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Deslumbre con la verdad la mentira. Excaecat candor


A lo más profundo del pecho retiró la naturaleza el corazón humano, y, porque, viéndose oculto y sin testigos, no obrase contra la razón, dejó dispuesto aquel nativo y natural color o aquella llama de sangre con que la vergüenza encendiese el rostro y le acusase, cuando se aparta de lo honesto, o siente una cosa, y profiere otra la lengua, debiendo haber entre ella y el corazón un mismo movimiento y una igual consonancia. Pero esta señal que suele mostrarse en la juventud, la borra con el tiempo la malicia; por lo cual los romanos, considerando la importancia de la verdad, y que es la que conserva en la república el trato y el comercio, y, deseando que la vergüenza de faltar a ella se conservase en los hombres, colgaban del pecho de los niños un corazón de oro, que llamaban bulla, jeroglífico que dijo Ausonio haberlo inventado Pitágoras para significar la ingenuidad que deben profesar los hombres, y la puntualidad en la verdad, llevando en el pecho el corazón, símbolo de ella, que es lo que vulgarmente significamos cuando decimos de un hombre verdadero que lleva el corazón en las manos. Lo mismo daban a entender los sacerdotes de Egipto, poniendo al pecho de sus príncipes un zafiro, cuyo nombre retrae al de la verdad, y los ministros de justicia llevaban una imagen suya. Y no parezca a alguno que, si trajese el príncipe tan patente la verdad, estaría expuesto a los engaños y artes, porque ninguna cosa más eficaz que ella para deshacerlos y para tener más lejos la mentira, la cual no se atreve a mirarla, rostro a rostro. A esto aludió Pitágoras cuando enseñó que no se hablase con las espaldas vueltas al sol, queriendo significar que ninguno debía mentir, porque el que miente no puede resistir a los rayos de la verdad, significada por el sol, así en ser uno, como en que deshace las tinieblas y ahuyenta las sombras, dando a las cosas sus verdaderas luces y colores como se representa en esta empresa; donde, al paso que se va descubriendo por los horizontes el sol, se va retirando la noche, y se recogen a lo escuro de los troncos las aves nocturnas, que en su ausencia, embozadas con las tinieblas, hacían sus robos, salteando engañosamente el sueño de las demás aves. ¡Qué confusa se halla una lechuza cuando por algún accidente se presenta delante del sol! En su misma luz tropieza y se embaraza; su resplandor la ciega, y deja inútiles sus artes. ¿Quién es tan astuto y fraudulento, que no se pierda en la presencia de un príncipe real y verdadero? No hay poder penetrar los designios de un ánimo cándido cuando la candidez tiene dentro de sí los fondos convenientes de la prudencia. Ningún cuerpo más patente a los ojos del mundo, ni más claro y opuesto a las sombras y tinieblas que el sol. Y, si alguno intenta averiguarle sus rayos y penetrar sus secretos, halla en él profundos golfos y oscuridades de luz que le deslumbran los ojos, sin que puedan dar razón de lo que vieron. La malicia queda ciega al candor de la verdad, y pierde sus presupuestos, no hallando arte que vencer con el arte. Digno triunfo de un príncipe deshacer los engaños con la ingenuidad, y la mentira con la verdad. Mentir es acción vil de esclavos e indigna del magnánimo corazón de un príncipe que más que todos debe procurar parecerse a Dios, que es la misma verdad. «Onde los reyes (palabras son del rey don Alonso el Sabio, hablando de ella) que tienen lugar en la tierra, a quien pertenece de la guardar mucho, deben parar mientes que no sean contra ella, diciendo palabras mentirosas». Y abajo da otra razón, en la misma ley: «E demás, quando él mintiese en sus palabras, no le creerían los omes que le oyesen, maguer dixesse verdad, e tomarían ende carrera para mentir». Este inconveniente se experimentó en Tiberio, el cual, diciendo muchas veces fingidamente que estaba resuelto a poner en libertad la república o sustituir en otros hombros el peso del imperio, no fue creído después en las cosas verdaderas y justas.

§ Cuanto son mayores las monarquías, más sujetas están a la mentira. La fuerza de los rayos de una fortuna ilustre levanta contra sí las nieblas de la murmuración. Todo se interpreta a mal y se calumnia en los grandes imperios. Lo que no puede derribar la fuerza lo intenta la calumnia o con secretas minas o con supuestas cuñas, en que es menester gran valor de quien domina sobre las naciones, para no alterar su curso, y pasarle sereno, sin que le perturben sus voces. Esta valerosa constancia se ha visto siempre en los reyes de España, despreciando la envidia y murmuración de sus émulos, con que se han deshecho semejantes nieblas. Las cuales, como las levanta la grandeza, también la grandeza las derriba con la fuerza de la verdad, como sucede al sol con los vapores. ¿Qué libelos infamatorios, qué manifiestos falsos, qué fingidos Parnasos, qué pasquines maliciosos no se han esparcido contra la monarquía de España? No pudo la emulación manchar su justo gobierno en los reinos que posee en Europa, por estar a los ojos del mundo. Y para hacer odioso su dominio e irreconciliable la inobediencia de las provincias rebeldes con falsedades difíciles de averiguar, divulgó un libro supuesto de los malos tratamientos de los indios, con nombre del obispo de Chapa, dejándole correr primero en España como impreso en Sevilla, por acreditar más la mentira, y traduciéndole después en todas lenguas. Ingeniosa y nociva traza, aguda malicia, que en los ánimos sencillos obró malos efectos, aunque los prudentes conocieron luego el engaño, desmentido con el celo de la religión y justicia que en todas partes muestra la nación española, no siendo desigual a sí misma en las Indias. No niego que en las primeras conquistas de América sucederían algunos desórdenes, por haberlas emprendido hombres que, no cabiendo la bizarría de sus ánimos en un mundo, se arrojaron, más por permisión que por elección de su rey, a probar su fortuna con el descubrimiento de nuevas regiones, donde hallaron idólatras más fieros que las mismas fieras, que tenían carnicerías de carne humana, con que se sustentaban. Los cuales no podían reducirse a la razón si no era con la fuerza y el rigor. Pero no quedaron sin remedio aquellos desórdenes, enviando contra ellos los Reyes Católicos severos comisarios que los castigasen, y mantuviesen los indios en justicia, dando paternales órdenes para su conservación, eximiéndolos del trabajo de las minas y de otros que entre ellos eran ordinarios antes del descubrimiento; enviando varones apostólicos que los instruyesen en la fe, y sustentando a costa de las rentas reales los obispados, los templos y religiones, para beneficio de aquel nuevo plantel de la Iglesia, sin que después de conquistadas aquellas vastas provincias se echase menos la ausencia del nuevo señor. En que se aventajó el gobierno de aquel imperio y el desvelo de sus ministros al del sol y al de la luna y estrellas, pues en solas doce horas que falta la presencia del sol al uno de los dos hemisferios, se confunde y perturba el otro, vistiéndose la malicia de las sombras de la noche, y ejecutando con la máscara de la oscuridad homicidios, hurtos, adulterios y todos los demás delitos, sin que baste a remediarlo la providencia del sol en comunicarle por el horizonte del mundo sus crepúsculos, en dejar en su lugar por virreina a la luna, con la asistencia de las estrellas como ministros suyos, y en darles la autoridad de sus rayos; y desde este mundo mantienen aquél los reyes de España en justicia, en paz y en religión, con la misma felicidad política que gozan los reinos de Castilla.

Pero, porque no triunfen las artes de los émulos y enemigos de la monarquía de España, y quede desvanecida la invención de aquel libro, considérense todos los casos imaginados que en él fingió la malicia haberse ejercitado contra los indios, y pónganse en paralelo con los verdaderos que hemos visto en las guerras de nuestros tiempos, así en la que se movió contra Génova, como en las presentes de Alemania, Borgoña y Lorena, y se verá que no llegó aquella mentira a esta verdad. ¿Qué géneros de tormentos crueles inventaron los tiranos contra la inocencia, que no los hayamos visto en obra, no ya contra bárbaros inhumanos, sino contra naciones cultas, civiles y religiosas; y no contra enemigos, sino contra sí mismas, turbado el orden natural del parentesco, y desconocido el afecto a la patria? Las mismas armas auxiliares se volvían contra quien las sustentaba. Más sangrienta era la defensa que la oposición. No había diferencia entre la protección y el despojo, entre la amistad y la hostilidad. A ningún edificio ilustre, a ningún lugar sagrado perdonó la furia y la llama. Breve espacio de tiempo vio en cenizas las villas y las ciudades, y reducidas a desiertos las poblaciones. Insaciable fue la sed de sangre humana. Como en troncos se probaban en los pechos de los hombres las pistolas y las espadas, aun después del furor de Marte. La vista se alegraba de los disformes visajes de la muerte. Abiertos los pechos y vientres humanos, servían de pesebres, y tal vez en los de las mujeres preñadas comieron los caballos, envueltos entre la paja, los no bien formados miembrecillos de las criaturas. A costa de la vida se hacían pruebas del agua que cabía en un cuerpo humano, y del tiempo que podía un hombre sustentar la hambre. Las vírgenes consagradas a Dios fueron violadas, estupradas las doncellas y forzadas las casadas a la vista de sus padres y maridos. Las mujeres se vendían y permutaban por vacas y caballos, como las demás presas y despojos, para deshonestos usos. Uncidos los rústicos, tiraban los carros, y, para que descubriesen las riquezas escondidas, los colgaban de los pies y de otras partes obscenas, y los metían en hornos encendidos. A sus ojos despedazaban las criaturas, para que obrase el amor paternal en el dolor ajeno de aquéllos, partes de sus entrañas, lo que no podía el propio. En las selvas y bosques, donde tienen refugio las fieras, no le tenían los hombres, porque con perros venteros los buscaban en ellas, y los sacaban por el rastro. Los lagos no estaban seguros de la codicia, ingeniosa en inquirir las alhajas, sacándolas con anzuelos y redes de sus profundos senos. Aun los huesos difuntos perdieron su último reposo, trastornadas las urnas y levantados los mármoles para buscar lo que en ellos estaba escondido. No hay arte mágica y diabólica que no se ejercitase en el descubrimiento del oro y de la plata. A manos de la crueldad y de la codicia murieron muchos millones de personas, no de vileza de ánimo, como los indios, en cuya extirpación se ejercitó la divina justicia por haber sido por tantos siglos rebeldes a su Criador. No refiero estas cosas por acusar alguna nación, pues casi todas intervinieron en esta tragedia inhumana, sino para defender de la impostura a la española. La más compuesta de costumbres está a riesgo de estragarse. Vicio es de nuestra naturaleza, tan frágil, que no hay acción irracional en que no pueda caer, si le faltare el freno de la religión o de la justicia.




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Teniendo por cierto que sus defectos serán patentes a la murmuración. Censurae patent


Repara la luna las ausencias del sol, presidiendo a la noche. De sus movimientos, crecientes y menguantes, pende la conservación de las cosas. Y, aunque es tanto más hermosa cuanto son ellas más escuras y desmayadas, recibiendo ser de su luz, ni por esto ni por sus continuos beneficios hay quien repare en ella, aun cuando se ofrece más llena de resplandores. Pero, si alguna vez, interpuesta la sombra de la tierra, se eclipsan sus rayos, y descubre el defecto de su cuerpo, no iluminado, como se ofrecía antes a la vista, sino opaco y escuro, todos levantan los ojos a notarla, y aun antes que suceda, está prevenida la curiosidad, y le tiene medidos los pasos grado a grado y minuto a minuto. Son los príncipes los planetas de la tierra, las lunas en las cuales substituye sus rayos aquel divino Sol de justicia para el gobierno temporal; porque, si aquéllos predominan a las cosas, éstos a los ánimos. Y así, los reyes de Persia con fingidos rayos en forma del sol y de la luna procuraban ser estimados como astros. Y el rey Sopor no dudó de intitularse hermano del sol y de la luna en una carta que escribió al emperador Constancio. Entre todos los hombres resplandece la grandeza de los príncipes, colocados en los orbes levantados del poder y del mundo, donde están expuestos a la censura de todos. Colosos son que no pueden descomponerse sin ser notados. Y así, miren bien cómo obran, porque en ellos tiene puesta su atención el mundo, el cual podrá dejar de reparar en sus aciertos, pero no en sus errores. De cien ojos y otras tantas orejas se previene la curiosidad para penetrar lo más oculto de sus pensamientos. Aquella piedra son de Zacarías, sobre quien estaban siete ojos. Por lo cual cuanto es mayor la grandeza ha de ser menor la licencia en las desenvolturas. La mano del príncipe lleva la solfa a la música del gobierno. Y, si no señalare a compás el tiempo, causará disonancias en los demás, porque todos remedan su movimiento. De donde nace que los Estados se parecen a sus príncipes, y más fácilmente a los malos que a los buenos; porque, estando muy atentos los súbditos a sus vicios, quedan fijos en sus imaginaciones, y la lisonja los imita. Y así hace el príncipe más daño con su ejemplo que con sus vicios, siendo más perjudiciales sus malas costumbres que provechosas sus buenas, porque nuestra mala inclinación más se aplica a emular vicios que virtudes. Grandes fueron las que resplandecieron en Alejandro Magno, y procuraba el emperador Caracalla parecerse solamente a él en llevar inclinada la cabeza al lado izquierdo; y así, aunque unos vicios en el príncipe son malos a sí solo, y otros a la república, como lo notó Tácito en Vitelio y Otón, todos son dañosos a los súbditos, por el ejemplo. Girasoles somos, que damos vuelta mirando e imitando al príncipe, semejantes a aquellas ruedas de la visión de Ezequiel, que seguían siempre el movimiento del Querubín. Las acciones del príncipe son mandatos para el pueblo, que con la imitación las obedece. Piensan los súbditos que hacen agradable servicio al príncipe en imitarle en los vicios, y, como éstos son señores de la voluntad, juzga la adulación que con ellos podrá granjearla, como procuraba Tigelino la de Nerón, haciéndose compañero en sus maldades. Desordénase la república y se confunde la virtud. Y así, es menester que sean tales las costumbres del príncipe, que de ellas aprendan todos a ser buenos, como lo dio por documento a los príncipes el rey don Alonso el Sabio: «E otrosí para mantener bien su pueblo, dándole buenos exemplos de sí mismos, mostrándoles los errores para que fagan bien: ca non podría él conoscer a Dios, nin lo sabría temer, nin amar, nin otrosí bien guardar su corazón, nin sus palabras, nin sus obras (según dijimos de suso en las otras leyes), nin bien mantener su pueblo, si él costumbres e maneras buenas non oviesse». Porque en apagando los vicios el farol luciente de la virtud del príncipe, que ha de preceder a todos, y mostrarles los rumbos seguros de la navegación, dará en los escollos con la república, siendo imposible que sea acertado el gobierno de un príncipe vicioso. «Ca el vicio (palabras son del mismo rey don Alonso) ha en sí tal natura, que, quanto el ome más lo usa, tanto más lo ama, e de esto le vienen grandes males, e mengua el seso e la fortaleza del corazón, e por fuerza ha de dexar los fechos, quel convienen de fazer por sabor de los otros, en que halla el vicio». Desprecia el pueblo las leyes viendo que no las observa el que es alma de ellas. Y así como los defectos de la luna son perjudiciales a la tierra, así también los pecados del príncipe son la ruina de su reino, extendido el castigo a los vasallos, porque a ellos también se extienden sus vicios, como los de Jeroboán al pueblo de Israel. Una sombra de deshonestidad que oscureció la fama del rey don Rodrigo dejó por muchos siglos en tinieblas la libertad de España. De donde se puede en alguna manera disculpar el bárbaro estilo de los mejicanos, que obligaban a sus reyes (cuando los consagraban) a que jurasen que administrarían justicia; que no oprimirían a sus vasallos; que serían fuertes en la guerra; que harían mantener al sol su curso y esplendor, llover a las nubes, correr a los ríos, y que la tierra produjese abundantemente sus frutos; porque a un rey santo obedece el sol, como a Josué, en premio de su virtud, y la tierra da más fecundos partos, reconocida a la justificación del gobierno. Así lo dio a entender Homero en estos versos:


