba por las inmediaciones. Destinadas las niñas al servil ministerio de las tolderías, al continuo afán de sus transmigraciones, soltaban el pecho de la madre para oprimir los delicados hombros con las haces de leña para los hogares, y para transportar las esteras o cueros de las barracas. ¡No es creíble cuánto se fortalecían unos y otros con la austeridad de esta vida, las dilatadas marchas que ejecutaban, la velocidad de la carrera que adquirían y los enormes pesos que cargaban desde sus primeros años! Con razón dudan los naturalistas de las fuerzas del hombre físico.

La excelente constitución que adquirían los jóvenes con tan sana crianza se alteraba muy luego en los vicios de la vida adulta, que en estas regiones se anticipa de cuatro a seis años en lo regalar. Aún no entraban en ella, cuando se entregaban a la embriaguez, a la incontinencia, que eran sus pasiones más reinantes y destructivas, y que sólo dejaban con la muerte. Ésta era también, entre otras, la principal causa de su poca fecundidad y de su corta vida, que no solía pasar de los 50 años, ni se veía mujer que tuviese arriba de dos o tres hijos.



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ArribaAbajoSu religión y hechiceros

Todo lo que se puede decir sobre la religión de estas naciones es lo que refieren los comentarios de Alvar Núñez, el más célebre conquistador de estas provincias: que los soldados de su escolta quemaron algunos de sus ídolos monstruosos, con alguna admiración de los indios al ver la paciencia de sus dioses que se dejaban convertir en cenizas sin vengar de modo alguno tamaño desacato. Rui Díaz de Guzmán, autor de la Argentina, habla de una población cerca del lago de Xarayes, de donde trae su origen el río Paraguay, cuyos moradores adoraban un horrendo culebrón de espantosa grandeza, y procuraban aplacar su ira con el sacrificio de los prisioneros, por lo cual mantenían continua guerra con las naciones comarcanas.

Lo que parece fuera de duda es que se hallaron algunos templos de corta entidad, que eran visitados con frecuentes peregrinaciones, y los simulacros se agradaban mucho, del mismo modo que los de toda la gentilidad, del sacrificio cruento del linaje humano. Mas, por mayor fortuna, fue menor el daño en estas regiones, en que no se halló vestigio de culto de consideración, ni jamás tuvieron ídolos, lo que parece fue debido, dice el padre Antonio Ruiz de Montoya, ya citado, a la predicación del apóstol Santo Tomás, que les anunció el evangelio, como se dirá después. Los Guaranís conocieron al verdadero Dios, y en cierto modo su unidad, como se colige del nombre Tupá con que lo invocaban, y aún conservan hoy; que, según dicho padre, corresponde al vocablo hebreo Manhú, que quiere decir ¿qué es esto? La primera sílaba, tu, es admiración, y la segunda, pa, interrogación, como quien pregunta con espanto del Ser Supremo. En Tupa reconocían un conservador particular de la nación en tiempo del diluvio, de que daban noticia llamándole iporú, que significa inundación muy grande. Conocían el tiempo de las sementeras por el curso de las cabrillas, y contaban los años por los inviernos, que llamaban roy; pero sus números no pasaban de cuatro, y a lo sumo llegaban a diez, con mucha confusión. Los Calchaquís respetaban al trueno y al rayo como a un poderoso numen, de quien aguardaban el beneficio de las lluvias; y temían altamente su enojo, que explicaba con tan roncos ecos y súbitas inflamaciones de la atmósfera. Los Guaycurús, muy persuadidos de que los espíritus malignos venían conjurados en las turbonadas a destruir su nación, salían armados a recibirlas como a su mayor enemigo; y no dejaban las armas de la mano hasta que se disipaba, quedando imbuidos en la vana creencia de que a ello se debía la victoria.

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Los Mocobis consideraban en las Pléyadas a su padre y hacedor, que llamaban Gdoapidalgaty; y finalmente los eclipses del sol y luna, y demás fenómenos de esta clase, se atribuían a otro Canis mayor o gran perro, que colocaban también en las alturas, y se tragaba de una vez aquellos planetas, haciendo todos grandes demostraciones de sentimiento o alegría en sus ocultaciones o emersiones.

Otras naciones adoraban a los demás astros. Muchos no tenían culto, eran verdaderos idiotas; y de la mayor parte de ellos era sólo el oráculo de sus consultas y adivinaciones un mago o hechicero, que a fuerza de embustes, encantos y prestigios, tal vez aunque raro, ayudado realmente del demonio, había sabido granjearse la estimación de su parcialidad; en tales términos, que se le veneraba por autor del bien y del mal, como árbitro de la vida y de la muerte, con supremo poder sobre el cielo y la tierra, y se le tributaban por consiguiente los objetos debidos a tan ilusoria o loca aprensión.

Para radicar más y más estos magos su veneración y respeto entre los indios, se hicieron también dueños de la medicina o arte de curar los enfermos; y con una sola varilla o hueso de ave o pescado, una piedra suelta o semilla de planta, guardada de antemano en la boca para decir después que la sacaban chupando de las heridas o parte afecta del dolor, con algunos gestos o visajes, exclamaciones o ceremonias igualmente vanas que inútiles, hacían creer a aquella pobre gente que conocían las enfermedades y las curaban con mayor seguridad que si tuviesen conocimiento de todos los principios de Galeno y aforismos de Hipócrates.

Supersticiosos en sus dolencias y curaciones, no lo eran menos en sus muertes y entierros. Si el difunto era de los patricios o cacique, émulos de la célebre Artemisa, no se contentaban con erigirle un suntuoso mausoleo con varias pirámides de piedras sueltas, cercos de estacas y otras defensas contra los animales y fieras del campo, sino que le agregaban también algunas pieles o ropa para el abrigo de la inclemencia, comestibles y brebajes para el reparo de su hambre y necesidad, arcos y flechas para reemplazar aquellos bastimentos con caza, y, por último, después de haber llorado mucho tiempo con inconsolables y desentonados gritos y lamentos, refiriendo las plañideras sus principales hechos y hazañas militares, se sacrificaban voluntariamente a su obsequio y servicio algunas personas afectas, de sus parientes y amigos, quitándose con gusto la vida, y haciéndose enterrar al lado en el mismo panteón. Si el muerto no era de tanta calidad, disminuía mucho el aparato de estos funerales: el sepulcro   —16→   era menos precioso, y los sacrificios de los finados quedaban únicamente en desgreñarse y pintarse el rostro, y algunas exclamaciones de dolor.

De los preservativos con que enterraban los muertos se deja entender que conocieron, aunque confusamente, la inmortalidad del alma, cuyo destino parece consideraban en las celestiales regiones; mas vivían persuadidos de que permanecían en este mundo cierto tiempo después de la muerte, comiendo y bebiendo de aquellos manjares y chichas que les ponían por su regalo, usando de las armas, ya para la caza, ya en la guerra contra sus enemigos, y jugar, por último, divirtiéndose a manera de duendes, en apariciones y otros ejercicios que habrían sido antes de su inclinación. Después de haber pasado así algunos días invisibles entre los hombres, disfrutando toda comodidad y diversión, dejaban este paraíso de deleites, estos campos elíseos, y se trasladaban al cielo, donde gozaban de una perfecta felicidad y bienaventuranza que no tenía fin, juzgando que en esta dichosa suerte tenían el mismo lugar los buenos que los malos, para quienes no disputaban pena alguna en las eternas moradas.

Éste era substancialmente el infeliz estado de aquella gentilidad, y ésta la triste situación de estas provincias, cuando nuestros célebres y antiguos conquistadores penetraron por ellas. Pasemos a dar noticia de su descubrimiento, conquista y población.






ArribaAbajoCapítulo III


ArribaAbajoDescubrimiento, conquista y población de la provincia de Misiones

Deseando la majestad de Felipe I, Archiduque de Austria, adelantar los descubrimientos y conquista de la América, empezada por los Reyes Católicos sus predecesores, convocó a su corte, a principios del siglo XVI, los más célebres náuticos de aquel tiempo: Juan Díaz de Solís, Vicente Yáñez Pinzón, Juan de la Cosa y Américo Vespucio. De la consulta de estos pilotos resultó la determinación de seguir el descubrimiento por toda la costa del Brasil, hacia el sur;   —17→   y en virtud de ella practicó el primero sus dos viajes en 1508 y 1515. Era Solís natural de Lebrija; y el segundo de ellos, zarpando del puerto de Lepe por el mes de octubre con dos carabelas, llegó a la boca del gran Río de la Plata, llamado entonces Paraná-guazú, al que llamó Mar Dulce, por ser muy espacioso y grande. Entró por él con una de las carabelas, y costeando las tierras al septentrión, y advirtiendo venían muchos indios a la playa traídos de la novedad, desembarcó con sobrada confianza, acompañado solamente de algunos marineros desarmados, y todos perecieron a manos de la pérfida nación de los Charrúas, que los engañaron y atrajeron con fingidos ademanes de paz. Intimidados con este mal suceso los de la carabela, retrocedieron en busca de la otra, y juntas regresaron a España con esta noticia, cargando antes de palo de tinta en el Cabo de San Agustín.

Quedó por entonces el río con el nombre de Solís, de su primero y desgraciado descubridor, hasta el año de 1526, en que disgustado Sebastián Gaboto, oriundo de Venecia, del servicio de los ingleses, y pasado al de España, se le destinó a las islas de la Especería, por el Estrecho de Magallanes.

Salió a navegar de Sevilla a primero de abril, con cuatro navíos, cuyo numeroso equipaje pasaba de 600 hombres, entre los que iban muchos caballeros voluntarios de la primera nobleza; y faltando los víveres sobre la altura de 31 grados, se vio en la necesidad de tomar puerto en la isla de Patos, donde fue recibido de los Guaranís con la mayor franqueza y generosidad que podía esperarse de una nación pagana.

Repuestos aquí algún tanto los bastimentos, abandonó Gaboto su destino a las Molucas, o animado con la esperanza de mayores progresos, o desalentado de su equipaje, que se había empezado a explicar en algunas que as o murmuraciones; y torciendo la derrota, entró por el río de Solís. Como a las 30 leguas ancló con su armada cerca de una pequeña isla, que denominó de San Gabriel, sobre la ribera del norte, donde, como dijimos en su lugar, se fundó después la Colonia del Sacramento. Subió de aquí con dos de sus bajeles como otras 30 leguas, hasta la confluencia del Paraná y Uruguay; y buscando en éste puerto más seguro, lo halló luego a su entrada en el pequeño arroyo de San Salvador, donde hizo construir una fortaleza en defensa de los Yaros y Charrúas, que observaban cuidadosamente sus movimientos, y que por último vinieron a destruirla el año de 1530.

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Dejando allí alguna gente, continuó el descubrimiento aguas arriba del Paraná, formando a las 130 leguas la fortaleza de Gaboto o de Sancti Espiritus, sobre el Carcarañá, que le entra por el occidente. Navegó otras 200 leguas por el canal principal de dicho Paraná, hasta aquel paraje en que se le agrega el Paraguay, reconociendo el Ibera, a que llamó Laguna de Santa Ana; y dejando el primer río, por inclinarse demasiado hacia la costa del Brasil, se encaminó por el segundo, que halló también más sondable, hasta aquella altura en que se halla hoy la ciudad de la Asumpción. En este sitio le atajaron el paso los Agaces, nación muy labradora y guerrera, que salió al encuentro con una crecida flota de trescientas canoas; y aunque Gaboto los derrotó y deshizo con muerte de muchos de ellos, como perdiese en la refriega hasta 25 soldados, regresó al Carcarañá, donde se conservó en paz con los Timbús, que habitaban aquella región, hasta el año de 1530, en que sus negocios le llamaron a la corte.

La derrota de los Agaces hizo muy glorioso el nombre de Gaboto entre las demás naciones de infieles, particularmente entre los Guaranís, enemigos de aquéllos; y de todas partes vinieron a tratar amigablemente con los españoles, que, validos de la ocasión, lograron rescatar de los indios, por medio de abalorios y otras bujerías, cantidad de planchas de plata labradas y aun de oro, que los mismos Guaranís habían adquirido acompañando a los portugueses, que, bajo de la conducta de Alejos García, auxiliado de los Tupís, penetraron a lo interior del Perú con deseos de extender por aquella parte los dominios de Su Majestad Fidelísima, lo que no consiguieron, viniendo a perecer todos a su retirada por la perfidia de sus mismos aliados.

Persuadido Gaboto y sus compañeros que estas riquezas eran propias del país, que sería abundante en minerales, y muy contentos de que la suerte les había deparado tan buen destino, que lisonjeaba sus esperanzas más que las islas orientales de Tarsis, Ophir y Catayo, dieron cuenta al Emperador de esta novedad, enviando entre los emisarios algunos individuos que, con su traza, vestidos y algunas de las alhajas que llevaron, depusieron de la verdad del hecho de un modo incontestable. El Paraná perdió entonces con este fundamento la denominación de Solís, y tomó la de Río de la Plata, que conserva hoy, aunque reducida a sólo aquel tramo de mayor anchura que corre desde su junta con el Uruguay hasta su grande desaguadero con el Océano.

