Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


Abajo

Creció espesa la yerba...

Novela

Carmen Conde




Creció espesa la yerba [...]
[...] sobre la tumba de mi juventud.


Alexandre Solzhenitsin, Archipiélago Gulag                






Exactamente, cambiando las ropas, es como ella fue; una muchachita de unos dieciocho o veinte años, rubianca, de estatura mediana, delgaducha, pero con cierta gracia. Va vestida como van casi todas: pantalón tejano, blusita blanca, zapatos deportivos, sin medias; y una mochila mediana, cuadrada, que cuelga liviana de uno de sus hombros. El pelo, semilargo; unos grandes ojos claros intactos que ansían poblarse de imágenes distintas. Está a un lado de la carretera y no hace señas a ningún coche. Espera sencillamente.

Va disminuyendo velocidad, curiosa, hasta detenerse ante ella, que la contempla tranquila.

-¿Quieres subir? -dice.

Y la chica se sonríe alegre y abre la puerta y se mete con toda su breve impedimenta-. Déjala atrás, no vas a poder moverte.

-Sí.

Reanuda la marcha. No hablan. Cuando avanzan un par de kilómetros, le pregunta sin mirarla:

-¿Adónde vas?

Como tarda en contestar, vuelve a disminuir la marcha y por fin oye la respuesta.

-A cualquier sitio.

Sonríe divertida:

-La cuestión es irse, ¿no?

-Sí.

La carretera aguarda, como ella, que el coche vaya a donde sea, pero que vaya; parado, nada significa. Hay que seguir. Sigue.

-Yo voy hacia el mar... -dice.

-Iré con usted -contesta; y como se produce un silencio, añade-: si es que quiere llevarme.

No contesta. Viaja sola porque así lo prefiere. Esta súbita e inesperada compañía no acaba de hacerle gracia. Sí que es una chica de grata apariencia, que no huele mal y que va limpia, pero...

-No pensaba viajar acompañada...

-Pare y me bajaré.

-Otro coche vendrá, ¿eh?

-Sí.

Ahora se siente fastidiada. No importa quién, sino un coche, el que se detenga al verla quieta al borde del camino.

-... Porque lo que te interesa es ir.

-Sí.

¿Se detiene y la abandona; no va a saber por qué ha salido a la carretera sin un destino predeterminado, a lo que sea...?

-Bueno, te llevaré.

-De acuerdo.

-Y... ¿y luego?

-No importa.

Mejor callar. El destino humano tiene sus claves. Tendría que ser esto y así. Ha salido temprano para llegar pronto a donde se propone. Sola. Pensando en sus pensamientos. Y aparece esta criatura sin rumbo, o con todos los rumbos, dispuesta a ir. A ir a donde sea.

Los pinares a uno y a otro lado de la carretera anuncian la proximidad de Albacete. Cerca ya. ¿De dónde habrá arrancado, a la ventura o aventura, la autoestopista? Estaba antes de este punto, mucho antes; pero siente pereza para fijar el lugar preciso. Seguramente habría utilizado otro coche antes...

-¿Es el primer coche que utilizas? -pregunta.

-El tercero.

Se mantiene la ignorancia de su partida. Debe ser muy cerca de Madrid; la chica salió y se las arregló para utilizar dos coches antes que el de ella.

-¿Viajeros solos?

-El primero sí, el segundo, no. O a la inversa.

-¿Los dejaste, o te dejaron?

-Bueno...

-Comprendo.

La chica la mira extrañada; lo comprueba con el rabillo del ojo. Sonríe. ¿Comprende verdaderamente?

-Comprendo que algo te disgustara y que por ello no continuaras el viaje.

-Quizá.

Estamos bien. Nada se saca en limpio. Mejor dejarla tranquila, desentenderse de su presencia. La llanura manchega no ofrece dificultades. Hay una circulación fluida. Inevitable pensar que se lleva una muchacha desconocida al lado; que ni se sabe de dónde procede ni ella misma sabe adónde irá. Cuando las mujeres no eran tan dueñas de ellas mismas, hubiera sido imposible un caso semejante. Tampoco había coches, muchedumbre de coches por los caminos, facilitándolo todo. Poderosa razón.

-¿Tienes hambre?

-Sí.

La criatura es poco comunicativa. Mejor. De todos modos es mejor ignorar cuanto sea suyo. Pero ¿y si ocurriera algo...; un accidente...; qué decir? La verdad, si ella quedaba para contarlo que la recogió en la carretera, antes de Villarrobledo, porque hacía autoestop. Claro que no le pidió que la llevara sino que fue ella quien le brindó el coche. Se cruzan con una pareja de motoristas que pronto se pierden en el horizonte. Ahora atraviesan La Roda, pero no se detienen en un restorán que les sale al paso. Mira a la chica y sonríe desganada:

-Tomaremos algo en Albacete. Conozco un sitio en la propia carretera, y acostumbró parar en él.

No le contesta y se pone a pensar en lo que fue dejando atrás. Viajar llevando el volante da mucho de sí a la memoria. Sobre todo cuando la memoria es ya tan rica que se tropieza una con ella a cada paso. Dicen que recordar es volver a vivir. Cualquiera sabe. O volver a sufrir, claro que más despacio, más levemente; a cámara lenta. El tiempo no es ponderable, se produce según los casos y circunstancias. Ahora, por ejemplo, va siendo demasiado lento. Quizá -debe ser por eso- porque se lleva cerca una vida desconocida y eso acaba inquietando. Siempre la inquietan los jóvenes, aunque los ama y encarece; le inquieta ese monstruo del futuro que tienen delante y que a ellos no les inspira miedo. Inconsciencia, naturalmente. Cuando se ha vivido...

-¿Dice usted que tomaremos algo pronto?

La voz es débil, de persona con hambre.

-¿Hace mucho que comiste?

-Sí.

No quiere mirarla; no le gusta separar los ojos de la carretera; nunca mira a los que habla cuando va conduciendo. Se sonríe sola, a solas, y no dice nada más. Va estando cerquísima Albacete. Sus viajes anteriores le acuden al recuerdo. Fueron muchos y ninguno como éste porque nunca recogió a nadie en el camino. ¿Qué idea le daría hoy? Ni siquiera se lo pidieron, y lo hizo. Como es un poco fatalista, admite la intervención del destino y eso la enerva y hasta la asusta.

Aún no es mediodía y el calor no sofoca. Se rueda con gran comodidad, suavemente. A veces, la velocidad aumenta sin que ella se lo proponga. Cuestión de nervios inconscientes.

-Hace calor ya.

Lo ha dicho sin darse cuenta, inducida acaso por tanto silencio. Y se sorprende cuando oye que se le contesta:

-Todavía no hace mucho. Por la tarde sí que lo hará.

No se arriesga a intentar mantener una conversación, por fútil que fuere. Hay personas que hablan si no se les contesta. Esta muchacha parece de ellas...

-Estamos en pleno verano.

Ahora es ella la que no contesta. Se abstrae. Que hable sola sí se le apetece de pronto. Aumenta la presión del acelerador y Albacete aparece delante. Entran siguiendo la carretera general; antes del cruce Murcia-Alicante, se detiene a la derecha. Es el restorán de que habló: Surco. Dice seca:

-Baja.

Y lo hacen a un tiempo, cada una cerrando su puerta.

-Entra.

Es un restorán-cafetería que a estas horas no sirve comidas, sino bocadillos, platos fríos, bebidas. La cafetería es la que trabaja. Se instalan en ella y piden.

-Te aconsejo unos emparedados de jamón y queso fresco.

-¿Café?

-Café y emparedados de queso manchego fresco con jamón.

-Basta.

Como ahora la tiene situada delante, puede verla despacio. Tiene cara de no haber dormido en muchas horas. ¿Qué le habrá ocurrido para echarse a la carretera y viajar con desconocidos?

-¿Cómo te llamas?

-María.

-No es verdad -asegura convencida, sin saber por qué.

-¿Por qué?

-No lo sé, hija; pero tú no te llamas María.

-¿Cómo?

-Tú sabrás.

Se está cansando. Admite dejarla en el restorán y que allí mismo busque con quién seguir su peregrinaje. A sus años se sorprende irritada con una situación absurda a todas luces.

-Tiene usted razón: no me llamo María.

La mira fijamente y se asombra: ¡qué joven es todavía! Luego vuelve la cabeza.

-No quiero saber tu nombre -dice. Secamente.



Realmente, ¿qué importa saber el nombre de una persona a la cual no se conoce, que acaba de irrumpir en nuestra vida de tan accidental manera...? Un nombre es ya algo que se aferra a nuestra memoria, que, quizá, se afianzará en ella y acudirá en cualquier momento a levantar ante nuestra mirada interior la estatura de una persona que pasó, vagamente, por el costado de nuestro propio pasar.

Esta joven, con su aire resuelto y su insegura expresión al mirar de frente a Laura, ¿qué busca por la carretera; por qué ella, Laura, le ha hecho caso y la invitó a subir a su coche? Hace tantos años que no ha respondido a ninguna mirada, a ningún encuentro ocasional o buscado..., y hoy, porque sí, habla con una desconocida desconfiada de todo, bien se comprueba, como si ello le importara realmente.

En un día remoto, cuando aún sus cabellos entregaban al viento una dulce y leve maraña rubia oscura, recibió del azar o del destino otro encuentro bien diferente: cruzó su andadura con la de otro ser por una larga calle estrecha y, al mirarse los mutuos ojos, Laura se sintió sin rumbo, desmemoriada de lo que iba a hacer, indecisa de su paso, detenida y acaso para siempre en aquel súbito encuentro que iba a marcarle singladuras jamás pensadas ni presentidas. Pero ahora... No. Aquello era un, de acuerdo, extraño hallazgo sin trascendencia. ¿Para qué, pues, iba a necesitar saber cómo se llamaba la muchacha?

Se aferró al volante como única preocupación y el paisaje se fue deslizando a su espíritu como a un país deshabitado. En un viaje por carretera se puede una aislar de cuanto no sea mirar de frente y ver por los lados con la rapidez precisa para una visión completa y necesaria. Correr no era urgente, pero corrió para acabar lo antes posible con la compañía. Era de suponer que en algún lugar se apearía la chica, y entonces Laura continuaría sola y en paz, desligada del azar que brevemente alteraba su indiferencia. Mantenía la idea de su indiferencia y ello aumentaba la sorpresa de cuanto ocurría ahora.

No quiero saber tu nombre, ¿para qué habría de quererlo? Te llamarás o no te llamarás, pero estoy segura de que yo no te llamaré nunca después de hoy aunque me dijeras tu verdadero nombre; se dijo. Y el silencio ocupó holgado asiento entre las dos mujeres.



Tampoco le dice adónde van a dirigirse al llegar al cruce de las carreteras. Poco puede importarle si ni siquiera sabe por qué va ni adónde. Se detiene apenas, como si dudara -y no, pues conoce bien su dirección- y gira a la derecha: MURCIA, dice el indicador; y los kilómetros. Hasta allí.

La jovencita saca un cigarrillo y lo enciende; no la invita y se alegra, porque nunca fuma cuando conduce. Hay más coches por aquí, de regreso a Madrid, según se deduce por sus matrículas. El mediodía ha pasado y la tarde es clara y luminosa. Se ansía llegar al mar. A ella le corre ya prisa por estar a su orilla. A su pesar, pregunta:

-¿Qué piensas hacer cuando lleguemos?

-No lo sé.

