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Los niños pintados por ellos mismos

Manuel Benito Aguirre



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ArribaAbajoEl editor

La educación de la tierna niñez ha sido siempre uno de los objetos de mis más fervientes deseos: si mis luces y mis proporciones hubiesen igualado al menor de ellos, habría contribuido eficazmente a sus mejoras y progreso, pero ya que no puedo aspirar a ser uno de los artífices del grandioso edificio que otros hombres filántropos comienzan a elevar a la patria, séame permitido al menos contribuir con una piedra para los materiales destinados a su construcción.

He oído lamentarse con frecuencia a personas inteligentes de la falta casi absoluta en nuestro país de libros adecuados a la inocencia y sencillez de los niños, y habiendo llegado a mis manos la obrita titulada: Los niños pintados por sí mismos, no he dudado un momento hacer una impresión de ella, como el obsequio más útil que podía proporcionar a la niñez mexicana.

Desde luego advertí, que para la más extensa difusión de la obra, cuyo mérito se da a conocer desde luego con la sola lectura de la «Advertencia preliminar», era indispensable disminuir un poco su volumen para poder hacer más general su adquisición; así como también evitar algunos provincialismos, frases y palabras que harían poco inteligibles algunos pasajes a la generalidad de nuestros niños.

Refundida así, y hasta cierto punto nacionalizada la obrita, he dispuesto darla por suscripción, bajo el concepto de que si mereciese la aceptación de los padres de familia interesados en la educación de sus hijos, habrá quedado satisfecho completamente el anhelo de

Vicente García Torres.



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ArribaAbajoAdvertencia preliminar

La necesidad de difundir la instrucción por todas las clases de la sociedad, está ya afortunadamente demasiado reconocida para que nadie se atreva a contrariarla, ni tenga que ser comprobada. Pero la base de toda instrucción es la enseñanza primaria, y extender ésta, prodigarla y hacerla fácil en todas sus partes, es un deber imperioso del gobierno y una obligación de todos los que a ello contribuir puedan. Uno de los medios para lograr tal fin, es sin duda la publicación de libros que reuniendo a las lecciones de la más pura moral, la sencillez y el halago de inocentes entretenimientos, puedan entregarse a los niños con la seguridad de que les inspirarán buenos ejemplos y cautivarán su atención, mientras les sirvan para aprender y ejercitar la lectura. Tales son las consideraciones que me han movido a publicar esta obra, como una feliz realización del pensamiento indicado, y como una de las más capaces de producir el resultado apetecido. Describir la niñez en una serie de rasgos o artículos, cada uno de los cuales considera un niño en determinada profesión o clase de la sociedad; demostrar en ellos y hacer comprensible a la infantil inteligencia que en todos los estados es fácil, debido y útil observar las reglas de la sana moral, de la religión y de la buena crianza; presentar estos artículos como escritos por otros niños, y con la sencillez, candor y estilo de tales, y acompañar cada uno de los rasgos con una elegante lámina representando al protagonista de él; tal es el plan y desempeño de la presente obra, que por sí sola se recomienda, y cuya utilidad para las escuelas de primera educación nadie puede poner en duda.





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ArribaAbajoLa linterna mágica

Terminadas las vacaciones de Semana Santa, los alumnos de cierta escuela pública volvían a ponerse de nuevo bajo las órdenes de su director, que era un hombre de aquellos a quienes, en escaso número por desgracia, ha dispensado la naturaleza los dotes especiales, mejor dicho, el verdadero genio de la educación.

La apertura de un establecimiento de esta especie, después de vacaciones tan largas, es un acontecimiento de mucha importancia para el entendido maestro, que quiere dar señales de paternal afecto a sus queridos discípulos.

De este modo discurría el filósofo director de nuestro colegio, cuando rodeado otra vez de todos los alumnos, les indica que ha pensado solemnizar el día de su regreso a la escuela con un espectáculo agradable y sorprendente para ellos. La alegría que produce aquella gozosa impaciencia, tan propia de los niños, y que se aumenta por grados a proporción que se acerca el momento de satisfacer sus deseos inocentes, se veía pintada con claridad en los semblantes de los discípulos, convirtiéndose en regocijo general luego que oyeron de boca de su maestro que era la Linterna mágica el entretenimiento preparado. Algunos empero que entre ellos se preciaban de juiciosos y reflexivos, hubieran dado la preferencia tal vez a otro género de distracción menos pueril, porque ignoraban aún, que bajo la ilusión quimérica de una Linterna mágica, pudiera hallar su inteligente maestro un recurso eficaz para deleitar e instruir a la vez, a sus amados discípulos: Julio, José y Adolfo eran de este dictamen; mas sin embargo no osaban manifestarlo, y esperaban con cierto género de disgusto el principio de la fiesta: por el contrario los demás, impacientes hasta el extremo, contaban por minutos el   —6→   tiempo que debía transcurrir hasta la hora en que apareciese en escena la Linterna mágica. Uno de los salones destinados a la enseñanza, estaba en este caso especial dispuesto al objeto de la función: los personajes representados por la Linterna mágica, debían aparecer sobre un gran lienzo colocado en un testero del local. Llega la hora, y los alumnos precedidos de su maestro entran en la sala brincando de gozo, y van a colocarse en los asientos al efecto preparados. De allí a poco, al bullicio y alboroto ocasionado a la entrada, sucede el más profundo silencio; suenan tres palmadas, que era la señal convenida; apáganse las luces, y el director del espectáculo principia de esta manera.

«Caballeritos: Voy a tener el honor de enseñaros una Linterna mágica, que en nada se parece a las que suelen servir de diversión en las tertulias y en los teatros: no creáis que vamos a tratar del señor don Sol, ni de la señora doña Luna, ni de las señoritas Estrellas; por el contrario, otros personajes del todo diferentes, y mucho más interesantes, van a presentarse a vuestra vista: estoy seguro que no tendré necesidad de anunciarlos con sus nombres, porque los reconoceréis mejor que yo, puesto que vosotros me los habéis prestado».

EL DIRECTOR.-  Señores: Ved aquí un personaje que os es ya conocido.

 

(Aparece de repente sobre el lienzo una figura muy bien representada.)

 

TODOS LOS ALUMNOS.-  ¡El colegial! ¡el colegial!

EL DIRECTOR.-  Me alegro que le conozcáis; mas un poco de silencio, porque creo que él os va a dirigir la palabra.

EL COLEGIAL.-  Señores: nosotros nos conocemos ya bastante, ojalá que vosotros me hubieseis pintado con la exactitud que debiera esperarse de ese mismo conocimiento; pero observo que me habéis presentado mucho más sensible, mucho más amable, y sobre todo me nos distraído, menos revoltoso y menos holgazán de lo que yo soy realmente; sin embargo, conozco que nada de particular tiene esto, porque a la verdad mal hubierais podido presentar mis faltas sin apuntar ligeramente las vuestras. Me habéis pintado más bien como debiera ser, que como soy en efecto. Vuestra parcialidad me sirve en este caso de lección, y por no dar motivo a que nadie os eche en cara tan marcada inexactitud, os ofrezco que trataré en adelante de enmendarme, procurando imitar el retrato que acabáis de hacer de mí. Quien quiera que yo sea, lo cierto es que he obtenido el permiso de venir a visitaros esta noche, y agradecido a vuestras mercedes, me vuelvo a mi colegio.

 

(Desaparece EL COLEGIAL.)

 

LOS ALUMNOS.-  Sea en buenhora ¡Qué niño tan bien educado!

EDUARDO.-  Seguro estoy de que ese debe ser un excelente compañero.

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JOSÉ.-  Sin duda, pues ¿no has oído cómo nos elogia?

EL DIRECTOR.-  Atención: ¿observáis la mar embravecida, cómo juega con aquel navío, lanzándolo de una a otra parte con la velocidad y ligereza que lleva la pelota o el volante en vuestros juegos?

EDUARDO.-  En efecto, ¡una vista de mar! Pero tú no eres hijo, ni sobrino, ni el pariente más lejano de un marinero.

EL DIRECTOR.-  Ya el navío está desamparado de toda la tripulación; el furor de la tempestad se aumenta, es imposible que lo resista; el naufragio es eminente. ¡Cielos, mirad cómo se sumerge en el abismo de las aguas!

JULIO.-  Yo creo que no es exacta esa pintura.

EL DIRECTOR.-  ¿Por qué no? No es tan difícil la descripción de una tempestad: para presentarla bien, sólo se necesita un poco de memoria, y esto se encuentra en cualquier parte.

ADOLFO.-  Tendrás tus razones.

EL DIRECTOR.-  El equipaje se ha sumergido sin duda; mas no, yo creo ver, alguna persona nadando: sí, ¡helo allí! Mirad cómo avanza, ya se acerca: ¿lo conocéis por su traje?

TODOS LOS ALUMNOS.-  ¡El grumete! ¡el grumete!

EL GRUMETE.-  Ese soy yo, ¿y qué tiene de particular? ¿dónde está ese picaruelo de Julio que se propasa a hablar de la mar y a hacer mi retrato? Tengo que decirle dos palabras y...

JULIO.-  Aquí estoy, ¿qué me quieres?

GRUMETE.-  Dime, ¿dónde has visto la mar? ¿has saludado por ventura la ciencia del pilotaje? Marinero de agua dulce, ¿cuándo has visto el aparejo de un navío?

JULIO.-  Podrá ser que me haya equivocado al usar de una palabra, al pronunciar un nombre, pero creo que este no sea un gran crimen.

JULIO.-   (Resentido.)  Entre las reconvenciones de inexactitud que me diriges, hay una que olvidas, esta es, que he dejado de decir que te encuentras dotado de un desembarazo tal, que toca en grosería e insolencia.

LOS ALUMNOS.-  ¡Bravo! ¡bravo! Bien respondido.

EL DIRECTOR.-  Vean ustedes otro muchacho fuerte y ágil al mismo tiempo; el vigor natural parece que da impulso a todos sus movimientos, están impresas   —8→   en su cara las señales de la salud más completa. Su traje, el cayado que lleva en la mano, el mastín que duerme a sus pies y las ovejas que le rodean, todo, todo anuncia la clase a que pertenece.

ESTEBAN.-  Este es el pastor, le conozco muy bien, así como a Manuel y Andrés que vuelven la espalda.

EL PASTOR.-  ¡Oh! están sorprendidos de oír alabar con tanta eficacia una conducta que les parece simple y natural, porque en su concepto el autor de ese discurso ha exagerado las penas y los placeres de nuestra situación, que en general es más enojosa que fatigante, y más monótona que poética. El amor a su patria ha conducido por este camino la pluma del escritor novel, quien movido de tan noble sentimiento, se ha entregado sin duda al placer de hablar ventajosamente de su país y de sus compatricios. Por lo demás, le somos deudores de la exactitud con que ha pintado el carácter brusco, aunque generoso y casi indomable de los montañeses.

JOSÉ.-  Yo creo que el aprendiz no es el diamante de los artesanos.

JULIO.-  Sin embargo, yo opino que hay muebles más inútiles.

EL DIRECTOR.-  He allí un bosque magnífico poblado de grandes árboles: la frondosidad de sus ramas hace que entrelazadas mutuamente no puedan penetrar en él los rayos brillantes del sol; la oscuridad reina todo el día en las entrañas del monte: preciso es conocer bien todos sus senderos y revueltas, para no perderse en medio de ese fragoso laberinto. En el invierno la noche se anticipa extraordinariamente en este sitio: entonces los lobos salen de sus cuevas en busca de la presa ¡Desgraciado el montañés a quien anochece entre esos matorrales! Justamente dos niños se ven vagar a lo lejos por entre pino y pino ¿Si se habrán descarriado y marcharán los pobrecitos solos y sin guía al través de las malezas, rodeados de tantos peligros? No, que se dirigen hacia aquí.

EL LEÑADOR.-  En nombre de todos los leñadores de estos bosques, yo vengo a manifestar nuestra gratitud al caballerito Andrés, que ha conocido tan bien nuestra infelicidad y nuestros padecimientos, y que ha sabido describir con tanta propiedad nuestro carácter y nuestros trabajos. ¿Será posible que hayáis estado sin embargo demasiado lisonjero?

ANDRÉS.-  Tú eres el primero que se queja de esa falta.

LEÑADOR.-  Nosotros somos unos pobres pastores, señor, no tenemos reparo en decirlo, pero no podemos explicarnos con la claridad y buenas maneras que ustedes lo hacen.

ANDRÉS.-  Ya lo conozco; mas como nosotros escribimos para los niños de las poblaciones, hemos creído deber presentar vuestros propios sentimientos en el idioma más usual, a fin de no imprimir en su imaginación el recuerdo de expresiones, que aunque disculpables y   —9→   propias de vosotros, no lo serían tanto para ellos. La experiencia nos ha hecho conocer que los niños adquieren y se apropian con cierto afán de la idea de todo lo que les era antes desconocido, o que les parece notable y singular.

EL DIRECTOR.-  Así como el aspecto de tristeza y resignación que designan el carácter de ese niño que se presenta a vuestra vista.

EL EXPÓSITO.-  Es que me encuentro solo sobre la tierra; Dios me privó de mi padre y de mi madre el mismo día que nací, y el camino de la vida es bien triste, bien largo y espinoso cuando es preciso marchar por él siempre solo.

EUGENIO.-  ¿Por qué te desconsuelas?

EL EXPÓSITO.-  Ya comprendo cuáles son vuestros sentimientos hacia a mí, y el interés que os tomáis en mi triste suerte. Pero con la mejor conducta y la más sana intención, no es posible encontrar todos los días un caballero de vuestras circunstancias.

EUGENIO.  Cierto, mas si no siempre se presenta la fortuna, no es difícil poner los medios para encontrarla: se busca el aprecio, la consideración, la benevolencia de las gentes; en fin, nada debe dejarse de hacer en todo cuanto contribuir pueda a endulzar las amarguras de la vida.

EL DIRECTOR.-  ¡Mirad, mirad otro nuevo personaje!

EL MENDIGO.-  ¡Señor! ¡una caridad por Dios!

LOS ALUMNOS.-  ¡Este es el pobrecito!

EL DIRECTOR.-  ¿Por qué pides limosna, picaruelo? ¿Por qué no buscas en qué trabajar?

EL MENDIGO.  Porque me fastidia el trabajo, porque me gusta más correr a mi libertad por las calles y jugar con los otros muchachos las limosnas que recojo.

TEODORO.-  ¿Y no te avergüenzas de hablar de esa manera? Me arrepiento ya de haber querido tomar tanto interés por ti.

EL DIRECTOR.-  No habréis podido señalar con la marca de vituperio, que ciertamente merece la holgazanería y vagabundez que por desgracia es tan propia a la mayor parte de estos desgraciados; sin embargo, no os reprendáis por vuestra bondad de corazón: más vale disculpar a diez criminales, que condenar a un solo inocente.

UNA VOZ.-  ¿No es verdad, joven volatín?

VOLATÍN.-  De seguro habéis hablado como un libro, y tal debe ser sin duda el principio sobre el que Adolfo ha bosquejado el cuadro de mis costumbres.

ADOLFO.-  ¿Y qué os parece? ¿He comprendido vuestro carácter? ¿He descrito bien vuestras ocupaciones y vuestro género de vida?

VOLATÍN.-  Bastante bien en lo general; pero debo deciros que me parece que hay algo de exageración, mirándolo por el lado festivo o de ridículo.

ADOLFO.-  Está bien, mirad, pues recargando   —10→   el cuadro, apenas encontraba la verdad.

