Los niños pintados por ellos mismos
Manuel Benito Aguirre
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La educación de la tierna niñez ha sido siempre uno de los objetos de mis más fervientes deseos: si mis luces y mis proporciones hubiesen igualado al menor de ellos, habría contribuido eficazmente a sus mejoras y progreso, pero ya que no puedo aspirar a ser uno de los artífices del grandioso edificio que otros hombres filántropos comienzan a elevar a la patria, séame permitido al menos contribuir con una piedra para los materiales destinados a su construcción.
He oído lamentarse con frecuencia a personas inteligentes de la falta casi absoluta en nuestro país de libros adecuados a la inocencia y sencillez de los niños, y habiendo llegado a mis manos la obrita titulada: Los niños pintados por sí mismos, no he dudado un momento hacer una impresión de ella, como el obsequio más útil que podía proporcionar a la niñez mexicana.
Desde luego advertí, que para la más extensa difusión de la obra, cuyo mérito se da a conocer desde luego con la sola lectura de la «Advertencia preliminar», era indispensable disminuir un poco su volumen para poder hacer más general su adquisición; así como también evitar algunos provincialismos, frases y palabras que harían poco inteligibles algunos pasajes a la generalidad de nuestros niños.
Refundida así, y hasta cierto punto nacionalizada la obrita, he dispuesto darla por suscripción, bajo el concepto de que si mereciese la aceptación de los padres de familia interesados en la educación de sus hijos, habrá quedado satisfecho completamente el anhelo de
Vicente García Torres.
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La necesidad de difundir la instrucción por todas las clases de la sociedad, está ya afortunadamente demasiado reconocida para que nadie se atreva a contrariarla, ni tenga que ser comprobada. Pero la base de toda instrucción es la enseñanza primaria, y extender ésta, prodigarla y hacerla fácil en todas sus partes, es un deber imperioso del gobierno y una obligación de todos los que a ello contribuir puedan. Uno de los medios para lograr tal fin, es sin duda la publicación de libros que reuniendo a las lecciones de la más pura moral, la sencillez y el halago de inocentes entretenimientos, puedan entregarse a los niños con la seguridad de que les inspirarán buenos ejemplos y cautivarán su atención, mientras les sirvan para aprender y ejercitar la lectura. Tales son las consideraciones que me han movido a publicar esta obra, como una feliz realización del pensamiento indicado, y como una de las más capaces de producir el resultado apetecido. Describir la niñez en una serie de rasgos o artículos, cada uno de los cuales considera un niño en determinada profesión o clase de la sociedad; demostrar en ellos y hacer comprensible a la infantil inteligencia que en todos los estados es fácil, debido y útil observar las reglas de la sana moral, de la religión y de la buena crianza; presentar estos artículos como escritos por otros niños, y con la sencillez, candor y estilo de tales, y acompañar cada uno de los rasgos con una elegante lámina representando al protagonista de él; tal es el plan y desempeño de la presente obra, que por sí sola se recomienda, y cuya utilidad para las escuelas de primera educación nadie puede poner en duda.
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Si hay bienes en este mundo, bienes que se tocan, que son realidades, es uno el disfrutar de la compañía de un hermano!... ¡dichoso el que puede decir tengo un hermano!... Un hermano, el amigo a quien se está asociado desde los primeros años, con el que se han balbuciado las primeras palabras, los dulces nombres de la familia... los nombres de padre y madre... Este confidente último y partícipe de las primeras impresiones, de los primeros conceptos; que desde que principió a discurrir y aun antes, lloraba cuando os veía llorar, reía cuando os veía reír, y compartía con vosotros las caricias, los besos de una madre, vuestros juegos inocentes, y hasta vuestros pequeños disgustos: aquel hermano que de buena voluntad tomaba sobre sí alguna vez la responsabilidad de alguna travesura por evitaros el castigo, y os regalaba además para mitigar la aflicción la mitad de su almuerzo, y con voz dulce y penetrante, y con sonrisa que revelaba el interés cordial, puro y candoroso que sólo es capaz de inspirar el fraternal afecto, os decía: «Toma, Enrique, toma, que yo tengo bastante». ¡Deliciosa oferta, poderoso resorte puesto en acción para obligaros a aceptar tan costoso sacrificio!... Un hermano es el espejo fiel donde podéis considerar a cada instante los efectos de vuestras multiplicadas vicisitudes. Claro y limpio como el agua de un arroyo cristalino, o bien turbio e inquieto como las ondas de un torrente despeñado, según que vuestras miradas y vuestras acciones manifiesten la alegría o la tristeza. ¡Oh, con qué pasión amaría yo a un hermano, si me fuese dada la posibilidad de tenerlo! Puedo decir, no obstante, que conozco uno; pero es un hermano —14→ de leche a quien amo también, aunque, no con la decisión que amaría a un hermano carnal...
El hermano de leche es, respecto del hermano carnal, lo que es un tutor respecto de un padre; es, valiéndome de una comparación más sensible, lo que la luz que se desprende del gas inflamado respecto a la luz del sol... Una y otra alumbran; pero la del sol se extiende por toda la tierra y la fecundiza... Un hermano de leche es pues algo más que un amigo, algo menos que un hermano.
Francisca, la madre de Luis, es quien ha hecho para conmigo los oficios de una madre, ha cuidado de mi lactancia, y desde los primeros días de mi existencia ella se encargó de conservarla y de robustecerla con el delicioso néctar de su pecho: las caricias que sólo correspondían a su hijo, las compartía gustosa conmigo, y a veces era para esta buena mujer un ente privilegiado, jamás estaba contenta sino cuando yo lo estaba también. ¡Qué mucho que me muestre reconocido alguna vez al cariño maternal de mi nodriza, y que por un impulso de afinidad y de gratitud, dé pruebas de amor fraternal al hijo de sus entrañas!
Pasaron los primeros años, y sin embargo, hasta cuando yo concurría en clase de externo a un colegio, las horas que me permitía el estudio, todas estaban consagradas a la amistad de mi hermano de leche... jugábamos, comíamos y dormíamos juntos todavía... pero llegó un tiempo en que ya fue preciso separarnos. El padre de Luis le anunció decididamente que era llegado el caso de escoger oficio, y mi padre me previno que había resuelto dejarme de colegial, para que de este modo entrase formalmente en el curso de la carrera literaria a que pensaba dedicarme. ¡Fatal insinuación! Ya se deja conocer que para nosotros sería un verdadero conflicto... así es que hicimos cuanto estaba de nuestra parte para dilatar lo posible el momento de nuestra separación... Convenimos en aplazarlo para dentro de un mes: suplicamos, rogamos a nuestros padres, y éstos accedieron por fin. El de Luis dejó a éste en libertad de escoger oficio; circunstancia que nos dio bastante en que entender por el pronto. ¿Qué arte será aquel, en que el aprendizaje ofrezca menos trabajo y más distracciones? ¿Cómo adquirir tan importante noticia, sobre la cual debe fundarse una resolución decisiva y de inmensas consecuencias? Una idea feliz me ocurrió por el pronto. Muchos jóvenes de nuestra edad, compañeros de nuestros juegos, se hallaban a la sazón de aprendices de varios oficios... consultar su opinión era el mejor recurso para proceder con acierto.
En efecto, Luis tomó este partido... uno por uno fue interrogando a los aprendices, y cada cual pintó su oficio como el más lucrativo, el más excelente —15→ y el menos fatigante... Estos informes aumentaron la dificultad de la elección, y confusos e indecisos no sabíamos qué hacer... Cuando el padre de Luis preguntaba a éste qué oficio había escogido, y le decía: Vamos, ¿qué quieres ser mejor, sastre o carpintero? Luis respondía, yo quiero mejor ser sastre y carpintero. Ni más ni menos que si le hubiera preguntado qué escogería entre una manzana y una pera, Luis hubiera contestado también, yo quiero mejor la pera y la manzana. Mas en el presente caso la dificultad era insuperable, porque un niño puede comerse una manzana y una pera, mas no puede ser aprendiz a un tiempo de carpintero y de sastre.
El padre de Luis se empeñaba cada vez más en hacerle conocer la necesidad de decidirse prontamente. Luis no tenía demasiada prisa; pero llegaba ya el término del plazo prefijado, y no había remedio.
En el corazón del hombre y en el corazón de los niños hay siempre un no sé qué (tampoco vosotros acertaréis a adivinarlo) que marca la inclinación a este o al otro género de ocupaciones... este impulso, este movimiento secreto que nace del corazón, debe siempre seguirse...
El padre de Luis sólo deseaba descubrirlo, y así es, que por último, con ánimo resuelto, dijo una tarde a su hijo, cansado ya de ver que el tiempo había transcurrido en vano... quiero aun dejarte en libertad de escoger el arte a que debes dedicarte... toma tu sombrero, coge un pedazo de pan, compra en la calle manzanas (y al efecto le daba una cuartilla) y mientras meriendas, en vez de jugar al toro o a la pelota, recorre los talleres y acaba de decidirte, porque esta noche ha de quedar resuelto por ti mismo el problema difícil de tu aprendizaje.
Luis obedeció... comprendió bien el carácter de su padre, no quiso abusar de su condescendencia, y después de haber estado en casa de un pintor, de un carpintero, de un impresor y de un sastre, se decidió por el último, y participó a su padre la elección que había hecho.
El padre de Luis quedó muy complacido; le explicó a su hijo las ventajas que podía sacar de este arte, si se aplicaba con esmero; y pasando enseguida a hablar y tratar de ajuste con el maestro de más nota, Luis principió al siguiente día a ejercer las funciones de su nuevo estado.
