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ArribaAbajoSí y Casi-sí

Las palabras que se dicen sobre le agua que corre, siempre las oye alguien que está sentado, pescando o mirando cómo se bañan las nubes. Al encuentro del riachuelo salían todos los días unas cigüeñas muy jóvenes que acababan de iniciar sus vuelos: con sus hermosos picos cogían los pececillos que llegaban apresurados, los ojuelos muy abiertos y en los hociquillos algunas briznas del liquen verdoso del fondo del cauce...

Bebiendo estaban después de engullirse varios pececillos, cuando empezaron a oír la conversación que minutos antes sostenían Centenito y Gazapo Lorenzo. Eran dos hermanas muy parecidas estas cigüeñas; tanto, que sus padres las llamaban «Sí» y «Casi-Sí». Sí era un poquito más alta y tenía en una pata tres o cuatro plumas en remolino; eso era lo único que las diferenciaba.

-¿Has oído, Casi-Sí?

-¡Están discutiendo un gato y un conejo!

-Parece un hijo de Rufina...

-¿Verdad? Ya me lo pareció.

Se quedaron suspensas y entretanto pasaron envueltos en la corriente cinco o seis pececillos con el corazón encogidísimo.

-¡No nos han visto! -suspiraron-. ¡Gracias, Señor! y movieron las colitas con júbilo, inflando las branquias con suma alegría.

Cambiaron varias palabras más las cigüeñas y decidieron hacer una visita a la madriguera de Gazapo Lorenzo, para ver si era él quien hablaba con la gata. Llegaron pronto, pues con dos o tres aletazos las cigüeñas llegan a todas partes, y encontraron a Padre Conejo Montés muy preocupado, acarreando tomillo fresco...

-¡Buenas tardes! -dijeron a un tiempo- y se plantaron juntas delante del buen Lorenzo.

Éste levantó las manos para ponerse de pie en señal de cortesía:

-¡Buenas las tengan mis hermosas señoras! ¿Qué las trae por estos contornos?

Sí y Casi-Sí se miraron dudosas. Dijo la primera:

-Verás, amigo Lorenzo; es que estábamos almorzando en el riachuelo cuando oímos que el agua traía una corteza de palabras: las escuchamos y eran de un diálogo rarísimo entre un gato y un conejo... Nos pareció hijo tuyo, y venimos a comprobarlo.

Padre Conejo se había quedado frío; las orejas se le cayeron a los lados de la cabeza venerable, desmayadas; suspiró y prorrumpió en sollozos.

-¡Es mi hijito, Lorenzo! -dijo llorando a gritos-. ¡Mi pobre gazapín que se fue al alba y no ha regresado aún!

-Ni regresará -dijo Casi-Sí-. Se iba con el gato a su casa.

-¡Ay, Dios mío; ay!

Acudió Madre Rufina alarmadísima, .y cuando se enteró de aquello arqueó los bigotes y siguió rumiando unas hojas frescas. Con su lentitud acostumbrada vio claro en el problema.

-No enloquezcas, esposo mío -dijo gravemente- reflexionemos.

-¿Qué se podrá reflexionar ya?

-Pues muy bien; si iba con un gato y hablaba con él es que vive.

Sí y Casi-Sí asintieron veloces:

-¡Claro que vive!

-Bueno; si se iba con él a su casa es que no se lo había comido todavía.

-¡Exacto!

-... Y si no se lo había comido todavía, ¿por qué es? ¿cuándo han podido ir juntos un conejo y un gato, vivo el primero y hablando los dos?

-¡Nunca!

-Pues vemos que ahí hay milagro. Yo no temo por la muerte de mi pequeño; le creo listo y con suerte; la prueba es que todavía respira en el bosque.

Padre Conejo Montés estaba maravillado de la prudente disertación de su señora; meneaba la cabeza y al fin se tendió sobre sus cargas de tomillo, pensativo y doloroso.

-¡Ojalá no se engañe tu discreción! -anheló.

Sí y Casi-Sí también callaban meditabundas. Dijo la primera:

-Si pudiéramos saber qué ha sido de él... ¿Mandará noticias?

Madre Rufina llamó a sus hijos y les comunicó sus deducciones:

-Tú, ordenó a uno de ellos- ve y díselo todo a Dama Marica; a ver si ella puede averiguar su paradero. ¡Vuélvete pronto!

Salió disparado el buen gazapo y las cigüeñas se dispusieron a irse. Sonaban grandes campanas y el aire movía columnas de nubes plácidas...

-Nos vamos; ya volveremos a saber qué hay. Tocan en nuestra torre y nuestros padres se asustarían si no fuéramos.

