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La Constitución española de 1812

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La opción patriótica: las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812

Las tendencias en las Cortes

En el seno de las Cortes de Cádiz los diputados se agruparon en tendencias que, aun sin que se puedan denominar como partidos políticos, sí tuvieron, al menos, algunos contornos bien definidos. Los puntos básicos sobre los que es posible trazar una catalogación de las corrientes presentes en Cádiz son aspectos tales como la idea de Estado y de Constitución, la forma de articular la forma de gobierno y el concepto de soberanía.

A partir de estas premisas, tal y como en su día mostró el profesor Varela Suanzes, pueden apreciarse tres tendencias en las Cortes de Cádiz: liberales de la metrópoli, realistas y americanos.

Los liberales aparecían como herederos naturales de las corrientes revolucionarias que se habían formado en España a raíz de la recepción del iusracionalismo. Su intención consistía en introducir profundos cambios en el Estado, buscando más una ruptura con el arcaico sistema administrativo, que una mera reforma. Ello no impedía que los liberales tratasen de revestir, con un ropaje historicista, lo que no eran sino novedades. Sin embargo, este «historicismo deformador» era, ante todo, un mecanismo para esconder esas novedades, procedentes, muchas de ellas, de Francia; un país, no debe olvidarse, con el que se estaba luchando.

La tendencia liberal -en la que destacaban Agustín Argüelles, Toreno, Golfín o Muñoz Torrero- partía de la idea de soberanía nacional, entendiendo «nación» como un ente ideal y abstracto, distinto de la mera suma de individuos o de provincias que la integraban. La nación era soberana, no debido a la vacancia del Trono, sino porque ésta era su natural e irrenunciable condición. Aunque trataran de disimularlo, en el fondo de esta concepción latía una idea iusracionalista, basada en las teorías de estado, de naturaleza y pacto social: los individuos, libres e iguales por naturaleza, habían renunciado a parte de sus libertades para constituir un Estado y una Sociedad a través del pacto social, confiriendo la titularidad de la soberanía a la colectividad o nación. Si la nación era la titular de la soberanía, su ejercicio, por el contrario, debía repartirse entre diversos órganos. De ahí deducían la doctrina de la división de poderes, extraída ante todo de las teorías de Montesquieu. Sin embargo, al partir del dogma de la soberanía nacional, esta división -separación de poderes- se desvirtuaba: los liberales tendían a considerar que los tres órganos del Estado (Monarca, Cortes y jueces) no se hallaban situados en una situación de paridad. Antes bien, las Cortes, en cuanto representantes de la soberanía nacional, aparecían como el verdadero centro político del Estado, asumiendo las más altas funciones de dirección política.

Para realizar todas estas alteraciones sustanciales en el Estado español, los liberales consideraban que resultaba preciso asumir una nueva tarea constituyente. Si la nación era soberana, entre sus atributos se hallaba el de otorgarse una Constitución, en la que decidir, sin ataduras históricas, sobre la forma de gobierno que deseasen otorgarse. A la luz de las teorías sobre el poder constituyente de Sieyès, los liberales de Cádiz negaron el concepto realista de «Leyes Fundamentales» y consideraron que a la nación soberana no podía imponérsele ningún límite efectivo en su capacidad de decidir el contenido de la norma fundamental.

Los planteamientos de los realistas -como Inguanzo, Borrull o Alonso Cañedo (a la sazón sobrino de Jovellanos)- discurrían por derroteros bien distintos. La soberanía era un atributo compartido entre el Rey y la nación, formada esta última por la suma de estamentos y provincias. Tal concepción, que negaba por supuesto las teorías iusracionalistas, se basaba en una concepción historicista, próxima al ideario ilustrado del reformismo histórico mencionado en el primer epígrafe. Para la corriente realista la historia nacional poseía un efecto prescriptivo, de modo que elementos tales como la Monarquía, la religión o los pactos pretéritos suscritos entre el Rey y los estamentos, formaban parte de una «Constitución histórica», materializada en las antiguas Leyes Fundamentales. Precisamente la afirmación de la existencia de esas Leyes Fundamentales, y su carácter inmutable, formaban una segunda nota distintiva de los realistas. Éstos negaban la virtualidad del poder constituyente y, por tanto, la libertad de la nación para trastocar las antiguas Leyes Fundamentales abordando un nuevo proceso constituyente. Según los realistas, las Leyes pretéritas resultaban intangibles, inmodificables. Sólo algunos aspectos podían modificarse, pero siempre a través de un nuevo pacto suscrito entre los dos sujetos cosoberanos -Rey y Cortes-. Hallándose preso el primero en Bayona, resultaba, pues, un sacrilegio el que las Cortes tratasen de alterar la forma de gobierno histórica.