VOLATÍN.-  Corto es el cumplimiento; mas en cambio nada tiene de adulación: por lo demás podéis decir todo cuanto os dé gana; todo será poco en este día. Siento no poder hacer igual concesión al caballerito Julio: encuentro que ha recargado de verdad el retrato del cómico, principalmente cuando describe su carácter y sus costumbres.

JULIO.-  ¿Creéis que he cargado de verdad ese retrato, cuando digo que por lo general el cómico es amable y de una conversación que no cansa?

VOLATÍN.-  Yo creía que en esta parte estaríais enteramente en el centro de la verdad.

JULIO.-  No corre peligro que vos os lastiméis. Ello es natural: solemos hallar siempre exageradas y picantes las críticas más justas que se hacen de nosotros, al paso que apenas nos parecen justas las alabanzas más exageradas que se nos prodigan.

EL DIRECTOR.-  Ea, aquí tenemos al aprendiz de pintor.

EL APRENDIZ.-  ¡Dios mío! Sí, el aprendiz, la víctima del taller, el ridículo de los discípulos, el hazmerreír de los oficiales y de las criadas: para él son todos los enojos, todos los regaños, todas las cargas, todas las burlas que terminan desagradablemente; así es que yo os aseguro que los progresos artísticos son bien pequeños, bien diminutos, casi imperceptibles: a propósito, tengo que advertir al autor de mi historia, que ha unido de tal manera las épocas, que me hace pintar retratos en algunos meses, y se olvida que para entonces ya habían pasado más de dos años sin fruto. ¡Oh! la pintura no es un arte tan fácil cono se quiere suponer.

EL DIRECTOR.-  Ya que el autor del artículo en cuestión guarda silencio, y no trata de defenderse, le condenamos. ¿Quién será aquel picaruelo que avanza tan ufano con su gorro de papel?

JOSÉ.-  ¡Hola! Ya te conozco, es mi aprendiz de imprenta, mi héroe.

APRENDIZ.-  Por cierto que habéis tratado con mucha consideración a vuestro héroe: si os parece que os habéis hecho acreedor a mi reconocimiento por la manera con que habláis de mí, os aseguro que estáis muy equivocado.

JOSÉ.-  ¿Continúas haciendo estragos en la tienda del pobre comerciante?

APRENDIZ.-  Yo creo ahora que no se trata de eso: de lo que yo me quejo es, de los apodos ridículos con que me habéis designado, con una prodigalidad excesiva.

JOSÉ.-.  Y qué, ¿no he dicho la verdad acaso?

APRENDIZ.-  Sí, ya; pero es que todas las verdades no pueden decirse.

JOSÉ.-  Vean ustedes un argumento sin réplica.

EL DIRECTOR.-  Escuchad lo que dice este otro personaje.

EL HIJO DEL LABRADOR.-  Coles, lechugas,   —11→   nabos, alcachofas y cebollas, ¿quién compra, señores? Que las traigo como manteca. ¡Más qué es esto! Si no me engaño, aquí se encuentra el que nos ha retratado: sí, gracias por vuestras advertencias, que serían dignas de gratitud, si no las hicieseis pagar a un precio tan subido.

JOSÉ.-  ¿Y qué queréis decir con eso? No os entiendo.

EL HIJO DEL LABRADOR.-  Verdad que somos generalmente rústicos, insolentes y avaros, ¿qué otras cualidades más de esta especie queréis adjudicarnos?

JOSÉ.-  Hay labradores para todo, y yo no dudo que vos entraréis en el número de aquellos campesinos que carecen de alguno de los defectos que he designado como familiares a sus costumbres.

EL DIRECTOR.-  He aquí dos niños dignos de compasión: un sordomudo y un cieguecito; el primero, caballero Enrique, os mira con una sonrisa inocente y con la mano puesta sobre el corazón. Sin duda quiere manifestaros su gratitud y reconocimiento. El segundo se dispone a manifestar sus sentimientos, que serán seguramente los que ha inspirado en su alma el infortunio de su pobre compañero.

EL CIEGUECITO.-  He oído leer el artículo en que habéis retratado todos los pormenores de nuestra desgracia. ¡Ah! ¡Que no pueda yo veros! Mas sin duda observaréis en mi semblante las señales de la más tierna gratitud que habéis sabido inspirarnos. ¡Infeliz de mí! Estoy privado de tan grande dicha... Continuad, pues, por el camino que habéis emprendido; sed siempre lo que habéis sido ahora, el amigo de los seres que padecen; compartid con ellos los rigores del infortunio. ¡Hay tantos escritores imprudentes que se ocupan de sembrar el germen de la insensibilidad en el corazón de los hombres, para hacerlos sordos a los lamentos de su hermano, que es preciso pagar un tributo de justa gratitud a aquel que acostumbra usar palabras de consuelo y de esperanza para los desdichados, y admirar y bendecir los actos filantrópicos de los protectores de la humanidad! ¡Oh! ¡qué dulce es eso de amar a sus semejantes y proporcionarse a la vez la íntima satisfacción de ser amado de ellos.

EL DIRECTOR.-  También es muy bella la modestia, y yo estoy seguro de que el caballero Enrique no habrá dejado de hallar motivo de complacencia sin orgullo en las expresiones dictadas por el reconocimiento de su héroe. Mas ¿quién será este muchacho que con una varita en la mano está enseñando las letras del alfabeto estampadas en aquel cartel? Pues es el Instructor o Repetidor.

EL REPETIDOR.-  Repetidor, instructor, monitor, inspector y todo lo que vos queráis; sin embargo, a pesar de que mi empleo en la escuela tiene tantos dictados, debo advertiros que yo no merezco otro que el de enredador, distraído, y acaso el de más ignorante de todos mis condiscípulos.

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JOSÉ.-  No debierais haberos acusado a vos mismo, y de este modo no me hubieseis privado tampoco del placer de manifestar a estos señores la ligera equivocación que yo he padecido, sin duda, al describir vuestras cualidades; os habéis permitido la libertad de hablar mal de vos mismo, esto es, lo que se llama humillarse para ser ensalzado.

REPETIDOR.-  Yo no me alabo de mis defectos; lo que quiero decir es, que creo no deber aceptar los elogios que no me corresponden.

JOSÉ.-  Vaya, vaya, que tenéis una conciencia demasiado estrecha.

El DIRECTOR.-  Ha respondido con mucha mesura, y como pudiera hacerlo el muchacho más sincero y mejor educado.

LOS ALUMNOS.-  ¡Qué lástima! Ya se ha concluido.

EL DIRECTOR.-  Aún no, mirad todavía: ¿conocéis al niño que se presenta?

LOS ALUMNOS.-  No le conocemos.

EL HILANDERO.-  Yo soy el hilanderito de quien os habéis olvidado, aunque creo que puedo presentarme entre vosotros, como digno de entrar en el número de los niños pintados por sí mismos.

LOS ALUMNOS.-  Tiene mil razones, nos habíamos olvidado de él injustamente.

EL HILANDERO.-  Sin embargo, no me quejo de vuestro olvido. Mi suerte es bien desgraciada en este arte, que en tiempos más felices proporcionaba abundante sustento a infinidad de familias. Los tornos, los telares, todo está paralizado en el día, y el pobre hijo de un miserable hilandero se ve precisado a ir pidiendo un pedazo de pan de puerta en puerta a los ricos señores, que se presentan vestidos con telas extranjeras. ¡Ojalá que nuestros infortunios hallen un pronto término en el patriotismo y la buena fe de los hombres que dirigen el Estado!

EL DIRECTOR.-  Caballeritos: mirad bien el último personaje que aparece a vuestra vista. Aquel joven gallardo que lleva dos alas a su espalda, una llama resplandeciente en la cabeza, y un manojo de flores en la mano, es el genio de la infancia. Escuchad:

EL GENIO DE LA INFANCIA.-  Vuestra obra, mis queridos amigos, es aún bastante imperfecta; pero aun cuando ofrece materia abundante de crítica, es preciso hacer justicia al colorido de pureza y de virtud con que se halla ordenada; es, por decir así, un conjunto de bellos pensamientos. Creo que habéis hecho una cosa útil: preparaos a continuar vuestra obra, para que el segundo volumen de los niños pintados por ellos mismos, sea todavía mejor escrito, y que en él os ocupéis también de vuestras hermanitas, esa mitad del todo de la infancia, a quien no podéis negar un sitio de predilección a vuestro lado.

TODOS LOS AUTORES DE LOS CUADROS.-  ¡Genio benéfico! Con tu auxilio y tus inspiraciones podremos llevar dignamente a cabo nuestra empresa.

EL GENIO.-  Pues para conseguir mis auxilios, es preciso merecerlos.


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ArribaAbajoEl aprendiz

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Si hay bienes en este mundo, bienes que se tocan, que son realidades, es uno el disfrutar de la compañía de un hermano!... ¡dichoso el que puede decir tengo un hermano!... Un hermano, el amigo a quien se está asociado desde los primeros años, con el que se han balbuciado las primeras palabras, los dulces nombres de la familia... los nombres de padre y madre... Este confidente último y partícipe de las primeras impresiones, de los primeros conceptos; que desde que principió a discurrir y aun antes, lloraba cuando os veía llorar, reía cuando os veía reír, y compartía con vosotros las caricias, los besos de una madre, vuestros juegos inocentes, y hasta vuestros pequeños disgustos: aquel hermano que de buena voluntad tomaba sobre sí alguna vez la responsabilidad de alguna travesura por evitaros el castigo, y os regalaba además para mitigar la aflicción la mitad de su almuerzo, y con voz dulce y penetrante, y con sonrisa que revelaba el interés cordial, puro y candoroso que sólo es capaz de inspirar el fraternal afecto, os decía: «Toma, Enrique, toma, que yo tengo bastante». ¡Deliciosa oferta, poderoso resorte puesto en acción para obligaros a aceptar tan costoso sacrificio!... Un hermano es el espejo fiel donde podéis considerar a cada instante los efectos de vuestras multiplicadas vicisitudes. Claro y limpio como el agua de un arroyo cristalino, o bien turbio e inquieto como las ondas de un torrente despeñado, según que vuestras miradas y vuestras acciones manifiesten la alegría o la tristeza. ¡Oh, con qué pasión amaría yo a un hermano, si me fuese dada la posibilidad de tenerlo! Puedo decir, no obstante, que conozco uno; pero es un hermano   —14→   de leche a quien amo también, aunque, no con la decisión que amaría a un hermano carnal...

El hermano de leche es, respecto del hermano carnal, lo que es un tutor respecto de un padre; es, valiéndome de una comparación más sensible, lo que la luz que se desprende del gas inflamado respecto a la luz del sol... Una y otra alumbran; pero la del sol se extiende por toda la tierra y la fecundiza... Un hermano de leche es pues algo más que un amigo, algo menos que un hermano.

Francisca, la madre de Luis, es quien ha hecho para conmigo los oficios de una madre, ha cuidado de mi lactancia, y desde los primeros días de mi existencia ella se encargó de conservarla y de robustecerla con el delicioso néctar de su pecho: las caricias que sólo correspondían a su hijo, las compartía gustosa conmigo, y a veces era para esta buena mujer un ente privilegiado, jamás estaba contenta sino cuando yo lo estaba también. ¡Qué mucho que me muestre reconocido alguna vez al cariño maternal de mi nodriza, y que por un impulso de afinidad y de gratitud, dé pruebas de amor fraternal al hijo de sus entrañas!

Pasaron los primeros años, y sin embargo, hasta cuando yo concurría en clase de externo a un colegio, las horas que me permitía el estudio, todas estaban consagradas a la amistad de mi hermano de leche... jugábamos, comíamos y dormíamos juntos todavía... pero llegó un tiempo en que ya fue preciso separarnos. El padre de Luis le anunció decididamente que era llegado el caso de escoger oficio, y mi padre me previno que había resuelto dejarme de colegial, para que de este modo entrase formalmente en el curso de la carrera literaria a que pensaba dedicarme. ¡Fatal insinuación! Ya se deja conocer que para nosotros sería un verdadero conflicto... así es que hicimos cuanto estaba de nuestra parte para dilatar lo posible el momento de nuestra separación... Convenimos en aplazarlo para dentro de un mes: suplicamos, rogamos a nuestros padres, y éstos accedieron por fin. El de Luis dejó a éste en libertad de escoger oficio; circunstancia que nos dio bastante en que entender por el pronto. ¿Qué arte será aquel, en que el aprendizaje ofrezca menos trabajo y más distracciones? ¿Cómo adquirir tan importante noticia, sobre la cual debe fundarse una resolución decisiva y de inmensas consecuencias? Una idea feliz me ocurrió por el pronto. Muchos jóvenes de nuestra edad, compañeros de nuestros juegos, se hallaban a la sazón de aprendices de varios oficios... consultar su opinión era el mejor recurso para proceder con acierto.

En efecto, Luis tomó este partido... uno por uno fue interrogando a los aprendices, y cada cual pintó su oficio como el más lucrativo, el más excelente   —15→   y el menos fatigante... Estos informes aumentaron la dificultad de la elección, y confusos e indecisos no sabíamos qué hacer... Cuando el padre de Luis preguntaba a éste qué oficio había escogido, y le decía: Vamos, ¿qué quieres ser mejor, sastre o carpintero? Luis respondía, yo quiero mejor ser sastre y carpintero. Ni más ni menos que si le hubiera preguntado qué escogería entre una manzana y una pera, Luis hubiera contestado también, yo quiero mejor la pera y la manzana. Mas en el presente caso la dificultad era insuperable, porque un niño puede comerse una manzana y una pera, mas no puede ser aprendiz a un tiempo de carpintero y de sastre.

El padre de Luis se empeñaba cada vez más en hacerle conocer la necesidad de decidirse prontamente. Luis no tenía demasiada prisa; pero llegaba ya el término del plazo prefijado, y no había remedio.

En el corazón del hombre y en el corazón de los niños hay siempre un no sé qué (tampoco vosotros acertaréis a adivinarlo) que marca la inclinación a este o al otro género de ocupaciones... este impulso, este movimiento secreto que nace del corazón, debe siempre seguirse...

El padre de Luis sólo deseaba descubrirlo, y así es, que por último, con ánimo resuelto, dijo una tarde a su hijo, cansado ya de ver que el tiempo había transcurrido en vano... quiero aun dejarte en libertad de escoger el arte a que debes dedicarte... toma tu sombrero, coge un pedazo de pan, compra en la calle manzanas (y al efecto le daba una cuartilla) y mientras meriendas, en vez de jugar al toro o a la pelota, recorre los talleres y acaba de decidirte, porque esta noche ha de quedar resuelto por ti mismo el problema difícil de tu aprendizaje.

Luis obedeció... comprendió bien el carácter de su padre, no quiso abusar de su condescendencia, y después de haber estado en casa de un pintor, de un carpintero, de un impresor y de un sastre, se decidió por el último, y participó a su padre la elección que había hecho.

El padre de Luis quedó muy complacido; le explicó a su hijo las ventajas que podía sacar de este arte, si se aplicaba con esmero; y pasando enseguida a hablar y tratar de ajuste con el maestro de más nota, Luis principió al siguiente día a ejercer las funciones de su nuevo estado.