Sicut percelebris regis, qui numina curat,
In multisque probisque viris iura aequa ministrat,
Ipsa illi tellus nigricans, prompta, atque benigna,
Fert fruges segetesque, et pomis arbor onusta est,
Proveniunt pecudes, et suppeditat mare pisces;
Ob rectum imperium populi sors tota beata est.



A la virtud del príncipe justo, no a los campos, se han de atribuir las buenas cosechas. El pueblo siempre cree que los que le gobiernan son causa de sus desgracias o felicidades, y muchas veces de los casos fortuitos, como se los achacaba a Tiberio el pueblo romano.

§ No se persuadan los príncipes a que no serán notados sus vicios porque los permita y haga comunes al pueblo, como hizo Witiza, porque a los vasallos es grata la licencia, pero no el autor de ella. Y así le costó la vida, siendo aborrecido de todos por sus malas costumbres. Fácilmente disimulamos en nosotros cualquier defecto, pero no podemos sufrir un átomo en el espejo donde nos mirarnos. Tal es el príncipe, en quien se contemplan sus vasallos, y llevan mal que esté empañado con los vicios. No disminuyó la infamia de Nerón el haber hecho a otros cómplices de sus desenvolturas.

§ No se aseguren los príncipes en fe de su recato en el secreto, porque, cuando el pueblo no alcanza sus acciones, las discurre, y siempre siniestramente; y así, no basta que obren bien, sino es menester que los medios no parezcan malos. Y, ¿qué cosa estará, secreta en quien no puede huirse de su misma grandeza y acompañamiento, ni obrar solo; cuya libertad arrastra grillos y cadenas de oro, que suenan por todas partes? Esto daban a entender al sumo sacerdote las campanillas pendientes de sus vestiduras sacerdotales, para que no se olvidase de que sus pasos estaban expuestos al oído de todos. Cuantos están de guarda fuera y dentro del palacio, cuantos asisten al príncipe en sus cámaras y retretes, son espías de lo que hace y de lo que dice, y aun de lo que piensa, atentos todos a los ademanes y movimientos del rostro, por donde se explica el corazón; puestos siempre los ojos en sus manos. Y, en penetrando algún vicio del príncipe, si bien fingen disimularle y mostrarse finos, afectan el descubrirle por parecer advertidos o íntimos, y a veces por hacer de los celosos. Unos se miran a otros, y, encogiéndose, sin hablar se hablan. Hierve en sus pechos el secreto al fuego del deseo de manifestarle, hasta que rebosa. Andan las bocas por las orejas. Éste se juramenta con aquél, y se lo dice, y aquél con el otro, y sin saberlo nadie, lo saben todos, bajando el murmurio en un punto de los retretes a las cocinas, y de ellas a las esquinas y plazas. ¿Qué mucho que suceda esto en los domésticos, si de sí mismos no están seguros los príncipes en el secreto de sus vicios y tiranías? Porque las confiesan en el tormento de sus conciencias propias, como le sucedió a Tiberio, que no pudo encubrir al Senado la miseria a que le habían reducido sus delitos.

§ Pero no se desconsuelen los príncipes si su atención y cuidado en las acciones no pudiere satisfacer a todos, porque esta empresa es imposible, siendo de diferentes naturalezas los que han de juzgar de ellas, y tan flaca la nuestra, que no puede obrar sin algunos errores. ¿Quién más solícito en ilustrar al mundo, quién más perfecto que ese príncipe de la luz, ese luminar mayor, que da ser y hermosura a las cosas? Y la curiosidad le halla manchas y oscuridades, a pesar de sus rayos.

§ Este cuidado del príncipe en la justificación de su vida y acciones se ha de extender también a las de sus ministros, que representan su persona, porque de ellas le harán también cargo Dios y los hombres. No es defecto de la luna el que padece en el eclipse, sino de la tierra, que interpone su sombra entre ella y el sol. Y con todo eso se le atribuye el mundo, y basta a oscurecerle sus rayos, y a causar inconvenientes y daños a las cosas criadas. En los vicios del príncipe se culpa su depravada voluntad, y en la omisión de castigar los de sus ministros su poco valor. Alguna especie de disculpa puede hallarse en los vicios propios por la fuerza de los afectos y pasiones; ninguna hay para permitirlos en otros. Un príncipe malo puede tener buenos ministros. Pero, si es omiso, él y ellos serán malos. De aquí nace que algunas veces es bueno el gobierno de un príncipe malo, que no consiente que los demás lo sean; porque este rigor no da lugar a la adulación para imitarle, ni a la inclinación natural de parecernos a los príncipes con el remedo de sus acciones; será malo para sí, pero bueno para la república. Dejar correr libremente a los ministros, es soltar las riendas al gobierno.

§ La convalecencia de los príncipes malos es tan difícil como la de los pulmones dañados, que no se les pueden aplicar los remedios; porque éstos consisten en oír y no quieren oír, consisten en ver y no quieren ver, ni aun que otros oigan ni vean; o no se lo consienten los mismos domésticos y ministros. Los cuales le aplauden en los vicios, y, como solían los antiguos sonar varios metales e instrumentos cuando se eclipsaba la luna, le traen divertido con músicas y entretenimientos, procurando tener ocupadas sus orejas, sin que puedan entrar por ellas los susurros de la murmuración y las voces de la verdad y del desengaño, para que, siendo el príncipe y ellos cómplices en los vicios, no haya quien los reprenda y corrija.




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La cual advierte y perfecciona. Detrabit et decorat


Apenas hay instrumento que por sí solo deje perfectas las obras. Lo que no pudo el martillo, perfecciona la lima. Los defectos del telar corrige la tijera (cuerpo de esta empresa), y deja con mayor lustre y hermosura el paño. La censura ajena compone las costumbres propias. Llenas estuvieran de motas, si no las tundiera la lengua. Lo que no alcanza a contener o reformar la ley, se alcanza con el temor de la murmuración, la cual es acicate de virtud y rienda que la obliga a no torcer del camino justo. Las murmuraciones en las orejas obedientes de un príncipe prudente son arracadas de oro y perlas resplandecientes (como dijo Salomón), que le hermosean y perfeccionan. No tiene el vicio mayor enemigo que la censura. No obra tanto la exhortación o la doctrina como ésta, porque aquélla propone para después la fama y la gloria. Esta acusa lo torpe, y castiga luego, divulgando la infamia. La una es para lo que se ha de obrar bien, la otra para lo que se ha obrado mal; y más fácilmente se retira el ánimo de lo ignominioso, que acomete lo arduo y honesto. Y así, con razón está constituido el honor en la opinión ajena, para que la temamos, y, dependiendo nuestras acciones del juicio y censura de los demás, procuremos satisfacer a todos obrando bien. Y así, aunque la murmuración es en sí mala, es buena para la república, porque no hay otra fuerza mayor sobre el magistrado o sobre el príncipe. ¿Qué no acometiera el poder, si no tuviera delante a la murmuración? ¿Por qué errores no pasara sin ella? Ningunos consejeros mejores que las murmuraciones, porque nacen de la experiencia de los daños. Si las oyeran los príncipes, acertarían más. No me atreveré a aprobarlas en las sátiras y libelos, porque suelen exceder de la verdad, o causar con ella escándalos, tumultos y sediciones. Pero se podría disimular algo por los buenos efectos dichos. La murmuración es argumento de la libertad de la república, porque en la tiranizada no se permite. Feliz aquella donde se puede sentir lo que se quiere y decir lo que se siente. Injusta pretensión fuera del que manda querer con candados los labios de los súbditos, y que no se quejen y murmuren debajo del yugo de la servidumbre. Dejadlos murmurar, pues nos dejan mandar, decía Sixto Quinto a quien le refería cuán mal se hablaba dél por Roma. No sentir las murmuraciones fuera haber perdido la estimación del honor, que es el peor estado a que se puede llegar un príncipe cuando tiene por deleite la infamia; pero sea un sentimiento que le obligue a aprender en ellas, no a vengarlas. Quien no sabe disimular estas cosas ligeras, no sabrá las mayores. No fue menor valor en el Gran Capitán sufrir las murmuraciones de su ejército en el Garellano, que mantener, firme el pie contra la evidencia del peligro. Ni es posible poder reprimir la licencia y libertad del pueblo. Viven engañados los príncipes que piensan extinguir con la potencia presente la memoria futura, o que su grandeza se extiende a poder dorar las acciones malas. Con diversas trazas de dádivas y devociones no pudo Nerón desmentir la sospecha ni disimular la tiranía de haber abrasado a Roma. La lisonja podrá obrar que no llegue a los oídos del príncipe lo que se murmura dél; pero no que deje de ser murmurado. El príncipe que prohíbe el discurso de sus acciones, las hace sospechosas, y, como siempre se presume lo peor, se publican por malas. Menos se exageran las cosas de que no se hace caso. No quería Vitelio que se hablase del mal estado de las suyas, y crecía la murmuración con la prohibición, publicándose peores. Por las alabanzas y murmuraciones se ha de pasar, sin dejarse halagar de aquéllas ni vencer de éstas. Si se detiene el príncipe en las alabanzas y les da oídos, todos procurarán ganarle el corazón con la lisonja. Si se perturba con las murmuraciones, desistirá de lo arduo y glorioso, y será flojo en el gobierno. Desvanecerse con los loores propios, es ligereza del juicio. Ofenderse de cualquier cosa, es de particulares. Disimular mucho, de príncipes. No perdonar nada, de tiranos. Así lo conocieron aquellos grandes emperadores Teodosio, Arcadio y Honorio cuando ordenaron al prefecto pretorio Rufino que no castigase las murmuraciones del pueblo contra ellos; porque, si nacían de ligereza, se debían despreciar; si de furor o locura, compadecer; y si de malicia, perdonar. Estando el emperador Carlos Quinto en Barcelona, le trajeron un proceso contra algunos que murmuraban sus acciones, para consultar la sentencia con él. Y, mostrándose indignado contra quien le traía, echó en el fuego (donde se estaba calentando) el proceso. Es de príncipes saberlo todo. Pero indigna de un corazón magnánimo la puntualidad en fiscalear las palabras. La república romana las despreciaba, y solamente atendía a los hechos. Hay gran distancia de la ligereza de la lengua a la voluntad de las obras. Espinosa sería la corona que se resintiese de cualquier cosa. O no ofende el agravio, o es menor su ofensa en quien no se da por entendido. Facilidad es en el príncipe dejarse llevar de los rumores, y poca fe de sí mismo. La mala conciencia suele estimular el ánimo al castigo del que murmura. La segura le desprecia. Si es verdad lo que se nota en el príncipe, deshágalo con la enmienda. Si es falso, por sí mismo se deshará. El resentirse es reconocerse agraviado. Con el desprecio cae luego la voz. El senado romano mandó quemar los anales de Cremucio por libres. Pero los escondió y divulgó más el apetito de leerlos, como sucedió también a los codicilos infamatorios de Veyento, buscados y leídos mientras fueron prohibidos, y olvidados cuando los dejaron correr. La curiosidad no está sujeta a los fueros ni teme las penas. Más se atreve contra lo que más se prohíbe. Crece la estimación de las obras satíricas con la prohibición, y la gloria enciende los ingenios maldicientes. La demostración pública deja más infamado al príncipe, y a ellos más famosos. Así como es provechoso al príncipe saber lo que se murmura, es dañoso el ser ligero en dar oídos a los que murmuran de otros; porque, como fácilmente damos crédito a lo que se acusa en los demás, podrá ser engañado, y tomar injustas resoluciones o hacer juicios errados. En los palacios es más peligroso esto, porque la envidia y la competencia sobre las mercedes, los favores y la gracia del príncipe aguzan la calumnia, siendo los cortesanos semejantes a aquellas langostas del Apocalipsis, con rostros de hombres y dientes de león, con que derriban las espigas del honor. A la espada aguda comparó sus lenguas el Espíritu Santo, y también a las saetas que ocultamente hieren a los buenos. David los perseguía como a enemigos. Ningún palacio puede estar quieto donde se consienten. No menos embarazarán al príncipe sus chismes que los negocios públicos. El remedio es no darles oídos, teniendo por porteros de sus orejas a la razón y al juicio, para no abrirlas sin gran causa. No es menos necesaria la guarda en ellas que en las del palacio. Y de éstas cuidan los príncipes, y se olvidan de aquéllas. Quien las abre fácilmente a los murmuradores, los hace. Nadie murmura delante de quien no le oye gratamente. Suele ser también remedio el acarearlos con el acusado, publicando lo que refieren dél, para que se avergüencen de ser autores de chismes. Esto parece que dio a entender el Espíritu Santo cuando dijo que tuviesen, las orejas cercadas de espinas, para que se lastime y quede castigado el que se llegare a ellas con murmuraciones injustas. Por sospechoso ha de tener el príncipe a quien rehúsa decir en público lo que dice a la oreja '. Y, sí bien podrá esta diligencia obrar que no lleguen tantas verdades al príncipe, hay muchas de las domésticas que es mejor ignorarlas que saberlas, y pesa más el atajar las calumnias del palacio. Pero cuando las acusaciones no son con malicia, sino con celo del servicio al príncipe, debe oírlas y examinarlas bien, estimándolas por advertimiento necesario al buen gobierno y a la seguridad de su persona. El emperador Constantino animó, y aun ofreció premios en una ley, a los que con verdad acusaban a sus ministros y domésticos. Todo es menester para que el príncipe sepa lo que pasa en su palacio, en sus Consejos y en sus tribunales, donde el temor cierra los labios. Y a veces las mercedes recibidas de los ministros con la misma mano del príncipe inducen a callar y aun a encubrir sus faltas y errores, teniéndose por reconocimiento y gratitud lo que es alevosía y traición; porque la obligación de desengañar al príncipe engañado o mal servido, es obligación de fidelidad mucho mayor que todas las demás. Ésta es natural en el vasallo. Las otras, accidentales.

