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A traque barraque

Alonso Zamora Vicente



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   Quiero, para terminar,
cuando estoy al borde célebre de la violencia,
o lleno de pecho el corazón, querría
ayudar a reír al que sonríe,
ponerle un pajarillo al malvado en plena nuca,
cuidar a los enfermos enfadándolos,
comprarle al vendedor,
ayudarle a matar al matador -cosa terrible-
y quisiera yo ser bueno conmigo
en todo.



(César Vallejo, Poemas humanos).                




Habla poco, escucha asaz, y no errarás.



(Correas, Vocabulario de refranes).                






  —9→  

ArribaAbajoInfusiones

Tertulia de la farmacia. Rebotica con innumerables cajitas -los específicos, ah, los específicos, dice reiteradamente doña Antoñita, la hermana del párroco-, y un estante con los formularios y el Diccionario de la Farmacopea española, Madrid-Barcelona, 1856, y un almanaque de propaganda: «Agua del Barrancón. Eupéptica. Tónica. Ferruginosa. Manantiales propios. Única contra las melancolías y los trastornos de la adolescencia». Don Facundo, el boticario, que hace mucho tiempo que le da lo mismo una cosa que otra, qué me van a contar a mí, yo, pues yo, que a mí no me la dan, que donde estén las infusiones, vamos, que no hay nada mejor, a ver si no, qué le pasó a don Rafael cuando se cayó del segundo piso, sí, su hermano, doña Antoñita, cuando perseguía al gato del herrero y se cayó sobre el emparrado del jardín, ¿eh?, ¿qué le pasó?, ¿eh? Pues, que si no es por las infusiones que yo le preparé, que palma, sí, señor, ya lo creo que palma, a buenas horas tanto vendaje y tanta... No, no se asuste, doña Antoñita, no voy a decir una mala palabra. ¡Hombre, delante de usted!... Pero, a lo que estamos: infusiones, infusiones... Y don Facundo, que ya   —10→   tiene tres duros y medio de edad y no ha pasado ni siquiera el sarampión, se echa un trago de salicaria nueva, con menta y con salvia, y con yerbaluisa, excelentes para los trastornos intestinales -ayer cené demasiado, tuvimos invitados, y ya se sabe, con los invitados...-, y mano de santo para la excitación nerviosa, no hay nada como esto, si lo sabré yo, igual que la menta y el orégano para el insomnio, y la flor de mandrágora para, bueno, a usted qué le importa para qué sirve la mandrágora, sería usted capaz de tomarlo a broma, y a mi edad... Y a veces acude a la tertulia, ya la tardecita cayendo, don Secundino, que estuvo de cabo primero en Filipinas, cuando lo de Cavite, ya nadie le hace caso, sus medallitas en la solapa, una geografía confusa, mil veces repetida, Barcelona, Suez, Adén, Malacañang, Caravaca, el monte Igueldo. Y también aparece por allí don Constancico, el secretario nuevo, que es de Jaén -este tío de Jaén siempre está de guasa, susurra muy misterioso el boticario- y le gusta sacar de quicio a don Secundino, y le dice que eso de Filipinas es un cuento, y que ya está bien, y a ver si cambiamos el disco, y que a ver si nos enteramos que para ir a Filipinas se pasa por Vigo, menudo puerto de mar... Y Constancio pone a todos nerviosos, sale al mostrador cada vez que entra una mozuela a comprar algo, y le hace propaganda de la receta y disfruta la mar pesándolas una y otra vez. Hoy estás más delgada, ¿a ver?, vuélvete, cada ocurrencia, y mucho, mi niña, hay que cuidar esta cinturita, mi niña, ¿eh?, vaya por Dios, has engordado en una semana, hijita... Y dale que te pego, y doña Antonia mueve el pie, algo irritadilla, y don Secundino entreabre la boca y la baba le resbala por la comisura de los labios, aquiescente Jesús, Jesús, este secretario, en mi tiempo... Y don Facundo invoca a sus tres duros y medio y afirma que lo cazan, vamos que si lo cazan, y, como lo cacen, la de infusiones   —11→   que se va a tragar éste, como me llamo Facundo que antes de un año tenemos boda. Como le pasó a don Silverio, el maestro, que llegó bromeando (y eso que es de Fregenal, que no debe ser mala tierra del todo), y ¡zas!, se quedó, y ahí está, lleno de críos y aficionado a la manzanilla amarga en ayunas. Vivir para ver. Claro que la Sonsolicas la de don Casto... Cualquiera no, con la Sonsolicas...

Y tarde tras tarde, lo mismo. Vengan o no el médico, y el practicante, y la maestra, y la dueña del estanco, viuda de un héroe del Ebro, y Federico, que se ha hecho sastre de París por correspondencia, y Honorato, el telegrafista, que sueña con un mano a mano en la televisión con Adamo, ya tiene preparada la foto que va a poner en los discos, es una foto retocada, porque, la verdad, con este ojo que se queda algo atrás, así, ¿no ve?, contra el gobierno, es una pena, pero yo sé cantar mirando siempre hacia allí y no me lo notarán, ¿sabe?, cuestión de táctica, sí, señor, de táctica. Y todos escuchan admirados las virtudes del ruibarbo, de la ruda, de la mejorana, y de la celidonia, y de la matalahúva, de la adelfa seca, del polvo de adormideras con azúcar cande. Todos los días se aprende algo, modas, remedios, conjuros, trampas del juego y de los abogados, piropos, nombres de balnearios y de manantiales milagrosos, suspiros por coeficientes que no llegan, canciones de protesta, y noticias de enfermedades, de viajes, de loterías... y por qué no tienen sangre las hormigas, y por qué el ciempiés tiene tantas patas y don Crisanto, el alcabalero, solamente dos, y eso, vamos, eso es un decir... Y se habla también de «los nuevos», esa gente recién venida al pueblo.

Sí, ya lo decía don Facundo. Ahora todo va de prisa y la gente no hace infusiones porque no tiene tiempo. Y eso pasó con el «nuevo», el que vino a las obras del embalse. Pasaba hacia su casa a media tarde, en el coche, la radio   —12→   altísima, polvareda tremenda, susto de gallinas, los chiquillos juguetones y mocosos refugiándose en los quicios, ensordecedora la sirena del auto. Los contertulios se asomaban a ver cómo doblaba el coche la curva del puente y tomaba a la derecha, donde estaba el chalé. (Oiga, pronuncie usted chaléttt, que así se escribe, sostenía Adolfo el cartero.) Una desesperación, ese tío nuevo. Ni siquiera tuvo curiosidad por la procesión del último Corpus, que se estrenaron estandartes, recién bordados, y los dos guardias municipales llevaban leguis y correajes nuevos, lo que había que ver, y esta gente llegadiza... No sabemos qué infusión tomarán a media tarde, ni si les gustará poner boldo en maceración para digerir tanta carne, porque de carne, comen un rato. Y de beber, no digamos. Ya lo dice la señora Eulalia, la carnicera, y el señor Roque, el verdulero, y... y... Y don Facundo se ríe por lo bajo y profetiza, ojos entornados, el día cercano, sin duda, en que, en vista de tales excesos, él tenga que intervenir y poner al nuevo y a toda su familia a un severo régimen de infusiones. Ya vendrá, ya, como me llamo Facundo que ése viene aquí un día a pedir árnica. Y prontito, prontito.

