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ArribaAbajoCasa de huéspedes

Mire, en esta casa, una casa honrada, digna, ¿eh?, usted va a estar fenómeno, ¿estamos?, fenómeno. Deletree usted bien: fe-nó-me-no. Menuda es esta casa. Aquí usted puede estar seguro. Ya puede usted ir escribiendo a sus padres, a sus tutores, a quien usted tenga, que aquí, en ésta su casa, la seriedad, la economía, la comodidad... Bueno, qué le voy a contar. Ya lo irá usted viendo, ya. Aquí hemos tenido siempre huéspedes de mucha clase, ya lo creo. Lo que pasa es que no nos gusta la propaganda. Ni a mis hermanas ni a mí, nos agrada ese bullebulle de los periodistas, que por menos de nada se plantan aquí, y venga fotografías, y preguntas y que si fue y que si vino, y que si le hacíamos o no le hacíamos los venenos que empleó éste o aquél o el de más allá. No haga caso. Son malas voluntades, tirrias que nos tienen los vecinos, porque no quieren que tengamos huéspedes, pero, a ver, a nosotras nos da la real gana tener huéspedes, ya lo saben y que se vayan callando, que no hemos querido emplear nunca nuestras relaciones, nuestras buenas amistades, que las tenemos, porque ha de saber usted que nuestro padre fue persona muy influyente y conocida,   —286→   terrateniente y varias veces hijo predilecto, y ya sabe usted: quien tuvo y retuvo, guardó para la vejez. Esto se dice en El Alcalde de Zalamea, que es un libro atestado de refranes, vengan o no a cuento. Mi hermana Atanasia lo lee en alta voz todos los viernes, al anochecido, mientras se cuecen las legumbres. Es muy útil, apasionante y algo diurético. Yo no sé muy bien qué es eso de diurético... No sé por qué dice que ya lo nota, a ver, usted, aquí, sépalo de una vez, no nota más que lo que yo le deje notar. En cuanto esté en casa, usted ha de vivir como yo mande. No olvide que el contrato de inquilinato está a mi nombre: soy la mayor. Llevo tres años a mi hermana Atanasia, y siete a Paulina, la más joven. Ésta es la que borda. Aprendió a bordar, varios procedimientos, cuando el Directorio Militar. Imagínese, estaba prohibida la ley de reunión, no podía juntarse con nadie... En fin, se suscribió a La Muñeca Ideal, y ahí tiene usted todavía los cubrecamas de entonces. Ahora borda todas las mañanas hasta las once menos cuarto. Luego sale a la compra. Es amiga de todos los tenderos de por aquí. Vaya si lo es. Y ahorra la mar. Por eso no se casará nunca. Es demasiado roñica. Ahora los hombres las prefieren dilapidadoras. Está el mundo, que no vea usted. ¡Unas chicas como nosotras, habernos quedado solteras! No, pare usted el carro, para vestir santos, no. Eso no nos gusta. Que los vista su tía. Aquí ya somos más modernas, pero, a pesar de todo, nos hemos quedado solteras. Si mi alma lo sabe, a buenas horas cuelgo yo al gatera aquel de Correos, que se quería casar a toda prisa, y no por el piso, qué va, que eso son infundios de mis hermanas, porque, la verdad, mis hermanas están algo idas, si lo sabré yo, especialmente Atanasia, que se empeña en cultivar un granado en el cemento del patio, y venga y venga y dale con el granado, y todas las noches lo mete en el recibimiento y lo saca   —287→   al amanecer, y hay noches que se levanta a echarle el aliento un poquillo, sobre todo por allá por las Candelas, que es la fecha peor para los granados. Y la otra, bueno, la otra. Se pasa la vida bordando pañuelos para los novios que dice que tiene, y no se lo crea usted, es siempre el mismo trapito, lo que pasa es que lo deshace luego luego, y vuelta a empezar, o disimula y se pasa las horas muertas echándoles miradas tiernas a los que vienen a descargar bebidas en el bar de enfrente, y les echa papelillos... Ah, no, eso son arterías de la portera, que es una chismosa de las narices, a ver qué le importaría a ella eso. Lo que pasó es que Paulinita tiró y tiró papelillos y, como no le hacían caso, le tiró un tiesto a uno y le dio, Paulina ha tenido siempre muy buena puntería, y le escalabró, toma, hombre, pero es que un tipo tan atontado, también con usted, si una chica le tira a uno cositas y cositas y usted ni se entera... Algo habría que hacer, digo yo, ¿no? Tampoco fue tan importante. Tardó en curarse algo más de un mes, que le agarró de refilón. Lo malo fue que en el tiesto había un granado de Atanasia, y no le quiero contar la que se armó. Atanasia pensó que se hundía el mundo al ver su tiesto hecho papilla, y le dio ese arrechucho que le suele dar, ea, vamos, un panterre, ¿me comprende? Tuvimos que llamar al guardia municipal de la esquina, que es un tipo muy fuerte, porque los huéspedes, para que vea usted, ni uno nos quiso echar una mano para sujetarla. Que mordía, decían luego, y tampoco es verdad. Es que Atanasia suele ser muy efusiva. Ya lo decía mi madre, que también tenía sus patatuses muy bien organizados. Bueno, claro, teníamos la casa llena de huéspedes, figúrese, estaba doña Laurita, era profesora de dibujo en el Instituto Nacional de Educación Simple y Dirigida para Señoritas, tuvimos que echarla, porque, al adherirse a una huelga, ya sabe, esa historia de los contratos, se dedicaba a   —288→   poner las paredes con unos monigotes y unos letreros que válgame Dios. Es que me pongo sonrojada aún, y Paulina es muy jovencita, a ver, no la iba yo a dejar que entrase allí a hacer la cama y se encontrara con eso. Era muy intelectual la tal doña Laurita, y, además, tenía unos libros con fotos muy ligeritas de ropa. Ésta es una casa decente. Ya se lo tengo dicho. Además, se reía de nuestros cuadros, la Santa Cena, los pañitos en punto de cruz del colegio, la destrucción de Sagunto por los bárbaros, y la tenía tomada con las coronas de plumas y lentejuelas que hacemos para el día de Todos los Santos. Era medio francesa, o sea, vamos, una impía de mucho cuidado. Aquí tenemos teléfono en todas las habitaciones, así que no hará falta que usted salga de su cuarto para nada. Nada de visitas, ni de guateques, ni de nada. Aquí, a su cuarto, que es lo que le alquilamos. Está la mar de claro. Su habitación tiene todo lo necesario: una marina que pintó mi abuelita Leandra, que era de Ayamonte, ¿usted no ha estado en Ayamonte?, tiene un río grande, y una frontera, y es muy abrigadito... También tiene usted dos maceteros, retratos de familia, una concha de Santander para oír el mar, un filtro, dos diplomas de mi padre, Cruz de los Sitios de Zaragoza, Mérito Civil... Le puedo prestar, si quiere, dos días por semana, la jaula de los periquitos. Son muy... ¿Cómo?, ¿no le gustan? Es un contratiempo, esta diferencia de gustos. Espero que no me los mate usted. Es un cuarto de huésped distinguido. Una vez que usted entre, en su cuarto quiero decir, yo echaré la llave. Usted no saldrá por mucho que oiga gritos, porraceras, juramentos. Lo peor puede ser que Atanasia esté ensayando alguna fiestecita con teatro y fuegos artificiales