-¿Ni siquiera te interesa conocer adónde voy y te vienes en este coche...?

-Todos los sitios serán buenos, y todos el mismo sitio, con tal que no sean el que he dejado. De pronto acusa intranquilidad; se rebulle en su asiento y pugna por hablar; se contiene y al rato dice:

-Me llamo...

-No me importa cómo -interrumpe.

-Perdone lo de antes; quiero decírselo ahora.

Frena y la mira fugazmente: tiene los ojos velados y le tiembla la barbilla. ¡Qué joven es!, insiste mirándola.

-Bueno, dilo.

-María, me llamo María.

Vacila la muchacha, pero continúa diciendo:

-Tengo una hermana que se llama Isabel, casada; vivía con ellos, pero... -se esfuerza para decirlo-, su marido entró en mi alcoba la otra noche -mi hermana había ido a ver a una enferma- y...

-¿Lo hizo?

-Sí.

-¿Por qué?

-Cuando vino lo rechacé, luego... Por eso me fui. No quiero verlo más ni que lo sepa mi hermana. Le escribiré cualquier día y le contaré lo que sea. No volveré nunca allí.

-¿Te gustaba el hombre?

-No lo supe hasta aquel momento. Sí. Me gusta.

-¿Y ahora?

-No quiero pensar en eso.

Frena bruscamente y, ya embargada por el interés humano, protesta:

-Has de pensarlo, decidir si te gusta o no, y pronto.

-¿Para qué?

-Hija, para saberlo. Tenemos que conocer a fondo nuestros sentimientos, y seguirlos o ahogarlos. Una persona tiene que ser consciente.

-¿Por qué ha de serlo?

-Porque sí.

Reanuda la marcha. La muchacha tiene apagado su cigarrillo y lo tira por la ventanilla, cerrando los ojos. Imposible saber lo que piensa: su gesto es impenetrable. Y ausente.

-Huir de los hechos no arregla nada si no sabemos de quién o de qué huimos. ¿De él? -No contesta-. ¿De ti? -Abre los ojos.

-Creo que de mí -confiesa.

-Menos mal que sabes algo.

El sol hiere un poco ahora; los pueblos han ido pasando sin suscitar atención. Como si no estuvieran allí, con la carretera en medio o a un lado. Pueblos anónimos para este viaje.

-Y si lo sabes, habrás de averiguar también lo que vas a hacer ahora.

-Me da todo igual.

-Es una solución, sí.

Se ha corrido mucho sin advertirlo tampoco. Los kilómetros vuelan a veces. Se aproxima todo demasiado. A lo mejor va a dar pena que se acaben espacio y tiempo. En este mundo tan sorprendente no acaba una de sorprenderse por algo.

-¿No conoces a nadie que te ampare, no tienes más familia...? ¿Qué podrías hacer?

-No tengo a nadie -se encoge de hombros-. Eso no importa. Trabajaré en lo que sea. Ya me arreglaré. Lo que sí sé es que debo alejarme y no volver allí.

-¿Estudias?

-Estudiaba.

Comienza a impacientarse.

-Para trabajar hay que saber algo que resulte útil a los demás -dice.

-Claro.

-¿Y...?

-Seré útil. Estoy segura. Créalo.

Lo cree. Hasta admite que le pueda ser útil a ella misma. Sí, pero ¿en qué? Precisamente viaja para descansar de sus quehaceres y abrir un plazo de paz total. La necesita. ¿Qué utilidad va a tener la admisión a su lado de una existencia que se manifiesta tan conflictiva? Absurdo. Habrá que intentar ayudarla a meterse en algún sitio. ¿A qué amigos, y para qué, la encauzará? Suspira y acelera. ¿Cómo se le ocurriría emprender este viaje hoy precisamente?

La chica pone una mano, levísima, en su brazo derecho:

-No se preocupe por mí -murmura suavemente-; soy joven y acabaré arreglándomelas de alguna manera. A un coche tenía que subirme y le tocó al suyo, pero no le causaré más molestias; se lo aseguro. Y si no quiere llevarme hasta el final de su viaje, me quedaré en la carretera otra vez. Todo es indiferente para mí en este trance. Mi problema, forzosamente, tendrá que resolverse.

Las palabras han ido cayendo lentas, seguras y casi queman. Las ha oído como si le tocaran ese brazo en el cual hay, tan leve, una mano apoyada... «Soy joven y acabaré arreglándomelas de alguna manera». Sí, sí. La juventud sabe o cree que se las puede arreglar siempre.

-Bien -contesta-. Vendrás conmigo hasta el final. Allí, ya lo pensaremos.

Ha dicho «lo pensaremos». Incrédula e imprudente. A sabiendas.

El coche acaba de entrar en Murcia.



Siempre le producía a Laura emoción llegar a Murcia. Desde su adolescencia, cuando estudiaba en su ciudad natal y acudía a examinarse en la hermosa capital levantina. En los días invernales los almendros florecidos, y poco después los naranjos encendidos de azahar se le metían en el alma como triunfo gozoso a través de los sentidos. Toda la ciudad era huerta entonces; se la encontraba a la vuelta de cualquier calle. Espesa, amorosamente cuidada, abrazándose a las orillas del Segura, río limoso y en ocasiones alborotado y desmadradizo. Laura era feliz paseándose enamorada por la huerta, oyendo el transcurso del río y oliendo a flores obsesivamente. Murcia fue su otra patria elegida, y en ella el amor cantaba como los ruiseñores en las márgenes de los huertos.

En vano vino el tiempo del dolor y de la protesta. Murcia apenas si opositó a ellos, protegida en gran parte por su propio ser un tanto indolente para adoptar posiciones extremas. Laura pudo seguir paseándose cerca del río, estudiando, enamorándose y, por fin, cuando se vio obligada a dejarla, nunca la sustituyó por ninguna otra ciudad del mundo.

Extraño esto de llegar ahora a Murcia acompañada por una desconocida que cargaba con fardo de angustias no declaradas aún aunque bien expresas en sus monosílabos. ¿Se decidirá a abandonarla aquí, no sería bueno indicarle que el acompañamiento terminó y hay medios bastantes en la ciudad para que escoja el que mejor le parezca? Y Laura mira de reojo a la jovencita y la comprueba aparentemente tranquila, desligada de toda decisión y dispuesta a continuar a su lado como si ello fuera ya lo normal entre ellas. Ir juntas.

Imposible. Es un disparate si lo piensa. Laura vive sola y quiere vivir sola y no dejar de ser ella misma. Puertas atrancadas contra la invasión de cuanto se atreviere a llamar en ellas. Una severa determinación cierra los asaltos a su intimidad. Esta cosa absurda que le está pasando debe terminarse definitivamente. Alguien marcó en su pecho una huella que sangra sin parar, y las manos de Laura ni siquiera intentan aplicar a la herida un bálsamo que la cierre, curándola. Cuando se decide a no hacer nada que no cumpla con lo previamente resuelto, todo es inútil. ¿Cómo va a colársele subrepticiamente en el acerado recinto un interés humano que para nada le va a alterar sus hábitos?

-Estamos en Murcia -dice-. Hemos llegado casi al final de mi viaje.

Pero la joven no le contesta: mira con sumo interés la fachada de la Catedral, la de la plaza del Cardenal Belluga.



Conseguirá burlarla. Podrá irse como vino: en uno de los coches que transitan. Tardará más o menos, da igual, hasta llegar a su ciudad. La ciudad. Aprovechará la tarde. Por las tardes sale Isabel a ver a una amiga o al cine con otras, y la casa se queda sola. Entrará en su casa -que sí es su casa; era la de sus padres y en ella permaneció Isabel al casarse-, abrirá su habitación y esperará que él regrese de su trabajo. A lo mejor acude a la alcoba secretamente avisado por su proximidad y la encontrará en ella, tendida en la cama, frente a la ventana. Enloquecerá al verla y la cogerá entre sus brazos sin que ella diga una sola palabra. No podrá decirla. ¿Para qué, si ya saben los dos que se unen perfectamente y van al unísono? Aunque sólo sea una, ya tienen su experiencia.

-¿Por qué te fuiste; es que no me quieres; es que no eres feliz conmigo?

Dirá también que cuando advirtieron su huida, Isabel y él se volvieron locos, cada cual por su razón, luego, Isabel se encerró en sí y no pronunció palabra. Tampoco se dejó poseer por él. Eso aumentó su desesperación: se había quedado sin ninguna.

María reirá divertida; es delicioso saber que no tuvo contacto con su hermana, pues así lo encontrará más hambriento de ella. Se le resistirá, huirá por la casa vacía, gritará que tampoco ella le dejará quererla, para que él enfurezca por su deseo y cuaje más radiante el encuentro.

Su habitación estará como la dejó: limpia, grata, con libros sobre la mesa y en los estantes... Habrá que volver a clase, se dirá en silencio, pero él no la dejará pensar, la retendrá hasta que respiren el mismo aire; después...

¿Qué le dirá a Isabel cuando ésta vuelva? Él no estará en casa. Habrá salido antes para simular que hubo de quedarse en la oficina despachando inesperados asuntos urgentes. ¿Lo creerá Isabel? Es bastante lista para demostrar la duda. Preferirá sonreír: ¿Has vuelto? Sí; me dio un arranque y me fui de viaje con una señora amiga. Unos días, ya ves qué pocos; siempre es grato cambiar de ambiente. ¿Por qué no me avisaste? Un papel escrito, cualquier llamada de teléfono... Ya ves; ¡iba a ser tan poco tiempo! Sí, claro; no valía la pena; pero, otra vez... De acuerdo: te lo avisaré.

Isabel se alejará aparentando confianza y deseando que él llegue. Lo hará indiferente, remolón, fatigado. ¿Sabes? Ha regresado mi hermana. ¿De veras, adónde fue? De excursión con una amiga, dice... ¡Vaya, vaya! ¿No la saludas? Claro. ¡Hola, viajera! ¿Qué modos son éstos de emprender la huida sin comunicárnoslo?

María verá miedo en los ojos de su hermana. ¿Huida dijo, que huyó? Se apresurará a borrar el efecto.

-Nada de huida, Santiago; simplemente ejercer el derecho a mi libertad. Quise viajar, acercarme al mar, y aproveché un repentino viaje de...

Pero ya no la escuchan; se están mirando los dos serios y duros.

-Prometo -añadirá- no volver a hacerlo. Harto sabrá que ni la oyeron. Isabel se encaminará a la cocina, por ejemplo, a disponer la cena. Santiago, agobiado por la dicha reciente y por el temor, acudirá al aparato de televisión.

-Voy a oír las noticias -dirá.

En la cocina Isabel pensará que algo extraño ocurre entre los tres. María, recomida, admitirá que el matrimonio buscará su confirmación en la reconciliación de la noche... Y eso sí que no. Dará un puñetazo en la mesa y saltarán los libros y los apuntes. Si ella regresó porque no podía aguantar más su necesidad de ser amada por Santiago, ¿cómo iba a consentir que se acostara con Isabel? ¿No habían pasado esos días sin unirse? Pues para siempre jamás, igual.

El tono de la voz del locutor será estridente ahora. Santiago no lo advertirá, porque, a su vez, estará pensando en lo mismo que María. Una cosa fue asaltarla en aquella maravillosa noche de posibilidades, vencer su rechazo y sorprenderse al punto de su loca cooperación, y otra cosa es instaurar en la propia casa conyugal un hábito semejante... estando en ella su esposa, claro. No. Isabel no se lo merece. María es capaz de todo, no habrá que confiar en ella. Lo mejor sería que se marchara definitivamente y así se impedía el peligro. Y si se fuera, ¿qué? Al hombre le duele todo el cuerpo, sólo al pensarse sin ella, sin su entrega precipitada y honda.