Domingo, mediodía alto. Aire súbitamente sólido cuando el coche se paró delante de la farmacia, la radio clamorosa, los niños y el perro curioseando desde las ventanillas, medio mundo en la tienda, agolpados a la salida de misa. Y el nuevo pidió algo muy raro, Comprimidos... Carbonida... Alantoína. Acetarsol... Don Facundo se quedó lelo, con los paquetes de toronjil, de poleo, de cantueso, y de mate, en la mano, fósil la sonrisa. No, no hay de eso. Tampoco hay iodocloro-oxiquinolina o como sea eso que dice usted. Aquí no hay de eso, ¿se entera?, aquí hay... El auditorio asentía con la cabeza, tibiamente vengado de Dios sepa qué extrañas injurias. El nuevo, impasible: ¿Tampoco tiene usted   —13→   Hubermicrocetina dos? Es un diurético maravilloso. ¿Es posible que no conozca usted la Hubermicrocetina dos? ¡Caramba!, pero si no hay cosa mejor, se toma usted una cucharada y se tiene usted que levantar varias veces, hombre, no es posible... Y doña Antoñita, y Constancico, y Adolfo, y don Secundino, y Honorato (que, vaya por Dios, hoy tiene unas anginas de no te menees y no puede demostrarle al nuevo sus dotes) y Federico, que está dispuesto a copiarle las camisas al nuevo, se estremecen ante las extrañas solicitaciones. Y el nuevo prosigue, ya un tantillo malhumorado: ¿No me va usted a decir que aquí no hay más que manzanilla y yerbabuena para cocer? Y fue entonces cuando don Facundo, tres duros y medio de edad, placa de Beneficencia, perdió la cabeza y: Bueno, ya está bien. Hemos terminado. Sí, aquí hay yerbabuena, y manzanilla, y ¿qué pasa? El almanaque de propaganda Agua del Barrancón, se torció en su clavo, y la vieja escopeta de caza, herrumbrosa, de don Facundo, soltó un polvillo negruzco al ser montada de nuevo, inútilmente, el auto estaba ya muy lejos, ni siquiera se oía la radio, Señor, Señor, pretender la Hubermicrodosesa... Era la siesta crecidita cuando todavía estaba la farmacia llena de gente, amontonados chicos y grandes en la puerta, colectivo planto, Federico y Honorato y doña Antoñita revolviendo, locos, en los potes de don Facundo -salvia, romero, muérdago, azahar, tila, mágicos remedios en azul de Talavera- para calmarle la pataleta, tacita va tacita viene, seguramente ésta le calmará, me parece que era ésta la que tomaba los días de mal tiempo, hoy parece que no le hace mucha gracia, bébetela tú, Federico, hijo, no la vamos a tirar con lo cara que está el azúcar, ya me tomaré yo la próxima si tampoco la quiere, oye, Honorato, rico, a ver si ayudas y no te comes las pastillas de eucalipto, ten respeto a la muerte, que don Facundo ya no es un niño y a   —14→   lo mejor, a lo mejor... Doña Antoñita, hágame el favor de no revolver más por la mandrágora esa, que seguro que no es para estos casos, qué curiosidad, digo yo que es más importante ahora quitarle el berrinche a este bendito. Doña Ramona, la estanquera, las medallas de su difunto sobre el pecho opulento, abanicaba a don Facundo con el calendario Agua del Barrancón, Eupéptica, ay, Señor, qué sueño me da, Tónica, Eupéptica, don Facundo, póngase usted bueno, por el amor de Dios, Tónica, Eupéptica..., tónica, eupép...



  —15→  

ArribaAbajoNo somos nada

La tarjeta de visita proclamaba, en letras diminutas y en el ángulo, el quehacer fascinante: Adivino. Pantaleón Matarrubia y Holguín, con su aire desvalido y sus trajes oscuros, y sus guantes siempre colocaditos, lo mismo en invierno que en verano, era adivino. «Consulta de seis a ocho. Diaria. Sesiones populares los días siete, trece y veintiuno de cada mes. No se trabaja las fiestas patrias ni el primero de año. Para casos urgentes, buscad al sereno. Venta de abonos en la portería. Inútil aportar recomendaciones». Los amigos contaban y no acababan de sus aciertos pasmosos, de sus increíbles ganancias. Había tenido el último verano tan abrumadores éxitos, que había sido condecorado con dos grandes placas y se le había autorizado para que dictase cursos (normales, abreviados y por correspondencia) y expidiese diplomas con validez para varias universidades extranjeras. Una emoción derramada, frenética a ratos, zumbaba en el viento el día en que fue declarado hijo predilecto de su pueblo, con discursos conmovedores de doña Paquita, la Presidenta de la Liga Pro-Salvación del Paisaje, y del Delegado General de las Asociaciones de Previsión. Los antiguos compañeros de   —16→   colegio le habían pagado unos prospectos nuevos para propaganda, con fotografía, biografía resumida, máximas, pensamientos selectos, plano de su habitación...

Realmente, cómo no acudir a Don Pantaleón. En un par de semanas -una feliz conjunción planetaria, aseguraba mientras, ojos entornados, se atusaba las solapas-, allá, por mayo, había vaticinado, con enorme justeza, dos terremotos, unas cuantas revoluciones (eso sí, incruentas, hasta ahí podíamos llegar), varias muertes de Jefes de Estado, y, entre lo menudo, la subversión estudiantil en Francia, tres bodas en la vecindad y unos cuantos batacazos entre los empleados de una compañía de seguros. Una ceguera de laureles. Durante varios días, al regreso de las vacaciones, no pudo salir de casa, acorralado por el tumulto de felicitaciones, petición de autógrafos, fotografías de frente, de espalda y de perfil, entrevistas con los corresponsales extranjeros. El pobre Don Pantaleón se arregló el cuarto trastero y allí se quedó unos cuantos días: Hasta que pase el achuchón de la fama, qué barbaridad, qué gente ésta, me están quitando dotes, tanto sobar y preguntarme, ¿no cree?, como si uno no tuviese otra cosa que hacer que escuchar a periodistas y representantes de sociedades científicas, a ver, si no... ¿Cuándo me van a dejar tiempo para reconcentrarme y adivinar? Y que no se van, no, que se pasan la noche en vela haciendo cola en el portal, menos mal que, a la siesta, cuando tienen que jugar los niños, que, vaya por Dios con el ruido que arman los angelitos, ya, ya, viene un par de grises y sujeta a la multitud en la acera de enfrente. Yo aprovecho el ratito para ventilar y asomarme al balcón y oír sus aclamaciones desde lejos... Porque le digo a usted que ni aire para respirar me dejan. Una verdadera conmoción telúrica, sí, señor, una tembladera geológica. Oiga, ¿eso está bien dicho? ¿Cómo que el qué? Lo de telúrica y así... ¿Sí? Adelante. Yo necesito,   —17→   le decía, reconcentrarme, ¿me entiende?, reconcentrarme, re-con-cen-trar-me...

Y mientras Don Pantaleón silabea, va entornando los ojos y se reduce en la silla, y le entra una inquietante tiritona, y no ve, ni oye, ni se entera de nada -¡puñales que le clavasen no sentiría!, redondea Lorencina, su gobernanta, una gruesa mujer de Fuentealbilla, provincia de Cuenca, a la derecha según se va- y escupe fechas, dichas, catástrofes, reconvenciones, consejos, escondrijos, números cabalísticos, algún trozo de la Canción del pirata, el himno nacional, recetas de belleza, un estremecimiento escoltando la profanación del futuro. Un ratillo después, Don Pantaleón duerme sosegado en su mecedora de seis ritmos, regalo de una cliente favorecida con aciertos sentimentales, y Lorencina abre del todo las contraventanas y echa a la calle a los parroquianos: A ver si hacen el repajolero favor de no tirar las colillas en la alfombra, parecen ustedes caníbales... Y añade por su cuenta apostillas rotundas a los consejos pedidos, nombres de flores milagrosas, cantidades ceñidas de bálsamos y de meditaciones, normas de conducta, temporalidades de lutos, venenos, esquelas... Y, claro, a ver, si ya se lo ha dicho Don Pantaleón, hombre, ¡más claro agua!, pues estaría bueno. Pero, oiga, si no se lo cree, ¿a qué diablos viene? ¿Le he llamado yo? Pues, entonces... Qué gente, Dios mío, mi pobre señor, con lo que suda para entrar en trance...