-Gracias, hermosas señoras. Recuerdos a la digna familia -y el matrimonio las saludó con respeto y cariño.

Ellas levantaron el vuelo y a poco rodeaban su campanario con esbeltos giros blancos.




ArribaAbajo Dama Marica se entera de todo

Dama Marica era una hermosa urraca que blandía con suma elegancia su blanca cola al final del brillante traje de plumas negras. Todo lo sabía, a todos sitios acudía; pero su curiosidad no era maligna; acaso contenía el buen deseo de ser útil. Una señora oficiosa, algo redicha y «métome en todo», de las muchas que circulan por el mundo.

Oyó el entrecortado relato del gazapo y movió la cabeza con inquietud. Estaba en lo alto de un abeto y en torno suyo se agitaban las ramas con fresco rumor.

-Di a tus padres que procuraré enterarme de ese misterio. Ven a la noche y te diré lo que sepa.

Ligerísimo regresó el conejillo a su casa; allí tenían mucha confianza en la sabiduría de Dama Marica, y al oír que prometía enterarse todo, se tranquilizaron más. Ya era tarde y merendaron reunidos alrededor del tronco de un pino muy viejo que les quería mucho.

Dama Marica empezó su presuroso revoloteo; no dudó ni un punto a dónde tenía que encaminarse. La mansión de Gata Salvaje era su punto elegido. Por un extraño privilegio gozaba de la confianza de aquélla y nunca riñeron por nada.

Acababan de llegar Centenito y Gazapo Lorenzo; sentados delante de los cinco gatitos y de su madre, ella contaba la pequeña historia de su encuentro...; pero los doce ojos que les miraban a los dos no infundían ninguna confianza...

Así lo comprendió Centenito y se enfureció.

-¡Ya os guardaréis de tocarle ni un pelo! He prometido respetarle y lo cumpliré.

Mamá Gata Salvaje estaba estupefacta:

-Hija mía, eres un bicho especial; hasta hoy, nunca se vio amistad semejante: conejo que encuentro, conejo que cazo; y de ellos te has alimentado tú misma.

-Y me seguiré alimentando. Pero a éste se le respetará su vida.

Mamá Gata Salvaje se quedó pensativa...; recordó que la tarde del nacimiento de sus hijos ella estuvo al acecho de Padre Lorenzo y familia, y les perdonó la vida en virtud del acontecimiento que se le avecinaba. Nació Centenito bajo el signo de la generosidad, y, concretamente, hacia aquellos conejos determinados. Sin ser mujer de estudios, Mamá Gata tenía profundos conocimientos de muchos secretos de la vida.

-Conformes -accedió suspirando-. Pero, ¿le vas a tener en casa con nosotros? -preguntó escamada.

A Gazapo Lorenzo le pasó una niebla por los ojos, se mareó; el bosque le dio varias vueltas y se desmayó por fin. Algo muy suave pasó por aquellos animales fieros, endurecidos por ininterrumpidas cacerías... Entonces Mamá Marica creyó llegado el momento de su presencia.

-¡Amigos míos! -saludó con la finura propia de las aves-. ¿Queréis que yo guíe a este mozuelo a su casa?

Centenito tuvo pena de separarse de su amigo, mas comprendió que era inútil querer retenerle allí.

-Agradecida, Dama Marica; sois muy oportuna -maulló Mamá Gata.

Gazapo Lorenzo se reanimó al oír la voz de la vieja amiga de su familia; volvió en sí y miró con gratitud a Centenito.

-No quisiera tener que separarme de ti -se aventuró a confesar- ¿Irás a verme?

Centenito se volvía reflexiva.

-¡Buen susto para tu gente! Nos veremos en el sitio aquel del agua..., y se echó a reír al acordarse de su discusión.

-Hasta que vayas; yo acudiré con frecuencia para hablar contigo -y envalentonado por la insólita generosidad de aquellos seres, Gazapo Lorenzo besó las manos de la gatita.

Dama Marica se emocionó.

-Anda, pequeño, sígueme. Es tarde y tenemos mucho camino -y comenzó su revoloteo de rama en rama.

-¡Adiós, amigo! Un recuerdo al Abuelo Tomillo y a las flores.

Anochecía. El aire olía a retamas quemadas. Entraron todos en su casa y se comieron en silencio unas docenas de pájaros tordos.

Centenito se acostó en seguida y durmió muy a gusto toda la noche.

Cuando Padre Lorenzo vio llegar a su hijo, ¡qué escándalo de alegría se armó en la madriguera! Se comió yerba tierna con florecitas moradas, plátanos que regaló Dama Marica (que se los había quitado de su merienda a unos excursionistas muy bobos), y se bailó hasta la madrugada a la luz de la luna, que parecía una taza de agua desbordante.

