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Hombre de buena elección


Encomio


Todo el saber humano (si en opinión de Sócrates hay quien sepa) se reduce hoy al acierto de una sabia elección. Poco o nada se inventa, y en lo que más importa se ha de tener por sospechosa cualquier novedad.

Estamos ya a los fines de los siglos. Allá en la Edad de Oro se inventaba: añadiose después, ya todo es repetir. Vense adelantadas todas las cosas, de modo que ya no queda qué hacer, sino elegir. Vívese de elección, uno de los más importantes favores de la naturaleza, comunicado a pocos, porque la singularidad y la excelencia doblen el aprecio.

De aquí es que vemos cada día hombres de ingenio sutil, de juicio acre, estudiosos y noticiosos también, que, en llegando a la elección, se pierden. Escogen siempre lo peor, páganse de lo menos acertado, gustan de lo menos plausible, con nota de los juicios y desprecio de los demás. Todo les sale infelizmente, y no sólo no consiguen aplauso, pero ni aun agrado. Jamás hicieron cosa insigne, y todo ello por faltarles el grande don del saber elegir; de suerte que no bastan ni el estudio ni el ingenio donde falta la elección.

Es trascendental su importancia, porque no sea menos su extensión que su intención. Solicitan su voto todos los empleos, y los mayores con afectación; porque ella es el complemento de la perfección, origen del acierto, sello de la felicidad, y donde ella falta, aunque sobre el artificio, el trabajo y las cosas, todo se desluce y todo se malogra.

Ninguno conseguirá jamás el crédito de consumado en cualquier empleo sin el realce de un plausible gusto. Sólo el realce en elegir pudo hacer célebres a muchos reyes eminentes en sus elecciones, así de empresas como de ministros; que un yerro en las llaves de la razón de Estado basta a perderlo todo con descrédito, y un acierto a ganarlo todo con inmortal reputación. Erraron unos en el delecto de los asuntos, y otros en el de los instrumentos, destruyendo todos con tan fatales yerros el preciosísimo oro de sus coronas.

Hay algunos empleos que su principal ejercicio consiste en el elegir, y en éstos es mayor la dependencia de su dirección. Como son todos aquellos que tienen por asunto el enseñar agradando. Prefiera, pues, el Orador los argumentos más plausibles y más graves; atienda el Historiador a la dulzura y al provecho; case el Filósofo lo especioso con lo sentencioso, y atiendan todos al gusto ajeno universal, que es la norma del elegir, y tal vez se ha de preferir al crítico y singular, o propio o extraño. Porque, en un convite, más querría dar gusto a los convidados que a los sazonadores, dijo el más sabroso de nuestra patria y de elección. ¿Qué importa que sean muy al gusto del orador las cosas si no lo son al del auditorio?, ¿para quién se sazonan? Preferirá aquél una sutileza y aplaudirá éste a una semejanza, o al contrario.

En las vulgares artes tiene también lugar; a proporción, vimos ya dos eminentes artífices que se compitieron la fama; el uno por lo delicado y primoroso, tanto, que parecía cada una de sus obras de por sí el último esfuerzo del artificio, y todas juntas no satisfacían. Al contrario, el otro jamás pudo acabar cosa con última delicadeza ni llevarla a la total perfección; con todo eso tuvo éste el realce de la elección tan en su punto, que se alzó con el aplauso universal.

Nace, en primer lugar, del gusto propio, si es bueno, calificado con la prueba, con que se asegura el ajeno, que es ventaja poder hacer norma de él y no depender de los extraños. Con esto se puede uno confiar que lo que le agrada a él en los otros, también les agradará a ellos en él. Efecto es de su sazón el buen delecto, todo sale bien de ella, que es la mayor felicidad, y si algo se acertó en falta suya, fue más contingencia que seguridad.

Al contrario, un mal gusto todo lo desazona, y las mismas cosas excelentes por su perfección las malogra por su mala disposición; y haylos tan exóticos, que siempre escogen lo peor, que parece que hacen estudio en el errar; el peor discurso guardan para la mejor ocasión, y en la mayor expectación salen con la mayor impertinencia, casándose siempre con su necedad.

Extremada elección la de la abeja, y qué mal gusto el de una mosca, pues en un mismo jardín solicita aquélla la fragancia y ésta la hediondez.

Lo peor es que estos tales enfermos de gusto, o por ignorancia, o por capricho, lisiados de juicio, añadiendo el segundo al primer desacierto, que es más célebre, querrían pegar su mal a todos los demás; pretenden que su paradojo voto sea norma de los otros, y aun se admiran de que su desabrimiento no les sea sainete, y apetito su frialdad, desacertadores en todo.

Hállanse otros que tienen destemplado el gusto en unas cosas, y en otras muy en su punto, pero lo ordinario es que el que tiene depravada la raíz lleve desazonado todo el fruto.

Supone, demás de lo extremado del gusto, una adecuada comprensión de todas las circunstancias que se requieren para el acierto individual. Su primera atención es a la ocasión, que es la primera regla del acertar. No se paga en las cosas de la eminencia a solas, sino de la conveniencia también; que tal vez lo más excelente fue lo menos a propósito para la sazón, si bien cuando concurren en los medios lo realzado del ser y lo sazonado de la conveniencia concluyen felicidad. Regúlase con el tiempo, atiende al puesto, hace distinción de personas, y ajústase adecuadamente a la ocasión, con que viene a ser perfectísimo el delecto.

Es la pasión enemiga declarada de la cordura, y, por el consiguiente, de la elección; nunca atiende a la conveniencia, sino a su afecto; y estima más salir con su antojo que con el acierto. Todos sus favorecidos son buenos, no más de porque lo desea, no porque en la realidad lo son, y afecta el engañarse voluntariamente, y así, todo mal intencionado sale peor ejecutado.

Los asuntos de la elección son muchos y sublimes. Elígense, en primer lugar, los empleos y los estados, delecto de toda una vida, donde se acierta o se yerra para siempre, que es un echarse a cuestas una irremediable infelicidad. El mal es que las resoluciones más importantes se toman en la primera edad, destituida de ciencia y experiencia, cuando aún no fueran bastantes la mayor prudencia y la más sazonada madurez.

Ni es el menor empeño el escoger los amigos, que han de ser de elección y no de acaso; acción muy de la prudencia, y en los más de la contingencia. Elígense también los familiares, que son ayudantes del vivir, y las más veces enemigos no excusados.

Mas si en los hijos tuviera lugar el delecto, fuera la primera de las dichas. Ello hay tales caprichos en el mundo, que eligieran los peores, y así, favor fue de la naturaleza el prevenirlos, pues aun los que le dio el Cielo, buenos, ellos, o con su ejemplo o con su descuido, vienen a hacerlos malos. Que son muchos los que malogran favores de la naturaleza y de la fortuna.

No hay perfección donde no hay elección. Dos ventajas incluye: el poder elegir y elegir bien. Donde no hay delecto, es un tomar a ciegas lo que el acaso o la necesidad ofrecen. Pero al que le faltare el acierto, búsquelo en el consejo o en el ejemplo, que se ha de saber o se ha de oír a los que saben para acertar.




ArribaAbajo- XI -

No ser malilla


Sátira


Achaque es de todo lo muy bueno que su mucho uso viene a ser abuso. Codiciando todos por lo excelente, con que se viene a hacer común, y, perdiendo aquella primera estimación de raro, consigue el desprecio de vulgar, y es lástima que su misma excelencia le cause su ruina. Truécase aquel aplauso de todos en un enfado de todos.

Ésta es la ordinaria carcoma de las cosas muy plausibles en todo género de eminencia, que, naciendo de su mismo crédito y cebándose en su misma ostentación, viene a derribar y aun a abatir la más empinada grandeza; basta a hacer una demasía de lucir de los mismos prodigios vulgaridades.

Gran defecto es ser un hombre para nada, pero también lo es ser para todo, o queriendo ser. Hay sujetos que sus muchas prendas los hacen ser buscados de todos. No hay negocio, aunque sea repugnante a su instituto y genio, que no se remita o a su dirección o a su manejo; todos se pronostican la felicidad de cuanto ponen éstos mano, y, aunque no sean entrometidos de sí, su misma excelencia los descubre, y la conveniencia ajena los busca y los placea, de suerte que en ellos su mucha opinión obra lo que en otros su mucho entretenimiento. Pero esto es ya azar, si no defecto, y una como sobra de valor, pues vienen a rozarse y aun perder por mucho ganar. ¡Oh, gran cordura la de un buen medio! Pero ¿quién supo o pudo contenerse y caminar con esta seguridad?

Pensión es de las pinturas muy excelentes, de las tapicerías más preciosas, que en todas las fiestas hayan de salir, y como todo lo andan reciben muchos encuentros, con que presto vienen a ser inútiles, o comunes, que es peor.

Hay algunos, ni pocos ni cuerdos, sobresalidos, amigos de que todos los llamen y busquen; dejarán el dormir y aun el comer, por no parar; no hay presente para ellos como un negocio, ni mejor día que el más ocupado; y las más veces no aguardan a que los llamen, que ellos se injieren en todo, y, añadiendo al entretenimiento la audacia, que es forrar la necedad, se exponen a grandes empeños; pero bien o mal, consiguen que todos hablen de sus cabellos, que es lo mismo que quitarlos a la lengua para la murmuración y desprecio.

Aunque no hubiese otro desaire que aquel continuo topar con ellos, oír siempre hablar de ellos causa un tal enfadoso hartazgo, que vienen a ser después tan aborrecidos como fueron antes deseados.