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ArribaAbajoEl aprendiz de sastre

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Ya tenemos al pobre Luis colocado sobre una gran tarima, con las piernas cruzadas, ensayándose con afán en el manejo de la aguja. Costosa es para él esta posición violenta; pero ya se acostumbrará hasta el punto de sentirse incomodado cuando haya de sentarse en una silla regular como los demás hombres. El aprendiz de sastre por el pronto encuentra obstáculos que vencer en los rudimentos de este oficio enojoso, como todos; sin embargo, si le preguntáis qué le parece de su nuevo destino, dirá que es bien agradable, y que sólo tiene el contratiempo de algún pinchazo de aguja. Ahora sólo se trata de desbaratar costuras y aprender la posición y los giros de la aguja. Ni el cuerpo ni la imaginación se fatigan, no obstante que el arte en que está iniciado es de los más productivos e indispensables. Además, los oficiales que le rodean, hacen la pintura más bella del porvenir de aquel oficio. Después de esta operación de que te ocupas, le dicen, habrás de emplearte en hacer botones de tela, en unir y planchar las costuras. Luego pasado algún tiempo, se confiará a tu aguja la cintura de un pantalón y las costuras de las mangas. Si durante la primer semana te portas bien, el maestro te entregará el sábado una pesetilla para que el domingo puedas gastarla. Aquí todos hacemos fortuna; y si no, repara como los sastres principales han hecho su caudal, han edificado sus casas, y con el producto de la aguja se han colocado al nivel de los hombres más opulentos. Luis oía y callaba, forjándose allá en su imaginación los planes más ventajosos: los primeros días de aprendizaje no hubiera él cambiado su situación por la del muchacho más feliz del mundo; pero luego que fue entrando de lleno en el cumplimiento de los deberes de un verdadero aprendiz de   —17→   sastre, conoció que este oficio tiene, como todos, su trocito de mal camino. En efecto, aquello de levantarse el primero y acostarse siempre el último, era insoportable para un muchacho naturalmente dormilón. El haber de hacer todas las mañanas la limpieza del taller, ir a la compra, encender los hornillos para las planchas, limpiar las vidrieras y el mostrador, y poner cada cosa en su lugar antes de la hora en que debía principiar el trabajo de los oficiales, era demasiado penoso para un chicuelo apenas iniciado en el manejo de la aguja, y luego ser por precisión el perpetuo corre-ve-y-dile de éstos, del maestro, y aun de los parroquianos, aumentaba hasta lo infinito la enojosa condición del estado de aprendiz. Y el violento compromiso de renunciar el nombre que recibió en el bautismo para admitir el mote ridículo con que fue designado por los dependientes del taller. ¡Oh! esta abnegación exigía demasiado desprendimiento, demasiada resignación por parte de nuestro aprendiz de sastre, Pincha uvas. Cada vez que en el día se pronunciaba este mal nombre, se desesperaba y se enfurecía; pero sin otro resultado que el de conseguir que se lo repitieran mil veces. Por último, resolvió no responder cuando por este nombre fuese llamado; pero si tal acontecía estando en el interior de la casa, bien pronto se destacaban uno o dos oficiales, y le llevaban de la oreja repitiendo sin cesar, ya está aquí el picaruelo Pincha uvas. No hay remedio, es preciso seguir la broma, y no darse por sentido de semejantes indirectas. Así raciocinaba el aprendiz al poco tiempo de experiencia; y mostrándose jovial en vez de severo y disgustado, consiguió que cesaran de martirizarle, y con una regular aplicación y la fidelidad más austera, logró también captarse el cariño del maestro.

Luis hacía progresos en el arte, y sus padres estaban muy contentos de su proceder, prometiéndose que él sería algún día el apoyo de su vejez, y el amparo de dos hermanitas de menor edad que tenía. Con efecto, pasados algunos años mereció la más completa confianza de su maestro. Este le encargaba siempre de llevar la obra a casa de los parroquianos, ocupación que sobre valerle la utilidad de algunas propinas, le proporcionaba relaciones que más adelante podrían serle ventajosas. Luis era ya un muchacho afable, cortés y nada entremetido, no gustaba de juegos ni de estar ocioso, y procuraba dar las muestras más positivas de su aplicación, de su apego al trabajo, y de ser un buen hijo y un buen cristiano.

Una enfermedad que poco a poco fue adquiriendo el carácter de crónica e incorregible, vino por último a postrar en cama a su buen padre, en cuyo caso Luis socorría con todo su jornal a su miserable familia, y aun facilitaba a aquel las medicinas de que hubiera carecido de otro modo... Luis era un   —18→   buen hijo... Cuando cogía entre manos para trabajar cualquier prenda de vestir, siempre se acordaba del estado de infelicidad de su madre y hermanitas, y de la penosa situación de su padre desgraciado; de suerte que con el afán de proporcionarse mayor suma de dinero para socorrerlos, adelantaba en su obra doble respectivamente que los otros en las suyas... ¡Quién sabe si al tomar en la botica con el producto de este trabajo el medicamento que haya dispuesto el facultativo, habré logrado arrancar a mi amado padre de las puertas de la muerte! Que las medicinas sean de la mejor calidad, y cuesten lo que quieran... acaso una puntada más... al dejar concluido este pantalón, sí, esta chaqueta, podrá ser de la mayor influencia en la salud de mi padre, y por consiguiente en la suerte de mi familia... adelante, adelante, y no cesaba de trabajar de día ni de noche. Pero la enfermedad había tomado tan gran incremento, que los recursos del arte no bastaron para evitar la catástrofe que Luis temía. Murió su padre después de haber echado la bendición a aquel hijo tan digno de ser querido. Y quedó este, a pesar de sus pocos años, encargado del cuidado de la familia.

La madre de Luis murió poco después del sentimiento, y nuestro aprendiz solo con sus dos hermanitas, y al cuidado de su sustento y educación. Grande responsabilidad era la de su delicado encargo para un joven de tan pocos años y escasa experiencia; pero Luis lo aceptaba con entusiasmo, y en el fondo de su corazón sentía el vigor necesario, para superar los inconvenientes que la edad y otras circunstancias le oponían. Luis llegó a ser oficial, y con este carácter salió de hecho de la esfera miserable de aprendiz. No transcurrió mucho tiempo sin que manifestase a su maestro el proyecto que había concebido... Suplicó a éste que no le retirase su protección, pues deseaba establecer un taller en su propio cuarto, donde al lado de sus hermanitas pudiera trabajar diariamente.

Planteó su taller como lo había imaginado: su maestro le proporcionó obra sin cesar en términos que el nombre de Luis iba siempre asociado al de las prendas mejor construidas, así como su reputación artística a la reputación de su maestro. Su constante laboriosidad, su inteligencia y buenos modales confirmaban más y más cada día la buena opinión que del sastre Luis había formado el público.

Luis era ya el maestro Luis, sastre de la moda, buscado y apetecido por todos los elegantes; circunstancias que proporcionaban para sí y sus hermanitas cómoda y decente subsistencia, hasta que habiendo fallecido su maestro, le quedaron todos sus parroquianos y llegó a ser rico y feliz en su clase; premio seguro que la fortuna prepara a todo el que con celo y honradez trabaja sin cesar en la perfección de cualquier arte u oficio.



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ArribaAbajoEl aprendiz de pintor

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Enrique Zendejas, a su amigo
León de La Puente



México 15 de julio de 1843.

Definitivamente, mi querido León, he resuelto dedicarme a la pintura bajo la dirección de uno de los mejores artistas de esta capital. Hace ocho días que he entrado en clase de aprendiz en el taller de M. N., cuya reputación artística no habrá dejado de llegar a tus oídos. Confieso que he tenido la mejor suerte; pues sólo por medio de grandes empeños es posible conseguir, y muy rara vez, la gracia de ser admitido en casa de este sabio pintor. Me prometo a su lado los resultados más ventajosos; tanto, que me considero feliz. Ya sabes que antes no me ofrecía yo las mejores disposiciones para hacer progresos en las ciencias, y que mi familia no dejaba de disgustarse de esta escasez de penetración; pues desde que me encuentro aquí conozco que mi inteligencia se dilata y perfecciona progresivamente. ¡Qué ha de suceder! Si al   —20→   contemplar las obras maestras de los pintores más distinguidos, el corazón se conmueve y el alma se eleva en busca de un punto más de perfección, que sólo puede hallar en la divinidad. ¡Oh, si tú vieras con qué afabilidad, con qué cariño, y con qué entusiasmo nos describe M. N. las bellezas de la pintura!

Diez o doce somos siempre los que trabajamos en el taller; y como yo sea el más moderno y más joven, estoy encargado de los servicios mecánicos del mismo. El director me ha advertido que por estas razones debo siempre manifestarme afable y complaciente con los otros, y respetar en ellos la edad y la inteligencia. Todos son muy buenos muchachos, dignos de la consideración y el afecto de cualquiera que les trate. No es violenta para mí la obligación de servirlos. ¿Creerás que mientras dura el trabajo reina el silencio en el taller, y sólo se nota la aplicación? Pues mira, te equivocas, porque aquí se canta, se ríe y se silba cuando a uno le acomoda, se refieren historias alegres y se pronuncian palabras picantes: mis compañeros en esta parte, como en todo, se encuentran más adelantados que yo, pues algunas veces no me es dada comprenderlos. Cuando llega la ocasión de que revestido de toda mi formalidad les presento alguna idea o algún objeto que me parece debe excitar la admiración, ellos callan, se ríen, se miran, y se vuelven a reír, de lo que yo infiero que deben agradarles mis amistosas excitaciones. Ya te acordarás de aquella hermosa cabeza de Andrómaca que el año pasado me valió el premio de dibujo en el colegio. Pues se las he enseñado, creyendo que me colmarían de elogios... y nada, para ellos es un pequeño mascarón, hecho sin reglas ni método. Escuso decirte que esa declaración me ha parecido poco caritativa; pero es preciso callar, y así me he propuesto no contrariarlos en su determinación, y tomar la de no enseñarles en adelante ninguno de mis antiguos dibujos. Es la vez primera que me han dado motivo de queja sus buenos modales y fina educación; porque por lo demás me tratan con tanta confianza y tan buen afecto, que todo lo parten conmigo como buenos hermanos, a cuyas insinuaciones he procurado corresponder, pagándoles hoy mismo el almuerzo con el auxilio de unas cuantas pesetas que me quedaron de mi viaje. De entonces acá nuestros intereses son más recíprocos, y tratamos de ellos con más franqueza. Varias veces me han dicho que soy un excelente chico, que tengo muy buenas disposiciones y que haré grandes progresos. Yo creo que aciertan en su pronóstico, porque me encuentro capaz de cualquiera cosa. ¡La pintura, mi querido León! ¡La pintura! Este arte prodigioso, mediante el cual se da vida a un lienzo, grabando en él la expresión más sensible así de las pasiones fuertes como de las más dulces. ¡Oh Miguel Ángelo, Ticiano, Velázquez, Cabrera, Rodríguez Juárez! ¡Hombres inmortales, genios sublimes!   —21→   ¡Oh! si un día pudiera yo conseguir que mi nombre brillase al lado de vuestro... pero esto está muy distante; sin embargo, sería dichoso, León, si pudiera partir contigo la felicidad a que aspiro actualmente. Adiós, acuérdate de mí y escríbeme.- Tu apasionado.

Enrique Zendejas.



Señor don Enrique Zendejas.

Puebla 20 de julio de 1843.

Tu carta, mi querido Enrique, me ha ocasionado gran satisfacción y contento. Por lo que yo había oído a varias personas inteligentes, no podía imaginar que los rudimentos del arte que has abrazado fuesen tan sencillos ni tan seductores como dices; pero si esto es cierto, celebro tu buena elección, y deseo que hagas grandes progresos en la carrera que has emprendido; sin embargo, permíteme que te pregunte ¿estás bien seguro de tus proposiciones? ¿Has meditado bastante acerca de la exactitud del contenido de tu carta? ¿Has estudiado con detención el carácter y las costumbres de tus nuevos compañeros, para poder hablar de uno y otro con tanta seguridad? Pues has de saber que te entusiasmas fácilmente, que tu imaginación viva e inquieta te presentará las cosas no como son, sino como deben ser, y nada tiene de particular que más de una vez por esta causa incurras en errores harto lamentables. Considero que la pintura es un arte maravilloso; mas por esta misma razón se me figura que su aprendizaje y su estudio deben ser muy difíciles, y también se me figura que debías estar soñando cuando te ocurrió la idea de ver tu nombre mezclado con los nombres gloriosos de los célebres pintores que citas. Acaso la debilidad... ¿Estabas en ayunas cuando me escribiste?

A propósito, debo decirte que no me es dado comprender exactamente la relación que me haces de tus primeras ocupaciones. Por lo demás, ya estoy al alcance de tu carácter generoso, y no extraño el medio que has empleado para adquirirte entre tus camaradas el título de buen muchacho. También se me figura difícil aquello de trabajar cantando y riendo. Yo había creído hasta ahora que a una regular aplicación, así para la pintura como para cualquier otro arte u oficio, debe acompañar indispensablemente el recogimiento y el silencio: me habré equivocado sin duda, o será que tú establezcas una excepción de la regla general. Yo al menos no tengo tanta fortuna; mi retórica exige un trabajo continuo, y a pesar de todo, sólo he conseguido esta semana ser el tercero en el premio de la clase. Estoy decido por tanto a redoblar mis esfuerzos, y no cesaré de trabajar noche y día hasta conseguir la primer censura entre los niños aplicados. Te hablo con esta franqueza, porque   —22→   sé que me aprecias y que te tomas interés en todo lo que tiene relación conmigo. Algunos de nuestros condiscípulos desean leer tu carta. Eduardo, Adolfo y Julio me encargan de decirte que son siempre tus amigos; yo creo que ninguno de ellos podrá considerarse el primero mientras viva tu apasionado

León.



Señor don León de La Puente.

México 28 de julio de 1843.