Don Pantaleón asegura que no se equivoca nunca y que nada escapa a su mirada penetrante, especialmente si se hace la pregunta al misterio después de haber estudiado bien las casas de los astros y usado de ciertos conjuros que, Ah, son mi secreto, ¿sabe?, no todo es pura habilidad. A veces ocurre que la gente se impacienta y se le nublan las entendederas, desdicha que anula muchas posibilidades fulgentes. Oiga, ¿le gusta eso de fulgentes? ¿No? Pues lo traen mucho   —18→   algunos periódicos. Bueno, fíjese bien. Yo anuncié una boda, pero no dije de quién con quién, no me dejaron acabar, y, claro, así va ello, que se entrecruzaron los pronósticos y ahora andan con los platos a la cabeza. Y todo por no esperar a que yo terminase de ver su prefiguración. ¿Me entiende? Ah, no; nombres, no. Usted disculpará, pero el recato, en ciertas ocasiones... Bueno, pues sigo. Le digo que yo acierto siempre. ¿O ya se lo había dicho antes? No importa, siempre es bueno repetir. Hay cada... ¿Quién profetizó el hundimiento del Andrea Doria? Yo. No, no, por Dios, no me felicite, no se moleste. ¿Quién la muerte de Churchill? ¿Y la de Stalin? ¿Y la de la bella Otero? Pues, entonces... Ah, señor mío, mi especialidad es la muerte. La primera que entreví fue la de Joselito, ya hace muchos años, a lo mejor no había usted nacido, ya tiene usted... ¿Cómo? Ah, sí, ¿ve cómo lo adivino?, ya se notaba que era usted mayorcito, vaya, vaya. Pues como le iba diciendo, cuando hay que anunciar una muerte, pues que la veo, sí, señor, es que la veo, y, además, la visión viene acompañada de fenómenos estupendos, qué le voy a contar. Y en cualquier momento. Churchill, por ejemplo, vino a decírmelo en persona. Un disparate, no olvide usted lo difícil que es pasar el Canal de la Mancha en ciertas épocas del año, pero... Sus razones tendría para venir, ¿no es verdad? Se me apareció en la escalera. Claro que esto no ocurre siempre, pero no olvide que Churchill estaba ya jubilado y podía, sin temor a faltar a sus obligaciones, con la consiguiente alteración de la vida pública, darse un paseíto y, confidencial: Pantaleón querido, pasado mañana espicho. Y así fue. Ah, no, no me felicite, no vale la pena. ¿Me quiere dejar seguir, caramba? No crea que todo es tan fácil: algunos me hacen encargos, que si la ropa que quieren llevar, o las joyas, que si quieren una tumba sin mucha humedad y al mediodía, que si la dentadura de oro, que si   —19→   el chaqué o el frac. Hay gran variedad de opiniones. ¿Usted tiene alguna preferencia? Puede usted ser asaltado por la fatalidad antes de haberlo dispuesto, y... Muy gustosamente me pongo a sus órdenes. Hombre, no me mire así, que ahora no ejerzo. Simplemente quería ofrecerle una ayudita. ¿Sigo? Pues como le iba diciendo... Una rubita, que vaya rubita, que vino a verme, quería morir pronto y de accidente. Ya sabe usted, un disgustillo de nada, salir en los periódicos... Dos estímulos de primer grado. La metí en un tren que yo sabía de muy buena tinta que iba a chocar. La muy idiota se me bajó una estación antes, y ahora me desacredita. ¿Eh, qué le parece? Así van las cosas en este país. Menos mal que un fulano se sentó en el sitio que dejó la chica, en la ventanilla de espaldas a la máquina (es más eficaz así el encontronazo), y quedó lo que se dice bien abolladito. Mi prestigio está a salvo. Por cierto, el buen señor resultó diputado de la oposición y el gobierno me ha expresado su gratitud en el periódico oficial. No hay mal que etcétera. La rubia, ¡qué rubia!, se llamaba..., se llamaba... Bueno, usted perdonará mi secreto profesional. Pero si usted tiene algún capricho, o pensamiento ya maduro sobre tan importante trago, ya sabe que estoy a su disposición. Perdóneme, es la hora de mi consulta. Y Don Pantaleón, servicial, mimoso, me dio una vez más su tarjeta, una inclinación de pésame en la espalda.

Don Pantaleón Matarrubia y Holguín va por la acera silbandillo, dando patadas a lo que encuentra. Se nota enseguidita que es un hombre feliz, con la conciencia tranquila y el mañana resuelto. Yo no puedo creer que esa gente que entra y sale en su casa vaya a preguntar cuándo va a ser el día que..., y, bueno, qué pasará luego, y qué harán los otros, y a exponer sus anhelos de ultratumba. Quizá algunos vayan a esperanzarse sobre el gordo de Navidad, o sobre las inevitables oposiciones del hijo mayor, que, anda, con lo que   —20→   nos ha costado darte la carrera, y ahora que podías ayudarnos, esa lagartona, y venga y dale, y duro que te pego... Y quizá quieran saber cómo se consigue la beca del pequeño, o cómo curar el acné tozudo de la segunda. Y suben, suben, y se les ve bajar radiantes, una sonrisa abobada goteando de los labios. Ya ha habido que llamar a los servicios municipales varias veces, para que se lleven a los pudrideros los montones de sonrisas y suspiros que se almacenan en los rellanos, en el portal, y en la parada del autobús. En fin, Pantaleón llena primorosamente su hueco en la sociedad, empresa individual modelo, y, ahora, ya está pensando en jubilarse... Porque, usted me comprende, ¿no?, resulta cansado decir siempre lo mismo, con quinielas o sin ellas, en paz o en guerra, todo, todos acaban lo mismo. Ya lo dijo el poeta. Puesto que las vidas son los ríos y lo que sigue, a jorobarse tocan, sí, señor...

Dicho y hecho. Don Pantaleón ha pergeñado una emocionada despedida. Elogia a sus discípulos ya dispersos por la geografía nacional y con muy buenos cargos en la administración, y, de paso, augura unos cuantos incendios forestales para el verano próximo, una inundación con los deshielos rápidos en abril, asegura que habrá que vacunarse contra la viruela, el tifus, la fiebre amarilla, el tracoma, sobre todo si se va de viaje, y tiene el sentimiento de anunciar -¡El deber, ah, el deber, yo no puedo escurrir el bulto al deber!- que subirán de precio los zapatos de horma ancha, los electrodomésticos y el alpiste para los pajaritos en cautividad, presagia que los sordos no se enterarán bien de los telediarios y que las bodas serán entre hombre y mujer, y que serán cortas las faldas por encima de la rodilla y, con toda seguridad, largas las que se acerquen al tobillo, y que habrá una tercera guerra mundial, en la que España... Ah, no me atrevo a decirlo, he de reconcentrarme más veces, no puedo   —21→   arriesgarme a decir qué pasará en España, pero, de todos modos habrá que estar preparados, eso sí, porque si pasa lo que puede pasar, que a lo mejor pasa, en fin, que pasará y se terminará, pero, claro, menuda la que se arma, ¿eh? Un caudaloso derroche de felicidades. Y aquí estamos, en el restorán del centro urbano, vecinos y amigos de Don Pantaleón, dispuestos a celebrar el silencio del mago. Don Pantaleón, en la cima de su gloria, promete leernos gratis a todos el porvenir, complacencia con Valdepeñas-percebes-lomo-aceitunas-gambas-pepinillos, a no ser que aparezca demasiado confusa la conjunción planetaria y haya que dejarlo para una sesión especial. Enhorabuenas, risas, ofrecimientos, compartido guirigay cuando, quién lo diría, en una croqueta que se había quedado rezagada -Vaya, hombre, seguro que era de congelado, a ver, si no, comentó Lorencina- y que Don Pantaleón se comió a hurtadillas, había una raspa. Se le clavó de mala manera, el silencio expectante y amoratado duró media hora, todos creíamos que estaba en trance, Dios sepa qué portentosas profecías íbamos a ser los primeros en oír, muchos tenían pluma y papel dispuestos para escribir en cuanto Don Pantaleón rompiese a hablar y repasaban su taquigrafía abusando del silencio, y él, los ojos en blanco, un poco más negro y ya no morado, ruido atroz en la garganta, ya todos al filo del espanto ante la amenazadora calamidad que se nos iba a anunciar, hasta que Don Pantaleón se cayó sobre la mesa, estrepitosamente. Nadie se atrevió a tocarle, esperando la inminencia del aviso temible. Al cabo de un rato, Lorencina le movió, quedó una mancha de sangre en el mantel, de una herida en la frente al tropezar con una copa y romperla. Seguía con los ojos muy abiertos, quizá con el horror de haber entrevisto en los pliegues del futuro que se iba a morir asfixiado, él, antes del postre, unas nueces   —22→   con nata y helado, riquísimas... Quién lo había de suponer, Señor. Está visto que no somos nada. Y lo peor es que no había tenido tiempo de decir a nadie sus preferencias para ese apurillo. Hasta sin guantes estaba, por vez primera. ¿Le gustaría llevárselos? ¡Maldita raspa, hombre, maldita raspa!



  —23→  

ArribaAbajoLuisito, inventor colegiado

Luisito, artista-inventor-reformista, colegiado, llegaba siempre silbandillo. Se notaba su alegría redonda en la forma de llamar, insistente, prolongada, varios acordes extraños desprendiéndose, conscientes, de su índice. Y al abrirle la puerta enseñaba el dedo levantado mientras repetía entre dientes el compás que había querido figurar en la pulsación: tra la larala, la... Y los pies se acompasaban también, y entraba, un rápido. Sólo un momento, quiero decirle algo de mi nueva obra, si no le molesto mucho... Y era entonces el aluvión de sorpresas, pasmo inagotable, de los hallazgos últimos de Luisito, un buen chico, natural de Villafranca de los Palmerales, junto al Mediterráneo, una tierra donde no llueve, pero, eso sí, qué vino, mi madre, qué vino hacen, ¿no sabe?, con decirle que en un discurso de Navidad el excelentísimo señor gobernador aseguraba que aquel vino era descendiente directo del de Noé... ¿Cómo que qué vino? ¡El de Noé! ¿Usted no sabe que Noé...? Pero, bueno, oiga, usted ¿qué sabe en materia de vinos?