Los realistas apenas admitían algunas «perfecciones» que podrían realizar las Cortes sobre dicha Constitución histórica. En realidad, estas reformas pretendían reforzar lo que los realistas consideraban que ya había existido en España: una forma de gobierno consistente en una Monarquía moderada o templada. Se trataba de un modelo de equilibrio constitucional conforme al cual el Monarca dirigía el Estado con la colaboración de las Cortes; dicho en otros términos, la dirección política la asumían los dos cosoberanos. Según los realistas, este modelo constitucional propuesto no resultaba novedoso, sino que hundía sus raíces en la historia nacional, en especial la castellana. En este sentido, los realistas equiparaban un gobierno mixto -que, supuestamente había existido en Castilla- con la división de poderes; del mismo modo identificaban clásica la reunión por estamentos en Cortes, con el bicameralismo de corte británico, por mucho que las diferencias entre ambos resultaban más que evidentes.

El tercer grupo en liza se hallaba representado por los diputados americanos que concurrieron a las Cortes, entre los que descollaban Mejía, Larrazábal y Leyva, se alinearon en muchas ocasiones con los liberales de la metrópoli, pero en otros puntos mostraron un ideario propio y definido, en especial en aquellos asuntos relevantes para los territorios de ultramar. La defensa de su postura propia dependía de su particular manera de concebir la soberanía y el Estado. En efecto, partiendo de una mixtura entre elementos tradicionales y el iusracionalismo, así como el ideario de Rousseau, los americanos consideraron que la nación no era más que la suma de territorios y de individuos, cada uno de ellos copartícipe en la soberanía. De ahí derivaban, siguiendo a Rousseau que, siendo cada sujeto partícipe uti singuli de la soberanía, poseía un derecho innato al voto, del que no podía ser privado. La consecuencia a la que deseaban llegar era la implantación de un sufragio universal que permitiera, además, a los territorios de ultramar tener una representatividad proporcional a su base poblacional. Algo que no lograron incluir en la Constitución, ante la oposición de los liberales que veían, en tal posibilidad el peligro de que los territorios de ultramar obtuviesen una representación en Cortes superior a la de los peninsulares.

En el proceso constituyente la opción liberal, mayoritaria, logró imponer sus posturas casi a lo largo de todo el articulado. La declaración de soberanía nacional, la posibilidad de la Nación de alterar a su voluntad la forma de gobierno, la posición preeminente de las Cortes, entre otros muchos factores que, a continuación, se exponen, muestran la ideología liberal subyacente.

El proceso constituyente

Tal y como ha mostrado Tomás y Valiente, en la elaboración de la Constitución de Cádiz es posible distinguir entre una tarea preconstituyente y una fase propiamente constituyente. En realidad, la primera comenzaría en la Junta de Legislación de la Junta Central, nombrada el 27 de septiembre de 1809, y de la que formaron parte Rodrigo Riquelme (que la presidió), Manuel de Lardizábal, José Antonio Mon y Velarde, Conde del Pinar, José Pablo Valiente, Antonio Ranz Romanillos, José María Blanco White, Alejandro Dolarea y Agustín Argüelles, que actuó en calidad de secretario. Riquelme sólo presidió las tres primeras sesiones, en tanto que Blanco White no aceptó el cargo, siendo sustituido por Antonio Porcel, que tampoco fue muy asiduo. Los restantes miembros se repartían entre realistas (Valiente y el Conde del Pinar), liberales (Dolarea, Argüelles y Ranz de Romanillos) y antiguos ilustrados (Manuel de Lardizábal).

Esta Junta quedaba comisionada para estudiar los informes emanados de la «Consulta al País», debiendo señalar a continuación las reformas legales y constitucionales que estimase conveniente realizar. Ranz Romanillos quedó encargado de recoger cuáles de las Leyes históricas españolas tenían el carácter de «fundamentales», en lo que parecía una adscripción a la corriente realista. En el Acuerdo de la Junta de Legislación de 10 de diciembre de 1809, Romanillos cumplía con este cometido, señalando los diversos artículos de la legislación histórica nacional que tenían el carácter de fundamentales por tratar de los derechos de la nación, los derechos del Rey y los derechos de los individuos (concepto, pues, material de Constitución). Sin embargo, el propio Ranz Romanillos indicaba que la legislación resultaba excesivamente dispersa y confusa, de modo que una mera reforma y compilación de estas leyes traería consigo un resultado poco armónico. En consecuencia, debía procederse a realizar una nueva Constitución.