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Ya tenemos al pobre Luis colocado sobre una gran tarima, con las piernas cruzadas, ensayándose con afán en el manejo de la aguja. Costosa es para él esta posición violenta; pero ya se acostumbrará hasta el punto de sentirse incomodado cuando haya de sentarse en una silla regular como los demás hombres. El aprendiz de sastre por el pronto encuentra obstáculos que vencer en los rudimentos de este oficio enojoso, como todos; sin embargo, si le preguntáis qué le parece de su nuevo destino, dirá que es bien agradable, y que sólo tiene el contratiempo de algún pinchazo de aguja. Ahora sólo se trata de desbaratar costuras y aprender la posición y los giros de la aguja. Ni el cuerpo ni la imaginación se fatigan, no obstante que el arte en que está iniciado es de los más productivos e indispensables. Además, los oficiales que le rodean, hacen la pintura más bella del porvenir de aquel oficio. Después de esta operación de que te ocupas, le dicen, habrás de emplearte en hacer botones de tela, en unir y planchar las costuras. Luego pasado algún tiempo, se confiará a tu aguja la cintura de un pantalón y las costuras de las mangas. Si durante la primer semana te portas bien, el maestro te entregará el sábado una pesetilla para que el domingo puedas gastarla. Aquí todos hacemos fortuna; y si no, repara como los sastres principales han hecho su caudal, han edificado sus casas, y con el producto de la aguja se han colocado al nivel de los hombres más opulentos. Luis oía y callaba, forjándose allá en su imaginación los planes más ventajosos: los primeros días de aprendizaje no hubiera él cambiado su situación por la del muchacho más feliz del mundo; pero luego que fue entrando de lleno en el cumplimiento de los deberes de un verdadero aprendiz de —17→ sastre, conoció que este oficio tiene, como todos, su trocito de mal camino. En efecto, aquello de levantarse el primero y acostarse siempre el último, era insoportable para un muchacho naturalmente dormilón. El haber de hacer todas las mañanas la limpieza del taller, ir a la compra, encender los hornillos para las planchas, limpiar las vidrieras y el mostrador, y poner cada cosa en su lugar antes de la hora en que debía principiar el trabajo de los oficiales, era demasiado penoso para un chicuelo apenas iniciado en el manejo de la aguja, y luego ser por precisión el perpetuo corre-ve-y-dile de éstos, del maestro, y aun de los parroquianos, aumentaba hasta lo infinito la enojosa condición del estado de aprendiz. Y el violento compromiso de renunciar el nombre que recibió en el bautismo para admitir el mote ridículo con que fue designado por los dependientes del taller. ¡Oh! esta abnegación exigía demasiado desprendimiento, demasiada resignación por parte de nuestro aprendiz de sastre, Pincha uvas. Cada vez que en el día se pronunciaba este mal nombre, se desesperaba y se enfurecía; pero sin otro resultado que el de conseguir que se lo repitieran mil veces. Por último, resolvió no responder cuando por este nombre fuese llamado; pero si tal acontecía estando en el interior de la casa, bien pronto se destacaban uno o dos oficiales, y le llevaban de la oreja repitiendo sin cesar, ya está aquí el picaruelo Pincha uvas. No hay remedio, es preciso seguir la broma, y no darse por sentido de semejantes indirectas. Así raciocinaba el aprendiz al poco tiempo de experiencia; y mostrándose jovial en vez de severo y disgustado, consiguió que cesaran de martirizarle, y con una regular aplicación y la fidelidad más austera, logró también captarse el cariño del maestro.
Luis hacía progresos en el arte, y sus padres estaban muy contentos de su proceder, prometiéndose que él sería algún día el apoyo de su vejez, y el amparo de dos hermanitas de menor edad que tenía. Con efecto, pasados algunos años mereció la más completa confianza de su maestro. Este le encargaba siempre de llevar la obra a casa de los parroquianos, ocupación que sobre valerle la utilidad de algunas propinas, le proporcionaba relaciones que más adelante podrían serle ventajosas. Luis era ya un muchacho afable, cortés y nada entremetido, no gustaba de juegos ni de estar ocioso, y procuraba dar las muestras más positivas de su aplicación, de su apego al trabajo, y de ser un buen hijo y un buen cristiano.
Una enfermedad que poco a poco fue adquiriendo el carácter de crónica e incorregible, vino por último a postrar en cama a su buen padre, en cuyo caso Luis socorría con todo su jornal a su miserable familia, y aun facilitaba a aquel las medicinas de que hubiera carecido de otro modo... Luis era un —18→ buen hijo... Cuando cogía entre manos para trabajar cualquier prenda de vestir, siempre se acordaba del estado de infelicidad de su madre y hermanitas, y de la penosa situación de su padre desgraciado; de suerte que con el afán de proporcionarse mayor suma de dinero para socorrerlos, adelantaba en su obra doble respectivamente que los otros en las suyas... ¡Quién sabe si al tomar en la botica con el producto de este trabajo el medicamento que haya dispuesto el facultativo, habré logrado arrancar a mi amado padre de las puertas de la muerte! Que las medicinas sean de la mejor calidad, y cuesten lo que quieran... acaso una puntada más... al dejar concluido este pantalón, sí, esta chaqueta, podrá ser de la mayor influencia en la salud de mi padre, y por consiguiente en la suerte de mi familia... adelante, adelante, y no cesaba de trabajar de día ni de noche. Pero la enfermedad había tomado tan gran incremento, que los recursos del arte no bastaron para evitar la catástrofe que Luis temía. Murió su padre después de haber echado la bendición a aquel hijo tan digno de ser querido. Y quedó este, a pesar de sus pocos años, encargado del cuidado de la familia.
La madre de Luis murió poco después del sentimiento, y nuestro aprendiz solo con sus dos hermanitas, y al cuidado de su sustento y educación. Grande responsabilidad era la de su delicado encargo para un joven de tan pocos años y escasa experiencia; pero Luis lo aceptaba con entusiasmo, y en el fondo de su corazón sentía el vigor necesario, para superar los inconvenientes que la edad y otras circunstancias le oponían. Luis llegó a ser oficial, y con este carácter salió de hecho de la esfera miserable de aprendiz. No transcurrió mucho tiempo sin que manifestase a su maestro el proyecto que había concebido... Suplicó a éste que no le retirase su protección, pues deseaba establecer un taller en su propio cuarto, donde al lado de sus hermanitas pudiera trabajar diariamente.
Planteó su taller como lo había imaginado: su maestro le proporcionó obra sin cesar en términos que el nombre de Luis iba siempre asociado al de las prendas mejor construidas, así como su reputación artística a la reputación de su maestro. Su constante laboriosidad, su inteligencia y buenos modales confirmaban más y más cada día la buena opinión que del sastre Luis había formado el público.
Luis era ya el maestro Luis, sastre de la moda, buscado y apetecido por todos los elegantes; circunstancias que proporcionaban para sí y sus hermanitas cómoda y decente subsistencia, hasta que habiendo fallecido su maestro, le quedaron todos sus parroquianos y llegó a ser rico y feliz en su clase; premio seguro que la fortuna prepara a todo el que con celo y honradez trabaja sin cesar en la perfección de cualquier arte u oficio.
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Enrique Zendejas, a su amigo
León de La
Puente
México 15 de julio de 1843.
Definitivamente, mi querido León, he resuelto dedicarme a la pintura bajo la dirección de uno de los mejores artistas de esta capital. Hace ocho días que he entrado en clase de aprendiz en el taller de M. N., cuya reputación artística no habrá dejado de llegar a tus oídos. Confieso que he tenido la mejor suerte; pues sólo por medio de grandes empeños es posible conseguir, y muy rara vez, la gracia de ser admitido en casa de este sabio pintor. Me prometo a su lado los resultados más ventajosos; tanto, que me considero feliz. Ya sabes que antes no me ofrecía yo las mejores disposiciones para hacer progresos en las ciencias, y que mi familia no dejaba de disgustarse de esta escasez de penetración; pues desde que me encuentro aquí conozco que mi inteligencia se dilata y perfecciona progresivamente. ¡Qué ha de suceder! Si al —20→ contemplar las obras maestras de los pintores más distinguidos, el corazón se conmueve y el alma se eleva en busca de un punto más de perfección, que sólo puede hallar en la divinidad. ¡Oh, si tú vieras con qué afabilidad, con qué cariño, y con qué entusiasmo nos describe M. N. las bellezas de la pintura!
Diez o doce somos siempre los que trabajamos en el taller; y como yo sea el más moderno y más joven, estoy encargado de los servicios mecánicos del mismo. El director me ha advertido que por estas razones debo siempre manifestarme afable y complaciente con los otros, y respetar en ellos la edad y la inteligencia. Todos son muy buenos muchachos, dignos de la consideración y el afecto de cualquiera que les trate. No es violenta para mí la obligación de servirlos. ¿Creerás que mientras dura el trabajo reina el silencio en el taller, y sólo se nota la aplicación? Pues mira, te equivocas, porque aquí se canta, se ríe y se silba cuando a uno le acomoda, se refieren historias alegres y se pronuncian palabras picantes: mis compañeros en esta parte, como en todo, se encuentran más adelantados que yo, pues algunas veces no me es dada comprenderlos. Cuando llega la ocasión de que revestido de toda mi formalidad les presento alguna idea o algún objeto que me parece debe excitar la admiración, ellos callan, se ríen, se miran, y se vuelven a reír, de lo que yo infiero que deben agradarles mis amistosas excitaciones. Ya te acordarás de aquella hermosa cabeza de Andrómaca que el año pasado me valió el premio de dibujo en el colegio. Pues se las he enseñado, creyendo que me colmarían de elogios... y nada, para ellos es un pequeño mascarón, hecho sin reglas ni método. Escuso decirte que esa declaración me ha parecido poco caritativa; pero es preciso callar, y así me he propuesto no contrariarlos en su determinación, y tomar la de no enseñarles en adelante ninguno de mis antiguos dibujos. Es la vez primera que me han dado motivo de queja sus buenos modales y fina educación; porque por lo demás me tratan con tanta confianza y tan buen afecto, que todo lo parten conmigo como buenos hermanos, a cuyas insinuaciones he procurado corresponder, pagándoles hoy mismo el almuerzo con el auxilio de unas cuantas pesetas que me quedaron de mi viaje. De entonces acá nuestros intereses son más recíprocos, y tratamos de ellos con más franqueza. Varias veces me han dicho que soy un excelente chico, que tengo muy buenas disposiciones y que haré grandes progresos. Yo creo que aciertan en su pronóstico, porque me encuentro capaz de cualquiera cosa. ¡La pintura, mi querido León! ¡La pintura! Este arte prodigioso, mediante el cual se da vida a un lienzo, grabando en él la expresión más sensible así de las pasiones fuertes como de las más dulces. ¡Oh Miguel Ángelo, Ticiano, Velázquez, Cabrera, Rodríguez Juárez! ¡Hombres inmortales, genios sublimes! —21→ ¡Oh! si un día pudiera yo conseguir que mi nombre brillase al lado de vuestro... pero esto está muy distante; sin embargo, sería dichoso, León, si pudiera partir contigo la felicidad a que aspiro actualmente. Adiós, acuérdate de mí y escríbeme.- Tu apasionado.
Enrique Zendejas.
Señor don Enrique Zendejas.
Puebla 20 de julio de 1843.
Tu carta, mi querido Enrique, me ha ocasionado gran satisfacción y contento. Por lo que yo había oído a varias personas inteligentes, no podía imaginar que los rudimentos del arte que has abrazado fuesen tan sencillos ni tan seductores como dices; pero si esto es cierto, celebro tu buena elección, y deseo que hagas grandes progresos en la carrera que has emprendido; sin embargo, permíteme que te pregunte ¿estás bien seguro de tus proposiciones? ¿Has meditado bastante acerca de la exactitud del contenido de tu carta? ¿Has estudiado con detención el carácter y las costumbres de tus nuevos compañeros, para poder hablar de uno y otro con tanta seguridad? Pues has de saber que te entusiasmas fácilmente, que tu imaginación viva e inquieta te presentará las cosas no como son, sino como deben ser, y nada tiene de particular que más de una vez por esta causa incurras en errores harto lamentables. Considero que la pintura es un arte maravilloso; mas por esta misma razón se me figura que su aprendizaje y su estudio deben ser muy difíciles, y también se me figura que debías estar soñando cuando te ocurrió la idea de ver tu nombre mezclado con los nombres gloriosos de los célebres pintores que citas. Acaso la debilidad... ¿Estabas en ayunas cuando me escribiste?