-¡Viva Centenito! -gritaban alguna vez. Y a Gazapo Lorenzo le palpitaba el corazón, porque se había enamorado locamente de ella.




ArribaAbajo Los cazadores

Un conejo, sobre ser tímido, tiene que es también agradecido. La dulzura natural de su corazón le obliga a proclamar la bondad de su amigos. Aquella acción tan generosa de Centenito conmovió a la madriguera de Padre Conejo Montés profundamente. Madre Rufina fue de visita a varios poblados de tribus amigas, y con ese acento cálido con que las madres refieren las cosas de sus hijos, fue relatando la aventura de Gazapo Lorenzo.

-Y él, ¿qué? -indagaban las otras señoras.

Madre Rufina suspiraba; por su cabeza pasaban nieblas de misterio.

-Pues él..., verá usted; él se ha quedado muy raro; antes era juguetón, pero ahora siempre está yendo y viniendo a un riachuelo en el que se pasa las horas muertas.

Una tarde se oyeron grandes risas en el bosque; hombres jóvenes vestidos con sencillez, llevando al hombro escopetas que relucían de limpias, aparecieron por todas partes. Plantaron casas de lona blanca, con trapitos de colores en lo alto, que jugueteaban con el viento sin cesar. Cerca del riachuelo instalaron una de aquellas casas y alrededor pusieron unas pequeñas sillitas y mesitas de tijera. Dentro de la tienda de campaña, que eso eran las casas de tela, se oía el ruido, de platos, sartenes, y un humo blanquecino y bienoliente se escapaba por la abertura que en el techo aprovechaba una larga chimenea.

Eran estudiantes que iban a pasar unas vacaciones haciendo sana vida salvaje.

Aquella noche, que era de luna, coincidieron Centenito y Gazapo Lorenzo en un recodo del agua; tanta luz tenía el lugar, que las piedrecillas del fondo saltaban a la vista como cristales ligeramente velados.

-¡Centenito!... -suspiró Gazapo Lorenzo-. ¡Hace más días que vengo!...

La gatita se lavaba la cara con cuidado mirando la luna del agua.

-¿Quiénes son esos que gritan todo el tiempo? -preguntó curiosa.

-Mi padre me advirtió contra ellos; son hombres. Ellos nos cogen para comernos -y bajando aún más la voz medrosa-: también a vosotros os persiguen para que no les hagáis la competencia...

Centenito puso ojos fieros; ya era muy fuerte en ella su derecho a la vida; aquellos seres que podrían oponérsele le inspiraron, de súbito, intenso coraje.

-¡Trabajo les doy para cogerme! -retó.

Pero su amigo estaba bien informado; movió las orejas y añadió trémulo:

-Es que no corren ellos detrás nuestro, sino unos tubos que echan humo cuando los manejan, y de los que salen bolitas que dan la muerte. Llegan a todas partes, cuando menos lo esperas...

-¿Y si corro me alcanzan?...

-A veces, no; no hay que correr en línea recta; lo peor es estarse quieto y descubierto.

Toda aquella información era de sus viejos padres; el conejito no había experimentado la persecución de los hombres... Centenito, que se pasaba de lista, vio el terror en los ojos de su amigo y quiso inspirarle confianza.

-¡Bah! Yo te protejo.

Gazapo Lorenzo suspiró con pena:

-¡Tendrás bastante con cuidar de ti mientras esta gente viva en el bosque!

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No se oía nada. El agua se devanaba sin descanso de la gran rueca de la fuente. Desgarrándose a veces entre los pedruscos lograba llegar hasta un río más copioso, donde desenvolvía el rollo diáfano de su tejido sutil. La tierra entera está llena de cintas cuyo color cambia como la luz y con ella; de túnicas anchas con las que se viste de catedrales y palacios, de jardines, todos levantados a orillas mismas de esas túnicas del agua; y sostiene también la tierra sobre su pecho inmensos mantos verdes, sobre los cuales el firmamento entero vuelca su arca fabulosa de astros.

Por primera vez se levantaba ante Centenito un enemigo de respeto. ¿Y qué había que temerle? Que la atacara a ella. ¿Por qué? Porque ella cazaba conejos, lo mismo que este enemigo venía a hacer en el bosque. La lucha dramática del más fuerte se abría vigorosamente. Había que tiranizar desde ella hacia abajo, puesto que desde ella para arriba la tiranía se ejercía a la inversa. Cada animal es el déspota de los otros más chicos, y toda su vida tiene que encauzarse y defenderse...

