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El baño de la cava (Tradición toledana)1

Eugenio de Olavarría y Huarte

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

I

Hay en todos los países del mundo, en que el hombre por medio de la palabra escrita graba los hechos de su vida en caracteres indelebles y eternos, para la enseñanza de las generaciones que le sucedan, al lado de la historia a que uno tras otro llevan su concurso los hombres estudiosos, una historia que nadie escribe -pero que conocen todos- y en que los sucesos y los personajes aparecen desfigurados en sus rasgos, agrandados o empequeñecidos a voluntad de los primeros, que de esta manera se ocupan en referirlos o apuntarlos.

Esta historia, que parece formarse por sí sola, es la tradición, urna sagrada de los recuerdos nacionales, donde los pueblos depositan el tesoro de su inspiración. Allí se ven reflejadas sus primeras impresiones.

Como el hombre en los primeros tiempos de su vida, la tradición es sencilla, cándida; cree en brujas y encantamientos, y el mito del mal representa en ella un gran papel; juzga obra del diablo todo lo que no comprende, y a presencia de un gran crimen o de una gran desdicha se precipita enseguida a buscar en estos hechos la acción inmediata y directa de la divinidad.

Por eso, sin ir más lejos, en nuestras crónicas de la Edad Media, las ideas que sostenían una guerra a muerte tomaban forma de seres sobrenaturales, y mientras moros y cristianos combatían en la tierra como buenos, ángeles y demonios reñían dura pelea en el aire, y Santiago y Luzbel decidían una victoria que más tarde cantaban como suya las musas españolas o los trovadores árabes.

No habléis al pueblo de esas leyes providenciales a que todo en el mundo está sujeto, y que la historia misma no puede eludir. Él seguirá creyendo la invasión de los bárbaros castigo de los antiguos d

ioses, irritados por la aparición del cristianismo, o por el contrario, efectos de la cólera del único Dios ante la persistencia de las ideas gentílicas.

En su opinión, los pueblos no pierden su importancia política o comercial más que por separarse de los preceptos divinos que, por orden también del mismo Dios, grabaron en monumentos imperecederos los primeros legisladores religiosos. Los fallos de esta historia son terribles. Como necesita ver algún móvil humano en todo cuanto pasa ante sus ojos, y achacar a pecados de los hombres las grandes convulsiones que agitan a los pueblos, las faltas de toda una época, los errores de muchos siglos, los vicios, de las instituciones, se encarnan, por decirlo así, en una figura, y sobre aquella figura, cambiada por el tiempo, lanza su censura, siempre severa, siempre inapelable.

Entre todos los hechos de nuestra historia, la derrota del Guadalete, representando la ruina de un gran imperio, la muerte de una raza, la casi total destrucción de una fe, dejó recuerdos tan vivos, que aún hoy se conservan inalterables, mantenidos por esa lucha titánica de siete siglos que empieza en 7192 en el cóncavo seno de las montañas de Asturias y termina en 1492 en la riente vega de Granada.

Para el pueblo, y mal que pese a la crítica moderna, lo que perdió a España, no fueron los vicios que en sí tenían las instituciones góticas, sino las liviandades de D. Rodrigo con la hija hermosa del conde D. Julián. Su impiedad, al penetrar el secreto de la cueva de Hércules, había concitado sobre él la ira de Dios que separó de la cabeza del desventurado rey su mano protectora, dejándole entregado a sus pasiones; sus desatentados apetitos, y la facilidad con que Florinda se dejó vencer, dieron ocasión más tarde a que los árabes hicieran pedazos el trono cristiano en los campos de Jerez, se apoderasen de España y traspasaran el Pirineo para sujetar a su yugo a toda Europa, como lo hubieran conseguido si la maza de Carlos no los hubiera detenido en las llanuras de Poitiers.