-¿No podrías bajar un poco el volumen de ese aparato? -preguntará desde lejos Isabel.

-Naturalmente. -Y lo bajará, como le piden, a tiempo de que María aparezca en el comedor con una bata que mal encubre su camisón blanco y transparente... La contemplará loco de deseo e irá hacia ella borracho de prisa, cuando...

-Vamos a cenar -dirá Isabel entrando con la sopa.



Estarán los tres juntos alrededor de la mesa.

-¿No cenáis; qué os ocurre?

Ninguno contestará.

-Bueno, lo haré sola -y se servirá un buen plato de sopa de pollo con fideos, no de sobre, que a ella no le gustan las sucedáneas.

A María le repiqueteará dentro el pensamiento obsesivo: esta noche ellos...

A Santiago, por su parte, la desesperación le acosará: «¿Qué va a pasar aquí?».

Isabel comerá tranquila, al parecer, sin mirarlos. Como estará entre los dos, ellos podrán mirarse a los ojos diciéndose lo que piensan, con las miradas... Por las espaldas les correrá el frío del recuerdo de la reciente intimidad, junto con la premura de la que desean. Isabel no se enterará de nada, se supone. Acabará su plato de sopa y lo pondrá en la mesilla auxiliar, para servirse unas croquetas. Antes, se beberá un vaso de vino oscuro, riojano, como a ella le gusta. Y, de pronto, como si tal cosa, empezará a decirles:

-Sé lo que os pasa. No os preocupéis por mí ni de mí.

La contemplarán estupefactos.

-Nadie puede contra el amor y menos si se desata el deseo.

Bajarán las cabezas y se buscarán las piernas por debajo de la mesa. Calambrazos en ambos.

-Oponerme sería aumentar la pasión. Un disparate sobre el otro. No. No pienso hacerlo. Suave, sigilosamente, avanzará María:

-¿Entonces...?

Isabel, levantándose, la mirará gravemente:

-Pues que la que viajará ahora seré yo.

... Con calma saldrá del comedor. Irá a su alcoba, abrirá un armario... Poco después, como si ya lo tuviera todo preparado por anticipado, saldrá del piso. Clarísimo, el portazo. Luego, el ascensor que subirá y bajará.

Santiago se levantará abrumado, sin saber qué le pasa. María, sonriente, también.

-¡Se fue! -dirá radiante. Y con gran naturalidad asirá una mano de él para llevárselo a su habitación. Ya pueden amarse. Disponer de toda la noche para ellos solos. Se quitará la bata, aparecerá peor que desnuda ante él, que la mirará petrificado y sin atreverse a abrazarla...

-¿No me quieres ahora, hombre? -pronunciará.

Y él no lo sabrá. No sabrá qué le ocurre. Por qué no le sube la hogareda del deseo hasta los labios, por qué no le empuja los brazos, y por qué no la hundirá entre sus piernas para abrasarla con su fuego oscuro, asfixiante, que le encenderá las venas de las sienes y le correrá por la espalda dándole latigazos que chasquen.

Sin ruido, habilísimamente, se abrirán las puertas y reaparecerá Isabel en el umbral de la habitación en llamas que corren sueltas sin prender aún en rugiente lumbre.

-Hermana mía -dirá-, eres un reptil, una bestia lúbrica. Vete de nuevo y no regreses jamás. Pero mañana. Esta noche, no.

Santiago se echará a llorar desconsolado, saldrá sollozando e Isabel cerrará la puerta echando la llave por fuera.



Sí, una puerta puede cerrarse dejando dentro la amenaza corporal de alguien a quien tememos furiosamente. ¡Se echa la llave, una vuelta, dos, mil vueltas para que la cerradura se haga inviolable! ¿Y qué? La que cierra con tal encono sabe que acaba de encerrar un fuego y que ese fuego irá aumentando su fuerza hasta devorarlo todo: habitación, cosas, cuerpos, almas... Todo, todo. Irse pasillo adelante no significa nada, porque a donde se dirige la que cerró la puerta que la separa del fuego, es al encuentro del otro fuego que, puerta abierta, la espera en su propia alcoba. Parece más larga la distancia entre las dos habitaciones que entre el cielo y la tierra. El suelo del pasillo se va abriendo en hoyos que dejan escapar el vaho arrasante de una lava negra...

Isabel no sabe ya si sufre. Tiene frío y es frío que la quema de arriba abajo. Una rabia sorda, helada recorre su sangre. No deja de pensar en su hermana, de quererla y de odiarla conjuntamente. Y, de repente, aborrece también al marido, al que la separa de su hasta ahora siempre unida hermana. Sin él, todo seguiría como en la infancia y en la juventud primera; sin ella, todo sería hermoso y tranquilo ejercicio de amor normal y perenne.

No quisiera llegar nunca a su habitación compartida con Santiago. Se tiraría al suelo boca abajo a llorar sobre la piedra hasta hacerla sepultura. Cierra los ojos, aprieta los dientes, presta atención por si algún ruido denunciara lo que en ese instante estará haciendo María... Nada. Y este silencio mineral resuena en sus huesos candentemente.

Isabel no es sino una escucha acelerada: de su corazón, de su miedo...



-Siempre que paso por Murcia vengo a comer al mismo sitio. Al «Rincón de Pepe». Aparcaré como pueda y almorzaremos. Hay tiempo de sobra.

Y entre otros coches aparcados ante el hotel inmediato a la plaza de los Apóstoles, embute el suyo. Lo abandonan y entran al restorán a pocos pasos de allí, en un callejoncito estrecho y enlosado. Uno de los camareros al que ya conoce por otras estancias, Pedro, acude a prepararles buen sitio. Primero llega la jarra con vino de la casa, un Jumilla abocao que es una delicia junto a breves y frescos aperitivos.

-¿Qué vas a comer?

-Elija por mí; no prefiero nada.

Lamentable siempre, pero mucho más aquí. El menú se hace igual para ambas, sabiamente; todo es bueno y todo tiene clase. Se bebe con menos prudencia de la aconsejada, porque de alguna manera hay que llenar el tiempo. ¿Qué ocultará esta criatura y qué decidirá hacer, si es que va a hacer algo bueno? No parece tonta ni mala, pero tampoco «parecer» o no parecer significa algo definitivo.

-Pienso que lo mejor sería volver.

-¿A tu casa...?

-Eso.

-¿Y cómo vas a desenvolverte con lo que hayas dejado en ella?

-Veremos.

La contempla callada y acaba diciendo.

-Veamos, María; veamos. Dijiste que tú no sabías que al abrazarte el marido de tu hermana ibas a corresponderle muy complacida tomando tu parte en la fiesta. La verdad es que a ti te gustaba y te interesaba conocer qué encontraba tu hermana en su hombre, entregándote a él. Esto es muy viejo. El estímulo erótico ha recorrido todas las apariencias. Eres joven, de acuerdo; no tanto como para saber íntegramente tu propia personalidad, lo suficiente para no confundirte al actuar. O eres una inconsciente o eres una... golfilla; hacer lo que hiciste y huir es tolerable, sin dejar de ser malo, por tu reacción. Lo de querer volver allí es una..., vamos, es incalificable.

La escucha sin parpadear, y sonríe al fin con suficiencia.

-¿Es usted casada? -pregunta.

-He sido casada y, a pesar de ello, tengo facultades para emitir juicio en casos como el tuyo.

-Yo deseo a Santiago. Quiero volver con él.

Se levanta y aparta su silla. El camarero acude solícito y abona la cuenta; sale sin esperarla y abre el coche.

-¿No me lleva?

-No.

-Le dije lo que siento, no lo que voy a hacer.

-Sube.

Arranca y enfila pronto el puente por donde salen en dirección al mar. En silencio. Ya, implicadas la una en la otra. Absurdo. Deplorable. No deja de reprocharse su debilidad o su tolerancia. El Puerto Cadenas se sube y baja con facilidad que hace recordar los largos años en que fue insoportable y peligroso su paso. Son varios kilómetros sin cambiar palabras. Al llegar a la desviación que indica a SAN JAVIER, dobla para tomar su dirección. Silencio. Hay árboles a los lados de la carretera, en el aire evolucionan los aviones de la Base.

-¿Hay aeropuerto, verdad?

-Sí. ¿Lo utilizarás?

-No lo sé.

-Pero ¿tienes dinero?

Abre el bolso y enseña una cartera.

-Es mío, no se lo debo a nadie. Y hay bastante para sobrevivir mientras decido lo que haré.

-Lo celebro por ti. Así eres, somos, más libres.

No puede evitar una sonrisa María:

-¿Se siente obligada su piedad a protegerme?

Se indigna con la chica:

-A protegerte, no; a tolerarte, tampoco.

-Mejor.

Las personas suelen encontrarse en muchas ocasiones ante conductas que no comprenden, ajenas y propias. En este caso, por ejemplo, ¿qué diablos puede significar para una mujer madura, cargada de experiencias, necesitada de mantenerse indiferente ante todo lo humano, esta muchacha que ha cargado con una aventura ruinosa y la refiere (sin ganas, desde luego) sin propósito de enmienda? ¿Qué va a hacer con ella al lado (el tiempo que se le antoje quedarse, claro), sin saber cómo funcionará su organismo (porque se trata de una cuestión fisiológica, sin duda) en relación con el tal Santiago...? ¿O es como un bulto que flota sobre las aguas?

-Si quieres -dice-, podemos pasar por el aeropuerto, que está en el camino, y así te enteras del horario de los aviones para Madrid y Barcelona.

-¿Por qué ahora? Tiempo habrá.

Y todo sigue lo mismo; carretera adelante pueblecitos a sus márgenes, y al final se atraviesa uno más grande para desembocar en la que llevará directamente hasta La Ribera; luego continuará para enlazar con la general de Alicante.

-Escucha. Vamos a un hotel sencillo y tranquilo en el cual suelo descansar algunas veces. Te alojarás en él cuanto tiempo se te antoje. Hay taxis para que dispongas de ellos si quieres irte. Nada tenemos en común y así lo manifestaré al llegar: te he recogido en el camino, pues te proponías venir aquí mientras preparas otro viaje.

-Sí.

Palmeras al fondo, orillas de la Mar Menor. Un giro a la izquierda y pocos metros después, se llega. Hace una tarde espléndida. El horizonte contiene la línea de una extensa Manga de tierra y de arena que separa el Mar Menor del Mediterráneo libre y grande. Barcos de velas, balandros esbeltos que no mece el viento ahora; pequeñas motoras, yates grandes para pequeños periplos; casetas de los balnearios unidas a la carretera por pasillos de tablas... Un oleaje mínimo aunque audible. Se ha llegado. Preocupadas, se miran; la jovencita coge su mochila y se la cuelga al hombro para caminar detrás de la que sube unos escalones, recorre una amplia terraza, se interna en el edificio y saluda con afecto y simpatía a quienes, cordiales, la reciben como habitual cliente.

-Mi habitación ya reservada -dice- y otra para esta joven turista que acabo de encontrar en la gasolinera y que me dijo deseaba venir aquí, ¡pero «a la moderna»!

La deja rellenando su ficha y toma el ascensor sola y sin despedirse de María.