para cuando llegue el aniversario de mamá. Lo celebramos siempre con una función en la que reproducimos alguna de las bronquitis familiares. Mi madre tenía buen rejo, y sacudía   —289→   el polvo con verdadero entusiasmo. Aún tenemos los pedazos de dos o tres mozos de comedor, porque en mi casa había mozos de comedor, qué se ha creído usted, pues, le contaba, tenemos los pedazos en el cuchitril del pasillo. Usted hará muy bien en no entrar allí nunca. Está muy lleno y suele oler mal en cuanto llega el verano. Ya lo desinfectaremos de nuevo cuando haya vacaciones. Usted, a su cuartito. No, no, la comida se la serviremos allí. Usted puede disponer de su cuarto para todo. Le agradeceré que no hable con nadie por la ventana que da al patio. Vive ahí una gente de poco pelaje, que son malhablados, dicen obscenidades y gritos políticos, absolutamente ilegales. Usted no debe de aprender nada de eso. Si es que quiere tener relaciones sociales, ya le proporcionaremos libros oportunos, y, por las noches, don Lorenzo, jubilado del Catastro, le hará algo de compañía. Es muy prudente. No dice una palabra más alta que la otra, y conoce el país de pe a pa. Es una pena el susto que le dio Paulinita el día de su cumpleaños, el invierno pasado, que por poco le tira por el balcón a la esquina, para ver si acudía el sereno, pues que, no le digo más, agarró tanto canguelo el tal don Lorenzo, que se quedó sordo del todo, como una tapia, y algo lelo. Como además está ciego, de unas cataratas que le pegó la condesa del Zorzalito, otra que tal, que también tuvimos que echarla, vaya humos que se gastaba y no tenía dónde caerse muerta... A los tres meses sin pagar, tuvimos que dejarla en el cubo, ni siquiera gritó cuando la volcaron en el triturador del ayuntamiento, debía de estar muy cansada. Era muy tarugo, Dios se lo tenga en cuenta. Pues que don Lorenzo es ideal para la compañía. También juega al parchís autónomamente, como él decía antes de perder el habla. Quiero decir que él corre las fichas, y se las deja comer. Hombre, le trae cuenta. Es que si no... Hasta ahí podíamos llegar. Pobre don Lorenzo.   —290→   Me da mucha pena saber que tendremos que meterle también en el incinerador algún día. Ya hemos decidido hasta la fecha, el aniversario de la liberación: ese día la gente no observa el olor de los humos. Si lo metemos en los cubos, puede haber dificultades luego, que, a veces, el trapero nos ha devuelto estas mercancías. Pero, usted, tranquilo. Usted puede estarse todo el día con la luz encendida, es muy íntimo, se puede hacer mucha tarea así, las traducciones, los rezos, los planes para la invasión de una ciudad o de un estado, modelos de maquinaria muy adelantada, hurgarse en las narices, también escribir cartas sentimentales. Las cartas sentimentales, por favor, démelas a mí. No quiero que las lea Paulinita. Se le suelen subir a la cabeza, le da por cantar en italiano o en portugués, sin parar, y se quejan los vecinos, y ya una vez nos han multado. Ya nos han mandado un exhorto, amenazando con la grúa. Ya podrán. ¡Qué mal repartido está el mundo! ¿A que no la llevan a cantar en televisión, eh? Pues no lo hace tan mal como algunos, y tiene los dientes preciosos. Y quien ha escrito la carta de marras, se niega a reconocer que ha tenido la culpa, y tenemos que andar con frecuencia en el juzgado, hasta que los análisis, las declaraciones, las radiografías, los peritajes caligráficos ponen en claro quién ha tenido la osadía de redactarlas. Casi siempre hemos ganado. Paulinita tiene mucho talento. ¿Le he dicho que tiene muy buena puntería? Siempre que se encuentra con algún huésped por el pasillo, por las noches, cerca del cuarto de baño, le hipnotiza rápidamente, es que vaya dotes que tiene Paulinita, borda estupendamente, ¿se lo dije?, y luego, cuando le tiene sentado allí, en el baño, hipnotizadito, dibuja en la pared, con cuchillos, la silueta. Es estupenda esta Paulinita. Ahora debe de estar en el rosario, ya se la presentaré luego. Ahora estamos algo preocupadas, pues no logramos recordar dónde   —291→   demonios habrá guardado las pistolas, y lleva unas noches intranquila, ya que no puede dedicarse a asustar a los novios que se rezagan por la acera de enfrente. Ah, se me olvidaba, usted no pretenda abrir de noche a nadie. De noche, usted debe de tener la luz encendida, porque si la apaga, entraremos enseguidita alguna de nosotras tres para que no se duerma. El mundo no puede estar en manos de gente dormida. Hay que estar bien despierto. Además, Atanasia tiene la fea costumbre de entrar en los cuartos de madrugada y cobrar por adelantado tres o cuatro meses, sin consultarme, y esto acarrea algunos malentendidos. Esta Atanasia, tan buena, tan simpática, tan salada, tan bestia. Perdónela usted, son cosas de la juventud. ¿Cómo? Ah, sí, Atanasia es muy jovencita, tres años menos que yo, a ver, del 1882. Se conserva muy bien. Tiene buen gusto para vestirse: mantilla para ir a misa, falda larga para todo, camisón para acudir al teléfono del pasillo después de las diez. Es lo que se dice una gran señora. Sabe algo de francés: Bonyur, mesié. Orrevoar, mesié. Está muy bien educada. También sabe algunos tacos en alemán, pero no los dice nunca antes de las seis de la mañana. Hasta esa hora se mantiene bastante normal. ¡Qué cosas tiene usted! ¡Cómo no íbamos a tener agua caliente! Oiga, a mí me parece que usted está empeñado en poner pegas y peguitas para no quedarse aquí. Pues sepa usted que los huéspedes de mi casa son excelentes, y algunos llevan con nosotras mucho tiempo. Venga, venga. Ahora que no están mis hermanas, que han salido a la parroquia a un rosario y a encargar unos funerales de cabo de año, le voy a enseñar algunas cosas curiositas. ¿Ve usted esa puerta? Ahí vive don Lisardo Camino, era empleado de la Lotería Nacional, se murió hace ya unos quince años. No me acuerdo ya bien si espichó solito o si le ayudamos algo. Déjeme que haga memoria. Fue éste... No, la de las zarazas   —292→   fue aquella gordinflas de Sequeros, provincia de Salamanca. Éste, ¿cómo cayó éste? ¡Qué cabeza! Bueno, qué más da. Ahí dentro lo tiene usted, tan pancho, tan morenito, sin dar guerra. Nadie podrá decir que ha causado la menor molestia. Tan sólo se quejó el fontanero, un día que tuvimos que arreglar algo en el cuarto, un radiador, algo, no sé ya bien qué, y le molestaba verle allí, tan quieto y tan mal vestido, decía, en la cama, y sin resollar. Le molestaba que no resollara. Fíjese a qué extremos de señoritismo han llegado ahora los obreros. Primero, que mal vestido. Qué se habrá creído el fontanas ese. Y luego que no resollaba. Es que la dictadura del proletariado, ya lo decía don Secundino, el capellán de las Angustias, sí, hombre, el que se murió de la gripe, bueno, que vaya jaleíto la dictadura esa. Nadie, nadie se ha quejado jamás de que don Lisardo dé guerra. Ni