En vano es que los críticos hayan probado que en la época en que la irrupción de los árabes se llevó a cabo, don Rodrigo debía tener ochenta y siete años, y no es probable que a una edad tan avanzada se ocupase en deshonrar a las hijas de sus barones; la tradición vive y vivirá eternamente pasando de padres a hijos en las veladas del hogar, apoyada por nuestros cantos populares, mantenida en las pláticas religiosas desde la Cátedra del Espíritu Santo: no hace aún muchos días, el 25 del pasado mes de mayo, aniversario de la conquista de Toledo por Alfonso VI, uno de los más renombrados predicadores de la ciudad del Tajo anatematizaba desde el púlpito la memoria de Cava, sobre la cual llamaba la execración de la tierra y los castigos del cielo.

Y el pueblo toledano, más que otro alguno conserva vivo este recuerdo. Recorred sus tortuosas calles, sus empinados callejones, y una tras otra os enseñará casas arruinadas, palacios derruidos, a cuyos restos unirá siempre un nombre histórico importante.

Allí podréis ver las casas en que vivió Pelayo, el palacio del conde don Julián, el alcázar de D. Rodrigo, que, cedido por Doña María de Molina a D. Gonzalo Ruiz de Toledo, fue luego convento de San Agustín, y hasta un torreón desmoronado a que da el nombre de Baño de la Cava.

Nada más hermoso, nada más poético que la situación de este torreón, levantado al pie del puente de San Martín, teniendo a su frente la eterna verdura de los cigarrales, en el lugar más frondoso del río, que le lame al pasar, y parece contarle alguna vieja leyenda en sus monótonos murmullos. Por la mañana, las brumas que se elevan del río, arrastradas por el viento matutino, le envuelven en un velo vaporoso, en una túnica fantástica que hace más vagos sus contornos; alumbrado de noche por la plateada luz de la luna que le presta su misteriosa claridad, la imaginación, excitada por las consejas populares, cree ver surgir de las grietas de las paredes vapores confusos, que poco a poco toman forma de seres que pasaron y que parecen quejarse en el suspiro del aire o en el gemido de las ondas. De él se descubre el antiguo alcázar de los Reyes Godos, habitado por D. Rodrigo que, recatado tras la sombra de sus ventanas, la vio un día loco de deseos; y en medio del silencio que allí reina, esa segunda historia más maravillosa, más poética que la otra, se aparece a nuestra vista como la única verdadera y los ojos ven cosas que no existen, y los oídos oyen murmullos de algo que palpita en el aire en tomo vuestro... Crece la ilusión, soñáis, creéis realidad lo que solo fue sueño de la imaginación calenturienta, y la tradición está formada.

 El pueblo se encargará de repetirla y, trasmitida por él, durará lo que el mundo. Por eso no es extraño que la masa popular se haya acogido a este poético recinto, y le haya hecho asiento de numerosas leyendas.

He aquí una de ellas, la más conmovedora de cuantas he oído referir.

II

Nadie sabe cómo murió la hija del conde D. Julián. En aquel desquiciamiento de un imperio que, con horrible estrépito, se hundió en el Guadalete, en aquella desaparición de una raza entera, todos los personajes, qué más que otros algunos, estaban en el camino del torrente que se desbordaba, fueron sepultados en sus aguas.

La historia misma, espantada de tan tremendo juicio de Dios, rompió sus tablas y veló su rostro; y durante algún tiempo las sombras se extendieron por todas partes...

Cuando el primer momento de estupor hubo pasado, cuando recogió del suelo su estilo3 con el que graba en la piedra las hazañas de los hombres, su primera página fue un lamento tristísimo y prolongado: el llanto de España que apunta la crónica atribuida al rey D. Alfonso X.