En la habitación que habitualmente ocupa cuando viene a este hotel, Laura realiza sus acostumbrados movimientos; deshacer el equipaje, instalar las cosas en sus sitios, colgar los vestidos, etcétera. Automáticamente, pero pensando en todo lo ocurrido. Delante de sus ojos tiene ya, por fin, la mar; una pequeña mar separada del extenso mar mediterráneo, cuya gracia íntima no la fatigó nunca. Se asoma a la terracita y se siente vaharada por un aliento blando y oloroso. «Desnutrición sensitiva de mediterráneo», dijo Gabriel Miró de su estado psíquico cuando no estaba en su tierra alicantina y sí en la socarradura del verano castellano. Efectivamente, desnutrición hasta acercarse a la mar densa, purificante; y glotona nutrición cuando se acostaba una a su lado dulcemente intranquila... Laura constataba que su alimento mejor y tonificante era el olor de la mar.

Se sienta frente a ella y se deja relajar siquiera brevemente. Viene a reunir esos trozos de sí misma que el avatar diario dispersó inclemente. Paz. Sosiego. Un hacer gustoso y un entregado soñar...



Cerrada la puerta, Isabel se dirigirá a su habitación conyugal. Allí estará Santiago echado en una butaca y limpiándose los ojos; los alzará hasta los de Isabel ante él erguida, para decirle con voz rota:

-No ha pasado nada, te lo juro.

-Lo sé -contestará ella-. Ahora, no; pero... ¿antes?

-Tampoco -mentirá-. Tú bien sabes lo novelera que es tu hermana...

-Lo sé.

-... La otra noche, cuando saliste a ver a la enferma, fui a su cuarto a pedirle un libro. Estaba acostada y no sé qué se le figuró, que me echó diciéndome cosas horribles; poco después se vistió y se fue.

Isabel le mirará muy seria y sonreirá:

-¿Fue así...? -indagará con una sonrisita-. ¿No pasó más?

-No. Te lo juro.

Isabel sabe que sí, que su hermana es muy novelera; que de niña inventaba cosas que parecieran verdad sin serlo. Santiago es su marido, se quieren, llevan unos años, pocos, casados y sin una contrariedad. María es muy joven; acaso -es natural después de todo-, acaso sienta físicamente la proximidad de la pareja atareada en hacerse el amor. Santiago entrando de noche, solo en la casa, en su alcoba, despertaría cierto fondo oscuro que siempre se agazapa en el sexo. Y se equivocó. Luego, avergonzada, huyó unos días. Pero ¿a qué viene ahora eso que acaba de ocurrir? No tiene razón de ser. Como no sea, qué disparate, que se le sublevara aquel fondo induciéndola a ver una rival en su propia hermana...

Se le subirá la angustia, mal dominada, a la garganta. En vano luchará contra su pena, su casi desengaño, y entonces él se levantará, la abrazará, y mientras la vaya empujando hacia el lecho, irá diciéndole:

-No quiero que nuestra felicidad se hunda por culpa de una loca chiquilla con pájaros en la cabeza...

-¡Pájaros en la cabeza...! -Riendo anormalmente Isabel esquivará la intención de su marido y se sentará en la butaca en que antes estuvo él-. ¡Pájaros en la cabeza...!

Verá a través de la noche cómo se agarra a los cristales una muchedumbre de pájaros gritadores que pasarán y pasarán por delante de las ventanas, enloquecidos... Parecerá una tormenta de pájaros. Y de pronto, allí, entre todos, la cabeza de su hermana, y alborotarán el mundo oscuro y fangoso de las alcobas, de los lechos amarillentos, rojizos, escarlata, con pájaros agonizantes sobre las sábanas...

-¡Isabel, Isabel! -gritará él aterrado. Se sobrepondrá y volverá en sí.

-Bah. No te alarmes. Es que me hizo gracia que a todo lo que ha pasado le llames pájaros en la cabeza de mi hermana.

Después, rígida, se desnudará. Es menos guapa que María pero más alta y carnosa. Ágil, firme también. Se mirará en el espejo de los ojos del hombre y se encogerá de hombros.

-¿Ya no me quieres, mujer?

-¿Por qué no? -dirá acostándose-. ¿Quererte es...? Pues, sí; te quiero.

Humillado otra vez, mas sin lágrimas, Santiago se acerca a ella y se mantiene junto al hermoso cuerpo frío.



Frío. Cuerpo frío que no responde al requerimiento, acaso forzado, del hombre ansioso de contemporizar. Nada lo estremece, nada lo podrá estremecer. Un hombre exasperado por la proximidad de la mujer que le arrebata el seso y a la cual precisamente ahora no se puede acercar más que con el pensamiento; puede, sí que puede, amar a otra, a la que tiene en sus brazos legítimamente. Pero una mujer, esta mujer que Santiago abraza y pretende arrebatar con su arrebato, permanece impasible e imposible. Si en el pensamiento de él la imagen de la otra puede sin esfuerzo sustituir a la que estrecha locamente voluntario, en el pensamiento de ella, de la abrazada en sustitución, no hay más que una idea: su hermana, es a su hermana a la que su marido se finge poseer, no a ella; a ella no podrá volver a poseerla. No. Una mujer, ¿acaso el hombre llegó a saberlo del todo?, no se entrega si no quiere. Si piensa en otro o en otra que sustituyen con ella.

Ráfagas de bárbara desesperación traspasan a Isabel. Un Santiago ebrio de ese vino mortal que es, también en él, la desesperación, la besa, la estruja, le dice que la quiere solamente a ella... ¿A cuál «ella»?

Se esquiva, y le aleja de sí. Por un minuto casi coge su cabeza y la mantiene sobre sus ojos. Quiere ver. Ver. Y Santiago cierra sus ojos torturados por la mirada ácida de su mujer, de esta mujer que le mira hasta penetrar en su esqueleto, recorrer sus arterias, y dejarle a un lado, deshecho y llorándose en, ella, para no verle más.



La habitación está oscura, pero quien la habita no duerme. Ha intentado leer una cálida novela de Carlos Fuentes, el mejicano, y tiene que dejarla. En su memoria fulguran ráfagas alucinantes desde el pasado inocente y esperanzado, hasta el presente cargado de plomo. Pasa las manos por sus brazos y las va bajando hasta sus rodillas. Su cuerpo es joven todavía. Son jóvenes sus movimientos aún. Es joven su espíritu y densa y ágil su mente. Pero tiene miedo. Hace años que arrastra un miedo sordo, delgado y punzante miedo que la roe cuando tiene a su lado a alguien más joven en edad que ella. No quiere querer a nadie más. Ha cortado su voluntad de querer, a rajatabla. Ninguna especie de amor. Sola, pues sola. Y a dejar que la memoria se pasee por donde quiera y pueda, sin que tope con ninguna realidad nueva.

Ha venido a meterse en esta mar de su juventud, simplemente a entregarse a la mar. Sabe que le es imposible no entregarse a algo y decide hacerlo con la mar. Se corre un solo riesgo con ella...

Entran por las persianas de listones de madera las leves luces del exterior, y el más leve murmurar del chapoteo del agua allá abajo. Es una noche plana, extensa, delicada y suave noche solitaria... ¿Quiénes pueblan estas noches de la orilla marina, que nos hablan de nosotros mismos y conocen nuestros hondos misterios?

Después de aquí, a la Meseta. Nuevamente. Y la firme decisión de la evasión de todo. ¿Por qué? Vivir no se viven muchas vidas; vivir pasa pronto. ¡Ah, sí, pero la muerte viviendo es demasiado larga y dura vida! No.

Cierra los ojos y ve chispititas de luces que van y vienen debajo de los párpados. Van y vienen..., levísimas..., veloces...

-¡Laura! -llaman a su puerta.

-¡Laura, ábrame! -gritan.



Laura se dirige a la puerta y la abre ante una pobre criatura pálida y desorbitada que se precipita en sus brazos...

-¡Déjeme estar aquí, voy a volverme loca! -gime.

-¿Por qué?

Y la lleva del brazo a un sillón, cierra la puerta y se detiene ante ella.

-No se abandona una a la locura si no quiere volverse loca -dice.

-Lo sé, lo sé, pero me estalla la cabeza aunque no quiera que me estalle. Sufro como una condenada. Me muero y no quiero vivir.

-Quieres; si no quisieras, no hubieras acudido aquí.

Le sonríe compasiva y se dispone a preparar una bebida. La mar sigue silenciosa allá enfrente, solamente turban la quietud esos coches que conductores bisoños maltratan con su impericia. Dos vasos altos muestran su dorado contenido mezclado con hielo...

-Bebamos, y a ver si recobras tu control.

-Quisiera...

Quisiera... Todos queremos querer algo que no alcanzamos plenamente. Amor, olvido, gozo, serenidad.

-Bien, ¿y qué te alteró de esta manera...?



María se arrancará el precioso camisón que casi no cubre su cuerpo, para quedarse desnuda del todo. Se mirará, frustrada, de arriba abajo, y se desesperará de la inutilidad presente de sus formas que sabe bellas y delicadas. Correrá a vestirse su pantalón azul y se endosará un jersey azul más oscuro, poniéndose un calzado semejante al que trajera. En su mochila siguen los pocos auxiliares que puso y que le bastarán para remudarse y el poco complicado arreglo de su persona. Intentará abrir la puerta y no lo conseguirá; entonces abrirá el balcón para deslizarse por él al jardincillo. Primero la mochila y luego el bolso de mano por medio de las consabidas sábanas. Después, ella. Descolgándose verá a su derecha la habitación de Isabel y Santiago; se detendrá un instante: estarán cerradas las vidrieras del balcón y no se verá nada. Seguirá hasta el suelo y recuperará sus cosas. Saldrá a la calle desierta y seguirá hasta la carretera. Un coche grandón y oscuro, viejo, pasará. Lo detendrá; conducirá un hombre vieja y a su lado irá una joven mujer...

-¿Quieren llevarme unos kilómetros? -pedirá.

-Vamos cerca, pero suba.

Subirá, claro, y pocos kilómetros más allá el coche se detendrá ante una posada.

-Nos quedamos aquí.

-Gracias.

Empezará a clarear y entrará en la fonda a tomarse un café, cualquier cosa. Luego saldrá otra vez a la carretera a esperar otro coche. No tiene ninguna idea de lo que podrá hacer. Únicamente irse. Pasará otro coche y lo detendrá también. Van en él tres hombres jóvenes. No la querrán llevar y harán lo prudente, pensará con ironía. Esperará a otro. Esta vez será un coche con un solo hombre. Que la aceptará y que la acomodará a su lado, muy obsequioso.

-Voy a Alicante -dirá-. ¿Vienes hasta allí?

-No sé. Ya veremos.

Pero él será incapaz de rodar mucho tiempo sin proponerle algo antes de que ella decida ir o no ir con él hasta su destino.

-Oye -dirá sin mirarla-, eres muy mona y me gustas. ¿Por qué no paramos un momento y...? -se detendrá y hará un gesto indefinido... Ella, seca, le cogerá el brazo y le impondrá un frenazo.

-Pare usted aquí mismo.

-¿Parar...?

-Bueno, abriré la puerta y saltaré.

A él le darán ganas de que lo haga; tan contrariado se siente; se dominará e irá deteniendo suavemente el coche. No podrá remediar el manifestarse grosero:

-Te creías que estos viajecitos se hacen de balde, ¿eh? ¡Pues deberías saber que no!