canta al afeitarse, ni sale de noche, ni nada de nada de nada. Y las cuentas, religiosamente hasta ahora, por el banco. No hay nada como pagar por el banco. Usted ni se entera. Quiero decirle, modestia aparte, que, a veces, me acongoja cobrarle las facturas. No gasta, no mancha el cuarto de baño, ni ensucia los dorados, ni nada, en fin. Le digo a usted que ni una mala colilla. Alguna vez le he mudado la cama, porque eso sí, será por la edad, que, vamos, hombre, vamos... Pero es que ni siquiera come. Yo le dejo en la mesita de noche las lentejas, rehogaditas, calentitas, huelen que alimentan. Y, cuando vuelvo, allí están. Qué le vamos a hacer. Unos días me digo: Estará desganado, a ver, ahí quieto, tan estirado, sin hacer ejercicio... Pero otros, me encocora, y un día se las estampé en las narices, lo cual que tampoco dijo esta boca es mía. Ya, ya, qué hombre tan impasible. Está visto, hay tipos que no sirven para maridos. Eh, eh, ojito, haga el favor de no tocar nada en los salones donde yo le lleve, a ver si tenemos la fiesta en paz. A la   —293→   señora Carlota, la que venía a cortar las camisas de Perconces, el teniente de carabineros, tuvimos que darle un buen porrazo, porque tocaba a todo, y le dio por chillar y decir: Qué horror. Qué horror... Si sería mandria. Está ahora en la carbonera, digo yo que estará, porque a veces hay que encender la lumbre, siempre hay algún pesado que quiere comerse la sopa caliente, bien caliente, o la manía de los ponches, usted me contará, esta casa es casa de abolengo, no vamos a entrar por los métodos nuevos, somos muy conservadoras, y un ponche, ¿eh?, un ponche... ¿Quiere usted ver esa habitación? Es la más importante, da a la calle. Por eso no la alquilamos. Ya otras veces se ha tirado alguien por el balcón, y es un mirador muy bueno, y luego viene la poli a ver si están las huellas del interesado, y si lo hemos empujado o no desde dentro... Se ve que la poli es muy desconfiada. Total, si han querido tirarse... Hay gente para todo, ya lo decía no sé quién. Lo malo es que los que se tiraron no dejaron bien dispuesto el testamento, y hay que darle propina a la portera por retirar el escombro, a ver. Si usted tiene alguna vez esa mala idea, le ruego tenga muy presente el hábito español de las gratificaciones, o aquello de que quien rompe paga y se lleva los cascos a casa, y tal y tal y tal. Hay que tener respeto con las costumbres del prójimo, que si no, es que te comen viva, calle, si lo sabré yo. Figúrese lo que nos pasó con... Oiga, ¿por qué pone esa cara? Le advierto que por poner esa cara nosotras hemos tomado severas medidas con algunos huéspedes. No podemos tolerar que en esta casa, que es una casa pero que muy honrada, ya se lo tengo dicho, somos de muy buena familia, católicas, conservadoras, pertenecemos a varias cofradías, una servidora ostenta la triple cruz de Beneficencia Comarcal, nosotras, le digo y le repito, no podemos tolerar malas caras, ni miedos ni temblores. Aquí todo el   —294→   mundo tiene que estar a gustito, no faltaba más. Parece que se le doblan las piernas, lo mejor será que le haga un caldito. No se lo incluiré en la cuenta, a no ser que no tengamos ahora agua caliente, que, a lo mejor, hoy tampoco sale el agua caliente. A ver, desde el día aquel del resuello, el fontanero no ha querido volver, y ya llevamos diez años largos esperando, nos hemos acostumbrado a tomar las cosas así, a bañarnos con el agua así... En la sección médica del periódico vienen muchos datos sobre las virtudes del agua fría, y nosotras obedecemos lo que dicen los periódicos. Por favor, tenga cuidado con ese animal... Es Pirracas, el gatito pekinés de nuestra tita Bárbara, la de Alcalá de Henares, era maestra nacional por oposición, premiada por sus labores en la Exposición de París de 1900. La tita Bárbara se murió chamusquinada por un rayo, una imprudencia atroz: se le olvidó ponerle velas a su patrona. ¿Ve usted? Pirracas no tiene bigotes en el morrillo derecho. Se los achicharró el fucilazo. Una pena, tan buen ejemplar, de raza, no le digo más. Lo disecamos y nos hace mucha compañía. Usted me comprende, esas tardes largas del invierno, cuando no hay nadie en casa, que todos los huéspedes se han ido a sus cosas, a dar una vuelta por Sepu, o por la Armería, o al desfile militar de la reconquista de Barcelona, y entonces nos quedamos solitas. No nos atrevemos a poner el gramófono, tiene la cuerda rota desde antes de la guerra, y por no molestar a don Lorenzo, ni a don Lisardo, tan excelentes, que quisieron casarse con alguna de nosotras, y entonces hablamos bajito con Pirracas, que es tan sedoso, ¡ay, qué sedoso es! He oído contar que se tiraba a las piernas de los cobradores de lo que fuere, del gas, del pedido de la tienda, de la sociedad para el entierro, del abono a las ánimas del Purgatorio... Sacaba siempre tajada, por eso tiene el rabo tan tieso todavía. Oiga, ahora que mis hermanas   —295→   no están aquí, ¿usted cree en eso del purgatorio? ¿Ha estado usted allí alguna vez? Me preocupa la cantidad de gente que debe de haber, no sé si tendré tiempo de saludar a todos... Pues a Pirracas... Le llevamos todos los años a la bendición de San Antón, suele estrenar abriguito de crochet nuevo. Don Severo, el párroco, es un cegatoprisas, le bendice y no se entera de que está disecado. Nos reímos la mar. Vaya por Dios, ya ha tenido usted que tocarle. Claro, a ver cómo arreglo yo ahora la calva, no ve que le ha apretado usted mucho y se le cae el pelo. Pobrecito... Lo malo será que a ver dónde encontramos un huésped que tenga el pelo parecido para poder restaurar esa calvicie que usted, insensato, métomentodo, ha provocado. Ahí es nada. Menudo soponcio le va a dar a Atanasia cuando lo vea. Y Paulina se va a pasar tres o cuatro semanas tirando cuchillos a la gente. Y menos mal si no lo hace más que por la escalera. Lo mejor será que se los limpie algo, no sea que se enfade conmigo si los encuentra pringosos. Un cuchillo pringoso es una verdadera desgracia: resbala al entrar, se puede usted hacer daño, estropear la ropa, provocar algún quejido anormal, de ésos que asustan a la gente. Eso no está bien. Bueno, como usted ve, la casa no está nada mal. Es cómoda. Ventilada, silenciosa. Sobre todo, silenciosa. Hay alcanfor en todos los armarios, y algún que otro santo en los rincones. Está muy bien decorada. La calefacción es aparte, no queremos que los catarros caigan en nuestra responsabilidad. También tenemos libros, por si usted se aburre de estudiar en los suyos: El médico en casa, El arte de matar, Procesos célebres, La guillotina, Apaga y vámonos... Éste es una novela preciosa. Aquí, en este cajetín, conviene echar la calderilla de las llamadas telefónicas. Dos pesetas cada una. Así se colabora. Ya ve usted, en la calle cuesta bastante más. Es que hay que ver cómo se está poniendo todo.   —296→   Paulina dice que no va a tener ni a quién llevarle los cuchillos para afilar. Y Atanasia, bueno, la pobre Atanasia, está algo majareta, ya creo habérselo dicho, no hay que hacerle mucho caso, ahora lleva una temporada que se dedica a organizar recitales por los caídos en la guerra del 14, menos mal, le darán la legión de honor. También la tuvo mi padre. El lacito y la medalla están en la vitrina del comedor, al lado de la dentadura de oro de don Lisardo, y el braguero, doble, de don Lorenzo. Combinan fetén. Mi padre era un hombre estupendo, ya le he dicho que somos de muy buena familia, pero, que, a pesar de eso, nos quedamos solteras. Se ve que el mundo no está ya por las buenas maneras, la delicadeza, la distinción. Ahora, hala, hala, al automóvil y a espachurrar a todo bicho viviente. ¡Qué crueldad, Señor, habráse visto! Antes, ah, antes eran las cosas más sosegadas, más bonitas, y nos besaban la mano, y nos ayudaban a bajar del tranvía... ¿Quiere usted conocer a aquel muchachito rubio, debía ser alemán, decía toj, toj, doblando el espinazo, me esperaba cuando volvíamos de vacaciones de Mondariz, donde papá tenía que ir para curarse aquella porquería que tenía en las corvas, que daba asco, lo que se dice un asquito de todas todas? Era un chico encantador, tan finolis él, estuvo algo bruto cuando quisimos meterle en el tinajón de aceite, nos puso de pena, pero allí está, tan tapadito, doradito, algo arrugada la americana, pero el aceite ha subido tanto... Era tan amable, me escribió aquella carta tan expresiva: Estoy muriendo, que no hay sin ti el vivir para qué sea... Pero, lo que tienen las cosas, no ha vuelto a hablar, se ve que era todo mentira. Mire qué cama tan arregladita, suenan los boliches un poquillo, pero eso no es nada: ayuda a dormir. ¿Usted no tendrá transistor, no será sonámbulo? Es poco recomendable enterarse de lo que pasa por el mundo adelante, y vivir por   —297→   libre, eso, no digamos. Debo advertirle que no admitimos perros ni motocicletas. Tampoco es bueno intentar escaparse de aquí. Esto está muy bien. Además Paulina tiene un gran horror al ruido, y como está tan mimada... Oiga, oiga, ¿dónde va usted? Si ésas que suben no son mis hermanas, aún no se ha acabado el rosario de doña Frasquita, la que se murió el martes, no son ellas, será un gran honor presentárselas a usted, verá qué jovial es Paulinita, es la más niña... Pero, hombre... Con lo simpático que me cayó usted, que le pensaba perdonar el mes adelantado... Si será... Desde hace algún tiempo, qué huidizos andan los hombres...



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ArribaEn la calle Ferraz

No, mire, no. No es que tenga reparo, ¡pasa solamente que lo he contado tantas veces ya! Sí, a todo el que ha querido oírmelo. Ya no sé si es que paro a ratos de contarlo, o si es que, sin parar, hasta dormida, lo repito. Una es así de torpe. Hablo sola, digo siempre lo mismo. Así que lárguese con viento fresco, y déjeme a mí que siga hablando. No, por favor, no me pinche. Usted lo que busca es que yo empiece a hablar, y claro, ya se sabe, una vez empezado, hay que acabar, no queda otro remedio, y usted, tan tranquilo, se me marcha con el santo y la limosna, y yo tendré que volver a contarlo, para otro, para otros, luego, mañana, cuando sea... Ay, amigo mío, pues sí que está usted bueno, preguntarme por mi hijo. Todo el mundo le conoce, algunos mejor que yo. Ya hay hasta algunos niños de esos crecidotes, que juegan al atardecer en las calles del barrio al burro, a pídola, a gangsters, o a otras cosas parecidas, que me preguntan cuando llego: «Qué, señora Dolores, ¿estará hoy su hijo arriba?». Y se ríen mucho al decírmelo, se ve que les alegra. Y yo subo la escalera, tan larga, tan alta, tan oscura, ya sé a qué huele cada descansillo, cada puerta,   —300→   adivino quién está allí por lo que chilla la radio, oigo llorar siempre a las niñas del quinto, y rezongar a doña Catalina, la viuda pensionista del sexto derecha, la que tiene huéspedes, y todo así, ya lo creo que me los sé, y sigo subiendo, y a veces espero un poco en el corredor, por si acaso estuviera dentro y se hubiera quedado dormido esperándome, es muy agradecida esa butaca de mimbre que tengo, que me la regalaron al renovar trastos en la terraza del casino, sí, ahí, donde voy a limpiar, ya ve, suelen ser muy buenos conmigo. Ya les tengo hablado para que le den un empleo a mi hijo. Además, le he hecho unos almohadones de ganchillo, de colorines, muy abrigados, blanditos... ¿Que qué años tiene? A ver, eche usted mismo la cuenta. Nació en el 32, figúrese, está en la plenitud de la vida. Pero, el pobrecillo, a ver, ya ve usted, sin padre. Ay, no me lo recuerde, claro que no tiene padre. A ver, aquellos días tan malos. Su padre era el hombre con más labia que he conocido. Un verdadero tunantón, se lo digo yo. Pero era tan cariñoso, tan cercano, tan... Bueno, tan como no había dos... Estaba estudiando, y venía al pueblo los veranos. Estudiaba no sé muy bien para qué, yo no he sabido nunca mucho de eso. Solamente sé que yo esperaba junio, cuando solía venir, y la Navidad, y la Semana Santa, y nadie lo sabía más que él y yo, los dos solitos, no me escribía nunca, habría sido terrible que sus padres lo hubieran sabido... Y así pasó cuando se enteraron, cuando alguien les fue con el chisme, que si nos veíamos en la casilla del Pinatar, allá, en el camino viejo, ¿sabe? ¿O usted no ha estado nunca en El Salobral? Es un sitio bonito. Desde la puerta de la casilla se veía la sierra, entera, blanca en Navidades, azul en verano, y él (yo digo siempre él, ¿me comprende?), no hace falta decir su nombre, además sus padres nos debieron buscar, digo yo, y él no quería que nos los tropezáramos,   —301→   no, no lo quería por nada del mundo, y así, no llamándole, sería más difícil dar con él, me entiende. Bueno, esto, la verdad, ya se queda muy lejos, y seguramente ya se lo han contado alguna vez, no me diga que no. Yo lo noto en seguida, y a usted lo veo con cara de que se lo han debido decir. Pues, sí, ya ve, es verdad, nos tuvimos que casar y largarnos, porque en un pueblo, El Salobral, pues que nadie quería nada conmigo, y ya hasta me habían sacado coplas, y que si esto y que si lo otro o lo de más allá, y mi padre, que era guarda jurado, era hombre de armas tomar. Y, por si era poco, la familia de él no podía verme ni en pintura. Que si había arruinado a su hijo. Que si le había dado bebedizos. ¡Qué bobadas! Eran ya mayores, y, claro, así, usted dirá. Eran muy pesados, tercos, muy tercos, la tomaron con él. Siempre con la misma manía: «Con la hija del guarda, ¿no te sonroja? Habráse visto, nuestro nombre en la plaza, en la taberna en todas las bocas esas. Desoraciado. Eres un imbécil». Le ponían la cabeza como un bombo, tanto dale y dale que te pego. Y nosotros sin caer en la cuenta. A ver, la casilla, olía