Sin embargo, este triunfo de la opción liberal (abrir un proceso constituyente, y no una mera reforma de las Leyes Fundamentales) ya latía en las sesiones de la Junta de Legislación desde, al menos, el Acuerdo 6.º, de 5 de noviembre de 1809, en el que se hablaba de elaborar un proyecto de Constitución. En las sucesivas Actas, se iban apuntando unas bases acerca del contenido de la futura Constitución, pero es dudoso que la Junta de Legislación realizase un texto articulado.

Reunidas las Cortes de Cádiz, el 8 de diciembre de 1810, el diputado mejicano Mejía Lequerica solicitó que la Asamblea no se separase antes de hacer una Constitución. El diputado Oliveros, en la misma línea, propuso que se nombrara una Comisión que preparase los materiales necesarios, algo que apoyó Espiga, aunque con el matiz de solicitar que se designasen «tantas Juntas cuantos son los ramos de la Constitución». Por su parte, Muñoz Torrero solicitó que se convocara una nueva «Consulta» nacional, a la que debían concurrir tanto nacionales como extranjeros. Finalmente, se acordó que las tres propuestas se recogiesen por escrito, aprobándose las dos primeras el día 9, y la de Muñoz Torrero el 12. Como resultado, la Cámara decidió que se nombrara en principio una comisión de ocho individuos que, a la vista de los informes de la «Consulta al País», preparasen un proyecto de Constitución.

El nombramiento de los miembros de la Comisión se verificó el 23 del mismo mes, recayendo en un número superior al inicialmente convenido: de ellos sólo tres eran americanos (Antonio Joaquín Pérez, Vicente Morales Duárez y Joaquín Fernández de Leyva), y el resto se repartían entre el bando liberal (Agustín Argüelles, Evaristo Pérez de Castro, José Espiga y Antonio Oliveros) y el realista (José Pablo Valiente, Pedro María Ric, Francisco Rodríguez de la Bárcena, Francisco Gutiérrez de la Huerta y Alonso Cañedo). El 12 de marzo de 1811 el grupo americano se vio incrementado con dos nuevos miembros: Jáuregui y Mendiola.

La Comisión tenía, en definitiva, un componente básicamente liberal, que se vio plasmado en el proyecto de Constitución que presentó a discusión de las Cortes el 18 de agosto de 1811.

El resultado de los debates constituyentes, la célebre Constitución de 1812, respondió, ante todo, al ideario liberal, con una clara adscripción al pensamiento revolucionario francés. Los puntos de conexión entre el texto gaditano y la Constitución francesa de 1791 son bastante evidentes, hasta el punto que algún absolutista, como el padre Vélez (Apología del Altar y del Trono, 1818), trató de demostrar que se trataba de una simple copia. Sin embargo, no pueden dejar de observarse notas muy propias de la Constitución del 12, siendo la más relevante el historicismo nacionalista y deformador que exuda el texto. En efecto, los liberales trataron de disfrazar la vocación francófila del documento -no en balde Francia era el enemigo contra el que se luchaba-, y para ello huyeron de toda la metafísica abstracta revolucionaria, empleando, en su lugar, el recurso a una supuesta historia nacional en la que sería posible encontrar el precedente de cuantas instituciones establecía la Constitución del 12. El historicismo se convertía, así, en un mecanismo de justificación de lo que no eran más que verdaderas novedades en España.

Donde más claro puede hallarse este historicismo es en el «Discurso Preliminar» a la Constitución de Cádiz, atribuido a Agustín Argüelles. En él puede comprobarse cómo los derechos subjetivos y los órganos estatales de la Constitución se consideran como una mera mejora de antiguos privilegios e instituciones procedentes, ante todo, de la Constitución Aragonesa. En este sentido, los liberales trataron de emplear mayormente el ejemplo de las instituciones de Aragón, al considerarlas más «democráticas» que las de Castilla.