Considerando las repúblicas antiguas la conveniencia de las sátiras para refrenar con el temor de la infamia los vicios, se permitieron, dándoles lugar en los teatros. Pero poco a poco, de aquella reprensión común de las costumbres se pasó a la murmuración particular, tocando en el honor, de donde resultaron los bandos, y de éstos las disensiones populares; porque (como dijo el Espíritu Santo) una lengua maldiciente es la turbación de la paz, y la ruina de las familias y de las ciudades. Y así, para que la corrección de las costumbres no pendiese de la malicia de la lengua o de la pluma, se formó el oficio de censores, los cuales con autoridad pública notasen y corrigiesen las costumbres. Este oficio fue entonces muy provechoso, y pudo mantenerse, porque la vergüenza y la moderación de los ánimos mantenían su jurisdicción. Pero hoy no se podría ejecutar, porque se atreverían a él la soberbia y desenvoltura, como se atreven al mismo magistrado, aunque armado con las leyes y con la autoridad suprema, y serían risa y burla del pueblo los censores, con peligro del gobierno; porque ninguna cosa más dañosa, ni que más haga insolentes los vicios, que ponerles remedios que sean despreciados,

Como se inventó la censura para corregir las costumbres, se inventó también para los bienes y haciendas, registrando los bienes y alistando las personas. Y, aunque fue observada con beneficio de las repúblicas griegas y latinas, sería ahora odiosa y de gravísimos inconvenientes; porque el saber el número de los vasallos y la calidad de las haciendas, sirve solamente para cargarlos mejor con tributos. Como a pecado grave castigó Dios la lista que hizo David del pueblo de Israel. Ninguna cosa más dura ni más inhumana, que descubrir con el registro de los bienes y cosas domésticas las conveniencias de tener oculta la pobreza, y levantar la envidia contra las riquezas, exponiéndolas a la codicia y al robo. Y, si en aquellas repúblicas se ejercitó la censura sin estos inconvenientes, fue porque la recibieron en su primera institución, o porque no estaban los ánimos tan altivos y rebeldes a la razón como en estos tiempos.




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Estime más la fama que la vida. Dum luceam, percam


El símbolo de esta empresa quisiera ver en los pechos gloriosos de los príncipes; y que, como los fuegos artificiales arrojados por el aire imitan los astros y lucen desde que salen de la mano hasta que se convierten en cenizas, así en ellos (pues los compara el Espíritu Santo a un fuego resplandeciente) ardiese siempre el deseo de la fama y la antorcha de la gloria, sin reparar en que la actividad es a costa de la materia, y que lo que más arde más presto se acaba; porque, aunque es común con los animales aquella ansia natural de prorrogar la vida, es en ellos su fin la conservación, en el hombre el obrar bien. No está la felicidad en vivir, sino en saber vivir. Ni vive más el que más vive, sino el que mejor vive, porque no mide el tiempo la vida, sino el empleo. La que como lucero entre nieblas, o como luna creciente, luce a otros por el espacio de sus días con rayos de beneficencia, siempre es larga. Como corta la que en sí misma se consume, aunque dure mucho. Los beneficios y aumentos que recibe del príncipe la república numeran sus días. Si éstos pasan sin hacerlos, los descuenta el olvido. El emperador Tito Vespasiano, acordándose que se le había pasado un día sin hacer bien, dijo que le había perdido. Y el rey don Pedro de Portugal, que no merecía ser rey el que cada día no hacía merced o beneficio a su reino. No hay vida tan corta que no tenga bastante espacio para obrar generosamente. Un breve instante resuelve una acción heroica, y pocos la perfeccionan. ¿Qué importa que con ella se acabe la vida, si se transfiere a otra eterna por medio de la memoria? La que dentro de la fama se contiene, solamente se puede llamar vida. No la que consiste en el cuerpo y espíritus vitales, que, desde que nace, muere. Es común a todos la muerte, y solamente se diferencia en el olvido o en la gloria que deja a la posteridad. El que muriendo substituye en la fama su vida, deja de ser, pero vive. Gran fuerza de la virtud, que a pesar de la naturaleza hace inmortalmente glorioso lo caduco. No le pareció a Tácito que había vivido poco Agrícola, aunque le arrebató la muerte en lo mejor de sus años, porque en sus glorias se prolongó su vida.

§ No se juzgue por vana la fama que resulta después de la vida, que, pues la apetece el ánimo, conoce que la podrá gozar entonces. Yerran los que piensan que basta dejarla en las estatuas o en la sucesión; porque en aquéllas es caduca, y en ésta ajena, y solamente propia y eterna la que nace de las obras. Si éstas son medianas, no topará con ellas la alabanza, porque la fama es hija de la admiración. Nacer para ser número es de la plebe. Para la singularidad, de los príncipes. Los particulares obran para sí. Los príncipes, para la eternidad. La codicia llena el pecho de aquéllos. La ambición de gloria enciende el de éstos.


Igneus est nostris vigor et coelestis origo principibus.


Virgilio                


Un espíritu grande mira a lo extremo: o a ser César o nada, o a ser estrella o ceniza. No menos lucirá ésta sobre los obeliscos, si gloriosamente se consumió, que aquélla, porque no es gran espíritu el que, como el salitre preparado y encendido, no gasta aprisa el vaso del cuerpo. Pequeño campo es el pecho a un corazón ardiente. El rey de Navarra Garci Sánchez temblaba al entrar en las batallas. Y después se mostraba valeroso. No podía sufrir el cuerpo el aprieto en que le había de poner el corazón. Apetezca, pues, el príncipe una vida gloriosa, que sea luz en el mundo. Las demás cosas fácilmente las alcanzará la fama, no sin atención y trabajo. Y, si en los principios del gobierno perdiere la buena opinión, no la cobrará fácilmente después. Lo que una vez concibiere el pueblo dél, siempre lo retendrá. Ponga todo su estudio en adquirir gloria, aunque aventure su vida. Quien desea vivir, rehúsa el trabajo y el peligro, y sin ambos no se puede alcanzar la fama. En el rey Marabodo, echado de su reino y torpemente ocioso en Italia, lo notó Tácito. De tal suerte ha de navegar el príncipe en la bonanza y en las borrascas de su reinado, que se muestre luciente el farol de la gloria, considerando (para no cometer ni pensar cosa indigna de su persona) que de ella y de todas sus obras y acciones ha de hablar siempre y con todas las naciones la historia. Los príncipes no tienen otros superiores sino a Dios y a la fama, que los obliga a obrar bien por temor a la pena y a la infamia. Y así, más temen a los historiadores que a sus enemigos; más a la pluma que al acero. El rey Baltasar se turbó tanto de ver armados los dedos con la pluma (aunque no sabía lo que había de escribir), que tembló y quedó descoyuntado. Pero, si a Dios o a la fama pierden el respeto, no podrán acertar, porque, en despreciando la fama, desprecian las virtudes. La ambición honesta teme mancharse con lo vicioso o con lo injusto. No hay fiera más peligrosa que un príncipe a quien ni remuerde la conciencia ni incita la gloria. Pero también peligra la reputación y el Estado en la gloria, porque su esplendor suele cegar a los príncipes y da con ellos en la temeridad. Lo que parece glorioso deseo, es vanidad o locura, que algunas veces es soberbia, otras envidia, y muchas ambición y tiranía. Ponen los ojos en altas empresas, lisonjeados de sus ministros con lo glorioso, sin advertirles la injusticia o inconvenientes de los medios. Y, hallándose después empeñados, se pierden. Y así, dijo el rey don Alonso que «sobejanas honras, e sin pro, non debe el rey cobdiciar en su corazón, ante se debe mucho guardar dellas, porque lo que es además non puede durar, e, perdiéndose e menguando, torna en deshonra. E la honra que es desta guisa, siempre previene daño della al que la sigue, nasciéndole ende trabajos e costas grandes, e sin razón, menoscabando lo que tiene por lo al que cobdicia aver». Aquella gloria es segura que nace de la generosidad y se contiene dentro de la razón y del poder.

Siendo la fama y la infamia las que obligan a obrar bien, y conservándose ambas con la historia, conviene animar con premios a los historiadores y favorecer las imprentas, tesorerías de la gloria, donde sobre el depósito de los siglos se libran los premios de las hazañas generosas.




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Cotejando sus acciones con las de sus antecesores. Purpura iuxta purpuram


Proverbio fue de los antiguos: Purpura iuxta purpuram dijudicanda, para mostrar que las cosas se conocen mejor con la comparación de unas con otras, y principalmente aquellas que por sí mismas no se pueden juzgar bien, como hacen los mercaderes cotejando unas piezas de púrpura con otras, para que lo subido de ésta descubra lo bajo de aquélla, y se haga estimación cierta de ambas. Había en el templo de Júpiter Capitolino un manto de grana (oferta de un rey de Persia) tan realzada, que las púrpuras de las matronas romanas y la del mismo emperador Aureliano parecían de color de ceniza cerca dél. Si V. A. quisiere cotejar y conocer, cuando sea rey, los quilates y valor de su púrpura real, no la ponga a las luces y cambiantes de los aduladores y lisonjeros, porque le deslumbrarán la vista, y hallará en ella desmentido el color. Ni la fíe V. A. del amor propio, que es como los ojos, que ven a los demás, pero no a sí mismos. Menester será que, como ellos se dejan conocer, representadas en el cristal del espejo sus especies, así V. A. la ponga al lado de los purpúreos mantos de sus gloriosos padres y abuelos y advierta si desdice de la púrpura de sus virtudes, mirándose en ellas. Compare V. A. sus acciones con las de aquéllos y conocerá la diferencia entre unas y otras, o para subirles el color a las propias, o para quedar premiado de su misma virtud, si les hubiere dado V. A. mayor realce. Considere V. A. si iguala su valor al de su generoso padre, su piedad a la de su abuelo, su prudencia a la de Felipe Segundo, su magnanimidad a la de Carlos Quinto, su agrado al de Felipe Primero, su política a la de don Fernando el Católico, su liberalidad a la de don Alonso el de la mano horadada, su justicia a la del rey don Alfonso Undécimo, y su religión a la del rey don Fernando el Santo, y enciéndase V. A. en deseos de imitarlos con generosa competencia. Quinto Máximo y Publio Escipión decían que, cuando ponían los ojos en las imágenes de sus mayores, se inflamaban sus ánimos y se incitaban a la virtud; no porque aquella cera y retrato los moviese, sino porque hacían comparación de sus hechos con los de aquéllos; y no se quietaban hasta haberlos igualado con la fama y gloria de los suyos. Los elogios que se escriben en las urnas no hablan con el que fue, sino con los que son. Tales acuerdos sumarios deja al sucesor la virtud del antecesor. Con ellos dijo Matatías a sus hijos que se harían gloriosos en el mundo y adquirirían fama inmortal. Con este fin los sumos sacerdotes (que eran príncipes del pueblo) llevaban en el pectoral esculpidas en doce piedras las virtudes de doce patriarcas sus antecesores. Con ellos ha de ser la competencia y emulación del príncipe, no con los inferiores, porque, si vence a éstos, queda odioso, y, si le vencen, afrentado. El emperador Tiberio tenía por ley los hechos y dichos de Augusto César.

§ Haga también V. A. a ciertos tiempos comparación de su púrpura presente con la pasada; porque nos procuramos olvidar de lo que fuimos, por no acusarnos de lo que somos. Considere V. A. si ha descaecido o se ha mejorado, siendo muy ordinario mostrarse los príncipes muy atentos al gobierno en los principios, y descuidarse después. Casi todos entran gloriosos a reinar, y con espíritus altos; pero con el tiempo o los abaja el demasiado peso de los negocios, o los perturban las delicias, y se entregan flojamente a ellas, olvidados de sus obligaciones y de mantener la gloria adquirida. En el emperador Tiberio notó Tácito que le había quebrantado y mudado la dominación. El largo mandar cría soberbia, y la soberbia el odio de los súbditos, como el mismo autor lo consideró en el rey Vannio. Muchos comienzan a gobernar modestos y rectos. Pocos prosiguen, porque hallan después ministros aduladores, que los enseñan a atreverse y a obrar injustamente, como enseñaban a Vespasiano.