Y casi cuando ella esté pisando el suelo, arrancará violento medio tirándola. Se tambaleará hasta conseguir el equilibrio y se echará a reír. Unos tan escasos y otros tan sobrantes, pensará con asco. Ya habrá luz en el horizonte, luz del día, y decidirá sentarse en uno de los mojones indicadores de distancias. Con rapidez subirá el sol su cuesta de cielo, enrojeciéndolo.

María verá a la pareja que dejó en su casa, haciéndose el amor. Isabel es una mujer de temperamento y su marido...; ya no creerá en él, no le concederá el menor instinto amoroso. Le verá ruin, cobarde, incapaz de decidirse por lo que, según él, desea más. ¿Y si no es ella lo que más deseara él? Pruebas dio. ¿Pruebas? Miedo al escándalo, miedo a lo que Isabel pudiere hacer. El sol ya se instaló en su órbita, como todos los días. Éste es un hecho que a María la desconcertaba de niña: ¿mañana habrá sol otra vez?, se preguntaba ansiosa. Y al comprobarlo, crecía su desconcierto. No faltaba nunca el sol en el cielo, ningún día: la lluvia no era que el sol no estuviera en su sitio, porque la lluvia caía por debajo del sol.

María sonreirá sin advertirlo y ahincará su pensamiento en lo que le ha ocurrido. No se le ocurrirá pensar que deberá resolverse la vida si, como es lógico, no va a regresar a su casa. El trauma sufrido sigue obnubilándola. Los ojos interiores sólo verán cómo un hombre y una mujer se abrazan, se separan, vuelven a juntarse... Se levantará de un salto y dirá unas malas palabras. Precisamente entonces aparecerá un coche que no va rápido. Detendrá su marcha la conductora (una mujer de unos cuarenta y tantos años), y le dirá deteniéndose:

-¿Quieres subir?

-Sí.



El coche es muy confortable y se respira el ambiente propio de una mujer cuidada y de refinado gusto. María se encuentra súbitamente bien acomodada, como si el solo hecho de meterse en el coche hubiera barrido de momento su inquietud interior que acababa de verterse en unas malas palabras... La conductora tendrá unos cuarenta y pocos años más y va muy segura de sí misma al volante. Vestida con ropa de tonos claros, calzada con zapatos oscuros como el bolsillo que antes iba a su lado y ahora ha puesto en el asiento trasero, toda ella sencilla y, sin embargo, con clase, a la chica le es simpática y, cosa rara en quien anda tan alborotada por dentro, le produce tranquilidad y confianza. Porque la voz de esta mujer emite radiaciones densas y un tanto opacas, pero firmes como su pulso y su talante.

¿Adónde irá? Es la carretera de Levante, y como han pasado del punto distribuidor el coche camina hacia Murcia; seguro. María no piensa en la dirección exacta, pero le da igual. Ante ella existía el propósito de irse a cualquier parte del mundo con tal que la alejara de aquel de donde procedía. Vuelve la cabeza y mira con desgana su mochila, tan breve, y sonríe. Junto al bolsillo de cara piel de la dueña del coche, hace un triste papel de humildad barata.

No van aprisa, no; como si la conductora quisiera ir oyendo los pensamientos de su inesperada acompañante. ¡Qué cargado vibra el silencio de palabras y cuán difícil será empezar a hablar! ¿Y si no fuere necesario otorgar las dóciles palabras que intentaran explicarlo todo...? De momento, basta con relajarse y mirar por donde avanzan: carretera llana, sin nada que atraiga la atención y, de tarde en tarde, una pequeña familia de árboles lejanos. Pronto, sin embargo, los hallará tan hermosos y robustos que sus ojos agradecerán la sombra que derraman.

¿Quieres subir?, le preguntaron, deteniéndose un instante. Y dijo que sí, que sí quería subir. Y subió en paz porque ya se iba cansando de esperar coches que le infundieran confianza. Era una señora, claro, se vio en el acto, y en sus ojos oscuros y nobles se humedecía una suave piedad por la muchacha al borde del camino...



Deja el vaso sobre la mesa y vuelve a plañir. No se ha quitado el pantalón ni el jersey y va descalza. Tiene unos pies tan intactos como los ojos. Ni anduvieron pedregales ni vieron nada real. Laura la deja que se queje como si le dolieran las entrañas, y espera el indudable chorro de su voz

-Los veo a cada instante, los veo, los oigo, huelo hasta el sudor de sus cuerpos incrustados. No puedo aguantarlo. Tendré que separarlos aunque sea con un cuchillo. Es verdad que aborrecía a mi hermana desde que conoció a Santiago. Antes, él me miraba a mí; pero desde que se hizo con ella no volvía a decirme palabra. Yo sufría cuando eran novios y más, cuánto más, después de casarse. Se empeñaron en que viviéramos juntos, en la misma casa. Odioso, aborrecible. Por eso, cuando él entró y me cogió entre sus brazos apretándome hasta ahogarme, me entró una alegría enorme. Ya era mío, no volvería a mi hermana. Después comprendí que era imposible seguir viviendo bajo el mismo techo y me escapé. Me estoy escapando de allí a cada momento y vuelvo constantemente. ¿Qué hacer? ¡Yo quiero separarlos, con un cuchillo si es preciso! Separarlos y hundirlo a él en mi cuerpo hasta que se me muera dentro.

Laura tiene muy olvidado, voluntaria y obstinadamente, el lenguaje de la carne. Laura se mantiene fría, apartada y, sin embargo, comienzan a hurgar en su espalda miles de agujas finísimas que irradian quemazón hasta el pecho, el vientre, las piernas; un agobio el acoso. Y se levanta y se va al balcón. No quiere oír más.

-Me estoy volviendo loca de deseo y de hambre. Nunca me sentí, enamorada y todo como estaba, tan hecha de brasas como ahora lo estoy. ¿Por qué, por qué?

Se vuelve a ella y le dice:

-Porque odias a tu hermana y le quieres quitar su marido. Los jóvenes sois así: crueles, egoístas, como lobos en busca de su comida, pisoteándolo todo. Lobos sois, los jóvenes. Tú eres una loba.

-¿Y ella no? ¿Ella, guardándose su marido, encerrándose para que pueda ser suyo solamente, qué es? -barbota.

-Su mujer. Tiene derecho. No se lo quitó a otra.

-¡A mí me lo está quitando, a mí sí que me lo quita!

Laura se ha puesto a ordenar cosas en su habitación frente a la mar. Está agitada, furiosa consigo, ¿por qué tiene que aguantar a esta histérica erótica clamante? Piedad, repulsión ante tan absurdo problema, cansancio... Los libros, uno por uno; un manojo de cartas, cigarrillos, bolígrafos...

-¿Qué palabras son ésas tan repugnantes para el amor?; ¡que tiene derecho...! ¡Cómo se ve que usted...!

-Pero calla la apostrofante boca una mano fría y dura de Laura.

-Oye, criatura: vas a callarte, a tomar un calmante y a dormir procurando dominar esta histeria fisiológica, pues nada de espiritual tiene lo que te ocurre. Y mañana, fresca ya si logras reanimar tu moral, vas a dejarme en paz y libre de un conflicto que no me atañe y al cual me veo sujeta por el mero hecho de haberte dado acceso a mi coche.

-Sí, sí. Usted me invitó a subir -afirma asombrada de oírla.

-Te invité a subir admitiendo que te ayudaba, pero no por ello me vas a echar encima un peso atroz con tu monomanía amorosa. No te conocía hace unas horas y quiero olvidarte. Confío en que sabrás arreglártelas sola y decidir, por fin, lo que estás obligada a hacer.

¿La oye? Mirarla, por lo menos, la está mirando fijamente. Sus ojos, hermosos, abiertos, transparentes, están viendo otro mundo. Y Laura suspira dejándose caer en la cama, ahíta de muchacha y de absurdidad.

-Con un cuchillo tendré que separarlos; meteré entre los dos un cuchillo para despegarlos; yo no puedo soportar que se unan, que se junten. No puedo, no puedo -y se pone a girar por la habitación, a girar como una hipnotizada obedeciendo a la mente de alguien que manda desde lo oscuro.

¿Qué pasa en ella; loca, sincera y normal aunque alterada por su choque con la pasión desatada? ¿Qué hacer con ella, Señor? Con la ira se juntan la compasión y un sentimiento de responsabilidad comprometida por el azar. Si la echa de una vez, ¿qué hará? Al borde de la mar Laura está viéndola flotar, desconocida y víctima de no sabe qué ataque diabólico en nombre del deseo. La postal de la Ahogada del Sena se planta en su memoria una muchacha jovencísima, con una lágrima como una cresta entre sus pestañas, flotando sin que nadie, jamás, la identificara... Imposible abandonarla..., y sin saber qué hacer con ella.

Se incorpora y la atrae hacia sí con blandura. La está mirando y no parece que la vea.

-Ven, échate y descansa. Mañana decidiremos lo menos malo para ti. Acuéstate.

Se levanta y la arropa con una colcha fina; no intenta despojarla de una ropa ajada y ya no limpia. Coge un libro, enciende un cigarrillo y se dispone a pasar la noche en vela...

Antes, mira hacia la pequeña mar que tiene enfrente. Una luz irreal cae sobre el agua y la mueve sigilosamente. Atronadores grillos ordenan sus chirridos perforantes y le recuerdan (¡qué herejía!) a Bach; una fuga de Bach inacabable. Disparate tras disparate. María ha cerrado los ojos y empieza a espaciar sus respiraciones... Laura recuerda un suceso reciente que casi presenció: al pueblo de la sierra de Guadarrama en donde suele pasar temporadas, acudieron un domingo del verano recientemente pasado, cinco personas que no se conocían: dos ancianas y un matrimonio joven con un hijo pequeño. Las primeras venían a pasar el fin de semana en casa de unos familiares; los segundos, procedentes del Norte, invitados también por unos amigos, como no tenían coche alquilaron en Madrid uno para así aceptar. Fue en la tarde del domingo y en la plaza bullente de los que bajaban del Puerto y merendaban alegremente. Las dos ancianas se dispusieron a salir con sus familiares a dar un paseo por la plaza. El niño del matrimonio se pone súbitamente enfermo con fiebre alta. Hay un llamado Centro Rural de Higiene y le llevan a él para que le vea el médico. Las ancianas ya van camino de la plaza. El médico dice que no es grave y receta algo que alivie al niño. Las ancianas se van acercando a un callejoncito que desemboca en la plaza. La madre del niño está muy nerviosa y conduce, quizá, con poca seguridad y se dirige hacia aquel callejoncito justo cuando las dos ancianas entran en él... Las atropella. Las destroza contra una pared. Barullo. Conducen a las desdichadas al Centro Rural de Higiene, y allí el médico, asustado, sin medios para afrontar aquello, las compone como puede y llama a una ambulancia de las que en la próxima carretera montan guardia los temibles días de fiesta. Se las llevan a Madrid. Fallecen por el camino, claro. Tan maltrechas, cincuenta kilómetros por una carretera repleta...

Una tragedia preparada por el destino minuciosamente. Atrae a la sierra a tres mujeres: dos para ir a morir; una, para matarlas. Todo, pues lo parece, ¿preparado en este mundo para que unos se encuentren determinadamente y otros se separen igual...? Impresionada, Laura sonríe para sí recordando la explicación de los hechos que le dio el médico del Centro Rural de Higiene: «...estaban tan mal, tan mal, que yo deseaba que se las llevaran pronto en la ambulancia. Porque si se me mueren aquí, me hubiera visto obligado a hacerles la autopsia...». Claro que el médico también estaba enfermo por su parte.