la jara requemada de agosto, recuerdo un día de Santiago, fiesta en el pueblo, no había por allí un alma, todos en los cohetes, en las verbenas, en las carreras de sacos, en la capea, en la procesión, y allí, en la casilla, el calor, el cuadro cegador de la puerta por donde se entraba a raudales la siesta, de vez en vez la raya de una golondrina. Juntitos. ¿Cómo decirle esto a su madre, tan estirada, siempre enseñando su dentadura de oro, sus hombros puntiagudos? No le voy a contar a usted la boda, para qué. La madre, fíjese usted que nunca he dicho mi suegra, yo les he tenido siempre mucho respeto, pues que la buena señora, mientras las pocas gentes que acudieron me daban el parabién, como es de ley en estos casos, me preguntó con mucho retintín si no me daba vergüenza ir a la iglesia con   —302→   aquella barriga. Era una bobada, porque ya ve, qué me iba a dar vergüenza, y además no se me notaba mucho, ni mucho menos, pero, a ver, lo que pasa, estaba muy quemada de que su hijo se casase conmigo, con la hija de un guarda jurado que no tenía dónde caerse muerto. Son cosas que pasan, digo yo. ¿Mi padre? Mi padre ni fue. A la boda, quiero decir. Dijo que para no hacer la barbaridad que correspondía. Ahí tiene usted una boda divertida, ¿no? Hasta el cura parecía tener miedo a la madre de él, y no nos dio consejos como los que yo le había oído en otras bodas, que si los hijos, que si nada de broncas, que si no entrometerse en los quehaceres del marido y que si bautizar a todo lo que viniere. Nada. Se veía que estaba también acobardado. Nos casamos un siete de marzo, era Santo Tomás, y no hizo más que hablar del santo del día, uno que, por lo visto, había escrito muchos libros. A lo mejor lo hizo porque él era estudiante, ya creo habérselo dicho, y así quedaba muy bien. Pero, ¿de nosotros? Ni pío. Aún recuerdo que, al salir de la iglesia, la gente había desaparecido. Con el lío que se armaba en la plaza a la salida de otras bodas que yo había visto, todo el mundo diciéndole flores a la novia, y bromazos al novio, y entonces... Solamente algunas mujeres nos acechaban dentro, susurrando por detrás de los pilares o en las capillas, y algunos hombres se reían también sin esconderse. Ya en la plaza, pues que no había un alma, yo sabía que nos estaban mirando por detrás de los visillos, de las contraventanas entornadas, de los postigos a medio entreabrir. Hubo un instante en que nos paramos, solos en el centro de la plaza, junto al pilón, sin saber qué hacer, asustados, y éramos marido y mujer. Nunca habíamos pensado que aquello pudiera acabar de manera tan triste. Ah, sí, en el abrevadero estaba Segundo, el de la calle Larga, con sus caballerías, y nos dijo, sonriendo: «¡A vivir, zagales,   —303→   ea!». Se lo agradecí mucho. Le mataron, hombre, a ver, luego, como a tantos otros. Estaba lloviendo entonces, entonces estaba lloviendo, y nosotros allí, en medio de la plaza. Recuerdo que el reloj de la torre estaba parado. En las cinco. Un mal rato, sí, señor. Pero todo se pasó, todo, cuando él me echó el brazo sobre el hombro, y: Vámonos. Y recogimos unos hatillos de nada, y estuvimos esperando en la taberna, también solos, mire usted qué casualidad que ese día no fuese nadie a la taberna, siempre atestada, a ver, si nadie trabajaba, huelga va, huelga viene, hasta que llegó el coche de línea, parece que le estoy viendo, era amarillo, La Requenense, S. A., traía la baca atiborrada de seras de verduras y sacos de maíz, y unas jaulas de gallinas que alborotaban la mar, pobrecillas, se ve que el viaje las mareaba mucho. Otras cosas no recuerdo, a ver, sería como estaba lloviendo...

Sí, sí, usted déjeme. ¡Qué me va a contar usted! Mire, lo que sigue, nadie nadie lo conoce mejor que yo. Eso, eso es, nos vinimos a Madrid. ¿Usted no se acuerda cómo eran los trenes en aquel tiempo? ¡Era una cosa tan bonita, hombre de Dios! Figúrese cuando el revisor aparecía en el estribo, por la portezuela, que nadie le esperaba, y asomaba por la ventanilla los bigotazos, y contaba los viajeros, y miraba con disimulo debajo de los asientos por si había niños escondidos para no pagar billete... Y la gente se ponía de acuerdo sin decirlo, para engañarle si era menester, o para disimular los pollos o los perros... Claro que esto era en el tren mixto, eso es, porque los había mejores, no digo que no, de ésos que pasaban de largo por El Salobral, yo no monté nunca en ellos, yo era hija de un guarda jurado. ¿Sabe que a mi madre la llamaban La Pintá? Estaba picada de viruelas, a ver, esas cosas de los pueblos. Pero era muy buena, muy limpia, se murió de un zaratán a poco de empezar   —304→   la guerra, que me enteré por casualidad. Veníamos en el tren, como ya le contaba, y los de enfrente no nos quitaban ojo, y se sonreían, y eso que nosotros, la verdad, no nos atrevíamos ni a mirarnos. Y es que era lo que me dijo Luciano al bajar en Madrid, es que parecía, de veras, que teníamos vergüenza el uno del otro, ay, bueno, no sé si me estoy retrasando mucho, a lo mejor me está esperando y no tengo hecha la cena, aunque estoy segura de que lo va a saber comprender, él es muy juiciosito, vaya si lo es, no tengo queja ninguna, no me enteré bien de qué quería que le hiciese hoy, ay, Señor, qué cabeza, y no era eso, no, señor, qué íbamos a tener vergüenza, es que nos queríamos mucho, era más bien miedo, eso es, susto, un susto muy grande, y no querer estar solos, porque nos acordábamos de demasiadas cosas, de la casilla, de las tardes allí solitos en el heno maloliente y podrido, el suelo lleno de sirle, en vilo siempre por los gritos de los niños que cazaban ranas en el Salobralillo, el arroyo de al lado, no nos fueran a sorprender, siempre abrochándonos, arreglándonos la ropa al menor ruido a toda prisa, y nos acordábamos de mi padre, que nos escupía casi mientras se le caía el tabaco del cigarrillo mal hecho, y llenaba, gesticulando, toda la casa del olor de la mecha larga, enrollada en muchos nudos, olía tan mal que la última noche vomité, y, ya lo adivina usted: Asquitos ahora, eso se piensa antes. Y oír palabras que nunca le oí contra mí, sino contra otras, y a Luciano se le saltaban las lágrimas, el estudiante, el señorito, el majarrajas este qué se habrá creído, y no querernos escuchar nunca, y, luego, la madre de él, y el sermón del cura, como si no estuviésemos allá, dóciles, apechugando con todo, quietecitos... Sí, no teníamos vergüenza, era que nos acordábamos de demasiadas cosas, digo yo que nadie debe acordarse de muchas cosas, aconséjeselo así a sus hijos si los   —305→   tiene, es mejor no tener memoria y mirar solamente hacia adelante, a lo que Dios quiera mandar, y aceptarlo cuando venga y olvidarlo en seguida, los recuerdos pesan mucho y no enseñan nada más que algún que otro suspiro y una dureza aquí, en la garganta, tantos recuerdos, hijo mío, yo no puedo apenas