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Variaciones sobre un cuadro de Paul Klee

(Selección)


Julia Otxoa






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Lao-Ching se encontró un hermoso tigre en su jardín

Y como la sombra de su cuerpo se proyectaba sobre el tigre, Lao-Ching pensó que tenía frente a sí a otro ser humano semejante a él, un alma gemela, un verdadero amigo. Entusiasmado como estaba por el encuentro, en pocos minutos le contó su vida. Y por más que el tigre contestaba a sus palabras con rugidos cada vez más feroces, Lao-Ching no se daba cuenta de nada, muy al contrario, soñaba, casi levitando, mientras hablaba, que todo aquello era el más delicado y profundo de los diálogos. Hasta que de pronto, mientras Lao-Ching embelesado contemplaba su propia sombra sobre el tigre, este se lo comió limpiamente en tres bocados.




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De la soledad de los tenientes

El teniente Bolinaga cuadrado marcialmente relata, preso de gran nerviosismo, el elevado número de víctimas civiles enemigas a causa de los masivos e indiscriminados bombardeos de la aviación. Pero el comandante de pie, ante el gran ventanal le mira fijamente sin inmutarse.

Al cabo de un prolongado y tenso silencio, el teniente se da cuenta de pronto, que por equivocación se ha metido en el despacho del comandante Uría del cuarto regimiento ultraligero de los taxidermistas.




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Signos

Querido X, ayer recibí por fin tu carta, ¿quieres creerme que no pude descifrar ni una sola letra? Jamás me había ocurrido antes, sabes bien que nunca he tenido la menor dificultad para leerte. Pero esta vez es distinto, ignoro totalmente su significado, por más que leo y releo no logro enterarme de nada. No sé si quieres que prosigamos con nuestra relación a pesar de todos los problemas que últimamente han surgido entre nosotros, o si por el contrario has decidido que lo nuestro ha terminado.

En realidad, ahora que lo pienso también he tenido series [sic] dificultades en descifrar tu firma, porqué [sic] supongo que eres tú quien me ha escrito esta carta, ¿no?




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Correspondencia

A menudo me ocurre que inmersa en este vertiginoso ritmo de trabajo, me resulta totalmente imposible contestar mi correspondencia dentro de ese período de tiempo que la cortesía recomienda. Y no solo eso, teniendo en cuenta el desorden de mi estudio, torres de libros, folios y carpetas por el suelo, mesas abarrotadas de papeles, sobres etc., las cartas acaban perdiéndose indefensas en esta especie de selva en la que trabajo y cuando encuentro un hueco de tiempo para poder contestarlas, tan sólo logro atrapar vagos retazos de su contenido, fragmentos de frases cuyos remitentes confundo.

Todo se entrecruza en mi fatigada cabeza de tal modo, que no sé a ciencia cierta qué he de contestar a esta o aquella persona, o quien me ha preguntado qué.

No es extraño que en este caos me dirija a algunos de los remitentes guiada por el azar de mi desmemoria, contestándoles a cuestiones que en realidad tal vez nunca me han formulado, mezclando identidades y temas en un disparatado tiovivo.

Paradójicamente, este constante desastre en la organización de mi correspondencia es hasta ahora bien soportado por todos aquellos que a pesar de mi salvaje comportamiento me siguen escribiendo largas cartas en la que me comunican todo tipo de temas, venturas y desventuras. He llegado a pensar incluso, que todos ellos, resignados al lamentable estado de mi cabeza, esperan ilusionados mi carta de respuesta, leyendo con ansiedad cual es la nueva identidad que les he adjudicado, como si todos ellos fueran actores e interpretaran cada vez un papel diferente, ahora como librero, luego como fontanero, periodista, traductor, agente de la autoridad, admirador, carnicero o ex amante despachado.




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Teléfono

Todo el mundo se queja de que nunca cojo el teléfono, ¡si ellos supieran! Pero claro, no saben, ignoran por completo las dimensiones de mi casa, la distancia que he de recorrer, los peligros que he de sortear para lograr descolgar el teléfono antes de que la llamada termine.

En primer lugar, debido al clima de la isla, las baldosas del largo corredor están siempre húmedas, más de una vez he resbalado sobre ellas y he quedado con el cuerpo magullado durante semanas. Luego está el tema de la luz cegadora que atraviesa los altísimos ventanales dejándome totalmente ciega corriendo desesperadamente cual posesa para capturar a tiempo la llamada, y para colmo los perros, esos extraños perros que siempre andan nerviosos, excitados con esa blanquecina mancha en la mirada, como de otro mundo, que de pronto se cruzan ante mí, y aúllan, aúllan lastimeramente y todo el corredor es un eco multiplicado de sombras frías envolviéndome cual tela de araña, para que no llegue, para que nunca llegue, pero todo eso la gente lo ignora y llama y llama y cuanto más llama más peligra mi vida.




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Avenida Lincon

Recuerdo el día en el que X se acercó hasta la Avenida Lincon número 23 donde vivían mis padres para pedir mi mano. Toda la familia esperaba anhelante ese momento. Ocurrió a los postres, X había terminado su café, rogó a todos silencio, me invitó a ponerme de pie, nos levantamos los dos, nuestros hombros se rozaron ligeramente, mis padres nos miraban emocionados.

Entonces X tomó delicadamente mi mano derecha, se la llevó a los labios y comenzó a comer mis dedos con sumo deleite. La sangre fue inundándole todo, de tal modo que justo a las cuatro y media de la tarde de aquel tres de Junio, todos los vecinos de los edificios próximos se enteraron del gozoso evento por el rojo manantial que cual maceta desbordada de flores caía de nuestros balcones




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Fábula

¿Vivimos dentro de la fábula? Preguntó esperanzado el reo al verdugo, tan sólo un instante antes que el hacha de éste le cortara-limpiamente el cuello. Tal vez... respondió con voz queda el verdugo, pero ya la cabeza decapitada rodaba cayendo del estrado, y se perdía empujada por el viento en la [sic] inhóspito inmensidad del desierto.




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Tienda de bromas

Ante mi asombro, ya que para nada estábamos en carnaval, aquel hombre alto y flaco, vestido de negro, con cara de funeral, entró «en la famosa tienda de bromas "El rey de las fiestas"», saliendo al poco tiempo transformado, luciendo una ostentosa nariz roja y unos grandes mostachos color naranja, su cabeza cubierta por uno de esos gorritos de chino mandarín. Sin embargo, fijándose en él con detenimiento se observaba fácilmente que la seriedad de su rostro no había variado en absoluto, lo seguí durante unos minutos, pero pronto lo perdí de vista entre las nubes de turistas que aquellos días abarrotaban la ciudad.

Volví a mi trabajo de portero y me olvidé del asunto, hasta que meses más tarde, en la consulta de ingresos del hospital, reconocí las facciones de aquel hombre serio, tremendamente pálido, en el rostro del cirujano que iba a realizar con mi dañado corazón, una delicada operación a vida o muerte.








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