A propósito, debo decirte que no me es dado comprender exactamente la relación que me haces de tus primeras ocupaciones. Por lo demás, ya estoy al alcance de tu carácter generoso, y no extraño el medio que has empleado para adquirirte entre tus camaradas el título de buen muchacho. También se me figura difícil aquello de trabajar cantando y riendo. Yo había creído hasta ahora que a una regular aplicación, así para la pintura como para cualquier otro arte u oficio, debe acompañar indispensablemente el recogimiento y el silencio: me habré equivocado sin duda, o será que tú establezcas una excepción de la regla general. Yo al menos no tengo tanta fortuna; mi retórica exige un trabajo continuo, y a pesar de todo, sólo he conseguido esta semana ser el tercero en el premio de la clase. Estoy decido por tanto a redoblar mis esfuerzos, y no cesaré de trabajar noche y día hasta conseguir la primer censura entre los niños aplicados. Te hablo con esta franqueza, porque —22→ sé que me aprecias y que te tomas interés en todo lo que tiene relación conmigo. Algunos de nuestros condiscípulos desean leer tu carta. Eduardo, Adolfo y Julio me encargan de decirte que son siempre tus amigos; yo creo que ninguno de ellos podrá considerarse el primero mientras viva tu apasionado
León.
Señor don León de La Puente.
México 28 de julio de 1843.
¡Si no debe fiarse en las apariencias, ni dar crédito a los delirios de la imaginación! ¡Cuánto me equivocaba! ¡Qué error tan funesto! En medio del dolor y de la tristeza de mi corazón me dirijo a ti, León querido, para desahogar en el seno de la amistad las amarguras de mi pesadumbre. He leído y vuelto a leer repetidas veces tu apreciable carta, llena de verdades y dictada por el cariño que conozco me profesas. ¡Ah! Tú eres sin duda mi mejor amigo, y por eso voy a hablarte con el corazón en la mano, para que comprendas bien lo aciago de mi situación. Atúrdete. Desde el siguiente día al en que hice el obsequio a mis camaradas de convidarlos a un almuerzo, todos cambiaron con respecto a mí de costumbres y de modales. Dejando a un lado las palabras de buena educación con que se hace suave y llevadero cualquier servicio penoso, me tratan ya con el desprecio y la inconsideración de que jamás es digno el más miserable esclavo. En vez de decir como antes: «¡Enrique, quieres hacerme el gusto de aproximar tal o cual color!», ahora sólo usan de la imperativa fórmula de: «Enrique, trae esto o lo otro». Si entablan una conversación y a mí me ocurre pronunciar una palabra, «Calle, replican todos al momento, y hable sólo cuando le pregunten». Además, no me dejan sosegar un solo instante: cada cual y todos a una mandan cosas diferentes. «Enrique, limpia mi paleta. Enrique, llégate a mi casa, y tráeme el almuerzo. Enrique, lava mis pinceles. Ve a devolver este modelo». Este es cuento de nunca acabar, amigo mío; no me queda tiempo para nada. El otro día cansado de sufrir, me propuse no responder fingiendo que no entendía las órdenes, impertinentes de uno de ellos. «Calla, ¿no está aquí el ratón?» -exclama el uno; «el ratón es sordo», respondió el otro; «no, que el ratón estará dormido», añadió el tercero. «Ea, despertadlo. ¡Ola! ¡Eh! Ratón, ratón!» Como yo siguiese haciéndome el sordo, un alboroto general se levantó contra mí en el taller, hasta que por fin desesperado y lleno de coraje, me presenté ante ellos para decirles que hasta entonces había estado muy contento, porque no me habían faltado a las consideraciones regulares, y me habían tratado con cierto género de decoro; —23→ pero que desde el momento en que ellos se habían creído dispensados del deber de ser políticos conmigo, también yo me consideraba dispensado de servirles en cosa alguna. Esta contestación irritó nuevamente el ánimo de mis camaradas, hasta el punto de que uno de ellos (el de más edad), cogiéndome fuertemente de la oreja me puso en medio del círculo que entre todos habían formado, y me dijo: «Sin duda que el chicuelo cree que se halla todavía en la escuela, donde reina el principio de igualdad; pues te equivocas, amiguito (dándome suaves palmadas sobre el hombro), aquí el último que llega no es tratado como un estudiante, aunque lo sea en realidad, porque sólo es considerado como el más ínfimo aprendiz de nuestro taller. Sin duda has creído que nosotros debíamos tratarte con cumplimiento y con etiqueta; pero este es un error de que debes salir prontamente: tú estás obligado a ejecutar todo cuanto nosotros te ordenemos». «¿Y por qué? ¿Soy yo por ventura algún criado vuestro? -No: eres tan sólo nuestro ratón el ratoncillo del taller. -¡Ratón! ¿Qué quiere decir eso? -Eso quiere decir que podemos ordenarte todo cuanto se nos antoje en cosas que tengan relación con los asuntos del taller; así que debes estar sumiso y obediente, limpiar nuestras paletas, lavar nuestros pinceles, preparar los caballetes y los cuadros, arreglar las vasijas de los colores, y en fin, poner en orden la parte interior del taller, a cuyo fin es preciso que seas el primero que entre en él y el último que salga. -Me parece demasiado humillante el papel que exigís de mí. -Por ahora nada tiene de extraño; pero tú te habituarás a este nuevo género de vida, por el que todos hemos pasado, y con un poco de resignación, fidelidad y aplicación, a fuerza de oír hablar de pintura, de verla ejecutar a los otros, y de estudiar sus producciones, llegarás a adquirir conocimientos importantes en este arte prodigioso, y él vendrá a ser tu elemento natural, porque identificarlo con todo lo que la pertenece por mucho tiempo, te serán familiares el carácter y las costumbres de los que lo profesan. Trabaja, pues, por desterrar ese orgullo imprudente, que es quien te tiraniza; sé complaciente y dócil, y entonces verás cómo la bondad y el trato más afable suceden a la persecución, de que ahora te lamentas».
Justos y razonables eran sin duda estos consejos; pero mi imaginación se hallaba tan preocupada, y mi amor propio tan resentido, que lejos de escucharlos con interés, me parecieron una narración fastidiosa de la parte más lamentable de mi historia, con el solo objeto de hacer más grave y más sensible el estado de mi situación. Así es que cada día se iba haciendo más insoportable: mis camaradas continuaban sus burlas y sus pesadas crianzas, en las que era yo siempre la víctima. Uno con un recado fingido me manda al opuesto extremo —24→ de la ciudad, y no contento con darme este chasco, dispone con los otros camaradas que un cubo lleno de agua, colocado de cierta manera sobre la puerta derrame sobre mi cabeza todo el líquido al tiempo de entrar en el taller. Los denuestos y las injurias se reproducen en este caso, y de nada sirven mis lamentos y mis quejas. Todo se convierte en broma y alboroto, sin que me quede otro recurso que llorar mi desventura... Has de saber, mi querido León, que rodeado de pinceles y colores, ¡sólo puedo disponer del lápiz y el papel que me regaló mi tía! ¡Ah! ¡Por qué habré gastado yo mis pesetas! ¡Pintura! ¡Arte sublime! Mucho afecto es necesario profesarte para llegar hasta ti al través de tan crueles ensayos. La vocación más decidida, la inteligencia más perfecta, todo puede estrellarse y aun extinguirse en el continuado choque de tan contrarios elementos. Aquella decisión, aquel entusiasmo con que yo había abrazado los primeros días los rudimentos de este arte tan difícil, van desapareciendo poco a poco al impulso de los contratiempos, de las arbitrariedades y de las injusticias que me hacen sufrir mis inconsiderados camaradas. ¡Oh, divino Rafael, sabio Murillo: los rayos luminosos de vuestra resplandeciente gloria no alcanzan a penetrar en la oscuridad en que tiene sumergida mi alma la tristeza y el dolor! Ten compasión de mí, querido León, porque estoy disgustado de todo cuanto me rodea: no creo ya más que en una sola cosa: en tu amistad.
Enrique Zendejas.
Señor don Enrique Zendejas.
Puebla 15 de agosto de 1843.
¡Cuánta pena me ha causado tu última carta,
querido amigo! ¡Tú padeces sin que me sea posible compartir
contigo la aflicción y los pesares, como en otro tiempo compartía
la alegría y los recreos! ¡Tú sufres, y yo no puedo hacer
por ti otra cosa que compadecerte inútilmente! ¡Oh! Comprendo bien
las causas de tu pesar y de tus amarguras, y te confieso con franqueza que al
leer tus lastimosas quejas hubiera deseado estar ahí para tomar tu
defensa contra tus nuevos compañeros, como en otras ocasiones sabes que
lo hacía en la escuela. Mas después, al día siguiente,
leí tu carta otra vez; reflexioné sobre ella, y ya me parecieron
menos culpables. Habiendo pasado todos ellos por los mismos trámites que
tú, creo que adquirieron el derecho de seguir el ejemplo de sus
antecesores, como tú lo harás probablemente con el mísero
aprendiz que te reemplace. Podrá ser que ellos hayan abusado; mas sin
duda la necesidad de formar tu carácter y de modificar tu genio les
habrá obligado alguna que otra vez a excederse; pero aun esto no me
parece del todo reprensible, porque de esta manera adquirirás aquella
elasticidad
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de carácter, y aquella docilidad vigorosa que
distante de lo débil, se parece más bien a la condición de
un muelle templado, que se dobla con facilidad para desplegar mayores fuerzas.
No falta quien imagina que el interior de un colegio, o sea taller, es un
pequeño simulacro de la sociedad en general del resto del mundo; y que
viviendo entre nosotros se aprende a vivir entre los hombres: tú sabes
que este es un error. En la escuela reina el principio de igualdad: allí
somos lo mismo los unos que los otros, y todos iguales a la vez delante de
nuestros maestros. El oficio que tú has emprendido es cosa muy diversa;
sembrado de obstáculos y de escollos, son muy frecuentes en él
los reveses y los disgustos; pero la gloria es el fruto del árbol del
dolor. Has de saber que
Shakespeare dijo: «que la planta de
laurel si ha de crecer y robustecerse, es preciso que sea regada con
lágrimas»
. Conque así, amigo mío, es necesario
que aprenda a sufrir el que aspire a ceñir su frente con las palmas de
la gloria...
Creo que yo no hago los mayores adelantos en la carrera de las letras; me ocupo de la retórica, y me encuentro todavía a la mitad de su estudio. Háblame alguna cosa del género de pintura a que piensas dedicarte: yo sé que para hacer grandes progresos en arte tan difícil, es preciso escoger una especialidad. ¿Te dedicarás al paisaje, a los retratos, a los cuadros históricos, o a la pintura fantástica o de imaginación? Tu maestro te habrá dejado ver y aun te instruirá más adelante de las particularidades de cada uno de estos géneros: escucha con atención sus consejos y sus advertencias facultativas; aprovéchalas oportunamente, y hazte digno de sus elogios: estos te darán consideración entre tus camaradas, y acabarán con sus burletas. He aquí una venganza bien noble y bien digna de mi amigo Enrique: aventajar en el arte a sus antiguos compañeros. A Dios, actividad y constancia. Tu invariable amigo
León de La Puente.
P. D. Julio te envía un álbum, espera que al cabo de un año se lo devolverás enriquecido con las producciones de tu pincel. Adolfo te remite estampas y colores: dice que tiene en su casa dos sitios de preferencia donde colocar dos bellas pinturas. Eduardo y yo te haremos el regalo de algunos útiles para pintar y algunos lienzos. Deseamos que para las vacaciones próximas nos proporciones nuestros retratos, para hacer con ellos un regalo a nuestras madres.