transmitírtelos, no puedo decirte en qué consisten ni si valen para algo, ya tienes tú bastantes quebraderos de cabeza, lo que cuesta vivir, no voy a ponerte ahora los hígados revueltos, además que ya se han muerto casi todos, a algunos los mataron como a perros, ya ves, ahí, al borde de la carretera, en las cunetas sucias, llenas de cardos, quién sabe si no caería alguno en la casilla del Pinatar, allí, en la cuesta del riachuelo, donde crecen los nopales y había una higuera, ah, y un paraíso que ¡Dios, cómo huele!, es que los caminos de Dios, hijo mío, son o parecen torcidos, ea, ya lo ves, seguramente era cosa de risa vernos salir de la estación, los dos apretaditos, de la mano, acorralados más que otra cosa, diciendo que no al consumero, a los que pregonaban pensiones, a los que ofrecían taxi o autobús para ir a otra estación, y nos quedamos parados ante el hombre que nos pedía los billetes sin saber si teníamos que decirle algo, quizá solamente buenos días, o preguntarle por sus niños, ay, ya ves, los demás niños, qué cuestión esa de las compañías, hay que tener mucho cuidado con quién te juntas, luego vete a saber, porque, hijo mío, se aprende mucho malo por ese mundo adelante, un gran consuelo cuando nos pudimos sentar en la portería del Colegio, llegamos ya de noche, que no tomamos nada por no gastar y por ver algo, fue la primera vez que tú estuviste en Madrid, hijo mío, ya ves lo que son las cosas, qué va, hijo, qué va, cómo vas a acordarte tú, estaría bueno, y mejor que no te acuerdes, total para qué, en ese colegio era donde había estudiado antes tu padre, nos arreglaron los frailes   —306→   un trabajo para los dos, él daba clases, yo repasaba la ropa para los internos, y, no me digas más que me estoy quedando ciega, que si tengo que acostarme, si ya ves que yo lo hago con el mayor gusto, bueno, tú sí que tienes que acostarte, que tienes que pasarte la mañana hablando, y así todas las noches, hasta que tuvimos un pisito en una hondonada de las Ventas, detrás de la Plaza de Toros monumental, veíamos pasar muchos entierros, y ya nos conocían en el fielato, y en las tiendas, y en la frutería, y en los tenderetes que ponían los viejos al sol a la salida de las corridas, es metro Ventas, ¿no?, algunos domingos llegábamos a la plaza de Manuel Becerra, cerca de la cochera de los tranvías, y volvíamos despacito a casa, la tardecita yéndose, y así siempre, ya no nos acordábamos del pueblo, ni de la casilla (bueno, miento, de la casilla sí, aunque no hablábamos de ella nunca, era un acuerdo mutuo, una mirada, un bajar los ojos, un súbito calor), ni nos acordábamos del cura, ni apenas de nadie, tranquilitos tranquilitos, hasta que llegaste tú y todo se animó de pronto, eras muy rico, casi cuatro kilos, quién lo iba a decir, yo tan esmirriada y con tanto velar y pegar botones, y zurcir calcetines, y ya ves, todo tan fácil, y fue todo tan diferente, ay, cómo te lo diría yo, si en esto no vale decirlo, sino pasarlo, ea, pasarlo, por eso no te cuento nada, porque yo sé que no nos sirve lo de los demás, ni siquiera lo mío, hijo mío, es que no hay más remedio que pasarlo para aprenderlo, y aun así..., bueno, que fueron unos años tan buenos, Señor, tan buenos, qué fácil es ser feliz cuando Dios quiere que lo seas, porque de otro modo, qué pintamos aquí, si lo sabré yo...

¿Que cuánto tiempo? ¡Qué más da! ¿Usted sabe cuánto dura un sueñecito bueno, de ésos que, al despertar, no nos dejan abrir los ojos, y dura mucho tiempo un regustillo   —307→   en la comisura de los labios, o en la yema de los dedos? ¿Que no? Pues no se ha mirado usted bien, o, dicho sea con perdón, es usted bastante gilí, por muy sabio que parezca. Un sueño es... un sueño es... Bueno, como fue aquello. ¿No le he dicho ya que Lucianín nació en el 32? Tenía cuatro años recién cumplidos en el 36. Íbamos para adelante. Mes tras mes, una cosa nueva en casa, ya puestecita, una radio, y una máquina de coser, y unos tiestecitos. Lo que había que ver. Pero nadie sabe dónde está la vida de cada uno, qué cosas, sales a la calle y patapán, se acabó todo, bueno y malo, y sin comerlo ni beberlo, y así le pasó a él, a Luciano... Que salió a dar una clase particular aquel sábado después de comer, ya ve, no me acuerdo de la fecha, sólo sé que era sábado, en noviembre y tan lejos, pero esto no importaba, porque iba en el metro y volvería de día todavía, era a un chico suspenso, yo gasté la tarde en una cola de carbón, venga a chinchorrear las mujeres, y a decir cosas del frente, «Esto se acaba en seguidita, Han tomado Toledo, Van a venir los rusos a ayudarnos, Por fin vamos a tener todos casa con baño, Se ha matado no sé qué general de ellos con un avión...». En fin, que no volvimos a verle, porque el bombardeo debió agarrarle sin encontrar dónde refugiarse, no conocía el barrio, y eso es lo que más me duele, hijo mío, esa muerte así, tan estúpida, sin más defensa que agachar los hombros y afilar el miedo ante el ruido, que no cabe hacer otra cosa sino esperar que caiga la bomba en la otra esquina, mientras tú te estás allí tan quietecito, pegado al suelo, a la pared, o a donde sea, sin pensar, los ojos muy abiertos, el corazón violento, y nada, ya ves, hijo mío, lo que es salir y no volver, no somos nada, pero tú puedes estar muy orgulloso, porque tu padre era un hombre muy bueno, trabajador, como no había dos, ya te lo tengo dicho, que seguro seguro que habría sido algo muy grande si no se hubiese   —308→   tenido que casar conmigo, y ahí tienes la prueba de quién era, en sus carnets medio rotos, que yo los he guardado siempre para ti, fíjate cómo te pareces en esta fotografía del sindicato, quién sabe las veces que, a lo mejor, hemos pisado el mismo sitio donde cayó la bomba. Me dijeron así, a bulto: en Ferraz. Para qué le voy a contar a usted las veces que he recorrido esa calle arriba y abajo, ahora todo es nuevo, da lo mismo preguntar a nadie, para qué, les daría un patatús saber que alguien murió despanzurrado en su puerta, tan bonita, con ficus, con sansiveras, con alfombras así de gordas, con mármoles, con un portero de botones dorados. Ahora todo el mundo va a lo suyo y no a todas las sesentonas les han matado el marido allí, en una esquina, llena de escombros y silbidos, eso solamente les pasa a los incautos, a los sencillos, a la pobre gente que, como tu padre, no tiene trastienda, sino impulso, eso es, buena voluntad y deseos de trabajar, a ver, si no. Claro que, bien mirado, cualquiera se atreve a asegurar nada, porque, aunque usted no me crea, los ratitos en que una dispone de lucidez, ésos en que notas que las gentes se llevan un dedo a la sien en cuanto das media vuelta, pero que tú lo ves, siempre hay un cristal oportuno para verlo, o peor aún, lo presientes que lo hacen, no sé, lo adivinas, bueno, es que notas en tu sien el movimiento de tornillo que ellos hacen con la