Clarea. El sol sale en la misma mar, no en el cielo; porque en el cielo lo velan unos celajes y es el agua la que se tiñe de sol rojísimo y apresurado.

Sin hacer ruido Laura extrae su bañador de la abierta maleta, se lo endosa y sale camino de esta mar casi escarlata y suave, quieta, que la recibirá como ella se le entrega.

María duerme sosegadamente y parece una jovencita pura, exenta, extendida en un lienzo al que solo le faltan flores de Botticelli para completar la primavera de la vida.



La primavera de la vida..., ¿es eso la juventud realmente? El poeta Juan Ramón Jiménez la llamó la edad media y no precisamente porque estuviera a la mitad, entre la infancia y la madurez de la vida...

El rostro de María no dice nada de sus penas ni de sus iras: es un rostro de durmiente apacible, soñante, lejanísimo. La frente está lisa, fresca, y a sus sienes asoman cabellos como frágiles ramillas de yerba tierna. La boca no retiene la crispada emoción de los besos recibidos y dados, es una boca serena que aún no ha quemado el fuego de los suspiros. Y el mentón es perfecto, redondeado levemente, minuto claro entre el cuello desnudo y el pecho, que parece inmóvil.

Sueña. Y no con angustia. Duerme cansada y no acusa lo que hierve en las entrañas del sueño por un instante apaciguado. Hay una tregua sagrada entre la realidad y el reposo. El cielo invisible se comba protegiendo a la durmiente. Despertará con ramas coloradas en las manos, se sobresaltará al comprobarse viva y con recuerdos tan próximos, que aquellas ramas arderán llenándola de cenizas. De momento, duerme.



Santiago se habrá quedado lívido al comprobar que María ha huido de su habitación, previamente cerrada por Isabel. Gritará por la casa:

-¡Isabel, tu hermana se ha escapado!

Se mirarán recelosos y trastornados a un tiempo. A ella, al principio, la alegrará la noticia. Después de todo, ¿qué iba a hacer con María? Luego, la preocupación del marido acabará por inquietarla.

-Se ha ido, ¿y qué? Allá ella, conflictos que nos quitamos.

-Pero no es verdadera su voz sino fingida, dentro de la voz hay angustia y miedo.

-No debiste encerrarla. La trataste dura -objetará él.

-¿Dura, eh? ¡Si acabarás por sentirlo, si estarás de acuerdo con ella, la muy...!

-Sosiégate, mujer. Deja tus recelos aparte. Es una cría sin experiencia, nunca tuvo amigos ni amigas; siempre a tu lado, contigo.

-Entonces, ¿soy yo la responsable?

-¿Responsable de qué? Yo sólo te digo que no la trataste como hermana mayor suya, sino como enemiga.

-Por ti, Santiago; por tu causa. María es ya una mujer no una niña; está enamorada de ti. Lo sé. Lo he visto.

Error. A un hombre no le molestará nunca que se esté enamorada de él. Al contrario. Inútil buscar un efecto negativo ante tal revelación. Isabel cometerá una tontería confesándole lo que él ya sabe por sí mismo y a fondo.

-Sea o no cierto lo que dices -argüirá-, debiste tratarla de otra manera.

- ¡Vamos! ¿Compartirte con ella, verdad? Eres un irresponsable.

-Aunque lo fuera, te digo que estas cuestiones es mejor resolverlas con tacto, sin furia. Algo así como comprendiéndolas...

Le mirará estupefacta. Santiago es un buen mozo, un hombre bien hecho, atractivo y dulce que de pronto se pondrá serio y áspero para reconvenirla. Isabel siente deseos de abrazarse a él y calmarlo con sus besos.

-No -dirá él-. No.

-¿Entonces...? -a punto de llorar.

-Hay que encontrar a la chica.

Se soliviantará escocida por los celos:

-¿Buscarla dices?

-Buscarla.

-¿Y tenerla aquí contigo, hecha un ascua por ti?

-No seas insensata. Olvida eso. Es una menor y tenemos la responsabilidad de su vida.

Se aterrará:

-¿Temes...?

-De una criatura tan exaltada lo temo todo. Le soltará sin darse cuenta; confesará, al decirlo, que conoce bien las posibilidades de María ante los acontecimientos.

-Sí. Insisto en ello: temo que haga un disparate.

-¿Crees que se suicide?

-Sí.

Iracunda otra vez, chillará:

-¿Tanto sabes que te quiere?

Sin poder disimular su desagrado, el hombre irá diciéndole:

-Escúchame. No se trata de que me quiera o no; podría ser un fenómeno propio de su edad y circunstancias. Pero no se la puede abandonar a su arbitrio, a su falta de control, a su no dominio de sus pasiones o caprichos o errores, Isabel. Es una cría y tú no lo eres ni yo tampoco.

Se le acercará sibilina, mordiendo lo que dirá:

-No, tú no lo eres. Tú eres un hombre y ella te gusta; a ella la habrás tomado ya o esperas tomarla en mi propia casa y sin molestarte lo más mínimo. ¡Anda y búscala tú, su amante! Yo me quedaré aquí. Sin los dos.

Santiago se estremecerá, se hará daño en los puños de apretarlos tantísimo. Replicará:

-Isabel, Isabel, tú no conoces el amor desesperado, a ti te lo ha ido dando todo la vida tranquilamente y por eso ignoras el dolor de querer o de tener lo que no es tuyo ni podría serlo jamás de una vez. Trata de comprender, de sentir piedad por tu hermana. Ayúdala, Isabel. Yo me iré de aquí hasta que consigas curarla.

Admitirá que es verdad que ellos dos se quieren, pues tiene un enorme miedo a que María se quite la vida o haga una barbaridad no tan grande como sería aquélla.

-Anda, tranquilízate. Ven conmigo a buscarla y cuando la encontremos yo me iré de viaje hasta que tú me llames.

Llorará ella sin consuelo, la cabeza confusa y el alma helada.

-¿Por qué, Dios mío, por qué? ¿Por qué he de buscarla y traerla, para que tú te vayas y me vea sin ninguno a mi lado ya para siempre?

-El destino no se elige. Yo no lo elegí. Ella tampoco. Tú, por lo menos, eres mi mujer.

-¡Y qué me importa serlo si hay otra de mi sangre que te quiere y a la que quieres tú también!

Él la compadecerá. No se compadecerá de sí, no; se desprecia. A pesar de que no perderá nunca el calor que guardará su pecho del pecho de María, la suavidad de sus pestañas rozándole los besos, la atropellada calentura de su boca debajo de la suya. Quisiera cerrar los ojos y saberse dormido en un sueño al que por mucho que sacudan las pesadillas, no deja de ser un sueño...

-Iré solo -afirmará- a decirle a la Policía que María se ha ido de casa sin comunicárnoslo. Para que la busquen.

Isabel habrá logrado recapacitar hasta poder aceptarlo.

-Voy contigo. Es mi hermana.

Y saldrán juntos.



Las calles del pueblo, ateridas de ansiedad. Juntos, pero no unidos. El brazo de Isabel ha rechazado ásperamente la mano de Santiago intentando asirlo. No es posible aparentar una marcha normal hacia algún sitio, sino el avance de dos que andan automáticamente y desprendidos por dentro y por fuera de lo que les unía.

Todas las cosas que pueden pensarse, ¡y cuántas son!, las van pensando cada uno a solas consigo. Hay amargura y la ira no está ausente; hay miedo y la vergüenza tampoco le es extraña; hay dolor, mucho dolor y una sorda desesperación conjunta, eso sí.

-Déjame hablar primero, Isabel; soy yo el que debe hacer la denuncia.

-Como quieras.

-Somos sus tutores.

-Éramos.

-No podemos rechazarlo.

-¡Es ella la que ha rechazado eso que tú llamas tutela!

-Sin embargo...

-Cállate.

Y un silencio es lo que los dos adoptan, como a un hijo forzoso, para poder llegar a su destino.



Laura está sola en el amanecer sobre el agua transparente, densa de sales, que no se mueve en absoluto. Es una mar que, en donde ella se baña, casi carece de arena. Enfrente, sí; a toneladas, millones de toneladas de arena hay en La Manga. Pero a Laura le gusta venir a la orilla del Mar Menor porque le trae recuerdos de juventud y de amor, de esperanzas. Y aunque suele recorrer toda esta dichosa y palestiniana región, recala en un pequeño hotel grato, limpio, con gentes buenas y sencillas a las que ha llegado a apreciar. Sus días en él fueron siempre tranquilos y contemplativos. A su naturaleza sobresaltada le hace bien esta paz sin solemnidades. Ahora..., da unas brazadas y se aleja más allá de la boya, se sigue haciendo pie aunque el volumen del agua se densifica. Está irritada con la situación creada por una cuestión que parecía intrascendente. Siente piedad por sí misma y se indigna. ¡Pero ella tiene ya tanta necesidad de paz! En definitiva, que la chica se vaya y resuelva el lío de su vida como sepa y pueda. La dejará en el hotel y se irá ella a otro sitio. A La Manga. Desentendiéndose de todo lo que en definitiva no tiene por qué afectarla.

Nada muy poco, el agua la mantiene como un regazo; flota mirando al cielo y el sol la cubre con suavidad. Si se hiciera sobre la tierra esto, dejarse en brazos de la fuerza sin resistirla, ¿se acertaría? Hay que desalojar el pensamiento, dejarlo en blanco, chupar de la memoria su oscuro jugo, a veces alimenticio, y flotar..., flotar. Ya el sol es más persistente en su caricia, la mañana entra con sus grandes velas desplegadas. Unos barquitos hasta ahora invisibles se destacan cerca de La Manga. Por la carretera pasan motocicletas con obreros que acuden al trabajo, autocares, camionetas... Cuando no cantan los grillos lo hacen las máquinas. A la mar llega el sonido bastante diluido. En las casas aturde. Es lo malo; lo único casi, del lugar elegido. Su ruido permanente en determinadas horas.

En la habitación de Laura, María abre los ojos. Todavía un poco aturdida, intenta recordar hasta este momento. Cuando lo consigue se levanta y se va a su habitación. Recoge lo poco que sacó de su mochila y se dispone a irse. Se lava los ojos y se arregla, o algo parecido, el cabello. Sin pensar en desayunar ni dejarle una nota a Laura, baja al vestíbulo. No encuentra a nadie en su camino y desciende la escalera de la espaciosa entrada. El conserje de noche debe de estar preparándose algún café en su vigilia.

Baja otra escalera y sale a la carretera. No. Allí no esperará a ninguno de los coches que crucen. Andará un kilómetro y lo hará entonces. Hay cerca una gasolinera, en el cruce de las carreteras Alicante, Murcia, Cartagena. Cuando inicia sus pasos, Laura le grita desde la pasarela del balneario:

-¡María!

Vuelve la cabeza y le hace adiós con la mano. Sigue andando. Y entonces Laura, en bañador y descalza, cruza la carretera, corre por el polvoriento espacio y consigue (¿se iba demorando la chica?) alcanzarla:

-¿Adónde vas, criatura? -le grita jadeante.

Y la coge del brazo libre y se la lleva al hotel. Tampoco hay gente todavía en el vestíbulo; pueden tomar el ascensor sin que las vea nadie. Ante la puerta de la habitación de María, Laura la empuja con ternura:

-Anda, hija; báñate y ponte limpia. Desayunaremos juntas. Te esperaré.