-¿Qué piensas? -le dijo Gazapo Lorenzo con cariño.

-Que tendremos que escondernos, o irnos, para que no nos cojan. Y si nos ven... -su mirada relampagueó como un cuchillo- me lanzaré a uno y le arañaré hasta matarle.

-Eso lo podrás hacer tú. Yo, ¡pobre de mí!, sucumbiría.

-Escóndete bien.

Diéronse un abrazo que dejó en Centenito un fresco perfume de yerba, y en Gazapo Lorenzo un lejano olor a familia amiga, alguno de cuyos componentes había sido la cena de Centenito y hermanos... Poco a poco se iba obscureciendo el agua, volviéndose muda, pues la luna estaba tan subida que los pájaros necesitaban escaleras para alcanzarla.

Rumbos distintos tomaron los amigos. En la madriguera Padre Conejo fumaba muy serio y Madre Rufina hacía calceta.

-¿Dijiste a la gata que los hombres son peligrosos?

-Sí.

-¿Y qué te dijo?

-¡Que ella me proteje!

-Es un alma de Dios tu amiga. Bien hará en conservarse ella.

-Ya se lo advertí -y se acostó el conejillo para pensar más a sus anchas.

Un gallo que vigilaba el proceso de la luna notó que se había vaciado toda su luz y que el cielo se ponía pálido, como asustado de la aparición dorada que teñía lejana franja del horizonte.

-¿Qué será ello? ¡ki-ki-ri-kí! ¿Nadie ve lo que ocurre allá arriba? ¡ki-ki-ri-kí!

A su alborotada alarma respondieron picados otros pacientes observadores del fenómeno:

-Ya lo vemos, ¡ki-ki-ri-kí! Lo vemos como tú, ki-ki-ri-kí.

-¡Se pone rojo el cielo!

-¡Ki-ki-ri-kí; mirad al cielo!

Y los pájaros, que son más listos y graciosos que los gallos, revelaron en seguida el secreto:

-¡Ángeles son, que viene el alba!

El bosque entero recibió una lluvia de cánticos, de brisas de vuelos ágiles... El día sorprendió a Centenito sentada junto a Abuelo Tomillo y abrazada a unas dalias silvestres de color de fresa y blancas.




ArribaAbajo Centenito es preguntona

Mamá Gata Salvaje tenía mal humor y lo conllevaba mordisqueándose con gruñidos las numerosas pulgas que se alojaban cómodamente entre su abundosísima pelambre.

Por la mañanita, dentro de sus dominios y delante de sus ojos audaces, los cazadores cogieron varios conejos heridos de dos acertados disparos. Si aquellos endiablados seguían mucho tiempo allí, cuando se marcharan no iban a dejar ni un conejo para muestra.

Centenito, que era curiosa y recordaba con interés las advertencias de Gazapo Lorenzo, se acercó a su madre e interrumpió aquella inútil ocupación de sus dientes.

-Oye, madre: ¿qué son los hombres?

Un enorme bufido fue el preámbulo de la respuesta.

-¿No los has visto ya?

-Sí, pero quiero que tú me lo expliques.

Se detuvo Mamá Gata y suspiró.

-Huyendo de ellos -comenzó- mi padre se vino al bosque. Vivía en el pueblo, en casa del Boticario; allí le obligaban a cazar ratas, y el día que no presentaba ninguna no le daban de comer. Cuando pedía, le echaban a patadas, y si él, que era orgulloso, sacaba las uñas al acariciarle después sus amos sin ton ni son, le castigaban con brutalidad. Los boticarios y sus familias, nos contaba mi padre, son unas gentes que huelen muy mal y que siempre están machacando cosas repugnantes en sus cocinas. Si alguna vez se acercaba con hambre a las vasijas y probaba de lo que tenían dentro, se ponía muy malo y le dolía la tripa que parecía que se iba a morir. En vista de todo lo cual, decidió marcharse de allí. Se vino al bosque y se casó con mi madre, que era montesa de raza.

Centenito dedujo con soltura:

-Entonces los hombres son boticarios -y se fue con el rabo muy tieso a dar una vuelta por los alrededores.

-¡No te confíes y vuelvas tarde, chiquita! -le maulló previsora su madre.

Dama Marica se entretenía en picotear cualquier cosa en lo alto de un pino joven. Su brillante vestido negro estaba impecable.

-¿A dónde va la gatita más linda que yo conozco? -gritó al ver a Centenito.

Esta dio varios saltitos de costado, enarcó el lomo y puso el rabo como un plumero.