yema de su dedo sucio... Pues ya ve usted, esos días, realmente, una muerte así, en la esquina, una muerte sin más resultados que reconocer las pertenencias, como aún recuerdo que decía el papelito del juzgado... ¡Qué bien, no me diga, tan resuelto! Ni en el entierro tuve que pensar. Nada. Y eso fue una pena. Cuando se vive algún tiempo así, tan bien, tan cercanos, se tiene miedo al día en que uno falte, se querría morir siempre uno el primero. Y se entrevé el tal diíta, ya lo creo. Y yo, y me dolía el entrecejo,   —309→   aquí, al pensarlo, pues que lo veía, teníamos una iguala muy arregladita, y yo veía el funeral, y los pésames, quizá la reconciliación con la engreída familia... Y nada. Las pertenencias, y váyase, camarada, váyase, buena mujer, están esperando otras personas para lo mismo. No hubo flores, ni corona con dedicatoria, ni velorio, ni luto. Bueno, al paso que van las cosas, cuando me toque a mí, Dios sepa qué habrá. No vale la pena, ahora sí que no vale, pensar en eso. Pero, ¿y mi hijo? Si mi hijo volviera algún día, ¿quién le iba a decir todo esto, y lo que pasó luego, después que lo evacuaron, y cuando dejé de tener noticias suyas de Francia, o de Bélgica, de Ucrania...? No, ya ve usted, prefiero todo lo pasado y seguir esperando, sé que algún día, cuando llegue a casa estará allí, en la butaca de mimbre que me regalaron en el casino, esperándome, leyendo los prospectos de lavadoras o inmobiliarias que meten por debajo de la puerta, quizá haciendo el crucigrama poco a poco, a lo mejor es capaz, ¡tonto! de chupar la punta del lápiz mientras busca las palabrejas, o a lo mejor haciendo números a ver qué nos convendrá comprar primero, pero, no, hijo mío, no te dejaré ser manirroto, hay que pensar mucho las cosas y ser previsor, muy precavido, tú no sabes lo mal que lo hemos pasado, y el seguro no cubre ni la mitad de las necesidades y hay que estar atentos al desempleo y a la carestía, y no conviene tampoco aparentar, que ahora a todo el mundo le da por parecer más de lo que es en verdad, si lo sabré yo, nosotros, todo lo más, procuraremos vivir otra vez por allá abajo, por detrás de la Plaza de Toros, como cuando eras niño, ahora están haciendo unas calles muy buenas por allí, el metro llega más lejos, estaríamos muy bien y saldría mucho más barato, porque, hijo mío, tú no sabes lo que fue aquello, tú, en la colonia y viajando por ahí, te libraste de todo, y gracias a Dios por ello, pero yo, aquí, solita, sin arrimo   —310→   alguno, trabajando aquí y allá, que si en un hospital, que si en un comedor de soldados, bueno, un calvario, qué frío en las noches, vueltas y vueltas en la cama tan grande para mí sola, qué ilusión el papelito aquel que decía que estabas bien, que crecías, que te ponías tantas y cuantas inyecciones, y cómo me afanaba yo, que no he estado nunca por esas tierras ni voy a estar, que no sirve de nada ponerse a ahorrar, aparte de que de dónde voy a ahorrar yo, no me hagas reír, pues, sí, yo me afanaba por verte, por saber o imaginarme cómo sería el jardín donde corrías, el comedor donde comías, la alcoba donde de seguro te acostaban sin rezar, que era una delicia oírte chapurrear las oraciones... Ah, sí señor, hace usted bien en llamarme al orden, a mí se me va el santo al cielo y no sé, a veces, qué diablos estoy diciendo. ¿Cómo? Ah, sí, pues ya ve usted, gracias por recordármelo, me quedé sola, porque el niño, a ver, yo no tenía una perra, el colegio había sido convertido no sé en qué, en cuartel, o en cárcel, total, que no comía nada, y se lo llevaron a una colonia de niños evacuados. Por lo menos ha visto mundo. Hace tiempo que no sé de él oficialmente, pero, usted sabe, esas cosas de los servicios internacionales, el correo, todo está tan alterado, y, luego, ya lo dicen los periódicos, no nos quieren por ahí nada, nada, lo que se dice nada. Ya vendrán las noticias. Si yo no espero, ¿quién le esperaría? Yo tengo que esperar y enseñarle esos papeles que han ido llegando para él, los formularios para la herencia de sus abuelos, que, ya ve usted las vueltas que da el mundo, los liquidaron en el otro lado, lo que son las cosas, nunca me lo expliqué, y también tengo que darle el aviso de la Caja de Reclutas... Oiga, ¿será posible? ¿Usted cree que le harán ir al cuartel todavía? ¿Encima? Yo creo que deben dejarle conmigo, que para eso le he esperado yo tanto, eso son sopas y sorber, qué caramba. Yo no puedo creer que hagan eso. Claro que tampoco   —311→   parecía posible que su padre fuera a dar una clasecita y a morir en una esquina de la calle Ferraz, y menos aún que mi niño tuviera que irse por ahí solito, mundo adelante, y ya ve usted. El mundo es un lío de miedo, y es inútil querer arreglarlo. No te metas a redentor, hijo mío, que el hombre es malo y no anda nunca a derechas, y tú has salido como tu padre, un bendito que le engañaba todo el que quería, solamente yo, yo fui para él como se merecía, y ya ves para lo que nos aprovechó, más años de los que yo tenía cuando nos dejó han pasado desde entonces, casi nada, y ¿hasta cuándo? Vete a ver. Todo sea por Dios. Ay, perdóneme usted, hace usted bien en traerme a la realidad, porque ya llevo mucho tiempo hablándole de lo de siempre, y por más que se repitan las cosas, no es un disco, no, qué va a serlo, que llega un momento en que siento cómo me sube así, desde el estómago, una bola grande, y me llega a la garganta, y a los ojos, y a los oídos, y, entonces ya, ahí, nadie lo sabe cómo es entonces todo, y cómo solamente el ponerme a esperar puede deshacer esa bola, y retragarla, y hacerla bajar de nuevo a su escondite. Sí, prefiero esperar, yo no hago daño a nadie esperando, usted me contará. Hoy mismo, ahora, cuando le deje a usted, ¿estará en casa? Tengo prisa, tanta prisa, por si acaso. Por otro lado, no querría llegar nunca, por no ver la butaca vacía, los almohadones intactos, la hoja del calendario sin quitar, los cachivaches de la cocina como yo los dejé esta mañana, cuando me fui a limpiar el casino, ya sabe usted, hacía tanta niebla, y, luego, los autobuses van tan mal, y yo voy andando cada vez más despacio. Sí, voy a dejarle a usted, ea, Señor, cómo pasan a veces las cosas, la memoria, los pies, las manos agarrotadas, la misma esperanza, hijo mío, esto no es vida, me voy a casa, a lo mejor se te ha ocurrido venir hoy, sin avisar, también tú, qué ocurrencias, precisamente hoy que no limpié lo debido, me voy,   —312→   me voy, discúlpeme usted, ya me parece que se lo he dicho todo, por lo menos todo lo que yo recuerdo, si necesita algo más pregúnteme usted otro día, ahora tengo que irme, y... Bueno, ya sé por dónde voy a ir a casa. Me voy siempre por aquí, atajando, Cedaceros, la Carrera, las Cuatro Calles, Cruz, Barrionuevo, Progreso, luego la Cuesta del Mesón abajo, voy haciendo tiempo, para dar lugar a que llegues tú, hijo mío, siempre puedes