No todo sale de sus manos con igual felicidad, y tal vez la que comenzó a ser una hazañosa vasija, deslizándose la rueda (ya sea la de la suerte), viene a rematar en un vilísimo vaso de su ignominia y descrédito. Métense a querer dar gusto a todos, que es imposible, y vienen a disgustar a todos, que es más fácil.

No escapan los que mucho lucen de envidiados o de odiados, que a más lucimiento, más emulación. Tropiezan todos en el ladrillo que sobresale a los demás, de modo que no es aquélla eminencia, sino tropiezo; así en muchos el querer campear no viene a ser realce, sino tope. Es delicado el decoro, y aun de vidrio, por lo quebradizo, y si muy placeado se expone a más encuentros, mejor se conserva en su retiro, aunque sea en el heno de su humildad.

Quieren algunos ser siempre los gallos de la publicidad, y cantan tanto, que enfadan; bastaría una voz o un par, para consejo o desvelo; que lo demás es cantar mal y porfiar.

El manjar más delicioso, a la segunda vez pierde mucho de aquel primer agrado; a tres veces ya enfada; mejor fuera conservarse en las primicias del gusto, solicitando el deseo. Y si esto pasa en lo material, ¡cuánto más en el verdadero pasto del alma, delicias del entendimiento o del gusto! Y es éste delicado y mal contentadizo cuanto mayor. Más vale una excelente caridad, que siempre fue lo dificultoso estimado.

Al paso que un varón excelente, ya en valor, ya en saber, o sea en entereza, o sea en prudencia, se retira, se hace codiciable, porque él a detenerse, y todos a desearle con mayor crédito y aun felicidad. Toda templanza es saludable, y más de apariencia, que conserva la vida a la reputación.

Rózanse de estas malillas en todo género de eminencias. Haylas también de la belleza, cuyo ostentarse, además del riesgo, tiene luego el castigo de la desestimación, y más adelante el desprecio.

¡Qué bien conoció este vulgar riesgo, y qué bien supo prevenirlo la celebrada Popea de Nerón! La que mejor supo lograr la mayor belleza, siempre la brujuleaba, que nunca hartó, ni los ojos de ella, avara con todos, envidiándola a sí misma. Franqueaba un día los ojos y la frente, y en otro la boca y las mejillas, sin echar jamás todo el resto de su hermosura, y ganó con esto la mayor estimación.

Gran lección es ésta del saberse hacer estimar, de saber vender una eminencia, afectando el encubrirla, para conservarla y aun aumentarla con el deseo, que en los Avisos al Varón Atento se discurrirá con enseñanza. Célebre confirmación la de las esmeraldas del indiano, y que declara esta sutileza con buen gusto. Traía gran cantidad de ellas en calidad igual. Expuso la primera al aprecio de un perito lapidario, que la pagó en admiración. Sacó la segunda, aventajada en todo, guardando el orden de agradar, pero bajole éste por mitad la estimación, y con esta proporción fue prosiguiendo con la tercera y con la cuarta; al paso que ellas iban excediéndose en quilates, iba cediendo el aprecio. Admirado el dueño de semejante desproporción, oyó la causa con enseñanza nuestra: que la misma abundancia de preciosidad se hacía daño a sí misma, y, al paso que se perdía la raridad, se disminuía la estimación.

¡Oh, pues, el varón discreto! Si quiere ganar la inmortal reputación, juegue antes del Basto que de la Malilla. Sea un extremo en la perfección; pero guarde un medio en el lucimiento.




ArribaAbajo- XII -

Hombre de buen dejo


Carta al doctor don Juan Orencio de Lastanosa, canónigo de la Santa Iglesia de Huesca, singular amigo del autor


Si yo creyera a lo vulgar que había Fortuna, también creyera, amigo canónigo y señor, que su casa era la casa con dos puertas, muy diferentes la una de la otra, y encontradas en todo; porque la una está fabricada de piedras blancas, dignas de la más dichosa urna en el mejor día, y la otra, su contraria, de piedras negras, que en su deslucimiento agüeran su infelicidad; majestuosamente alegre aquélla, y ésta lúgubremente humilde. Allí asisten el Contento, el Descanso, la Honra, la Hartura y las Riquezas, con todo género de Felicidad. Aquí la Tristeza, el Trabajo, la Hambre, el Desprecio y la Pobreza, con todo el linaje de la Desdicha. Por el tanto, la una se llama del Placer y la otra del Pesar. Todos los mortales frecuentan esta casa, y entran por una de estas dos puertas, pero es ley inviolable, y que con sumo rigor se observa, que el que entra por la una haya de salir por la otra, de modo que ninguno puede salir por la que entró, sino por la contraria: el que entró por el Placer sale siempre por el Pesar, y el que entró por el Pesar sale siempre por el Placer.

Desaire común es de afortunados tener muy felices las entradas y muy trágicas las salidas. El mismo aplauso de los principios hace más ruidoso el murmullo de los fines. No está el punto en el vulgar consentimiento de una entrada, que ésas todas las tienen plausibles, pero sí en el sentimiento general de una salida, que son raros los deseados.

¡Oh, cuántos soles hemos visto entrambos nacer con risa del aurora y también nuestra, y sepultarse después con llanto del ocaso! Saludáronlos al amanecer las lisonjeras aves con sus cantos, al fin quiebros, y despidiéronlos, al ponerse, nocturnos pájaros con sus aúllos.

Todas las fachadas de los cargos son ostentosas, mas las espaldas humildes. Corónanse de vítores las entradas de las dignidades, y de maldiciones las salidas. ¡Qué aplaudido comienza un mando, ya por el vulgar gusto del mudar, ya por la concebida esperanza de los favores particulares y de los aciertos comunes! Pero ¡qué callado final! Que aun el silencio le sería favorable aclamación.

¡Qué adorado, o de la esperanza o del temor, entra un valimiento, si él mismo no se desmintiera a la mitad de la dicción dividida! Que, aunque se varíe en privanza, no puede escapar al principio o al fin de una pronosticada infelicidad. Todos los fines son desvíos, y todos los cargos paran en cargos, si no de la justicia, de la vengada murmuración. Transfórmase el contento del comenzar en muchos descontentos al acabar. Aunque no haya otro azar más que el ponerse, que aun en un sol es caer, ocasiona desvíos; oscurécese el esplendor y resfríase el afecto. Pocas veces acompaña la felicidad a los que salen, ni dura la aclamación hasta los fines; lo que se muestra de cumplida con los que vienen, de descortés con los que van.

Hasta las amistades se traban con el gusto y se pierden con la quiebra. Súbese volando al favor y bájase de él rodando; y comúnmente en todos los empleos y aun estados, se suele entrar por la puerta del Contento y de la Dicha, y se sale por la del Disgusto y de la Desdicha.

Gala viste de extremos la Fortuna, y hace gala de igualar; los pechos cubre de blanco, y de negro las espaldas, que el no esperarlas es dar en el blanco. ¡Oh, gran extremo de la prudencia la atención a los extremos, al acabar bien, poniendo más la mira en la felicidad de la salida que en el aplauso de la entrada! Que no gobierna el despierto Palinuro su bajel por la proa, sino por la popa; allí asiste al gobernalle en el viaje de la vida.

Tienen algunos muy felices los principios en todo, y aun plausibles; entran en un cargo con aceptación, llegan a un puesto con aplauso; comienzan una amistad con favor; todo comenzar es con felicidad. Pero suelen tener estos tales comúnmente muy trágicos los fines, y los dejos muy amargos; quédase para la postre toda la infelicidad, como en vaso de purga la amargura.

Gran regla de comenzar y de acabar dio el romano cuando dijo que todas las dignidades y los cargos los había conseguido antes de desearlos, y todos los había dejado antes que otros los deseasen. Más es esto que lo primero, aunque todo mucho; aquello fue favor de la suerte, esto otro fue asunto de una singular prudencia. Es tal vez castigo de la intemperancia la desdicha, y gran gloria la del anticiparse. Consuelo es de sabios haber dejado las cosas antes que ellas los dejasen, y consejo el prevenirlas.

Puédese regular también la dicha acompañándola con el buen modo hasta el buen dejo, y conservándola en la gracia de las gentes con tal arte, que la común aclamación del entrar se convierta en universal sentimiento del salir.

Nunca se ha de acabar con rompimiento, ya sea amistad, ya sea favor, empleo o cargo; que toda quiebra ofende la reputación, demás de la pena que causa.

Pocos de los afortunados se escaparon de los finales reveses de la fortuna, que suele tener malos dejos la gran dicha. Sí aquellos que, con tiempo, los retiró, o la misma suerte o la cordura. A otros, a los héroes, previno el mismo Cielo de remedio, realzando misterioso su fin, como en Moisés desaparecido y en Elías arrebatado, haciendo triunfo del fenecer. Aun allá en la fabulosa gentilidad un Rómulo dudosamente acabó, transformándose la malicia de los senadores en misterio, que le ocasionó mayor veneración.

Otros, aunque eminentes y aun héroes, borraron, como el dragón, con la infelicidad de sus fines la gloria de sus hazañas. Hiló Hércules, hecho parca de su propia inmortalidad, y puso, no colofón, sino colón a sus proezas, que así se usa. Materia fue de sentimiento a los valerosos y de desengaño a los sabios.