Hoy Luisito viene musical. Ha inventado unos instrumentos nuevos, especiales para sinfonías balbuceantes. Basta   —24→   con tocar en este clavito, ¿ve?, para que pueda interpretarse la música tradicional, beethoveniana. Mire, así... Y canturrea Para Elisa, golpeando con los dedos en el complejo mecanismo (muchas cuerdas de alambre de distinto grosor, un cascabel colgando al lado, una esquila y un par de bocinas con la goma resquebrajada...). ¿Lo nota? Es admirable. No sé qué premio me darán por esto en el Instituto Nacional del Ruido. Ya era hora de que el ruido se sometiera a una revisión científica, y no a ese batiburrillo sentimental que se traen en los periódicos, que si la angustia, que si el insomnio, que si las pésimas digestiones. Oh, el ruido. Mire usted. Esto es como un torrente, ¿sabe? Si el agua está limpia, sosona, al correr da una sola nota: la, por ejemplo. Pero si el torrente arrastra latas vacías, maderas, gatos muertos, cuernos de reses, entonces... Ah, entonces, voilà, es así... Espere, hay que volver a tocar en el clavito al contrario. ¿Oye? Y Luisito lanza extrañísimos quejidos en tumulto, se retuerce en el asiento, ojos en blanco, oprime las rancias bocinas con frenesí, suda, se le saltan dos gruesos lagrimones, se limpia las narices estrepitosamente, y al final sonríe, repantigándose, recuperada su alegría... ¿Qué le ha parecido, eh?

¡Qué felicidad soterraña debe asaltar a Luisillo después de estos esfuerzos! Se siente más alto, más próximo a la verdad última. Las palabras se escapan inconexas desde una duermevela arrulladora, cromática, diatónica, fa sostenido, cosas que tienen muchos bemoles, timbres inéditos... ¿Y en poesía? Ah, en poesía, con este invento, ¡qué le voy a contar! La corriente Góngora-Mallarmé. Un servidor está llamado a revolucionar el universo. Yo he agregado, gracias a este aparatito, a todos los aciertos discutibles de esos aficionados anteriores, el éxito de la onomatopeya natural, reiterativa, macrocósmica-abstracta-aglutinante. ¿Por qué   —25→   pone esa cara? Cualquiera diría que usted no es hombre del oficio, qué barbaridad. ¿Qué no lo entiende? Vea, hombre, vea, y a ver si se entera, que con razón protestan los estudiantes de la Universidad contra los profesores con tan poca fantasía, a ver si no... ¿En qué piensa usted?... Onomatopeya, o-no-ma-to-pe-ya... hasta ahí sí llegará usted, ¿no?, la hay de muchas clases: indirecta, compleja, flexible, analógica, sonámbula... Emplee usted la que quiera, la que le dé la gana, no se crea que no hay libertad en mi nuevo plan. Y también puede utilizar el tipo de verso que mejor le cuadre, aunque, para mantener la unidad de la cultura occidental con base greco-latino-hispánica (aquí no entran los Estados Unidos, ¿eh?, ¡hasta ahí podíamos llegar!) debe mantenerse un ritmo de sabor clásico: el sáfico-adónico, por ejemplo. Ayuda a mantener el prestigio universitario. Tampoco está mal la seguidilla por aquello del arte masivo, tan de moda entre los jubilados y los vaticanistas. Pero, si usted me perdona, vuelvo a la onomatopeya, de donde no debí salir. Déjeme meditar, no me interrumpa, no se puede hacer nada con usted, ¡caramba!, nada transconsultivo y reparador, quiero decir. ¡Con esa cara de asombro!...

Y Luisito, vaivén por mi biblioteca, curioseando, vierte palabras desdeñosas para mis libros, excesivamente tradicionales. Cervantes, cómo es posible que aún se lea a Cervantes, es absolutamente innecesario para conseguir un premio novelístico. Hesse, un pobre señor que ni siquiera sabe escribir Ese... Butor... ¿quién será éste?, eso de La Modification, vaya título naturalista. Se ve que en el siglo XIX ni para poner títulos valían gran cosa... Pues anda, que estos hispanoamericanos que tiene aquí... ¿Usted ha visto algo más conservador que Rayuela o que Paradiso? Siempre las mismas palabras, las mismitas: padre, noche, soledad, muerte. En cambio, con mi onomatopeya... Fíjese: yo le doy un   —26→   tiento al clavito y suena trin, trin, trin-trin... ¿No ve usted un desfile militar y un susurro de tranvías en la noche, sobre un puente a medio reconstruir, sobre el Rhin, en Colonia? Doy más golpes en el clavo... Trin-trón. ¿Ve? Es el tranvía de antes, que se ha detenido ante un semáforo. ¡Qué frenazo, qué bárbaro! Sin embargo, pararse ante un disco cerrado es la vulgaridad, lo mandado. Pero si le doy a la bocina (trin, trin, pabú, pabú) se ha detenido el tranvía porque cruza la calle en su carrito un mutilado de la última guerra. Y sigo tocando (¡cierre los ojos, por favor!) y le doy a la esquililla, y veo todo el pasado del herido, fulminante, como la agonía de un ahogado, las horas de su infancia, el pavor de ser novato en el colegio, las bromas de los otros, y las horas de darle a la geometría y al dibujo, y la primera aventurilla en el pajar de su aldea, un verano de vacaciones, y las oposiciones que tuvo que hacer -¡la de gramática que le pidieron, Dios mío!- para ser funcionario de la Caja Postal de Ahorros, y veo la movilización, un gran desaliento y las bombas cayendo, y el tren en que fue repatriado, maloliente, tardón, trin, trin, pum, pabú, pabú, pom... ¿No nota el nauseabundo olor del vagón de ganado donde venían enfermos el sargento y tres cabos, tifus, disentería, sarna, qué sé yo qué?... Y ahora, si hago sonar todo a la vez, ¿no percibe la voz de ¡firmes! al bajar al andén -seguramente Villafría, en Burgos y nevando- como si no les pasara nada y se fuese a celebrar una parada de fiesta nacional? ¿Qué? ¿Se convence usted de la enorme potencia sugeridora de mi onomatopeya? ¿O no? Ah, creía que me iba usted a decir...

Pues, como le iba diciendo, esto es onomatopeya analógica-indirecta-compleja. Para la sonámbula, es verdad que aún no tengo suficientes datos ni la oportuna experiencia. Pero todo se andará, amigo mío. He de hacer mis investigaciones   —27→   de tres a cuatro de la madrugada, la mejor hora por la tensión del fluido eléctrico, y los vecinos se quejan por mis experimentos en vivo: que si hay que dormir, que vaya horitas, que si patatín, que si patatán. ¡Dormir! He ahí el gran mal de nuestros días. Estamos demasiado tiempo amodorrados. Para esto será utilísimo el empleo doméstico de la onomatopeya natural, tan extendida en las ciencias ocultas, como la Zoología y la Filosofía, conocimientos adiscursivos por naturaleza. ¿Qué hay que despertar a la gente? Un rugidito. Dos rugiditos. Tres rugiditos. No hace falta llegar al mordisco. A veces, un discurso político, lleno de promesas, también puede dar resultados, aunque en las almas blandengues, tan abundantes desde que se ha generalizado la alimentación a base de conservas, puede producir alergia de ensoñación, enfermedad cíclica y mal conocida, que quita muchas horas de rendimiento en las industrias básicas (producción de trompetas triunfales, impresos para juramentos falsos, horarios de culto y carteles de prohibido fumar, prohibido comer, prohibido desnudarse, prohibido asomarse, etc. Oiga, ¿usted no emplea «etcétera» con frecuencia? Hágalo, hombre, hágalo, está muy bien visto en sociedad). En fin, no nos desperdiguemos en estas andanzas laterales y ¡a la onomatopeya! Un rugidito, un rugidito suele bastar. Fíjese usted. Con mi aparato...

Yo me veo incapaz de seguir el caudaloso desfile de utilidades portentosas que el aparatito dichoso es capaz de sembrar, matices diversos a cada hora, especiales según las ocasiones, el tamaño, la longitud de las uñas... Le digo a usted, que esto será algo único, imperecedero, intransmutable, inverosímil. Estoy ya en relación con una acreditada firma de Madrigalejos, polo de desarrollo industrial y cívico, para la fabricación de mi aparato. Cuando se generalice, los habrá incluso para religiosos, practicantes de cirugía menor, inspectores   —28→   de tributos, consejeros, cantantes... No, no me interrumpa. He estado en todo, menudo soy yo: incluso tengo diseñado un modelito para llevar colgado al cuello... Ya sabe usted, esos africanos, malayos, etc., que se emperran en no llevar bolsillos... ¡He logrado un modelito para utilizarlo casi casi como amuleto, fíjese!, ¿eh? Estamos en estos momentos trabajando, ayer he tenido carta donde me dan detalles, en la obtención de un ejemplar único, de oro, como obsequio a la reina de Inglaterra. Esperamos, a no dudar, una condecoración. Queda usted invitado al party en la embajada ese día.