§ No solamente haga V. A. esta comparación de sus virtudes y acciones, sino también coteje entre sí las de sus antepasados, poniendo juntas las púrpuras de unos, manchadas con sus vicios, y las de otros, resplandecientes con sus acciones heroicas, porque nunca mueven más los ejemplos que al lado de otros opuestos. Coteje V. A. el manto real del rey Hermenegildo con el del rey don Pedro el Segundo de Aragón. Aquél, ilustrado con las estrellas que esmaltó su sangre vertida por oponerse a su padre el rey Leovigildo, que seguía la secta arriana. Y éste, despedazado entre los pies de los caballos en la batalla de Garona, por haber asistido a los albigenses, herejes de Francia. Vuelva V. A. los ojos a los siglos pasados, y verá perdida a España por la vida licenciosa de los reyes Witiza y don Rodrigo y restaurada por la piedad y el valor de don Pelayo; muerto y despojado del reino al rey don Pedro por sus crueldades, y admitido a él su hermano don Enrique el Segundo por su benignidad; glorioso el infante don Fernando, y favorecido del cielo con grandes coronas, por haber conservado la suya al rey don Juan el Segundo, su sobrino, aunque se la ofrecían; y acusado el infante don Sancho de inobediente e ingrato ante el papa Martino Quinto, de su mismo padre el rey don Alfonso Décimo, por haberle querido quitar en vida el reino. Este cotejo será el más seguro maestro que V. A. podrá tener para el acierto de su gobierno; porque aunque al discurso de V. A. se ofrezcan los esplendores de las acciones heroicas y conozca la vileza de las torpes, no mueven tanto consideradas en sí mismas, como en los sujetos que por ellas o fueron gloriosos o abatidos en el mundo.




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Sin contentarse de los trofeos y glorias heredadas. Alienis spoliis


El árbol cargado de trofeos no queda menos tronco que antes. Los que a otros fueron gloria, a él son peso. Así las hazañas de los antepasados son confusión e infamia al sucesor que no las imita. En ellas no hereda la gloria, sino una acción de alcanzarla con la emulación. Como la luz hace reflejos en el diamante, porque tiene fondos, y pasa ligeramente por el vidrio, que no los tiene, así cuando el sucesor es valeroso le ilustran las glorias de sus pasados. Pero, si fuere vidrio vil, no se detendrán en él, antes descubrirán más su poco valor. Las que a otros son ejemplo, a él son obligación de la nobleza, porque presuponemos que emularán los nietos las acciones de sus abuelos. El que las blasona y no las imita, señala la diferencia que hay de ellos a él. Nadie culpa a otro porque no se iguala al valor de aquél con quien no tiene parentesco. Por esto en los zaguanes de los nobles de Roma estaban solamente las imágenes ya ahumadas y las estatuas antiguas de los varones insignes de aquella familia, representando sus obligaciones a los sucesores. Boleslao Cuarto, rey de Polonia, traía colgada al pecho una medalla de oro en que estaba retratado su padre. Y, cuando había de resolver algún negocio grave, la miraba, y, besándola, decía: «No quiera Dios que yo haga cosa indigna de vuestro real nombre». ¡Oh Señor!, y, ¡cuántas medallas de sus heroicos padres y abuelos puede V. A. colgar al pecho, que no le dejarán hacer cosa indigna de su real sangre, antes le animarán y llamarán a lo más glorioso!

§ Si en todos los nobles ardiese la emulación de sus mayores, merecedores fueran de los primeros puestos de la república en la paz y en la guerra, siendo más conforme al orden y razón de naturaleza que sean mejores los que provienen de los mejores, en cuyo favor está la presunción y la experiencia; porque las águilas engendran águilas, y leones los leones, y cría grandes espíritus la presunción y el temor de caer en la infamia. Pero suele faltar este presupuesto, o porque no pudo la naturaleza perfeccionar su fin, o por la mala educación y flojedad de las delicias, o porque no son igualmente nobles y generosas las almas, y obran según la disposición del cuerpo en quien se infunden, y algunos heredaron los trofeos, no la virtud de sus mayores, y son en todo diferentes de ellos. Como en el ejemplo mismo de las águilas se experimenta, pues, aunque ordinariamente engendran águilas, hay quien diga que los avestruces son una especie de ellas, en quien con la degeneración se desconoce ya lo bizarro del corazón, lo fuerte de las garras y lo suelto de las alas, habiéndose transformado de ave ligera y hermosa en animal torpe y feo. Y así, es dañosa la elección que, sin distinción ni examen de méritos, pone los ojos solamente en la nobleza para los cargos de la república, como si en todos pasase siempre con la sangre la experiencia y valor de sus abuelos. Faltará la industria, estará ociosa la virtud, si, fiada en la nobleza, tuviere por debidos y ciertos los premios, sin que la animen a obrar o el miedo de desmerecerlos, o la esperanza de alcanzarlos: motivos con que persuadió Tiberio al Senado que no convenía socorrer a la familia de M. Hortalo, que, siendo muy noble, se perdía por pobre. Sean preferidos los grandes señores para los cargos supremos de la paz, en que tanto importa el esplendor y la autoridad; no para los de la guerra, que han menester el ejercicio y el valor. Si éstos se hallaren en ellos, aunque con menos ventajas que en otros, supla lo demás la nobleza; pero no todo. Por esto Tácito se burló de la elección de Vitelio cuando le enviaron a gobernar las legiones de Alemania la Baja; porque, sin reparar en su insuficiencia, sólo se miró en que era hijo de quien había sido tres veces cónsul, como si aquello bastara. No lo hacía así Tiberio en los buenos principios de su gobierno; porque, si bien atendía a la nobleza de los sujetos para los puestos de la guerra, consideraba cómo habían servido en ella y procedido en la paz, para que, juntas estas calidades, viese el mundo con cuánta razón eran preferidos a los demás.

§ En la guerra puede mucho la autoridad de la sangre. Pero no se vence con ella, sino con el valor y la industria. Los alemanes elegían por reyes a los más nobles, y por generales a los más valerosos. Entonces florecen las armas cuando la virtud y el valor pueden esperar que serán preferidos a todos, y que, ocupando los mayores puestos de la guerra, podrán o dar principio a su nobleza, o adelantar e ilustrar más la ya adquirida. Esta esperanza dio grandes capitanes a los siglos pasados, y por falta de ella está hoy despreciada la milicia, porque solamente la gloria de los puestos mayores puede vencer las incomodidades y peligros de la guerra. No es siempre cierto el presupuesto del respeto y obediencia a la mayor sangre, porque, si no es acompañada con calidades propias de virtud, prudencia y valor, se inclinará a ella la ceremonia, pero no el ánimo. A la virtud y valor que por sí mismos se fabrican la fortuna, respetan el ánimo y la admiración. El Océano recibió leyes de Colón, y a un orbe nuevo las dio Hernán Cortés, que, aunque no nacieron grandes señores, dieron nobleza a sus sucesores para igualarse con los mayores. Los más celebrados ríos tienen su origen y nacimiento de arroyos; a pocos pasos les dio nombre y gloria su caudal.

§ En igualdad de partes, y, aunque otros excedan algo en ellas, ha de contrapesar la calidad de la nobleza, y ser preferida por el mérito de los antepasados y por la estimación común.

§ Si bien en la guerra, donde el valor es lo que más se estima, tiene conveniencias el levantar a los mayores grados a quien los merece por sus hazañas, aunque falte el lustre de la nobleza, suele ser peligroso en la paz entregar el gobierno de las cosas a personas bajas y humildes; porque el desprecio provoca la ira de los nobles y varones ilustres contra el príncipe. Esto sucede cuando el sujeto es de pocas partes, no cuando por ellas es aclamado y estimado del pueblo, ilustrada con las excelencias del ánimo la oscuridad de la naturaleza. Muchos vemos que parece nacieron de sí mismos, como dijo Tiberio de Curcio Rufo. En los tales cae la alabanza de la buena elección de ministros que pone Claudiano:


Lectos ex omnibus oris
Evehit, et meritum nunquam cunabula quaerit,
Et qualis, non unde satus.



§ Cuando la nobleza estuviere estragada con el ocio y regalo, mejor consejo es restaurarla con el ejercicio y con los premios, que levantar otra nueva. La plata y el oro fácilmente se purgan. Pero hacer de plata oro es trabajo en que vanamente se fatiga el arte del alquimia. Por esto fue malo el consejo dado al rey don Enrique el Cuarto, de oprimir los grandes señores de su reino y levantar otros de mediana fortuna; aunque la libertad e inobediencia de los muy nobles puede tal vez obligar a humillarlos, porque la mucha grandeza cría soberbia, y no sufre superior la nobleza, a quien es pesada la servidumbre. Los poderosos atropellan las leyes y no cuidan de lo justo, como los inferiores. Y entonces están más seguros los pueblos cuando no hallan poder que los ampare y fomente sus novedades. Por esto las leyes de Castilla no consienten que se junten dos casas grandes, y también porque estén más bien repartidos los bienes, sin que puedan dar celos. No faltarían artes que con pretexto de honra y favor pudiesen remediar el exceso de las riquezas, poniéndolas en ocasión donde se consumiesen en servicio del príncipe y del bien público; pero ya ha crecido tanto la vanidad de los gastos, que no es menester valerse de ellas, porque los más poderosos viven más trabajados con deudas y necesidades, sin que haya substancia para ejecutar pensamientos altivos y atreverse a novedades. En queriendo los hombres ser con la magnificencia más de lo que pueden, vienen a ser menos de lo que son, y a extinguirse las familias nobles. Fuera de que, si bien las muchas riquezas son peligrosas, también lo es la extrema necesidad, porque obliga a novedades.




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Reconozca de Dios el cetro. A Deo


A muchos dio la virtud el imperio. A pocos, la malicia. En éstos fue el cetro usurpación violenta y peligrosa. En aquéllos título justo y posesión durable. Por secreta fuerza de su hermosura obliga la virtud a que la veneren. Los elementos se rinden al gobierno del cielo por su perfección y nobleza, y los pueblos buscaron al más justo y al más cabal para entregarle la suprema potestad. Por esto a Ciro no le parecía merecedor del imperio el que no era mejor que todos. Los vasallos reverencian más al príncipe en quien se aventajan las partes y calidades del ánimo. Cuanto fueren éstas mayores, mayor será el respeto y estimación, juzgando que Dios le es propicio y que con particular cuidado le asiste y dispone su gobierno. Esto hizo glorioso por todo el mundo el nombre de Josué. Recibe el pueblo con aplauso las acciones y resoluciones de un príncipe virtuoso, y con piadosa fe espera de ellas buenos sucesos. Y, si salen adversos, se persuade a que así conviene para mayores fines impenetrables. Por esto en algunas naciones eran los reyes sumos sacerdotes, de los cuales recibiendo el pueblo la ceremonia y el culto, respetase en ellos una como superior naturaleza, más vecina y más familiar a Dios, de la cual se valiese para medianera en sus ruegos, y contra quien no se atreviese a maquinar. La corona de Aarón sobre la mitra se llevaba los ojos y los deseos de todos. Jacob adoró el cetro de Josef, que se remataba en una cigüeña, símbolo de la piedad y religión.

§ No pierde tiempo el gobierno con el ejercicio de la virtud, antes dispone Dios entre tanto los sucesos. Estaban Fernán Antolínez, devoto, oyendo misa, mientras a las riberas del Duero el conde Garci-Fernández daba la batalla a los moros, y, revestido de su forma, peleaba por él un ángel, con que le libró Dios de la infamia, atribuyéndose a él la gloria de la victoria. Igual suceso en la ordenanza de su ejército se refiere en otra ocasión de aquel gran varón el conde de Tilly, Josué cristiano, no menos santo que valeroso, mientras se hallaba al mismo sacrificio. Asistiendo en la tribuna a los divinos oficios el emperador don Fernando el Segundo, le ofrecieron a sus pies más estandartes y trofeos que ganó el valor de muchos predecesores suyos. Mano sobre mano estaba el pueblo de Israel, y obraba Dios maravillas en su favor. Eternamente lucirá la corona que estuviere ilustrada, como la de Ariadne, con las estrellas resplandecientes de las virtudes. El emperador Septimio dijo a sus hijos, cuando se moría, que les dejaba el Imperio firme, si fuesen buenos; y poco durable, si malos. El rey don Fernando, llamado el Grande por sus grandes virtudes, aumentó con ellas su reino y lo estableció a sus sucesores. Era tanta su piedad, que en la traslación del cuerpo de San Isidro de Sevilla a León, llevaron él y sus hijos las andas, y le acompañaron a pies descalzos desde el río Duero hasta la iglesia de San Juan de León. Siendo Dios por quien reinan los reyes, y de quien dependen su grandeza y sus aciertos, nunca podrán errar si tuvieren los ojos en Él. A la luna no le faltan los rayos del sol; porque, reconociendo que dél los ha de recibir le está siempre mirando para que la ilumine; a quien deben imitar los príncipes, teniendo siempre fijos los ojos en aquel eterno luminar que da luz y movimiento a los orbes, de quien reciben sus crecientes y menguantes los imperios. Como lo representa esta empresa en el cetro rematado en una luna que mira al sol, símbolo de Dios, porque ninguna criatura se parece más a su omnipotencia, y porque sólo Él da luz y ser a las cosas.


Quem, quia respicit omnia solus,
Verum possis dicere solem.