¡Si no debe fiarse en las apariencias, ni dar crédito a los delirios de la imaginación! ¡Cuánto me equivocaba! ¡Qué error tan funesto! En medio del dolor y de la tristeza de mi corazón me dirijo a ti, León querido, para desahogar en el seno de la amistad las amarguras de mi pesadumbre. He leído y vuelto a leer repetidas veces tu apreciable carta, llena de verdades y dictada por el cariño que conozco me profesas. ¡Ah! Tú eres sin duda mi mejor amigo, y por eso voy a hablarte con el corazón en la mano, para que comprendas bien lo aciago de mi situación. Atúrdete. Desde el siguiente día al en que hice el obsequio a mis camaradas de convidarlos a un almuerzo, todos cambiaron con respecto a mí de costumbres y de modales. Dejando a un lado las palabras de buena educación con que se hace suave y llevadero cualquier servicio penoso, me tratan ya con el desprecio y la inconsideración de que jamás es digno el más miserable esclavo. En vez de decir como antes: «¡Enrique, quieres hacerme el gusto de aproximar tal o cual color!», ahora sólo usan de la imperativa fórmula de: «Enrique, trae esto o lo otro». Si entablan una conversación y a mí me ocurre pronunciar una palabra, «Calle, replican todos al momento, y hable sólo cuando le pregunten». Además, no me dejan sosegar un solo instante: cada cual y todos a una mandan cosas diferentes. «Enrique, limpia mi paleta. Enrique, llégate a mi casa, y tráeme el almuerzo. Enrique, lava mis pinceles. Ve a devolver este modelo». Este es cuento de nunca acabar, amigo mío; no me queda tiempo para nada. El otro día cansado de sufrir, me propuse no responder fingiendo que no entendía las órdenes, impertinentes de uno de ellos. «Calla, ¿no está aquí el ratón?» -exclama el uno; «el ratón es sordo», respondió el otro; «no, que el ratón estará dormido», añadió el tercero. «Ea, despertadlo. ¡Ola! ¡Eh! Ratón, ratón!» Como yo siguiese haciéndome el sordo, un alboroto general se levantó contra mí en el taller, hasta que por fin desesperado y lleno de coraje, me presenté ante ellos para decirles que hasta entonces había estado muy contento, porque no me habían faltado a las consideraciones regulares, y me habían tratado con cierto género de decoro;   —23→   pero que desde el momento en que ellos se habían creído dispensados del deber de ser políticos conmigo, también yo me consideraba dispensado de servirles en cosa alguna. Esta contestación irritó nuevamente el ánimo de mis camaradas, hasta el punto de que uno de ellos (el de más edad), cogiéndome fuertemente de la oreja me puso en medio del círculo que entre todos habían formado, y me dijo: «Sin duda que el chicuelo cree que se halla todavía en la escuela, donde reina el principio de igualdad; pues te equivocas, amiguito (dándome suaves palmadas sobre el hombro), aquí el último que llega no es tratado como un estudiante, aunque lo sea en realidad, porque sólo es considerado como el más ínfimo aprendiz de nuestro taller. Sin duda has creído que nosotros debíamos tratarte con cumplimiento y con etiqueta; pero este es un error de que debes salir prontamente: tú estás obligado a ejecutar todo cuanto nosotros te ordenemos». «¿Y por qué? ¿Soy yo por ventura algún criado vuestro? -No: eres tan sólo nuestro ratón el ratoncillo del taller. -¡Ratón! ¿Qué quiere decir eso? -Eso quiere decir que podemos ordenarte todo cuanto se nos antoje en cosas que tengan relación con los asuntos del taller; así que debes estar sumiso y obediente, limpiar nuestras paletas, lavar nuestros pinceles, preparar los caballetes y los cuadros, arreglar las vasijas de los colores, y en fin, poner en orden la parte interior del taller, a cuyo fin es preciso que seas el primero que entre en él y el último que salga. -Me parece demasiado humillante el papel que exigís de mí. -Por ahora nada tiene de extraño; pero tú te habituarás a este nuevo género de vida, por el que todos hemos pasado, y con un poco de resignación, fidelidad y aplicación, a fuerza de oír hablar de pintura, de verla ejecutar a los otros, y de estudiar sus producciones, llegarás a adquirir conocimientos importantes en este arte prodigioso, y él vendrá a ser tu elemento natural, porque identificarlo con todo lo que la pertenece por mucho tiempo, te serán familiares el carácter y las costumbres de los que lo profesan. Trabaja, pues, por desterrar ese orgullo imprudente, que es quien te tiraniza; sé complaciente y dócil, y entonces verás cómo la bondad y el trato más afable suceden a la persecución, de que ahora te lamentas».

Justos y razonables eran sin duda estos consejos; pero mi imaginación se hallaba tan preocupada, y mi amor propio tan resentido, que lejos de escucharlos con interés, me parecieron una narración fastidiosa de la parte más lamentable de mi historia, con el solo objeto de hacer más grave y más sensible el estado de mi situación. Así es que cada día se iba haciendo más insoportable: mis camaradas continuaban sus burlas y sus pesadas crianzas, en las que era yo siempre la víctima. Uno con un recado fingido me manda al opuesto extremo   —24→   de la ciudad, y no contento con darme este chasco, dispone con los otros camaradas que un cubo lleno de agua, colocado de cierta manera sobre la puerta derrame sobre mi cabeza todo el líquido al tiempo de entrar en el taller. Los denuestos y las injurias se reproducen en este caso, y de nada sirven mis lamentos y mis quejas. Todo se convierte en broma y alboroto, sin que me quede otro recurso que llorar mi desventura... Has de saber, mi querido León, que rodeado de pinceles y colores, ¡sólo puedo disponer del lápiz y el papel que me regaló mi tía! ¡Ah! ¡Por qué habré gastado yo mis pesetas! ¡Pintura! ¡Arte sublime! Mucho afecto es necesario profesarte para llegar hasta ti al través de tan crueles ensayos. La vocación más decidida, la inteligencia más perfecta, todo puede estrellarse y aun extinguirse en el continuado choque de tan contrarios elementos. Aquella decisión, aquel entusiasmo con que yo había abrazado los primeros días los rudimentos de este arte tan difícil, van desapareciendo poco a poco al impulso de los contratiempos, de las arbitrariedades y de las injusticias que me hacen sufrir mis inconsiderados camaradas. ¡Oh, divino Rafael, sabio Murillo: los rayos luminosos de vuestra resplandeciente gloria no alcanzan a penetrar en la oscuridad en que tiene sumergida mi alma la tristeza y el dolor! Ten compasión de mí, querido León, porque estoy disgustado de todo cuanto me rodea: no creo ya más que en una sola cosa: en tu amistad.

Enrique Zendejas.



Señor don Enrique Zendejas.

Puebla 15 de agosto de 1843.

¡Cuánta pena me ha causado tu última carta, querido amigo! ¡Tú padeces sin que me sea posible compartir contigo la aflicción y los pesares, como en otro tiempo compartía la alegría y los recreos! ¡Tú sufres, y yo no puedo hacer por ti otra cosa que compadecerte inútilmente! ¡Oh! Comprendo bien las causas de tu pesar y de tus amarguras, y te confieso con franqueza que al leer tus lastimosas quejas hubiera deseado estar ahí para tomar tu defensa contra tus nuevos compañeros, como en otras ocasiones sabes que lo hacía en la escuela. Mas después, al día siguiente, leí tu carta otra vez; reflexioné sobre ella, y ya me parecieron menos culpables. Habiendo pasado todos ellos por los mismos trámites que tú, creo que adquirieron el derecho de seguir el ejemplo de sus antecesores, como tú lo harás probablemente con el mísero aprendiz que te reemplace. Podrá ser que ellos hayan abusado; mas sin duda la necesidad de formar tu carácter y de modificar tu genio les habrá obligado alguna que otra vez a excederse; pero aun esto no me parece del todo reprensible, porque de esta manera adquirirás aquella elasticidad   —25→   de carácter, y aquella docilidad vigorosa que distante de lo débil, se parece más bien a la condición de un muelle templado, que se dobla con facilidad para desplegar mayores fuerzas. No falta quien imagina que el interior de un colegio, o sea taller, es un pequeño simulacro de la sociedad en general del resto del mundo; y que viviendo entre nosotros se aprende a vivir entre los hombres: tú sabes que este es un error. En la escuela reina el principio de igualdad: allí somos lo mismo los unos que los otros, y todos iguales a la vez delante de nuestros maestros. El oficio que tú has emprendido es cosa muy diversa; sembrado de obstáculos y de escollos, son muy frecuentes en él los reveses y los disgustos; pero la gloria es el fruto del árbol del dolor. Has de saber que Shakespeare dijo: «que la planta de laurel si ha de crecer y robustecerse, es preciso que sea regada con lágrimas». Conque así, amigo mío, es necesario que aprenda a sufrir el que aspire a ceñir su frente con las palmas de la gloria...

Creo que yo no hago los mayores adelantos en la carrera de las letras; me ocupo de la retórica, y me encuentro todavía a la mitad de su estudio. Háblame alguna cosa del género de pintura a que piensas dedicarte: yo sé que para hacer grandes progresos en arte tan difícil, es preciso escoger una especialidad. ¿Te dedicarás al paisaje, a los retratos, a los cuadros históricos, o a la pintura fantástica o de imaginación? Tu maestro te habrá dejado ver y aun te instruirá más adelante de las particularidades de cada uno de estos géneros: escucha con atención sus consejos y sus advertencias facultativas; aprovéchalas oportunamente, y hazte digno de sus elogios: estos te darán consideración entre tus camaradas, y acabarán con sus burletas. He aquí una venganza bien noble y bien digna de mi amigo Enrique: aventajar en el arte a sus antiguos compañeros. A Dios, actividad y constancia. Tu invariable amigo

León de La Puente.

P. D. Julio te envía un álbum, espera que al cabo de un año se lo devolverás enriquecido con las producciones de tu pincel. Adolfo te remite estampas y colores: dice que tiene en su casa dos sitios de preferencia donde colocar dos bellas pinturas. Eduardo y yo te haremos el regalo de algunos útiles para pintar y algunos lienzos. Deseamos que para las vacaciones próximas nos proporciones nuestros retratos, para hacer con ellos un regalo a nuestras madres.



Enrique Zendejas a sus compañeros de colegio.

México 3 de setiembre de 1843.

He recibido la última carta de León y vuestra apreciable posdata. ¡Oh, mis queridos amigos! ¡Cómo habéis sabido   —26→   inspirar en mi alma los sentimientos generosos que os animan, y hecho renacer la esperanza que había perdido, de llegar a ser útil un día en el arte que había abrazado. No me es posible explicaros el placer que me han causado vuestros obsequios. ¡Con qué delicadeza y con qué gracia me los habéis ofrecido!... ¡Ah! Ya comprendo bien vuestras intenciones; habéis querido darme un aviso: deseáis que redoble mis esfuerzos, que trabaje sin cesar: pues bien, así lo haré. Desde el día siguiente al en que recibí vuestra carta, cambié enteramente de conducta, y los resalados corresponden a vuestros deseos. Mis compañeros ya son más amables: a proporción que yo hago progresos en la pintura, ellos me respetan y me tributan consideraciones. El director también se ocupa ya de mis obras, y las corrige con interés; y creo que pronto pasaré a ocuparme de los trabajos al óleo. ¡Cuánto deseo el momento de extender sobre mi paleta los colores que me habéis remitido! Tiemblo de placer cuando considero que ese instante está muy cercano. ¡Pero qué dificultades ofrece el arte de la pintura! Tan pronto el color si es un poco subido, exagera los tonos del natural, como si es claro los atenúa infinitamente. ¿Pues y las combinaciones para designar la graduación de la luz y de la perspectiva, las medias tintas y el claro obscuro? Pero qué placer cuando ha llegado uno a formar sobre el lienzo con algunas pinceladas una imagen exacta! ¡Qué triunfo aquel, cuando una cosa que sólo existe en la imaginación adquiere su forma, su figura, se va animando, poco a poco hasta que parece que ya habla con el mismo pintor que la ejecuta! Ignoro cuál sea el género de pintura a que podré dedicarme con especialidad; por ahora sólo trato de estudiar: para escoger uno, es preciso conocerlos todos. Mis compañeros de taller me ayudan en cuanto pueden. Conozco que habían tratado sólo de cambiar mi carácter: sin duda que han contribuido a conseguirlo; pero vuestra amistad ha sido el talismán que me ha proporcionado la dicha que experimento, el aprecio de mis camaradas, y el cariño de mi maestro. Adiós, a todos os abraza afectuosamente vuestro amigo

Enrique Zendejas.

P. D.: Si os resolvéis a venir durante las vacaciones próximas, tal vez hallaréis alguna cosa en vuestros lienzos: al menos pondré por mi parte los medios, y de todos modos me proporcionaréis mucho contento.



Algunos meses después los cinco amigos acompañados del padre de uno de ellos cumplieron su palabra, y vinieron a México con el fin de visitar al aprendiz de pintor; mas por desgracia lo encontraron sumergido en el mayor dolor y tristeza. El pobre muchacho, huérfano   —27→   de madre anteriormente, acababa de perder a su buen padre, quedándose sólo y sin ningún apoyo en el mundo. La entrevista de los amigos fue por tanto bastante melancólica, y mezclaron sus lágrimas con las de aquel joven desgraciado. ¿Pero qué podían hacer por él? Buscando en su imaginación algunos medios de consuelo, acordándose por último de que Enrique debía tener un tío en Puebla rico y bien relacionado. Con efecto, este tío de Enrique era también muy amante de la pintura y aun artista en realidad, y tenía fundado su orgullo en no vender ninguno de los cuadros de su colección, como no estuviera firmado con su nombre. Esta idea les hizo formar un plan que pusieron en práctica prontamente. Enrique había cumplido también su palabra: los retratos estaban hechos; los países acabados, y el álbum lleno de pinturas alegres. Los condiscípulos de Enrique recibieron estas obras con aprecio y entusiasmo; y después de haber consagrado algunos días a los solaces de la amistad, pusiéronse en marcha para Puebla, donde llegaron prontamente. Su primer cuidado fue suplicar cada cual a su padre respectivo que les diese el gusto de mandar pintar su retrato, y obtenido el permiso, presentaron sin demora las manufacturas de Enrique. Los parientes de los niños recibieron con afabilidad los indicados trabajos, y pagaron profusamente la habilidad del joven pintor.

Pero las cantidades recaudadas debían emplearse en el sostenimiento de Enrique, así como el producto de las demás obras de su ingenio que se habían traído. El padre de uno de los compañeros de este joven apreciable, anunció en los periódicos, cierto día, la venta de varias pinturas de Zendejas: el rico pintor, alarmado con este anuncio, y ofendido hasta cierto punto al ver que producciones que él juzgaba desde luego imperfectas, se presentasen al público bajo el nombre suyo, corrió precipitadamente al sitio de la venta, y acordándose de que tenía un sobrino joven, desgraciado y de las mejores esperanzas, puso un precio enorme a las pinturas, ofreciendo por ellas una cantidad extraordinaria. El tío de Enrique se encarga de la educación de su sobrino; éste admite la proposición; y auxiliado por el influjo de la protección de su pariente, hace progresos maravillosos en su carrera. Acaso no estará distante el día en que Enrique llegue a ser el hijo adoptivo, el heredero único de su opulento tío. Este cambio de fortuna y la instrucción artística de Enrique, todo, todo ha sido obra de la amistad. ¡Amistad santa: qué feliz es el mortal a quien dispensas tus beneficios!





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ArribaAbajo El aprendiz de imprenta

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Este pequeño personaje a quien algunos designan justamente con el título de Diablillo de la imprenta, es por cierto un pequeño Barrabás en su figura y en sus costumbres. Enredador, holgazán, embustero y maldiciente cual ninguno. Por la cosa más insignificante es capaz de andar a cachetes con cualquiera. Su traje contrasta ridículamente con la viveza de su genio y su natural travesura. La levita, el sombrero, son para él objetos enteramente desconocidos. Una camisa ordinaria, un pantalón que después de haber servido a un militar inválido, le ha sido acomodado por su madre, sin más que cortarle media vara de las piernas, una faja encarnada y raída con la que da dos vueltas a su cuerpo, y unos zapatos de munición, forman el conjunto de su traje, que con el semblante tiznado del muchacho y sus cabellos descompuestos, hacen el todo de la figura que representa el Diablillo de la imprenta.

Parecerá natural a primera vista que un muchacho destinado a estar entre letras y a manejar letras, haya de hacer progresos en su ilustración; pues es cabalmente lo contrario, porque el aprendiz de imprenta jamás tiene la ocasión de leer un párrafo. Limpia las cajas, recoge las letras esparcidas por el suelo, y cuando ejerce la más sublime de sus funciones es en el acto de distribuir o sea descomponer, que es la operación que reclama más cuidado de su escasa inteligencia. Por lo demás, continuamente ocupado de traer y llevar las pruebas a los autores, de ir en busca del original y servir al regente y los cajistas, se halla en perpetuo movimiento y entregado casi siempre a la libertad de sus travesuras. Cualquiera de estos encargos le entretiene largas horas, porque nunca le falta en el camino un motivo que a su sabor le detenga: ya que pasa mi regimiento o un batallón, y entusiasmado se deja llevar del atractivo de la música; ya que se encuentra con otros muchachos con quienes traba una   —29→   riña, o ya toma por su cuenta la paciencia de un cachazudo portero. El aprendizaje del impresor dura generalmente cuatro años, en los cuales es preciso que su familia cuide de alimentarle y vestirle. Durante este tiempo sus funciones son, como queda dicho, puramente mecánicas: además él debe ser el primero que se presente en la imprenta para barrer y limpiar, y para lavar las formas, operación que le entretiene por lo menos hasta las ocho de la mañana. Llegada esta hora, debe emplearse en la tarea de los almuerzos. Un cajista le encarga de comprar pan y queso, otro de que le traiga manzanas, otro de que le lleve chocolate, que es por lo general a lo que suele reducirse el desayuno de esta clase de operarios. El aprendiz, bajo la responsabilidad de sus orejas, tiene buen cuidado de no equivocar los encargos que le producen cierto género de utilidad, porque el tendero y el frutero, tratan de obsequiarlo con el fin de no perder las ventajas que les proporciona tan constante parroquiano. Concluidos los almuerzos es el momento de traer y llevar las pruebas, como hemos dicho, en lo que pasa el resto del día.