Enrique Zendejas a sus compañeros de colegio.
México 3 de setiembre de 1843.
He recibido la última carta de León y vuestra apreciable posdata. ¡Oh, mis queridos amigos! ¡Cómo habéis sabido —26→ inspirar en mi alma los sentimientos generosos que os animan, y hecho renacer la esperanza que había perdido, de llegar a ser útil un día en el arte que había abrazado. No me es posible explicaros el placer que me han causado vuestros obsequios. ¡Con qué delicadeza y con qué gracia me los habéis ofrecido!... ¡Ah! Ya comprendo bien vuestras intenciones; habéis querido darme un aviso: deseáis que redoble mis esfuerzos, que trabaje sin cesar: pues bien, así lo haré. Desde el día siguiente al en que recibí vuestra carta, cambié enteramente de conducta, y los resalados corresponden a vuestros deseos. Mis compañeros ya son más amables: a proporción que yo hago progresos en la pintura, ellos me respetan y me tributan consideraciones. El director también se ocupa ya de mis obras, y las corrige con interés; y creo que pronto pasaré a ocuparme de los trabajos al óleo. ¡Cuánto deseo el momento de extender sobre mi paleta los colores que me habéis remitido! Tiemblo de placer cuando considero que ese instante está muy cercano. ¡Pero qué dificultades ofrece el arte de la pintura! Tan pronto el color si es un poco subido, exagera los tonos del natural, como si es claro los atenúa infinitamente. ¿Pues y las combinaciones para designar la graduación de la luz y de la perspectiva, las medias tintas y el claro obscuro? Pero qué placer cuando ha llegado uno a formar sobre el lienzo con algunas pinceladas una imagen exacta! ¡Qué triunfo aquel, cuando una cosa que sólo existe en la imaginación adquiere su forma, su figura, se va animando, poco a poco hasta que parece que ya habla con el mismo pintor que la ejecuta! Ignoro cuál sea el género de pintura a que podré dedicarme con especialidad; por ahora sólo trato de estudiar: para escoger uno, es preciso conocerlos todos. Mis compañeros de taller me ayudan en cuanto pueden. Conozco que habían tratado sólo de cambiar mi carácter: sin duda que han contribuido a conseguirlo; pero vuestra amistad ha sido el talismán que me ha proporcionado la dicha que experimento, el aprecio de mis camaradas, y el cariño de mi maestro. Adiós, a todos os abraza afectuosamente vuestro amigo
Enrique Zendejas.
P. D.: Si os resolvéis a venir durante las vacaciones próximas, tal vez hallaréis alguna cosa en vuestros lienzos: al menos pondré por mi parte los medios, y de todos modos me proporcionaréis mucho contento.
Algunos meses después los cinco amigos acompañados del padre de uno de ellos cumplieron su palabra, y vinieron a México con el fin de visitar al aprendiz de pintor; mas por desgracia lo encontraron sumergido en el mayor dolor y tristeza. El pobre muchacho, huérfano —27→ de madre anteriormente, acababa de perder a su buen padre, quedándose sólo y sin ningún apoyo en el mundo. La entrevista de los amigos fue por tanto bastante melancólica, y mezclaron sus lágrimas con las de aquel joven desgraciado. ¿Pero qué podían hacer por él? Buscando en su imaginación algunos medios de consuelo, acordándose por último de que Enrique debía tener un tío en Puebla rico y bien relacionado. Con efecto, este tío de Enrique era también muy amante de la pintura y aun artista en realidad, y tenía fundado su orgullo en no vender ninguno de los cuadros de su colección, como no estuviera firmado con su nombre. Esta idea les hizo formar un plan que pusieron en práctica prontamente. Enrique había cumplido también su palabra: los retratos estaban hechos; los países acabados, y el álbum lleno de pinturas alegres. Los condiscípulos de Enrique recibieron estas obras con aprecio y entusiasmo; y después de haber consagrado algunos días a los solaces de la amistad, pusiéronse en marcha para Puebla, donde llegaron prontamente. Su primer cuidado fue suplicar cada cual a su padre respectivo que les diese el gusto de mandar pintar su retrato, y obtenido el permiso, presentaron sin demora las manufacturas de Enrique. Los parientes de los niños recibieron con afabilidad los indicados trabajos, y pagaron profusamente la habilidad del joven pintor.
Pero las cantidades recaudadas debían emplearse en el sostenimiento de Enrique, así como el producto de las demás obras de su ingenio que se habían traído. El padre de uno de los compañeros de este joven apreciable, anunció en los periódicos, cierto día, la venta de varias pinturas de Zendejas: el rico pintor, alarmado con este anuncio, y ofendido hasta cierto punto al ver que producciones que él juzgaba desde luego imperfectas, se presentasen al público bajo el nombre suyo, corrió precipitadamente al sitio de la venta, y acordándose de que tenía un sobrino joven, desgraciado y de las mejores esperanzas, puso un precio enorme a las pinturas, ofreciendo por ellas una cantidad extraordinaria. El tío de Enrique se encarga de la educación de su sobrino; éste admite la proposición; y auxiliado por el influjo de la protección de su pariente, hace progresos maravillosos en su carrera. Acaso no estará distante el día en que Enrique llegue a ser el hijo adoptivo, el heredero único de su opulento tío. Este cambio de fortuna y la instrucción artística de Enrique, todo, todo ha sido obra de la amistad. ¡Amistad santa: qué feliz es el mortal a quien dispensas tus beneficios!
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Este pequeño personaje a quien algunos designan justamente con el título de Diablillo de la imprenta, es por cierto un pequeño Barrabás en su figura y en sus costumbres. Enredador, holgazán, embustero y maldiciente cual ninguno. Por la cosa más insignificante es capaz de andar a cachetes con cualquiera. Su traje contrasta ridículamente con la viveza de su genio y su natural travesura. La levita, el sombrero, son para él objetos enteramente desconocidos. Una camisa ordinaria, un pantalón que después de haber servido a un militar inválido, le ha sido acomodado por su madre, sin más que cortarle media vara de las piernas, una faja encarnada y raída con la que da dos vueltas a su cuerpo, y unos zapatos de munición, forman el conjunto de su traje, que con el semblante tiznado del muchacho y sus cabellos descompuestos, hacen el todo de la figura que representa el Diablillo de la imprenta.
Parecerá natural a primera vista que un muchacho destinado a estar entre letras y a manejar letras, haya de hacer progresos en su ilustración; pues es cabalmente lo contrario, porque el aprendiz de imprenta jamás tiene la ocasión de leer un párrafo. Limpia las cajas, recoge las letras esparcidas por el suelo, y cuando ejerce la más sublime de sus funciones es en el acto de distribuir o sea descomponer, que es la operación que reclama más cuidado de su escasa inteligencia. Por lo demás, continuamente ocupado de traer y llevar las pruebas a los autores, de ir en busca del original y servir al regente y los cajistas, se halla en perpetuo movimiento y entregado casi siempre a la libertad de sus travesuras. Cualquiera de estos encargos le entretiene largas horas, porque nunca le falta en el camino un motivo que a su sabor le detenga: ya que pasa mi regimiento o un batallón, y entusiasmado se deja llevar del atractivo de la música; ya que se encuentra con otros muchachos con quienes traba una —29→ riña, o ya toma por su cuenta la paciencia de un cachazudo portero. El aprendizaje del impresor dura generalmente cuatro años, en los cuales es preciso que su familia cuide de alimentarle y vestirle. Durante este tiempo sus funciones son, como queda dicho, puramente mecánicas: además él debe ser el primero que se presente en la imprenta para barrer y limpiar, y para lavar las formas, operación que le entretiene por lo menos hasta las ocho de la mañana. Llegada esta hora, debe emplearse en la tarea de los almuerzos. Un cajista le encarga de comprar pan y queso, otro de que le traiga manzanas, otro de que le lleve chocolate, que es por lo general a lo que suele reducirse el desayuno de esta clase de operarios. El aprendiz, bajo la responsabilidad de sus orejas, tiene buen cuidado de no equivocar los encargos que le producen cierto género de utilidad, porque el tendero y el frutero, tratan de obsequiarlo con el fin de no perder las ventajas que les proporciona tan constante parroquiano. Concluidos los almuerzos es el momento de traer y llevar las pruebas, como hemos dicho, en lo que pasa el resto del día.
Al tercer año de aprendizaje, ya recibe un pequeño jornal, y es encargado de la composición de esquelas de convite, hojas volantes y algunas otras cosas de poca importancia, en las que son menos notables los errores de la imprenta, y poco a poco, al paso que va progresando en aptitud, acrece el importe del jornal hasta ponerse al nivel en todo con los oficiales más adelantados, en cuyo caso se gradúa el emérito de su trabajo por las líneas de composición: tal es la fisonomía histórica de un cajista del todo diferente de la del impresor, en el cual se requiere no menos inteligencia; pero como su ejercicio más penoso necesita de menos manos auxiliares, el número de sus aprendices es más pequeño, y por consiguiente lo es también el número de los maestros; lo que contribuye a dar más garantías de seguridad en el trabajo a los que a él se dedican.
He concluido la descripción del cuadro que se me ha encomendado. No me ha parecido oportuno continuar haciendo los detalles minuciosos de la carrera del Diablillo de la imprenta; mas si os place os referiré una anécdota interesante, que por acaso ha llegado a mis manos.
Víctor Hernández, gallardo muchacho en cuanto a sus facultades físicas, tenía un corazón noble y generoso, que se conservaba puro a pesar de participar inmediatamente de las irregulares costumbres de los aprendices de imprenta, como que era uno de ellos, y tenía precisión de asociarse a los demás en sus multiplicadas travesuras. Víctor había cobrado afición a la lectura: en cuantos papeles podía haber a la mano, cualquier rasgo de generosidad —30→ descrito en ellos le entusiasmaba. Su alma dispuesta a recibir las bellas impresiones de la virtud y del heroísmo, se inflamaba prontamente con la idea de toda buena acción. Sentía los efectos de tales inspiraciones; mas no podía explicarlos con claridad, porque su obscura educación le privaba de los medios de efectuarlo; sin embargo; alguna vez el lenguaje elocuente de los hechos revelaba las interioridades de su alma.