Indudablemente, la posible fiesta diplomática levanta en Luisito una deliciosa nostalgia. Soñador, impersonal, los ojos húmedos, se alisa un poco el pelo, carraspea, se quita unas motas de la solapa, cruza las piernas cuidadosamente, mientras se ladea un poco en el sofá, coloca su armatoste sobre el muslo, aún se arregla levemente el nudo de la corbata, mira al techo buscando inspiración y se queda callado un largo rato. Yo, intrigado, miro también al techo, por si hubiese algo por allí prodigioso que, torpe de mí, se me escapa, y: ¿Qué mira usted ahí? Yo no miro al techo, señor mío, yo taladro los techos y lo que sea. Usted lo que tiene que hacer es reconcentrarse y ver qué tipo de persona quiere usted despertar, para que la combinación plástico-poético-musical de mi aparato engendre magníficas consecuencias. Y digo plástico porque ahora me doy cuenta de que no le he hablado (le presento mis más calurosas excusas) de la pintura olorosa que puede producir mi aparato, el tono-pinto-onomatopeyómetro, pintura oloroso-sonora, cien veces superior a la de los impresionistas, cubistas, expresionistas y demás Picasso-propensos. Tocada a la hora del vermut, es un Zurbarán animado, en loco ballet. Se lo juro. Tenga cuidado, por favor: ese jarro pintado, con asas y todo, que tiene   —29→   su bodegón, se va a caer en cuanto yo empiece a tocar, y quizá su traje, o la alfombra, bueno, usted me entiende. Por ahora volvamos al hecho inocuo de despertar a la gente. Partíamos del supuesto metodológico de que estaba dormida, ¿no?... Pero, oiga usted, ¿qué interés tiene en ponerme peguitas? No veo que haya nada divertido en hablar de supuestos metodológicos. También se habla de estadísticas, recomendaciones de la ONU, conversaciones pro Rodesia, en fin, de tantas cosas. ¿O no? Ah, pues, entonces... Usted debe saber, y si no lo sabe apréndalo de una vez, ¡qué narices!, no hay nada que estimule tanto la circulación en el cerebro humano como el mimetismo emocional de la naturaleza aparente y madura. ¿Eh? Pero, ¡es increíble! ¡Cómo se atreve a suponer que está poco clara mi definición de la controversia sublime! Lo he expuesto en mi folleto sobre la religión y los problemas de la nueva economía. ¿Que no lo conoce? ¡Es intolerable! Debo marcharme. Como usted comprenderá, después de ese feo, todo intento de convivencia resulta frustrado. De todos modos, me veo en la obligación de advertirle que ese trabajito que publiqué en 1967, Imprenta de la Casa Provincial de Caridad, es algo grandioso. ¡Con decirle que lo escribí en cuartillas tamaño folio!

Cuando se llevaron a Luisito, el paso digno, la corbata muy bien puesta, la bata blanca de los enfermeros contrastaba tristemente con su alegría exultante, habitual, derramada. Aún pudo llamar a mi puerta, tra la larala, la, para dejarme unos cuantos manifiestos, que si la pintura en bulto-táctil como remedio del hambre en la India, el music-hall esperantista, los encajes de abrigo, las demasías del imperialismo inglés combatidas por medio de la mímica en negro... Le he escrito al sanatorio dándole las gracias y procurando extremar el silencio. No, no, nada de rugidos, por ahora...



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ArribaAbajoViajes baratos

La señora Werther, tan recomendada por algunos amigos, una mujer fascinante, qué bonita voz; además, ya veréis qué bien se pasa con ella, tan fina, tan gran viajera, es una verdadera delicia. No os arrepentiréis de haberla invitado, y eso sin contar con lo influyente que es en las casas de viajes, que logra rebajas a granel, vamos, qué te voy a contar, no te puedes figurar lo que ayudó a los Torlaque cuando mandaron a su hijo de lector a la Universidad de Lübeck, que ya sabes qué burro era, que no había quien lo aguantara, no hablaba más que de fútbol, que si el Madrid, que si el River Plate, que si los modestos, un pelmazo, lo que se dice un pelmazo... Pues, ya veis: le sacó el viaje casi gratis, para que lo sepas, casi gratis, y cuando Lolina, la del relojero, que, anda, también ésa, pues que la colocó de traductora en la Unesco, y te aseguro que apenas sabe decir cuatro vulgaridades en inglés, seguramente las aprende en los discos de los jipis esos, porque, estudiar inglés ésa. A mí no me la da. Siempre en la esquina con un chico, y nunca el mismo, si vamos a ver cada cosa... Bueno, lo esencial es que esa señora de los   —32→   viajes, pues que hay que invitarla. Todos los vecinos nos hemos impuesto un turno para que no pase las fiestas solita, a ver, tan lejos de su casa, tan lejos que casi nadie sabe de dónde es, dicen que de Canadá, otros que de Bulgaria, qué más da, lo cierto es que es de muy lejos muy lejos y, luego, es tan divertida, cuenta tantas cosas de sus viajes... Eso de Bulgaria, debe estar muy apartado, ¿no verdad?

Habrá que respetar el turno, invitar a la señora sola del cuarto derecha interior C, escalera B. Preparativos. Solemne envío de tarjeta, palabras propicias, honor, favor, merienda, deje contestación en el casillero. Sabe tanto de tantos sitios que conviene afinar lo más posible. Doña Lieselotte Werther, gran moño atravesado por monumental alfiler, dos metros trece desde la planta del pie hasta el flequillo, botas de montar en todo tiempo, abrigo y manguito de piel de foca, dentadura de oro, agresiva araña de pedrería sobre el pecho opulento y oscilante. Y un diminuto chihuahua bajo el brazo, tembloroso, azoradillo, que intenta escaparse cuando abrimos la puerta. Oh, mil perdones, pero no puedo dejarle solo en casa, está muy mal educado este perrillo y, solo, no dejaría dormir a los vecinos, porque este perro ladra, ¿sabe usted?, no es un chihuahua auténtico, usted debe de saber que los primitivos perros de esta raza, los que se encontraron ustedes los españoles en América y se los fueron comiendo, ande, bribones, vaya con ustedes los españoles, venga de comer perros... Pues, ésos no ladraban. No, señor, no. No decían guau. Pero éstos de ahora... Es que no paran, se lo digo yo. Pero, discúlpeme usted, con este perro, se me ha ido, como dicen ustedes los españoles, la santa al cielo. ¿O dicen el santo? Qué más da. Danke, Danke, yo me siento. Me quitaré el abrigo. Oh, qué calefacción. Ustedes, los vecinos, amables. Todos amables. Yes.   —33→   Muy amables. No se moleste, a mí me gusta todo. Ah, oui. Yo comeré sin que me avisen. Este perro... Le encantan las galletas, y el caviar, y el lomo de cerdo, y el hojaldre. Schön, schön. Chitón, Hund, chitón. A ver si va a poder ser. No se preocupen: son los primeros momentos, hasta que se acostumbre. Ya intervendrá dentro de un rato en la conversación, es muy cordial y afectuoso. Como dicen las españolas, un sol. Yo no sé muy bien cómo puede ser un sol un chihuahua, pero lo dicen. Pueden ustedes escucharme sentados, no faltaba más. Así, así. Dígame. Ha sido para mí un altísimo honor aceptar su invitación. Qué maravilla de kuchen, cújen, sí, hombre, sí, bollo, ustedes dicen bollo... Yo, a veces, digo bollo. A mí me gusta pasar por muy madrileña... Y doña Lieselotte sigue dando frecuentes gracias con mayúscula...

Dios mío, lo que pesa el abrigo. Doña Lieselotte (llámenme Lotte a secas, es más íntimo, no, no, así no, haga usted una o así, como una u, pero algo menos, así, así, muy bien. ¡Oh, cuánto mimo tiene esa pequeñita o!...) se sumerge en el asiento, sonríe desde su remoto país de origen, desconcertando a todo el mundo, que, a fuerza de estar preparado para su amenidad, la encuentra súbitamente estúpida y vacía. Doña Lieselotte tiene una musculatura abrumadora y es de temer que se ría con estrépito: estas casas de ahora, tan endebles... No sabemos cómo empezar la conversación. Varios bueno, bueno, qué buen día hace, ¿es que a su piso no llega la calefacción?, Lolita la del relojero la quiere a usted mucho, y nada. No hay manera. Lieselotte sonríe, pasa la mano por el lomo del chihuahua, cambia de postura sus piernas, cruje el sillón, y dice: Oh, sí; Oh, no; Ya, ya; Claro, claro; Eso digo yo; Natürlich. Y no sale de ahí. Eso sí, come de todo lo que encuentra. Menos mal. El chucho tampoco hace muchos ascos, escondido casi del todo en la   —34→   mano de Lieselotte. Adivino que los niños desearían jugar con él, apretarle, tirarle al alto, hacerle un gorro de papel, ponerle una lata al rabo. Por fin, parece que hemos dado en el blanco y la señora del cuarto derecha etcétera se dispone, bien nutrida y repantigada, a desembaular sus divertidísimas anécdotas. Todos estamos con la boca abierta, porque la señora del cuarto derecha etcétera se sienta muy cómoda, para lo cual, de un papirotazo, tira el perro sobre la alfombra, se estira delicadamente, bosteza, vuelve a bostezar, hace temblar la mesa de una patadita, y: Ah, esta fiesta tan grata me recuerda...