Sola la virtud es la Fénix, que, cuando parece que acaba, entonces renace, y eterniza en veneración lo que comenzó por aplauso.




ArribaAbajo- XIII -

Hombre de ostentación


Apólogo


Prodigiosos son los ojos de la envidia; mucho tienen del sentir, no querrían ver tanto como ven; con ser los más perspicaces, nunca se vieron serenos, y si bien de ellos no pudo decir que tuvieron siempre buena vista, nunca más propiamente que cuando por los ojos de todas las aves miraron aquel portento alado de la belleza: el Pavón de Juno. Mirábanle, sol de pluma, amanecer con tantos rayos cuantos descoge plumajes en su bizarra rueda.

Del mirar se pasa al admirar, donde no hay pasión, que, si la hay, luego degenera y, cuando no puede llegar a emulación, se convierte en la poquedad de la envidia. Cegáronse, pues, con tanto ver. Comenzó la Corneja a malear, como más vil, después que quedó pelada con afrenta; íbase de unas a otras, solicitándolas a todas, ya las Águilas en sus riscos, los Cisnes en sus estanques, los Gavilanes en sus alcándaras, los Gallos en sus muladares, sin olvidarse de los Búhos y Lechuzas en sus lóbregos desvanes.

Comenzaba con una bien solapada alabanza y acababa en una declarada murmuración. «Hermoso es y galán, decía, el Pavón, no puede negarse, pero todo lo pierde cuando lo afecta, que el mayor merecimiento, el día que se conoce a sí mismo, no digo aun darse a conocer, cae de su nobleza y baja a liviandad; la alabanza en boca propia es el más cierto vituperio; siempre los que merecen más hablan de sí menos. Hermosa era Fábula, donairosa y entendida, y sobre todo, muchacha, mas todo lo dejó de ser, cantó el cisne de Bílbilis, cuando trató de engreírse. Para mí tengo que si el Águila ostentase sus reales plumas, que se llevaría los aplausos por lo majestuoso y por lo grave. Eh, que la misma Fénix, único pasmo del orbe, aborrece esta vulgarísima ostentación, y vive más estimada en aquel su tan cuerdo como acreditado retiro».

De esta suerte no paraba de sembrar envidia, y más en pequeños corazones, que de todo se llenan fácilmente. Es la envidia pegajosa, siempre halla de qué asir, hasta de lo imaginado. Fiera cruelísima, que con el bien ajeno hace tanto mal a su dueño propio. Comenzó a cebarse en las entrañas, o para mayor tormento o para desterrar de ellas toda humanidad. Conjuráronse todas para oscurecerle, ya que no destruirle su belleza. Procedieron con astucia, sutilizaron su malicia en no declararse contra su hermosura, sino contra su ufanía. «Porque si esto conseguimos, dijo la Picaza, que él no pueda hacer aquel odiosísimo alarde de sus plumas, le eclipsamos de todo punto su belleza».

Lo que no se ve es como si no fuese, y, como dijo aquel avechucho satírico: «Nada es tu saber, si los demás ignoran que tú sabes». Y dense por entendidas todas las demás prendas, aunque habló de la reina de todas. Las cosas comúnmente no pasan por lo que son, sino por lo que parecen. Son muchos más los necios que los entendidos, páganse aquéllos de la apariencia, y, aunque atienden éstos a la sustancia, prevalece el engaño y estímanse las cosas por de fuera.

Fueron a hacerle el cargo de parte de toda la república ligera, el Cuervo, la Corneja y la Picaza, con otras de este porte; que las demás todas se excusaron, el Águila por lo grave, la Fénix por lo retirado, la Paloma por lo sencillo, el Faisán por lo peligroso y el Cisne por lo callado, que piensa siempre, para cantar dulcemente una vez.

Volaron en su busca al majestuoso palacio de la Riqueza. Encontraron luego con un Papagayo, que estaba en su balcón y en una jaula, propia esfera de la locuacidad. Díjoles con facilidad grande cuanto supo, que fue cuanto quisieron. Enviáronle un recado con un jimio; holgose mucho el Pavón de su llegada, que logra las ocasiones de ostentarse. Recibiolas en un espacioso patio, teatro augusto de su ostentosa bizarría y paseado palenque de su competencia, galante con el mismo sol, plumas a rayos y rueda a rueda.

Pero saliole mal la ostentativa, cuanto más airosa, que aun lo muy excelente depende de circunstancias y no siempre tiene vez. Achaques de arpía son los de la envidia, que todo lo inficiona, y a fuer de basilisco, su mirar es matar; y aunque suele hechizar la hermosura, aquí las irritó más, y, trocando los aplausos en agravios, vulgarmente enfurecidas, le dijeron: «¡Qué bien que viene esto, oh, loco y desvanecido pájaro, con la embajada que le traemos de parte de todo el alígero senado! ¡En verdad que cuando la oigas, que amaines la plumajería y que reformes la soberbia!

»Sabe que están muy ofendidas todas las aves de esta tu insufrible hinchazón, que así llaman a esa gran balumba de plumas, y con mucho fundamento, porque es una odiosísima singularidad querer tú solo, entre todas las aves, desplegar esa vanísima rueda, cosa que ninguna otra presume, pudiendo tantas tan bien, si no mejor que tú, pues ni la Garza tremola sus airones, ni el Avestruz placea sus plumajes, ni la misma Fénix vulgariza sus zafiros y esmeraldas, que no las llamo ya plumas. Mándante, pues, e inapelablemente ordenan, que de hoy más no te singularices, y esto es mirar por tu mismo decoro, pues si tuvieras más cabeza y menos rueda, repararas en que, cuando más quieres placear la hermosura de tus plumas, entonces descubres la mayor de tus fealdades, que tales son tus extremos.

»Siempre fue vulgar la ostentación, nace del desvanecimiento. Solicita la aversión, y con los cuerdos está muy desacreditada. El grave retiro, el prudente encogimiento, el discreto recato, viven a lo seguro, contentándose con satisfacerse a sí mismos; no se pagan de engañosas apariencias, ni las venden. Bástase a sí misma la realidad, no necesita de extrínsecos engañados aplausos; y, en una palabra, tú eres el símbolo de las riquezas, no es cordura, sino peligro, el publicarlas».

Quedó suspenso el bellísimo pájaro de Juno y, cuando recordó de la turbación o de la profundidad, exclamó así: «¡Oh, alabanza, que siempre vienes de los extraños! ¡Oh, desprecio, que siempre llegas de los propios! ¿Es posible que cuando me llevo los ojos de todos tras mi belleza, que eso denotan estos materiales de mis plumas, así ande yo en lenguas de Picazas y Cornejas? ¿Que condenáis en mí la ostentación, y no la hermosura? El cielo, que me concedió ésta, me aventajó con aquélla; que cualquiera a solas fuera en balde. ¿De qué sirviera la realidad sin la apariencia? La mayor sabiduría, hoy encargan políticos que consiste en hacer parecer. Saber y saberlo mostrar es saber dos veces. De la ostentación diría yo lo que otros de la ventura: que vale más una onza de ella que arrobas de caudal sin ella. ¿Qué aprovecha ser una cosa relevante en sí, si no lo parece?

»Si el sol no amaneciera haciendo lucidísimo alarde de sus rayos; si la rosa, entre las flores, se estuviera siempre encarcelada en su capullo y no desplegara aquella fragante rueda de rosicleres; si el diamante, ayudado del arte, no cambiara sus fondos, visos y reflejos, ¿de qué sirvieran tanta luz, tanto valor y belleza si la ostentación no los realzara? Yo soy el sol alado, yo soy la rosa de pluma, yo soy el joyel de la naturaleza, y pues me dio el Cielo la perfección, he de tener también la ostentación.

»El mismo Hacedor de todo lo criado, lo primero a que atendió fue al alarde de todas las cosas, pues crió luego la luz, y con ella el lucimiento, y, si bien se nota, ella fue la que mereció el primer aplauso, y ése divino; que, pues la luz ostenta todo lo demás, el mismo Criador quiso ostentarla a ella. De esta suerte, tan presto era el lucir en las cosas, como el ser: tan válida está con el primero y sumo gusto la ostentación».

Y diciendo y haciendo, volvió a desplegar aquélla su gran rodela de cambiantes, tan defensiva de su gala cuan ofensiva a la envidia. Aquí ésta acabó de perder la cordura, y en conjuración de malevolencia arremetieron todas, el Cuervo a los ojos y las demás a las plumas. Viose en grande aprieto el pájaro bellísimo, y en sumo riesgo su bizarría; y aun dicen que del susto le quedó aquella voz, que juntamente le denomina y significa pavoroso. No tuvo otra defensa que la ordinaria de la hermosura, de hablar algo; dio voces y muy agrias, invocando el favor del cielo y suelo. Voceaban también los contrarios por ahogarle hasta la voz, a cuyo grande estruendo acudieron por los aires muchas aves y por tierra muchos brutos, aquéllas volando, éstos corriendo. Convocáronse las Sabandijas todas de palacio, un León, un Tigre, un Oso y dos Jimios a la famular defensa, y, a los graznidos de los Cuervos y los Grajos, vinieron del campo el Lobo y la Vulpeja, creyendo eran clamores para dar sepultura a algún cadáver. Avisaron al Águila también, que llegó muy asistida de sus guardas de rapiña. Interpuso el León su autoridad, que bastó a moderarlas, y mostró gusto de enterarse de la contienda, encargando a entrambas partes, a la una la modestia y a la otra el silencio. A pocas razones conoció la sinrazón de la envidia y lo falso de su celo, y propuso, por conveniencia, se remitiese la causa a juicio de un tercero, y ése fuese la Vulpeja por sabia y por desapasionada. Conviniéronse las partes y sujetáronse al astuto arbitrio.