Dos son los principios claves en la Constitución de 1812: la soberanía nacional y la división de poderes. En realidad, ambos principios ya habían sido proclamados a través del Decreto I de 24 de septiembre de 1810, pero su inclusión en la Constitución gaditana implicó arduos debates en los que, finalmente, lograron imponerse los liberales. Por lo que se refiere a la soberanía nacional, recogida en el artículo 3 del texto, la discusión más importante tuvo lugar entre realistas y liberales a la hora de interpretar el adverbio «esencialmente» («La soberanía reside esencialmente en la Nación...») y el inciso final del artículo («por lo mismo, pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales»). Los realistas consideraban que, tal y como se redactaba el artículo, la Nación podía cambiar las antiguas leyes del Reino sin contar con la voluntad del Rey; algo impensable para ellos, que sostenían que las Leyes Fundamentales eran un pacto bilateral que no podía ser anulado unilateralmente por ninguna de las partes. Para los realistas, la Nación sólo había «reasumido» la soberanía como consecuencia de la vacancia del Trono, pero ello no le habilitaba a hacer tabula rasa de las antiguas Leyes Fundamentales. Los liberales, sin embargo, consideraban que la Nación era soberana en sí misma, al margen de la presencia o ausencia del Rey; por lo tanto, su poder soberano la convertía en titular del poder constituyente, al que la historia no podía limitar.

La división de poderes también supuso un importante desencuentro entre realistas y liberales. Ambos parecían coincidir en la relevancia de este principio, pero su interpretación y alcance era muy diferente. Para los realistas, la división de poderes debía materializarse en un sistema de equilibrio constitucional, de modelo británico, en el que Rey y Cortes ocuparan una posición equidistante; para velar por este equilibrio, cada órgano dispondría de limitados medios de actuación y control sobre la actividad del otro (así, el veto del Rey frente a las leyes de las Cortes, y la posibilidad del Parlamento de exigir responsabilidad penal a los ministros del Rey). Las ideas de los liberales iban por otros derroteros: la soberanía nacional conducía a un predomino de los representantes de la Nación, esto es, las Cortes, de modo que éstas dirigían en esencia el gobierno nacional. A pesar de que se proclamara la división de poderes, los liberales admitían que las Cortes pudieran tomar parte en el poder ejecutivo y judicial que, en realidad, le estaban subordinados en virtud de la idea de que la ley precedía a la ejecución y aplicación del Derecho. Así pues, los liberales proponían un sistema prácticamente asambleario, con el Parlamento como centro del Estado.

Basta leer la Constitución de 1812 para percatarse de que este último modelo resultó triunfante. El Rey aparece como un mero órgano ejecutivo, sobre el que se desconfía hasta el punto de mencionarse expresamente cuáles habrán de ser sus limitaciones. El monarca aparece asistido por los Secretarios del Despacho, que a su vez se consideran como agentes de ejecución, sin integrar un verdadero Gobierno ni tener, en absoluto, facultades de dirección política. Finalmente, el Consejo de Estado que, en teoría se define como un órgano asesor del Rey, en realidad resulta más bien un comisionado de las Cortes, que proponen a sus miembros, a fin de garantizar que el monarca no se extralimite en sus tareas ejecutivas.

Las Cortes, por su parte, se encargan de las tareas más relevantes del Estado; no sólo aprueban leyes (sujetas a un mero veto suspensivo del Rey), sino que pueden incluso elaborar decretos que, ocupando el mismo nivel de jerarquía formal que las leyes, no precisan, sin embargo, de sanción regia. Estas Cortes no podían ser disueltas ni suspendidas por el monarca, y contaban con una Diputación Permanente que controlaría la observancia de sus decisiones durante los recesos parlamentarios. Tareas tradicionalmente asumidas por el ejecutivo, como las clásicas de «policía» o «fomento», se añadían ahora a las facultades del parlamento.

Respecto de la parte dogmática de la Constitución, destaca precisamente su ausencia. En realidad, el proyecto de Constitución sí tenía una embrionaria declaración de derechos que, sin embargo, se suprimió en un intento más de evadir cualquier similitud con los documentos franceses. Ello no impide comprobar cómo a lo largo del articulado existen una pluralidad de derechos, especialmente de carácter procesal: libertad civil (art. 4), propiedad (arts. 4, 172.10, 294 y 304), libertad personal (art. 172.11), libertad de imprenta (arts. 131.24 y 371), igualdad (en su vertiente de no concesión de privilegios -art. 172.9-, y de igualdad contributiva -art. 339-), inviolabilidad del domicilio (art. 306), derecho de representar las infracciones constitucionales (art. 374) y, en fin, derechos de naturaleza procesal: predeterminación del juez (art. 247), derecho a un proceso público (art. 302), arreglo de controversias mediante arbitraje (art. 280), habeas corpus (arts. 291 y ss.), y principio de nulla poena sine previa lege (art. 287). Característica común a todos estos derechos era su carácter reaccional, concebidos como libertades-defensa.