El mismo año de 1526 siguió de pocos meses a Gaboto el portugués Diego García, vecino de la villa de Moguer, el cual con   —19→   tres embarcaciones y otras piezas, para en caso de necesidad, salió el 15 de agosto del Cabo de Finisterre, y pasando por las islas Canarias y las de Cabo Verde, repuso sus víveres en la bahía de San Vicente, costa del Brasil, habitada ya de los vasallos de Portugal, y después de algunos trabajos y demoras entró finalmente en el Río de la Plata, cuyos descubrimientos se dirigía a continuar por contrata que el conde don Fernando de Andrade, Cristóval de Haro y otros comerciantes de Sevilla habían celebrado con el Rey Católico. Mas los felices progresos del veneciano, que superior en fuerzas no quiso ceder su venturoso destino, impidieron los que podía haber hecho el lusitano en virtud de su asiento, obscureciendo su nombre de tal manera que no se habla más de él en la historia.

Con la retirada de Gaboto a España, no pudo conservarse mucho tiempo la guarnición de Sancti Espiritus. Animados los Timbús del ejemplo de los Charrúas en San Salvador, invadieron también y destruyeron aquella fortaleza, que llegaron a sorprender con el simulado pretexto de introducir ciertas vituallas de que carecían, y dieron fin a muchos de aquellos animosos soldados, que vendieron no obstante muy caras sus vidas. La causa principal de este atentado fue uno de los caciques de mayor fama, llamado Marangoré, que, apasionado ciegamente de Lucía Miranda, esposa de Sebastián Hurtado y señora de toda distinción, no menos virtuosa que de rara hermosura, concibió el pernicioso proyecto de acabar de una vez con todos los españoles, reservando únicamente, para el logro de sus vanos deseos, la que con sus castos desdenes había encendido más la llama de su amor. Y aunque tuvo la infeliz suerte de quedar en la demanda, como merecía ese fatal designio, la llevó al cabo Siripo, hermano y sucesor hasta en la pasión de Marangoré, quitando la vida con la mayor crueldad a los dos fieles esposos, después de haber tentado vanamente la constancia de Lucía por los medios más sagaces que pudieron sugerirle su malicia y astucia. Las reliquias que pudieron salvarse de la destrucción de estos fuertes se retiraron el año de 1531, en sus embarcaciones, a la villa de San Vicente en el Brasil, de donde pasaron poco tiempo después a la isla de Santa Catalina, para cortar algunas desavenencias que ocurrieron con los portugueses.




ArribaAbajoBuenos Aires

Con las noticias tan ventajosas del Río de la Plata que repartieron en España los argentinos, crecieron en el ánimo del Emperador   —20→   los deseos de adelantar la conquista de tan rico país. Se hallaba a la sazón en la corte don Pedro de Mendoza, caballero ilustre de Guadix, gentil-hombre de cámara, y que había acreditado su valor en la guerra y saco de Roma; y fue encargado de aquella empresa con título de Adelantado de todas estas provincias, con una escuadra de las más lucidas que surcaron los mares por aquel tiempo, compuesta de once embarcaciones, numeroso equipaje, 800 hombres de tropa y muchos sujetos de calidad y recomendación. Por el mes de setiembre de 1534 zarpó la armada del puerto de San Lúcar de Barrameda, llegó felizmente a la isla de San Gabriel, en el Río de la Plata, y reconociendo en la ribera austral un riachuelo a propósito, echó dicho Adelantado no lejos de él los primeros fundamentos de la ciudad de Buenos Aires, llamada así por los agradables vientos que soplaban por parte de tierra cuando Sancho del Campo primero de todos la llegó a pisar.

Los Querandís, nación de indios muy corpulentos o agigantados, que ocupaba toda la llanura o extensión de las pampas entre la nevada cordillera de Mendoza y la costa de Patagones, revenidos con el dulce trato de los castellanos, o mal reprimidos con la dudosa victoria, empezaron muy desde luego a oprimir la nueva población, rehusándole los víveres que antes le franqueaban, cortando las comunicaciones y reduciéndola a un largo y estrecho bloqueo, en que la continua fatiga de los sitiados, los incendios y otras calamidades, la expusieron más de una vez a su total abandono y subversión. Desanimado don Pedro de Mendoza antes de tiempo con la mala suerte de estos principios, resolvió su vuelta a España, y aunque la emprendió con efecto al siguiente año de 1536, le quitaron la vida en la navegación la melancolía y el continuo pensamiento de aquellas desgracias.




ArribaAbajoAsumpción del Paraguay

Juan de Oyolas, teniente y sucesor del Adelantado, nombrado por él en la segunda vida de la gracia del gobierno, sujeto de prendas, no menos afable y prudente que valeroso soldado, subió el Paraná arriba el mismo año de 1535 en que arribó la escuadra a San Gabriel; fabricó el fuerte de Corpus Christi, que destruyeron también los Caracarás, cerca de la fortaleza de Gaboto; siguió los pasos de este descubridor pacífico con el rigor de las armas a los Mepenes y Agaces, y sobre la altura de 25º 30' abrió el año de 1536 los cimientos de la capital del Paraguay, bajo el   —21→   glorioso título de la Asumpción de Nuestra Señora, y en los cantones de los dos caciques Guaranís, Lambaré y Yanduazuby, que le hicieron entre todos mayor oposición, y vinieron finalmente a ser sus aliados.

Pasó adelante, y dejando sus bergantines en el puerto de la Candelaria, sobre los 20º 40' de latitud, a cargo de Domingo Martínez de Irala, con la orden de que le aguardase el corto tiempo de seis meses, siguió sus exploraciones por tierra con el mayor tesón. Cruzó el Chaco, se hizo dueño de infinidad de naciones idólatras, ya de grado, ya de fuerza, hasta el interior del Perú, blanco de sus miras. El año de 1538 regresó al mismo puerto de la Candelaria, cargado de despojos y riquezas; y como Irala, expirado el término prefinido de los seis meses, se hubiese retirado a la Asumpción, según la noticia de un indio Chané, vino a ser con todos sus compañeros desgraciada víctima del furor y falsedad de los Paguayás, dominantes desde entonces del río del Paraguay, y tan ciertos y obstinados profesores del ateísmo que la conversión de uno de ellos, dice cierto historiador, se puede contar entre los mayores milagros de la Omnipotencia.

Los españoles de Corpus Christi, incomodados continuamente de los Timbús y Caracarás, desampararon el fuerte (que se recuperó después del año de 1539, en el día y con el auxilio de San Blas, que se declaró particular protector de la provincia), y se retiraron con sus bergantines a Buenos Aires, cuyos pobladores no sólo padecían las miserias e infelicidades del cerco de los Querandís, sino que gemían también bajo el pesado yugo del teniente Francisco de Ruiz Galán. Por este tiempo de 1537 llegó de Europa, con escuadra de cuatro navíos, muchas provisiones y 200 soldados, el veedor del Río de la Plata, Alonso de Cabrera, que alivió algún tanto a Buenos Aires, y se repartió el mando de la provincia con Galán.

La Majestad Cesárea confirmaba en esta ocasión, por una real orden, al capitán Juan de Oyolas en el gobierno del Río de la Plata, dando autoridad al pueblo para elegir gobernador en caso de fallecimiento a pluralidad de votos. Por este motivo lo vino a ser del Paraguay Domingo Martínez de Irala, aquel noble y activo vascongado que elevó la ciudad de la Asumpción al esplendor que hoy goza. Dio forma a su gobierno, sujetó a los Ibitiruceños, Tebicuareños, Mondaistas y otras naciones que hasta allí le habían sido rebeldes, y cual otro Salomón erigió casa al Señor de los cielos y tierra, siendo ayudado en todas estas operaciones del celo de los indios Guaranís, que se mostraron siempre finos partidarios del español.

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Alvar Núñez Cabeza de Vaca, natural de Xerez de la Frontera, uno de los más ilustres y cristianos conquistadores de aquel tiempo, que había servido con honor en la desgraciada expedición de Pánfilo de Narváez en la Florida, donde, siendo cautivo el dilatado término de diez años, acreditó el cielo con varias maravillas sus virtudes, fue nombrado sucesor de don Pedro de Mendoza, con el mismo título de Adelantado del Río de la Plata. El 2 de noviembre de 1540 salió del puerto de Cádiz o de San Lúcar, con dos navíos, una carabela y 400 soldados; surgió en la isla de Santa Catalina de la costa del Brasil, en 29 de marzo del año siguiente. Habló en este lugar con los misioneros del orden seráfico, fray Bernardino de Armenta y fray Alonso Lebrón, los primeros que anunciaron el evangelio de Jesucristo a los Guaranís, viniendo por tierra desde la Asumpción; e informado de estos religiosos de haberse retirado allá los españoles de Buenos Aires, impelidos de la necesidad, despachó sus embarcaciones por el río; y enterado de los caminos y derroteros, emprendió él la marcha por tierra, el 8 de octubre del mismo año, como quieren unos, o el 2 de noviembre, según otros, acompañado de una gruesa escolta de 250 fusileros, 26 caballos y algunos naturales de la misma isla.

Dirigió su rumbo por los desiertos o despoblados de Itabucú, y abriendo montes y doblando serranías, cruzó la cabecera del Iguazú o Río Grande de Curitibá, la provincia del Guayra, país de los Camperos, tierras de Mbiazá, llamando a todo este territorio Provincia o Campos de Vera, de que tomó posesión formal a nombre de los Reyes de Castilla. Sujetó con la eficacia de su persuasiva, afabilidad de su trato y franqueza de su comercio a todas las naciones de indios, que eran numerosísimas, que los habitaban, y cortando finalmente el Paraná, arribó a la Asumpción el 1.º de marzo de 1542, donde habían llegado sus embarcaciones con felicidad.

Recibido el adelantado Alvar Núñez por gobernador de la provincia del Río de la Plata, su principal esmero fue promover la religión, la conversión de los infieles y la continuación de nuevos descubrimientos y conquistas. Para esto destinó primero a Domingo Martínez de Irala, que, siguiendo las huellas que dejó trazadas su desgraciado antecesor Juan de Oyolas, buscase con mayor precaución el paso tan deseado al Perú, y la comunicación de aquellas regiones ponderadas de tanta riqueza; y vuelto éste sin nuevo suceso, después de haber ajustado paces con los Agaces, vencido a los Guaycurús y castigado al rebelde Tabaré, cacique de una parcialidad de más de 8.000 indios, sobre el Ipané-guazú, emprendió él en persona la célebre jornada de la isla de los Orejones y lago de Xarayes, de que tanto cantan las dos Argentinas de Barco Centenera   —23→   y Rui Díaz de Guzmán. Dio principio a esta famosa expedición por el mes de setiembre de 1543, con una flota numerosa de 10 bergantines, 120 canoas, 400 españoles y 1.200 indios confederados. Navegó aguas arriba del río Paraguay, al pie de 400 leguas, dio la paz a infinidad de naciones, que recibieron voluntariamente el suave yugo de nuestros católicos monarcas, y terminando su reconocimiento, regresó felizmente a la Asumpción. Mas, como no encontrase las riquezas de oro y plata que pretendían, suscitada una terrible fascinación de oficiales reales y otros asumpcionistas, fue preso y conducido a España, donde justificó también el cielo su inocencia, como antes en la Florida, con muerte cruel de varios acusadores suyos. Este glorioso héroe acabó sus días, según el padre Techo, de Oidor en la Audiencia de Sevilla, y según el padre Charlevoix, en el Consejo de Indias.

Domingo Martínez de Irala sucedió de nuevo en el mando de la provincia el año de 1545, y atacado de los indios en número de 15.000, en medio de las turbulencias domésticas, se llenó de marciales glorias, destruyendo las fuertes palizadas de Carieba y Hieruquizaba, derrotando a sus enemigos y llevando el terror de su nombre a todas las comarcas vecinas. El año de 1548 llegó finalmente a descubrir el pretendido paso del Perú, atravesando por tierra, desde la laguna de Xarayes, el río Mamoré y subiendo por el Guapay, tributario de éste, hasta los confines de aquel reino. Habló con los vasallos del cacique Viracocha, substituto del capitán Peranzures, glorioso fundador de Chuquisaca; envió sus embajadores a la ciudad de los Reyes de Lima, pidiendo gobernador para el Río de la Plata, y ofreció al presidente Gasca su pequeño ejército para apaciguar los alborotos de Gonzalo Pizarro. Y vuelto a la Asumpción por el mismo camino el año siguiente, sosegó varias disensiones civiles que había ocasionado su dilatada ausencia, y entendió en asuntos de gobierno, para lo que tenía un talento particular. La Audiencia de Lima, por la propuesta de Irala, proveyó por la vía reservada el gobierno del Río de la Plata en el capitán Diego Centeno, uno de los más expertos y prudentes soldados que lograron las Américas, el cual fue muerto de veneno en Chuquisaca antes de tomar posesión de su empleo.

Por este tiempo (1549), nombró el emperador don Carlos V, a don Diego de Sanabria, Adelantado del Río de la Plata, por muerte de su padre don Juan, natural de Medellín, que había celebrado asiento con Su Majestad Ilustrísima en adelantamiento de aquellas conquistas. No pudiendo pues don Diego acompañar la armada por asuntos particulares, la despachó al cargo del capitán don Juan de Salazar, conquistador antiguo de aquellas provincias, quien se hizo a la vela a principio de 1552 del puerto de San Lúcar. Llegó felizmente a la isla de Santa Catalina y puerto de   —24→   Patos, donde se perdió el navío del capitán Becerra, cuya gente, caída en manos de los feroces infieles, fue libre por el padre Leonardo Núñez, varón apostólico de la Compañía de Jesús en la provincia del Brasil.