¡Ya, ya! Todos respiramos. Va a comenzar ahora, de verdad, la cosa. Ya preparamos la sonrisa, quizá alguien la risa, esta señora tiene tanta gracia... Todos pensamos en la manera de plantear las urgencias de nuestros próximos viajes, estos aviones cada vez más caros, transbordos molestísimos en Zurich, París, Viena. Vacaciones adelantadas, repentinamente en pie en la habitación. Lieselotte, Lotte a secas, dice cosas y cosas, y suenan ciudades, ríos, personajes, el trabajo, números de vuelos... Usted, señorita, no debe pensar en volar ese mes. Junio no suele ser muy bueno en los Alpes, ya me entiende, los rabotazos del invierno, ¿no se dice rabotazos? No olvide usted, ay, lo que le pasó a una amiga mía, tan buena ella, de lo mejor, vamos, una muchacha que ayudaba mucho a sus padres y hasta tenía novio en las horas extraordinarias, pues ya ve usted, se mató. Capotó el avión cuando iba a salir de Munich, una verdadera desgracia. ¿Comprende? Los Alpes, claro, los Alpes, que estaban cerca. Ay, qué desgracia. Una chica tan mona. Me dijeron que se desfiguró mucho después del incendio del avión. Es que una no sabe dónde está la muerte. Ya ve usted, hace un par de meses, lo mismo. Andersen, el encargado de mercancías de mi agencia, ése sí que era un sol. Ahí   —35→   tiene usted, yo comprendo que una chica diga a un chico: Eres un sol. Pero a un perro... Vamos, que tienen ustedes cada ocurrencia... Bueno, pues Andersen, joven, pleno de vida, ochenta kilos seiscientos gramos, grupo sanguíneo K7, diplomado en escaparatismo y engalanamiento, y que tenía una tiendecilla donde arreglaba la piel humana, la estiraba y la ponía más fresca, lo que le daba bastantes perras (o perronas, como dice la Anastasia, la asistenta, que es asturiana), pues que ya ve: Que se compró una moto, y la de siempre: Un árbol, uno tan sólo. Es que no había otro. También es mala pata, ¿eh? Solito, ahí a la salida para Navalcarnero. Ah, la novia, llora que te llora. Las mujeres españolas son excesivamente sentimentales y muy lloronas, no me diga usted, dale que te dale llorando en vez de quitar el árbol... Total, para uno que quedaba. O mejor aún, revender la moto. En fin. No, no deben ustedes cegarse con los viajes. Hay otras muchas faenas. Piensen, piensen. No olviden a Don Francisco de Francisco, el del séptimo izquierda, de la otra escalera, que me pidió una rebajilla para ir al sol de media noche este verano, con un alto en Leningrado y otro en Copenhague, y ¿qué pasó? Pues que una noche, en el Tívoli, ¿que ustedes no saben qué es el Tívoli de Copenhague?, ¿no? Parece mentira. Les traeré folletos. Pues que si fue mucha cena, que si bailó demasiado, que si los puros de las danesas, que si tal que si cual. Bueno: Infarto de miocardio. ¡Ah, el infarto, y en Copenhague, y de noche! Qué les voy a contar. Palmó, sí, señor, palmó. Menos mal que estos cruceros los meditamos muy bien y llevamos médico para que certifique la defunción, y el capitán del barco está lo suficientemente preparado para que las últimas voluntades expuestas ante él, en su camarote y a horas prudenciales, tengan validez testamentaria. Por lo menos, es un respirillo. Ahora no pasa como en la Invencible, ahora   —36→   está todo muy bien organizado. Además, en el caso de nuestro pobre Don Francisco, como ya llevaba varios días de navegación, ya tenía algunas amistades en el barco y, claro, siempre es un alivio pensar que, cuando uno se largue del todo, el compañero de mesa diga: Pobre hombre. Qué desgracia. O algo parecido. Es muy triste, hombre, vaya si lo es, que uno se muera y ni siquiera digan: Por ahí te pudras. También hacemos esquelas, y si son de viajeros de primera especial, hay un pequeño funeral, pero... En fin, no se puede estar en todo, la verdad. Siempre puede faltar un requisito. A la viuda de Don Francisco, que estaba en Sagaró, con un capitán de carabineros, amigo íntimo de la familia, le devolvimos los quince días de viaje que faltaban por realizarse -con un discreto descuento, naturalmente, más las pólizas de los papeles-. ¿Cómo que qué capitán? No me pregunten nada de eso. Un capitán, un capitán, y no hablemos más. Ah, españoles, pícaros, les gusta murmurar en cuanto sale una viuda... Agradezcamos a Don Francisco que se muriese de infarto, fin elegante, tranquilo, digno. Se puede variar de pijama mientras dura el soponcio. En cambio, los que se mueren de las vacunas infectadas, o de lombrices en el colon transverso... ¡Es horrible, se lo digo yo, que estuve un año en la sección de estadística!

Ya lo creo que resulta amenísima doña Liese... eso. Tanto como la recomendaban. Ya lo creo. Intento hacer derivar la conversación hacia otro lado, y digo, tímidamente, que, claro, lo mejor es quedarse en casa, porque en casa, por lo menos, en casa, ya se sabe, uno tiene... ¿Qué diablos va a tener usted en casa, hombre de Dios y vecino estimadísimo? ¿En casa? Los reventones del butano, y los ladrones, y los ruidos, y los que vienen a comprar buhardillas y trasteras, y los que se empeñan en colocarte mantelerías de Lagartera   —37→   a plazos, y las monjitas que piden para las jóvenes descarriadas, y los gamberros, y los cortocircuitos, y las asistentas que amenazan siempre con beberse la lejía, y los que vienen a felicitarte las Pascuas, y las riñas en el piso de al lado, el escándalo de todos los días con los del tercero cualquier letra, porque el niño no acaba de sacar el selectivo, que si la han tomado con él, que hay que quemar la Universidad, que si los impuestos... No me diga, hombre, no me diga. Lo mejor es salir a la calle y sentarse en un banco. ¿No ha visto qué bancos tan bonitos han puesto ahora? Son cómodos, abrigaditos. Antes tenían un hueco entre tabla y tabla que se le clavaba a una aquí (¡Dios, qué ruidos hace el sillón ante el gesto escorado de doña Tal... lotte!) y no se descansaba nada. Pero los de ahora... Aunque tampoco se puede usted fiar. Ya ve, se queda usted en casa, bueno, ¿y qué? Lo de doña Joaquinita, la generala viuda, que siempre imitaba a su difunto en el rellano, dando voces de mando para tomar cada día una posición distinta: Eh, muchachos, ¡al ataque! ¡Aquella cota espera vuestro arrojo! ¡La patria está pendiente de vosotros!... Bueno, y no le repito a usted las palabras exactas porque decía algunas que para qué, claro que, si las decía su difunto, hacía bien en repetirlas, pero, de todas maneras, el pudor, la enfermera del sexto, que es muy modosita, en fin, que podía decirlas con la puerta cerrada, digo yo. Bueno, pues doña Joaquinita, dando voces para tomar una posición más de las que ya había conquistado hace treinta años su marido, pues que se acaloró tanto que se fue por el hueco de la escalera. A ver, díganme ustedes para qué sirve el entusiasmo. ¡Pum! Una tortilla, como dicen ustedes los españoles, lo que se dice una tortilla. Y rompió el picaporte del ascensor, con lo que nos tuvo fastidiados una semana, que ahora no se encuentra un artista de   —38→   ésos ni por chiripa. ¿No nota usted qué madrileña me he vuelto? Chiripa, tortilla, palmar... Vaya, que estoy inspirada esta tarde. Deben ser las mediasnoches. Otra, por favor. Y a mi perrito, pobre, también le gustan. Bueno, ahora, ¿qué? ¿Es bueno quedarse en casa? No, qué va. Y salir, salir... Una amiga mía, amiga de siempre, ¿eh?, gran paseadora, tenía un podómetro para hacer todas las tardes cuatro mil metros en tres cuartos de hora. Pues ésa sí que fue gorda. Se le rompió el aparatito dichoso y no hubo quién la parase, anda que te anda, sin que nadie pudiese frenarla, vueltas y vueltas a la manzana, acudieron las autoridades y los hombres más representativos, para hacerle toda clase de análisis y tomarle vistas para el Nodo, el Telstar, las revistas de hogar, decoración, modas... Y la pobrecilla Ingeborg, se llamaba Ingeborg, ¿no se lo había dicho, verdad?, es un nombre muy bonito, pudo prepararse para todo, confesar, testar, repartir sus joyas, tenía algunas muy buenas, y, ya arreglado todo, apretó a correr y no se ha vuelto a saber nada de ella. Hace cosa de un mes, no sé si por las Azores o por ahí la han visto, pero no estaban muy seguros de que fuese ella, ya sabe usted, la propaganda, los campeonatos, la marca de los zapatos. A mí me inquieta que no lleve el pasaporte en regla, a ver, quizá la está ya persiguiendo toda la policía internacional.