-¡Dama Marica, es usted muy amable! -dijo con maulliditos de cortesía; y se acordó de su abuelo el que se escapó de la botica-. Dígame una cosa: ¿qué son los hombres?

La urraca suspiró y por poco se le cae del pico lo que tenía dentro.

-¿No los has visto ya?

- Sí, a esos que hay en el riachuelo... Pero no sé bien lo que son los hombres.

-Pues, hija, son grandes y pocas veces hermosos; siempre traen paquetes con latas de sardinas y plátanos, cajitas de anchoas y mariscos sin cáscara, tortillas de patata entre grandes pedazos de pan... En ocasiones, y éstos son más bastos que los otros, encienden fogatas que ponen en peligro grave el pinar, y allí guisan un arroz espantoso que se comen todos en la misma sartén diciendo que está riquísimo. Cuando se van se dejan el sitio lleno de papeles con grasa, pellejos de fruta y huesos de aceitunas... Los hombres son excursionistas.

Centenito se lavó los bigotes y ronroneó despacito... Tampoco se quedó contenta con aquella explicación acerca de la humana gente.

-Gracias -dijo levantándose, y se fue a visitar a Abuelo Tomillo y a sus hermanas.

Estaban todos sumamente alicaídos; parecía que sobre ellos descargó una nube de granizo; hasta hojas secas había al pie de las más esbeltas flores; pertenecían a las vencidas por la temperatura, por el viento quizá. Cuando Abuelo Tomillo vio llegar a Centenito la jaleó galante:

-¡Olé las gatitas saladas y finas! ¿De dónde sacas esa piel tan brillante y esos bigotines?

-Menos burla, Abuelo Tomillo.

-¡Que no, que no; que eres muy linda! -corearon las flores-. ¿Qué buscas hoy por aquí? Hace mucho tiempo que no venías a vernos. ¿Qué te pasa?

-Yo quería preguntaros si sabéis qué son los hombres.

Las flores se miraron confusas.

-¿No los conoces aún? -ella hizo un movimiento vago-. Nosotras, a quienes conocemos mejor es a las mujeres.

-¿Ellas no son hombres?

-De ellas nacen, para ellas viven y por ellas odian y trabajan. Conocerlas es igual que conocerlos a ellos.

-¿Y qué hacen?

-Vienen cantando, saltando, y algunas son jóvenes y tiernas, se ríen a gritos; pero otras son viejas y están de mal humor. Las primeras nos cogen para hacer ramilletes y clavarnos en su seno. Las demás nos deshojan para preguntarnos cosas absurdas, a las que contestamos de cualquier modo, aburridísimas. Los hombres deben ser muy tontos, pues que ellas lo son tanto. ¡Nunca viene ninguna que nos contemple, nos elogie y se vaya dejándonos tranquilas!

Abuelo Tomillo suspiró corroborador:

-De mí sé decir que tanto ellas como ellos me quitan unas ramitas y ponen los ojos en blanco para decir: «¡Tomillo; qué bien hueles a campo!». Jamás se les olvida esta exclamación.

Centenito se encogió como si fuera a saltar sobre toda la creación.

Abuelo Tomillo añadió:

-También vienen unos hombres con gafas y guardapolvo que cogen las hierbas, las meten en un saco y las venden luego en paquetes para curar no sé cuántas cosas, según se les oye asegurar. No quiero olvidar a otros, viejos y panzudos, que nos ponen un ojo muy grande de cristal encima y nos explican a los chicos que vienen con ellos, diciendo de nosotros unas cosas rarísimas. Yo creo, hija mía -concluyó-, que los hombres son unos charlatanes.

A Centenito se le ponía el pelo erizado y daba saltos jugando con unas plumillas que se desprendían de los árboles.

-Y vosotros, ¿qué decís de los hombres? -preguntoles alargando el cuello.

Se movió el ala inmensa de las copas olorosas y tomó la palabra un pino de edad:

-A nosotros nos buscan los hombres para muchas más cosas. Unos vienen y se acuestan debajo, respirándonos para sanarse; otros, se limitan a recoger las piñas que desechamos con frecuencia; otros, muy fuertes y despiadados, traen hachas con las cuales nos hieren y sangran infatigables; a veces, hasta nos derriban entonces les oímos decir que sacarán de nosotros mesas, sillas, puertas, y palos de barco, astas de banderas... No entendemos nada, pero les perdonamos y procuramos no caer sobre ellos, porque entonces serían ellos los muertos. Si alguno de nosotros se indigna de verse atacado y se les desploma encima, todos sufrimos por el hombre muerto. Los hombres -y el pino elevó los ojos con tristeza- unas veces nos acarician y otras nos rechazan; pero siempre nos buscan.