La tarea reformadora legislativa de las Cortes de Cádiz

La tarea reformadora de las Cortes no se circunscribió a elaborar la Constitución de 1812. Antes bien, las Cortes aprobaron una ingente cantidad de leyes, decretos y órdenes complementarias que conforman un cuerpo legislativo revolucionario. Ello no obstante, hay que señalar que la Constitución era tan detallada que incluso comprendía materias típicamente legislativas, como el Derecho electoral.

La tarea legislativa desarrollada por las Cortes de Cádiz no adoptó la forma jurídica de ley. La explicación resulta evidente: según la propia Constitución de 1812, la ley requería de la sanción regia, de modo que hallándose ausente el monarca, las decisiones de Cortes no podían asumir tal nomen iuris. Así, el Parlamento expidió, en su defecto, Decretos y Órdenes, emanados ambos de su exclusiva voluntad.

Entre las disposiciones emanadas de las Cortes destacan, en primer lugar, aquellas que tuvieron por objeto determinar la forma de gobierno, regulando la organización y funcionamiento de los órganos estatales. Así, aprobaron dos Reglamentos para el funcionamiento interno de las Cortes (Reglamento para el Gobierno Interior de las Cortes, de 24 de Noviembre de 1810 y Decreto CCXCIII, Reglamento para el Gobierno Interior de las Cortes, de 4 de Septiembre de 1813). Igualmente se reafirmó la inviolabilidad parlamentaria (Decreto XIII, de 28 de noviembre de 1810). Del mismo modo, regularon con profusión al poder ejecutivo interino -la Regencia-, a través de Decretos sobre sus facultades y organización (Decreto XXIV, Reglamento Provisional del Poder Executivo, de 16 de Enero de 1811; Decreto CXXIX, Nuevo Reglamento de la Regencia del Reyno, de 26 de Enero de 1812 y Decreto CCXLVIII, Nuevo Reglamento de la Regencia del Reyno, de 8 de Abril de 1813), así como sobre la responsabilidad de los órganos ejecutivos (Decreto LXXVI: Responsabilidad de las autoridades en cumplimiento de las órdenes superiores, de 14 de julio de 1811; Decreto CVII: Responsabilidad sobre la observancia de los Decretos de Cortes, de 11 de noviembre de 1811; Decreto CCXLIV, de 24 de marzo de 1813, de Reglas para que se haga efectiva la responsabilidad de los empleados públicos).

Hay que señalar que los reglamentos de la Regencia invistieron un sistema asambleario de gobierno, conforme al cual los regentes eran una mera sombra de poder ejecutivo, subordinados a la estricta observancia de las órdenes de las Cortes y sin asimilarse en absoluto con el papel que la Constitución de 1812 otorgaba al monarca.

La protección de las libertades cuenta, como principal disposición normativa, el Decreto IX, de 10 de noviembre de 1810, de libertad política de imprenta. Como puede comprobarse por la fecha de expedición, el Decreto fue anterior a la propia Constitución. Ello respondía a la clara intencionalidad política de promover la discusión política entre los ciudadanos, una de las exigencias principales del primer liberalismo español. Se trataba, además, del medio idóneo para mentalizar a la población de las nuevas ideas políticas que iban a asentarse en la Constitución de 1812. El Decreto IX, sin embargo, mezcla elementos típicamente liberales, como la idea de opinión pública como medio de controlar al poder, con reminiscencias ilustradas: así, la idea de que la imprenta serviría para fomentar la ilustración del pueblo. Una idea, por cierto, que pasaría a la propia Constitución de 1812 (artículo 371), puesto que la libertad de imprenta se recogió en el título dedicado a la Instrucción Pública.

Las reformas sociales también tuvieron un eco importante entre las reformas legislativas aprobadas por los constituyentes gaditanos. Entre las más señaladas hay que incluir el Decreto LXXXII, de 6 de agosto de 1811, por el que se extinguían los señoríos jurisdiccionales, en un intento de realizar el programa liberal, acabando con los terrenos improductivos.

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