Franja oriental mediterránea
Introducción histórica a Franja oriental mediterránea
María Pilar González-Conde Puente
(Universidad de Alicante)
Esta región estaba habitada mayoritariamente por poblaciones cananeas, pertenecientes al gran tronco común de los semitas occidentales que, a lo largo del III milenio, se habían organizado ya en comunidades urbanas gobernadas por monarquías locales. En el territorio del actual Líbano, la ciudad de Biblos se convirtió muy pronto en el gran puerto de salida del comercio hacia el Mediterráneo oriental, logrando una prosperidad que se basaba en su situación estratégica y, sobre todo, en la demanda de madera de sus bosques de cedros, para los que Egipto era uno de sus mejores clientes.
En el norte, en la llanura de Ras Shamra, se desarrolló un floreciente reino en la ciudad de Ugarit, cuya prosperidad se basaba en su localización geográfica, que proporcionaba la salida natural al Mediterráneo para una ruta comercial que atravesaba Mesopotamia por el norte. La población era mayoritariamente cananea, aunque con una presencia de elementos hurritas (indoeuropeos que habían protagonizado en el alto Éufrates la formación del Estado de Mitanni). Aunque la ciudad ya existe antes, la mayor información arqueológica data del segundo milenio y demuestra las intensas relaciones comerciales y diplomáticas que mantenía con el resto de los territorios del Próximo Oriente asiático, Egipto y el Egeo. A partir del siglo XIV, Ugarit se había convertido en la capital de un reino que dominaba un extenso territorio de lo que hoy es Siria. Los archivos hallados en la ciudad proporcionaron una abundante información que se fecha entre ese momento y el final de su existencia, y que se refiere tanto a la población ugarítica como a los contactos con otros Estados. Mesopotamia, el mundo hitita, Chipre, Egipto... están presentes en la documentación de Ras Shamra. Esta relación fue especialmente importante con las ciudades del interior de la actual Siria, que en diferentes momentos se convirtieron en florecientes reinos orientales. Tal es el caso de Ebla, Mari, Alepo, Karkemish y Alalah.
A finales del siglo XIII y principios del XII a. C., comenzó un período de inestabilidad en todo el Mediterráneo oriental y en el Egeo. Los grandes centros micénicos, protagonistas hasta ese momento de una talasocracia comercial en toda la zona, sufrieron problemas dinásticos y destrucciones en sus principales fortalezas. Diversas fuentes hablan de las invasiones de lo que se han denominado «Pueblos del Mar», una serie de naves que atacaban en diferentes puntos de la costa, sin aparente unidad étnica y sin que se hayan conocido hasta ahora sus verdaderos motivos ni el punto común que les unía. Algunas ciudades alertaron a sus vecinas del inminente peligro, con la recomendación de que se armasen para la defensa de su territorio; otros documentos recuerdan batallas navales para hacer frente a este nuevo peligro que venía del mar. La arqueología ha constatado, en fechas no muy alejadas, diferentes episodios de destrucciones en los principales puertos del Mediterráneo oriental, que, a falta de una mayor precisión en el conocimiento del proceso, se atribuyen mayoritariamente a los ataques de estos pueblos. Así ocurre con Ugarit y Biblos, que se arruinaron definitivamente como prósperos puertos comerciales, mientras en Egipto el faraón Ramsés III vencía a las naves atacantes, impidiendo su entrada en el país.
El resultado de estos episodios de inestabilidad se aprecia en el nuevo panorama que la costa mediterránea oriental proporcionaba a finales del II milenio y comienzos del I. El protagonismo regional había cambiado de manos, con el despegue económico de nuevos centros como la ciudad fenicia de Tiro, que iniciaba ahora su expansión comercial por todo el Mediterráneo. En diferentes lugares de la costa se aprecia la presencia de nuevos pueblos, como los Filisteos (los «Peleset» que las fuentes egipcias mencionaban entre los «Pueblos del Mar»), asentados en la llanura litoral en torno a Gaza, y para los que en la actualidad se acepta mayoritariamente una identidad micénica. Los Aqueos o Micénicos habían mantenido desde hacía siglos una constante relación con estas regiones, como lo demuestra la presencia de elementos de su cultura material en diferentes lugares de la franja costera del Mediterráneo oriental. Todo el proceso coincidió con los momentos finales del Bronce y la introducción de nuevas técnicas, entre las que destacaba el uso de la metalurgia del hierro.
A partir de entonces, diversos pueblos tuvieron que repartirse el territorio del Mar Muerto y el valle del Jordán, estableciendo unas difíciles relaciones que incluían episodios de enfrentamiento militar: las poblaciones cananeas, que formaban un sustrato étnico común semita con las regiones del norte, responsables del desarrollo de ciudades y de monarquías urbanas; los Hebreos, cuya propia tradición les pone en contacto con los clanes patriarcales de pastores del sur de Mesopotamia (Abraham procedía de Ur); y los Filisteos, mencionados desde comienzos de la Edad del Hierro en la región.
Durante el I milenio a. C., la costa oriental sufrió las consecuencias de la formación de grandes Estados en expansión. En el siglo VIII a. C., los reyes asirios convirtieron a las principales ciudades de la zona en Estados vasallos a los que exigían tributos. A comienzos del siglo VI a. C., el rey caldeo de Babilonia Nabucodonosor II conquistó y saqueó de nuevo algunas grandes ciudades, como Tiro (la ciudad fenicia que perdería ahora su papel de metrópolis comercial en todo el Mediterráneo) y Jerusalén (que sufrió la deportación hacia Mesopotamia de grandes contingentes de población entre los que iba su propio rey).
A lo largo de la centuria, toda la región, como el resto del Próximo Oriente, pasó a formar parte del Imperio Persa, integrándose en su red de satrapías (provincias) y con un control político y tributario. El año 334 a. C., Alejandro de Macedonia (Alejandro Magno) inició la conquista de Asia, con la intención de destruir el Estado persa, comenzando así un período de profunda helenización de Oriente. El año 323 a. C., con la muerte de Alejandro, se abrió una etapa de luchas dinásticas entre sus potenciales sucesores (los Diadocos) que dio como resultado el reparto del Imperio y la conversión del territorio oriental en reinos helenísticos gobernados por los Seleúcidas.
En el siglo II a. C., Roma se había convertido en una gran potencia en todo el Mediterráneo. En Oriente mantenía contactos diplomáticos con los monarcas helenísticos, a los que prestaba ayuda en sus conflictos exteriores. Pero después de la conquista de Grecia, el Estado romano inició su expansión por Asia. El resultado fue la conversión progresiva de estos territorios en provincias romanas, con los nombres de: Siria, Judaea y Arabia Petraea (esta última se incorporó de forma pacífica al mundo provincial el año 106 d. C.).