Dividido el resto de la escuadra por las disensiones de Salazar y Hernando Trejo, siguió cada trozo a estos capitanes: el primero a la villa de San Vicente, donde permaneció dos años entre los portugueses, y de ahí se pasó a la Asumpción por tierra, llevando en esta ocasión el primer ganado vacuno que vieron estas campañas, y que vino después a multiplicarse considerablemente. El segundo trozo se estableció entre la Cananea y Santa Catalina, cerca del desaguadero del río nombrado San Francisco, donde nació el ilustrísimo fray Fernando Trejo, Obispo del Tucumán y honra de la religión seráfica. Mas no pudiendo subsistir en este paraje nueva colonia, se retiró también al año siguiente a la Asumpción.




ArribaAbajo Villas de San Juan y de Ontiveros

Favoreciendo la suerte por todos caminos al capitán Irala, fue por último confirmado en el gobierno del Paraguay y Río de la Plata por la Majestad Cesárea. No menos valeroso capitán que diestro político, extendió las glorias del Paraguay, cuya capital había levantado desde los fundamentos, formando varias colonias, hijas todas de ella, valiéndose de tantos y tan ilustres conquistadores como se habían juntado ya por aquella parte y en aquella época en la Asumpción.

La primera fue erigida de su orden por el capitán Juan Romero el año de 1552, sobre las márgenes del pequeño río de San Juan, cerca de la isla de San Gabriel, la cual fue destruida en su principio por las repetidas hostilidades de los Charrúas. La segunda la fundó también por su disposición el capitán García Rodríguez de Vergara el año de 1554, sobre la ribera oriental del Paraná, por el norte del Salto grande, y en las tierras de Caninduyú, pueblo de indios del Guayra. Llamose esta villa de Ontiveros, y siendo desde su infancia hija rebelde a su fundador, entregada a los desgarros del más desenfrenado libertinaje, duró poco tiempo, pasando los moradores a la Ciudad Real.

Además de la cédula de confirmación en el gobierno, le vinieron a Irala otras del Emperador, en la armada de don Martín Urúe, año de 1555, en que se le ordenaban puntos concernientes al buen gobierno y   —25→   establecimiento sólido de aquella nueva provincia. En una de ellas se le confió el arreglo municipal, lo que hizo con tal acierto, valiéndose de sujetos hábiles, que en muchos años no se gobernó el Paraguay en lo político y militar por otros reglamentos. En otra cédula se le franqueaba la facultad de repartir indios en encomienda, remunerando el mérito de los conquistadores con atención a sus particulares servicios; en esta virtud fueron empadronados 26.000, capaces de tomar las armas, los que fueron distribuidos con toda equidad y justicia.

Para que nada faltase a la perfección de una república cristiana, se erigió también la provincia en obispado, y en la misma escuadra de Urúe vino su primer obispo don fray Pedro de la Torre, prelado de mérito tan distinguido que la religión seráfica con este nombre, y la de predicadores con el de Tomás, se lo apropian en pluma de sus coronistas. Años antes había sido electo fray Juan de los Barros y Toledo, con cuatro dignidades y dos canónigos; mas no llegó a tomar posesión de su iglesia, o prevenido de la muerte, o ascendido a la iglesia de Santa Fe de Bogotá.




ArribaAbajoCiudad Real

El año de 1557 murió Irala, que fue universalmente sentido, dejando por sucesor a Gonzalo de Mendoza, quien siguió las mismas huellas, y no dejó de fomentar sus disposiciones en sólo un año que le sobrevivió. En virtud de ellas, el capitán Rui Díaz Melgarejo fundó este mismo año, llevando una colonia de cien españoles de la Asumpción, a Ciudad Real del Guayra, sobre la boca del río Pequiry en el Paraná, a tres leguas de la villa de Ontiveros, cuyos pobladores, como acabamos de decir, fueron trasladados a ella.

Por julio de 1558, en fuerza de cédula ya citada de Carlos V, fue electo gobernador del Paraguay Francisco Ortiz de Vergara, digno del mando por la dulzura y afabilidad de su genio. Sujetó a los Guaranís por sí mismo en las vecindades de la Asumpción, y en Ciudad Real por Alonso Riquelme, que les obligó a levantar el sitio que pusieron a su fundador Melgarejo en 1561.

Inducido de Nuño Chaves, rebelde y fundador de Santa Cruz de la Sierra, emprendió el gobernador Vergara el año 1562, acompañado de varios conquistadores, el obispo Torre y multitud de indios de encomienda, viaje a dicha provincia, por el río Paraguay arriba, lisonjeado de hallar paso en el Perú, y comunicación con aquella deseada tierra de   —26→   promisión que producía oro y plata. Al llegar a sus confines, nuevamente sublevado Chaves y preso el gobernador, lo remitió a la Real Audiencia de la Plata, donde pasó a Europa; y de toda aquella lucida comitiva volvieron a la Asumpción sólo 60 personas, que lograron llegar a principio de 1569, vencidas mil dificultades de marca, en especialidad la horrorosa oposición de los Itatines, Payaguás y Guajarapos, que derrotaron en número de 15.000. Nuño de Chaves regresó por último a su provincia de Santa Cruz de la Sierra, que había conseguido superar y hacer independiente del Paraguay; mas disfrutó poco tiempo de su colonia, siendo muerto por el cacique de los referidos Itatines, pagando de este modo sus enormes delitos.

Con la ida a España de Vergara, para justificar su causa, vacó el gobierno; y entre varios candidatos que se presentaron, fue electo Juan de Zárate, a quien por sus distinguidos servicios se le confirió el título de Adelantado del Río de la Plata. Pasó también a Europa en solicitud de la confirmación de su empleo, y dejó interinamente en su lugar al contador Felipe Cáceres, hombre lleno de ambición y revoltoso, que tuvo mucha parte en la prisión de Alvar Núñez, y que prendió también a su Obispo; aunque el pueblo, inducido del sexo más devoto, tomó la defensa de su prelado, y arrestado Cáceres, fue conducido a España, acompañándole el Obispo hasta la villa de San Vicente, donde murió.

En el Guayra volvieron de nuevo los alborotos con motivo de ciertas piedras muy comunes en aquel suelo, que no son otra cosa que cristales de montañas de varios colores; y los vecinos, creyéndolas preciosas, se alzaron contra Alonso Riquelme, y cargando porción o cantidad considerable de ellas, como si fueran amatistas, topacios y crisólitas, trataron de restituirse a España, por la vía del Brasil. Mas implorado a tiempo el auxilio de la Asumpción, fue Rui Díaz Melgarejo en alcance de los fugitivos, y los hizo volver a la Ciudad Real; pero se levantó entonces con el gobierno, y desterró a Riquelme.




ArribaAbajoSanta Fe de la Vera-Cruz

Sosegado el Paraguay con la ausencia de Cáceres, le sucedió intrusamente el año de 1573, Martín Suárez de Toledo, quien no tuvo poco influjo en los disturbios pasados, y trató de extender los límites de la provincia con nuevas poblaciones. Juan de Garay, digno a la verdad de la empresa, fue comisionado   —27→   con 86 individuos a restablecer el fuerte de Sancti Espiritus, o fundar otro establecimiento en el lugar más ventajoso. Entró por el río Quiloasa, hoy día de San Martín, gajo del Saladillo, que desagua en el Paraná por su orilla de occidente, y sentó los principios de la ciudad de Santa Fe de Vera-Cruz en un hermoso valle, de tierra pingüe y abundante de cetrerías y pesca. Los indios de aquellos contornos, que eran numerosísimos, se redujeron fácilmente, y empadronaron en la crecida cantidad de 25.000.

Don Gerónimo Luis de Cabrera, fundador de Córdoba, cabeza de la provincia del Tucumán, que también estaba muy a los principios en aquella época, se dejó ver por aquel tiempo en Santa Fe con séquito de soldados, procurando extender los límites de su jurisdicción. Pretendió agregar a ella el establecimiento de Garay, pero esta solicitud fue desvanecida por el adelantado Juan Ortiz de Zárate, que, confirmado por Su Majestad en el gobierno del Río de la Plata, había salido del puerto de San Lúcar de Barrameda en 1572, con cinco embarcaciones, y llegó a la sazón de este litigio con varias cédulas reales, en que se le concedía la gracia de ampliar su gobierno a 200 leguas más al sur, incluyendo las nuevas poblaciones fundadas en aquel distrito. Esta escuadra llegó a Santa Catalina tan escasa de víveres, que el adelantado Zárate se vio en la necesidad de saltar en tierra con 80 soldados a buscar bastimentos entre los Guaranís. Su teniente Pablo de Santiago, hombre de suma entereza, poco compadecido de las miserias de la tripulación, que llegó a comer sapos y culebras, y morían de 4 en 4, los trató cruelmente, y ajustició con extraña severidad a muchos; y por último, levó anclas y se trasladó a la isla de San Gabriel, sin aguardar al Adelantado, que tuvo que transferirse por tierra, cruzando por medio de los fieros Charrúas, mortales enemigos de los castellanos, que los asesinaron a casi todos, después de gloriosos combates, y a no pocos de la misma armada, después que hubo entrado en el río. Los esforzados capitanes Juan de Garay y Rui Melgarejo acudieron al socorro del Adelantado, y haciendo prodigios de valor con fuerzas muy desiguales, le abrieron camino y le salvaron las reliquias de la escuadra, surtiéndola de refrescos y de víveres.

Dos casos dignos de admiración refiere un poeta historiador de estas gentes: el primero de un monstruo marino, que parece quiso abusar de una mujer que, acompañada de su galán, saltó en tierra en la isla de Santa Catalina. Estas dos personas habían venido como casadas en los navíos, y todos los tenían por tales, como escribe Centenera, vicario de la armada; hecho poco probable, y absurdo. El segundo, más creíble, fue la trágica escena de Liropeya, india joven y de rara hermosura, de la nación de los Guaranís, la cual se dio a sí misma muerte con la espada que Carvallo,   —28→   soldado de Garay, quitó la vida a su amado Yandubayú, a quien estaba ofrecida con la condición que la vengase de otros siete caciques de que estaba ofendida su parentela. Carvallo, que se había internado solo a unos montes, encontró a los dos amantes, y prendado de Liropeya, mató a Yandubayú. Mas ella, poseída de sentimiento, evitó con su propio sacrificio el depravado deseo o intento del castellano.




ArribaAbajoCiudad de San Salvador

Con la venida del Adelantado, y libre ya de los riesgos de los Charrúas, se dio principio a la ciudad de San Salvador sobre el río de este nombre, donde estableció años antes Gaboto la fortaleza, primer monumento de su conquista. Esta colonia fue también de corta duración, desde fines de 1574 hasta 1576, que fue despoblada por las ordinarias inundaciones de los mismos Charrúas, nación indómita y belicosa, que jamás se vino a buenas con el castellano, y que con su antigua y continua aversión conserva en el día los fueros de su libertad, sin haber perdido la posesión de su propio terreno.

El adelantado Zárate llegó por último a la Asumpción, donde murió el mismo año de 1575, lleno de melancolía, y aborrecido generalmente por los caprichos de su genio y adhesión a su propio dictamen. El adelantazgo del Río de la Plata pasó a su hija doña Juana, que se hallaba a la sazón en Chuquisaca, y que dejó recomendada a Garay, para que en calidad de tutor cuidase de sus intereses. El gobierno pasó interinamente a su sobrino don Diego de Mendieta, joven de perversas costumbres y monstruo de iniquidad, que fue preso por los santafecinos y despachado a la corte el año siguiente de 1576, donde no pudo llegar, siendo muerto y comido de los indios a su tránsito por las tierras del Mbiazá; fin a la verdad digno de tal vida.




ArribaAbajoVilla Rica del Espíritu Santo

Por los influjos de Garay casó doña Juana de Zárate con el licenciado Juan Torres de Vera y Aragón, Oidor de la Real Audiencia de Chuquisaca, quien por el derecho de este enlace obtuvo el gobierno de la provincia y la dignidad de Adelantado del Río de la Plata.   —29→   Nombró por su teniente al mismo Juan de Garay, el cual fue recibido con aquella universal aceptación que merecían sus raras prendas y gloriosas hazañas militares. El primer ejercicio de su empleo fue destinar a Rui Díaz Melgarejo a formar otra ciudad en el Guayra, en cierto paraje que tenía forma de abundar en minerales; y con efecto, ésta la planteó a primero de 1577, dos leguas distante del Paraná, llamándola Villa Rica del Espíritu Santo; mas no correspondiendo el sitio a las riquezas del nombre, se trasladó en lo sucesivo al río Huybay, cerca de la embocadura de Curumbaty. El padre Marcial de Lorenzana, de quien hablaremos después, estuvo en la villa y asegura que había en sus vecindades 300.000 indios, de los cuales el año de 1622 apenas se encontraba la sexta parte. A fines de 1578 y principios del siguiente de 79, consiguió Garay en varios combates una completa victoria de los Guaranís, que se sublevaron seducidos de Obera, cacique de los de mayor fama de su nación, y gran hechicero, que se hacía descendiente de una virgen, y se predicaba Redemptor de los Guaranís, y les exigía adoraciones como a rey de los cielos. La felicidad de esta campaña sosegó el país para muchos años.