En la misma casa donde habitaba la familia de Víctor vivía también un joven, cuyas costumbres y modales llamaban la atención por la singularidad que ofrecían a la vista de los vecinos. Juan, que así se llamaba el joven de que hablamos, salía todas las mañanas a las nueve de su cuarto, volvía a las cinco de la tarde, y se encerraba en él hasta las nueve de la mañana siguiente. Grave y silencioso sin dejar de ser atento, rehusaba al parecer el trato familiar de los vecinos, circunstancia que aumentaba la curiosidad de los mismos y en particular la de Víctor, que no perdía ocasión de entablar conversaciones con el joven misterioso. Si éste alguna vez se asomaba a la ventana, Víctor le saludaba en el momento, y otro tanto hacía, cuando por casualidad lo encontraba en la escalera o en la calle. «Buenos días, señor don Juan, ¿cómo está usted? ¡Hace un día hermoso! ¿Irá usted a dar un paseo, eh?» El joven contestaba con pocas palabras, pero con sonrisa agradable a las insinuaciones amistosas de Víctor, y se separaba de él tan luego como le era posible. Don Juan estimaba en bien poco sin duda el trato con la vecindad. Víctor había observado más de una vez a deshora de la noche y al través de las cortinas de muselina que don Juan escribía sin cesar a la luz de una vela. No faltaba otra cosa para aumentar en el bello corazón de nuestro aprendiz el sentimiento del interés generoso que aquel joven le había inspirado desde un principio. Este pobre hombre (decía Víctor) se está matando en trabajar, y ciertamente que le luce bien poco; ¿qué será lo que día y noche le ocupa? Si yo pudiera averiguarlo... mas no es fácil. Víctor a pesar de su imperfecta educación, sentía el respeto que merecen los secretos de los hombres, y respetaba también el sagrado del domicilio. Su curiosidad crecía por instantes, y ya iba perdiendo la esperanza de satisfacerla, cuando que las circunstancias decidieron lo contrario.
Hubo un día en que don Juan no salió de su cuarto: al siguiente sucedió lo mismo, y otro tanto observaron los vecinos tres días consecutivos, de modo que llegaron a recelar alguna desgracia. Víctor sobre todo estaba impaciente y afligido. Al fin llegada la noche del cuarto día, se resolvió salir por sí mismo de la cruel incertidumbre. Cuando todo estaba en silencio y la obscuridad reinaba en los diversos —31→ tránsitos de la casa, Víctor encendió una vela y se dirige a la puerta del cuarto del vecino. Llama por primera vez, y nadie le responde... vuelve a llamar... y tampoco... mira por el agujero de la llave, y observa que ésta se halla colocada por dentro. ¿Qué habrá sucedido? Forcejea y mueve con violencia la puerta, cuya madera vieja y carcomida, cede a los primeros impulsos, y se abre al fin. Víctor se avanza precipitadamente hacia el interior de la habitación... un espectáculo lastimoso se ofrece a su vista. Don Juan tendido sobre su lecho y privado de conocimiento, apenas da señales de vida: la palidez de su semblante, la frialdad de su cuerpo, todo indica que hace algún tiempo que se encuentra en tan lastimoso estado. Víctor conoce que en tan críticos instantes la situación del infeliz don Juan reclamaba algunos más auxilios, que los que puede ofrecerle su buena voluntad; corre con precipitación, avisa a su padre, y de acuerdo con él, principian a tomar disposiciones. A pocos minutos hicieron venir en médico, que declaró después del examen facultativo que la enfermedad de su vecino había sido producida por una suma debilidad, por inanición... ¡Inanición! -exclamó Víctor-, ¡y sin embargo se hubiera dejado morir entre cuatro paredes, sin llamar en su socorro a ninguno de los vecinos! Tal vez el orgullo... Al cabo de una hora y a consecuencia de los remedios que se le aplicaron, don Juan recobró el uso de sus sentidos; pero no tardó mucho en caer en un delirio espantoso: he aquí algunas expresiones que articulaba sin orden ni concierto en el incremento de la fiebre. «La gloria... sueño fugaz... morir tan joven... sin haber hecho nada... sin hallar un editor... una obra tan útil... el fruto de tantos desvelos... perecer conmigo... sin haber visto la luz pública...». Víctor cree haber comprendido la situación de aquel infeliz. Don Juan es sin duda uno de aquellos jóvenes amantes de la gloria que la buscan a toda costa; un autor, un poeta tal vez de aquellos que mueren de hambre, por carecer de un nombre ilustre en la carrera de las letras, sin el cual no habrá un impresor que se tome la pena de leer su obra, ni se atreva a correr el riesgo de imprimirla...
La calentura y los demás síntomas alarmantes de la enfermedad, principian a ceder al día siguiente, a beneficio del cuidado y de los medicamentos; sin embargo, aunque esto basta a concebir esperanza de volverlo a la convalecencia, no podrá menos de ser larga y penosísima. Entretanto, Víctor va a la imprenta todos los días una hora más pronto, y sale de ella una hora más tarde de lo que tenía de costumbre. La familia observa este exceso de aplicación, y espera de él algunas utilidades.
Sucedían los días a los días, las semanas a las semanas, y los meses a los —32→ meses, sin que el pobre don Juan pudiera levantarse de la cama. Llegó por fin el día apetecido, en que el facultativo le permitiera dar algún paseo por el cuarto. Los vecinos que durante su enfermedad le habían dado tantas muestras de aprecio, fueron a visitarle en el momento que supieron que iba a ponerse en pie. Don Juan débil como estaba, el primer paso que dio fue en dirección de la mesa de su escritorio... siéntase en una silla, y principia a registrar con impaciencia sus papeles: la agitación y el sobresalto se pintan de una manera lastimosa en su pálido semblante... continúa aún sus investigaciones, y luego que se convence de que el objeto de ellas ha desaparecido, dejando caer la cabeza sobre el pecho, prorrumpe en abundante llanto, exclamando entre sollozos con el acento de la desesperación: «Yo había compuesto una obra que era toda mi esperanza; mas durante mi enfermedad el manuscrito ha desaparecido; me lo han robado sin duda...». Al pronunciar estas palabras, Víctor que entra, le dice: «Nadie os ha robado el manuscrito, señor don Juan; yo lo he llevado para imprimirlo, y ya está; miradle encuadernado; forma un volumen regular. -¡Impresa! ¡Mi obra impresa! -¿Y cuál es el ángel consolador a quien debo tan grande beneficio? -Ninguno, señor don Juan; es obra de vuestro servidor. -¡Cómo! Yo te debo dos veces la vida, y quién sabe si mi celebridad. -Bien pudiera ser, señor don Juan. -¿Qué quieres decir con eso? -Que hay un cierto personaje que va con frecuencia a la imprenta y habiendo examinado ligeramente vuestra obra, dice que es de un mérito singular». Mientras don Juan examinaba una por una las hojas de su libro, los vecinos tenían fija su atención en Víctor, a quien su padre dirigió así la palabra. «-Ya conozco la causa que de dos meses a esta parte te ha detenido en la imprenta dos horas más de lo regular cada día. -Cierto, padre mío. -¿Y el papel? -Los tres reales que gano diariamente han sido destinados a este fin: la cantidad que faltaba, se ha cubierto por medio de una suscripción en el taller, a la que han contribuido todos los operarios». Al pronunciar estas palabras, un caballero entra, y dice a don Juan: «He tenido el gusto de leer vuestra obra, y vengo a proponeros la venta de ella». Don Juan aceptó inmediatamente... Luego que se hubo retirado, dijo a Víctor: «¿Cómo podré explicarte mi reconocimiento?: yo sé que no puedo ni debo hablarte de recompensa... -Tenéis razón, señor don Juan».
Esta primera producción colocó a don Juan en un lugar preferente entre los literatos; adquirió celebridad y está rico en el día: su amigo Víctor ha llegado a establecer una imprenta, donde se imprimen con elegancia y exactitud las obras que don Juan va dando sucesivamente al público. Víctor trabaja como para un amigo.
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Madrecita mía: ¡dos meses y medio sin verte ni recibir carta tuya! Sin duda que debes estar muy enfadada conmigo cuando me haces sufrir un castigo tan terrible. Razón tenía mi maestro cuando se compadecía de mí, al oír tus amenazas de mandarme a un colegio; sin embargo, mi primo durante las vacaciones hacía una pintura tan bella de la vida del colegial, que yo deseaba por instantes que llegase el día de tus amenazantes promesas. Ahora conozco bien que el colegio no es una cosa capaz de inspirar horror, ni tampoco digna de las alabanzas que Eduardo describía. Trabajo mucho más que cuando estaba en casa, y también como con menos frecuencia. Nuestro director dice, que esto es muy provechoso y casi indispensable para hacer progresos en el estudio; pero yo creo que ha de haber alguna otra razón que mi penetración no alcanza para tratarnos de esta suerte... Considera, madre mía que a las cinco de la mañana ya todos estamos en pie. Aquí todo se hace al toque de campana, levantarse, acostarse, entrar y salir de las clases en las salas de estudio y de repaso. El tiempo está dividido matemáticamente: un cuarto de hora se destina para el acto de levantarse, lavarse y peinarse, otro para el desayuno, otro para la merienda... todo se cuenta por cuartos de hora: mas en cuanto a las clases y al estudio no se escatima tanto el tiempo, la más pequeña es de hora y media. Por esta razón no he podido escribirte antes; sin embargo, tú no me creerás, yo bien lo veo, juzgarás que enredo tanto como en casa y que me he olvidado de ti. ¡Ah, no! Tenemos un profesor en extremo severo porque nada nos perdona, y no obstante, le aprecio y todos le apreciamos. Cuando digo que todos le apreciamos, —34→ podrá ser que me equivoque, porque has de saber que las clases del colegio se hallan divididas en dos bandos que mutuamente se hacen la más cruda guerra. En el uno se encuentran afiliados los muchachos de más aplicación, y que merecen la nota de buenos discípulos, a los cuales nos designan los contrarios con el nombre de fulleros; en el otro los holgazanes y revoltosos, a quienes nosotros llamamos bordoneros. Cuando por primera vez un alumno cualquiera verifica su entrada en el colegio, cada partido espera contarlo entre el número de sus adeptos, y emplea al efecto los medios necesarios. Los buenos discípulos le aconsejan y le dan avisos amistosos; los otros le hacen las promesas más lisonjeras, y si éstas no bastan, emplean las amenazas y le intimidan; entonces es cuando el nuevo colegial se ve precisado a figurar por el pronto en el partido de los revoltosos, y para no ser entre ellos el objeto de sus fiestas y sus burlas, tiene que pasar por ciertas pruebas que, dándole la reputación de valiente y travieso, sirvan a acreditar que es capaz de dar siempre un bofetón en cambio de un puñetazo, y de no ceder el campo a la razón en cualquier pelea. Entonces el nuevo alumno tiene ya derecho de alternar con los bordoneros, y es considerado como uno de ellos. Yo he pasado estos mismos trámites, pero si he adquirido la fama de muchacho de valor, ha sido a costa de ocho días de encierro, porque fuimos sorprendidos por el celador en el acto de la contienda.