La mayor potestad desciende de Dios. Antes que en la tierra, se coronaron los reyes en su eterna mente. Quien dio el primer móvil a los orbes, le da también a los reinos y repúblicas. Quien a las abejas señaló rey, no deja absolutamente al acaso o a la elección humana estas segundas causas de los príncipes, que en lo temporal tienen sus veces y son muy semejantes a Él. En el Apocalipse se significan por aquellos siete planetas que tenía Dios en su mano. En ellos dan sus divinos rayos, de donde resultan los reflejos de su poder y autoridad sobre los pueblos. Ciega es la mayor potencia sin su luz y resplandores. El príncipe que los despreciare y volviere los ojos a las aparentes luces de bien que le representa su misma conveniencia, y no la razón, prestó verá eclipsado el orbe de su poder. Todo lo que huye la presencia del sol, queda en confusa noche. Aunque se vea menguante la luna, no vuelve las espaldas al sol. Antes más alegre y aguileña, le mira, y obliga a que otra vez le llene de luz. Tenga, pues, el príncipe siempre fijo su cetro, mirando a la virtud en la fortuna próspera y adversa; porque en premio de su constancia, el mismo Sol divino, que o por castigo o por ejercicio del mérito permitió su menguante, no retirará de todo punto su luz, y volverá a acrecentar con ellas su grandeza. Así ha sucedido al emperador don Fernando el Segundo. Muchas veces se vio en los últimos lances de la fortuna, tan adversa, que pudo desesperar de su Imperio y aun de su vida. Pero ni perdió la esperanza ni apartó los ojos de aquel increado sol, autor de lo criado, cuya divina Providencia le libró de los peligros y le levantó a mayor grandeza sobre todos sus enemigos. La vara de Moisés, significado en ella el cetro, hacía milagrosos efectos cuando, vuelta al cielo, estaba en su mano. Pero en dejándola caer en tierra, se convirtió en venenosa serpiente, formidable al mismo Moisés. Cuando el cetro toca en el cielo, como la escala de Jacob, le sustenta Dios, y bajan ángeles en su socorro. Bien conocieron esta verdad los egipcios, que grababan en las puntas de los cetros la cabeza de una cigüeña, ave religiosa y piadosa con sus padres, y en la parte inferior un pie de hipopótamo, animal impío e ingrato a su padre, contra cuya vida maquina por gozar libre de los amores de su madre; dando a entender con este jeroglífico que en los príncipes siempre ha de preceder la piedad a la impiedad. Con el mismo símbolo quisiera Maquiavelo a su Príncipe, aunque con diversa significación, que estuviese en las puntas de su cetro la piedad e impiedad para volverle, y hacer cabeza de la parte que más conviniese a la conservación o aumento de sus Estados. Y con este fin no le parece que las virtudes son necesarias en él, sino que basta el dar a entender que las tiene; porque, si fuesen verdaderas y siempre se gobernase por ellas, le serían perniciosas, y al contrario, fructuosas si se pensase que las tenía; estando de tal suerte dispuesto, que pueda y sepa mudarlas y obrar según fuere conveniente y lo pidiere el caso. Y esto juzga por más necesario en los príncipes nuevamente introducidos en el imperio, los cuales es menester que estén aparejados para usar de las velas según sople el viento de la fortuna y cuando la necesidad obligare a ello. Impío e imprudente consejo, que no quiere arraigadas, sino postizas, las virtudes. ¿Cómo puede obrar la sombra lo mismo que la verdad? ¿Qué arte será bastante a realzar tanto la naturaleza del cristal, que se igualen sus fondos y luces a los del diamante? ¿Quién al primer toque no conocerá su falsedad y se reirá dél? La verdadera virtud echa raíces y flores, y luego se le caen a la fingida. Ninguna disimulación puede durar mucho. No hay recato que baste a representar buena una naturaleza mala. Si aun en las virtudes verdaderas y conformes a nuestro natural e inclinación, con hábito ya adquirido, nos descuidamos, ¿qué será en las fingidas? Y penetradas del pueblo estas artes, y desengañado, ¿cómo podrá sufrir el mal olor de aquel descubierto sepulcro de vicios, más abominable entonces sin el adorno de la virtud? ¿Cómo podrá dejar de retirar los ojos de aquella llaga interna, si, quitado el paño que la cubre, se le ofreciere a la vista? De donde resultaría el ser despreciado el príncipe de los suyos y sospechoso a los extraños. Unos y otros le aborrecerían, no pudiendo vivir seguros dél. Ninguna cosa hace temer más la tiranía del príncipe que verle afectar las virtudes, habiendo después de resultar de ellas mayores vicios, como se temieron en Otón cuando competía el imperio. Sabida la mala naturaleza de un príncipe, se puede evitar. Pero no la disimulación de las virtudes. En los vicios propios obra la fragilidad. En las virtudes fingidas, el engaño, y nunca acaso, sino para injustos fines. Y así, son más dañosas que los mismos vicios, como lo notó Tácito en Seyano. Ninguna maldad mayor que vestirse de la virtud para ejercitar mejor la malicia. Cometer los vicios es fragilidad. Disimular virtudes, malicia. Los hombres se compadecen de los vicios y aborrecen la hipocresía; porque en aquéllos se engaña uno a sí mismo, y en ésta a los demás. Aun las acciones buenas se desprecian si nacen del arte, y no de la virtud. Por bajeza se tuvo lo que hacía Vitelio para ganar la gracia del Pueblo; porque, si bien era loable, conocían todos que era fingido y que no nacía de virtud propia. Y, ¿para qué fingir virtudes si han de costar el mismo cuidado que las verdaderas? Si éstas por la depravación de las costumbres apenas tienen fuerza, ¿cómo la tendrán las fingidas? No reconoce de Dios la corona y su conservación, ni cree que premia y castiga, el que fía más de tales artes que de su divina Providencia. Cuando en el príncipe fuesen los vicios flaqueza, y no afectación, bien es que los encubra por no dar mal ejemplo, y porque el celarlos así no es hipocresía ni malicia para engañar, sino recato natural y respeto a la virtud. No le queda freno al poder que no disfraza sus tiranías. Nunca más temieron los senadores a Tiberio que cuando le vieron sin disimulación. Y si bien dice Tácito que Pisón fue aplaudido del pueblo por sus virtudes o por unas especies semejantes a ellas, no quiso mostrar que son lo mismo en el príncipe las virtudes fingidas que las verdaderas, sino tal vez el pueblo se engaña en el juicio de ellas, y celebra por virtud la hipocresía. ¿Cuánto, pues sería más firme y más constante la fama de Pisón si se fundara sobre la verdad?

§ Los mismos inconvenientes nacerían si el príncipe tuviese virtudes verdaderas, pero dispuestas a mudarlas según el tiempo y necesidad; porque no puede ser virtud la que no es hábito constante, y está en un ánimo resuelto a convertirla en vicio correr, si conviniere, con los malos; y, ¿cómo puede ser esto conveniencia del príncipe? «Ca el Rey contra los malos, quanto en su maldada estovieren (palabras son del rey don Alonso en sus Partidas), siempre les debe aver mala voluntad, porque, si desta guisa non lo fiziese, non podría facer cumplidamente justicia, nin tener su tierra en paz, nin mostrarse por bueno». Y, ¿qué caso puede obligar a esto, principalmente en nuestros tiempos, en que están asentados los dominios, y no penden (como en tiempo de los emperadores romanos) de la elección e insolencia de la malicia? Ningún caso será tan peligroso, que no pueda excusarlo la virtud, gobernada con la prudencia, sin que sea menester ponerse el príncipe de parte de los vicios. Si algún príncipe se perdió, no fue por haber sido bueno, sino porque no supo ser bueno. No es obligación en el príncipe justo oponerse luego indiscretamente a los vicios cuando es vana y evidentemente peligrosa la diligencia. Antes es prudencia permitir lo que repugnando no se puede impedir. Disimule la noticia de los vicios hasta que pueda remediarlos con el tiempo, animando con el premio a los buenos y corrigiendo con el castigo a los malos, y usando de otros medios que enseña la prudencia. Y, si no bastaren, déjelo al sucesor, como hizo Tiberio, reconociendo que en su tiempo no se podían reformar las costumbres; porque, si el príncipe, por temor a los malos, se conformase con sus vicios, no los ganaría, y perdería a los buenos, y en unos y otros crecería la malicia. No es la virtud peligrosa en el príncipe. El celo sí, y el rigor imprudente. No aborrecen los malos al príncipe porque es bueno, sino porque con destemplada severidad no los deja ser malos. Todos desean un príncipe justo. Aun los malos le han menester bueno, para que los mantenga en justicia y estén con ella seguros de otros como ellos. En esto se fundaba Séneca, cuando para retirar a Nerón del incesto con su madre, le amenazaba con que se había publicado y que no sufrirían los soldados por emperador a un príncipe vicioso. Tan necesarias son en el príncipe las virtudes, que sin ellas no se pueden sustentar los vicios. Seyano fabricó su valimiento mezclando con grandes virtudes sus malas costumbres. En Lucinio Muciano se hallaba otra mezcla igual de virtudes y vicios. También en Vespasiano se notaban vicios y se alababan virtudes. Pero es cierto que fuera más seguro el valimiento de Seyano fundado en las virtudes, y que de Vespasiano y Muciano se hubiera hecho un príncipe perfecto, si, quitados los vicios de ambos, quedaran solas las virtudes. Si los vicios son convenientes en el príncipe para conocer a los malos, bastará tener de ellos el conocimiento, y no la práctica. Sea, pues, virtuoso. Pero de tal suerte despierto y advertido, que no haya engaño que no alcance ni malicia que no penetre, conociendo las costumbres de los hombres y sus modos de tratar, para gobernarlos sin ser engañado. En este sentido pudiera disimularse el parecer de los que juzgan que viven más seguros los reyes cuando son más tacaños que los súbditos; porque esta tacañería en el conocimiento de la malicia humana es conveniente para saber castigar, y compadecerse también de la fragilidad humana. Es muy áspera y peligrosa en el gobierno la virtud austera sin este conocimiento; de donde nace que en el príncipe son convenientes aquellas virtudes heroicas propias del imperio, no aquellas monásticas y encogidas que le hacen tímido, embarazado en las resoluciones, retirado del trato humano, y más atento a ciertas perfecciones propias que al gobierno universal. La mayor perfección de su virtud consiste en satisfacer a las obligaciones de príncipe que le impuso Dios.

§ No solamente quiso Maquiavelo que el príncipe fingiese a su tiempo virtudes, sino intentó fundar una política sobre la maldad, enseñando a llevarla a un extremo grado, diciendo que se perdían los hombres porque no sabían ser malos, como si se pudiera dar ciencia cierta para ello. Esta doctrina es la que más príncipes ha hecho tiranos y los ha precipitado. No se pierden los hombres porque no saben ser malos, sino porque es imposible que sepan mantener largo tiempo un extremo de maldades, no habiendo malicia tan advertida que baste a cautelarse, sin quedar enredada en sus mismas artes. ¿Qué ciencia podrá enseñar a conservar en los delitos entero el juicio a quien perturba la propia consciencia? La cual, aunque está en nosotros, obra sin nosotros, impelida de una divina fuerza interior, siendo juez y verdugo de nuestras acciones, como lo fue de Nerón después de haber mandado matar a su madre, pareciéndole que la luz, que a otros da la vida, a él había de traer la muerte. El mayor corazón se pierde, el más despierto consejo se confunde a la vista de los delitos. Así sucedía a Seyano cuando, tratando de extinguir la familia de Tiberio, se hallaba confuso con la grandeza del delito. Caza Dios el más resabido con su misma astucia. Es el vicio ignorancia opuesta a la prudencia. Es violencia que trabaja siempre en su ruina. Mantener una maldad es multiplicar inconvenientes: peligrosa fábrica, que presto cae sobre quien la levanta. No hay juicio que baste a remediar las tiranías menores con otras mayores; y, ¿adónde llegaría este cúmulo, que le pudiesen sufrir los hombres? El mismo ejemplo de Juan Pagolo, tirano de Prusia, de que se vale Maquiavelo para su doctrina, pudiera persuadirle el peligro cierto de caminar entre tales precipicios; pues, confundida su malicia, no pudo perfeccionarla con la muerte del papa Julio Segundo. Lo mismo sucedió al duque Valentín, a quien pone por idea de los demás príncipes. El cual, habiendo estudiado en asegurar sus cosas después de la muerte del papa Alejandro Sexto, dando veneno a los cardenales de la facción contraria, se trocaron los frascos, y él y Alejandro bebieron el veneno, con que luego murió el papa, y Valentín quedó tan indispuesto, que no pudo intervenir en el conclave, no habiendo su astucia prevenido este caso. Y así no salió papa quien deseaba, y perdió casi todo lo que violentamente había ocupado en la Romania. No permite la Providencia divina que se logren las artes de los tiranos. La virtud tiene fuerza para atraer a Dios a nuestros intentos, no la malicia. Si algún tirano duró en la usurpación, fuerza fue de alguna gran virtud o excelencia natural, que disimuló sus vicios y le granjeó la voluntad de los pueblos. Pero la malicia lo atribuye a las artes tiranas, y saca de tales ejemplos impías y erradas máximas de Estado, con que se pierden los príncipes y caen los imperios. Fuera de que no todos los que tienen el cetro en la mano y la corona en las sienes reinan, porque la divina justicia, dejando a uno con el reino, se le quita, volviéndole de señor en esclavo de sus pasiones y de sus ministros, combatido de infelices sucesos y sediciones. Y así se verificó en Saúl lo que Samuel le dijo, que no sería rey, en pena de no haber obedecido a Dios; porque, si bien vivió y murió rey, fue desde entonces servidumbre su reinado.




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Y que ha de restituirle al sucesor. Vicissim traditur


En los juegos de Vulcano y de Prometeo, puestos a trechos diversos corredores, partía el primero con una antorcha encendida, y la daba al segundo, y éste al tercero, y así de mano en mano. De donde nació el proverbio Cursu lampada trado, por aquellas cosas que como por sucesión pasaban de unos a otros. Y así, dijo Lucrecio:


Et quasi cursores vitai
lampada trado.