Aquí la Vulpeja se valió de todo su artificio para cumplir con todos juntamente, lisonjear al León y no descontentar al Águila, hacer justicia y no perder amistades, y así muy a lo sagaz, dijo de esta suerte:

«Política contienda es que importe más la realidad o la apariencia. Cosas hay muy grandes en sí y que no lo parecen, y, al contrario, otras que son poco y parecen mucho; ordinaria monstruosidad. Tanto puede la ostentación o la falta de ella; mucho suple, mucho llena, y si en las cosas materiales califica, como es en el adorno, en el menaje y séquito, ¿qué será en las verdaderas prendas del ánimo, que son gala del entendimiento y belleza de voluntad? Especialmente cuando le llega su vez a una prenda y la sazón lo pide, allí cae bien el ostentar. Lógrese la ocasión, que aquél es el día de su triunfo.

»Hay sujetos bizarros en quienes lo poco luce mucho, y lo mucho hasta admirar hombres de ostentativa, que, cuando se junta con la eminencia, forman un prodigio; al contrario, hombres vimos eminentes que, por faltarles este realce, no parecieron la mitad. Poco ha que aterraba todo el mundo un gran personaje en las campañas, y metido en una consulta de guerra, temblaba de todos, y el que era para hacer no lo era para decir. Hállanse también naciones ostentosas por naturaleza, y la española con superioridad. De suerte que la ostentación da el verdadero lucimiento a las heroicas prendas y como un segundo ser a todo.

»Mas esto se entiende cuando la realidad la afianza, que sin méritos no es más que un engaño vulgar; no sirve sino de placear defectos, consiguiendo un aborrecible desprecio, en vez del aplauso. Danse gran prisa algunos por salir y mostrarse en el universal teatro, y lo que hacen es placear su ignorancia, que la desmentía el retiro; no es ésta ostentación de prendas, sino un necio pregón de sus defectos; pretenden, en vez del timbre de su esplendor, una nota que infame sus desaciertos.

»Ningún realce pide ser menos afectado que la ostentación, y perece siempre de este achaque, porque está muy al canto de la variedad, y ésta del desprecio. Ha de ser muy templada y muy de la ocasión, que es aun más necesaria la templanza del ánimo que la del cuerpo; va en ésta la vida material, y la moral en aquélla; que aun a los yerros los dora la templanza.

»A veces consiste más la ostentación en una elocuencia muda, en un mostrar las eminencias al descuido; y tal vez un prudente disimulo es plausible alarde del valor, que aquel esconder los méritos es un verdadero pregonarlos, porque aquella misma privación pica más en lo vivo a la curiosidad.

»Válese, pues, de esta arte con felicidad y se realza más con el artificio, gran treta suya no descubrirse toda de una vez, sino ir por brújula, pintando su perfección y siempre adelantándola, que un realce sea llamada de otro mayor, y el aplauso de una prenda, nueva expectación de la otra, y lo mismo las hazañas, manteniendo siempre el aplauso y cebando la admiración.

»Mas, viniendo ya a nuestro punto, digo, y lo siento así, que sería una imposible violencia concederle al Pavón la hermosura y negarle el alarde. Ni la naturaleza sabia vendrá en ello, que sería condenar su providencia, y contra su fuerza no hay preceptos, donde no tercie la política razón, y aun entonces, lo que la horca destierra con su miedo, la Naturaleza lo revoca de potencia.

»Más práctico será el remedio, tan fácil como eficaz, y sea éste: que se le mande seriamente al Pavón, y criminalmente se le ordene, que todas las veces que despliegue al viento la variedad de su bizarría haya de recoger la vista a la fealdad de sus pies, de modo que el levantar plumajes y el bajar los ojos todo sea uno, que yo aseguro que esto sólo baste a reformar su ostentación».

Aplaudieron todas el arbitrio, obedeció él y deshízose la junta, despachando una de las aves a suplicar al donosamente sabio Esopo se dignase de añadir a los antiguos este moderno y ejemplar suceso.




ArribaAbajo- XIV -

No rendirse al humor


Invectiva


Rey es de los montes el celebrado Olimpo, no porque se descuella sobre los más erguidos, obligación de la superioridad; no porque se ostenta a todas partes, objeto de imitación, la grandeza; no porque es el primero que esplendorizan los solares rayos, centro del lucimiento, la majestad; no porque se corona de estrellas, ápice de la felicidad, la primacía; no porque llega a dar o a tomar nombre al mismo cielo, asunto de la fama, el mando. Sí, empero, porque nunca se sujeta a vulgares peregrinas impresiones; que es el mayor señorío el de sí mismo. Cuando mucho, llegan a besarle el pie los vientos, a ser su alfombra las nubes, y no pasan de ahí; con esto nunca se inmuta, que es una inapasionable eminencia.

Una gran capacidad no se rinde a la vulgar alternación de los humores, ni aun de los afectos; siempre se mantiene superior a tan material destemplanza. Es efecto grande de la prudencia de reflexión sobre sí, un reconocer su actual disposición, que es un proceder como señor de su ánimo; indignamente tiraniza a muchos el humor que reina, ordinaria vulgaridad, y llevados de él dicen y hacen desaciertos. Apoyan hoy lo que ayer contradecían, arriman a veces la razón y aun la atropellan, quedando perennales en juicio, que es la más calificada necedad.

A estos tales no hay que tomarles en razón la que no tienen, porque de hoy a mañana contradictoriamente se empeñan, y, siendo contrarios primero de sí mismos, contradicen después a cuantos hay; mejor es, conociendo su desalumbramiento, dejarlos en su confusión, que cuanto más empeñan, más se desempeñan.

Todo lo contradicen con Saturno, y todo lo otorgan con Júpiter, sin salir de su casa de la luna. No sólo gasta la voluntad esta civilidad, sino que se atreve al juicio; todo lo altera el querer y el entender, así como toda pasión, si no se previene.

Importará mucho conocer esta destemplanza de humor para vencerla, y aun entonces convendrá declinar al otro extremo, si ha de dejar alguna vez la acertada medianía para ajustar el fiel de la prudencia.

Gran superioridad de caudal arguye prevenir su humor y corregirlo, que es indisposición del ánimo, y hase de portar el sabio en ella, como en las del cuerpo, que no condena por amargo el almíbar; por más que el gusto enfermo lo acuse, corrígelo el juicio; así, pues, se ha de proceder en las alteraciones superiores.

Hay algunos tan extremados impertinentes, que siempre están de algún humor, siempre cojean de pasión, intolerables a los que los tratan, padrastros de la conversación y enemigos de la afabilidad, que malogran todo rato de buen gusto. Son, de ordinario, grandes contradecidores de todo lo bueno y padrinos de toda la necedad; a cada razón tienen su contra, oponiéndose luego a lo que el otro dice, no más de porque se adelantó; que si no les hubiera ganado de mano, triunfaran ellos con lo mismo, y si el otro discreto cede, y aun se hace de su banda, por no ajar el decoro, al punto ellos se pasan a la contraria, con que se halla atajada la mayor discreción. Sin duda que son más irremediables que los verdaderos locos, porque con éstos vale el hacerse de su tema, pero con aquéllos es peor; ni valen razones, porque, como no la tienen, no la admiten.

Quien no tiene usado el genio de esta gente -que hay naciones enteras tocadas de este achaque-, admírase a los principios de tan exótica monstruosidad, pero, en sondando el extravagante porte, hace graciosísimo deporte, que el cuerdo de todo sale airoso por el atajo de la galantería.

Mas cuando dos de una misma malhumorada impertinencia topan y se empeñan, estése a la mira el varón cuerdo, no tercie, que yo le afianzo el mejor rato con tal que asegure su partido y mire desde la talanquera de su cordura los toros de la necedad ajena.

Que alguna rara vez y con sobra de ocasión se destemple y aun se desazone uno, no será vulgaridad, que el nunca enojarse es querer ser bestia siempre. Pero la perenal destemplanza, y con todo género de personas, es una intolerable grosería. El sinsabor que ocasionó el esclavo no ha de ser desabrimiento de la ingenuidad, mas quien no tiene capacidad para conocerse, menos tendrá valor para enmendarse.

De aquí nace que estos tales, muy pagados de su paradoja, solicitan la ocasión y andan a caza de empeños, van a la conversación como a contienda, levantan las porfías, y, hechos arpías insufribles del buen gusto, todo lo arañan con sus acciones y todo lo desazonan con sus palabras. Pues ¿qué, si les coge este picante humor algo leídos, aunque sepan las cosas a lo necio, que es mal sabidas? Se pasan luego de bachilleres de presunción a licenciados de malicia, monstruos de la impertinencia.




ArribaAbajo- XV -

Tener buenos repentes


Problema


Érase el rayo el arma más cierta del fabuloso Júpiter, en cuya instantánea potencia libraba sus mayores vencimientos. Con rayos triunfó de los rebelados gigantes, que la presteza es madre de la dicha. Ministrábalos el águila, porque realces de prontitud salieron siempre de remontes de ingenio.

Hombres hay de excelentes pensados, y otros de extremados repentes; éstos admiran, aquéllos satisfacen.