En el colegio no es posible acusar a ningún condiscípulo, sin exponerse a sufrir las terribles consecuencias de la denuncia. Toda una clase se dejará castigar con resignación, antes que de ella salga ni un acento, ni una palabra, ni aun una seña que designe al único culpable. Los bordoneros nos proporcionan de vez en cuando escenas de esta especie, porque acostumbrados a la holganza, se emplean sólo en inventar diabluras. La otra mañana, por ejemplo, estábamos en la clase oyendo con atención las explicaciones del maestro, cuando el zumbido de un moscardón enorme nos hizo levantar la vista y observar con afán cómo buscaba un agujero por donde proporcionarse la salida. El profesor que llegó a advertirlo, quiso evitar nuestra distracción, y con un pañuelo pudo echarlo a tierra y ponerle el pie encima; mas no había concluido de despachurrarlo, cuando dos, tres, cuatro abejones más principian a volar por la sala, y después veinte, ciento y yo no sé cuantos, hasta que el zumbido desacorde de los moscardones, las risas de los discípulos, el chicheo y las voces del maestro, los estornudos de los unos y los chillidos de los otros, convirtieron por algunos instantes aquel sitio, destinado siempre al estudio y meditación, en un trasunto infernal de una casa de locos... imposible continuar la lección... al fin pasada aquella efervescencia, la —35→ voz del maestro se dejó oír, volvieron las cosas a su ser, y todos los individuos de la clase sufrimos un castigo general... tres días de encierro a pan y agua sin que se llegara a saber ni aun por eso quien fuera el verdadero inventor de aquella tumultuosa escena. Pero como ya he dicho, no todos los colegiales son de la clase de los bordoneros; los hay tan buenos y aplicados que es un gusto contarlos por amigos. Un colegial interno debe tener dos de éstos, uno que pertenezca a la clase de internos y otro a la de externos. En los casos de prisión o encierro, son estos últimos los que la Providencia tiene designados como conducto por el cual dirige sus auxilios al pobre prisionero; de otro modo sería imposible satisfacer ningún género de capricho en el centro de la prisión, porque cada censor es un Argos, y el censor es un ente que se reproduce y se multiplica, y que en todas partes se encuentra. Además, los vicecensores, los inspectores y hasta el cancerbero ejercen a la vez las funciones que les están encomendadas respecto a la policía interior del establecimiento. Supongo que ya conocerás que este último personaje de quien hablo es el portero del colegio, sin cuya anuencia no se puede pasar una esquela, ni el más pequeño regalo, ni aun los buenos días de nuestros padres. Aquí todo es contrabando, y el cerbero es el vista de la aduana. También tenemos nuestros ahijados y nuestros padrinos, y como supongo que desearás saber qué es lo que esto significa, no puedo menos de decirte, que ahijado entre nosotros es un amigo, un hermano que todo lo divide por partes iguales con su padrino, sus juguetes, sus aleluyas, todo es común para los dos. ¿No te parece agradable este mutuo convenio? Yo tengo también mi ahijado, es un buen chico, de mi edad, que entró en el colegio poco después que yo. Los demás le hacían la guerra e inquietaban sin cesar, hasta que tomándolo bajo mi protección, declaré solemnemente que el que le hiciese daño, desde luego sería enemigo mío, y que nos veríamos las caras; de entonces acá, ninguno le ha insultado. Yo le quiero porque me ha tomado tanto cariño, que sería ingratitud no corresponderle; además, como él no recibe regalos de su casa, me evita la molestia de tomar de ellos la parte que pudiera corresponderme, y la pesadumbre de no poder hacer otro tanto con él. Es tan económico, que desde que nos hemos unido, soy ya más rico que antes, tenemos un caudal regular de pelotas, de plumas y de estampas; en fin, mi compañero es para mí lo que tú eres para papá, el arreglo y economía de la casa. ¿Podrás creer que hay algunos colegiales, que hacen una especie de especulación con esto de los padrinazgos? Pues figúrate que estás oyendo el diálogo siguiente entre el especulador y el inocente condiscípulo. «-Enrique, tienes un hermoso juguete. -Sí, me lo ha mandado esta mañana mi mamá. —36→ -¿Por qué no me lo regalas? -Porque es mío. -Pues eres un mal compañero. -No, pero yo quiero conservarlo. -Está bien, pero cuando te acometen los otros muchachos, ya sabes que te defiendo siempre, en adelante te defenderás como puedas...». (El inocente chiquillo asustado con la amenaza, ya principia a dudar si capitulará o no.) «-Bien, vamos, pues te lo prestaré siempre que quieras. -Yo no puedo estar a cada instante pidiéndote esos favores, a Dios. -Oye, mira, ya te lo doy, tuyo es; pero me defenderás siempre, ¿no es verdad?» He aquí el negocio concluido. El pobre muchacho se queda con las manos vacías, aunque lisonjeado con la seguridad de la protección; sólo falta que reciba una prueba para conocer la falsedad del especulador padrino. Improvísase una pendencia, y éste toma partido a favor de su ahijado; pero aparenta dejarse vencer, y convenido con los otros, consigue aumentar la risa y el sarcasmo contra el sencillo dueño del juguete. Aún no te he hablado de la enfermería. La enfermería es el objeto de los afanes y de la esperanza de los bordoneros. Ir a la enfermería es para ellos ir al Paraíso, porque allí se pasa el día sin hacer nada, se levantan de la cama dos o tres horas después que el resto de los alumnos, y se acuestan dos o tres horas antes: por las mañanas se sirve leche con azúcar; en las comidas juegan manjares más delicados. El día en que después de mil tentativas inútiles, llega el holgazán a entrar en la enfermería, es el día de su triunfo. Nada le queda que desear, y los demás compañeros envidian su fortuna. No obstante, esta felicidad suele ser bien pasajera, porque rara vez se escapa a la penetración del enfermero la falsedad de las dolencias. En prueba de esta verdad, permíteme que te escriba una pequeña historia.
Uno de nuestros condiscípulos había alarmado varias veces inútilmente la tranquilidad del colegio con sus males de corazón, con sus cólicos, y con sus dolores terribles de cabeza; pero cierto día en que salió a comer en casa de sus padres, debió de cometer algún exceso, y se causó una indigestión. Quejose en realidad por la noche, y el médico del colegio fue a visitarlo, asegurando después que el muchacho estaba verdaderamente enfermo, y mandándole en seguida a la enfermería. A los dos o tres días ya la indigestión se había corregido; sin embargo, el real de corazón le repetía sin cesar, y no era posible siguiendo así, expedir el alta a nuestro enfermo. El enfermero, viejo astuto, que conocía bien las maulas de los señores bordoneros, hízose el desentendido de la picardigüela: lejos de echarla encara al paciente, en apariencia mostró sentimiento por su enfermedad; le previno que se acostase nuevamente, le hizo tomar algunas tazas de agua de tila, y trazó su plan curativo con aguas cocidas, caldos de pollo, y una lavativa por mañana y tarde. Julio (que —37→ así se llamaba el muchacho lo sufría todo con resignación filosófica, porque esperaba que había de llegar el día de la convalencia, y con ella la leche azucarada, el vino puro y bizcochos de canela; pero nada, el enfermero cada día se manifestaba más convencido del mal estado de la salud del pobre chico. Cansado ya éste de sufrir sin conseguir su objeto, se atrevió a insinuarle que se encontraba mejor, que iba adquiriendo apetito, y que de buena gana comería un poco. El enfermero entonces le aseguró que se equivocaba, que aquel apetito era ficticio, ocasionado por la calentura, y al decir esto prorrumpía en expresiones de compasión. Dos días más pasaron, y Julio hizo saber al médico que se sentía ya aliviado hasta el extremo de tener hambre. El enfermero perseverante en sus trece, le aseguraba más y más, que estaba equivocado, que lo que él quería, podía serle perjudicial, y que por consiguiente no alteraría en nada por entonces el plan establecido. Seguía pues alternativamente el orden de los medicamentos, agua de tila, caldos y lavativas... Julio ya no podía sufrir más, ignoraba cómo salir de tan grande apuro. Vuelve a manifestar al enfermero que se hallaba ya perfectamente bien, que el único mal que le aquejaba era el hambre que padecía, y que si no estaba decidido a hacerle perecer de necesidad, podía darle de alta en el colegio... No, señor, le respondió el anciano astuto; pero si es verdad que os encontráis tan bueno como decís, os permitiré bajar a la clase y al refectorio. Julio reflexionó entonces que le habían conocido; y sin aguardar a oír por segunda vez la relación, sale de la enfermería, y dando saltos de contento, se dirige al refectorio, donde hecho dueño de un pedazo de pan, principia a devorarlo con ansia. Tal era el estado de la necesidad estomacal de Julio. Las lavativas y los jaropes habían durado ocho días, sin haber estado enfermo ni uno solo, y lo cierto es, que desde entonces acá la enfermería se encuentra desocupada siempre.
Lo que es curioso y digno de observación, es un día de salida general del colegio: desde bien temprano presenta su interior un aspecto del todo diferente al de otros días. No hay más que ver un colegial para saber al instante, si es de los que salen o de los que se quedan. Los señoritos cuyos padres habitan la misma población, se dejan conocer, porque lo primero que se procuran por medio de un colegial externo, es, un bote de pomada, y uno pequeño de bola para dar lustre a los zapatos. El uno se improvisa una almohadilla de papel, que sirva de base a su corbata, el otro busca aquel mismo papel poco después inútilmente para limpiar en él las tenacillas con que ha de rizarse sus cortos cabellos. Los semblantes se observan o bien alegres o bien tristes... alegres los de aquellos que deben salir al instante; tristes los que sin estar castigados no —38→ pueden salir del colegio, porque los infelices muchachos no tienen en la ciudad parientes ni amigo alguno. Cuando el cerbero se presenta en la puerta de la sala para pronunciar un nombre, todas las miradas se dirigen hacia él. En aquel instante no es ya el cerbero: es Juan, el buen Juan, y Juan sabe aprovechar la ocasión para darse importancia: este día es el de su desquite, el de su revancha; porque has de saber que es indispensable tener contento a Juan en un día de salida. Se puede muy bien pasar sin dilación el recado competente, y también puede, que es lo más atroz, contestar a la madre que va por su hijo: «Señora, el pobre niño está castigado con la pena de retención»; y de esta manera convertir en tristeza y pesar la alegría de un pobre colegial, que espera la llegada de su madre. Este proceder de nuestro portero, se había hecho ya notorio, y Juan ha sido relevado en este día del cargo que ejercía. Creyó que los actos de venganza podrían presentarse siempre como muestras de su celo, pero se engañó, ya vez, era un error.
Madrecita mía: por mí, por tu pobre hijo, que hace ya dos meses te espera inútilmente, y siente palpitar su corazón, cada vez que el cerbero se presenta. Ven ya, cada día que pasa, me hago la ilusión de que habrás perdonado ya mis errores, y que es mi nombre el primero que se va a dejar oír. Mas ¡ah! ya hace cuatro días que no me es posible contener las lágrimas, cuando llegan las dos de la tarde, porque cuatro días de salida han pasado sin que te haya llegado a abrazar. ¡Oh! yo daría cuanto hay en el mundo por verte pasar por la calle siquiera. Dilo, madre mía, ¿no es verdad que el domingo próximo te podré abrazar? ¡Día de ventura! ¡Dios mío! Me parece que no podré separarme de tu lado ni un solo paso. ¡Con esta idea tiemblo de alegría! Ven, ven, madrecita, tú no querrás que muera de inquietud y de pesadumbre, un hijo que tanto te ama; y al que estoy seguro amas tú también al mismo tiempo, con el afecto más cordial y sincero.
Tu hijo Luis.