Y la deja para acudir a su cuarto y hacer ella otro tanto.



Lo harán todo, juntos. Acudirán a la Policía y denunciarán la ausencia de María: «Es una chica algo alocada -dirán-, que se enfadó o se le ocurrió irse, simplemente, para hacer lo que ahora llaman "su vida". No. No sabemos adónde habrá ido. Suponemos que haya hecho eso que se dice "autostop", porque no tendrá mucho dinero y a la hora que se fue no pasan trenes. ¡Y no se iría andando!».

Escuchará el comisario, deferente pero indiferente; es uno de los cientos de casos que ahora se llevan entre jóvenes. Y dirá que sí, que procurarán dar con la chica, pero que no será sencillo pues España es grande, etc.

Volverán a la casa juntos. Inmensamente separados por dentro a causa de María. Santiago estará dolido e inquieto reprochándose sin duda su irrupción en el cuerpo joven y suave, inocente físico de lo que él le hizo. Isabel, que lo sospecha todo y lo agrandan sus celos, se mantendrá rígida y sangrante a cualquier contacto verbal.

-Hicimos lo debido -afirmará él, sentándose y abriendo un periódico que lo oculte a la mirada fija de ella.

-No la encontrarán -afirmará Isabel.

-Tienen pocos datos, desde luego; a no ser que publiquen su fotografía.

-¿Lo harán?

-Es posible.

-¡Qué escándalo!

-¿Escándalo...? Sí, eso sí; pero ¿y si no la encuentran de otro modo?

Ella le apartará el periódico para mirarle a los ojos...

-Y tú quieres que la encuentren, ¿verdad?

Santiago alzará los ojos para mirar al techo y encontrar en él fuerzas de protesta:

-¡Claro que quiero, claro! ¿Y tú no?

Isabel le volverá la espalda despreciativamente. ¿Qué le iría a contestar? No se encuentran fuerzas, por su parte, en ningún techo ni suelo cuando se trata de celos, de bien justificados celos. Seguirá caminando hasta salir de la estancia en que su marido fingirá leer un periódico absurdo, para echarse en la cama y hundir la cara en la almohada y llorar hiel y vinagre.

El hombre admitirá que el comisario publique el retrato de María; él mismo se lo dejó sobre la mesa para su identificación. ¿Y si la encontraran... querrá ella regresar a casa de su hermana y admitirá callar lo que le ocurrió con Santiago? Se le eriza el cabello al pensarlo. No la quiere hasta el punto de abandonarlo todo por ella, no; eso no. Y ya ve que María no aceptaría una convivencia vergonzante. Mejor sería que no volviera. ¿Y si no hubieran denunciado su huida? Fue un error. Eso, sin embargo, era admitir ante Isabel su propia culpabilidad en relación con la escapatoria de María.

Dejará el periódico violentamente y encenderá un cigarrillo. La cosa es que a él le gusta, le entusiasma la muchacha. ¿Cómo haría para no perderla del todo? Acaso se avenga a regresar -si la encuentran- y eche tierra sobre lo habido. Pero ¿y si no la encuentran...; y si se ha...? Para en seco, rugientes sus arterias. ¡No! Tiene que estar con vida. Imposible que su desaparición la haya impulsado a cometer nada contra ella misma. Oirá pasos precipitados. ¿Vienen a decirle que María se quitó la vida? No. Es Isabel, desesperada, que se le echa encima, que le abraza casi inconsciente:

-¡No puedo vivir sin ti, no puedo vivir sin ti! -gritará, y él tendrá que abrazarla piadoso y hasta acariciar su cabeza con ternura.

Luego, separándose, se asomará al balcón a mirar los árboles y a oírlos resonar llenos de pájaros, y ella volverá a sus quehaceres intentando que absorban una atención de la cual carece, como no sea para pensar en su desdicha. Porque Isabel sabe que su hermana y su marido han sido un solo ser delirante durante unos siglos -minutos, ¡pero siglos!-, y eso la roe como un agua fuerte comiéndose el oro que no es oro aunque lo aparente.

-No puedo vivir sin él; me moriría, me volvería loca si lo perdiera -se dice-. Sería capaz de todo, hasta de aguantarla a ella cerca, con tal de que él no se me fuera.

Pesará el tiempo. Pesará el aire.

Todo será denso y gravitante sobre los dos.

Ni una exhalación podría partir el bloque de basalto que los aplastará si se mueven para respirar.



Como se la lleva, por fin, a La Manga, Laura puede intentar en aquel medio desierto hablar con María despacio. Pasean cerca de la arena, rubia, finísima arena que amenaza con desparramarse sobre el asfalto -alguna vez lo hace- y apoderarse de esta urbanización atrevida que la separa a rajatabla de cuanto terreno era suyo. Como en las selvas. Si no se tienen dispuestos los machetes para tajar el avance vegetal, las plantas -la arena- avanzan implacablemente y todo lo señorean. El aire es blando, tal un lienzo impalpable que acaricia el rostro y la cabeza despeinándola con dulzura...

-Si no vas a volver, ya comprendo tus razones, ¿por qué huías esta mañana?

-Al despertar me abrumó saber que pesaba sobre usted, que nada tiene que ver en este asunto mío.

-Dejémoslo. El destino tiene sus manías. Formas parte, al parecer, de una de ellas. Puedes quedarte a mi lado mientras resuelves lo que harás, te lo dije. Porque tendrás que hacer algo para manejar tu existencia, naturalmente.

-Lo sé.

-Bien. Ahora, tranquilízate. ¿Por qué no me cuentas algo de ti antes que te pasara esto?

-No siento el menor interés por hablar de mí misma.

-A mí me gustaría conocerte.

-Soy como me está viendo.

-Por fuera, sí.

-¿Por dentro...? ¡Bah! No valgo nada.

Laura sonríe. Le es grata María por fuera y se la imagina por dentro. Pero lo que está intentando es ayudarla a descargarse de ella misma. A neutralizarse. Para enfrentar mejor el futuro.

-No se trata de valer o no valer. Se trata de ser -dice.

-Pues soy... -se detiene. Realmente nunca se detuvo a saber qué era ella, qué la compone, para estar en el presente-. Creo que no soy nada -afirma débilmente-. Nada que valga la pena para que alguien se interese por mí.

-Eso no lo sabemos nunca nosotros mismos. Nuestra misión es ser y estar. Lo que resulte de aquello o de esto es lo que debemos juzgar para continuar siendo.

La chica sonríe y sigue andando -descalza- por la arena. Se han ido apartando del asfalto para aproximarse a la mar libre y revuelta. Hay grandes barcos en el horizonte. Viento que va aumentando...

-¿Sois más hermanos?

-No.

-¿Hace tiempo que murieron vuestros padres?

-Sí.

-¿Has estudiado? ¿Qué sabes?

-Nada. O muy poco.

-Aprende.

Aprende. Olvida. Inventa. En realidad no es sólo cuestión de arte, sino de vida también. Se vive. Se olvida. Se vuelve a vivir... Es el ciclo infinito. Aplastante. Vivificador. Y otra vez lo otro. Laura suspira y cierra los ojos. La luz hace de su figura una fugaz piedra que la resuena. Reanuda el paso...

-Vas a decirme el nombre completo de tu hermana y su dirección. Yo le comunicaré que estás conmigo sana y salva.

-¿Para qué?

-Porque deben estar locos sin saber qué ha sido de ti.

-¡Bah!

-La irresponsabilidad como venganza es francamente vana.

-No me preocupa.

-A mí, sí. Desde el momento en que te retengo hasta que te vayas, necesito dar explicaciones de lo que pasa.

-No volveré jamás allí.

-No hará falta.

-Intentarán convencerla para que vuelva con ellos.

-¿Por qué, si tú no quieres hacerlo?

-Soy menor.

-Lo arreglaremos. Por las buenas. Cuando me explique con ellos comprenderán que puedo hacerme cargo de ti.

La mira de frente. Por vez primera la mira y quiere conocerla.

-¿Quién es usted? -le pregunta.

-Mi posición en el mundo me acredita para que puedan confiarte a mí.

-¿Y si yo no quiero?

-Pues te vas y hemos terminado. Están al borde del agua. Laura se descalza y avanza para que las olas menudas y espumosas posean sus pies y rodeen sus tobillos.

María se sienta en la piedra que se mantiene sola al arrimo del agua. Mete las manos entre la arena y saca conchas y piedrecillas que el mar transforma en fabulosas al mojarlas...

-No merezco que usted se ocupe de mí. Soy rebelde, no tengo más deseo que el de pertenecer a Santiago. No soy capaz de querer a quien no sea él.

-No necesito que me quieras. Ni que me aborrezcas. Eres tú la que necesitas que te quiera alguien a cambio de nada.

-¿Para qué?

No lo sabe. Nunca supo ningún para qué, sino de muchísimos porque sí.

-Para nada. (¡Ah el recuerdo mironiano!) Por todo. Por nada. Porque sí.

Y se ríe alegremente. La muchacha sonríe a su vez y luego sigue su tarea con la arena: hurgarla, amontonarla, y dejarla que caiga infatigablemente debajo del mar.



La arena. ¿Alguien pensó en el destino de la arena? Es una acumulación infinitesimal de siglos de vidas, de millones de edificaciones levantadas para la vida y para la muerte. En las manos de María la arena parece una montaña licuándose en vívido chorro salado y ella juega sin pensar en lo que antes fue la arena, despreocupada de que sirve para cubrir y asfixiar mejor que la mar misma. Le sonríe a Laura, que la contempla preocupada, y sigue su tarea como un rito inacabable...

-Vámonos ya...

-¿Por qué?

-Debo hacer lo que te anuncié que haría.

-¿Qué prisa tiene? Yo estoy bien aquí.

-Puede, pero yo no lo estoy ni lo estaré hasta que no se haya resuelto tu enredo, hija mía.

Se deja atrás la arena, se pisa nuevamente el asfalto, extraño e insólito en aquel sitio... Extranjeros de ambos sexos pueblan La Manga, viven en ella como quizá no lo hagan en sus propios países, tan despreocupadamente. El coche recorre unos kilómetros cerca del agua, y luego se mete tierra adentro para volver a orillar la Mar Menor.

-Me gustaría no recordar nada anterior a este momento, ser arena en la mano grande de Dios y que esa mano me fuera vertiendo despacito, despacito al fondo del mar. No saber. No pensar.

-¿Y no amar...?

-Y no haber empezado a amar.

Al llegar al hotel, Laura recoge la prensa. Distraída la mira mientras María se dirige a su habitación. Lee los titulares y vuelve lentamente las hojas... En un recuadro está el retrato de María y a su pie se lee: «Esta joven, menor de edad, desapareció de su domicilio... Se ruega a ella o a quien la reconozca, tenga a bien avisar su paradero al teléfono....».

Rápidamente se une a María, que se ha detenido mirando unas postales cerca del ascensor, y le indica:

-Sígueme.

Ambas llegan al piso y, cerrando la puerta de su habitación, Laura le muestra el periódico con su fotografía, diciéndole mientras lo lee:

-¿Ves cómo era preciso tomar una resolución? No sería grato que alguien te reconociera y avisara a la policía tu paradero.

La muchacha está indignada:

-¿Cómo se atreverán a hacerme esto? -grita casi.

-Lo considero lógico ya que no has dado señales de vida.

-¡Ni las pienso dar!

-Te contradigo: las daré yo y llegaremos a un acuerdo con ellos. No puedes disponer de ti aún. Fíjate que se proclama que eres menor de edad.