ArribaAbajoSantiago de Xerez

Un año después de la célebre derrota de Obera sobre el Ipané, vuelto Garay a la Asumpción, fundó de su orden Melgarejo la ciudad de Santiago de Xerez, llevando una colonia de 60 soldados sobre los hermosos campos de Mbototey, tributario del Paraguay por su orilla oriental, y en la altura de poco más de 19º. En sus principios no pudo subsistir, combatida frecuentemente de los Guatos, Guanchas y otras naciones que habitaban la comarca; mas pocos años después fue restablecida por Rui Díaz de Guzmán, autor de la Argentina. Este mismo año de 1580, bajando Garay a Buenos Aires personalmente, domó a los Querandís, que desde la época de su fundación no habían dejado de incomodar a sus habitantes, haciendo de ellos tal destrozo que el pago en que se dio la acción tomó el sobrenombre de Matanza, que hasta hoy conserva. Después de esta gloriosa jornada, reedificó la ciudad en una loma alta, separada algún tanto del riachuelo donde la plantó don Pedro de Mendoza. Le puso el nombre de la Santísima Trinidad, y dejó a su puerto el primitivo de Santa María de Buenos Aires. Dio ésta principio con 60 individuos, y en el día es una de las mayores ciudades de la América, cabeza de un virreinato que incluyó hasta veintiocho muy grandes provincias, y la puerta de todo el comercio del Perú.

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La pacificación de Buenos Aires fue la última hazaña de Garay. Retirándose este gran capitán a la Asumpción el año de 1584, con algunos vecinos de esta ciudad que le acompañaron en la brillante acción de la Matanza, saltó una noche en tierra en las márgenes del Paraná, sobre el seguro de la paz que reinaba en toda la provincia con los infieles, y fue sorprendido y muerto con 40 de sus compañeros a manos del cacique Manuá, que con 150 Charrúas les había venido siguiendo, y observando cautelosamente sus movimientos. De este modo perdió la provincia del Río de la Plata el más glorioso y desinteresado de sus conquistadores, una de las cabezas más felices para el gobierno y un padre común de los pobres, entre quienes repartió algún día los vestidos de su esposa, como asegura el autor anónimo que empezó a escribir la historia de estas tres provincias, Paraguay, Río de la Plata y Tucumán, de quien hemos tomado la mayor parte de estas noticias.

Alentado Manuá a mayores empresas, con la muerte del más formidable de sus enemigos, reunió todos los indios de los contornos, Guaranís, Quiloasas, Mbeguas y Querandís, y persuadiéndoles el gran designio que meditaba en destruir de una vez las ciudades de Santa Fe y Buenos Aires, se dirigieron a ésta con toda presteza y la bloquearon. Informado a tiempo del plan de los contrarios, el teniente Rodrigo Ortiz de Zárate puso con anticipación la plaza en estado de defensa, y rechazó los esfuerzos del ejército indiano, con gran carnicería y muerte de su general en jefe Guayuzalo, a quien se había fiado el mando de las tropas.

Fue esta victoria muy señalada, y produjo ventajas admirables: se cortó el proyecto de Santa Fe, quedaron los Querandís escarmentados, las otras parcialidades amedrentadas, calmaron las turbulencias y sucedió una paz octaviana de muchos años en toda la provincia.




ArribaAbajoConcepción del Río Bermejo

Por fallecimiento de Garay entró a gobernar la provincia, a nombre de su tío el Adelantado, que aún no había venido de Chuquisaca, el teniente general Alonso de Vera y Aragón, llamado por su mal gesto Cara de perro. Éste había salido meses antes a pacificar algunos indios amotinados del distrito de la Asumpción en la banda opuesta del Paraguay, y prendado de la hermosura del país, luego que empuñó las riendas del gobierno, trató de poblarlo. Con esta idea se puso en marcha   —31→   por marzo de 1585 con un grueso destacamento de 135 soldados escogidos; y vencida la furiosa oposición de los Guaycurús, Negoguagues, Mogosnas, Frentones y Abipones, cuya insolencia quedó bien castigada, fundó la Concepción del Bermejo, en las inmediaciones de este río y de la Laguna de las Perlas, en el ameno y pingüe territorio de los Matarás. Aunque los principios de esta población fueron bastantes felices, los Mogosnas y Frentones, nuevamente rebelados y unidos, hicieron tan cruda guerra a sus habitantes en los años sucesivos, que se vieron finalmente obligados a abandonarla en el de 1632, y retirarse a Corrientes.




ArribaAbajoCorrientes

El año de 1587 llegó finalmente al Paraguay el adelantado Juan Torres de Vera; halló en paz toda la provincia, y siguiendo el sistema de sus antecesores, de aumentar el número de los pueblos, destinó a otro sobrino llamado Alonso Vera el Tupy con este objeto; el cual, saliendo de la Asumpción el año siguiente de 1588 con 80 soldados, formó la ciudad de San Juan de Vera de las Siete Corrientes, sobre la margen oriental del Paraná, y en la confluencia misma de éste con el Paraguay, situación de las más alegres y vistosas de todo el reino, y con sobresalientes proporciones, tanto para la agricultura y cría de ganados en sus espaciosos y fértiles terrenos, como para el comercio en la navegación de estos dos grandes ríos, que la hacen ser la precisa y única puerta de comunicación con la capital.

Con particular aceptación de españoles y naturales, y pública quietud de los desórdenes y tumultos, gobernaba el adelantado Vera y Aragón el Río de la Plata, desde el año de 1577, por medio de sus tenientes, y después en persona hasta el año de 1590, en el cual, con el deseo de retirarse a su patria, Estepa de Andalucía, hizo renuncia de su empleo, con sentimiento de todos, que le miraban con veneración y se habían prometido un gobierno dilatado y feliz. En virtud de esta renuncia, autorizado el pueblo por la citada cédula de Carlos V, nombró por gobernador del Paraguay a Hernando Arias de Saavedra, hijo de Martín Suárez de Toledo y de doña Ana de Sanabria, sujeto de prendas muy recomendables, conquistador de los más insignes de la América y uno de los prudentes políticos del Paraguay, natural de la Asumpción, que con justa razón se gloria de haber sido su cuna.

A Hernando de Arias sucedió el año de 1594 don Fernando de Zárate, caballero del orden de Santiago, y actual gobernador del Tucumán,   —32→   y ambos dignos sucesores del primero. Y por último el año de 98 entró en el gobierno don Diego Valdés de la Banda, que murió en la ciudad de Santa Fe a poco tiempo, y volvió a tomar el mando de la provincia el mismo Hernando Arias de Saavedra, siendo confirmado un año después, en 1601, por la majestad de Felipe II.

Acostumbrado Arias a la facilidad de los combates particulares, pues la primera vez que empuñó el bastón le vio su ejército cual otro David vencer y cortar la cabeza a otro monstruo y agigantado Goliath, jefe de bárbaros, que no menos arrogante y presumptuoso quiso para su desventura librar la suerte de ambos partidos a su propio valor y esfuerzo, tentó ahora nuevas empresas con mayores preparativos, deseoso de extender y perfeccionar las conquistas; mas no tuvo aquel suceso que se esperaba.

Desde Buenos Aires penetró más de 200 leguas por la costa patagónica, y aunque fue preso con toda su gente por los infieles, habiendo tenido la felicidad de escaparse de sus manos, volvió con nuevas tropas veteranas, y dio libertad a los prisioneros, castigando a los enemigos. Menor fue su dicha en los ríos Paraná y Uruguay, en cuyas expediciones perdió parte de su milicia en la primera, hacia la altura de Corrientes, y toda en la segunda, compuesta de 500 soldados, hacia Yapeyú, las esperanzas que había concebido de extender los límites de su jurisdicción y domar las naciones con el poder de las armas.

Hacia los años de 1585 fue consagrado Obispo del Paraguay don Juan Alonso de Guerra, por muerte del ilustrísimo don Juan del Campo, que años antes fue provisto, y no llegó a tomar posesión de la silla episcopal. Este gran prelado de la sagrada familia de predicadores tuvo la misma suerte que su antecesor fray Pedro de la Torre: fue preso y procesado, y desterrado a Buenos Aires por el alcalde ordinario y otros parciales suyos, los que también experimentaron el rigor de la justicia divina, con muertes trágicas y desastradas como los de aquella facción.

Desde aquella era estuvo sin pastor la provincia; varios que fueron electos murieron o fueron asesinados antes de llegar a poseer la iglesia, hasta el año de 1601, en que fue presentado el ilustrísimo doctor fray Martín Ignacio de Loyola, sobrino del glorioso patriarca San Ignacio, e ilustre imitador de sus virtudes. Este príncipe de la iglesia, que había ejercitado antes con gloria de su religión seráfica el ministerio de predicar el evangelio a los infieles en la misma provincia, celebró el año de 1603 el primer sínodo en el Paraguay, y murió en Buenos Aires el año de 1606.

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A los dos años le sucedió el ilustrísimo señor fray Reginaldo de Lizárraga, que había sido obispo de Chile, y en cuyo tiempo, el año de 1596, sucedió la fatal sublevación de los Araucanos. Este pastor, y el cristiano gobernador Hernando de Arias, harán memorable la época del año de 1609, en que los jesuitas se encargaron más particularmente de la conversión de los gentiles, dando principio a las misiones del Guayra, Paraná y Guaycurús, como veremos en el capítulo siguiente.






ArribaAbajoCapítulo IV


ArribaAbajoConquista espiritual y población de la provincia de Misiones

Hemos visto la conquista civil y política de estas provincias, los grandes esfuerzos de nuestros primeros descubridores; pasemos ahora a la conquista espiritual, que no está menos llena de sucesos, ni es menos digna de la historia. Aquélla pende en tanto grado de ésta, que aunque los principios se deban a aquellos grandes hombres, no se perfeccionó hasta la predicación del evangelio. Mientras que los indios no empezaron a creer, no hicieron progresos nuestras armas; no podía conservar un puñado de gente la posesión adquirida de tan vastas regiones, ni domar la ferocidad de tan vasto gentilismo, si no hubiera llegado la hora de su conversión y el oportuno instante de la propagación de la fe. Por esta razón nos ha parecido conveniente tratar este punto en capítulo separado, distinguiendo las reducciones o aldeas que plantaron los misioneros apostólicos, sin más armas que una cruz en las manos, de los pueblos que formaron los primeros conquistadores; y para mayor claridad y método tomaremos la serie de los hechos desde su principio.

Los primeros jesuitas que pasaron a este Nuevo Mundo vinieron en la armada de don Tomás de Sosa, gobernador del Brasil, llamado entonces Provincia de Santa Cruz, y desembarcaron el 1.º de marzo de 1549 en la bahía de Todos Santos, hacia aquel paraje donde construyó dicho señor, meses después, la ciudad de San Salvador, que vino a ser largo tiempo la silla de los virreyes y arzobispos de aquel estado. La numerosa nación de los Guaranís, que dividida en multitud de parcialidades habitaba aquellas comarcas, prestó   —34→   gratos oídos a las verdades eternas y admitió con docilidad la religión católica. Erigida después la Compañía en provincia formal por los años de 1554, que hasta allí sólo había venido en misión, dio la última mano a la conversión del gentilismo, y se formaron sobre treinta populosas doctrinas en las cabeceras más remotas del río Paraná.

Entre ellas las más considerables fueron Nuestra Señora de la Ayuda, San Pablo de Tobayarás, San Juan, San Antonio, el Espíritu Santo, San Pablo de Piratiningua (en que estableció escuela de primeras letras el padre José de Ancheta, y agregadas después varias familias portuguesas de San Vicente y de otras partes, vino a ser con el tiempo la cabeza de una capitanía general, llamada hoy la ciudad de San Pablo), la de Manizoba, que estaba dentro de la demarcación de España, en la provincia de Guayra, la de San Lorenzo de Niteroy, después del Río Janeiro, la de Raritiba, y la de los Reyes Magos, San Bernabé, Santa Cruz de Itaparita, Jesús de Tatuapara, San Pedro, San Andrés del Añemby boreal, la Asumpción de Camamy, San Miguel, Santo Tomé del Río Real, San Ignacio Mártir del San Francisco septentrional, San Pablo de Sirigy, la Esperanza del Río Real y otras muchas.

Abierta la puerta del oriente de aquel paganismo, y derribados los fuertes muros de aquel alcázar de Sión por la compañía del Brasil, la del Perú, no menos imitadora de su ardiente celo, y que fue la primera provincia de esta religión establecida en nuestros dominios americanos el año de 1567, se propuso abrir la del occidente, empresa que consiguió con igual lustre y gloria. Los padres Francisco de Angulo, el venerable Alonso Barzana, Juan Gutiérrez, y el hermano Juan de Villegas, fueron los primeros jesuitas que pasaron del Perú al Tucumán el año 1586, por la pastoral solicitud del tercer obispo, don fray Francisco Victoria. Este prelado había también recurrido poco antes al Brasil, de donde le vinieron en esta misma ocasión por disposición del Provincial que acababa de ser el padre José de Ancheta, otros cinco obreros, a saber: Leonardo Armini, napolitano y superior de los otros; Juan Soloni, catalán; Tomas Filde, irlandés; Manuel de Ortega y Estevan de Gram, portugueses.