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Ya se sabe que en las escuelas públicas suele confiarse la instrucción de una sección o de una clase a cualquiera de los niños perteneciente a la inmediata superior, y que este niño es conocido entre nosotros con el título de Instructor, Inspector o Monitor, según los diversos sistemas establecidos en ellas. De todos modos este es un cargo honorífico debido sólo al mérito y a la aplicación. El niño que escucha con cuidado las advertencias y los consejos de su maestro, que aprende bien su lección, que constantemente asiste a la escuela, que por su afabilidad, su modestia y su buen carácter, así como por el aseo y limpieza en el cuerpo y en el vestido, se distingue de los demás, puede esperar verse condecorado un día con el cargo envidiable de Instructor. Verdad es que no por esto se exime del estudio que le corresponde según el grado de instrucción en que se encuentra; antes bien debe redoblar sus esfuerzos para presentarse siempre a sus condiscípulos como modelo de laboriosidad y de constancia en el estudio. En recompensa de este doble trabajo disfruta de la consideración y del aprecio de su maestro: ejerce las funciones de éste cuando no se encuentra delante, como que le representa, y es en realidad su inmediato delegado.
Teodoro a quien vosotros conocéis, entró en una escuela a los diez años de edad, porque la ignorancia de sus padres que pertenecían a una clase infeliz, les había hecho desconocer hasta entonces los bienes que su hijo pudiera reportar de su primera educación, y —40→ porque en aquella época no era conocido todavía el establecimiento de las escuelas lancasterianas, a las que concurren en el día infinidad de niños de tierna edad, que sin ellas vagarían abandonados por las calles y expuestos a la intemperie y otras muchas contingencias de que el patriotismo y la filantropía de muchos particulares y de una corporación ilustre, les han precavido con la instalación de los asilos indicados.
Teodoro por tanto había pasado los primeros años de su infancia entregado, por decirlo así, al cuidado de la naturaleza. Desatendida absolutamente su educación física, viciada por el mal ejemplo de sus ignorantes padres su educación moral, entorpecido por ambas razones el desarrollo de su entendimiento, había llegado a la edad de diez años como queda dicho, y avocado a otra edad en que necesariamente la ignorancia y el error le hubieran lanzado en la carrera del crimen, continuaba hecho un holgazán, sin ejercitarse sino sólo en ciertas travesuras que sus incautos padres aplaudían.
El alcalde del pueblo en que habitaba había fijado su atención en esta familia, y desde luego creyó que haría un gran servicio a ella y al estado, procurando entregar al dominio de la educación aquel niño que de otro modo sin duda hubiera sido víctima de la ignorancia y del infortunio. Amonestó y reconvino a los padres para que mandasen a su hijo a la escuela, lo que se verificó en efecto. Teodoro no obstante tenía un fondo de honradez, que explotada hábilmente por su maestro, produjo los resultados más ventajosos. Las máximas de sana moral, los principios de verdadera religión, las reglas de urbanidad y de política, todo se iba grabando en su corazón y en su memoria a proporción que hacía progresos en su instrucción literaria. Bien pronto tan recomendable conducta le proporcionó el más distinguido aprecio del profesor, y fue elegido por el mismo para el cargo de Instructor con destino a la clase de los principiantes. Teodoro sin embargo pertenecía ya a otra más adelantada en que se ejercitaba con esmero diariamente antes de la hora de emplearse en enseñar el alfabeto y las sílabas a sus pequeños condiscípulos. Causaba no menos admiración que entusiasmo ver aquel muchacho que antes era el más enredador y travieso, ejerciendo entonces, aunque en línea muy inferior, el magisterio de primeras letras. La afabilidad con que trataba a los niños más pequeños confiados a su cuidado, la paciencia con que repetía las sílabas que equivocaban, la dulzura con que les corregía y el interés que se tornaba en su instrucción, hacían en la clase que se confiaba a su cuidado inútil la presencia del maestro, que a cada paso le colmaba de elogios y premiaba distinguidamente su mérito y aplicación.
De instructor de la primera clase pasó a ser Repetidor, a la vez que adelantaba —41→ en las clases de sus particulares estudios. Teodoro era en realidad el Instructor perpetuo de la escuela. Inútil es advertiros que jamás fue reprendido ni castigado públicamente, porque ya sabéis que los niños investidos de este carácter, deben conservar inalterable su prestigio, a cuyo fin son tratados con cierta consideración hasta por el profesor mismo: de suerte que la primera falta que cometen basta a privarlos del honroso cargo de Instructor, imponiéndoles después la pena a que se hayan hecho acreedores.
Teodoro había adquirido a los tres años de estar en la escuela los conocimientos elementales más necesarios en el trato social, y sobre todo una forma de letra gallardísima, que llamaba la atención de cuantos habían visto sus planas.
Los padres, siempre pobres, carecían de los medios de proporcionarle una carrera análoga a la instrucción preliminar que había adquirido y a las buenas disposiciones con que contaba; ni se hubieran tomado mucha pena por ello, aunque los tuvieran, porque no habían tocado todavía los beneficios materiales de la instrucción primaria.
Cierto día vieron entrar en su humilde habitación un caballero que por la elegancia de su traje y nobles maneras daba a conocer la distinguida clase a que pertenecía. Preguntó desde luego por Teodoro, y manifestó deseos de llevarlo en su compañía para proporcionarle en su misma casa una decente colocación, con cuyo producto podría atender por el pronto a sus primeras necesidades, y aun a contribuir a mejorar la infeliz suerte de su familia. Si sorprendidos estaban los padres de Teodoro al oír de boca del desconocido tan lisonjera oferta, no lo quedaron menos al ver que al despedirse de ellos llevándose al muchacho, les entregase un bolsillo con algunas monedas, diciéndoles: «Teodoro es un niño muy apreciable por su aplicación y sus virtudes; lee y cuenta muy bien, y sobre todo tiene una gallardísima letra. La educación es quien ha producido estos beneficios; por ella vendrá a ser Teodoro un día el consuelo de su familia, la delicia de sus amigos y quién sabe si el apoyo de su patria de otro modo; acaso el infeliz hubiera perecido de miseria, y ustedes tendrían que llorar toda su vida.
Desapareció el desconocido, llevándose a Teodoro con el beneplácito de sus padres, después de haberle dejado las señas de su habitación. En otro cuadro veremos a este niño en situación muy diferente de la en que lo hemos visto de Instructor.
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El conde de la C. habitaba en una casa magnífica en México. Poseía grandes riquezas, y tenía para el manejo de sus intereses, su secretaría correspondiente con varios dependientes, su contador y su mayordomo. Sin embargo, necesitaba del auxilio de un joven a quien pudiera confiar los negocios más secretos de familia, y que a una forma de letra correcta y cursiva, uniese la honradez y la prudencia necesarias para el desempeño de tan delicado cargo. Este conde era aquel mismo personaje que había sacado a Teodoro de la casa paterna para hacer su felicidad, y Teodoro fue elegido para las funciones de secretario.
Desde el instante en que Teodoro tomó posesión de su nuevo empleo, fue más bien que el dependiente de la casa del conde, el amigo del mismo. El trato afable y cortés del conde le hacían apreciable aquel género de vida, al mismo tiempo que su gratitud, su actividad y su celo le aseguraban cada vez más en la posesión de la confianza de su protector. Teodoro estaba encargado de la correspondencia privada del conde, y del curso de los diversos expedientes, que relativos a sus intereses pendían en los tribunales. En una palabra, era el escribiente, el secretario y el agente general del conde.
Con el sueldo pequeño que desde luego le fue señalado, socorría las necesidades de sus infelices padres, y se equipaba de cuanto era preciso para presentarse en la calle con un traje decente.
Todas las mañanas entraba temprano en el despacho del conde, y después de escribir algunas cartas que él mismo le dictaba, salía a averiguar el estado de los expedientes, y llevaba los atrios a —43→ recoger la firma, unas veces del procurador y otras del abogado, con lo que activaba notablemente el curso de los negocios. Si algún rato le quedaba desocupado en leer y en estudiar cosas que pudieran serle de grande utilidad, cuya calificación era hecha previamente por su principal, como hombre entendido, y tan entusiasta por los progresos de la educación, como habréis podido inferir de su noble comportamiento. Cuantos conocimientos eran aplicables a la edad y al estado de Teodoro, otros tantos le procuraba el conde, pagando los maestros que le enseñaban, y dándole los libros indispensables. Estudió gramática latina y luego filosofía... graduose después de bachiller, haciendo los ejercicios literarios más brillantes que se habían visto hasta entonces en la universidad, y en seguida emprendió la carrera de leyes, bajo los mismos auspicios de su protector, y sin desatender, por supuesto, las obligaciones de escribiente. Cuando el estudio se toma con afición, no es molesto ocuparse de alguna otra cosa a la vez: ya sabéis vosotros que muchos estudiantes cuyas familias no pueden suministrarles los recursos necesarios para vivir, adoptan el de ponerse a servir en cualquier casa principal, con la condición de que les permitan emplear en el estudio de su carrera las horas indispensables. Pues bien, estos infelices que a tanta costa adquieren su instrucción, y que tantos malos ratos y tantos sacrificios hacen por obtenerla, son por lo general los que más adelantan. Conocen que la educación es su único patrimonio, y como no tienen padres ni hermanos que los cuiden y acaricien como vosotros, redoblan sus esfuerzos de una manera prodigiosa, hasta salir con el auxilio de la educación, del estado de dependencia en que se encuentran.
Teodoro se hallaba con corta diferencia en semejantes circunstancias; pero su natural aplicación al estudio le hubiera hecho seguramente aun en cualquiera otro caso un escolar distinguido.
Llegó al término de su carrera, habiéndose hecho cada día más digno del aprecio de su principal. Los conocimientos que había ido adquiriendo durante sus estudios en la ciencia del derecho, le sirvieron de mucho para el manejo de los negocios contenciosos del conde, quien conocía palpablemente las ventajas que le resultaban de haberlos fiado desde un principio al celo, actividad e inteligencia de Teodoro.
Graduose de licenciado, y obtenido el título, instaló su bufete, siempre bajo la protección del conde, que agradecido a sus buenos servicios, se había propuesto no abandonarle jamás. La fama de Teodoro se había generalizado, porque su voz enérgica se oía de continuo en los estrados, y en defensa de la inocencia y de la razón penetraba hasta el corazón de los jueces. Teodoro era ya un gran abogado, y había principiado a hacerse rico. Sus padres habían mejorado notablemente de situación, porque Teodoro les había proporcionado recursos para comprar unas tierras y hacerse propietarios. Entonces conocieron los beneficios de la educación: recordaban con placer las advertencias y los consejos del señor alcalde, y se reprendían a sí mismos el descuido de no haber mandado antes a su hijo a la escuela.
No tardó mucho Teodoro en ser nombrado —44→ juez de la audiencia, porque sus méritos particulares y las relaciones del conde le proporcionaron en breve el elevado carácter de magistrado. Entonces le fueron más que nunca útiles las ideas provechosas de sana moral que había adquirido siendo niño, en la escuela de primeras letras.
Hallábase cierto día como juez competente en la vista de un proceso, formado contra dos hombres criminales, acusados de haber causado fraudulentamente la ruina de una familia respetable. Desde el momento en que el relator principió la lectura del extracto de la causa, notose en el semblante de Teodoro la impaciencia y la agitación de que estaba poseída su alma. Escuchó sin embargo a éste, al fiscal y a los abogados, y concluido el acto, quedó solo con los demás jueces para pronunciar la sentencia, que fue como era de esperar arreglada a justicia, mandando la devolución de los intereses usurpados a su dueño respectivo, y castigando con una pena correccional, más el pago de las costas del proceso, a los usurpadores. Teodoro se retiró a su casa con la satisfacción de haber administrado justicia, devolviendo a una familia apreciable los bienes de su fortuna; mas todavía sentía él en su interior una satisfacción doble, hija de algo más que de un feliz presentimiento. Al siguiente día un anciano respetable llama a la puerta de Teodoro. Era el hombre honrado a quien en un acto de justicia acababa de devolver los bienes de su fortuna, y con ellos el reposo de su vejez. El deseo de dar gracias a un juez que tan bien había sabido comprender los deberes de su ministerio, era el que le había movido a dar aquel paso de pura atención y cortesanía.