haberte encontrado con alguien y entrar a una barra a tomar un chato, tanto que le gustaba a tu padre, o quizás quede por ahí algún puestecillo de gambas, solían poner los carritos en Duque de Alba, y te habrás distraído a comprar unas pocas para animar la cena, o quizá quizá te has metido en un cine de continua, al paso, lo has pensado mejor y has decidido llenar un rato, a ver, hay que distraerse algo, porque, así, de casa al trabajo y del trabajo a casa, esto no es vida, qué va a serlo, me pararé en todos los escaparates, zapatos, corbatas, pañuelos, encendedores, ¿te gusta fumar?, si seré tonta, no entiendo nada de clases de tabaco, tu padre no fumaba nunca, por lo menos desde que nos casamos, había que ahorrar lujos, y miraré en las camiserías, ¿qué número gastarás ya, y me acerco al cristal, tan fresco en la frente, y vuelvo a ver esos tranvías que ya no están, y repaso las canciones que sonaban en la radio aquellos años, cuando los tres... Morucha divina, clavel tempranero, a ver por qué me mirarán esos idiotas, yo canto como me da la gana, Cerré los ojos pa no mirarla y abrí la puerta de par en par, y ya sé que en cuanto doble la esquina de la pastelería se ve la ventana de nuestra cocina, sí, hombre, sí, ¿no ves que han tirado la casa de al lado?, por eso se ve, es que hace un par de años no se veía, claro, estaba ahí la casa de la posada, y de la ferretería, y ya no están, a ver, hay un solar, pronto tirarán también la nuestra, ahora lo están tirando todo, tienes que darte el domingo   —313→   una vueltecita por allí, por detrás de la Plaza de Toros, a mí me gustan aquellos barrios, nos mudaremos, ya lo verás, es tan agradable, da el sol de plano las tardes del invierno, y hay chiquillos correteando por las cuestas de los desmontes, rebuscando tesoros en las escombreras, y pasan muchos, muchos aviones, y... Mire usted, señor, no sé para qué le cuento todo esto, pero es que, la verdad, no quisiera llegar a mi casa, porque figúrese que me entra lo que me ha de entrar, menudo telele, y que está allí, y me ve y... ¿Cómo me llamará? ¿Usted no sabe cómo me llamará? ¿Por mi nombre? ¿Madre? Quizá ya no sepa español, y si lo sabe, dicen que por ahí saben de todo, ¿de qué me va a servir hablar? ¿Nos entenderemos? ¿Sabré yo arreglarle la ropa que traiga, ropa del extranjero, así, anchota, muy buena, llamativa, tan llamativa como algunas que vemos por ahí, por la calle? Quién sabe si no tendrá estudios, ingeniero, arquitecto, y entonces, ¡adiós! porque, ya ve, yo no soy más que una mujer de la limpieza, una pobre mujer de la limpieza, y no podré hablar de sus cosas, tanto que les gusta a los hombres, cuando vuelven, cansados, a casa, que les elogien su trabajo. Ay, cuántas dudas, Señor. ¿Sabré hacerle yo algo que le guste? Pues, sí, yo, ya ve usted, creo que sí, que algo sabré hacerle... y me lleno de proyectos para el otro día, para los otros días, habrá que incluirle en el padrón, y vengan oficinas y ventanillas, y en la cartilla del médico, y poner el contrato del piso a su nombre, pondré un enchufito nuevo para que se afeite donde tenga más luz... Me sentiré firme, segura, acompañada. Quizá podamos tomar las vacaciones juntos, iremos al mar, que todavía no lo he visto, o, mejor, nos quedaremos en casa en paz y en silencio, y, al atardecer, me leerá el periódico, los crímenes, y los partidos, y los viajes del Papa, quién sabe si no haremos una quiniela, riéndonos, bobos, regañaremos (en broma,   —314→   claro) al discutir en qué gastaremos los millonazos... Y cosas así. ¿Qué hay de malo en eso? Y subo por la escalera sin mirar si hay algo en el buzón, hoy quiero que sea total la sorpresa, y, a pesar de todo, tengo que ir deteniéndome poco a poco, que los escalones se van notando, y paso por los rellanos de puntillas para que no se enteren los vecinos, siempre esa Clotilde, tan monilla, la del tercero, dando gritos y riéndose, es un diablillo, ya ve usted, aún quedan niños, y me acerco a mi puerta sin hacer ruido, esa madera, cuidado, que cruje siempre, por qué no le habré puesto algo de grasa a la cerradura, y rechinan los goznes, a ver, es tan vieja, y me alarmo, que a lo mejor se ha quedado dormido esperándome, no pasaré al comedor para no despertarle, ni encenderé el brasero, sino que me quedaré en la ventana del pasillo un ratito, hasta que se dé cuenta de que he llegado, desde allí veo muchos tejados, muchas ventanas de cocinas donde las madres andan afanosas preparando la cena a sus muchachos, los que se habrán quedado en un bar o habrán entrado a un cine de continua que les salió al paso, quizá se han retrasado con la novia en el quicio oscuro, eso, ya ves, eso no ha cambiado, y me distraigo leyendo anuncios luminosos para llenar el tiempo, se apagan se encienden. Electrodomésticos. Viajes. Champán. Vuele por Iberia, se apagan se encienden, y veo el reloj de la Telefónica, y puedo hablar con él desde afuera, sin miedo a que me replique con mal humor si es que está rendido, a ver, el día es tan agonioso, ¿a qué hora te llamaré mañana? ¿Has visto qué sol tan bonito ha hecho esta tarde?, no daban ganas de ponerse a trabajar, es ya la primavera que está llegando, ya iremos el domingo que viene a dar un paseo, y eso que, a lo mejor, ya se sabe, alguna lagartona por ahí sale y si te he visto no me acuerdo, ¿eh?, Jesús qué tarde se ha hecho, vamos, vamos, hijo mío, es hora de acostarse,   —315→   anda, oye a ver qué dicen del tiempo, no te vayas a dejar el transistor encendido, ya será de día y mañanaremos, bueno, yo aún voy a quedarme un ratito aquí cosiendo, no me digas que si la luz, que si me voy a quedar ciega, eres igual que tu padre, que siempre me lo decía, anda, ponme el brasero, enchufa, tú te puedes agachar mejor que yo, fíjate en este huevo de madera para coser calcetines, tanto que te gustaba jugar con él, pues ya ves, aún lo tengo... No, no me llames por mi nombre, eso no me gusta, vaya, que no, anda, quita, quita, no seas zalamero, te digo que mañana habrá que madrugar, hay que firmar a la entrada... Allí, donde tú estás, ¿hay que firmar en la entrada, al llegar y al salir? ¿Nunca? Vaya, hombre, también tienes suerte tú, ¿eh?, no te quejarás... A ver si con estas pamplinas nos olvidamos de poner el despertador. Anda, dale cuerda, con mimo, hombre, con mimo, ¿no sabes que me lo dieron de premio en el mercado, unos hombres de la televisión que preguntaban cosas para anunciar no sé qué jabones? Ya ves, yo supe contestar, qué te has creído, claro que lo supe, ya apenas me acuerdo qué preguntaban, qué era un azumbre, quién está enterrado en Santiago, cuántos credos tarda un huevo en cocer... También cosas de Madrid, cuál es la primera verbena, dónde está la calle Ferraz... Ya ves tú qué facilito. Me dijeron en el casino, al día siguiente, que salgo muy bien en la tele, que sonrío, que no se me nota apenas el pelo blanco...