Que parece lo tomó de Platón, cuando, aconsejando la propagación, advierte que era necesaria para que como teda ardiente pasase a la posteridad la vida recibida de los mayores. ¿Qué otra cosa es cetro real sino una antorcha encendida que pasa de un sucesor a otro? ¿Qué se arroga, pues, la majestad en grandeza tan breve y prestada? Muchas cosas hacen común al príncipe con los demás hombres, y una sola, y ésa accidental, le diferencia; aquéllas no le humanan, y ésta le ensoberbece. Piense que es hombre y que gobierna hombres. Considere bien que en el teatro del mundo sale a representar un príncipe, y que en haciendo su papel entrará otro con la púrpura que dejare. Y de ambos solamente quedará después la memoria de haber sido. Tenga entendido que aun esa púrpura no es suya, sino de la república, que se la presta para que represente ser cabeza de ella, y para que atienda a su conservación, aumento y felicidad, como decimos en otra parte.

§ Cuando el príncipe se hallare en la carrera de la vida con la antorcha encendida de su Estado, no piense solamente en alargar el curso de ella, porque ya está prescrito su término. Y, ¿quién sabe si le tiene muy vecino, estando sujeta a cualquier ligero viento? Una teja la apagó al rey don Enrique el Primero, aún no cumplidos catorce años. Y una caída de un caballo entre los regocijos y fiestas de sus bodas no dejó que llegase a empuñarla el príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos.

§ Advierta bien el príncipe la capacidad de su mano, la ocasión y el derecho, para no abarcar sin gran, advertencia más antorchas que las que le diere la sucesión o la elección legítima. Si lo hubiera considerado así el conde palatino Federico no perdiera la voz electoral y sus Estados por la ambición de la corona de Bohemia. Mayor fuera la carrera del rey Carlos de Nápoles, si, contento con la antorcha de su reino, no hubiera procurado la de Hungría donde fue envenenado.

§ No la fíe el príncipe de nadie, ni consienta que otro ponga en ella la mano con demasiada autoridad, porque el imperio no sufre compañía. Y aun a su mismo padre, el rey don Alonso el Sabio trató de quitársela el infante don Sancho con el poder y mando que le había dado. No le faltaron pretextos al infante de Portugal contra su padre, el rey don Dionisio, para intentar lo mismo.

§ Estas antorchas de los reinos, encendidas con malos medios, presto se extinguen; porque ninguna potencia es durable si la adquirió la maldad. Usurpó el rey don García el reino de su padre don Alonso el Magno, obligándole a la renunciación, y solos tres años le duró la corona en la frente. Don Fruela el Segundo poseyó catorce meses el reino, que más por violencia que por elección había alcanzado. Y no siempre salen los designios violentos. Pensó don Ramón heredar la corona de Navarra matando a su hermano don Sancho. Pero el reino aborreció a quien había concebido tan gran maldad, y llamó a la corona al rey don Sancho de Aragón, su primo hermano.

§ No se mueva el príncipe a dejar ligeramente esta antorcha en vida; porque, si arrepentido después, quisiere volver a tomarla, podrá ser que le suceda lo que al rey don Alonso el Cuarto, que habiendo renunciado el reino en su hermano don Ramiro, cuando quiso recobrarle, no se le restituyó. Antes le tuvo siempre preso. La ambición, cuando posee, no se rinde a la justicia, porque siempre halla razones o pretextos para mantenerse. ¿A quién no moverá la diferencia que hay entre el mandar y obedecer?

§ Si bien pasan de padres a hijos estas antorchas de los reinos, tengan siempre presente los reyes que de Dios las reciben, y que a Él se las han de restituir, para que sepan con el reconocimiento que deben vivir, y cuán estrecha cuenta han de dar de ellas. Así lo hizo el rey don Fernando el Grande, diciendo a Dios en los últimos suspiros de su vida: «Vuestro es, Señor, el poder, vuestro es el mando; vos, Señor, sois sobre todos los reyes, y todo está sujeto a vuestra providencia. El reino que recibí de vuestra mano os restituyo». Casi las mismas palabras dijo el rey don Fernando el Santo en el mismo trance.

§ Ilustre aunque trabajosa carrera destinó el cielo a V. A., que la ha de correr, no con una, sino con muchas antorchas de lucientes diademas de reinos, que, émulas del sol, sin perderle de vista, lucen sobre la tierra desde oriente a poniente. Furiosos vientos, levantados de todas las partes del horizonte, procuran apagarlas. Pero, como Dios las encendió para que precedan al estandarte de la Cruz, y alumbren en las sagradas aras de la Iglesia, lucirán al par de ella, principalmente si también las encendiere la fe de V. A. y su piadoso celo, teniéndolas derechas, para que se levante su luz más clara y más serena a buscar el cielo, donde tiene su esfera; porque el que las inclínate las consumirá aprisa con sus mismas llamas, y, si las tuviere opuestas al cielo, mirando solamente a la tierra, se extinguirán luego, porque la materia que les había de dar vida les dará muerte. Procure, pues, V. A. pasar con ellas gloriosamente esta carrera de la vida, y entregarlas al fin de ella lucientes al sucesor, no solamente como las hubiere recibido, sino antes más aumentados sus rayos; porque pesa Dios los reinos y los reyes cuando entran a reinar, para tomar después la cuenta de ellos como hizo con el rey Baltasar. Y si a Otón le pareció obligación dejar el Imperio como le halló, no la heredó menor V. A. de sus gloriosos antepasados. Así las entregó el emperador Carlos Quinto, cuando en vida las renunció al rey don Felipe el Segundo, su hijo. Y, aunque es malicia de algunos que no aguardó al fin de su carrera porque no se las apagasen y oscureciesen los vientos contrarios, que ya soplaba su fortuna adversa, como lo hizo el rey de Nápoles don Alonso el Segundo, cuando, no pudiendo resistir al rey de Francia Carlos Octavo, dejó la corona al duque de Calabria don Fernando, su hijo, lo cierto es que quiso con tiempo restituirlas a Dios, y disponerse para otra corona no temporal, sino eterna, que, alcanzada una vez, se goza sin temores de que haya de pasar a otras sienes.




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Siendo la Corona un bien falaz. Bonum fallax


En los acompañamientos de las bodas de Atenas iba delante de los esposos un niño vestido de hojas espinosas con un canastillo de pan en las manos, símbolo que, a mi entender, significaba no haber sido instituido el matrimonio para las delicias solamente, sino para las fatigas y trabajos. Con él pudiéramos significar también (si permitieran figuras humanas las empresas) al que nace para ser rey; porque, ¿qué espinas de cuidados no rodean a quien ha de mantener sus Estados en justicia, en paz y en abundancia? ¿A qué dificultades y peligros no está sujeto el que ha de gobernar a todos? Sus fatigas han de ser descanso del pueblo; su peligro, seguridad, y su desvelo, sueño. Pero esto mismo significamos en la corona, hermosa y apacible a la vista, y llena de espinas, con el mote sacado de aquellos versos de Séneca el trágico:


O fallax bonum!
Quantum malum fronte,
quam blanda tegis!



¿Quién, mirando aquellas perlas y diamantes de la corona, aquellas flores que por todas partes la cercan, no creerá que es más hermoso y deleitable lo que encubre dentro? Y son espinas que a todas horas lastiman las sienes y el corazón. No hay en la corona perla que no sea sudor; no hay rubí que no sea sangre; no hay diamante que no sea barreno. Toda ella es circunferencia sin centro de reposo, símbolo de un perpetuo movimiento de cuidados. Por esto algunos reyes antiguos traían la corona en forma de nave, significando su inconstancia, sus inquietudes y peligros. Bien la conoció aquel que, habiéndosela ofrecido, la puso en tierra, y dijo: «El que no te conoce, te levante». Las primeras coronas fueron de vendas, no en señal de majestad, sino para confortar las sienes; tan graves son las fatigas de una cabeza coronada, que ha menester prevenido el reparo, siendo el reinar tres suspiros continuos: de mantener, de adquirir y de perder. Por esto el emperador Marco Antonino decía que era el Imperio una gran molestia. Para el trabajo nacieron los príncipes, y conviene que se hagan a él. Los reyes de Persia tenían un camarero que les despertase muy de mañana, diciéndoles: «Levantaos, rey, para tratar de los negocios de vuestros Estados». No consentirían algunos príncipes presentes tan modesto despertador; porque muchos están persuadidos a que en ellos el reposo, las delicias y los vicios son premio del principado, y en los demás vergüenza y oprobio. Casi todos los príncipes que se pierden es porque (como diremos en otra parte) se persuaden que el reino es herencia y propiedad, de que pueden usar a su modo, y que su grandeza y lo absoluto de su poder no está sujeto a las leyes, sino libre para los apetitos de la voluntad, en que la lisonja suele halagarlos, representándoles que sin esta libertad sería el principado una dura servidumbre, y más infeliz que el más bajo estado de sus vasallos. Con que, entregándose a todo género de delicias y regalos, entorpecen las fuerzas y el ingenio, y quedan inútiles para el gobierno.

§ De aquí nace que entre tan gran número de príncipes muy pocos salen buenos gobernadores; no porque les falten partes naturales, pues antes suelen aventajarse en ellas a los demás, como de materia más bien alimentada, sino porque entre el ocio y las delicias no las ejercitan, ni se lo consienten sus domésticos. Los cuales más fácilmente hacen su fortuna con un príncipe divertido que con un atento. El remedio de estos inconvenientes consiste en dos cosas. La primera, en que el príncipe, luego en teniendo uso de razón, se vaya introduciendo en los negocios antes de la muerte del antecesor, como lo hizo Dios con Josué. Y cuando no sea en los de gracia, por las razones que diré en la penúltima empresa, sea en los demás, para que primero abra los ojos al gobierno que a los vicios, que es lo que obligó al senado romano a introducir en él a la juventud. Por este ejercicio, aunque muchos de los sobrinos de papas entran mozos en el gobierno del pontificado, se hacen en pocos años muy capaces dél. La segunda, en que con destreza procuren los que asisten al príncipe quitarle las malas opiniones de su grandeza, y que sepa que el consentimiento común dio respeto a la corona y poder al cetro; porque la naturaleza no hizo reyes; que la púrpura es símbolo de la sangre que ha de derramar por el pueblo, si conviniere, no para fomentar en ella la polilla de los vicios; que el nacer príncipe es fortuito, y solamente propio bien del hombre la virtud; que la dominación es gobierno, y no poder absoluto, y los vasallos, súbditos, y no esclavos. Este documento dio el emperador Claudio al rey de los persas Meherdates. Y así, se debe enseñar al príncipe que trate a los que manda como él quisiera ser tratado si obedeciera: consejo fue de Galva a Pisón cuando le adoptó por hijo. No se eligió el príncipe para que solamente fuese cabeza, sino para que, siendo respetado como tal, sirviese a todos. Considerando esto el rey Antígono, advirtió a su hijo que no usase mal del poder, ni se ensoberbeciese o tratase mal a los vasallos, diciéndole: «Tened, hijo, entendido que nuestro reino es una noble servidumbre». En esto se fundó la mujer que, excusándose el emperador Rodolfo de darle audiencia, le respondió: «Deja, pues, de imperar». No nacieron los súbditos para el rey, sino el rey para los súbditos. Costoso les saldría el haberle rendido la libertad, si no hallasen en él la justicia, y la defensa que les movió al vasallaje. Con sus mismos escudos, hechos en forma circular, se coronaban los romanos cuando triunfaban; de donde se introdujeron las diademas de los santos victoriosos contra el común enemigo. No merece el príncipe la corona si no fuere también escudo de sus vasallos, opuestos a los golpes de la fortuna. Más es el reinar oficio que dignidad: un imperio de padres a hijos. Y si los súbditos no experimentan en el príncipe la solicitud y amor de padre, no le obedecerán como hijos. El rey don Fernando el Santo tuvo el reinar por oficio, que consistía en conservar los súbditos y mantenerlos en justicia, castigar los vicios, premiar las virtudes y procurar los aumentos de su reino, sin perdonar a ningún trabajo por su mayor bien. Y como lo entendía, así lo ejecutó. Son los príncipes muy semejantes a los montes (como decimos en otra parte), no tanto por lo inmediato a los favores del cielo, cuanto porque reciben en sí todas las inclemencias del tiempo, siendo depositarios de la escarcha y nieve, para que, en arroyos deshechas, bajen de ellos a templar en el estío la sed de los campos y fertilizar los valles, y para que su cuerpo levantado les haga sombra y defienda de los rayos del sol. Por esto las divinas letras llaman a los príncipes gigantes; porque mayor estatura que los demás han menester los que nacieren para sustentar el peso del gobierno. Gigantes son que han de sufrir trabajos y gemir (como dijo Job) debajo de las aguas, significados en ellas los pueblos y naciones. Y también son ángulos que sustentan el edificio de la república. El príncipe que no entendiere haber nacido para hacer lo mismo con sus vasallos y no se dispusiere a sufrir estas inclemencias por el beneficio de ellos, deje de ser monte y humíllese a ser valle, si aun para retirarse al ocio tiene licencia el que fue destinado del cielo para el gobierno de los demás. Electo por rey Wamba, no quería aceptar la corona, y un capitán le amenazó que le mataría, si no la aceptaba, diciendo que no debía con el color de modestia estimar en más su reposo particular que el común. Por esto en las cortes de Guadalajara no admitieron la renuncia del rey don Juan en su hijo don Enrique, por ser de poca edad, y él aún en disposición de poder gobernar. En que se conoce que son los príncipes parte de la república, y en cierta manera sujetos a ella, como instrumentos de su conservación, y así les tocan sus bienes y sus males, como dijo Tiberio a sus hijos. Los que aclamaron por rey a David, le advirtieron que eran sus huesos y su carne, dando a entender que los había de sustentar con sus fuerzas, y sentir en sí mismo sus dolores y trabajos.