Pero no quiso volver la vista atrás, y el fin de aquel sangriento drama cuyo prólogo habían sido las orillas del Tajo, y cuyo epílogo eran los llanos de Jerez, quedó envuelto en el misterio más profundo. Nada se sabe de don Rodrigo y D. Julián; todos ignoran el fin de Florinda, D. Oppas y los hijos de Witiza. Esto no satisface a la tradición. Preguntadla y ella os responderá que D. Rodrigo murió haciendo penitencia trasformado en ermitaño, después de sufrir una expiación terrible a su delito; que D. Julián, D. Oppas y los hijos de Witiza fueron muertos por los mismos árabes, que desconfiaban de ellos, y a quienes tan bien habían servido con su odio; que Florinda, en fin, loca de dolor y de vergüenza, vino a terminar sus días en este mismo torreón, mudo testigo de su crimen. Así refiere este último suceso la leyenda.

III

Victoriosos los árabes en el Guadalete, donde acudiera a detenerlos la parte más fuerte y vigorosa del pueblo godo, y envalentonados con su triunfo; dormidos casi totalmente, los muros de las ciudades y faltos de armas los brazos por disposición de Witiza -que cambió todos los útiles de guerra en instrumentos de labranza- fácil fue a los vencedores, acaudillados por Tarik, apoderarse del resto de España.

No tardaron mucho en llegar a la vista de Toledo que se preparaba a resistirlos, cuando los judíos que vivían en el arrabal y que tantas injurias, tantas ofensas tenían que vengar de los descendientes de Sisebuto, les abrieron las puertas de la ciudad.

Desde aquel día, y durante 374 años, Toledo yació en la servidumbre, y sobre su alcázar y sobre sus muros flotó la media luna mahometana.

Poco tiempo después de esto, los habitantes de la parte de Toledo inmediata al antiguo palacio de los reyes godos donde hoy se alzan la Puerta del Cambrón y San Juan de los Reyes, estaban amedrantados, y todas las noches, mientras el viento bramaba con furia, comentaban con terror la aparición de una mujer loca y desmelenada, que prorrumpiendo en carcajadas salvajes recorría con extraviados pasos las orillas del río, registraba con inquieta mirada su revuelto fondo, y sin detenerse nunca, sin alzar jamás los ojos al cielo, proseguía eternamente su carrera murmurando palabras incoherentes y sin sentido, que llevaban el miedo y la tristeza al corazón de cuantos la oían. En vano hubo algunos bastante arrojados para esperarla en su camino y pedirla la explicación de sus actos; apenas veía que alguien trataba de aproximarse a ella, su agitación era más extraordinaria, sus ojos parecían prontos a salir de sus órbitas, sus frases eran más incoherentes, más salvajes sus gritos: huía, huía sin que nadie pudiera seguirla en su carrera desenfrenada. ¿Era un ser humano? ¿Era un espectro? ¡Tenía un cuerpo real, o era imaginaría la forma con que se presentaba a los mortales!

Preguntas son estas cuya contestación hubiera dado mucho que hacer a los toledanos, que nada podían asegurar en asunto que tanto les importaba conocer. Pero su curiosidad se estrellaba ante un obstáculo poderoso: aquella mujer no quería ver a nadie y no parecía vivir bien más que en la soledad.

Mucho tiempo pasó así; mucho tiempo fue objeto de todas las conversaciones mantenidas en voz baja y al oído, y de las más aventuradas hipótesis.

Un día desapareció y nadie volvió a verla.

Pero desde entonces ocurrió una cosa muy extraña. Todas las noches, apenas el sol hundía en el horizonte su disco de diamante, y las nubes encapotaban el cielo; en esos momentos de calma que preceden a la tempestad, veíase en pie sobre el torreón que hoy se conserva de los lujosos baños de la Cava, una figura descamada y seca, con el cabello suelto al aire, volviendo a todas partes la triste mirada de sus ojos sin expresión y sin vida; de repente, elevaba la vista hacia el que fue palacio de D. Rodrigo; el viento que rugía modulaba un grito prolongado, y al expirar, otra sombra, la sombra de un hombre armado de todas armas, pero con la cabeza desnuda, surgía también sobre el arruinado alcázar. Y las dos fantasmas se miraban, clavaban uno en otro sus pupilas sin luz, y entonces era cuando el huracán rugía con más fuerza, cuando el río desbordaba su corriente por los campos vecinos e inundaba la fértil vega, cuando la claridad de la luna desaparecía por completo y las tinieblas más espesas reinaban sobre el pueblo amedrentado.