Después de haber predicado el evangelio en la provincia de Tucumán, estos animosos misioneros pasaron a la gobernación del Paraguay, que no estaba menos necesitada, el año de 1588. Los jesuitas Manuel Ortega y Filde se dirigieron a la dilatada provincia de Guayra,   —35→   donde en los años sucesivos hicieron hasta tres correrías apostólicas por los pueblos de Ciudad Real, Villa Rica, y aun se alargaron a Santiago de Xerez, convirtiendo y bautizando a millares de indios de aquellos pagos, donde habitaba un sinnúmero de naciones distintas. Formaron dos grandes pueblos de neófitos y catecúmenos, que nombraron de San Salvador y Santa María Magdalena, y visitaron a otros muchos de los indios de encomienda que servían a los españoles.

Los vecinos de la Villa del Espíritu Santo solicitaron con vivas ansias el establecimiento fijo de los jesuitas en su país, y vieron conseguido su intento el año de 1593, en que obtenidas todas las licencias necesarias fundó su generosidad una excelente casa de residencia con iglesia correspondiente, digna de memoria, no por su duración de pocos años, sino por ser la primera fundación de la Compañía en estas provincias.

Mas, donde se dio a conocer la piedad cristiana de los misioneros, fue en el apuro de una terrible peste o epidemia desoladora, que, dando principio en la ciudad de Cartagena de la Tierra Firme el año de 1588, cundió por toda la América con indecible celeridad, sin dejar seno o rincón que no infestase el contagio, hasta la costa patagónica y Estrecho de Magallanes. La enfermedad hacía por lo regular su ataque principal a la cabeza, con grandes apretaturas de garganta y ojos, que quitaban la vida en pocas horas, escapando apenas la centésima parte de los apestados, con notable asombro y confusión de los más sabios facultativos. En la Asumpción murieron más de 3.000 personas, y un sinnúmero de la gente que venía a mitar o servir de los pueblos inmediatos de encomienda, siendo general el estrago en el resto de la provincia.

Este mismo año de 1593 vinieron a Santiago del Tucumán nuevos misioneros del Perú. Éstos fueron los padres Juan Romero, Marciel de Lorenzana, Pedro de Añasco, Juan Viana y Gaspar de Monroy, con los coadjutores Juan Toledano y Juan de Águila. El padre Romero fue declarado superior de todas las misiones y, dotado de una prudencia sobrenatural y particular discernimiento de las fuerzas y mérito de cada uno de los misioneros, dio a todos competentes destinos, repartiendo las tareas con proporción a los jornaleros. Los padres Barzana y Lorenzana, con el hermano Águila, fueron enviados a la Asumpción para acompañar al padre Saloni; Añasco y Monroy con el hermano Toledano a la misión de los Humaguacas del río Jujuí, San Miguel y Salta; Angulo y Viana con Villegas   —36→   quedaron en Santiago, y Ortega y Filde continuaron las caravanas del Guayra.

El mismo padre Romero, queriendo preceder a todos con el ejemplo, no se dejó la menor parte en la distribución de los trabajos; juntó a la vigilancia de superior el celo de apóstol, y fundando casa de residencia en la capital del Paraguay, el año siguiente de 1594, erigida después en colegio en 1609 por el general Claudio Acquaviva, corrió con increíble actividad las ciudades de Santa Fe, Corrientes y la Concepción del Río Bermejo; anunció la ley santa del evangelio a los Matarás, Calchaquís, Quiloasas, Colastinés, Querandís y Guaranís del Paraná, parcialidades comarcanas todas de aquellos pueblos. Trabajó gloriosamente y con el mayor tesón en la conversión de estos infieles, y bajando de nuevo a Salta el año 1596 trató también de formar residencia a instancia de toda la ciudad. El año de 1599 se aumentó la pequeña grey con otros tres ministros escogidos: Hernando de Monroy, Juan de Arcos y Juan Darío, con el hermano Antonio Rodríguez; y el padre Romero, acompañado de estos dos últimos, dio principio en la ciudad de Córdoba a la casa de la Compañía, que después fue colegio máximo, y hoy universidad de toda la provincia.

Luego que los padres Barzana y Lorenzana llegaron, como dijimos, a la Asumpción, salió el padre Saloni en este último a una correría evangélica por el río Paraguay arriba. Pasaron por Jesuí, Pitum y Guarambaré, y llegaron hasta el Piray y provincia de Itatín, hacia los confines de Santa Cruz de la Sierra. Padecieron grandes trabajos en esta expedición, mas evangelizaron a una porción considerable de naciones. De vuelta, tocaron en la provincia del Guayra; estuvieron en la Villa Rica del Espíritu Santo con los misioneros Ortega y Filde, y convirtieron también muchos indios.

Sin embargo de todo lo dicho, por grandes que fueron los esfuerzos de estos misioneros, por más vigorosa que fuese su actitud y celo apostólico, no pudieron hacer otra cosa que correr el país y reconocer el campo; era muy copiosa la mies y corto el número de los operarios. Por otra parte, la extraordinaria resistencia de los indios, su índole belicosa, lo montuoso y áspero de las tierras, verdaderamente inaccesibles, habían dado a conocer bastantemente, por una desgraciada experiencia de más de 70 años, que era imposible perfeccionar ni aun conservar la conquista con la fuerza sola de las armas. La conversión pues de aquel numeroso gentilismo, que   —37→   era uno de los puntos de mayor importancia para la religión, lo vino a ser por este doble respecto de absoluta necesidad para el estado como único medio de pacificar los dominios y asegurar su posesión vacilante y dudosa. Sobre ella por consiguiente volvió todas las miras el ministerio, poniendo en ejecución cuanto pudiese facilitar su logro.

Exaltado segunda vez al gobierno, hacia los principios del siglo XVI, aquel héroe del Paraguay, Hernando Arias, a quien abrieron los ojos las infelices jornadas de Patagones, Paraná y Uruguay, sentado en la silla episcopal el ilustrísimo Lizárraga, y erigida en provincia formal e independiente la Compañía de Jesús del Río de la Plata el año de 1606, por disposición de su general el padre Claudio Acquaviva, bajo de la sabia dirección y doctrina del padre Diego de Torres-bollo, se libraron a cargo de los jesuitas las misiones del Guayra, Paraná y Guarambaré, en conformidad de las reales órdenes de Felipe II, que, enterado de la crítica situación de la provincia, había mandado repetidas veces dejar las armas de la mano, y adelantar su conquista por los justos y suaves medios de la predicación evangélica; época de las más felices para toda la gobernación del Paraguay, y que merece ser detallada con alguna individualidad.




ArribaAbajoMisiones de la provincia del Guayra

Los jesuitas José Cataldino y Simón Maceta, naturales aquél de Fabriano, lugar de la Marca de Ancona, y éste de Catellenci en el reino de Nápoles, cuyas vidas ejemplares han sido descritas por el doctor Xarque, fueron encargados de la misión del Guayra, que era a la sazón la más necesitada y poblada de infieles.

Yace la gran provincia del Guayra, cuyo nombre tomó del cacique Guayracá, señor de muchos vasallos y antiguo soberano de aquel territorio, al oriente del Paraná, distante como 150 leguas de la Asumpción; determina sus límites meridionales en el Iguazú, o Río Grande de Curitibá, los septentrionales en el Paraná-guazú, o gran pariente del mar, y lo cruzan el Pequiry, Huybay, Paraná-pané, Añemby y otros de menos consideración, tributarios del mismo Paraná. Su clima es de los más benignos y templados, entre los paralelos de 19 a 26 grados de latitud austral, y se extiende como unas 100 leguas al levante, confinando con la capitanía de San Vicente del Brasil.

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Pertenecía entonces al Paraguay, y era habitada de multitud de naciones bárbaras: los feroces Tayaobas, que desde el tiempo de la conquista no pudieron domar los españoles ni portugueses; los Cabelludos, no menos valerosos, llamados así, por su pelo largo y suelto; los Ibiyarás, gente esforzada, que maneja con suma destreza un garrote o palo, de que toma su nombre, que los hacía temibles en la guerra; y otras infinitas parcialidades, cuyo número de individuos ascendía, según varios autores, a 300.000.

Todos vivían en la mayor miseria e infelicidad, reunidos en pequeños pueblos o tolderías bien esparcidos por las orillas de los ríos o bosques de que abunda considerablemente el país, sin otro vestido que el de la naturaleza, ni más mantenimiento que el de la caza, pesca, frutas o raíces de árboles. Cada nación seguía la voz de su cacique o hechicero, y sus costumbres brutales y supersticiosas correspondían a su vida salvaje. Su general idioma era el guaraní, aunque con diversas modificaciones provinciales; y no tenían más religión que ciertas confusas ideas de un ser Todo-poderoso, criador del universo.

Provistos los misioneros de una instrucción del Provincial de la Compañía de Jesús, Diego de Torres, recibida la investidura de apóstoles del Guayra del señor obispo Lizárraga y gobernador militar Hernando Arias, que depositaron en ellos sus plenos poderes, salieron de la Asumpción el 8 de diciembre de 1609, día de la Concepción de María.

Acompañados de una buena escolta de fusileros, a causa de los malignos Payaguás, que desde aquel tiempo infestan el río Paraguay, subieron sus aguas hasta el puerto de Mbaracayú, célebre por el gran comercio de yerba que en él hacían los españoles. Cruzaron de allí por tierra y a pie a Ciudad Real, donde llegaron el 1.º de febrero de 1610, no sin algunas graves molestias, por las humedades y el cansancio del camino. Pasaron a la Villa Rica del Espíritu Santo, donde produjo mucho fruto la eficacia de su predicación; y continuaron del mismo modo el ejercicio de su ministerio por toda la referida provincia del Guayra, obrando numerosas conversiones.

Los naturales del Huybay, Tibajiba, Pirapó y Paraná-pané, no olvidados enteramente de la saludable doctrina que años antes les habían predicado los padres Ortega y Filde, con la noticia de que se acercaban nuevos misioneros, anticiparon sus embajadores, que les saludaran de su parte, y les manifestaran su gratitud y buena disposición   —39→   a recibirlos, suplicándoles de pasar cuanto antes a sus pagos, para disipar con la claridad de la fe las densas tinieblas de sus errores. Con la seguridad de estos emisarios se volvieron a embarcar en Ciudad Real por junio del mismo año, y tocando en el pequeño pueblo de Mbiazá, sobre la ribera del Paraná, cuyos moradores fueron los primeros que se convirtieron y agregaron a la primera reducción, entraron con toda prosperidad en el Paraná-pané, el 2 de julio, donde fueron recibidos de sus habitantes con la debida aceptación, y con singulares demostraciones de regocijo, al saber que venían los padres con ánimo de establecerse en su país y formar poblaciones.

El río Paraná-pané (que quiere decir estéril de pescado, porque con efecto no lo tiene, hasta que se le reúne el Pirapó que abunda de ricos peces), es una de las principales vertientes del Paraná. Fórmase al oriente, en las llanuras del Caayú, de los derrames o caídas de las eminentes sierras del Brasil, pobladas antes de innumerables indios, y hoy desiertas por las correrías o malocas de los portugueses. Corre el dilatado espacio de más de 100 leguas por hermosos y frondosos valles; y enriquecido de los caudalosos Tibajiba, Pirapó, Itanguá, y otros también meridionales, se pierde en el Paraná, coronando sus orillas grandes bosques de preciosas maderas. Por las márgenes de estos ríos se contaban hasta 25 pueblos de mucha gente, sin entrar en esta cuenta la que vivía dispersa por los montes, que era aún en mayor número. Su ejercicio ordinario era la agricultura, que practicaba, rozando parte del bosque, quemando la maleza; y fertilizada la tierra con este beneficio, se labraba, sembraba, y daba dos cosechas al año, por otoño y primavera, de porotos, maíz, mandioca, batatas, etc.

Los misioneros, antes de resolver sobre el establecimiento fijo de reducción alguna, quisieron asegurarse más del ánimo de aquellas gentes, y explorar por sí mismos el país, para tomar conocimiento práctico de los terrenos y demás circunstancias que les sirviesen de guía en todas sus operaciones. Con este laudable objeto emprendieron, a los veinte días de su llegada al Pirapó, el registro de los citados ríos, Paraná-pané y Tibajiba; recorrieron de uno en otro los 25 pueblos o rancherías de que hemos hablado, teniendo en todos la mejor acogida, y dejando persuadidos a todos los moradores de la necesidad de reunirse en uno de los parajes escogidos, donde les pudiesen predicar e instruir fácilmente en los preceptos de la ley evangélica, se retiraron al Pirapó, acompañados de mucha parte de aquel   —40→   gentío, que les seguía por todo, y no se acomodaba desde el principio a separarse ni un solo instante de su vista.




ArribaAbajoReducciones de Loreto y San Ignacio-miní

En el mismo Pirapó y en Itambaracá, a poca distancia de aquel río, fue justamente donde se hallaron los dos sitios más adecuados del país, con la excelencia de buenas tierras, ricas aguas, leña abundante, caza, pesca y demás condiciones esenciales a la idea que se tenía de formar dos sólidos y permanentes establecimientos; y en ellos efectivamente tuvo lugar, por noviembre de aquel año de 1610, la fundación de las dos primeras, mayores y más celebres doctrinas que tuvo la Compañía de Jesús en la provincia del Guayra, las que les sirvieron después a los misioneros como de escuela o plantel para formar otras trece no menos populosas reducciones.