Centenito determinó:

-Están locos. No me gusta lo que me contáis -dijo con mal humor.

Las flores suspiraron; tampoco a ellas les gustaba nada todo aquello; pero súbitamente saltó una: era azul, y sobre ella volaba una mariposa tan azul como ella misma.

-Yo tengo que decir que sí conozco a un hombre y una mujer mejores que los que decís. Llegaron de tarde, en primavera, y él se arrodilló delante de mi rama y cantó palabras que olían como nosotras.

-Y tú, mariposa, ¿qué me cuentas tú?

-¡Oh! Lo mío es peor. Yo soy una flor que vuela, sin meterme con nadie; y detrás de mí corren chicos y grandes con unas redes de color en las que me cuelo sin sentir. Si son chicos, me destrozan o me guardan entre hojas de libros. Si son hombres viejos, me clavan un alfiler y me cuelgan un letrerito dentro de una vitrina.

La gata se alejaba y oyó el final como brisa que acariciara sus orejas... Se acercó al agua, que le sonreía radiante, y que sin esperar su pregunta le dijo con voz tibia:

-Te he oído cuando hablabas con todos esos. ¡Parece mentira las cosas que te dijeron! Los hombres vienen a mí corriendo, desnudos, y se me lanzan con júbilo. Yo los visto con mantos delicados, les moldeo torsos y piernas, y me acuesto sobre ellos cuando flotan como hojas blancas o morenas en mi corriente. Nadan igual que los peces, y sus cabellos se me escurren como las algas. Pocos son los que me llegan limpios; los más vienen sucios, desharrapados, y a éstos los visto piadosamente con el mejor vestido que podrían lucir...

-¿Quién es mejor: la mujer o el hombre?

El agua siguió sonriendo sin contestar en voz alta: ¿soñaba, dormía en paz?... La gatita se marchó pensativa y en una encrucijada, donde latían álamos y chopos, suspiró resumiendo:

-¡Pues no he aprendido bien cómo son los hombres!




ArribaAbajo Con Excelencia Topo y contra Renacuajo

Los pies son muy interesantes. Sin mirar el resto de su posesor uno se da cuenta en el acto de la categoría del mismo, de su calidad, de su gusto y hasta de su carácter. Claro que para tales observaciones hay que estar situado en un nivel inferior al de los pies observados, pues de otro modo resulta difícil darse cuenta minuciosa.

Por aquellos días Centenito hizo conocimiento con un señor divinamente vestido con traje de piel espesa, pero que andaba bajo tierra porque de muy antiguo su familia tenía desavenencias con el sol; consecuencia de ello era que veía muy mal. Rara fue la oportunidad que les hizo amigos: un atardecer, después que el sol traspuso el cerro, asomó el hociquito curioso del personaje por un agujero pequeño, se movió a derecha e izquierda y oliendo a la gatita que estaba allí echada, y que por su parte le observaba sorprendida, preguntó cortés:

-¿Quién está ahí? Dispénseme, soy corto de vista y no alcanzo...

-Yo soy Centenito -y como él abría mucho los ojos turbios, aclaró-: soy una gata.

-¡Ah! ¿soltera; joven o vieja?

-Soltera; tengo dos meses.

-Muchas gracias. Pues aquí está un servidor suyo, Excelencia Topo, para lo que usted guste, señorita.

Las dos manitas del caballero eran monísimas, coloraditas y con menudos dedos provistos de afiladas uñas; las mantenía hincadas en el borde del agujero y no se decidía a salir del todo. Centenito se acostó a su lado y se puso a considerar las cosas que en torno suyo emergían a la siempre viva curiosidad.

-¿Qué hace usted para vivir? -indagó-. Pero Excelencia Topo estaba como abstraído y no dijo nada. A poco, después de un suspiro, se dispuso a retirarse.

-Me vuelvo a casa, Centenito; hasta otro día -y se ocultó misteriosamente-. Ella metió una mano por el agujero y no encontró nada en él; se quedó echada y entonces empezó a ver cosas nuevas. ¡Era un día de extrañas revelaciones!

Primero pasaron dos pies muy sucios metidos en unas esparteñas rotísimas; estaban flacos, sus talones eran como de piedra, y les caían encima vellos copiosos desde los tobillos... Avanzaban despacio, torpes, deteniéndose cansados; debían ser de alguno que llevara encima abundante carga. Subiendo la mirada por los tobillos se encontró con unos pantalones viejos y deshilachados, al final de los cuales asomaba una cabeza hirsuta con varios haces de leña...