«Harto presto, si harto bien», dijo el sabio. Nunca examinamos en las obras la presteza o la tardanza, sino la perfección: por aquí se rige la estimación; son aquéllos accidentes que se ignoran o se olvidan, y el acierto permanece. Antes bien, lo que luego se hizo luego se deshará, y se acaba presto, porque presto se acabó. Cuanto más tiernos sus hijos, se los traga Saturno con más facilidad, y lo que ha de durar una eternidad ha de tardar otra en hacerse.

Pero si a todo acierto se le debe estimación, a los repentinos, aplauso; doblan la eminencia por lo pronto y por lo feliz. Piensan mucho algunos para errarlo todo después, y otros lo aciertan todo sin pensarlo antes. Suple la vivacidad del ingenio la profundidad del juicio, y previene el ofrecimiento a la consultación. No hay acasos para éstos, que la lealtad de su prontitud sustituye a la providencia.

Son los prestos lisonjas del buen gusto y los repentes hechizo de la admiración, y por eso tan plausibles; salen más las medianías impensadas que los superlativos prevenidos. No decía mucho, aunque bien, el que decía: «El tiempo y yo, a otros dos». «El sin tiempo y yo, a cualquiera». Esto sí que es decir, y más hacer. Quien dice tiempo, todo lo dice: el consejo, la providencia, la sazón, la madurez, la espera, fianzas todas del acierto; pero el repente sólo se encomienda a su prontitud y a su ventura.

Después que la providencia previene, la prudencia dispone y la sazón asiste, suele abortar la ejecución; pues que una prontitud a solas saque a luz sus aciertos, apláudasele su dicha y su valor; campee el acertar de una presteza a vista del errar de un reconsejo.

Atribuyen algunos estos aciertos a sola la ventura, y debieran también a una perspicacia prodigiosa; a quien no reconoce deuda este realce de héroes es al arte; todo lo agradece a la naturaleza y a la dicha. No cabe artificio donde apenas la advertencia socorre la facilidad del concebir, donde no hay lugar para discurrir, y la felicidad del ofrecerse donde no hubo tiempo para pensarse, ayúdase del señorío contra el ahogo y del despejo contra la turbación, y con esto, muy señora la prontitud de la dificultad y de sí misma, no llega, ve y vence, sino que vence, y después ve y llega.

Hace examen de su vivacidad en los más apretados lances y obra de oposición su inteligencia. Suele un aprieto aumentar el valor; así una dificultad la perspicacia. Cuanto más apretados, hay algunos que discurren más, y con el acicate de la mayor urgencia vuelan; a mayor riesgo, mayor desempeño, que hay también superior antiperístasis, que aumenta la intensión a la inteligencia y, sutilizando el ingenio, engorda sustancialmente la prudencia.

Bien es verdad que se hallan monstruos de cabeza que de repente todo lo aciertan y todo lo yerran de pensado. Hay algunos que lo que no se les ofrece luego, no se les ofrece más; no hay que esperar al reconsejo ni que apelar a después. Pero ofrecéseles mucho, que recompensó la naturaleza próvida con la eminente prontitud la falta del pensar, y, en fe de su acudir, no temen contingencias.

Son muy útiles sobre admirados estos repentes. Bastó uno a acreditar a Salomón del mayor sabio y le hizo más temido que toda su felicidad y potencia. Por otros dos, merecieron ser primogénitos de la fama Alejandro y César. Célebre fue el de aquél al cortar el nudo gordio, y plausible el de éste al caer; a entrambos les valieron dos partes del mundo dos repentes y fueron el examen de si eran capaces del mando del mundo.

Y si la prontitud en dichos fue siempre plausible, la misma en hechos merece aclamación; la presteza feliz en el efecto arguye eminente actividad en la causa; en los conceptos, sutileza; en los aciertos, cordura; tanto más estimable cuanto va de lo agudo a lo prudente, del ingenio al juicio.

Prenda es ésta de héroes que los supone y los acredita, arguye grandes fondos y no menores altos de capacidad. Muchas veces la reconocimos con admiración y la ponderamos con aplauso en aquel tan grande héroe, como patrón nuestro, el Excelentísimo Duque de Nochera, don Francisco María Carrafa, a cuya prodigiosa contextura de prendas y de hazañas bien pudo cortarla el hilo la suerte, pero no mancharla con el fatal licor de aquellos tiempos. Era máximo el señorío que ostentaba en los casos más desesperados, la imperturbabilidad con que discurría, el despejo con que ejecutaba, el desahogo con que procedía, la prontitud con que acertaba; donde otros encogían los hombros, él desplegaba las manos. No había impensados para su atención, ni confusiones en su vivacidad, emulándose lo ingenioso y lo cuerdo, y aunque le faltó al fin la dicha, no la fama.

En generales y campeones ésta es la ventaja mayor, tan urgente cuan sublime, porque casi todas sus acciones son repentes y sus ejecuciones prestezas; no se pueden llevar allí estudiadas a las contingencias ni prevenidos los acasos; hase de obrar a la ocasión, en que consiste el triunfo de una acertada prontitud, y sus victorias en ella.

En los reyes dicen mejor los pensados, porque todas sus acciones son eternas; piensan por muchos, válense de prudencias auxiliares y todo es menester para el universal acierto. Tienen tiempo y lecho donde se maduren las resoluciones, pensando las noches enteras para acertar los días, y al fin ejercitan más la cabeza que las manos.




ArribaAbajo- XVI -

Contra la figurería


Satiricón


Reparo fue en los advertidos, si risa en los necios, el discurrir. Diógenes con la antorcha encendida al mediodía, rompiendo por el innumerable concurso de una calle. Pasó a admiración cuando, preguntándole la causa, respondió: «Voy buscando hombres, con deseo de encontrar alguno, y no le hallo». «Pues ¿y éstos, le replicaron ellos, no son hombres?» «No, respondió el filósofo; figuras de hombres, sí; verdaderos hombres, no».

Así como hay prendas plausibles, así también hay defectos muy salidos, y si aquéllas consiguen la gracia de los exquisitos, éstos el desprecio universal. Es éste de los más notables, y famoso con propiedad, ya por sí, ya por los sujetos, en quien se halla; él es tan vario, que es análogo, y ellos tantos, que no se pueden especificar.

Son muchos los terreros de la risa y aquéllos, afectadamente, lo quieren ser, que por diferenciarse de los demás hombres siguen una extravagante singularidad y la observan en todo. Señor hay que pagaría el poder hablar por el colodrillo por no hablar con la boca como los demás, y ya que no es posible eso, transforman la voz, afectan el tonillo, inventan idiomas y usan graciosísimos bordones para ser de todas maneras peregrinos. Sobre todo martirizan su gusto, sacándolo de sus quicios; él es común con los demás hombres, y aun con los brutos, y quiérenlo ellos desmentir con violencias de singularidad, que son más castigo de su afectación que elevaciones de su grandeza. Beberán a veces lejía y la celebrarán por néctar; dejan el generoso rey de los licores por antojadizas aguas que repiten a jarabes, y ellos las bautizan por ambrosía, y tienen de frialdad lo que les falta de generosidad. De esta suerte, inventan cosas cada día para llevar adelante su singularidad, y realmente lo consiguen, porque, el común de los hombres no halla en estas cosas el verdadero gusto y la real bondad que ellos exageran; no las apetece, y quédanse ellos con su extravagancia; llámenla otros impertinencia.

De este modo, o tan sin él, se portan en todo lo demás. Si bien la necesidad, y aun el gusto, tal vez desmiente su capricho, por más que procuren engañarlo. Sábeles bien uno y alaban otro, como le sucedió a un gran valedor de esta secta de excepciones que, bebiendo un caduco vino, no pudiendo contenerse, exclamó y dijo: «¡Oh preciosísimo néctar, que vences a los bálsamos y alquermes! Lástima es que seas tan vulgar; ídolo fueras de príncipes, si ellos solos te bebieran».

Lo célebre es que en los vulgares vicios no se corren de asemejar, no digo ya a los más viles de los hombres, pero a los mismos brutos, y en cosas humanas quieren dictar divinidades.

En las acciones heroicas dice bien la singularidad, ni hay cosas que concilien más que veneración que las hazañas. En la alteza del espíritu y en los altos pensamientos consiste la grandeza. No hay hidalguía como la del corazón, que nunca se abate a la vileza. Es la virtud carácter de heroicidad, en que dice muy bien la diferencia. Han de vivir con tal lucimiento de prendas los príncipes, con tal esplendor de virtudes, que si las estrellas del cielo, dejando sus celestes esferas, bajaran a morar entre nosotros, no vivieran de otra suerte que ellos.

¿Qué aprovecha la fragancia de los ámbares, si la desmiente la hediondez de las costumbres? Bien pueden embalsamar el cuerpo, pero no inmortalizar el alma. No hay olor como el del buen nombre, ni fragancia como la de la fama, que se percibe de muy lejos, que conforta los atentos y va dejando rastro de aplauso por el teatro del mundo, que durará siglos enteros.

Pero así como a los unos los hace aborrecibles, y aun intratables, esta enfadosa afectación, que todos los cuerdos la silban, así a otros los hace singulares el no querer serlo y menos parecerlo. Este vivir a lo práctico, un acomodarse a lo corriente, un casar lo grave con lo humano, hizo tan plausible al Excelentísimo Conde de Aguilar y Marqués de la Hinojosa, segundo mecenas nuestro. Hacíase a todos, y así era amado de todos, que hasta los enemigos le aplaudieron vivo y le lloraron muerto. Oí decir de él a muchos y muy cuerdos: «Éste sí que sabe ser señor sin figurerías», palabra digna de un tan gran héroe.