Al tercer año de aprendizaje, ya recibe un pequeño jornal, y es encargado de la composición de esquelas de convite, hojas volantes y algunas otras cosas de poca importancia, en las que son menos notables los errores de la imprenta, y poco a poco, al paso que va progresando en aptitud, acrece el importe del jornal hasta ponerse al nivel en todo con los oficiales más adelantados, en cuyo caso se gradúa el emérito de su trabajo por las líneas de composición: tal es la fisonomía histórica de un cajista del todo diferente de la del impresor, en el cual se requiere no menos inteligencia; pero como su ejercicio más penoso necesita de menos manos auxiliares, el número de sus aprendices es más pequeño, y por consiguiente lo es también el número de los maestros; lo que contribuye a dar más garantías de seguridad en el trabajo a los que a él se dedican.

He concluido la descripción del cuadro que se me ha encomendado. No me ha parecido oportuno continuar haciendo los detalles minuciosos de la carrera del Diablillo de la imprenta; mas si os place os referiré una anécdota interesante, que por acaso ha llegado a mis manos.

Víctor Hernández, gallardo muchacho en cuanto a sus facultades físicas, tenía un corazón noble y generoso, que se conservaba puro a pesar de participar inmediatamente de las irregulares costumbres de los aprendices de imprenta, como que era uno de ellos, y tenía precisión de asociarse a los demás en sus multiplicadas travesuras. Víctor había cobrado afición a la lectura: en cuantos papeles podía haber a la mano, cualquier rasgo de generosidad   —30→   descrito en ellos le entusiasmaba. Su alma dispuesta a recibir las bellas impresiones de la virtud y del heroísmo, se inflamaba prontamente con la idea de toda buena acción. Sentía los efectos de tales inspiraciones; mas no podía explicarlos con claridad, porque su obscura educación le privaba de los medios de efectuarlo; sin embargo; alguna vez el lenguaje elocuente de los hechos revelaba las interioridades de su alma.

En la misma casa donde habitaba la familia de Víctor vivía también un joven, cuyas costumbres y modales llamaban la atención por la singularidad que ofrecían a la vista de los vecinos. Juan, que así se llamaba el joven de que hablamos, salía todas las mañanas a las nueve de su cuarto, volvía a las cinco de la tarde, y se encerraba en él hasta las nueve de la mañana siguiente. Grave y silencioso sin dejar de ser atento, rehusaba al parecer el trato familiar de los vecinos, circunstancia que aumentaba la curiosidad de los mismos y en particular la de Víctor, que no perdía ocasión de entablar conversaciones con el joven misterioso. Si éste alguna vez se asomaba a la ventana, Víctor le saludaba en el momento, y otro tanto hacía, cuando por casualidad lo encontraba en la escalera o en la calle. «Buenos días, señor don Juan, ¿cómo está usted? ¡Hace un día hermoso! ¿Irá usted a dar un paseo, eh?» El joven contestaba con pocas palabras, pero con sonrisa agradable a las insinuaciones amistosas de Víctor, y se separaba de él tan luego como le era posible. Don Juan estimaba en bien poco sin duda el trato con la vecindad. Víctor había observado más de una vez a deshora de la noche y al través de las cortinas de muselina que don Juan escribía sin cesar a la luz de una vela. No faltaba otra cosa para aumentar en el bello corazón de nuestro aprendiz el sentimiento del interés generoso que aquel joven le había inspirado desde un principio. Este pobre hombre (decía Víctor) se está matando en trabajar, y ciertamente que le luce bien poco; ¿qué será lo que día y noche le ocupa? Si yo pudiera averiguarlo... mas no es fácil. Víctor a pesar de su imperfecta educación, sentía el respeto que merecen los secretos de los hombres, y respetaba también el sagrado del domicilio. Su curiosidad crecía por instantes, y ya iba perdiendo la esperanza de satisfacerla, cuando que las circunstancias decidieron lo contrario.

Hubo un día en que don Juan no salió de su cuarto: al siguiente sucedió lo mismo, y otro tanto observaron los vecinos tres días consecutivos, de modo que llegaron a recelar alguna desgracia. Víctor sobre todo estaba impaciente y afligido. Al fin llegada la noche del cuarto día, se resolvió salir por sí mismo de la cruel incertidumbre. Cuando todo estaba en silencio y la obscuridad reinaba en los diversos   —31→   tránsitos de la casa, Víctor encendió una vela y se dirige a la puerta del cuarto del vecino. Llama por primera vez, y nadie le responde... vuelve a llamar... y tampoco... mira por el agujero de la llave, y observa que ésta se halla colocada por dentro. ¿Qué habrá sucedido? Forcejea y mueve con violencia la puerta, cuya madera vieja y carcomida, cede a los primeros impulsos, y se abre al fin. Víctor se avanza precipitadamente hacia el interior de la habitación... un espectáculo lastimoso se ofrece a su vista. Don Juan tendido sobre su lecho y privado de conocimiento, apenas da señales de vida: la palidez de su semblante, la frialdad de su cuerpo, todo indica que hace algún tiempo que se encuentra en tan lastimoso estado. Víctor conoce que en tan críticos instantes la situación del infeliz don Juan reclamaba algunos más auxilios, que los que puede ofrecerle su buena voluntad; corre con precipitación, avisa a su padre, y de acuerdo con él, principian a tomar disposiciones. A pocos minutos hicieron venir en médico, que declaró después del examen facultativo que la enfermedad de su vecino había sido producida por una suma debilidad, por inanición... ¡Inanición! -exclamó Víctor-, ¡y sin embargo se hubiera dejado morir entre cuatro paredes, sin llamar en su socorro a ninguno de los vecinos! Tal vez el orgullo... Al cabo de una hora y a consecuencia de los remedios que se le aplicaron, don Juan recobró el uso de sus sentidos; pero no tardó mucho en caer en un delirio espantoso: he aquí algunas expresiones que articulaba sin orden ni concierto en el incremento de la fiebre. «La gloria... sueño fugaz... morir tan joven... sin haber hecho nada... sin hallar un editor... una obra tan útil... el fruto de tantos desvelos... perecer conmigo... sin haber visto la luz pública...». Víctor cree haber comprendido la situación de aquel infeliz. Don Juan es sin duda uno de aquellos jóvenes amantes de la gloria que la buscan a toda costa; un autor, un poeta tal vez de aquellos que mueren de hambre, por carecer de un nombre ilustre en la carrera de las letras, sin el cual no habrá un impresor que se tome la pena de leer su obra, ni se atreva a correr el riesgo de imprimirla...

La calentura y los demás síntomas alarmantes de la enfermedad, principian a ceder al día siguiente, a beneficio del cuidado y de los medicamentos; sin embargo, aunque esto basta a concebir esperanza de volverlo a la convalecencia, no podrá menos de ser larga y penosísima. Entretanto, Víctor va a la imprenta todos los días una hora más pronto, y sale de ella una hora más tarde de lo que tenía de costumbre. La familia observa este exceso de aplicación, y espera de él algunas utilidades.

Sucedían los días a los días, las semanas a las semanas, y los meses a los   —32→   meses, sin que el pobre don Juan pudiera levantarse de la cama. Llegó por fin el día apetecido, en que el facultativo le permitiera dar algún paseo por el cuarto. Los vecinos que durante su enfermedad le habían dado tantas muestras de aprecio, fueron a visitarle en el momento que supieron que iba a ponerse en pie. Don Juan débil como estaba, el primer paso que dio fue en dirección de la mesa de su escritorio... siéntase en una silla, y principia a registrar con impaciencia sus papeles: la agitación y el sobresalto se pintan de una manera lastimosa en su pálido semblante... continúa aún sus investigaciones, y luego que se convence de que el objeto de ellas ha desaparecido, dejando caer la cabeza sobre el pecho, prorrumpe en abundante llanto, exclamando entre sollozos con el acento de la desesperación: «Yo había compuesto una obra que era toda mi esperanza; mas durante mi enfermedad el manuscrito ha desaparecido; me lo han robado sin duda...». Al pronunciar estas palabras, Víctor que entra, le dice: «Nadie os ha robado el manuscrito, señor don Juan; yo lo he llevado para imprimirlo, y ya está; miradle encuadernado; forma un volumen regular. -¡Impresa! ¡Mi obra impresa! -¿Y cuál es el ángel consolador a quien debo tan grande beneficio? -Ninguno, señor don Juan; es obra de vuestro servidor. -¡Cómo! Yo te debo dos veces la vida, y quién sabe si mi celebridad. -Bien pudiera ser, señor don Juan. -¿Qué quieres decir con eso? -Que hay un cierto personaje que va con frecuencia a la imprenta y habiendo examinado ligeramente vuestra obra, dice que es de un mérito singular». Mientras don Juan examinaba una por una las hojas de su libro, los vecinos tenían fija su atención en Víctor, a quien su padre dirigió así la palabra. «-Ya conozco la causa que de dos meses a esta parte te ha detenido en la imprenta dos horas más de lo regular cada día. -Cierto, padre mío. -¿Y el papel? -Los tres reales que gano diariamente han sido destinados a este fin: la cantidad que faltaba, se ha cubierto por medio de una suscripción en el taller, a la que han contribuido todos los operarios». Al pronunciar estas palabras, un caballero entra, y dice a don Juan: «He tenido el gusto de leer vuestra obra, y vengo a proponeros la venta de ella». Don Juan aceptó inmediatamente... Luego que se hubo retirado, dijo a Víctor: «¿Cómo podré explicarte mi reconocimiento?: yo sé que no puedo ni debo hablarte de recompensa... -Tenéis razón, señor don Juan».

Esta primera producción colocó a don Juan en un lugar preferente entre los literatos; adquirió celebridad y está rico en el día: su amigo Víctor ha llegado a establecer una imprenta, donde se imprimen con elegancia y exactitud las obras que don Juan va dando sucesivamente al público. Víctor trabaja como para un amigo.



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ArribaAbajoEl colegial

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Madrecita mía: ¡dos meses y medio sin verte ni recibir carta tuya! Sin duda que debes estar muy enfadada conmigo cuando me haces sufrir un castigo tan terrible. Razón tenía mi maestro cuando se compadecía de mí, al oír tus amenazas de mandarme a un colegio; sin embargo, mi primo durante las vacaciones hacía una pintura tan bella de la vida del colegial, que yo deseaba por instantes que llegase el día de tus amenazantes promesas. Ahora conozco bien que el colegio no es una cosa capaz de inspirar horror, ni tampoco digna de las alabanzas que Eduardo describía. Trabajo mucho más que cuando estaba en casa, y también como con menos frecuencia. Nuestro director dice, que esto es muy provechoso y casi indispensable para hacer progresos en el estudio; pero yo creo que ha de haber alguna otra razón que mi penetración no alcanza para tratarnos de esta suerte... Considera, madre mía que a las cinco de la mañana ya todos estamos en pie. Aquí todo se hace al toque de campana, levantarse, acostarse, entrar y salir de las clases en las salas de estudio y de repaso. El tiempo está dividido matemáticamente: un cuarto de hora se destina para el acto de levantarse, lavarse y peinarse, otro para el desayuno, otro para la merienda... todo se cuenta por cuartos de hora: mas en cuanto a las clases y al estudio no se escatima tanto el tiempo, la más pequeña es de hora y media. Por esta razón no he podido escribirte antes; sin embargo, tú no me creerás, yo bien lo veo, juzgarás que enredo tanto como en casa y que me he olvidado de ti. ¡Ah, no! Tenemos un profesor en extremo severo porque nada nos perdona, y no obstante, le aprecio y todos le apreciamos. Cuando digo que todos le apreciamos,   —34→   podrá ser que me equivoque, porque has de saber que las clases del colegio se hallan divididas en dos bandos que mutuamente se hacen la más cruda guerra. En el uno se encuentran afiliados los muchachos de más aplicación, y que merecen la nota de buenos discípulos, a los cuales nos designan los contrarios con el nombre de fulleros; en el otro los holgazanes y revoltosos, a quienes nosotros llamamos bordoneros. Cuando por primera vez un alumno cualquiera verifica su entrada en el colegio, cada partido espera contarlo entre el número de sus adeptos, y emplea al efecto los medios necesarios. Los buenos discípulos le aconsejan y le dan avisos amistosos; los otros le hacen las promesas más lisonjeras, y si éstas no bastan, emplean las amenazas y le intimidan; entonces es cuando el nuevo colegial se ve precisado a figurar por el pronto en el partido de los revoltosos, y para no ser entre ellos el objeto de sus fiestas y sus burlas, tiene que pasar por ciertas pruebas que, dándole la reputación de valiente y travieso, sirvan a acreditar que es capaz de dar siempre un bofetón en cambio de un puñetazo, y de no ceder el campo a la razón en cualquier pelea. Entonces el nuevo alumno tiene ya derecho de alternar con los bordoneros, y es considerado como uno de ellos. Yo he pasado estos mismos trámites, pero si he adquirido la fama de muchacho de valor, ha sido a costa de ocho días de encierro, porque fuimos sorprendidos por el celador en el acto de la contienda.