§ También conviene enseñar al príncipe desde su juventud a domar y enfrenar el potro del poder, porque, si quisiere llevarle con el filete de la voluntad, dará con él en grandes precipicios. Menester es el freno de la razón, las riendas de la política, la vara de la justicia y la escuela del valor, fijo siempre el príncipe sobre los estribos de la prudencia. No ha de ejecutar todo lo que se le antoja, sino lo que conviene, y no ofende a la piedad, a la estimación, a la vergüenza y a las buenas costumbres. Ni ha de creer el príncipe que es absoluto su poder, sino sujeto al bien público y a los intereses de su Estado. Ni que es inmenso, sino limitado y expuesto a ligeros accidentes. Un soplo de viento desbarató los aparatos marítimos del rey Felipe Segundo contra Inglaterra.

§ Reconozca también el príncipe la naturaleza de su potestad, y que no es tan suprema, que no haya quedado alguna en el pueblo, la cual, o la reservó al principio, o se la concedió después la misma luz natural para defensa y conservación propia contra un príncipe notoriamente injusto y tirano. A los buenos príncipes agrada que en los súbditos quede alguna libertad; los tiranos procuran un absoluto dominio. Constituida con templanza la libertad del pueblo, nace de ella la conservación del principado. No está más seguro el príncipe que más puede, sino el que con más razón puede. Ni es menos soberano el que conserva a sus vasallos los fueros y privilegios que justamente poseen. Gran prudencia es dejárselos gozar libremente, porque nunca parece que disminuyen la autoridad del príncipe sino cuando se resiente de ellos e intenta quitarlos. Conténtese con mantener su corona con la misma potestad que sus antepasados. Esto parece que dio a entender Dios por Ezequiel a los príncipes (aunque en diverso sentido), cuando le dijo que tuviese ceñida a sí la corona. Al que demasiadamente ensancha su circunferencia, se le cae de las sienes.




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Con la ley rija y corrija. Regit et corrigit. [His artibus]


Del centro de la justicia se sacó la circunferencia de la corona. No fuera necesaria ésta si se pudiera vivir sin aquélla.


Hac una reges olim sunt fine creati:
dicere ius populis, iniustaque tollere jacta.



§ En la primera edad ni fue menester la pena, porque la ley no conocía la culpa, ni el premio, porque se amaba por sí mismo lo honesto y glorioso; pero creció con la edad del mundo la malicia, e hizo recatada a la virtud, que antes, sencilla e inadvertida, vivía por los campos. Desestimose la igualdad, perdiose la modestia y la vergüenza, e, introducida la ambición y la fuerza, se introdujeron también las dominaciones; porque, obligada de la necesidad la prudencia, y despierta con la luz natural, redujo los hombres a la compañía civil, donde ejercitasen las virtudes a que les inclina la razón, y donde se valiesen de la voz articulada que les dio la naturaleza, para que unos a otros, explicando sus conceptos y manifestando sus sentimientos y necesidades, se enseñasen, aconsejasen y defendiesen. Formada, pues, esta compañía, nació del común consentimiento en tal modo de comunidad una potestad en toda ella, ilustrada de la luz de la naturaleza para conservación de sus partes, que las mantuviese en justicia y paz, castigando los vicios y premiando las virtudes. Y, porque esta potestad no pudo estar difusa en todo el cuerpo del pueblo, por la confusión en resolver y ejecutar, porque era forzoso que hubiese quien mandase y quien obedeciese, se despojaron de ella y la pusieron en uno o en pocos, o en muchos, que son las tres formas de república: monarquía, aristocracia y democracia. La monarquía fue la primera, eligiendo los hombres en sus familias y después en los pueblos, para su gobierno, al que excedía a los demás en bondad, cuya mano (creciendo la grandeza) honraron con el cetro, y cuyas sienes ciñeron con la corona en señal de majestad y de la potestad suprema que le habían concedido, la cual principalmente consiste en la justicia, para mantener con ella el pueblo en paz. Y así, faltando ésta, falta el orden de república y cesa el oficio de rey, como sucedió en Castilla, reducida al gobierno de los jueces, y excluidos los reyes por las injusticias de don Ordoño y don Fruela.

§ Esta justicia no se pudiera administrar bien por sola la ley natural, sin graves peligros de la república; porque, siendo una constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le toca, peligraría si fuese dependiente de la opinión y juicio del príncipe, y no escrita. Ni la luz natural (cuando fuese libre de afectos y pasiones) sería bastante por sí misma a juzgar rectamente en tanta variedad de casos como se ofrecen. Y así, fue necesario que con el largo uso y experiencia de los sucesos, se fuesen las repúblicas armando de leyes penales y distributivas. Aquéllas para el castigo de los delitos, y éstas para dar a cada uno lo que le perteneciese. Las penales se significan por la espada, símbolo de la justicia, como lo dio a entender Trajano cuando, dándosela desnuda al prefecto Pretorio, le dijo: «Toma esta espada y usa della en mi favor si gobernare justamente; y, si no, contra mí». Los dos cortes de ella son iguales al rico y al pobre. No con lomos para no ofender al uno, y con filos para herir al otro. Las leyes distributivas se significan por la regla o escuadra, que mide a todos indiferentemente sus acciones y derechos. A esta regla de justicia se han de ajustar las cosas. No ella a las cosas, como lo hacía la regla Lesvia, que por ser de plomo se doblaba y acomodaba a las formas de las piedras. A unas y otras leyes ha de dar el príncipe aliento. Corazón e alma, dijo el rey don Alonso el Sabio, que era de la república el rey: «Ca así como yaze el alma en el corazón del ome, e por ella vive el cuerpo e se mantiene; así en el rey yaze la justicia, que es vida e mantenimiento del pueblo e de su señorío». Y en otra parte dijo que rey tanto quería decir como regla, y da la razón: «Ca así como por ella se conocen todas las torturas e se enderezan; así por el rey son conocidos los yerros, e enmendados». Por una letra sola dejó el rey de llamarse ley. Tan uno es con ellas, que el rey es ley que habla, y la ley un rey mudo. Tan rey que dominaría sola si pudiese explicarse. La prudencia política dividió la potestad de los príncipes. Y sin dejarla disminuida en sus personas, la trasladó sutilmente al papel y quedó escrita en él, y distinta a los ojos del pueblo la majestad para ejercicio de la justicia. Con que, prevenida en las leyes antes de los casos la equidad y el castigo, no se atribuyesen las sentencias al arbitrio o a la pasión y conveniencia del príncipe, y fuese odioso a los súbditos. Una excusa es la ley del rigor, un realce de la gracia, un brazo invisible del príncipe, con que gobierna las riendas de su Estado. Ninguna traza mejor para hacerse respetar y obedecer la dominación. Por lo cual no conviene apartarse de la ley, y que obre el poder lo que se puede conseguir con ella. En queriendo el príncipe proceder de hecho, pierden su fuerza las leyes. La culpa se tiene por inocencia y la justicia por tiranía, quedando el príncipe menos poderoso, porque más puede obrar con la ley que sin ella. La ley le constituye y conserva príncipe y le arma de fuerza. Si no se interpusiera la ley, no hubiese distinción entre el dominar y el obedecer. Sobre las piedras de las leyes, no de la voluntad, se funda la verdadera política. Líneas son del gobierno, y caminos reales de la razón de Estado. Por ellas, como por rumbos ciertos, navega segura la nave de la república. Muros son del magistrado, ojos y alma de la ciudad y vínculos del pueblo, o un freno (cuerpo de esta empresa) que le rige y le corrige. Aun la tiranía no se puede sustentar sin ellas.

A la inconstancia de la voluntad, sujeta a los afectos y pasiones y ciega por sí misma, no se pudo encomendar el juicio de la justicia, y fue menester que se gobernase por unos decretos y decisiones firmes, hijas de la razón y prudencia, e iguales a cada uno de los ciudadanos, sin odio ni interés: tales son las leyes que para lo futuro dictó la experiencia de lo pasado. Y, porque éstas no pueden darse a entender por sí mismas, y son cuerpos que reciben el alma y el entendimiento de los jueces, por cuya boca hablan, y por cuya pluma se declaran y aplican a los casos, no pudiendo comprenderlos todos, adviertan bien los príncipes a qué sujetos las encomiendan, pues no les fían menos que su mismo ser y los instrumentos principales de reinar. Y hecha la elección como conviene, no les impidan el ejercicio y curso ordinario de la justicia. Déjenla correr por el magistrado; porque en queriendo arbitrar los príncipes sobre las leyes más de aquello que les permite la clemencia, se deshará este artificio político, y las que les habían de sustentar serán causa de su ruina; porque no es otra cosa la tiranía, sino un desconocimiento de la ley, atribuyéndose a sí los príncipes su autoridad. De esto se quejó Roma, y lo dio por causa de su servidumbre, habiendo Augusto arrogado a sí las leyes para tiranizar el imperio.


Postquam jura ferox in se communia Caesar
transtulit elapsi mores desuetaque priscis
artibus, in gremium pacis servile recessi.



En cerrando el príncipe la boca a las leyes, la abre a la malicia y a los vicios, como sucedió en tiempo del emperador Claudio.

La multiplicidad de leyes es muy dañosa a las repúblicas, porque con ellas se fundaron todas, y por ellas se perdieron casi todas. En siendo muchas, causan confusión y se olvidan, o, no se pudiendo observar, se desprecian. Argumentos son de una república disoluta. Unas se contradicen a otras y dan lugar a las interpretaciones de la malicia y a la variedad de las opiniones. De donde nacen los pleitos y las disensiones. Ocúpase la mayor parte del pueblo en los tribunales. Falta gente para la cultura de los campos, para los oficios y para la guerra. Sustentan pocos buenos a muchos malos, y muchos malos son señores de los buenos. Las plazas son golfos de piratas. Y los tribunales, bosques de forajidos. Los mismos que habían de ser guardas del derecho son dura cadena de la servidumbre del pueblo. No menos suelen ser trabajadas las repúblicas con las muchas leyes que con los vicios. Quien promulga muchas leyes, esparce muchos abrojos donde todos se lastimen. Y así Calígula, que armaba lazos a la inocencia, hacía diversos edictos escritos de letra muy menuda, porque se leyesen con dificultad. Y Claudio publicó en un día veinte, con que el pueblo andaba tan confuso y embarazado, que le costaba más el saberlos que el obedecerlos. Por esto Aristóteles dijo que bastaban pocas leyes para los casos graves, dejando los demás al juicio natural. Ningún daño interior de las repúblicas mayor que el de la multiplicidad de las leyes. Por castigo de graves ofensas amenazó Dios a Israel que se las multiplicaría. ¿Para qué añadir ligeramente nuevas a las antiguas, si no hay exceso que no haya sucedido, ni inconveniente que no se haya considerado antes, y a quien el largo uso y experiencia no haya constituido el remedio? Los que ahora da en Castilla por nuevos el arbitrio, se harán en las leyes del Reino. La observancia de ellas será más bien recibida del pueblo, y con menos odio del príncipe, que la publicación de otras nuevas. En aquéllas sosiega el juicio, en éstas vacila. En aquéllas se descubre el cuidado, en éstas se aventura el crédito. Aquéllas se renuevan con seguridad, éstas se inventan con peligro. Hacer experiencias de remedios es a costa de la salud y de la vida. Muchas yerbas, antes que se supiesen preparar, fueron veneno. Mejor se gobierna la república que tiene leyes fijas, aunque sean imperfectas, que aquella que las muda frecuentemente. Para mostrar los antiguos que han de ser perpetuas, las escribían en bronce, y Dios las esculpió en piedras escritas con su dedo eterno. Por estas consideraciones aconsejó Augusto al Senado que constantemente guardase las leyes antiguas; porque, aunque fuesen malas, eran más útiles a la república que las nuevas. Bastantes leyes hay ya constituidas en todos los reinos. Lo que conviene es que la variedad de explicaciones no las haga más dudosas y obscuras, y críe pleitos. En que se debe poner remedio fácil en España, si algún rey, no menos por tal empresa restaurador de ella que Pelayo, reduciendo las causas a términos breves y dejando el Derecho civil, se sirviese de las leyes patrias, no menos doctas y prudentes que justas. El rey Recesvinto lo intentó, diciendo en una ley del Fuero Juzgo: «E nin queremos, nin de aquí adelante sean usadas las leyes Romanas, nin las extrañas». Y también el rey don Alonso el Sabio ordenó a los jueces: «Que los pleitos ante ellos los libren bien e lealmente lo más aina e mejor que supieren, e por las leyes deste libro, o non por otras». Esto confirmaron los reyes don Fernando y doña Juana; y el rey Alarico puso graves penas a los jueces que admitiesen alegaciones de las leyes romanas. Ofensa es de la soberanía gobernarse por ajenas leyes. En esto se ofrecen dos inconvenientes. El primero, que, como están las leyes en lengua castellana, se perdería la latina si los profesores de la jurisprudencia estudiasen en ellas solamente. Fuera de que sin el conocimiento del Derecho civil, de donde resultaron, no se pueden entender bien. El segundo, que, siendo común a casi todas las naciones de Europa el Derecho civil, por quien se deciden las causas y se juzgan en las Cortes ajenas, y en los tratados de paz, los derechos y diferencias de los príncipes, es muy importante tener hombres doctos en él. Si bien estos inconvenientes se podrían remediar dotando algunas cátedras de Derecho civil en las universidades, como lo previno (aunque con diferentes motivos) el rey don Fernando el Católico sobre la misma materia, diciendo: «Empero bien queremos y sufrimos, que los libros de los derechos, que los sabios antiguos hicieron, que se lean en los Estudios Generales de nuestro señorío, porque ay en ellos mucha sabiduría; y queremos dar lugar, que los nuestros naturales sean sabidores e sean por ende más honrados». Pero cuando no se pueda ejecutar esto, se pudieran remediar los dos excesos dichos: el primero, el de tantos libros de jurisprudencia como entran en España, prohibiéndolos; porque ya más son para sacar el dinero que para enseñar, habiéndose hecho trato y mercancía la imprenta. Con ellos se confunden los ingenios, y queda embarazado y dudoso el juicio. Menores daños nacerán de que cuando falten leyes escritas con que decidir alguna causa, sea ley viva la razón natural, que buscar la justicia en la confusa noche de las opiniones de los doctores, que hacen por la una y otra parte, con que es arbitraria y se da lugar al soborno y a la pasión. El segundo exceso es la prolijidad de los pleitos, abreviándolos, como lo intentó en Milán el rey Felipe Segundo, consultando sobre ellos al Senado, en que no solamente miró al beneficio común de los vasallos, sino también a que, siendo aquel Estado antemural de la monarquía y el teatro de la guerra, hubiese en él menos togas y más arneses. Lo mismo procuraron los emperadores Tito y Vespasiano, Carlos Quinto, los Reyes Católicos, el rey de Aragón don Jaime el Primero, y el rey Luis Undécimo de Francia. Pero ninguno acabó perfectamente la empresa, ni se puede esperar que otro saldrá con ella, porque para reformar el estilo de los tribunales es menester consultar a los mismos jueces, los cuales son interesados en la duración de los pleitos, como los soldados en la de la guerra. Sola la necesidad pudo obligar a la reina doña Isabel a ejecutar de motivo propio el remedio, cuando, hallando a Sevilla trabajada con pleitos, los decidió todos en su presencia con la asistencia de hombres prácticos y doctos, y sin el ruido forense y comulación de procesos e informaciones, habiéndole salido feliz la experiencia. Con gran prudencia y paz se gobiernan los Cantones de Esguízaros, porque entre ellos no hay letrados. En voz se proponen las causas al Consejo, se oyen los testigos, y sin escribir más que la sentencia, se deciden luego. Mejor le está al litigante una condenación despachada brevemente, que una sentencia favorable después de haber litigado muchos años. Quien hoy planta un pleito, planta una palma, que cuando fruta, fruta para otro. En la república donde no fueren breves y pocos los pleitos, no puede haber paz ni concordia. Sean, por lo menos, pocos los letrados, procuradores y escribanos. ¿Cómo puede estar quieta una república donde muchos para sustentarse levantan pleitos? ¿Qué restitución puede esperar el desposeído, si primero le han de despojar tantos? Y cuando todos fueran justos, no se apura mejor entre muchos la justicia, como no curan mejor muchos médicos una enfermedad. Ni es conveniencia de la república que, a costa del público sosiego de las haciendas de los particulares, se ponga una diligencia demasiada para el examen de los derechos. Basta la moral.