Entre el leñador y los pies siguientes se coló un perforante silbido, que hizo a la gata sacudir las orejas. Pronto, unos bien calzados pies hicieron su aparición; eran estrechos y largos, vestían de piel color de avellana clara y se abrochaban con cierres fuertes de metal sin brillo. Su soltura, su decisión y una energía radiante los hacían dueños del suelo. La alfombra de hojas secas crujía complaciente y dijérase que el monte se ponía a las órdenes de aquellos pies hechos a mandar en lo que pisaban. Ligeros, menudos, les seguían otros dos, forrados de piel azul gruesa; eran tan delicados que las hojas -que debían ser finas conocedoras del mundo- se apagaron para no asustarlos. Parecían alados, tan poco se apoyaban en la tierra. Centenito levantó los ojos y conoció al posesor de los pies firmes, que se adivinaban limpísimos, tal era su elasticidad y gracia: era un muchacho con pantalón negro y jersey blanco; y la dueña de los pies ligeros era joven y llevaba una faldita azul y una blusa amarilla... Los dos conservaban desnudas las piernas bronceadas por el aire y el sol. Pero... ¡cielos del bosque!, iban seguidos por cuatro pies menudos, redondos; por cuatro patas obscuras que pertenecían a un bicho desconocido para la gata, que, no obstante, al verle sintió que la sangre se le subía a la cabeza y que un mandato brutal la ordenaba saltar sobre él! Así lo hizo, enloquecida, y ambos rodaron chillando y mordiéndose desesperados.

Los dos pies color avellana se detuvieron en seco, mientras los otros azules escapaban. Se oyeron las voces, aguda y firme, mezcladas:

-¡Un gato salvaje! ¡Salva al perro, Miguel!

-Es muy chico, no te asustes. ¡Eh, Renacuajo! ¡Fuera, sus, largo! -y el hombre tuvo el valor de agarrar con fuerza a su perrito y sacarlo de las garras de la furibunda gata.

Desde lo alto del jersey blanco una voluntad nueva se imponía a Centenito, que la hubiera aceptado sin esfuerzo, porque le gustaron mucho los pies de su amo, pero ¡ah!, que en los brazos de aquél se movía iracundo el feo animalucho que transtornó su juicio tan violentamente.

-¡Que se te va a tirar, que lo veo yo! -gritaba con angustia la muchacha.

-No tengas miedo, es una cría.

Había que ver a la «cría», con el rabo inflamado, los ojos echando llamas y un maullido furioso entre los bigotes. Ella misma no sabía lo que le pasaba, pero ver al llamado Renacuajo le causaba un deseo espantoso y desconocido de morderle el pescuezo.

-Vámonos -dijo el hombre-, que esta pequeña fiera es capaz de arrojarse otra vez sobre el desdichado Renacuajo.

-¡Pobrecito perro, tan bonachón e inocente! ¿quién le iba a decir a él este jaleo? -y se marcharon tan aprisa que Centenito dejó de verles en seguida.

Un silencio enorme cayó sobre ella. Despacio se pasó la lengua por donde los dientes del perro anduvieron brevemente, y se acostó para hacer la operación con mayor comodidad.

Suaves, como si apagaran la tierra, amorosos, llegaron unos pies descalzos; eran pequeños, pero seguros; uno de ellos estaba cruzado por una cicatriz rojiza. Caminaban valientes, y con levedad sin embargo; sobre ellos se erguían finas piernas sin vello, y arriba de todo sonreía la rubia cabeza de un chico. Se inclinó y acercó su mano confiadamente a la gata.

-¡Gatita! -dijo con sorpresa.

Rápidos, otros pies descalzos y anchotes, con los dedos gordos separados, llegaron allí. Eran pies de caminante y estaban duros como la madera. Su dueño tenía barbas largas y ojos azules. Dijo al niño:

-¡Cuidado, Pepito! Es montesa.

-¿Araña?

-Se te tirará a los ojos si la tocas.

-¡Oh!

Centenito tuvo pena del gesto de terror del pequeño, y se sintió arrastrada por la violencia anterior contra los piezotes del barbudo hombrón.

Ya se alejaban los dos; y ella se asomó al camino un poco desencantada... Al perderse ya de su horizonte, vio que el niño se paraba y la miraba con afán; entonces latió su corazón y se puso a saltar de contento.

-¡Estos pies sí que son bonitos!... -pensaba-. ¿Vendrán por aquí más veces?

La sombra cuádruple de los de Renacuajo entoldó su mirada; ¡qué asco de bicho!, y se llamaba «perro». No lo olvidaría, no.