Un silencio. Bocas abiertas. Doña Lieselotte nos observa mientras da achuchones a los emparedados y buenos tientos al coñac. Oh, el brandy español. Sin embargo, tampoco deben ustedes aficionarse, porque si yo les contara lo que pasó con mis alumnos de sueco Paca y Curro, dos chicos de familia bien... Ah, no puedo recordarlo, la emoción, si ustedes supieran... Aquello sí que fue un golpe de veras, insensatos, irse a la montaña rusa, al Tibidabo... Pero no sé por qué digo lo del Tibidabo, yo creo que no hay más montañas   —39→   rusas que aquélla, porque las otras que he visto, incluso en Estados Unidos, no tienen comparación. Es que Barcelona... Yo tuve un novio en Barcelona, que se murió en una epidemia de tifus, al poco de acabarse la Guerra Civil española. Un gran chico, tenía dos condecoraciones y una casa de huéspedes en las cercanías del puerto, con su acordeón y su gatito de Angora y todo. Ah, perdónenme, pero, de todos los recuerdos, éste es el que me impide seguir hablando, porque la emoción...

Lieselotte, repentinamente enternecida, pide su abrigo, su manguito, su perro friolento, y, entre lágrimas y sorbetones, devora un par de pastelillos y se dirige a la puerta. Han sido ustedes muy gentiles. Alles gutes, Au revoir, Que ustedes descansen. Sobre la mesita, la tarjeta de Doña Lieselotte Werther. Viajes. Experiencia. Previsión. Baratura. Se hablan cuatro idiomas. Pida presupuestos. Viaje pensando en que no regresará nunca... Me temo que, a pesar de las rebajas, no haremos muchos viajes este año...



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ArribaAbajoReservado el derecho de admisión

Pues, sí, señor, sí. ¿Usted no ha oído hablar de un concurso de la tele donde una mujer cualquiera, que hace lo que cualquiera, es reina por un día, y la visten la mar de bien, y le regalan muchísimas cosas, de Barcelona, y de Bilbao, y de Tembleque, y qué sé yo de dónde más? Bueno, le digo a usted que es algo maravilloso. Pues, ya ve usted lo que son las cosas: mi maridito, que el pobre no tiene una perra, ni dónde caerse muerto, bueno, si lo sabré yo, pues que el otro día agarra y me dice: Oye, Curra, ¿no te gustaría que nos fuéramos de juerguecilla, ahora que he cobrado unas extras? Porque eso de las extras, la verdad es que yo no sé de dónde puede sacar más extras, pero de vez en cuando cobra unas beatas más, y nos vienen de rechupete, a ver, que si el plazo de la tele, que si el de la lavadora, que si el de la capitalización, ¡toma!, porque hay que pagar capitalización, a ver quién vive con la jubilación de vejestorio inútil, qué caramba, pues, eso, como le iba diciendo, fue y me dijo: ¿Nos vamos de juerga? Y yo, tonta: ¿Adónde vamos a ir nosotros, esaborío, si no valemos un real? Pero él, dale que te pego, y que si en una boá, y que si en un clú, qué sé yo,   —42→   bueno, uno muy así, muy, cómo le diré, no, no se crea que muy tirado, no, que allí trabaja uno de mi pueblo en el mostrador, y está su mujer en los servicios, que vaya propis que saca, así, que cuando está allí la mujer y todo... Pero, ya sabe usted, cómo vamos a ir allí nosotros, que mi marido no para de darle golpes a la garlopa, porque eso sí, sus defectillos tiene, a ver, para eso es un hombre, que si la copilla, que si el gusanillo, que si un ratito de mus, y que si el puro los domingos, y que si le gustaría o le dejaría de gustar oír a Manolo Escobar en su salsa, o ver al Cordobés, pero, la que yo digo, cara comida para estudiantes, ¿no es verdad?, bueno, me parece que estoy charlando demasiado, y que: ¡Al grano! Pues, sí, tenía unas extras (de ésas que no se declaran ¿no sabe? de ésas), y que había que celebrar el aniversario de nuestra boda, y que si era la primera vez... Una boá, o un clú como ésos que salen en las películas del cine del barrio, que es de continua, a ver si no, cómo quiere usted que estrenen allí películas, anda Dios, ¿dónde se cree usted que vivo? Si en mi barrio no hay ni... Bueno, de nada, lo que se dice de nada. Ni nadie, porque al ser de día, hala, todo Cristo al autobús, y al trabajo, y a jorobarse, que, no me diga, vaya maldición, tener que pasarse la vida así, que, si te retrasas algo, vaya cara que te ponen, y mi Facundo, mi hombre, quién va a ser Facundo, ¿aún no sabe usted que mi esposo se llama Facundo? Es también de la Torrecilla del Olmo, como yo, naturaca, ya lo decía mi madre: Hija, cásate con uno que conozcas de algo, que luego los hombres... Bueno, al grano, no me distraiga, pues que yo le dije que no tenía nada que ponerme, a ver, fíjese, estoy con estos trapitos que voy heredando, y solamente en las liquidaciones del supermercado me puedo comprar alguna que otra cosilla... Anda que ésta también es buena, si me hubieran dicho a mí en mi pueblo que se iban a poder   —43→   comprar los vestidos en la misma tienda que las sardinas o que la lejía... Señor, qué cosas, está el mundo... En fin, que yo vi que si no iba ahora a un clú, pues que no iba a pisarlo nunca. Y me decidí. Y me planté en casa de la Rosario, que es viuda de un bombero, que el verano pasado le tocó el cupón de los ciegos y se compró un retal que, vamos, qué retal, y como tiene una hija que trabaja de aprendiza en un taller de modas, pues que la oficiala mayor, que la emplea mucho para que le lleve recados al novio, pues que vaya vestido que le hizo. Con unas mangas así, y unas vueltas por aquí, así, y unos vivitos así, que le caen muy bien, y unos cordones dorados fetén, y, luego, unas carteras con frivolité, y unas hombreras doradas que retiró una señorona de un abrigo que no le gustaba... Menudo trajecito. Y yo voy y me digo: La señora Rosario tiene más o menos mi bulto. Si me lo quisiera prestar, su vestido... Y fui hasta su puerta, al final del pasillo, algo más allá del grifo y de la tabla de los contadores, me santigüé, llamé. ¿Quién? Una servidora. ¡Ras, ras! -ruido de cerrojos-. ¡Curra!, mira cómo me pillas, estaba guisando, pasa... Bueno, todo eso, ¿eh? Y yo, tragando: Señora Rosario (la verdad es que se me saltaban las lágrimas al pedírselo, no por pedírselo, no, qué va, sino de miedo que me mandara a freír espárragos, mire usted qué idea también mi marido querer llevarme a un clú, pero, a ver, si no me espabilo, pues que a lo mejor se va con otra, porque el Facundo está de muy buen ver, no es porque sea mi hombre, pero a más de tres se les pasan unas ganas... Lagartonas, que hay cada una por ahí...) Y la señora Rosario, abrió unos ojos como platos, y me miró de arriba a abajo, y me llamó desvergonzada y que si mi casa y que si el sitio de una mujer decente y que qué me había creído, y que nunca han pasado tantas cosas como desde que hay esos clús, que vaya cosas   —44→   que pasan, y con casadas, y... y... Qué bien habla, la señora Rosario. Después lloriqueó un poco, y me dijo que su marido no la había llevado nunca a un clú, porque se había pasado la vida esperando que hubiese un incendio para luego morirse ahogado en una tormenta, no vaya usted a creer, tanto jugar con fuego, y que, eso, que era muy justo que yo me divirtiese. Y me besó, y me llamó hija mía, y, con los ojos en blanco: Curra, como hay Dios y como yo respondo por Charo, que tú vas al baile esta noche con mi vestido, Y ella misma me ayudó a ponérmelo y a hacer unas pinzas por aquí, yo no creía que la bombera tuviese esto, así, vamos, esto tan voluminoso... Me quedó, que no vea usted cómo me quedó...