Otro género hay de éstos, que no son hombres, y son aún más figuras; pues si los primeros son enfadosos, éstos son ya ridículos; aquéllos, digo, que ponen el diferenciarse en el traje y singularizarse en el porte; aborrecen todo lo práctico y muestran una como antipatía con el uso; afectan ir a lo antiguo, renovando vejedades. Otros hay que en España visten a lo francés y en Francia a lo español, y no falta quien en la campaña sale con golilla y en la Corte con valona, haciendo de esta suerte celebrados matachines, como si necesitase de sainetes la fisga.

Nunca se ha de dar materia de risa, ni a un niño, cuánto menos a los varones cuerdos y juiciosos, y hay muchos que parece que ponen todo su cuidado en dar que reír, y que estudian cómo dar entretenimiento a las hablillas. El día que no salen con alguna ridícula singularidad lo tienen por vacío; pero ¿de qué pasaría la fisga de los unos sin la figurería de los otros? Son unos vicios materia de otros; de esta suerte la necedad es pasto de la murmuración.

Pero si la singularidad frívola en la corteza del traje es una irrisión, ¿qué será la del interior, digo, del ánimo? Hay algunos que parece que les calzó la naturaleza el gusto y el ingenio al revés, y lo afectan por no seguir el corriente. Exóticos en el discurrir, paradojos en el gustar y anómalos en todo, que la mayor figurería es sin duda la del entendimiento.

Ponen otros su capricho en una vanísima hinchazón, nacida de una loca fantasía y forrada de necedad; con esto afectan una enfadosa gravedad en todo y con todos, que parece que honran con mirar y que hablan de merced. Hay naciones enteras tocadas de este humor: que si para uno de éstos no tiene espera la risa, ¿qué será en tan ridícula pluralidad?

Sea el decir con juicio; el obrar con decoro; las costumbres graves; las acciones heroicas, que esto hace a un varón venerable, que no fantásticas presunciones. Ni censura este crítico discurso la verdadera gravedad, que atiende siempre a su decoro; aquél nunca rozarse en conservar la flor del respeto, y como en la funda de su fondo de la estimación. Condena, sí, el exceso de una vana singularidad, que toda viene a parar en inútiles afectaciones.

Pero ¿qué remedio habría tan eficaz, que curase a todos éstos de figuras y los volviese al ser de hombres? Pues de verdad que lo hay, y es infalible. Dejo la cordura, que es el remedio común de todos los males, y voy al singular de la singularidad. El remedio de todos éstos es poner la mira en otro semejante afectado, paradojo, extravagante, figurero; mirarse y remirarse en este espejo de yerros, advirtiendo la risa que causa y el enfado que solicita, ponderando lo feo, lo ridículo, o afectado de él, o por mejor decir, propio en él; que esto sólo bastará para hacer aborrecer eficazmente todo género de figurería, y aun temblar del más leve asomo, del más mínimo amago de ella.




ArribaAbajo- XVII -

El hombre en su punto


Diálogo entre el doctor don Manuel Salinas y Lizana, canónigo de la Santa Iglesia de Huesca, y el autor


AUTOR.-  Notable singularidad la de los persas, no querer ver sus hijos hasta que tenían siete años. El mismo paternal amor, que es el mayor, sin duda, no era bastante a desmentir, o por lo menos disimular, las imperfecciones de la común niñez. No los tenían por hijos hasta que los veían discurrir.

CANÓNIGO.-  Pero si un padre no puede sufrir a un ignorante hijuelo, y espera siete años la hermosísima razón para admitirle a su comunicación, ya capaz, ¿qué mucho que un varón entendido no pueda tolerar un necio extraño, y que lo extrañe a su culta familiaridad?

AUTOR.-  No conduce la naturaleza, aunque tan próvida, sus obras a la perfección el primer día, ni tampoco la industriosa arte; vanlas cada día adelantando, hasta darles su complemento.

CANÓNIGO.-  Así es que todos los principios de las cosas son pequeños, aun de las muy grandes, y vase poco a poco llegando al mucho mucho del perfecto ser. Las cosas que presto llegan a su perfección valen poco y duran menos; una flor, presto es hecha y presto deshecha; mas un diamante, que tardó en formarse apela para eterno.

AUTOR.-  Sin duda que esto mismo sucede en los hombres, que no de repente se hallan hechos. Vanse cada día perfeccionando, al paso que en lo natural en lo moral, hasta llegar al deseado complemento de la sindéresis, a la sazón del gusto y a la perfección de una consumada virilidad.

CANÓNIGO.-  Es tan cierto eso, que a cada paso vemos, y lo censuramos en algunos, que realmente saben y discurren; pero se conoce que aún no están del todo hechos, que aún les falta un algo, y a veces lo mejor; y hay más y menos en esto, que va también por grados la discreta intensión. Unos están muy a los principios de lo entendido, pero se harán; otros hay más adelantados en todo; y algunos que han llegado ya al complemento de prendas; que es menester mucho para llegar a ser un varón totalmente consumado.

AUTOR.-  Al modo, diría yo, que el generoso licor que es bueno, y más si es bueno el vino, tiene cuando comienza una ingratísima dulzura, una insuave rigidez, como no está aún hecho; pero, en comenzando a hervir, comienza a defecarse, pierde con el tiempo aquella crudeza primitiva, corrige aquella enfadosa dulzura, y cobra una suavísima generosidad, que hasta con el color lisonjea y con su fragancia solicita, y ya en su punto es pasto de hombres y aun celebrado néctar. Conque entiendo por qué de Júpiter fingieron que introdujo el abortivo hijuelo Baco, no en la boca, desapacible al gusto por lo imperfecto, sino en la rodilla, reservando para la discreta Palas el cerebro.

CANÓNIGO.-  A ese modo, en el vaso frágil del cuerpo se va perfeccionando de cada día el ánimo. No luego está en su punto. Tienen todo los hombres a los principios una enfadosa dulzura de la niñez, una insuave crudeza de la mocedad; aquel resabio a los deleites, aquella inclinación a cosas poco graves, empleos juveniles, ocupaciones frívolas, y aunque tal vez en algunos, y bien raros, se anticipe la madurez, conócese que es antes de tiempo en lo desazonado: quiere desmentir en otros la seriedad, o natural o afectada, estas imperfecciones de la edad, mas luego se descuida y desliza en juveniles desaires, dando a entender que aún no estaba en el punto de la entereza.

AUTOR.-  Gran médico es el tiempo, por lo viejo y por lo experimentado.

CANÓNIGO.-  Él sólo puede curar a uno de mozo, que verdaderamente es achaque. En la mayor edad son ya mayores y más levantados los pensamientos, reálzase el gusto, purifícase el ingenio, sazónase el juicio, defécase la voluntad y al fin hombre hecho, varón en su punto, es agradable y aun apetecible al comercio de los entendidos. Conforta con sus consejos, calienta con su eficacia, deleita con su discurso, y todo él huele a una muy viril generosidad.

AUTOR.-  Pero antes de sazonarse, ¡qué aspereza nos brindan en todo, qué insuavidad en el entendimiento, qué acedía en el trato, qué desazón en el porte!

CANÓNIGO.-  Pero ¡qué tormento es para un hombre ya maduro y cuerdo haberse de ajustar, o por necesidad o por conveniencia, a uno de estos desazonados y no hechos! Bien puede competir, y aun exceder, a aquél de Fálaris, cuando ataba un vivo con un muerto mano a mano y boca a boca, por ser éste de las almas donde se apura el entendimiento.

AUTOR.-  Revuelve después ya cuerdo sobre sus pasadas imperfecciones, reconoce ya con seso los borrones de su ignorancia o imprudencia, acusa su mal gusto y ríese de sí mismo liviano, ahora gravé, condenando con juiciosa refleja los apasionados desaciertos, en los elementos de su imperfección.

CANÓNIGO.-  El mal es que algunos nunca llegan a estar del todo hechos, ni llegarán jamás a ser cabales.

AUTOR.-  Es que les falta alguna pieza, ya en el gusto, que es harto mal, ya en el juicio, que es peor.

CANÓNIGO.-  Y muchas veces advertimos que les falta algo, y no acertamos a definir lo que es.

AUTOR.-  También tengo muy observado que anda muy desigual el tiempo en hacer los sujetos.

CANÓNIGO.-  Es que para unos vuela y para otros cojea; ya se vale de sus alas, ya saca sus muletas. Hay algunos que muy presto consiguen la perfección en cualquier materia; hay otros que tardan en hacerse, y a veces con daño universal, por serlo la obligación. Que no sólo en la perfección común de la prudencia se van haciendo los hombres, sino en las singulares de cada estado y empleo.

AUTOR.-  ¿De modo que se hace un rey?

CANÓNIGO.-  Sí, que no se nace hecho; gran asunto de la prudencia y de la experiencia, que son menester mil perfecciones para que llegue a tan grande complemento. Hácese un general a costa de su sangre y de la ajena; un orador, después de mucho estudio y ejercicio; hasta un médico, que para levantar a uno de una cama echó ciento en la sepultura. Todos se van haciendo, hasta llegar al punto de su perfección.

AUTOR.-  Y pregunto: ese punto a que llegaron, ¿será fijo?