En el colegio no es posible acusar a ningún condiscípulo, sin exponerse a sufrir las terribles consecuencias de la denuncia. Toda una clase se dejará castigar con resignación, antes que de ella salga ni un acento, ni una palabra, ni aun una seña que designe al único culpable. Los bordoneros nos proporcionan de vez en cuando escenas de esta especie, porque acostumbrados a la holganza, se emplean sólo en inventar diabluras. La otra mañana, por ejemplo, estábamos en la clase oyendo con atención las explicaciones del maestro, cuando el zumbido de un moscardón enorme nos hizo levantar la vista y observar con afán cómo buscaba un agujero por donde proporcionarse la salida. El profesor que llegó a advertirlo, quiso evitar nuestra distracción, y con un pañuelo pudo echarlo a tierra y ponerle el pie encima; mas no había concluido de despachurrarlo, cuando dos, tres, cuatro abejones más principian a volar por la sala, y después veinte, ciento y yo no sé cuantos, hasta que el zumbido desacorde de los moscardones, las risas de los discípulos, el chicheo y las voces del maestro, los estornudos de los unos y los chillidos de los otros, convirtieron por algunos instantes aquel sitio, destinado siempre al estudio y meditación, en un trasunto infernal de una casa de locos... imposible continuar la lección... al fin pasada aquella efervescencia, la   —35→   voz del maestro se dejó oír, volvieron las cosas a su ser, y todos los individuos de la clase sufrimos un castigo general... tres días de encierro a pan y agua sin que se llegara a saber ni aun por eso quien fuera el verdadero inventor de aquella tumultuosa escena. Pero como ya he dicho, no todos los colegiales son de la clase de los bordoneros; los hay tan buenos y aplicados que es un gusto contarlos por amigos. Un colegial interno debe tener dos de éstos, uno que pertenezca a la clase de internos y otro a la de externos. En los casos de prisión o encierro, son estos últimos los que la Providencia tiene designados como conducto por el cual dirige sus auxilios al pobre prisionero; de otro modo sería imposible satisfacer ningún género de capricho en el centro de la prisión, porque cada censor es un Argos, y el censor es un ente que se reproduce y se multiplica, y que en todas partes se encuentra. Además, los vicecensores, los inspectores y hasta el cancerbero ejercen a la vez las funciones que les están encomendadas respecto a la policía interior del establecimiento. Supongo que ya conocerás que este último personaje de quien hablo es el portero del colegio, sin cuya anuencia no se puede pasar una esquela, ni el más pequeño regalo, ni aun los buenos días de nuestros padres. Aquí todo es contrabando, y el cerbero es el vista de la aduana. También tenemos nuestros ahijados y nuestros padrinos, y como supongo que desearás saber qué es lo que esto significa, no puedo menos de decirte, que ahijado entre nosotros es un amigo, un hermano que todo lo divide por partes iguales con su padrino, sus juguetes, sus aleluyas, todo es común para los dos. ¿No te parece agradable este mutuo convenio? Yo tengo también mi ahijado, es un buen chico, de mi edad, que entró en el colegio poco después que yo. Los demás le hacían la guerra e inquietaban sin cesar, hasta que tomándolo bajo mi protección, declaré solemnemente que el que le hiciese daño, desde luego sería enemigo mío, y que nos veríamos las caras; de entonces acá, ninguno le ha insultado. Yo le quiero porque me ha tomado tanto cariño, que sería ingratitud no corresponderle; además, como él no recibe regalos de su casa, me evita la molestia de tomar de ellos la parte que pudiera corresponderme, y la pesadumbre de no poder hacer otro tanto con él. Es tan económico, que desde que nos hemos unido, soy ya más rico que antes, tenemos un caudal regular de pelotas, de plumas y de estampas; en fin, mi compañero es para mí lo que tú eres para papá, el arreglo y economía de la casa. ¿Podrás creer que hay algunos colegiales, que hacen una especie de especulación con esto de los padrinazgos? Pues figúrate que estás oyendo el diálogo siguiente entre el especulador y el inocente condiscípulo. «-Enrique, tienes un hermoso juguete. -Sí, me lo ha mandado esta mañana mi mamá.   —36→   -¿Por qué no me lo regalas? -Porque es mío. -Pues eres un mal compañero. -No, pero yo quiero conservarlo. -Está bien, pero cuando te acometen los otros muchachos, ya sabes que te defiendo siempre, en adelante te defenderás como puedas...». (El inocente chiquillo asustado con la amenaza, ya principia a dudar si capitulará o no.) «-Bien, vamos, pues te lo prestaré siempre que quieras. -Yo no puedo estar a cada instante pidiéndote esos favores, a Dios. -Oye, mira, ya te lo doy, tuyo es; pero me defenderás siempre, ¿no es verdad?» He aquí el negocio concluido. El pobre muchacho se queda con las manos vacías, aunque lisonjeado con la seguridad de la protección; sólo falta que reciba una prueba para conocer la falsedad del especulador padrino. Improvísase una pendencia, y éste toma partido a favor de su ahijado; pero aparenta dejarse vencer, y convenido con los otros, consigue aumentar la risa y el sarcasmo contra el sencillo dueño del juguete. Aún no te he hablado de la enfermería. La enfermería es el objeto de los afanes y de la esperanza de los bordoneros. Ir a la enfermería es para ellos ir al Paraíso, porque allí se pasa el día sin hacer nada, se levantan de la cama dos o tres horas después que el resto de los alumnos, y se acuestan dos o tres horas antes: por las mañanas se sirve leche con azúcar; en las comidas juegan manjares más delicados. El día en que después de mil tentativas inútiles, llega el holgazán a entrar en la enfermería, es el día de su triunfo. Nada le queda que desear, y los demás compañeros envidian su fortuna. No obstante, esta felicidad suele ser bien pasajera, porque rara vez se escapa a la penetración del enfermero la falsedad de las dolencias. En prueba de esta verdad, permíteme que te escriba una pequeña historia.

Uno de nuestros condiscípulos había alarmado varias veces inútilmente la tranquilidad del colegio con sus males de corazón, con sus cólicos, y con sus dolores terribles de cabeza; pero cierto día en que salió a comer en casa de sus padres, debió de cometer algún exceso, y se causó una indigestión. Quejose en realidad por la noche, y el médico del colegio fue a visitarlo, asegurando después que el muchacho estaba verdaderamente enfermo, y mandándole en seguida a la enfermería. A los dos o tres días ya la indigestión se había corregido; sin embargo, el real de corazón le repetía sin cesar, y no era posible siguiendo así, expedir el alta a nuestro enfermo. El enfermero, viejo astuto, que conocía bien las maulas de los señores bordoneros, hízose el desentendido de la picardigüela: lejos de echarla encara al paciente, en apariencia mostró sentimiento por su enfermedad; le previno que se acostase nuevamente, le hizo tomar algunas tazas de agua de tila, y trazó su plan curativo con aguas cocidas, caldos de pollo, y una lavativa por mañana y tarde. Julio (que   —37→   así se llamaba el muchacho lo sufría todo con resignación filosófica, porque esperaba que había de llegar el día de la convalencia, y con ella la leche azucarada, el vino puro y bizcochos de canela; pero nada, el enfermero cada día se manifestaba más convencido del mal estado de la salud del pobre chico. Cansado ya éste de sufrir sin conseguir su objeto, se atrevió a insinuarle que se encontraba mejor, que iba adquiriendo apetito, y que de buena gana comería un poco. El enfermero entonces le aseguró que se equivocaba, que aquel apetito era ficticio, ocasionado por la calentura, y al decir esto prorrumpía en expresiones de compasión. Dos días más pasaron, y Julio hizo saber al médico que se sentía ya aliviado hasta el extremo de tener hambre. El enfermero perseverante en sus trece, le aseguraba más y más, que estaba equivocado, que lo que él quería, podía serle perjudicial, y que por consiguiente no alteraría en nada por entonces el plan establecido. Seguía pues alternativamente el orden de los medicamentos, agua de tila, caldos y lavativas... Julio ya no podía sufrir más, ignoraba cómo salir de tan grande apuro. Vuelve a manifestar al enfermero que se hallaba ya perfectamente bien, que el único mal que le aquejaba era el hambre que padecía, y que si no estaba decidido a hacerle perecer de necesidad, podía darle de alta en el colegio... No, señor, le respondió el anciano astuto; pero si es verdad que os encontráis tan bueno como decís, os permitiré bajar a la clase y al refectorio. Julio reflexionó entonces que le habían conocido; y sin aguardar a oír por segunda vez la relación, sale de la enfermería, y dando saltos de contento, se dirige al refectorio, donde hecho dueño de un pedazo de pan, principia a devorarlo con ansia. Tal era el estado de la necesidad estomacal de Julio. Las lavativas y los jaropes habían durado ocho días, sin haber estado enfermo ni uno solo, y lo cierto es, que desde entonces acá la enfermería se encuentra desocupada siempre.

Lo que es curioso y digno de observación, es un día de salida general del colegio: desde bien temprano presenta su interior un aspecto del todo diferente al de otros días. No hay más que ver un colegial para saber al instante, si es de los que salen o de los que se quedan. Los señoritos cuyos padres habitan la misma población, se dejan conocer, porque lo primero que se procuran por medio de un colegial externo, es, un bote de pomada, y uno pequeño de bola para dar lustre a los zapatos. El uno se improvisa una almohadilla de papel, que sirva de base a su corbata, el otro busca aquel mismo papel poco después inútilmente para limpiar en él las tenacillas con que ha de rizarse sus cortos cabellos. Los semblantes se observan o bien alegres o bien tristes... alegres los de aquellos que deben salir al instante; tristes los que sin estar castigados no   —38→   pueden salir del colegio, porque los infelices muchachos no tienen en la ciudad parientes ni amigo alguno. Cuando el cerbero se presenta en la puerta de la sala para pronunciar un nombre, todas las miradas se dirigen hacia él. En aquel instante no es ya el cerbero: es Juan, el buen Juan, y Juan sabe aprovechar la ocasión para darse importancia: este día es el de su desquite, el de su revancha; porque has de saber que es indispensable tener contento a Juan en un día de salida. Se puede muy bien pasar sin dilación el recado competente, y también puede, que es lo más atroz, contestar a la madre que va por su hijo: «Señora, el pobre niño está castigado con la pena de retención»; y de esta manera convertir en tristeza y pesar la alegría de un pobre colegial, que espera la llegada de su madre. Este proceder de nuestro portero, se había hecho ya notorio, y Juan ha sido relevado en este día del cargo que ejercía. Creyó que los actos de venganza podrían presentarse siempre como muestras de su celo, pero se engañó, ya vez, era un error.

Madrecita mía: por mí, por tu pobre hijo, que hace ya dos meses te espera inútilmente, y siente palpitar su corazón, cada vez que el cerbero se presenta. Ven ya, cada día que pasa, me hago la ilusión de que habrás perdonado ya mis errores, y que es mi nombre el primero que se va a dejar oír. Mas ¡ah! ya hace cuatro días que no me es posible contener las lágrimas, cuando llegan las dos de la tarde, porque cuatro días de salida han pasado sin que te haya llegado a abrazar. ¡Oh! yo daría cuanto hay en el mundo por verte pasar por la calle siquiera. Dilo, madre mía, ¿no es verdad que el domingo próximo te podré abrazar? ¡Día de ventura! ¡Dios mío! Me parece que no podré separarme de tu lado ni un solo paso. ¡Con esta idea tiemblo de alegría! Ven, ven, madrecita, tú no querrás que muera de inquietud y de pesadumbre, un hijo que tanto te ama; y al que estoy seguro amas tú también al mismo tiempo, con el afecto más cordial y sincero.

Tu hijo Luis.



  —39→  

ArribaAbajoEl instructor

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Ya se sabe que en las escuelas públicas suele confiarse la instrucción de una sección o de una clase a cualquiera de los niños perteneciente a la inmediata superior, y que este niño es conocido entre nosotros con el título de Instructor, Inspector o Monitor, según los diversos sistemas establecidos en ellas. De todos modos este es un cargo honorífico debido sólo al mérito y a la aplicación. El niño que escucha con cuidado las advertencias y los consejos de su maestro, que aprende bien su lección, que constantemente asiste a la escuela, que por su afabilidad, su modestia y su buen carácter, así como por el aseo y limpieza en el cuerpo y en el vestido, se distingue de los demás, puede esperar verse condecorado un día con el cargo envidiable de Instructor. Verdad es que no por esto se exime del estudio que le corresponde según el grado de instrucción en que se encuentra; antes bien debe redoblar sus esfuerzos para presentarse siempre a sus condiscípulos como modelo de laboriosidad y de constancia en el estudio. En recompensa de este doble trabajo disfruta de la consideración y del aprecio de su maestro: ejerce las funciones de éste cuando no se encuentra delante, como que le representa, y es en realidad su inmediato delegado.

Teodoro a quien vosotros conocéis, entró en una escuela a los diez años de edad, porque la ignorancia de sus padres que pertenecían a una clase infeliz, les había hecho desconocer hasta entonces los bienes que su hijo pudiera reportar de su primera educación, y   —40→   porque en aquella época no era conocido todavía el establecimiento de las escuelas lancasterianas, a las que concurren en el día infinidad de niños de tierna edad, que sin ellas vagarían abandonados por las calles y expuestos a la intemperie y otras muchas contingencias de que el patriotismo y la filantropía de muchos particulares y de una corporación ilustre, les han precavido con la instalación de los asilos indicados.

Teodoro por tanto había pasado los primeros años de su infancia entregado, por decirlo así, al cuidado de la naturaleza. Desatendida absolutamente su educación física, viciada por el mal ejemplo de sus ignorantes padres su educación moral, entorpecido por ambas razones el desarrollo de su entendimiento, había llegado a la edad de diez años como queda dicho, y avocado a otra edad en que necesariamente la ignorancia y el error le hubieran lanzado en la carrera del crimen, continuaba hecho un holgazán, sin ejercitarse sino sólo en ciertas travesuras que sus incautos padres aplaudían.

El alcalde del pueblo en que habitaba había fijado su atención en esta familia, y desde luego creyó que haría un gran servicio a ella y al estado, procurando entregar al dominio de la educación aquel niño que de otro modo sin duda hubiera sido víctima de la ignorancia y del infortunio. Amonestó y reconvino a los padres para que mandasen a su hijo a la escuela, lo que se verificó en efecto. Teodoro no obstante tenía un fondo de honradez, que explotada hábilmente por su maestro, produjo los resultados más ventajosos. Las máximas de sana moral, los principios de verdadera religión, las reglas de urbanidad y de política, todo se iba grabando en su corazón y en su memoria a proporción que hacía progresos en su instrucción literaria. Bien pronto tan recomendable conducta le proporcionó el más distinguido aprecio del profesor, y fue elegido por el mismo para el cargo de Instructor con destino a la clase de los principiantes. Teodoro sin embargo pertenecía ya a otra más adelantada en que se ejercitaba con esmero diariamente antes de la hora de emplearse en enseñar el alfabeto y las sílabas a sus pequeños condiscípulos. Causaba no menos admiración que entusiasmo ver aquel muchacho que antes era el más enredador y travieso, ejerciendo entonces, aunque en línea muy inferior, el magisterio de primeras letras. La afabilidad con que trataba a los niños más pequeños confiados a su cuidado, la paciencia con que repetía las sílabas que equivocaban, la dulzura con que les corregía y el interés que se tornaba en su instrucción, hacían en la clase que se confiaba a su cuidado inútil la presencia del maestro, que a cada paso le colmaba de elogios y premiaba distinguidamente su mérito y aplicación.

De instructor de la primera clase pasó a ser Repetidor, a la vez que adelantaba   —41→   en las clases de sus particulares estudios. Teodoro era en realidad el Instructor perpetuo de la escuela. Inútil es advertiros que jamás fue reprendido ni castigado públicamente, porque ya sabéis que los niños investidos de este carácter, deben conservar inalterable su prestigio, a cuyo fin son tratados con cierta consideración hasta por el profesor mismo: de suerte que la primera falta que cometen basta a privarlos del honroso cargo de Instructor, imponiéndoles después la pena a que se hayan hecho acreedores.

Teodoro había adquirido a los tres años de estar en la escuela los conocimientos elementales más necesarios en el trato social, y sobre todo una forma de letra gallardísima, que llamaba la atención de cuantos habían visto sus planas.

Los padres, siempre pobres, carecían de los medios de proporcionarle una carrera análoga a la instrucción preliminar que había adquirido y a las buenas disposiciones con que contaba; ni se hubieran tomado mucha pena por ello, aunque los tuvieran, porque no habían tocado todavía los beneficios materiales de la instrucción primaria.

Cierto día vieron entrar en su humilde habitación un caballero que por la elegancia de su traje y nobles maneras daba a conocer la distinguida clase a que pertenecía. Preguntó desde luego por Teodoro, y manifestó deseos de llevarlo en su compañía para proporcionarle en su misma casa una decente colocación, con cuyo producto podría atender por el pronto a sus primeras necesidades, y aun a contribuir a mejorar la infeliz suerte de su familia. Si sorprendidos estaban los padres de Teodoro al oír de boca del desconocido tan lisonjera oferta, no lo quedaron menos al ver que al despedirse de ellos llevándose al muchacho, les entregase un bolsillo con algunas monedas, diciéndoles: «Teodoro es un niño muy apreciable por su aplicación y sus virtudes; lee y cuenta muy bien, y sobre todo tiene una gallardísima letra. La educación es quien ha producido estos beneficios; por ella vendrá a ser Teodoro un día el consuelo de su familia, la delicia de sus amigos y quién sabe si el apoyo de su patria de otro modo; acaso el infeliz hubiera perecido de miseria, y ustedes tendrían que llorar toda su vida.