Pero entonces nos dimos cuenta de que no tenía zapatos. Y la misma señora Rosario se encargó de que yo tuviese unos zapatos. La verdad es que la bombera del diablo se podía haber callado la boca, que, anda, al rato estaba medio mundo en mi casa para verme salir hacia el clú, so memas, ¡con la boca abierta!, como si eso de ir a un clú fuese algo del otro jueves, ¿eh?, es que las mujeres somos algo bobas, ya lo dice Facundo, aunque el Facundo, yo sé por qué lo dice el Facundo. Una de las vecinas, una moza recién casada, de Ponferrada ella, que no sé dónde para, pero que se va en tren, y ella dice que es buen sitio para el verano, y debe de ser verdad, porque es una chica muy decente, la llaman la Anguila, a lo mejor es mote, que Dios sepa lo que nos llamarán a todas en la tasca del Zurdo, allí todos los tíos del bloque dándole al futbolín, y imitando a las presentadoras de la tele, y a Rafael, y a Serrat, y apuntando los nombres de las personas condecoradas, para luego felicitarlas y sacar algo si se presenta la ocasión, bueno es el Zurdo, bueno, pues que la Anguila (¡ay, Dios mío, si ya no me atrevo a llamarla así, de tan buena!), me prestó sus zapatos de boda,   —45→   de charol, brillantísimos. Un tacón así, una locura. ¡Estaba yo...! Otra me trajo un bolso con guarniciones de plata, precioso, yo no quería llevarlo, total, para lo que iba a llevar dentro... Pero me dijeron que si no lo llevaba no me iban a dejar pasar. La Desamparados, que es una del bloque D, el que da al norte, así está ella de mustia, trabaja en una cafetería que hay a la salida del metro, me dijo que si era un sitio de ésos que pone, en letras grandes, que se pueda leer bien: Reservado el derecho de admisión, que si era de ésos y no llevaba bolso, que no entraba y que no entraba. Facundo no sabía si en el clú ponía «Reservado el derecho de admisión», y tuvo que ir el pobrecillo, con el piso tan malo que hay, y la cola que suele haber, hasta la cabina del teléfono público, para llamar al Donato, el camarero que es de mi pueblo, y preguntárselo. Por cierto que el Donato se cabreó, y que creo que le dijo cuatro frescas al Facundo, y el Facundo le contestó, total que si no es por las ganas que el Facundo tenía de llevarme al clú... Pero el Facundo dijo: Tengamos la fiesta en paz. Y cuando el Facundo dice esto, es que se puede esperar una semana por lo menos de muy buen pasar, o sea, vamos, unos días sin que diga: Esta sopa se la traga tu mamaíta, rica, o también: Ya me estoy yo hartando de puñeterías y armas al hombro, y cuando menos te cates..., que no lo cuentas, ¿eh?, que no lo cuentas... ¡Huy, es que el Facundo...! Total: que ponía «Reservado el derecho de admisión». Donato decía, por lo visto, que, a ver, si estaba allí su mujer, qué nos habíamos creído que iba a ser el sitio donde ellos trabajaban. Como los chorros del oro, pues estaría bueno. Y es que somos unos ignorantes, sí, señor, sí, unos ignorantes, sin maldad y sin ortografía. No es por mí, ni por el Facundo, que somos gente buena, y no sé cómo se le ocurrió ir a un clú...

Cuando íbamos a salir, la Anguila aún me trajo unos   —46→   guantes largos, hasta el codo, en mi vida los he visto de cerca, también de su boda. Esperamos a que se hiciera un poco de noche, porque a mí me daba vergüenza que me vieran los niños del barrio, tan elegante. Y sin embargo... Todo el mundo esperándonos. Talmente una boda. Doña Nemesia, la lechera, me prestó una diadema, seguramente es falsa, pero diadema. Nunca he llevado la frente tan alta. Y la señora Blasa, la carnicera, me dejó sus aderezos. Es verdad que ya no se llevan así, pero eran buenos, y eran ya de no sé qué abuela, y luego de su madre, y ahora de ella, y me jaleaba al marcharnos. Olé las chicas guapas. Vaya noche que vais a pasar. Diviértete, hija mía, una noche es una noche, qué narices, hay que sacarle a la vida lo que la vida nos da. Todo el mundo nos daba consejos y consejos, cada ocurrencia. No salgáis a bailar los primeros. Pareces una princesa, como Soraya, hija, como Soraya, o como la viuda de Kennedy, qué barbaridad. Dios te bendiga, hija, no vayas a bailar con otro hombre que no sea tu marido, no lo vayas a fundir todo a última hora, hay que ser muy señora cuando se mete uno en esos berenjenales, ¿eh? A ver si la vais a agarrar y no sabéis volver. Tú, Facundo, a ver si te contienes, que eres largo de mano, ¿eh?, y cosas así. Pobrecillos. Tienen confianza. En mi barrio todos nos tenemos confianza, ¿sabe?, no tenemos dónde caernos muertos ninguno, y nos consolamos como podemos. Todos estaban deseando que yo me divirtiera. Yo creo que hasta la señora Rosario disfrutaba como si ella llevase puesto el vestido. Yo pensaba: Les podré traer algo, o mañana les haré un regalito, unas garrapiñadas, o unas pastillitas chiquirritinas de Heno de Pravia. Fíjese, estábamos esperando el autobús, yo con mi abriguito puesto encima del vestido, y Facundo con una corbata que ni en el retrato de boda la tiene igual, bueno, el retrato de boda nos lo hicieron en Barcelona,   —47→   creo, de unas fotos de carnet, que íbamos a llevar nosotros aquella ropa, pero, costaba tan poquito, incluido el marco, y eran diez pesetas al mes... Ya lo hemos terminado de pagar, menos mal... Estábamos esperando, digo, y pasó Salustiano, que tiene un taxi, y se alarmó al ver tanta gente en la parada, y al enterarse, nos llevó gratis al clú. Si tardamos en largarnos, yo creo que dan vivas, qué bárbaro. Yo estaba loca, lo que se dice loca, pero algo quemada, porque allí había demasiadas mujeres, y el Facundo... Es de cuidado el Facundo, se lo digo yo. Hace bien. Que se aproveche. A vivir, que son dos días. Bueno, que llegamos. Un hombrón vestido de algo muy importante nos abrió la puerta del taxi. No llevábamos calderilla para corresponder al favor, fue un fallo. Menos mal que debía ser amigo del Facundo, creí oír que le decía algo para su madre, serían recuerdos, vete a saber. Dentro, el Donato estaba aún algo ceñudo, ya se podía callar y no aguarnos la noche, digo yo. Su padre. Pero todo fue muy bien. Bebí... ¿sabe lo que bebí? ¡Champán! Pero, oiga, ¿eso es tan bueno como dicen y tan... tan... tan...? Pues no me gustó. Donde esté una buena jarra de sangría... Bailé toda la noche, al final ya descalza, no quería abusar de los zapatos de la Anguila, me los guardó la señora del Donato, y, fíjese, al poquito, había otras muchas señoras de aquéllas también descalzas. Impuse la moda. Yo. ¿Eh, qué tal? Yo. Aquí, donde me ve. Bueno, para qué le voy a contar. Ya no me moriré sin haber ido a un clú. Como una reina, mejor que la reina de la tele. Mire usted la fotografía que nos hicieron, que la pagó el Donato, ya se le había pasado el enfurruño, iba la noche fenómeno de propinas. Nos volvimos los cuatro a casa, ya de día, el Donato y su mujer y el Facundo y yo, un poco alegres, la verdad, cantando a grito pelado España, mi España, no hay cosa igual, ya ve usted, yo que siempre protesto cuando oigo la cancioncilla de marras,   —48→   porque no me va a decir usted que todo está tan bien como dicen en el disco, ¿eh? porque, vamos... Bueno, que ya ve usted, que esa mañana me lo creía todo, sí, señor, todito todito, y, cantando cantando, yo no me daba ni cuenta de por dónde íbamos, hasta que, al llegar al barrio, la Anguila y la señora Rosario, y Pepe el sastre, y todos, que ya se iban al trabajo, me felicitaron, y ellas me besaron, qué cansancio, mi madre, qué cansancio, y entonces el Facundo, mi hombre, me regaló una flor preciosísima, la había robado en el clú para mí, es una rosa encarnada, abierta, la pondré en un vaso, que se me da a mí que sea de plástico...

De concursos en la tele me van a hablar a mí ahora. Como no, morena...



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