Por el camino, de regreso a su casa, fue pensando en todo lo que había conocido aquel día, y que la enriquecía de novedades. Todo habría que contárselo a Gazapo Lorenzo, al que hacía muchos días que no se encontraba en el sitio de costumbre.

Dijo varias veces «miau, miau» al pasar por el riachuelo, y el agua se los agrandó con suave murmullo. Era una hermosa noche sin un solo ruido que la turbara.




ArribaAbajo Centenito, prisionera

Los cinco hermanos de Centenito trajeron cada uno un pájaro.

-Los hemos cogido de un montón muy grande que hay cerca, dijeron a su madre; y ella se fue a ver aquel prodigio y aprovecharse de él con abundancia.

Comieron e invitaron a su hermana; tenían muchas ganas de jugar y se dedicaron a morderse concienzudamente las orejas los unos a los otros. Luego se descubrieron algo graciosísimo: sus propios rabos, y ¡había que verles dando vueltas para cogérselos y morderlos!

Como el riachuelo corría cerca, uno de sus canalillos pasaba por la puerta de la casa de Mamá Gata Salvaje, y los gatines andaban por él mojándose las patas con suma satisfacción. Jugando, corriendo, hechos una bola los seis, fueron a parar dentro del agua; la risa les impedía desenredarse, cuando notaron que algo nuevo se introducía entre ellos removiéndolos. Al mismo tiempo; una voz aguda decía:

-Éste debe ser el ladrón. ¡Quitarme mis pájaros! Ahora verás tú.

Y brazos musculosos se vieron atacados por el gato escogido, que arañó uno de ellos con furia; inútil todo; el brazo, aunque herido, no cedía en su presión, y mientras, otra mano ahuyentaba a palos al resto de la familia, se llevó consigo al animal, que se revolvía como un ciclón. Del infierno debió salir una jaula y a ella, fue a parar el pobre gatito minutos antes tan dichoso.

¿Qué harían?...

Dos chicos audaces caminaron un rato, y al fin se detuvieron junto a un morral repleto; lo cogieron y echándoselo a la espalda, el que no conducía la jaula, siguieron andando. El prisionero, afligido, furioso, veía a través de los barrotes el bosque idolatrado; oía a los pájaros cantar; veía el riachuelo correr... ¿Qué delito había cometido para merecer tal castigo?... ¡Ni siquiera participó de la caza con sus hermanos, y se limitó a aceptar un muslo de los pajarillos que ellos trajeron a casa! Sin embargo, ellos, los culpables, quedaban en libertad, y ella, ¡nuestra Centenito!, era llevada en una jaula nadie sabía a dónde, ni por qué...

Todos_los_hermanos

Cuando mayor era su duelo y los ojos se les deshacían en lágrimas, el chico que cargaba el morral decidió pararse:

-¡Eh, Pepe! Vamos a tomar un bocado.

Y Centenito reconoció entonces en el que la metió en la jaula al niño de los pies alegres y la mano confiada que días antes encontró en el bosque.

-¿Es cerval?... -preguntaba éste.

-No; está cruzado de montés y doméstico. Pero es precioso; parece hembra.

Y los dos muchachos la miraban con simpatía.

-¿Me la das, Pepe?

A Centenito se le puso un nudo en la garganta. ¡Ella que era libre, libre, verse así tratada! Pero, al menos, si la conservara el de los bonitos pies...

-No. Es mía. La quiero para mí. Coge tú otro. ¡Buen trabajo me ha costado! -y exhibía sus arañazos sangrantes.

-¡Cá, hombre! Yo no vuelvo por allí; me sacarían los ojos.

Y después de comer el pan y el queso, se levantaron para seguir su ruta. Dentro del morral iban los pájaros, y en la jaula, la gata: humillada, triste, bufando todo el tiempo.

Atrás, quedaban los árboles, las mariposas, Abuelo Tomillo. Dama Marica, Gazapo Lorenzo..., ¡todos los seres de su libertad! ¡Ay, Mamá Gata: qué furia dolorosa la tuya cuando te vieras sin tu niña!

Un pueblo se venía encima. Todas sus chimeneas echaban humo como si tiraran de los tejados para llevarlos al mar. Rumor de gentes, pisadas de caballos, las fuentes con su escándalo continuo...

-¿Qué te dirá tu abuela cuando aparezcas con la gata?

-No sé; pero es mía.

La vida abría un ancho corredor por donde Centenito habría de ingresar prisionera.

Y el mediodía estalló por los picos de ciento o más de gallos bajo la moneda del sol, que es la que Dios usa para comprar el amor de los hombres.



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