Desapareció el desconocido, llevándose a Teodoro con el beneplácito de sus padres, después de haberle dejado las señas de su habitación. En otro cuadro veremos a este niño en situación muy diferente de la en que lo hemos visto de Instructor.



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ArribaAbajoEl escribiente

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El conde de la C. habitaba en una casa magnífica en México. Poseía grandes riquezas, y tenía para el manejo de sus intereses, su secretaría correspondiente con varios dependientes, su contador y su mayordomo. Sin embargo, necesitaba del auxilio de un joven a quien pudiera confiar los negocios más secretos de familia, y que a una forma de letra correcta y cursiva, uniese la honradez y la prudencia necesarias para el desempeño de tan delicado cargo. Este conde era aquel mismo personaje que había sacado a Teodoro de la casa paterna para hacer su felicidad, y Teodoro fue elegido para las funciones de secretario.

Desde el instante en que Teodoro tomó posesión de su nuevo empleo, fue más bien que el dependiente de la casa del conde, el amigo del mismo. El trato afable y cortés del conde le hacían apreciable aquel género de vida, al mismo tiempo que su gratitud, su actividad y su celo le aseguraban cada vez más en la posesión de la confianza de su protector. Teodoro estaba encargado de la correspondencia privada del conde, y del curso de los diversos expedientes, que relativos a sus intereses pendían en los tribunales. En una palabra, era el escribiente, el secretario y el agente general del conde.

Con el sueldo pequeño que desde luego le fue señalado, socorría las necesidades de sus infelices padres, y se equipaba de cuanto era preciso para presentarse en la calle con un traje decente.

Todas las mañanas entraba temprano en el despacho del conde, y después de escribir algunas cartas que él mismo le dictaba, salía a averiguar el estado de los expedientes, y llevaba los atrios a   —43→   recoger la firma, unas veces del procurador y otras del abogado, con lo que activaba notablemente el curso de los negocios. Si algún rato le quedaba desocupado en leer y en estudiar cosas que pudieran serle de grande utilidad, cuya calificación era hecha previamente por su principal, como hombre entendido, y tan entusiasta por los progresos de la educación, como habréis podido inferir de su noble comportamiento. Cuantos conocimientos eran aplicables a la edad y al estado de Teodoro, otros tantos le procuraba el conde, pagando los maestros que le enseñaban, y dándole los libros indispensables. Estudió gramática latina y luego filosofía... graduose después de bachiller, haciendo los ejercicios literarios más brillantes que se habían visto hasta entonces en la universidad, y en seguida emprendió la carrera de leyes, bajo los mismos auspicios de su protector, y sin desatender, por supuesto, las obligaciones de escribiente. Cuando el estudio se toma con afición, no es molesto ocuparse de alguna otra cosa a la vez: ya sabéis vosotros que muchos estudiantes cuyas familias no pueden suministrarles los recursos necesarios para vivir, adoptan el de ponerse a servir en cualquier casa principal, con la condición de que les permitan emplear en el estudio de su carrera las horas indispensables. Pues bien, estos infelices que a tanta costa adquieren su instrucción, y que tantos malos ratos y tantos sacrificios hacen por obtenerla, son por lo general los que más adelantan. Conocen que la educación es su único patrimonio, y como no tienen padres ni hermanos que los cuiden y acaricien como vosotros, redoblan sus esfuerzos de una manera prodigiosa, hasta salir con el auxilio de la educación, del estado de dependencia en que se encuentran.

Teodoro se hallaba con corta diferencia en semejantes circunstancias; pero su natural aplicación al estudio le hubiera hecho seguramente aun en cualquiera otro caso un escolar distinguido.

Llegó al término de su carrera, habiéndose hecho cada día más digno del aprecio de su principal. Los conocimientos que había ido adquiriendo durante sus estudios en la ciencia del derecho, le sirvieron de mucho para el manejo de los negocios contenciosos del conde, quien conocía palpablemente las ventajas que le resultaban de haberlos fiado desde un principio al celo, actividad e inteligencia de Teodoro.

Graduose de licenciado, y obtenido el título, instaló su bufete, siempre bajo la protección del conde, que agradecido a sus buenos servicios, se había propuesto no abandonarle jamás. La fama de Teodoro se había generalizado, porque su voz enérgica se oía de continuo en los estrados, y en defensa de la inocencia y de la razón penetraba hasta el corazón de los jueces. Teodoro era ya un gran abogado, y había principiado a hacerse rico. Sus padres habían mejorado notablemente de situación, porque Teodoro les había proporcionado recursos para comprar unas tierras y hacerse propietarios. Entonces conocieron los beneficios de la educación: recordaban con placer las advertencias y los consejos del señor alcalde, y se reprendían a sí mismos el descuido de no haber mandado antes a su hijo a la escuela.

No tardó mucho Teodoro en ser nombrado   —44→   juez de la audiencia, porque sus méritos particulares y las relaciones del conde le proporcionaron en breve el elevado carácter de magistrado. Entonces le fueron más que nunca útiles las ideas provechosas de sana moral que había adquirido siendo niño, en la escuela de primeras letras.

Hallábase cierto día como juez competente en la vista de un proceso, formado contra dos hombres criminales, acusados de haber causado fraudulentamente la ruina de una familia respetable. Desde el momento en que el relator principió la lectura del extracto de la causa, notose en el semblante de Teodoro la impaciencia y la agitación de que estaba poseída su alma. Escuchó sin embargo a éste, al fiscal y a los abogados, y concluido el acto, quedó solo con los demás jueces para pronunciar la sentencia, que fue como era de esperar arreglada a justicia, mandando la devolución de los intereses usurpados a su dueño respectivo, y castigando con una pena correccional, más el pago de las costas del proceso, a los usurpadores. Teodoro se retiró a su casa con la satisfacción de haber administrado justicia, devolviendo a una familia apreciable los bienes de su fortuna; mas todavía sentía él en su interior una satisfacción doble, hija de algo más que de un feliz presentimiento. Al siguiente día un anciano respetable llama a la puerta de Teodoro. Era el hombre honrado a quien en un acto de justicia acababa de devolver los bienes de su fortuna, y con ellos el reposo de su vejez. El deseo de dar gracias a un juez que tan bien había sabido comprender los deberes de su ministerio, era el que le había movido a dar aquel paso de pura atención y cortesanía.

Teodoro en vez de esperar que el anciano entrase hasta su bufete, para recibirlo con la gravedad y la etiqueta que reclamaba la dignidad de su estado, corre presuroso a su encuentro, y le recibe en sus brazos. El anciano sorprendido de tan inesperada demostración, no sabía qué hacer ni qué decir, hasta que Teodoro conmovido exclamó: «¿No os acordáis de aquel Teodoro a quien con tanta afabilidad y con tanto cariño enseñasteis las primeras nociones de su educación? Vos erais mi maestro cuando yo obtuve en la escuela el cargo de Instructor: vos imprimisteis en mi alma los sentimientos de honradez y de virtud que me acompañarán hasta la tumba: vos establecisteis la base de mi carrera, y haciéndome entrar en la senda del deber, inspirándome afecto al estudio y estimulando mi aplicación, hicisteis de mi ser que apenas tenía de racional más que la figura, un hombre moralmente perfecto: me arrancasteis de la miseria y de la ignorancia, y tal vez de los brazos del crimen para hacerme apreciar los conocimientos humanos, las excelencias de la religión y de las virtudes sociales: por vos disfruto en el día de bienes y de honores: por vos viven cómodamente mis queridos padres: por vos existo, mi amado maestro, y por vos, en fin, he tenido la dulce satisfacción de contribuir a que se os administrase pronta y recta justicia. Nada tenéis que agradecerme; he cumplido mi deber: ahora pensad en qué podré seros útil particularmente». Entráronse ambos al cuarto de Teodoro, donde se reprodujeron las demostraciones de recíproco afecto, y las consideraciones más filosóficas sobre la importancia de la primera educación, y el aprecio y respeto que debemos siempre a los maestros de quienes recibimos tan inapreciable beneficio.



  —45→  

ArribaAbajoVolatín o el saltín-banqui

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He aquí un ser verdaderamente indefinible: la existencia del volatín ofrece a la vista del filósofo tanta variedad, tanta irregularidad y tanta anomalía, que casi toca en lo imposible hacer su verdadero retrato, sin dejar escapar alguno de los accidentes notables de su vida. ¿Cómo se ha de representar con verdad la no interrumpida serie de contratiempos y reveses que acompañan a aquel ser desgraciado y feliz a un mismo tiempo, para el cual son familiares la miseria y la abundancia, la alegría y el dolor, el reposo y la fatiga? Para sobrellevar tanta agitación y el singular influjo de tan contrarios efectos, es preciso haber recibido de la naturaleza un temperamento particular, y un carácter de aquellos privilegiados que resisten la desgracia con resignación y sin abatimiento, que se entregan con facilidad al placer cuando la ocasión se presenta, y que sacando partido de todo, procuran que se presente a cada paso. ¡Desgraciado el que sin una vocación formal y sin los requisitos indicados, se ingiere como por acaso en esta carrera de tan difícil camino, y tan lejano término! Como carezca de la facultad de amoldar sus deseos a las circunstancias, y de aquella flexibilidad moral que tan indispensable es para el caso, los días de su vida estarán sembrados de disgustos, sin ningún género de recompensa; porque indudablemente, todo cuanto contribuya a satisfacer los caprichos de su principal o de sus camaradas, todo redundará en perjuicio suyo. Voy a referiros los más singulares contratiempos de su educación especial, porque conviene   —46→   que sepáis cuánto ha de trabajar en el aprendizaje de saltín-banqui o maromero, educación que le cuesta más lamentos y más lágrimas, que los rudimentos de latín producen a un mal estudiante cuando da con un severo preceptor. Es verdad que aquí no hay disciplinas ni palmetas; pero en cambio el bastón del director se hace pedazos en su espalda, o la punta de la bota le hiere más abajo. Los maestros de esta clase de enseñanza no reparan en pelillos: a la primer falta, al primer desliz regalan al pobre muchacho un sinnúmero de puntapiés. «-Veamos: la cabeza en el suelo y los pies en el aire... más derecho... bien, a ver cómo andas con las manos sin variar de posición... holgazán, el salto mortal... el salto de la trucha... ahora de pie derecho... a ver cómo nos encorvamos hacia atrás hasta tocar con la cabeza en tierra. Garbo y limpieza requiere esta posición. Bravo. Veamos ahora el equilibrio del candelero. Ahora el equilibrio sobre una mano...». Considerad que el pequeño aprendiz no queda instruido en estos pequeños ejercicios, sin haber dado antes mil porrazos, sin haberse estropeado las manos, magulládose los miembros, y rótose alguna vez la cabeza. Pasada toda una tarde en tan penosos ejercicios, el saltín-banqui novel estropeado, encorvado y desfallecido, obtiene por recompensa un pedazo de pan seco, si lo hay, y la facultad de acostarse sobre el suelo para descansar de las fatigas del día, y prepararse a dar principio a las del siguiente. Sin embargo, el director todavía se le acerca, y en forma de plegaria le dirige un pequeño discurso: «Oye, holgazán, acostumbrándose al trabajo y a las privaciones, es como se consigue un día dominarlas sin violencia. Así es como yo principié mi carrera».

A la verdad, imposible parece, a no haber sido un hombre contrariado desde su infancia, que pueda soportar con resignación y sin menoscabo de salud, el género de vida que observan estas gentes. Creo inútil describir minuciosamente los detalles de su historia. Casi siempre depende de la inclinación natural que le pone en el caso de elegir uno de los muchos ramos en que se divide el principal de esta industria. Podrá muy bien escoger la facultad de jugador de manos, la de maromero, la de director de un tutili-mundi, y podrá también si sus facultades físicas lo permiten, ser un Hércules, o un Alcides, o un domador de fieras, y aun si su ambición lo lleva más allá, hacer un papel brillante entre la compañía de equitación del Circo; más si nada de esto sucede, si la desgracia le condena a ser un pobre charlatán, un miserable fullero, entonces se verá precisado a ir de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, para mantener su infeliz existencia a costa de la ignorancia y la sencillez. Le veréis en medio de las plazas públicas con la cara tiznada de varios colores, y adornada de largo bigote, con su   —47→   sombrero de tres picos, y su vestido encarnado lleno de galones y lentejuelas, y con sus botas de campana: o ya oiréis su voz penetrante cuando anuncia al publico que acaba de llegar de Prusia, de Turquía o de la China. Allí es donde ha adquirido el bálsamo maravilloso, el elixir de la vida con el que se curan todos los males y todos los dolores... «Señores, la receta contra la muerte: el que la compre no se morirá en toda su vida... Venid a haceros inmortales». Así es como el picaruelo con su varita de virtudes y sus polvos de la madre Celestina, obtiene algunos medios y va ganándose la vida; pero ya ha llegado al término de su carrera, y esta ofrece bien pequeñas ventajas: un real o dos al día son premio muy escaso a su grande habilidad para inventar patrañas y crear embustes. También repugna a nuestro héroe este género de vida, porque fullero y todo, tiene sus migajas de conciencia, y dotado de gran penetración, se deja llevar de la inclinación que le conduce a otra carrera un poco más elevada. En efecto, el Sr. Micou, director de una compañía de saltín-banquis, admite en el seno de ella a nuestro joven fullero, y desde aquel momento su situación y sus costumbres varían de todo punto. Aquí ya no es él sólo el director, el autor, el protagonista de la farsa: hay otros que ejercen cada cual sus funciones respectivas; uno que baila la sobre la cuerda floja y hace toda clase de equilibrios; otro que desempeña las actitudes de fuerza, llevando una pieza de cañón sobre el brazo extendido, otro en fin, presenta al público el prodigioso espectáculo de la desarticulación. Al pequeño volatín le fueron cometidas las funciones de payaso.

Grandes progresos hizo en poco tiempo este joven caricato en el arte de hacer reír a los espectadores; y aun cuando Micou conocía su valor, llevado alguna vez de su imprudente cólera, lo maltrataba seriamente. Cierto día hallábanse en la posada donde habían fijado su residencia el director Micou y el pequeño saltín-banqui. Un diálogo, sencillo en su origen, vino a hacerse bien pronto desagradable disputa. Quería Micou que el pobre muchacho, además de las funciones de payaso, desempeñase las de otros cargos del todo diferentes, pero sin que por esto aumentase un real de su salario. El chicuelo negábase abiertamente, y Micou al verse contrariado, principió a llenar de injurias y de insultos a su joven dependiente; mas este tuvo valor para decirle con dignidad y entereza, que allí no estaban en la escena, que ningún derecho tenía a tratarle de tal modo, y por fin, que no quería sufrir los denuestos y las injurias que injustamente le prodigaba, a cuyo fin estaba resuelto a dejarle y a abandonar su compañía. Micou enfurecido, exclama lleno de coraje: «-Cómo se entiende, bribón, dices que te irás, que dejarás mi compañía; ahora lo veremos: ¡pan! ¡pif! ¡paf!... Toma, pícaro   —48→   gana-pan». Y el muchacho gritaba: «Socorro, socorro». Varias voces se oyen en el interior de la posada, que manifiestan haber en ella personas que se duelen del triste padecer del infeliz muchacho.

UNA VOZ.-   (Fuerte y nutrida.)  Maese Micou, ¿por qué maltratáis a ese niño?