La primera, del Pirapó, se puso bajo de la invocación de Nuestra Señora de Loreto; la segunda, el Itambaracá o Ipaumburú, territorio del cacique Miguel Atiguayé, tomó el título de San Ignacio, añadiendo el distintivo de miní, que significa menor o pequeño, para no confundirla con la del Paraná, nombrada San Ignacio-guazú, fundada, como veremos, algunos meses antes por el padre Marciel de Lorenzana. Juntáronse en ellas las parcialidades de los primeros caciques, Atiguayé, Araraá, Yacaré, Mbayzoby, Aracanás, que eran dos hermanos, Aroyró, Tayazuayí, Guiraporuá, Tabucuy, Taubiey, Aviñurá, y otras muchas de menos consideración de toda la comarca; de forma que se contaron en breve al pie de 5.000 familias en las dos reducciones, de las cuales se bautizaron 2.000 personas antes de dos años, y el número de los catecúmenos subía de 12.000.

Tan felices sucesos indujeron al padre Provincial a aumentar el número de los misioneros, y los padres Antonio Ruiz de Montoya y Antonio de Moranta, que salieron de la Asumpción año y medio después del padre Cataldino, llegaron juntos al puerto de Mbaracayú. Mas habiéndose enfermado el segundo por la mala calidad de los alimentos, que se reducían a unos charques o tasajos de carne salada, harina de palo, maíz, etc., tuvo que regresar desde allí, y quedó solo el padre Montoya. Era éste natural de Lima, uno de los más ilustres misioneros de la Compañía, cuya vida ejemplar escribió también el doctor Xarque.

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El pueblo de Mbaracayú, situado al pie de la serranía de este nombre, tenía a la llegada del padre Montoya 170 familias de indios, los cuales se ejercitaban en el penoso beneficio de la yerba mate, de que tiene el país montes enteros de dos, tres y más leguas de largo. Lo trabajoso de este beneficio por los pocos o ningunos operarios con que lo practicaban, el acarreo de la yerba al puerto, de larga distancia, la escasez de alimentos, viéndose necesitados a comer hongos, raíces, frutas, sapos, culebras y otras muchas sabandijas inmundas, costó la vida a muchos millares de indios, de cuyos esqueletos, y huesos, asegura el padre Montoya en su Conquista Espiritual, se veían grandes y abultados cementerios.

El padre permaneció allí algunos días, doctrinando los vecinos de Mbaracayú, y después se dirigió por tierra al Salto grande del Paraná, donde halló al padre Cataldino, que había bajado en canoas a recibirlo, y se transfirieron juntos al Pirapó, distante de allí sobre 120 leguas. A los pocos días se les agregó en las dos reducciones el padre Martín Xavier Urtaner, que renunció las pompas del mundo para dedicarse a la conversión de los infieles. Todos estos padres hablaban con tanta facilidad las diferentes lenguas de aquellas naciones, que de Montoya y Urtaner escribía su compañero Maceta al Provincial que eran unos Demóstenes en el guaraní. En él compuso el padre Montoya varias obras, arte y vocabulario, que se dieron a la prensa para instrucción de los mismos jesuitas destinados a aquel ministerio. El capitán Bartolomé de Escobar, eminentísimo en la inteligencia de dicho idioma, y a quien consultaba frecuentemente el padre Luis Bolaños, que también lo era, ayudó mucho en este trabajo al padre Montoya.

Divididos los padres en ambas doctrinas, pusieron escuelas de leer y escribir para la juventud, que trataron de instruir con más empeño; celebraban misa todos los días al amanecer, predicando siempre en ella algún punto de moral y arreglo de costumbres. Explicaban de mañana y tarde la doctrina cristiana, que repetían después cantando los niños y niñas por las calles y plazas, administrando el sacramento del bautismo a todos los infantes, y de los adultos a los que habían adquirido las luces necesarias, usando en todo de una ingeniosa precaución que produjo notable fruto, y fue la de hacer salir de la iglesia, acabado el evangelio, a todos los que no estaban bautizados. Esto lo sentían sobremanera, y excitó en ellos una generosa emulación de instruirse con prontitud, y no padecer aquella indecorosa vejación de ser expulsados del santuario. En los dos primeros años tuvieron también la cautela de no hablar de pluralidad de   —42→   mujeres, pues estando entre ellas tan válida que era honor y grandeza, sería hacer odioso el evangelio tocarlos en parte tan delicada.

Dada forma ya a los ejercicios espirituales, no descuidaron los jesuitas los puntos concernientes a la política y gobierno de los pueblos y civilidad de sus neófitos. Les acostumbraron poco a poco a establecer una vida laboriosa y activa; les impusieron en la agricultura, obligando a cada uno a labrar y sembrar su chacra, en que se cogía toda especie de granos, legumbres, batatas, mandiocas y verduras para su alimento y de su familia, y cierta porción de algodón para su vestuario. Establecieron también varios talleres de las artes y oficios más necesarios al la vida del hombre, y no desatendieron aquellos que podían servir al mayor adorno de las iglesias en que hubo especial conato y cultura. El padre Juan Basco, de nación flamenco, que trabajó y murió en estas reducciones, y que había sido maestro de capilla del archiduque Alberto, fue quien enseñó la música a los Guaranís, poniéndola sobre maravilloso grado de perfección; y como estos indios tuviesen declarada pasión por ella, habilidad y buenas voces, no fue este arbitrio de los menos eficaces para atraerlos y reducirlos.

Los portugueses del Brasil, en especialidad los vecinos de la ciudad de San Pablo, que se hallaba entonces a los principios, atendiendo sólo al fomento de sus colonias y cultivos de sus chacras, dieron en hacer frecuentes incursiones por toda la provincia del Guayra, para cautivar indios salvajes, a que llamaron malocas, y trabaron notablemente los progresos de estas doctrinas, embarazando de mano armada la propagación del evangelio. No obstante lo terrible de esta persecución, aumentó el número de los misioneros.

Diego de Salazar, Cristóval de Mendoza, Francisco Díaz Taño, José Domenech, Justo Mansilla, Juan Suárez, y otros que la piadosa liberalidad de Felipe III hizo venir de España a sus expensas, aprovechando los instantes de treguas, fueron agregando nuevos hijos a la iglesia. Declarado el padre Montoya superior de aquella misión en lugar del venerable Cataldino, subió con éste y Salazar hacia los años de 1622 por el río de Tibajiba, entraron en la provincia del Ibitirimbetá, que se interpreta cerro con barbas de rostro humano, por otro nombre Tayaty, y fundaron la tercera reducción del Guayra, llamada San Francisco Xavier, en el territorio del cacique Candicé.

El dicho padre Montoya y Cristóval de Mendoza dieron principio a la doctrina de la Encarnación, el año de 1625, en el Nuutinguy, al   —43→   oriente de San Xavier, tierra áspera y montuosa, habitada de muchos gentiles de la misma nación y lengua. Juntáronse aquí las parcialidades de varios caciques de fama, entre otras la del famoso Pindobiyú o Dobiyú.

El mismo padre Montoya, acompañado ya de uno, ya de otro de aquellos fervorosos misioneros, fue el que exploró el país y fundó en los años sucesivos hasta el número de trece floridísimas y grandes reducciones; a saber, en la provincia del Tucuty, situada en medio de los Ibitirimbetá y Guayra, y cercada de los ríos Huybay y Tibajiba, la de San José, año de 1625; la del apóstol San Pablo (1626) en el río Iñeay, lindero de las provincias de Tayaty y Tayaoba; las de San Miguel en el Ibitirucú o Ibianguy; y la de San Antonio en el Ibiticoy (1627). En ellas se agregaron los indios Camperos, que poco antes habían intentado dar muerte a sus mismos bienhechores, particularmente a Francisco Díaz Taño, natural de las islas Canarias, sujeto de gran virtud y ejemplar vida.

En dicho año de 1627 se fundó la de los Siete Arcángeles en la provincia de los Tayaobas, nación de las más belicosas, y de dura cerviz, que costó al infatigable celo del padre Montoya hasta tres entradas de sumo trabajo y riesgo, en que hubo de perder la vida varias veces. En esta gran residencia se incorporaron los habitantes del reino del Guarayrú, vecinos de ella, y la nación de los Cabelludos.

La de la Purísima Concepción empezó en 1627, en el pueblo de Sobí o Zoé, cacique de los Guayanás, indios de singular hermosura y buena talla, oriundos de unos españoles que naufragaron en aquellas costas. Sus facciones, color, valentía y ardides militares no desmentían esta tradición muy recibida entre ellos.

Por el mismo tiempo, la de San Pedro en los Pinares, territorio también de los Guayanás, entre las de San Pablo y de los Ángeles de Tayaoba, sobre la elevada meseta de los cerros contiguos, que sirvió de cementerio general en una peste que hubo en tiempos remotos, tomó el título de Santo Tomás. En ella se redujeron en breve al pie de 4.000 almas de las gentes más indómitas y feroces de todo el pago. Y finalmente, hacia los años de 1628, se fundó el pueblo de Jesús María sobre las altas y escabrosas serranías del cantón de Guiravera, cacique de los de mayor consideración, que fue conquistado y reducido al gremio de la iglesia con toda su parcialidad. Esta reducción fue como el último   —44→   triunfo de la fe en la provincia del Guayra. A los principios la invadieron los paulistas, y aunque se reedificó el año siguiente de 1629, fue nuevamente destruida con todas las otras el de 1632, cuya lastimosa catástrofe vamos a resumir.




ArribaAbajoDestrucción de las reducciones de la provincia de Guayra por los vecinos de la ciudad de San Pablo

Por los años de 1554 tuvo origen la ciudad de San Pablo, célebre por sus delitos, en aquella reducción de los indios Guaranís, que bajo la advocación del Santo Apóstol formaron los primeros jesuitas del Brasil en el Piratingua, doce leguas tierra adentro de San Vicente. Reuniéronse en ella los malhechores que de Portugal desterraban a la América, y después se aumentó el número de sus colonos con los piratas holandeses, que conquistaron parte de aquel reino, y de varios bandidos de otras naciones, que huyendo del rigor de las leyes, como dice una ilustre pluma, y llevados del atractivo de la independencia, buscaron la inmunidad de sus maldades y graves delitos en la espesura de aquellos bosques, naturalmente defendidos de la empinada serranía del Paraná-piazaba, que quiere decir vista del mar.

De este modo se formó aquella república de facinerosos y delincuentes, que arboló bandera contra la humanidad, no siendo otra su constitución que la impunidad, el libre uso del robo, las violencias y atrocidades.

Como aventureros y extraños en el país, desnudos de otro recurso que el de la fuerza, imitaron la conducta de los primeros romanos, robando para mujeres propias a las indias. El feliz éxito de estas primeras empresas, a que en cierto modo les daba lugar la necesidad, y su innata propensión a ejercitarse en expediciones criminales, los llevaron a emprender por los campos aquellas invasiones tiránicas que denominaron malocas, con el objeto de cautivar indios salvajes para el cultivo de sus tierras y venderlos como esclavos a los hacendados del Brasil.

Despoblaron de esta manera los Mamelucos los contornos de la ciudad de San Pablo, destruyendo primero aquellas numerosas reducciones que plantaron los jesuitas del Brasil; y siguiendo el fatal sistema de   —45→   una política no menos destructiva del género humano que de la religión, se extendieron en los años siguientes a las vastas provincias del Guayra y Tape, y fueron acometiendo una a una todas las reducciones, con igual furor y tiranía, al paso que las iban formando los misioneros, sin perdonar las mismas ciudades de los españoles, Villa Rica del Espíritu Santo, Ciudad Real y hasta Santiago de Xerez, que quedaron finalmente abandonadas y desiertas.

Como la dispersión de los indios por los montes en tiempo de su paganismo, y su género de vida errante y vagabundo, diesen facilidad a los paulistas para esclavizarlos, luego que la Compañía los fue reduciendo a sus doctrinas para instruirlos más fácilmente en los sacrosantos misterios de la religión, vinieron a ser de este modo un mayor objeto de interés, y un blanco más seguro de los funestos tiros de su codicia.

Por esta razón, establecidas el año 1610 las dos primeras reducciones del Guayra, fueron desde aquella época más frecuentes las malocas en aquella provincia. Crecían a proporción de los pueblos los esfuerzos de los Mamelucos, que, como zánganos hambrientos sobre los dulces panales, daban en aquella recién nacida cristiandad, abusando de su deplorable desolación.

Mas cuando se desataron las furias todas del abismo fue hacia los años de 1628 y 30, que, desparramándose en diferentes cuerpos de ejército, atacaron a cara descubierta las reducciones más avanzadas de San Antonio, San Miguel, San Francisco Xavier, Jesús María y otras; y a manera de aquella furiosa inundación de los bárbaros del norte, bajo la conducta de Atila, lo llevaron todo a sangre y fuego, matando a los infantes, ancianos, enfermos, y todo aquel que no les podía seguir, y reservando únicamente para esclavos a los que pudiesen vender a subido precio. Destrozaron las casas, saquearon las iglesias con sacrílego desacato, y entregando finalmente a las voraces llamas los tristes despojos de aquellos pueblos desdichados, para no dejar a la posteridad vestigio alguno de su extraña barbarie, se retiraron cargados de un rico botín y de una tropa considerable de inocentes que perdieron su patria y libertad. Que por aquella época vendieron los paulistas en el Río Janeiro 60.000 indios esclavos, consta de información dirigida a Su Majestad por don Estevan Dávila, quien estuvo en aquel puerto de paso a su gobierno de Buenos Aires, el año de 1637.