CANÓNIGO.-  Ésa es la infelicidad de nuestra inconstancia. No hay dicha, porque no hay estrella fija de la luna acá; no hay estado, sino continua mutabilidad en todo. O se crece o se declina, desvariando siempre con tanto variar.

AUTOR.-  ¿De modo que sigue lo moral a lo natural, descaece con la edad la memoria y aun el entendimiento?

CANÓNIGO.-  Sí; y aun por eso conviene lograrlo en su sazón y saber gozar de las cosas en su punto, y mucho más de los varones entendidos.

AUTOR.-  Mucho es menester para llegar al colmo de perfecciones y de prendas.

CANÓNIGO.-  Macea primero Vulcano, y después contribuye el Numen; sobre los favores de la naturaleza asienta bien la cultura, digo la estudiosidad y el continuo trato con los sabios, ya muertos, en sus libros; ya vivos, en su conversación; la experiencia fiel, la observación juiciosa, el manejo de materias sublimes, la variedad de empleos; todas estas cosas vienen a sacar un hombre consumado, varón hecho y perfecto; y conócese en lo acertado de su juicio, en lo sazonado de su gusto; habla con atención, obra con detención; sabio en dichos, cuerdo en hechos, centro de toda perfección.

AUTOR.-  Ahora digo que no hay bastante aprecio para un hombre en su punto.

CANÓNIGO.-  Hay logro, ya que no aprecio, buscándole para amigo, granjeándole para consejero, obligándole para patrón y suplicándolo para maestro.



ArribaAbajo- XVIII -

De la cultura y aliño


Ficción heroica


«Fue tu padre el Artificio, Quirón de la naturaleza; naciste de su cuidado para ser perfección de todo; sin ti las mayores acciones se malogran y los mejores trabajos se deslucen. Ingenios vimos prodigiosos, ya por lo inventado, ya por lo discurrido, pero tan desaliñados, que antes merecieron desprecio que aplauso.

»El sermón más grave y docto fue desazonado sin tu gracia; la alegación más autorizada fue infeliz sin su aseo; el libro más erudito fue asqueado sin tu ornato; y, al fin, la inventiva más rara, la elección más acertada, la erudición más profunda, la más dulce elocuencia, sin el realce de tu cultura fueron acusadas de una indigna vulgar barbaridad y condenadas al olvido.

»Al contrario, otras vemos que, si con rigor se examinan, no se les conoce eminencia, ni por lo ingenioso ni por lo profundo, y con todo eso son plausibles, en fe de lo aliñado. Lo mismo acontece a todas las demás prendas, por ser trascendental su perfección. Venció la fealdad a la belleza, muchas veces socorrida del aliño, y malogrose otras tantas por descuidada la hermosura; fíase de sí la perfección, y siempre los confiados fueron los vencidos. Cuanto mayor la gala, si desaliñada, es más deslucida, porque la misma bizarría está pregonando el perdido aseo; contigo, al fin, lo poco parece mucho y sin ti lo mucho parece nada.

»Tuviste por madre la Buena Disposición, aquélla que da su lugar a cada cosa, aquélla que todo lo concierta. Consiste mucho el aseo en estar cada parte en su puesto, que fuera de su centro todo lo natural padece violencia y todo lo artificial desconcierto. Una misma casa para una estrella es de exaltación, y para otra de detrimento, que, según es el lugar, es el brillar. La turbación causa confusión, y ésta enfado. Lo que no está compuesto no es más que una rudísima indigesta balumba, asqueada de todo buen gusto; las cosas bien compuestas, a más de lo que alegran con el desembarazo, deleitan con su concierto.

»Frustrada quedaría lastimosamente la buena elección de las cosas si después las malograse un bárbaro desaseo, y es lástima que lo que merecieron por excelentes y selectas lo pierdan por una barbaria inculta. Cansose en balde la invención sublime de los conceptos, la sutileza en los discursos, la estudiosidad en la varia y selecta erudición, si después lo desazona todo un tosco desaliño.

»Hasta una santidad ha de ser aliñada, que edifica el doble cuando se hermana con una religiosa urbanidad. Supo juntar superiormente entrambas cosas aquel gran patriarca, Arzobispo de Valencia, don Juan de Rivera. ¡Qué aliñadamente que fue santo! Y aun eternizó su piedad y su cultura en un suntuosamente sacro colegio, vinculando en sus doctos y ejemplares sacerdotes y ministros la puntualidad en ritos, la riqueza en ornamentos, la armonía en voces, la devoción en culto y el aliño en todo.

»No gana la santidad por grosera, ni pierde tampoco por entendida, pues vemos hoy cortesana la santidad y santa la cortesía en otro patriarca, aunque no otro de aquél, sino muy imitador, el ilustrísimo señor don Alonso Pérez de Guzmán, que no se oponen la virtud y la discreción; y con el mismo aplauso se celebran en aquel gran espejo de prelados, tan cultamente santo y erudito, el ilustrísimo señor don Juan de Palafox, Obispo de la Puebla de los Ángeles, y pudiera en singular por Su Ilustrísima, pues se llamó primero en profecía. De esta suerte se ve y se admira hoy tan culta la santidad y tan aliñada la perfección.

»No solamente ha de ser aseado el entendimiento, sino la voluntad también. Sean cultas las operaciones de estas dos superiores potencias, y si el saber ha de ser aliñado, ¿por qué el querer ha de ser a lo bárbaro y grosero?

»Tus hermanos fueron el Despejo, el Buen Gusto y el Decoro, que todo lo hermosean, y todo lo sazonan, no sola la corteza exterior del traje, sino mucho más el atavío interior, que son las prendas los verdaderos arreos de la persona.

»Pero ¡qué inculto, qué desaliñado tenía la común barbaridad el mundo todo! Comenzó la culta Grecia a introducir el aliño al paso que su imperio. Hicieron cultas sus ciudades, tanto en lo material de los edificios como en lo formal de sus ciudadanos. Tenían por bárbaras a las demás naciones, y no se engañaban. Ellos inventaron los tres órdenes de la arquitectura para el adorno de sus templos y palacios, y las ciencias para sus célebres universidades. Supieron ser hombres porque fueron cultos y aliñados.

»Mas los romanos, con la grandeza de su ánimo y poder, al paso que dilataron su monarquía, extendieron su cultura; no sólo la emularon a los griegos, sino que la adelantaron, desterrando la barbaridad de casi todo el mundo, haciéndole culto y aseado de todas maneras. Quedan aún vestigios de aquella grandeza y cultura en algunos edificios, y por blasón el ordinario encarecimiento de lo bueno, ser obra de romanos. Rastréase el mismo artificioso aliño en algunas estatuas que en fe de la rara destreza de sus artífices eternizan la fama de aquellos héroes que representan. Hasta en las monedas y en los sellos se admira esta curiosidad, que en nada perdonaban al aliño y en nada dejaban parar la barbaria.

»¡Oh, célebre Museo y plausible Teatro de toda esta antigua griega y romana cultura, así en estatuas como en piedras, ya en sellos anulares, ya en monedas, vasos, urnas, láminas y camafeos, el de nuestro mayor amigo, el culto y erudito don Vincencio Juan de Lastanosa, honor de los romanos por su memoria, gloria de los aragoneses por su ingenio! Quien quisiere lograr toda la curiosidad junta, frecuente su original Museo, y quien quisiere admirar la docta erudición y rara de la antigüedad, solicite el que ha estampado de las monedas españolas desconocidas, asunto verdaderamente grande, por lo raro y por lo primero.

»Donde se extrema la romana cultura y el decoro es en las inmortales obras de sus prodigiosos escritores. Allí lucen lo ingenioso de los que escriben y lo hazañoso de quienes escriben, compitiéndose la valentía de los ánimos de unos y la de los ingenios de los otros.

»Conservan aún algunas provincias este heredado aliño, y la que más, la culta Italia, como centro de aquel imperio. Todas sus ciudades son aliñadas, así en lo político, como en el económico gobierno. En España reina la curiosidad, más en las personas que en lo material de las ciudades, no porque sea mayor alabanza, que la barbaridad aun en lo poco lo es y desacredita. En Francia está tan valido el aliño, que llega a ser bizarría, digo en la nobleza. Estímanse las artes, venéranse las letras; la galantería, la cortesía, la discreción, todo está en su punto. Précianse los más nobles de más noticiosos y leídos, que no hay cosa que más cultive los hombres que el saber. Entre muchos varones eminentes luce hoy el prodigioso Francisco Filhol, presbítero y hebdomadario en la Santa y Metropolitana Iglesia de San Esteban de Tolosa, varón de igual ingenio que gusto, como lo prueban sus dos Bibliotecas, la primera de sus obras y la segunda de las ajenas.

»Hijos son tuyos el Agrado y el Provecho, que si en un jardín lo que más lisonjea, después del buen delecto de las plantas y las flores, es la acertada disposición de ellas, ¿cuánto más, en el jardín del ánimo, merecerán el gusto, la fragancia de los dichos y la galantería de los hechos, realzadas de la cultura?

»Hállanse hombres naturalmente aliñados en quienes parece que el aseo no es cuidado, sino fuerza; no perdonan al menor desorden en sus cosas; es en ellos connatural la gala, así interior como exterior; tienen un corazón impaciente al desaliño. Hasta en los ejércitos afectaba Alejandro la cultura, que parecían más, dijo el Curcio, órdenes de compuestos senadores, que hileras de desbaratados soldados. Hay otros de un corazón tan dejado de sí mismo, que no cupo jamás en él cuidado ni artificio, cuanto menos impaciencia, y así, todo cuanto obran lleva este desmedro de tosco y este deslucimiento de bárbaro.