 En aquellas horas, largas como el dolor, nadie se atrevía a salir a la calle por miedo a encontrarse en las sombras de la noche con aquella mirada brillante que parecía desencadenar los elementos para lanzarlos sobre el mundo.

Algunos fieles acudieron, para buscar remedio a tantos males, a un viejo ermitaño que retirado al centro de los montes, pasaba su vida en la abstinencia y el ayuno; le contaron los extraños sucesos que llamaban tan poderosamente su atención, y le pidieron que impetrase del cielo la gracia de que aquellas sombras volvieran a dormir sosegadas en su sepulcro. Púsose en oración el anciano, y cuando, a la noche, acarició el sueño sus pupilas, apareciósele una figura semejante a la que le pintaran los toledanos, y esta figura abrió sus labios para hablar y le dijo:

-Yo soy Florinda la maldita, Florinda, la Cava, la hija impura del conde D. Julián. Cuando supe que España era por mi crimen esclava de los hijos de Mahoma, una voz interior se alzó en lo más profundo de mi alma mandándome venir sin tregua ni descanso a este lugar de mis culpas a buscar mi honor perdido en las revueltas ondas del Tajo. Perdí la razón, pero no lo bastante para dejar de oír esta voz acusadora y cruzando valles y llanuras, praderas y montañas, llegué a Toledo y en Toledo he vivido mucho tiempo sostenida por una fuerza misteriosa, buscando incesantemente lo que no me era dado encontrar. Por fin, mi vergüenza y mi dolor me mataron; allí, en aquel sitio testigo de mis torpes placeres, yace insepulto mi cuerpo; mi alma va todas las noches en penitencia, por orden de Dios, a llorar eternamente mi falta, y evocada por mi llanto, el alma de Rodrigo baja también a llorar la suya a las rotas almenas de su palacio.

Ve allí, bendice en nombre del Omnipotente aquellos lugares malditos, y mi alma no volverá a aparecer en ellos.

Y la sombra desapareció perdiéndose en el espacio. Despertó sobresaltado el ermitaño, y aquella noche, seguido de todos los habitantes del arrabal, que llevaban teas encendidas, trasladóse a los antiguos baños de Florinda.

Apenas entró en ellos la cruz, el cuerpo de la desgraciada mujer, ya en completo estado de putrefacción, se levantó por sí solo y fue a sumergirse en el río con admiración de todos. El ermitaño bendijo el breve recinto en nombre de Dios, y postrándose de rodillas rezó por las dos almas extraviadas, y todos oraron con él. ¡Cuadro de amor y de ternura! ¡Ver a todos aquellos seres libres y felices otro tiempo, ahora esclavos y proscritos en sus mismos hogares, rezando por el descanso eterno de los que habían sido causa de sus desventuras!

¡Ya no volvió a verse en Toledo la sombra de Florinda!

IV

Tal es la leyenda que yo mismo he oído contar muchas veces y que recuerdo siempre que visito el derruido torreón. Ahora bien, si sois amigos de tradiciones y consejas populares; si os encantan las leyendas y las narraciones que expresan el verdadero carácter del pueblo que las da a luz, no preguntéis a la crítica el origen de aquel último resto de grandeza, por entre cuyas grietas corre la sabandija y crece el musgo. La crítica os respondería que el tal torreón no ha podido servir nunca de baño; que, por el contrario, es el estribo de un puente anterior al de San Martín, y hasta os señalará en la opuesta orilla algunos terruños que salen a flor de agua, y que afirma son parte del otro estribo sobre el cual descansaba el extremo del puente.

FUENTE

Olavarría, Eugenio, «El baño de la cava (Tradición toledana)», La América, 26-7-1879, pp. 10-111.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.