Perseguidos por todas partes los miserables indios, los que tiraron a escapar de aquella tremenda catástrofe se fueron recostando hacia las orillas del Paraná, buscando amparo en las reducciones de Loreto   —46→   y San Ignacio, que, como más interiores, fueron las únicas que pudieron librarse de la común destrucción por las paternales providencias de los misioneros. Los padres Simón Maceta y Justo Mansilla, como buenos pastores que no desamparan el rebaño a la venida del lobo rapaz, fueron en seguimiento de sus ovejas perdidas, y llegando a la ciudad de San Pablo expusieron sus fundadas quejas, pidiendo a nombre de Dios y del Rey la debida reparación de tales daños. Mas los tribunales de aquella república, sordos a tan justas reclamaciones, se declararon a favor de los raptores y condenaron a los inocentes.




ArribaAbajoTranslación de las reducciones de Loreto y San Ignacio del Guayra al Yabebiry

Con este desengaño el padre Francisco Vázquez Trujillo, Provincial entonces del Paraguay, y que acababa de visitar en aquellos días las reducciones, viendo con sus propios ojos la destrucción y estragos de San Xavier, entró a hacer serias reflexiones sobre el remedio de aquella lastimosa calamidad; y subiendo a buscar las causas en su origen, las encontró en la proximidad de la ciudad de San Pablo, en su constitución y designios, en su inexpugnable situación, en la malvada raza de sus moradores y en el fatal sistema de su codicia; consideró la desolación de las comarcas circunvecinas, la ruina de las misiones del Brasil y los rápidos progresos de aquella general devastación. Pasó a la Villa Rica del Espíritu Santo y Ciudad Real, que como pueblos de españoles podrían servir de dique al torrente, y halló que soplaba el mismo aire y había cundido el contagio.

La enfermedad por otra parte era de las inveteradas e incurables; subsistían las mismas causas y estaba cerrada la puerta a los recursos que únicamente podían venir de la Asumpción, y eran embarazados por la distancia. Combinados estos antecedentes, dedujo el Provincial ser necesaria la translación de las dos únicas reducciones que habían quedado, con toda la gente que se había acogido a ella, si se quería evitar su forzosa ruina. Persuadido de la evidencia de este razonamiento, no se detuvo en reparos; dio desde luego las convenientes disposiciones, y dejando al cuidado del padre Ruiz, superior actual de aquellas misiones, la dirección de la obra, se encargó de alcanzar el justo permiso de la Real Audiencia de Charcas.

Resuelta la emigración de la colonia como único medio de salvar las   —47→   reliquias del común naufragio, aunque en la ocasión concurrían grandes dificultades, debiendo ser la retirada aguas abajo del Paraná para ponerse al abrigo de otras reducciones que, como veremos, había formado la Compañía a lo largo de este río, y arrimarse a la Asumpción, se trató con diligencia del corte y fábrica de canoas, se formaron con ellas hasta 700 balsas, se acopiaron algunas provisiones, recogieron los vasos sagrados y ornamentos, dejando las iglesias bien cerradas para que no fuesen albergue de fieras; cada familia o individuo cargó sus pobres muebles, y dirigido por el padre Montoya y otros jesuitas, entre la confusión y natural sentimiento que trae consigo el perpetuo y forzado destierro de la amada patria, emprendió su navegación por diciembre de 1631 aquel afligido pueblo, compuesto de 12.000 almas.

Perdidas todas las esperanzas del botín, enderezaron sus miras los paulistas contra los españoles de la Ciudad Real y Villa Rica del Espíritu Santo, quienes, llevados de un vil interés y una falsa política, no habían dejado de favorecer sus antiguas malocas; y fue tanto lo que les incomodaron, que se vieron también obligados poco tiempo después a transferirse de la otra banda del Paraná donde subsisten. De este modo quedó desierta la fértil provincia del Guayra. A la entrada de sus primeros conquistadores contaba su territorio más de 200.000 habitantes, y en el día sólo ha quedado el sitio donde estuvo Troya.

A los dos días de marcha, por medio de ciertos indios que se atrasaron en recoger su matalotaje, se supo nueva invasión de los Mamelucos, que, noticiosos de la meditada fuga de aquella gente, precipitaron las jornadas para caer sobre las reducciones; y rabiosos de haber malogrado la presa por su tardanza, llenos de furor y despecho, pegaron su enojo contra aquellos pueblos desamparados, contra los templos que eran bastante sumptuosos, capaces y de preciosa arquitectura, y no dejaron piedra sobre piedra.

La flota de balsas continuó su navegación sin particular suceso, y a los pocos días llegó a las inmediaciones y estrechuras del Salto grande del Paraná. Aquí se les agregó otra multitud de indios fugitivos de la provincia del Tayaoba, que se había acogido al asilo del gran santuario de Nuestra Señora de Copacabana en el Pequiry. En este paraje se habían reunido y fortificado varios vecinos de la Ciudad Real, resueltos a impedirles el paso a toda costa, no llevando a bien la despoblación o abandono de sus tierras, o lo que es más probable, por el interés que tomaban en las malocas. Mas la prudencia del padre Montoya, jefe de aquella escuadra, con una discreta amenaza de sus fuerzas, supo vencer aquel obstáculo, que no pudieron superar los pacíficos medios de la política que empleó hasta tres veces, valiéndose de emisarios.

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En el Paraná se forma esta gran catarata, conocida comúnmente por el Salto grande, cuya navegación es impedida por el largo trecho de 20 a 25 leguas por sus horrorosos despeñaderos y remolinos. Los jesuitas la tentaron sin embargo, pero de 300 balsas que arriesgaron y algunas canoas sueltas, ninguna salió a salvamento, y todas se estrellaron contra las rocas en la impetuosa rapidez de aquel torrente. Fueles, pues, indispensable seguir su ruta por tierra, abriendo montes, vadeando ríos y doblando asperezas de serranías, hasta pasar aquel tramo del Paraná que deja de ser navegable, en que gastaron ocho días. Renovaron en este paraje la penosa faena de la construcción de las balsas, y emprendieron segunda vez la navegación hasta el río Yabebiry en la ribera oriental del Paraná, donde reedificaron las dos reducciones por junio de 1632: Loreto de parte del austro, y San Ignacio de la del aquilón, cosa de una legua dentro de la barra de dicho Yabebiry.

Llegados al sitio donde se debía sentar el real, huyendo del fuego de la guerra, dieron en una terrible peste que trastornó los trabajos de aquella romería. Las humedades, los aires corrompidos de los montes, los malos alimentos, el hambre, la miseria y aflicción de espíritu que acompañan siempre a un pueblo fugitivo y en desorden, aumentaron su intensidad. Los síntomas se explicaban en una general disentería, que quitó la vida en poco tiempo a la sexta parte de aquella multitud, haciendo sus mayores estragos en los de menor edad. Mucho tuvieron aquí que padecer aquellos sacerdotes, y no fue poca su angustia al oír las lástimas y llantos de los pequeñuelos que pedían pan y no había quien se lo repartiese. El uso de cierta planta muy abundante en las playas del Yabebiry, llamada perejil marino o sargazo, mitigó mucho el progreso de la epidemia, y aun la cortó del todo, sirviendo no sólo de particular específico, sino también de alimento nutritivo y gustoso en aquella carestía general.

Mudada la figura de muerte y palidez del rostro con el antídoto simple del sargazo, y con algunos auxilios que enviaron las otras reducciones del Paraná y varias personas caritativas de Santa Fe y Corrientes, empezaron todos a respirar, y los indios se dedicaron al roce de los bosques, corte de maderas, cultivo y siembra de los campos, fomentando por todas partes la cría de ganados y aves. Estos pueblos mudaron varias veces de situación en lo sucesivo a causa de lo húmedo y enfermo del paraje, aunque siempre en corta distancia, hasta que Loreto el año de 1686, y San Ignacio en 1696, se colocaron donde están hoy, el primero al sur y el segundo al norte del mismo Yabebiry, distantes dos leguas uno de otro.

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Desde el referido Salto del Paraná, el fervoroso padre Montoya, no queriendo dejar atrás la provincia de los Itatines, poblada de innumerable gentilismo, destinó a ella a los misioneros Diego Rancionier y Justo Mansilla. Daba principio este gran territorio en la cordillera y pueblo de Mbaracayú y, terminando a occidente en el río Paraguay, se tendía por los llanos de la nueva Xerez, facilitando la entrada a las provincias del Chaco y Chiriguanos. Los padres hallaron la tierra tan bien dispuesta, que agregados otros dos operarios más, Ignacio Martínez y Nicolás Hernacio, con algunos ornamentos, vasos sagrados y hasta una campana de las que traían del Guayra, echaron en breve los fundamentos de cuatro populosas reducciones, acudiendo desde ellas al beneficio de los españoles de Xerez. Juntáronse en ellas los Guatos, Ibitiriguarás, Serranos, Payaguás, Chiriguanos y otras muchas naciones, las cuales habían resistido fuertemente en lo antiguo al poder de las armas, y aun tomaron algunas banderas que conservaban por trofeo de su valor. Llamaban a los misioneros crucíferos, por las cruces que llevaban en las manos, y anhelaban por ellos en su país; mas la falta de sujetos hizo que no se les pudiese favorecer, cuando la muerte les arrebató muy a los principios dos de ellos: Rancionier y Hernacio. Los paulistas, después de la transmigración de los Guayreños, penetraron también a esta provincia, saquearon a Santiago de Xerez y despoblaron las nuevas reducciones, recogiéndose muchos de los neófitos a unas asperezas donde, juntos en otra doctrina, se les continuó la instrucción religiosa.




ArribaAbajoMisión del Paraná

Los jesuitas Marcier de Lorenzana y Francisco de San Martín partieron para esta misión en 16 de diciembre de 1609, ocho días después que los padres Cataldino y Maceta emprendieron la suya en la provincia del Guayra, como se ha dicho. Los indios Paranás, llamados comúnmente Canoeros, por la frecuente navegación que hacían en canoas, habitaban aquella horqueta o gran cantón que comprenden entre sí los más famosos ríos Paraná y Paraguay contra el Tebicuary, arroyo también considerable que cierra la comarca al septentrión, corriendo de oriente a occidente.




ArribaAbajoReducciones de Yuty y Caazapá

Muy amantes los Canoeros de su natural libertad, no se hallaban   —50→   bien con el yugo español, y desde el tiempo de la conquista se habían rebelado varias veces, manteniendo muchos años obstinada guerra, en que su valor y osadía hicieron tener en varias ocasiones la subversión total de la provincia. De este pueblo era aquel famoso adalid que dijimos arriba se atrevió a desafiar al caudillo español Hernando de Arias; y elevado este capitán años después al gobierno, tentó de nuevo la mano con estos bárbaros, y salió derrotado con pérdida de la mitad de su gente. Antes del Tebicuary se hallaban las dos residencias de Yuty y Caazapá, recién formadas por el venerable padre Luis Bolaños, compañero y comisionado de San Francisco Solano, lustre de la ciudad de Montilla, su patria, y uno de los primeros que pasearon estas provincias, convirtiendo las naciones con su predicación. Los indios reducidos se mostraban más dóciles, pero del Tebicuary en adelante costaba no poco guardar la frontera; y ésta se consideraba cerrada enteramente, por cuya causa no se habían destinado misioneros a ella.

Llegado ahora el término de la conversión de aquel gentilismo, Arapisandú, cacique principal que señoreaba la región, abrazó la religión católica, alzó la mano de las hostilidades y con alguno de sus vasallos pasó a la Asumpción y negoció finalmente con el gobernador Hernando Arias y el Provincial de la Compañía que se le diesen los misioneros referidos, no sin alguna repugnancia del Obispo, que desconfiaba de la empresa. Los padres se pusieron luego en marcha, guiados de Arapisandú; tocaron en el pueblo de Yaguarón, cuyo cura les acompañó algunos días y les sirvió de mucho por la gran autoridad y reputación que tenía en toda la tierra, y llegaron la víspera de Navidad a la toldería del cacique, donde celebraron, debajo de una chozuela o portalillo, el nacimiento del hijo de Dios, y dijeron la primera misa con notable admiración de los infieles.




ArribaAbajoReducción de San Ignacio-guazú

Pasaron de allí al Itaguy, pueblo del cacique Abacatú, que con todos los indios de su parcialidad les salió a recibir colmado de gozo; y divulgada por último la llegada de tales huéspedes, vinieron a visitar y saludar a los padres los demás reyezuelos o caciques del partido, entre ellos el célebre Tabacamby, superior a todos, y como el jefe de las armas en el Paraná. Hubo no pequeños debates sobre la elección del puesto, porque se les hacía duro abandonar el que habitaban; tanto que el padre Lorenzana tuvo que mandar varias veces con su autoridad para sosegarlos, hasta que, hallado   —51→   después de algunos días un terreno alto de linda vista, buenas tierras y aguas, llamado Yaguaracamigta, fue elegido con aprobación general, y se estableció en él a entrada del año de 1610 la primera y más antigua reducción que tuvieron los jesuitas en aquellas provincias, honrándola con el nombre de San Ignacio-guazú. Según Azara, parece que a los 18 años se mudó a donde está hoy la Capilla de San Ángel, y 40 después, donde subsiste, habiendo sido consagrada su iglesia el año de 1694.