»Es circunstancia el aliño que arguye tal vez mucha sustancia, porque nace de capacidad, y porque lo tuvo en componer un fuego, acción tan servil y tan vulgar, el Taicosama fue primero argumento, y ocasión después, de llegar a ser emperador del Japón, de siervo particular a ser amo universal; prodigiosa fortuna que los leños aliñados por su mano le pusieron o se trocaron en un cetro en ella misma.

»Ésta es, ¡oh, cultísimo realce del varón discreto!, tu esplendorizada prosapia. ¿Qué mucho que seas tan valido entre personas, que si no las supones, tú las haces?»

De esta suerte las tres Gracias informaban al Aliño, asegurando que todo lo dicho lo habían copiado del culto, bizarro, galante, cortesano, lucido, práctico, erudito, y sobre todo discreto, el Excelentísimo Señor don Duarte Fernando Álvarez de Toledo, Conde de Oropesa.




ArribaAbajo- XIX -

Hombre juicioso y notante


Apología


«Muy a lo vulgar discurrió Momo cuando deseó la ventanilla en el pecho humano; no fue censura, sino desalumbramiento, pues debiera advertir que los zahoríes de corazones, que realmente los hay, no necesitan ni aun de resquicios para penetrar al más reservado interior. Ociosa fuera la transparente vidriera para quien mira con cristales de larga vista, y un buen discurso propio es la llave maestra del corazón ajeno.

»El varón juicioso y notante (hállanse pocos, y por eso más singulares) luego se hace señor de cualquier sujeto y objeto, Argos al atender y lince al entender. Sonda atento los fondos de la mayor profundidad, registra cauto los senos del más doblado disimulo y mide juicioso los ensanches de toda capacidad. No le vale ya a la necedad el sagrado de su silencio, ni a la hipocresía la blancura del sepulcro. Todo lo descubre, nota, advierte, alcanza y comprende, definiendo cada cosa por su esencia.

»Todo grande hombre fue juicioso, así como todo juicioso fue grande, que realces en la misma superioridad de entendido son extremos del ánimo. Bueno es ser noticioso, pero no basta; es menester ser juicioso; un eminente crítico vale primero en sí, y después da su valor a cada cosa; califica los objetos y gradúa los sujetos; no lo admira todo ni lo desprecia todo; señala, sí, su estimación a cada cosa.

»Distingue luego entre realidades o apariencias, que la buena capacidad se ha de señorear de los objetos, no los objetos de ella, así en el conocer como en el querer. Hay zahoríes de entendimiento que miran por dentro las cosas, no paran en la superficie vulgar, no se satisfacen de la exterioridad, ni se pagan de todo aquello que reluce; sírveles su critiquez de inteligente contraste para distinguir lo falso de lo verdadero.

»Son grandes descifradores de intenciones y de fines, que llevan siempre consigo la juiciosa contracifra. Pocas victorias blasonó de ellos el engaño, y la ignorancia menos.

»Esta eminencia hizo a Tácito tan plausible en lo singular, y venerado a Séneca en lo común. No hay prenda más opuesta a la vulgaridad; ella sola es bastante a acreditar de discreto. El vulgo, aunque fue siempre malicioso, pero no juicioso, y aunque todo lo dice, no todo lo alcanza, raras veces discierne entre lo aparente y lo verdadero; es muy común la ignorancia, y el error muy plebeyo. Nunca muerde sino la corteza, y así todo se lo bebe y se lo traga, sin asco de mentira.

»¡Qué es de ver uno de estos censores del valor y descubridores del caudal, cómo emprende dar alcance a un sujeto! ¡Pues qué, si recíprocamente dos juicios se embisten a la par, con armas iguales de atención y de reparo, deseando cada uno dar alcance a la capacidad del otro! ¡Con qué destreza se acometen! ¡Qué precisión en los tientos! ¡Qué atención a la razón! ¡Qué examen de la palabra! Van brujuleando el ánimo, sondando los afectos, pesando la prudencia. No se satisfacen de uno ni de dos aciertos, que pudo ser ventura, ni de dos buenos dichos, que pudo ser memoria.

»De esta suerte van haciendo anatomía del ánimo, examen del caudal, registrando y ponderando tanto los discursos como los afectos, que de la excelencia de entrambos se integra una superior capacidad. No hay halcón que haga más puntas a la presa, ni Argos que más ojos multiplique, como ellos atenciones a la ajena intención, de modo que hacen anatomía de un sujeto hasta las entrañas y luego le definen por propiedades y esencia.

»Es gran gusto encontrar con uno de éstos y ganarle, que, si no es en fe de la amistad, no franquean su sentir; recátanse, que lo que son prontos al censurar son recatados al hablarlo; observan inviolablemente aquella otra gran treta de sentir con los pocos y de hablar con los muchos; pero cuando en seguro de la amistad y a espaldas de la confianza desahogan su concepto, ¡oh, lo que enseñan!, ¡oh, lo que iluminan! Dan su categoría a cada uno, su vivo a cada acción, su estimación a cada dicho, su calificación a cada hecho, su verdad a cada intento. Admírase en ellos ya el extravagante reparo, ya la profunda observación, la sutil nota, la juiciosa crisis, el valiente concebir, el prudente discurrir, lo mucho que se les ofrece y lo poco que se les pasa.

»Tiembla de su crisis la más segura eminencia y depone la propia satisfacción, porque sabe el rigor de su acertado juicio, que es el crisol de la fineza; pero la prenda que sale con aprobación de su contraste puede pasar y lucir dondequiera. Queda muy calificada, y más que con toda la vulgar estimación, la cual, aunque sea extensa, no es segura, tiene a veces más de ruido que de aplauso, y así, no pudiendo mantenerse en aquel primero crédito, dan gran baja los ídolos del vulgo, porque no se apoyaron en la basa de la sustancial entereza. Vale más un sí de un valiente juicio de éstos que toda la aclamación de un vulgo, que no sin causa llamaba Platón a Aristóteles toda su escuela y Antígono a Zenón todo el teatro de su fama.

»Requiere o supone este valentísimo realce otros muchos en su esfera: lo comprensivo, lo noticioso, lo acre, lo profundo; y si supone unos, condena otros, como son la ligereza en el creer, lo exótico en el concebir, lo caprichoso en el discurrir, que todo ha de ser acierto y entereza.

»Pero nótese que el censurar está muy lejos del murmurar, porque aquél dice indiferencia y éste predeterminación a la malicia. Un integérrimo censor, así como celebra lo bueno, así condena lo malo, con toda equidad de indiferencia. No encarga este aforismo que sea maleante el discreto, sino entendido; no que todo lo condene, que sería aborrecible destemplanza de juicio, ni tampoco que todo lo aplauda, que es pedantería. Hay algunos que luego topan con lo malo en cualquier cosa, y aun lo entresacan de mucho bueno; conciben como víboras y revientan por parir, proporcionando castigo a la crueldad de sus ingenios. Una cosa es ser Momo de mal gusto, pues se ceba en lo podrido, otra es un integérrimo Catón, finísimo amante de la equidad.

»Son éstos como oráculos juiciosos de la verdad, inapasionables jueces de los méritos, pero singulares, y que no se rozan sino con otros discretos, porque la verdad no se puede fiar, ni a la malicia ni a la ignorancia: aquélla por malsín y ésta por incapaz; mas cuando por suma felicidad se encuentran dos de éstos y se comunican sentimientos, crisis, discursos y noticias, señálese aquel rato con preciosa piedra y dedíquese a las Musas, a las Gracias y a Minerva.

»Ni es solamente especulativa esta discreción, sino muy práctica, especialmente en los del mando, porque a la luz de ella descubren los talentos para los empleos, sondan las capacidades para la distribución, miden las fuerzas de cada uno para el oficio y pesan los méritos para el premio, pulsan los genios y los ingenios, unos para de lejos, otros para de cerca, y todo lo disponen porque todo lo comprenden. Eligen con arte, no por suerte; descubren luego los realces y los defectos de cada sujeto, la eminencia o la medianía, lo que pudiera ser más y lo que menos. No tiene aquí lugar la pía afición, que primero es la conveniencia, no la pasión ni el engaño, los dos escollos celebrados de los aciertos, que si éste es engañarse, aquélla es un quererse engañar. Siempre integérrimos jueces de la razón, que sin ojos ven más y sin manos todo lo tocan y lo tantean.

»Gran felicidad es la libertad de juicio, que no la tiranizan ni la ignorancia común ni la afición especial; toda es de la verdad, aunque tal vez por seguridad y por afecto la quiere introducir al sagrado de su interior, guardando su secreto para sí.

»Demás de ser deliciosa, que realmente lo es esta gran comprensión de los objetos, y más de los sujetos de las cosas y de las causas, de los efectos y afectos, es provechosa también su mayor asunto, y aun cuidado es discernir entre discretos y necios, singulares y vulgares, para la elección de íntimos, que así como la mejor treta del jugar es saber descartarse, así la mayor regla del vivir es el saber abstraer».

De esta suerte discurría con el autor el juicioso, el comprensivo, el grande entendedor de todo, el Excelentísimo Señor Duque de Híjar, sucesor en lo entendido y discreto del renombre de Salinas y Alenquer; no sólo en el título, sino en la eminente realidad, que es eco este discurso de tan magistral oráculo.



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