MICOU.-  ¿Por qué? Quien quiera que seáis, eso nada os importa: dejad que me ocupe yo de mis negocios, y pensad vos solamente en los vuestros.

LA MISMA VOZ.-  ¿Cómo que nada me importa? Al hombre de bien importa siempre proteger la debilidad contra la fuerza opresora; y desde este instante me declaro protector de ese niño; me encargaré de él, y daré cuenta si es necesario a la policía y a su padre.

MICOU.-  Repito que nada tenéis que ver con él.

UNA VOZ.-   (Que parece oírse en la calle).  Ya están aquí los guardas. Esta compañía de saltín-banquis está acusada de haber robado.  (Al oír esta palabra huyen en direcciones diversas, y hasta el mismo MICOU echa a correr). 

 

(Un hombre grave y formal en la apariencia, penetra en la habitación, donde solo y afligido había quedado nuestro pobre SALTÍN-BANQUI).

 

SALTÍN-BANQUI.-   (Al verlo.)  Señor, yo no sé si he hecho bien en quedarme. Acaso aunque inocente, podréis tenerme algunos días en la cárcel; soy inocente.

DESCONOCIDO.-  Tranquilizaos, amiguito, nada hay de policía ni de latrocinios: he tenido la humorada de dar los gritos que habéis oído para alarmar y poner en fuga a Micou.

SALTÍN-BANQUI.-  Verdad será, señor, pero lo cierto es que las voces se oían en la calle...

DESCONOCIDO.-  Sí, hijo mío, ese efecto prodigioso se consigue hablando de cierta manera, con cierto arte que se llama ventrílocuo.

SALTÍN-BANQUI.-  ¡Ah señor! Cierto que es una maravilla; ¿queréis enseñarme a hablar de ese modo?

DESCONOCIDO.-  Ya veremos: entre tanto, si quieres venirte conmigo, pasemos al cuarto inmediato, que es el que yo habito, y tendré mucho gusto en que me cuentes tu historia.

SALTÍN-BANQUI.-  Con mil amores, señor: ya estoy a vuestras órdenes.  (Y pasaron a la habitación del ventrílocuo, en donde el VOLATÍN dijo de esta manera.)  Yo, señor, me llamo Bautista Calonge: nací en el pueblo de Atlixco, a pocas leguas de la famosa ciudad de Puebla. Mi padre es un pobre cantero, y aunque miserable, trató a su tiempo de obligarme a ir a la escuela; mas era yo tan enredador y desaplicado, que solamente aprendí a leer y escribir medianamente. Tenía sólo diez años, cuando me sentía más inclinado a esto de ver comedias y representar farsas y sainetes con otros condiscípulos, que a estudiar la lección y ayudar a mi padre en su penoso ejercicio. Esta inclinación fue creciendo por instantes hasta llegar a hacer en   —49→   mi alma el efecto de una pasión vehementísima. Yo leía con afán comedias, recitaba con entusiasmo los trozos más principales, y aun a veces me hacía compositor. ¡Qué comedias, Dios mío! Tales eran mis ocupaciones, y tal fue siempre mi idea fija. A la sazón pasó por mi pueblo un hombre ya anciano que llamaba la atención del público con sus polvos celestinos, su varita de virtudes: entablé relaciones con el viejo, y él que notó mi disposición, no se descuidó en hacerme la pintura más bella de aquella vida holgazana, presentándome todas sus ventajas, y callando con estudio sus multiplicados percances. Según él, la historia del fullero era el bello ideal de la ciencia cómica. Cuidé muy poco de hacer comparaciones, y sin reflexionar que su edad y su fortuna estaban en contradicción con sus palabras, las creí de buena fe, y me propuse seguirle. Mi padre se oponía como era de esperar a semejante resolución; pero fueron tantas y tales mis súplicas y mis ruegos, que cedió al fin, aunque yo creo que con la idea de que tocase por mí mismo el desengaño. Salimos del pueblo el charlatán y yo, después de formalizado el contrato en que él se obligaba de buena voluntad a enseñarme los secretos de su ciencia. En los primeros días y mientras que mi nuevo director recelaba todavía que pudiera abandonarle, me trataba con mucha afabilidad y con notable cariño. Los incidentes propios de un viaje, los diversos pueblos que recorríamos, los aplausos de la ignorante multitud, todo era para mí motivos de satisfacción y de alegría. Pero mis ilusiones duraron poco. Al afecto aparente y a la franqueza más amable, sucedieron los malos tratamientos, la opresión, la hambre y la tiranía. Resuelto a abandonar aquel género de vida tan penoso, hubiera desertado sin duda del lado del viejo fullero, si una enfermedad violenta no le hubiera separado a él de este mundo, y héchome dueño de su equipaje, de sus secretos y sus enseres. Entonces fue cuando conocí la verdadera mentira de esta profesión en la apariencia, mucho más cuando llegué a tocar por mí mismo los escasos productos que dejaba. Y aburrido de tanta infelicidad, traté de agregarme a una compañía bien organizada de lujosos saltín-banquis. Maese Micou era el director, bajo cuyos auspicios, y mediante un contrato formal, entré a ejercer de nuevo mi antigua profesión, aunque en escala más lucida. Micou sacó todo el partido posible de mis disposiciones naturales, y su trato en los principios era semejante al que durante algún tiempo había recibido con placer de mi difunto maestro de fullerías; pero después vinieron los insultos y las injurias; luego las amenazas, y tras éstas los porrazos. Más cruel   —50→   Micou todavía, ni aún me dejaba la libertad de escribir a mi padre, y si alguna vez le dirigía una carta, había él de dictarla, haciéndome firmar lo contrario de lo que sentía. No quiero molestaros con la narración de las penas que han acibarado mi existencia mientras he permanecido a su lado, porque ya los podéis imaginar después de haber oído la reyerta que Micou ha provocado, y la conversación en que nos habéis sorprendido». Permitidme ahora que os pregunte: ¿qué es lo que puedo esperar de vuestra bondadosa intercesión? No os ofendáis por eso: decidme, ¿qué queréis hacer de mí?

DESCONOCIDO.-  Pienso dedicaros a la escena, quiero que seáis cómico.

SALTÍN-BANQUI.-  ¡Ah! ¡Qué dicha! ¡Dios mío! Estoy loco de contento. ¿Podré saber quién es mi bienhechor? ¿A quién debo tanta fortuna?

DESCONOCIDO.-  Por ahora, basta que sepas que el que trata de hacer tu felicidad, posee los medios de proporcionártela.

 

(El DESCONOCIDO baja de su cuarto llevando de la mano al joven BAUTISTA: ambos suben en un hermoso carruaje, que los conducirá sin duda al sitio en que el pequeño SALTÍN-BANQUI dejará muy pronto su ridículo traje y su penosa suerte).

 

  —51→  

ArribaAbajoEl cómico

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Ya recordaréis que Bautista, el pequeño saltín-banqui, volatín, fue arrancado de su posición desgraciada y dedicado al estudio de la declamación.

Precisado yo a describir la historia del joven cómico, pude conseguir de mi padre, que mediante sus relaciones obtuviese para los dos billetes de convite a la función dramática, que la noche del segundo día de la Pascua iban a ejecutar los alumnos en un colegio: el teatro, nada tenía de particular, porque aunque decentemente adornado e iluminado con profusión, no pasaba de ser una sala dispuesta a este fin, con la diferencia de que no presentaba la forma semicircular de los otros teatros públicos. La orquesta dio principio a una agradable sinfonía, y se levantó el telón. El drama que se ejecutaba era Florentina, pieza en un acto; Bautista que hacía el papel de don Fabián, me parecía en aquel momento tan tímido y entrecortado, que me hizo dudar por el pronto del buen éxito de su empresa a aplaudirle estrepitosamente, y muchos de los circunstantes que sin duda habían comprendido mi intención, hicieron otro tanto.

Bautista cobra ánimo de repente y adquiere la energía que la timidez le había embargado. Nuevos aplausos suenan después; pero entonces eran ya merecidos. Bautista iba sacando todo el partido posible de su papel, y hubo escenas en que se manifestó tan poseído del carácter y de la situación que representaba, que no pudo menos de parecer sublime a los ojos del público. La pieza continuó y se concluyó a satisfacción de todos, y Bautista fue nuevamente aplaudido al fin y coronado en medio del escenario. Este es el premio más estimable para cualquier actor.

Salimos del teatro muy complacidos, y como yo   —52→   manifestase a mi padre deseos de dar la enhorabuena a Bautista, me condujo al vestuario de los cómicos, donde al momento encontré al joven actor: Bautista, mirado de cerca, no parecía el mismo que acababa de salir de las tablas. Aquel color exagerado que daba a su semblante en la escena el carácter de una edad provecta, no era otra cosa que el resultado de una porción de líneas pintadas hábilmente en su cara, para designar las arrugas que produce la edad en el rostro de los hombres. El sonrosado de sus mejillas estaba sostenido por otros toques de pintura, que no eran en realidad sino dos manchas encarnadas que contribuían a dar a su fisonomía, considerada de tan cerca, el aspecto más ridículo. Otro tanto se observaba en los adornos de su traje. Lo que parecía desde la luneta oro puro y resplandeciente, aquellos galones y exquisitos bordados, eran sólo tejidos dorados de lo más ordinario que se fabrica. A pesar de todo, mi diestra no tardó en enlazarse con la de nuestro cómico, para asegurarle la satisfacción con que había presenciado la función en que él había tenido tan buena y acertada parte. Bautista correspondió finamente a estas demostraciones afectuosas, y yo le repetí la enhorabuena. Le preguntamos si estaba contento de su nueva carrera.

«Mucho más de lo que podéis figuraros, nos dijo: La dicha de que disfruto en el día me hace conocer con toda exactitud el grado de desventura a que me habían conducido las funciones de volatín: ¡Qué diferencia! cuando considero aquella situación y la comparo con la presente, no puedo menos de dar gracias al cielo por haberme proporcionado un cambio de fortuna tan apreciable. Aquí soy tratado con decoro y con dignidad: no me veo obligado a ser el objeto de la risa estrepitosa de un público ignorante, o de los dicterios y las insolencias a que con frecuencia se entregaba el mismo. Tampoco me mortifica el carácter brutal de aquel Maese Micou que comerciaba tiránicamente con la delicadeza y el amor propio de los que estaban bajo su dirección. Aquí tenemos la seguridad de ser elogiados cuando lo merezcamos, al mismo tiempo que de reconocer nuestros errores artísticos; mediante una prudente crítica. El público ante quien nos presentamos es circunspecto y tolerante. Para obtener su aprecio hacemos nosotros los esfuerzos más considerables, porque ya conocéis que nuestra corta edad ofrece dificultades casi insuperables para conocer y entender bien el espíritu del diálogo, penetrando en la mente del autor, hasta dará sus intenciones la expresión que él mismo ha concebido. Las inflexiones de la voz, la posición escénica, la variación del semblante, todo está sujeto a ciertas reglas que deben tenerse presentes, y cuya aplicación con sus correspondientes modificaciones tiene por base la inteligencia del actor. Pero con el auxilio de nuestros maestros que nos   —53→   presentan a cada paso por modelo a los sabios artistas, procuramos seguir sus pasos, y a fuerza de estudio y de trabajo adelantamos en esta carrera. Considerad cuánto será preciso trabajar antes de conseguir que cada discípulo comprenda bien el momento en que debe salir o entrar en la escena con arreglo a la pieza. Por eso es tan difícil el éxito de cualquier representación, y cuesta tanto trabajo el infundir en todos los personajes aquella unidad que forma la ilusión del teatro y el interés de los espectadores. Hasta el apuntador ha de observar sus reglas particulares, y sobre todo no ha de pronunciar una palabra que no sea de la relación, ni interrumpir ni alterar el orden del diálogo. Cualquiera advertencia que haga a un actor, cualquiera expresión que le sugiera la impaciencia, puede comprometer el éxito del drama y aun la reputación del cómico. Días pasados uno de mis condiscípulos (continuó Bautista) se hallaba en la escena, y en lo más interesante del diálogo le abandonó la memoria y se quedó parado. El apuntador le dio la palabra por dos veces; pero sea que la turbación no le dejase comprender, o que no llegase a su oído realmente, lo cierto es que el pobre muchacho permanecía sin acertar a pronunciar una sílaba, hasta que el apuntador algo incomodado le dijo en tono más subido, "vamos bobo", y vamos bobo repitió el muchacho en el tono de su declamación, sin reparar en que aquellas palabras, lejos de ser de la comedia, sólo podían referirse a él personalmente. El público prorrumpió en una carcajada estrepitosa, y el desgraciado muchacho conoció, aunque tarde, su funesta equivocación».

«Vosotros los estudiantes, si adquirís un premio, si habéis obtenido la nota de sobresaliente en un examen, habréis observado que vuestra gloria no sale de entre las paredes de la cátedra sino para fijarse en el círculo de vuestra familia. Nosotros cuando nos presentamos al público poseídos del papel que cada uno representa, y con la soltura y el desembarazo que son propios de esta seguridad, no sólo conseguimos el aprecio de nuestros maestros, sino también el aplauso y los elogios de infinidad de personas que en saliendo del teatro trasmiten de boca en boca nuestro nombre. El cómico es el artista privilegiado que a cada momento tiene la ocasión de hacer conocer su instrucción particular y sus buenos modales; con una y otra circunstancia puede captarse la benevolencia del público, que le paga y le aplaude a la vez. Pasaron para no volver jamás aquellos tiempos de triste recuerdo en que esta profesión honrosa y distinguida era mirada con insultante desprecio: hoy se hace justicia al mérito donde se encuentra».

Así se explicaba nuestro joven cómico acerca de la carrera que había abrazado: así demostraba la afición con que la había emprendido y la fe que tenía en el porvenir. Acabada esta relación que   —54→   habíamos escuchado con complacencia, nos condujo al interior del escenario, cuya vista produjo en mi alma una impresión que no acertaré a explicar. Aquella perspectiva suntuosa que yo acababa de admirar desde mi asiento en el salón, no era más que un conjunto desordenado a mi parecer de gruesas pinceladas que hacían de cerca un efecto desagradable; aquellas hermosas macetas del jardín, eran unos borrones asquerosos. Aquella montaña que se divisaba en lontananza, y cuya cumbre parecía elevarse hasta el cielo al través de un horizonte delicioso, era una línea irregular que yo tocaba con el dedo y no pasaba de la altura de mis hombros. Todo era allí tosco e imperfecto. La maquinaria que yo suponía un portento maravilloso, estaba reducida a una infinidad de cuerdas, poleas, bastidores y telones de lienzo ordinario. Fuera de la escena, en la parte interior, había grande oscuridad, algún cabo de vela de sebo suministraba escasa luz en determinado sitio; lo demás se hallaba como en tinieblas... Tal era la vista interior del teatro. Confieso que mi ilusión quedó desvanecida, y perdí la esperanza de volver a encontrar placer en la representación de una comedia. Sin embargo a pocos días tuve ocasión de volver al teatro, se ejecutaba una función nueva, en la que Bautista también hacía su papel, y no obstante quedé muy complacido: la imaginación, preocupada de las impresiones que le eran trasmitidas por la vista del momento, no daba acogida a la idea que había formado anteriormente, y yo disfrutaba de la misma ilusión, del mismo efecto que la vez primera.

Por desgracia, dentro de poco tiempo aquel establecimiento donde Bautista recibía su educación, dejó de existir. Bautista no hubiera salido jamás de la esfera de un miserable y ridículo payaso... mas con el auxilio de una educación especial vendrá a ser un cómico de reputación distinguida.

La aplicación, la laboriosidad y el amor al estudio obtienen siempre una justa recompensa.



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