Este pueblo de San Ignacio, a que se añade comúnmente la partícula guazú, que quiere decir grande, para diferenciarlo del otro del Guayra, tuvo al principio, como toda obra buena, varias y fuertes oposiciones. Los indios se rebelaron varias y frecuentes ocasiones, y tuvieron que retirarse los misioneros, viniendo por dos veces tropas de la Asumpción para sacarlos del apuro. Mas el padre Lorenzana aguardó con constancia, sin que el miedo le hiciese desamparar sus ovejas, viéndose rodeado de tantos peligros.

Muchos indios desertaron de aquellos alborotos, y se acogieron a los montes de Yuty, de donde los sacó la pastoral solicitud del padre Bolaños, agregándolos a sus reducciones, que recibieron de este modo notable incremento, y que después llevaron a su último punto de perfección, en que hoy subsisten, los padres Gregorio Osuna y Alonso Velásquez, el primero de ellos especialmente, que fue más de 40 años cura de las citadas reducciones de Yuty y Caazapá.




ArribaAbajoEncomiendas y servicio personal

Uno de los mayores impedimentos que tuvo el padre Lorenzana en la reducción de estos indios, y que en general embarazó más los progresos de la fe en toda la América, fue la introducción de las encomiendas o servicio personal, que todo viene a ser lo mismo, por cuyo motivo parece conveniente dar alguna luz sobre esta materia. Desde los primeros tiempos de la conquista fue costumbre en los indios remunerar los servicios de los españoles beneméritos, repartiéndoles los gobernadores o audiencias un cierto número de indios, por ejemplo, los de tal feligresía o reducción, a que llamaban desde entonces encomienda, los cuales acudían con aquel tributo que sólo debían en calidad de vasallo a su legítimo soberano. Esta práctica fue reprobada por injusta en tiempo de Carlos V, con junta de teólogos y juristas, donde se ventiló el punto, y la prohibió su real piedad   —52→   en cédula de 20 de junio de 1523, hecha en Valladolid, confirmando después su hijo Felipe II la misma determinación, como origen de grandes males.

A pesar de los reales mandatos, la moral mundana, fecunda siempre en recursos y temperamentos, halló modo no sólo de violar tan justas restricciones, sino también de proponer las encomiendas como útiles y aun necesarias a los indios; de modo que prevaleció, y ha subsistido, tan pernicioso abuso, considerado conveniente al bien temporal y espiritual de los mismos indios. De esta suerte se entablaron las encomiendas en la mayor parte de las Américas, y si los encomenderos se hubieran contenido en sus justos límites, no hay duda que hubiese sido otra la prosperidad de la religión y del estado, particularmente en las gobernaciones del Paraguay, Río de la Plata, Tucumán y Chile.

No contenta la codicia de los encomenderos con los intereses de aquella contribución anual, convirtió bien presto la gracia de su rey en daño considerable a toda la nación, haciendo que los indios de su doctrina o repartimiento pasaran a servirles personalmente con sus mujeres e hijos por todo el tiempo de su vida, desde que podían andar, y esto del modo más inhumano y despótico que cabe en la imaginación más cruel. Esta especie de esclavitud se llama servicio personal. La gloria de su extinción se debe al señor don Felipe III, el Piadoso, a solicitud de don Juan de Salazar, portugués hidalgo, vecino del Tucumán, que pasó a la corte con tan cristiano objeto; y particularmente por los esfuerzos de la Compañía de Jesús del Paraguay y de su Provincial, el venerable Diego de Torres Bollo, que doblaron y repitieron sus instancias con heroico tesón hasta ver enteramente abolido el referido servicio personal. Y ésta parece fue la razón de donde brotaron tan tremendas persecuciones como las que padecieron los jesuitas en aquellas provincias, siendo de todas ellas la causa los encomenderos, que, como gente poderosa, tenían en todas partes eficaz influjo.

En esta virtud, por real cédula fecha en Valladolid a 24 de noviembre de 1601, se prohibió severamente el servicio personal, que tan graves daños causaba a los indios, e impedía su conversión. Así para el debido cumplimiento de esta ley, como para remediar las vejaciones y perjuicios que habían recibido los de Chile con esta servidumbre, se creó la Real Audiencia de aquel reino, destinando con el mismo fin a las provincias del Tucumán, Río de la Plata y Paraguay, de visitador general, al licenciado Alonso Maldonado de Torres,   —53→   presidente a la sazón de Charcas, como manifiestan otras dos cédulas de Felipe III, expedidas en 2 de octubre de 1605, y 27 de marzo de 1606, a consecuencia de no haber surtido la primera el deseado efecto. Ocurrieron entonces a dicho presidente varios embarazos que le obligaron a diferir su visita, y elevado por último a la plaza de Oidor del Supremo Consejo de las Indias, fue nombrado en su lugar, tres años después, el licenciado don Francisco Alfaro, del mismo tribunal de Charcas, y antes del de Panamá, sujeto de prendas muy recomendables, que había desempeñado otras comisiones con notoria satisfacción y celo por el real servicio.

Reunidos en Santa Fe el visitador Alfaro y don Diego de Marín Negrón, que desde fin de 1609 llevaba el timón de los negocios en el Paraguay, se embarcaron juntos en aquel puerto, y a principio de 1611, acompañados del Provincial de la Compañía, Diego de Torres, y los jesuitas Moranta, Montoya, Xavier Urtaner y Pedro Romero, llegaron felizmente a la Asumpción.

Después de varias juntas y conferencias de los sujetos más justos y doctos, compuso el visitador don Francisco de Alfaro un código de sabias leyes, por las cuales, conforme a los sentimientos humanos de nuestros católicos monarcas, se derogaba el servicio personal de los indios, que como se dijo no era otra cosa que una verdadera esclavitud. Entraban éstos en su libertad natural, cortando de raíz los excesos, violencias y abusos; se establecían puntos importantes de política, educación y buen gobierno, en alivio todo de los indios; y finalmente se arreglaban con la mayor moderación y humanidad los tributos, tasado el de cada persona en el valor de cinco pesos al año o un mes de servicio, pudiendo el indio satisfacer su cuota en frutos del país, procurando resarcir a los naturales parte de los agravios y opresiones que habían experimentado.

Publicáronse estas ordenanzas por el mes de octubre de 1611, y aunque fueron dictadas con todo conocimiento y experiencia, y eran el único medio de atajar aquellos desórdenes, no dejaron de ser contestadas fuertemente desde el principio. La continua oposición de los encomenderos, que, creyéndose ofendidos y defraudados de sus principales derechos, gritaban levantando las manos al cielo, tuvo forma de envolver en su injusta queja a los cabildos y ayuntamientos de los pueblos, y éstos apelaron de ellas con tesón en diferentes épocas, dirigiendo sus recursos y representaciones a las audiencias de Chuquisaca y Lima, y aun hasta el Supremo y General Consejo de las Indias, nombrando al intento los agentes y procuradores   —54→   más hábiles, y autorizados con poderes amplios, grandes recomendaciones y mucha plata, que no es la menor. Sin embargo de las furias de estas tempestades que se levantaban de tiempo en tiempo, prevalecieron las ordenanzas por su justicia, con singular gloria del autor, y siendo plenamente confirmadas por los señores reyes Felipe III y IV, sin otra restricción que la de aumentar el tributo de los indios a diez pesos, o dos meses de servicio personal, se insertaron en la Recopilación de las Leyes de Indias, a la ley 6, título 17, que es todo formado de dichas ordenanzas.

Terminada esta digresión sobre las encomiendas, que nos ha parecido importante, volvamos a tomar el hilo de la misión del Paraná. Los indios de este río, desde su primera rebelión del año de 1556, defendían la entrada por el lado del Paraguay con aquel empeño que les inspiraba su envejecido odio a la nación española; y aunque algunas veces fueron vencidos y derrotados, otras quedaron triunfantes de nuestras armas, y nunca sujetos, infestando siempre y embarazando la navegación de aquellos ríos, e invadiendo la ciudad de Corrientes, por sostener con obstinación los fueros de su natural libertad. Igualmente los del Uruguay, no menos celosos de su primitiva independencia, mantenían rigorosamente cerrada aquella puerta de Buenos Aires, sin permitir de forma alguna, unos y otros, que planta española hollase el suelo del país; antes por el contrario, habiendo el gobernador Hernando Arias de Saavedra, con más empeño que sus predecesores, intentado por ambas partes su conquista, le obligaron los del Uruguay a retroceder con pérdida de 500 soldados, y los del Paraná de la mitad de su milicia, que era poco menor, sin haber podido domar la altivez orgullosa de aquellas naciones, como dijimos antes.

Igual obstinación y repugnancia halló en la reducción de estos individuos el padre Lorenzana, siendo todo el fundamento de su terquedad y obstinación el recelo de ser reunidos en pueblos y empadronados para sufrir el insoportable yugo del servicio personal, como la experiencia de las reducciones formadas, a que se habían agregado sus propios hermanos, les ponía delante de los ojos. Aquel gran cacique Tabacamby, de que hemos hablado, se lo manifestó así al misionero, haciéndole la objeción de que todo el gentilismo del pago se convertía y abrazaba desde luego la religión católica, pero que no se les había de abrumar con la tiránica opresión del servicio personal, que era todo el objeto de su odio y aversión a los españoles y la única causa de su antigua enemistad, que les había obligado a sostener la guerra sin dejar las armas de la mano.

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El jesuita, deseoso de allanar los caminos de la predicación del evangelio, sin embargo de conocer se tocaba una de las teclas más delicadas, dio su palabra a Tabacamby, llenándole de esperanzas y seguridades sobre el cumplimiento de sus nuevos deseos; y proponiendo el punto al Paraguay, fue confirmada su resolución, que también aprobó después el virrey del Perú, y los indios fueron en consecuencia asegurados con toda solemnidad, a nombre del Rey, de ser incorporados a su real corona, ratificando además esta deliberación la clemencia de Felipe IV, con la particular gracia de que los indios del Paraná y Uruguay quedasen exentos de todo tributo en los primeros diez años de su reunión al gremio de la Santa Iglesia.

La discreción de esta palabra o promesa que se dio a los indios, observada siempre después con religiosa fidelidad, no sólo dio firmeza al establecimiento de San Ignacio, hasta allí vacilante y dudoso, sosegando las turbulencias de la comarca, haciendo que se agregase multitud de indios a este pueblo, especialmente los que andaban dispersos, escarriados por los bosques de resultas de los últimos alborotos, sino también concilió los ánimos de los primeros caciques y parcialidades, y en general dispuso toda la tierra para la facilidad de nuevas expediciones apostólicas, que practicaron los sucesores de dicho padre Lorenzana.

Fueron éstos los padres Baltazar Seña, Pedro Romero y Roque González de Santa Cruz; los dos primeros se retiraron a poco tiempo, siendo destinados el padre Seña a la misión del Guarambaré, donde terminó su vida, y el padre Romero a la de los Guaycurús, que había antes abandonado por la extraordinaria fiereza de aquellos bárbaros que le obligaron a ello. Sucediole el padre Francisco del Valle, que trajo también la idea de aprender el guaraní con el magisterio del padre González, que era entonces el más inteligente de toda la provincia. Era éste natural de la Asumpción del Paraguay, pariente cercano del gobernador Hernando Arias; había sido sacerdote muy antiguo del obispado, y hacia la mitad del año de 1609, huyendo del mundo, entró en la Compañía de Jesús, y después de 20 años de trabajos apostólicos coronó su carrera con la palma del martirio en la provincia del Caró, en la banda oriental del Paraguay.

El pueblo de San Ignacio tenía entonces 9 cuadras, con 6 casas cada una; éstas eran de 120 pies geométricos (o en cuadro) y se hallaban divididas en 6 lances de a 20 que era la habitación de cada familia. El padre lo hizo edificar al estilo de los pueblos españoles, con nueva iglesia, en los dos años de 1613 y 14, y salió tan vistoso que   —56→   fue la admiración de los indios, sirviéndoles de incentivo eficaz para que muchos se redujesen. Hizo entablar a los catecúmenos una vida nueva y racional; introdujo en ellos los azotes con la sagaz industria de darlos primero al niño español que le servía, advirtiéndoles que éste era el modo que tenían los Carais, o blancos, de criar bien a sus hijos. Este ardid fue tan bien recibido, que se hizo general, extendiéndose su uso a los indios mayores, y aun a los constituidos en alguna dignidad o empleo, debiendo agradecer con humildad la corrección, diciendo: Aguyebe, Cherubá, chemboará gua a teepé, que es lo mismo que «Dios te pague, padre, que me has dado entendimiento o luz para conocer mis yerros».

El padre Provincial, Diego de Torres Bollo, fundó a fin de 1613 la doctrina de San Ignacio, y dio nuevas instrucciones para su régimen, que fueron seguidas y adoptadas después de todas las otras.



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