Teodoro en vez de esperar que el anciano entrase hasta su bufete, para recibirlo con la gravedad y la etiqueta que reclamaba la dignidad de su estado, corre presuroso a su encuentro, y le recibe en sus brazos. El anciano sorprendido de tan inesperada demostración, no sabía qué hacer ni qué decir, hasta que Teodoro conmovido exclamó: «¿No os acordáis de aquel Teodoro a quien con tanta afabilidad y con tanto cariño enseñasteis las primeras nociones de su educación? Vos erais mi maestro cuando yo obtuve en la escuela el cargo de Instructor: vos imprimisteis en mi alma los sentimientos de honradez y de virtud que me acompañarán hasta la tumba: vos establecisteis la base de mi carrera, y haciéndome entrar en la senda del deber, inspirándome afecto al estudio y estimulando mi aplicación, hicisteis de mi ser que apenas tenía de racional más que la figura, un hombre moralmente perfecto: me arrancasteis de la miseria y de la ignorancia, y tal vez de los brazos del crimen para hacerme apreciar los conocimientos humanos, las excelencias de la religión y de las virtudes sociales: por vos disfruto en el día de bienes y de honores: por vos viven cómodamente mis queridos padres: por vos existo, mi amado maestro, y por vos, en fin, he tenido la dulce satisfacción de contribuir a que se os administrase pronta y recta justicia. Nada tenéis que agradecerme; he cumplido mi deber: ahora pensad en qué podré seros útil particularmente». Entráronse ambos al cuarto de Teodoro, donde se reprodujeron las demostraciones de recíproco afecto, y las consideraciones más filosóficas sobre la importancia de la primera educación, y el aprecio y respeto que debemos siempre a los maestros de quienes recibimos tan inapreciable beneficio.
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Ya recordaréis que Bautista, el pequeño saltín-banqui, volatín, fue arrancado de su posición desgraciada y dedicado al estudio de la declamación.
Precisado yo a describir la historia del joven cómico, pude conseguir de mi padre, que mediante sus relaciones obtuviese para los dos billetes de convite a la función dramática, que la noche del segundo día de la Pascua iban a ejecutar los alumnos en un colegio: el teatro, nada tenía de particular, porque aunque decentemente adornado e iluminado con profusión, no pasaba de ser una sala dispuesta a este fin, con la diferencia de que no presentaba la forma semicircular de los otros teatros públicos. La orquesta dio principio a una agradable sinfonía, y se levantó el telón. El drama que se ejecutaba era Florentina, pieza en un acto; Bautista que hacía el papel de don Fabián, me parecía en aquel momento tan tímido y entrecortado, que me hizo dudar por el pronto del buen éxito de su empresa a aplaudirle estrepitosamente, y muchos de los circunstantes que sin duda habían comprendido mi intención, hicieron otro tanto.
Bautista cobra ánimo de repente y adquiere la energía que la timidez le había embargado. Nuevos aplausos suenan después; pero entonces eran ya merecidos. Bautista iba sacando todo el partido posible de su papel, y hubo escenas en que se manifestó tan poseído del carácter y de la situación que representaba, que no pudo menos de parecer sublime a los ojos del público. La pieza continuó y se concluyó a satisfacción de todos, y Bautista fue nuevamente aplaudido al fin y coronado en medio del escenario. Este es el premio más estimable para cualquier actor.
Salimos del teatro muy complacidos, y como yo —52→ manifestase a mi padre deseos de dar la enhorabuena a Bautista, me condujo al vestuario de los cómicos, donde al momento encontré al joven actor: Bautista, mirado de cerca, no parecía el mismo que acababa de salir de las tablas. Aquel color exagerado que daba a su semblante en la escena el carácter de una edad provecta, no era otra cosa que el resultado de una porción de líneas pintadas hábilmente en su cara, para designar las arrugas que produce la edad en el rostro de los hombres. El sonrosado de sus mejillas estaba sostenido por otros toques de pintura, que no eran en realidad sino dos manchas encarnadas que contribuían a dar a su fisonomía, considerada de tan cerca, el aspecto más ridículo. Otro tanto se observaba en los adornos de su traje. Lo que parecía desde la luneta oro puro y resplandeciente, aquellos galones y exquisitos bordados, eran sólo tejidos dorados de lo más ordinario que se fabrica. A pesar de todo, mi diestra no tardó en enlazarse con la de nuestro cómico, para asegurarle la satisfacción con que había presenciado la función en que él había tenido tan buena y acertada parte. Bautista correspondió finamente a estas demostraciones afectuosas, y yo le repetí la enhorabuena. Le preguntamos si estaba contento de su nueva carrera.
«Mucho más de lo que podéis figuraros, nos dijo: La dicha de que disfruto en el día me hace conocer con toda exactitud el grado de desventura a que me habían conducido las funciones de volatín: ¡Qué diferencia! cuando considero aquella situación y la comparo con la presente, no puedo menos de dar gracias al cielo por haberme proporcionado un cambio de fortuna tan apreciable. Aquí soy tratado con decoro y con dignidad: no me veo obligado a ser el objeto de la risa estrepitosa de un público ignorante, o de los dicterios y las insolencias a que con frecuencia se entregaba el mismo. Tampoco me mortifica el carácter brutal de aquel Maese Micou que comerciaba tiránicamente con la delicadeza y el amor propio de los que estaban bajo su dirección. Aquí tenemos la seguridad de ser elogiados cuando lo merezcamos, al mismo tiempo que de reconocer nuestros errores artísticos; mediante una prudente crítica. El público ante quien nos presentamos es circunspecto y tolerante. Para obtener su aprecio hacemos nosotros los esfuerzos más considerables, porque ya conocéis que nuestra corta edad ofrece dificultades casi insuperables para conocer y entender bien el espíritu del diálogo, penetrando en la mente del autor, hasta dará sus intenciones la expresión que él mismo ha concebido. Las inflexiones de la voz, la posición escénica, la variación del semblante, todo está sujeto a ciertas reglas que deben tenerse presentes, y cuya aplicación con sus correspondientes modificaciones tiene por base la inteligencia del actor. Pero con el auxilio de nuestros maestros que nos —53→ presentan a cada paso por modelo a los sabios artistas, procuramos seguir sus pasos, y a fuerza de estudio y de trabajo adelantamos en esta carrera. Considerad cuánto será preciso trabajar antes de conseguir que cada discípulo comprenda bien el momento en que debe salir o entrar en la escena con arreglo a la pieza. Por eso es tan difícil el éxito de cualquier representación, y cuesta tanto trabajo el infundir en todos los personajes aquella unidad que forma la ilusión del teatro y el interés de los espectadores. Hasta el apuntador ha de observar sus reglas particulares, y sobre todo no ha de pronunciar una palabra que no sea de la relación, ni interrumpir ni alterar el orden del diálogo. Cualquiera advertencia que haga a un actor, cualquiera expresión que le sugiera la impaciencia, puede comprometer el éxito del drama y aun la reputación del cómico. Días pasados uno de mis condiscípulos (continuó Bautista) se hallaba en la escena, y en lo más interesante del diálogo le abandonó la memoria y se quedó parado. El apuntador le dio la palabra por dos veces; pero sea que la turbación no le dejase comprender, o que no llegase a su oído realmente, lo cierto es que el pobre muchacho permanecía sin acertar a pronunciar una sílaba, hasta que el apuntador algo incomodado le dijo en tono más subido, "vamos bobo", y vamos bobo repitió el muchacho en el tono de su declamación, sin reparar en que aquellas palabras, lejos de ser de la comedia, sólo podían referirse a él personalmente. El público prorrumpió en una carcajada estrepitosa, y el desgraciado muchacho conoció, aunque tarde, su funesta equivocación».
«Vosotros los estudiantes, si adquirís un premio, si habéis obtenido la nota de sobresaliente en un examen, habréis observado que vuestra gloria no sale de entre las paredes de la cátedra sino para fijarse en el círculo de vuestra familia. Nosotros cuando nos presentamos al público poseídos del papel que cada uno representa, y con la soltura y el desembarazo que son propios de esta seguridad, no sólo conseguimos el aprecio de nuestros maestros, sino también el aplauso y los elogios de infinidad de personas que en saliendo del teatro trasmiten de boca en boca nuestro nombre. El cómico es el artista privilegiado que a cada momento tiene la ocasión de hacer conocer su instrucción particular y sus buenos modales; con una y otra circunstancia puede captarse la benevolencia del público, que le paga y le aplaude a la vez. Pasaron para no volver jamás aquellos tiempos de triste recuerdo en que esta profesión honrosa y distinguida era mirada con insultante desprecio: hoy se hace justicia al mérito donde se encuentra».
Así se explicaba nuestro joven cómico acerca de la carrera que había abrazado: así demostraba la afición con que la había emprendido y la fe que tenía en el porvenir. Acabada esta relación que —54→ habíamos escuchado con complacencia, nos condujo al interior del escenario, cuya vista produjo en mi alma una impresión que no acertaré a explicar. Aquella perspectiva suntuosa que yo acababa de admirar desde mi asiento en el salón, no era más que un conjunto desordenado a mi parecer de gruesas pinceladas que hacían de cerca un efecto desagradable; aquellas hermosas macetas del jardín, eran unos borrones asquerosos. Aquella montaña que se divisaba en lontananza, y cuya cumbre parecía elevarse hasta el cielo al través de un horizonte delicioso, era una línea irregular que yo tocaba con el dedo y no pasaba de la altura de mis hombros. Todo era allí tosco e imperfecto. La maquinaria que yo suponía un portento maravilloso, estaba reducida a una infinidad de cuerdas, poleas, bastidores y telones de lienzo ordinario. Fuera de la escena, en la parte interior, había grande oscuridad, algún cabo de vela de sebo suministraba escasa luz en determinado sitio; lo demás se hallaba como en tinieblas... Tal era la vista interior del teatro. Confieso que mi ilusión quedó desvanecida, y perdí la esperanza de volver a encontrar placer en la representación de una comedia. Sin embargo a pocos días tuve ocasión de volver al teatro, se ejecutaba una función nueva, en la que Bautista también hacía su papel, y no obstante quedé muy complacido: la imaginación, preocupada de las impresiones que le eran trasmitidas por la vista del momento, no daba acogida a la idea que había formado anteriormente, y yo disfrutaba de la misma ilusión, del mismo efecto que la vez primera.
Por desgracia, dentro de poco tiempo aquel establecimiento donde Bautista recibía su educación, dejó de existir. Bautista no hubiera salido jamás de la esfera de un miserable y ridículo payaso... mas con el auxilio de una educación especial vendrá a ser un cómico de reputación distinguida.
La aplicación, la laboriosidad y el amor al estudio obtienen siempre una justa recompensa.