-Comprendo -asiente. Y se deja caer en un sillón cerrando los ojos brillantes de ira-: Me buscan como si fuera una delincuente, y si me encuentran me despedazarán, cada cual a su manera.

Y ante la mirada interrogativa de Laura:

-Haga usted lo que quiera.

Laura la compadece y se encoge de hombros. Por su parte preferiría no someter a la muchacha a la tortura que la espera cuando vuelva a su casa, pero es imposible evitarlo de momento.

-Vete a tu habitación -le pide- y espera que te diga lo que hice.

María sale abrumada y Laura cierra la puerta para disponerse a actuar.

Toma el teléfono y pide comunicación directa con el que figura en el aviso judicial. Mientras espera que la reclamen, se acerca a la ventana: desde ella se ve el faro de Cabo de Palos, dentro de su imaginación...; seguro que el viento lo cimbrea. El mar aumentó su oleaje y en el cielo se forman nubarrones espesos. No es lluvia, no; es tormenta seca la que se va formando... De repente va a la habitación de María, para preguntarle:

-Oye, ¿ese teléfono es el de tu casa?

-No.

-Entonces será el de la policía.

-Seguramente.

Retorna a su habitación y a poco suena el teléfono:

-Es su conferencia, señora.

-Gracias. Llamo desde...; ¿podría hablar con su jefe? -pregunta admitiendo ya que es el teléfono de una Comisaría.

-Soy el comisario, señora.

-Gracias. Oiga, comisario, contesto al aviso que figura en la prensa de hoy acerca de una joven que desapareció de su domicilio y por cuyo paradero se interesan sus familiares.

-Dígame, por favor.

-Bien, esa joven...

María ha entrado y escucha desde el umbral. Escucha sin escuchar realmente. Se ha inhibido. Llega el ruido del viento, de la mar, de las palabras... Pero ella besa y es besada, poseída, triturada... Y llora.

Laura cuelga el aparato. Entonces la ve allí enmarcada por la puerta abierta al pasillo. Es una ausente total. Ni un rasgo de su fisonomía se altera mientras llora silenciosamente. Se diría congelada por el tumulto de la tormenta que, fría y revuelta, va tronando por el cielo.

Compadecida a su pesar se acerca a María y la atrae hacia sí mientras cierra la puerta que quiere sorberse el viento. Tan rígida está la joven, que no es fácil llevarla a una silla y hacerla sentarse.

-Era inevitable, no podíamos exponernos a que te detuviera la autoridad cumpliendo con su deber ante la denuncia de tus tutores. Todo se arreglará, te lo aseguro, si haces lo que deberás hacer para librarte de ellos y librarlos de ti a la vez. No te entregues a semejante estado. La vida es demasiado rica y te dará mejores dichas, créeme.

Lágrimas heladas, miembros rígidos, ausencia de control...

-¡Criatura...! -susurra Laura en su oído-. ¡Criatura...! ¡Si todavía es éste tu dolor primero...!



Se presentará sola, pues Laura no quiere inmiscuirse en todo lo que le ha caído encima; escogerá la noche para evitar que la reconozcan en su ciudad angosta y opresiva. Llamará a la puerta -no se llevó las llaves- y abrirá Isabel que la estará esperando desde que se fue de la casa, ¡y deseando que no llegue nunca!

-¡Ah, eres tú! -dirá con acento agrio.

-Vengo porque me reclamasteis -contestará.

-Pasa.

El humo del cigarrillo que fuma él saldrá a su paso; deberá estar en el gabinete, leyendo -o fingiéndolo-, en espera de que ella llegue. Pero Isabel la desviará del pasillo conduciéndola a su alcoba. Está como la dejó: revuelta la cama, desplazados los sillones...

-Sí -corroborará Isabel-. Todo está como lo dejaste. Yo no tuve ganas de entrar aquí.

-Comprendo -afirmará María, y colocará su bolsillo y su mochila sobre la desensabanada cama-. Bien. ¿Para qué me reclamasteis? Yo no quería volver; estaba bien, me iría arreglando para no necesitar ayudas ajenas...

-Podrás hacerlo normalmente. Te irás después que todos sepan que has regresado de un viaje del que nada nos dijiste por si nos oponíamos, ya que buscabas trabajo en Madrid o en Barcelona.

-O en la China.

-Exactamente.

María irá al cuarto de baño y arreglará sus cabellos mientras Isabel la vigila desde la alcoba.

-No verás a mi marido. No hablaréis ni una sola vez hasta que te vayas públicamente. Aunque seas mi hermana, eres una mujer sin pudor ni conciencia, a la que aborrezco.

-Estoy deseando desaparecer de tu vista.

Tácitamente volverán los ojos hacia un retrato de su madre que pende de la pared frontera al lecho de María... Y después se mirarán a los ojos en los de Isabel habrá lágrimas y los labios de María temblarán al decir en voz muy baja: ¡Mamá! Ambas se estremecerán por un impulso de inesperadá ternura:

-¡Isabel, yo, yo...!

-Cállate. No lo digas.

Isabel, desolada, se dejará caer en otro de los sillones para echarse a llorar con amargura. María se paseará por la estancia estrujándose las manos con ira.

-Tú -dirá aumentando la voz que empezará mínima- tienes el alivio de aborrecerme. Yo, no; yo te quiero y sufro por hacerte daño. ¡Por habértelo hecho sin proponérmelo! Porque voluntariamente no quise ni quiero ni querré hacértelo. Por eso me fui; por eso quiero irme ya, ahora mismo. ¿Por qué te empeñaste en hacerme venir?

-No quería, pero Santiago...

Fatal. Habrá sido Santiago el que pusiera en marcha la reclamación por menor. ¿Y no tuvo en cuenta tal minoría para acosarla? Sin embargo, saber que él, él, es el responsable de su vuelta la excitará en su pasión acorralada. Isabel acabará de comprenderlo así y lamentará su confesión. Para arreglarlo:

-Santiago temía que nos responsabilizaran de tu conducta, pues como somos tus tutores... -deslizará cauta-. La Ley, ¿comprendes?, podría castigarnos.

-¡Pobre Isabel!

Se levantará violentamente y la cogerá de un brazo:

-¿Pobre por qué?

-Tu marido es un mal hombre.

-¿Y tú qué?

-Tan mala como él; conformes.

-¿Confiesas que estáis de acuerdo para burlaros de mí, eh?

-No. Todavía, no. Pero si no me voy, óyelo bien, si no me voy ahora mismo, ocurrirá fatalmente.

Y acercándose más a ella, respiro contra respiro:

-Y tú, fíjate bien en lo que te digo: tú acabarás consintiéndolo por no perderle a él.

Retrocederá Isabel hasta la puerta. Se clavará en ella y alargará las manos con horrorosa comprobación anticipada:

-Eres mala, eres mala...

-No. Te digo la verdad. Tú le quieres, yo le deseo, y él nos quiere tener a las dos. Nos pondremos a sus pies y nos pisoteará. Los cuerpos, las almas, la dignidad, el respeto... ¡Todo, todo por entregarnos a su voluntad!

-¡Vete, vete ahora mismo!

-Mañana, pasado. Y esta vez, la última, legalmente. Para no volver jamás.

Sombríamente, Isabel reunirá sus fuerzas para mascullar:

-Debería matarte. Y matarle a él.

María, lívida, asustada también, finge indiferencia:

-¡Bah! En cuanto yo desaparezca olvídalo todo y recupera tu ignorancia. Es tu marido, recuérdalo. Él es como casi todos los otros: egoísta, sin moral por lo que se refiere al sexo. A ti te eligió porque te quiere bien; a mí me quiere mal y eso se pasa.

-El deseo insatisfecho no se pasa...

-Procura agotarle tú todos los deseos.

-Lo mataré.

-Puedes hacerlo poco a poco, mujer. Ahora la voz de María será áspera lija-. Entrégate a él y mátalo a fuerza de amor.

Estarán tristes las dos. Tristísimamente unidas en ese recóndito misterio de la misma sangre. Anda, déjame dormir unas horas. No le digas nada de lo que hablamos. Mañana arreglaremos tú y yo mi marcha. Mañana.

Isabel saldrá sonámbula, cerrando la puerta. Se oirán sus pasos lentos, profundos, porque se irá al fondo de la tierra. María echará la llave y el cerrojo y se irá desnudando para buscar algún reposo en su maltrecho lecho. Apagará la luz y se quedará escuchando a su pesar el silencio que dejaron los pasos de su hermana al cesar de darlos... De repente, lejos aún, suena una risa atropellada..., que se va acercando, que se va acercando. Alarmada, María se vestirá la bata y se aproximará a la puerta. La risa estará ya al otro lado de ella.

-¡Ábrele, ábrele a Santiago! ¡Me acaba de asegurar que no podrá vivir si vuelves a irte!

Golpeará la puerta una, otra, otra vez:

-¡Abre, mujer; abre!

Lentamente abrirá María. Al otro lado Isabel, enloquecida; se ríe. Detrás de ella, su marido, dramáticamente erguido.

-Está loca. Yo no dije eso.

-No lo tenías que decir, ¿para qué?, lo oía yo dentro de ti, de todo tú entero.

María cerrará nuevamente la puerta; volverá a echar el cerrojo, y se tenderá en la cama. Escuchará, aunque no lo pretenda, porque hay cosas que resuenan aunque en silencio se hagan.

-Isabel, vente. No alborotes más. No digas locuras.

-Sí, vámonos. Quiero que me demuestres que no la deseas a ella. Solamente a mí.

Y sonarán pasos y risas, luego llanto a través de la casa. Llanto.



Se han alejado juntos, la mujer exaltada por sus celos y el hombre agobiado por su doble personalidad de marido y de amante. María ha oído lo que pide su hermana a Santiago, y sonríe. Sabe que no será posible que él ame a Isabel precisamente ahora cuando tan cerca se encuentra María del amante. Y aunque le duele que ella, la otra, tenga derecho a recibir el amor que exige, sonríe convencida de que no le será dado.

¿O sí...?

Salta del lecho y se lanza a la puerta para abrirla y correr pasillo adelante, golpear la puerta de la alcoba conyugal y matarlos a los dos si los ve unidos. Pero, se contiene; se retuerce las manos, que acabarán cayendo como alas quebradas por una piedra certera; se apoya en la pared y mira alrededor poblándolo todo de las imágenes que la atemorizan...

-Quiero que me demuestres que no la deseas a ella. Solamente a mí.

¿Por qué no contestó Santiago a semejante exigencia...; acaso estaría dispuesto, por miedo y sólo por miedo, a complacer a la insensata...?

¿Sería capaz de demostrar deseo ante una criatura delirante que quiere afianzar sus derechos para hundir a su hermana en el infierno...?

Rendida, vuelve a su lecho. Se sienta. Quisiera romperlo todo, trizar cristales y desgarrar sábanas, y no se mueve. Oye. Escucha. El universo entero es un jadeo amoroso indescriptible.

Pero no.

Lo que sí llega clarísimo a su escucha desbaratada es el eco de un llanto tenaz, violento, un llanto que es caudal de sangre vertiéndose por los suelos, inundando las habitaciones, inundando el mundo de llameantes aulagas... Y sonríe, y se llena de alegría; y, también, de llanto: de su propio y gemelo llanto, tan triste y tan despiadado como el que ya ha colmado los ámbitos de purgatorio e infierno para siempre jamás.



Indice Siguiente