§ No es menos dañosa la multiplicidad de las pragmáticas para corregir el gobierno, los abusos de los trajes y gastos superfluos, porque con desprecio se oyen y con mala satisfacción se observan. Una pluma las escribe y esa misma las borra. Respuestas son de Sibila en hojas de árboles, esparcidas por el viento. Si las vence la inobediencia, queda más insolente y más seguro el lujo. La reputación del príncipe padece cuando los remedios que señala, o no obran o no se aplican. Los edictos de madama Margarita de Austria, duquesa de Parma, desacreditaron en Flandes su gobierno porque no se ejecutaban. Por lo cual se puede dudar si es de menos inconveniente el abuso de los trajes que la prohibición no observada; o si es mejor disimular los vicios ya arraigados y adultos, que llegar a mostrar que son más poderosos que los príncipes. Si queda sin castigo la transgresión de las pragmáticas, se pierde el temor y la vergüenza. Si las leyes o pragmáticas de reformación las escribiese el príncipe en su misma persona, podría ser que la lisonja o la inclinación natural de imitar el menor al mayor, el súbdito al señor, obrara más que el rigor, sin aventurar la autoridad. La parsimonia que no pudieron introducir las leyes suntuarias, la introdujo con su ejemplo el emperador Vespasiano. Imitar al príncipe es servidumbre que hace suave la lisonja. Más fácil dijo Teodorico, rey de los godos, que era errar la naturaleza en sus obras, que desdecir la república de las de su príncipe. En él, como en su espejo, compone el pueblo sus acciones.


Componitur orbis
regis ad exemplum, nec sic inflectere sensus
humanos edicta valent quam vita regentum.



Las costumbres son leyes, no escritas en el papel, sino en el ánimo y memoria de todos, y tanto más amadas, cuanto no son mandato, sino arbitrio, y una cierta especie de libertad, y así, el mismo consentimiento común que las introdujo y prescribió las retiene con tenacidad, sin dejarse convencer el pueblo, cuando son malas, que conviene mudarlas, porque en él es más poderosa la fe de que, pues las aprobaron sus antepasados, serán razonables y justas, que los argumentos, y aun que los mismos inconvenientes que halla en ellas. Por lo cual es también más sano consejo tolerarlas que quitarlas. El príncipe prudente gobierna sus Estados sin innovar las costumbres; pero, si fueren contra la virtud o la religión, corríjalas con gran tiento y poco a poco, haciendo capaz de la razón al pueblo. El rey don Fruela fue muy aborrecido porque quitó la costumbre, introducida por Witiza, de casarse los clérigos y aprobada con el ejemplo de los griegos.

§ Si la república no está bien constituida, y muy dóciles y corregidos los ánimos, poco importan las leyes. A esto miró Solón cuando, preguntándole qué leyes eran mejores, respondió que aquellas de que usaba el pueblo. Poco aprovechan los remedios a los enfermos incorregibles.

§ Vanas serán las leyes si el príncipe que las promulga no las confirmare y defendiere con su ejemplo y vida. Suave le parece al pueblo la ley a quien obedece el mismo autor de ella.


In commune iubes si quid censesve tenendum,
Primus iussa subi, tunc observatior aequi
Fit populus, nec ferre vetat, cum viderit ipsum
Auctorem parere sibi.



Las leyes que promulgó Servio Tulio no fueron solamente para el pueblo, sino también para los reyes. Por ellas se han de juzgar las causas entre el príncipe y los súbditos, como de Tiberio lo refiere Tácito. «Aunque estamos libres de las leyes -dijeron los emperadores Severo y Antonino-, vivimos con ellas». No obliga al príncipe la fuerza de ser ley, sino la de la razón en que se funda, cuando es ésta natural y común a todos, y no particular a los súbditos para su buen gobierno; porque, en tal caso, a ellos solamente toca la observancia; aunque también debe el príncipe guardarlas, si lo permitiere el caso, para que a los demás sean suaves. En esto parece que consiste el misterio del mandato de Dios a Ezequiel, que se comiese el volumen, para que, viendo que había sido el primero en gustar las leyes y que le habían parecido dulces, le imitasen todos. Tan sujetos están los reyes de España a las leyes, que el fisco, en las causas del patrimonio real, corre la misma fortuna que cualquier vasallo, y en caso de duda, es condenado. Así lo mandó Felipe Segundo. Y, hallándose su nieto Felipe Cuarto, glorioso padre de Vuestra Alteza, presente al votar en el Consejo Real un pleito importante a la Cámara, ni en los jueces faltó entereza y constancia para condenarle, ni en su Majestad rectitud para oírlos sin indignación. Feliz reinado en quien la causa del príncipe es de peor condición.




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Con la justicia y la clemencia afirme la majestad. Praesidia Maiestatis


Si bien el consentimiento del pueblo dio a los príncipes la potestad de la justicia, la reciben inmediatamente de Dios, como vicarios suyos en lo temporal. Águilas son reales, ministros de Júpiter, que administran sus rayos, y tienen sus veces para castigar los excesos y ejercitar justicia. En que han menester las tres calidades principales del águila: la agudeza de la vista, para inquirir los delitos; la ligereza de sus alas, para la ejecución; y la fortaleza de sus garras, para no aflojar en ella. En lo más retirado y oculto de Galicia no se le escapó a la vista del rey don Alonso el Séptimo, llamado el Emperador, el agravio que hacía a un labrador un infanzón, y, disfrazado, partió luego a castigarle, con tal celeridad, que primero le tuvo en sus manos que supiese su venida. ¡Oh alma viva y ardiente de la ley! Hacerse juez y ejecutor por satisfacer el agravio de un pobre y castigar la tiranía de un poderoso! Lo mismo el rey don Fernando el Católico, el cual, hallándose en Medina del Campo, pasó secretamente a Salamanca, y prendió a Rodrigo Maldonado, que en la fortaleza de Monleón hacía grandes tiranías. ¿Quién se atrevería a quebrantar las leyes si siempre temiese que le podría suceder tal caso? Con uno de éstos queda escarmentado y compuesto un reino; pero no siempre conviene a la autoridad real imitar estos ejemplos. Cuando el reino está bien ordenado, y tienen su asiento los tribunales, y está vivo el temor a la ley, basta que asista el rey a que se observe justicia por medio de sus ministros. Pero cuando está todo turbado, cuando se pierde el respeto y decoro al rey, cuando la obediencia no es firme, como en aquellos tiempos, conveniente es una demostración semejante, con que los súbditos vivan recelosos de que puede aparecérseles la mano poderosa del rey. Y sepan que, como en el cuerpo humano, así en el del reino está en todo él y en cada una de sus partes entera el alma de la majestad. Pero conviene mucho templar el rigor, cuando la república está mal afecta y los vicios endurecidos con la costumbre; porque si la virtud sale de sí, impaciente de los desórdenes, y pone la mano en todo, parecerá crueldad lo que es justicia. Cure el tiempo lo que enfermó con el tiempo. Apresurar su cura es peligrosa empresa, y en que se podría experimentar la furia de la muchedumbre irritada. Más se obra con la disimulación y destreza, en que fue gran maestro el rey don Fernando el Católico, y en que pudo ser que se engañase el rey don Pedro, siguiendo el camino de la severidad, la cual le dio nombre de Cruel. Siendo una misma la virtud de la justicia, suele obrar diversos efectos en diversos tiempos. Tal vez no la admite el pueblo, y es con ella más insolente, y tal vez él mismo reconoce los daños de su soltura en los excesos y por su parte ayuda al príncipe a que aplique el remedio, y aun le propone los medios ásperos contra su misma libertad; con que sin peligro gana opinión de justiciero.

§ No deje el príncipe sin castigo los delitos de pocos, cometidos contra la república, y perdone los de la multitud. Muerto Agripa por orden de Tiberio en la isla Planasia (donde estaba desterrado), hurtó un esclavo suyo sus cenizas, y fingió ser Agripa, a quien se parecía mucho. Creyó el pueblo romano que vivía aún. Corrió la opinión por el imperio. Creció el tumulto, con evidente peligro de guerras civiles. Tiberio hizo prender al esclavo y que secretamente le matasen, sin que nadie supiese dél. Y, aunque muchos de su familia y otros caballeros y cónsules le habían asistido con dinero y consejos, no quiso que se hablase en el caso. Venció su prudencia a su crueldad, y sosegó con el silencio y disimulación el tumulto.

§ Perdone el príncipe los delitos pequeños, y castigue los grandes. Satisfágase tal vez del arrepentimiento, que es lo que alabó Tácito en Agrícola. No es mejor gobernador el que más castiga, sino el que excusa con prudencia y valor que no se dé causa a los castigos. Bien así como no acreditan al médico las muchas muertes, ni al cirujano que se corten muchos brazos y piernas. No se aborrece al príncipe que castiga y se duele de castigar, sino al que se complace de la ocasión, o al que no la quita, para tenerla que castigar. El castigar para ejemplo y enmienda es misericordia. Pero el buscar la culpa por pasión o para enriquecer al fisco es tiranía.

§ No consienta el príncipe que alguno se tenga por tan poderoso y libre de las leyes, que pueda atreverse a los que administran justicia y representan su poder y oficio; porque no estaría segura la coluna de la justicia. En atreviéndose a ella, la roerá poco a poco el desprecio, y dará en tierra. El fundamento principal de la monarquía de España, y el que la levantó y la mantiene, es la inviolable observación de la justicia, y el rigor con que obligaron siempre los reyes a que fuese respetada. Ningún desacato contra ella se perdona, aunque sea grande la dignidad y autoridad de quien le comete. Averiguaba en Córdoba un alcaide de corte, de orden del rey don Fernando el Católico, un delito, y, habiéndole preso el marqués de Priego, lo sintió tanto el rey, que los servicios señalados de la casa de Córdoba no bastaron para dejar de hacer con él una severa demostración, habiéndose puesto en sus reales manos por consejo del Gran Capitán. El cual, conociendo la calidad del delito, que no sufría perdón, y la condición del rey, constante en mantener el respeto y estimación de la justicia y de los que la administraban, le escribió que se entregase y echase a sus pies, porque, si así lo hiciese, sería castigado, y si no, se perdería.

§ No solamente ha de castigar el príncipe las ofensas contra su persona o contra la majestad, hechas en su tiempo, sino también las del gobierno pasado, aunque haya estado en poder de un enemigo, porque los ejemplos de inobediencia o desprecio disimulados o premiados, son peligros comunes a los que suceden. La dignidad siempre es una misma, y siempre esposa del que la posee, y así hace su causa quien mira por su honor, aunque le hayan violado antes. No ha de quedar memoria de que sin castigo hubo alguno que se lo atreviese. En pensando los vasallos que pueden adelantar su fortuna o satisfacer a su pasión con la muerte u ofensa de su príncipe, ninguno vivirá seguro. El castigo del atrevimiento contra el antecesor es seguridad del sucesor, y escarmiento a todos para que no se le atrevan. Por estas razones se movió Vitelio a hacer matar a los que le habían dado memoriales pidiéndole mercedes por haber tenido parte en la muerte de Galba. Cada uno es tratado como trata a los demás. Mandando Julio César levantar las estatuas de Pompeyo, afirmó las suyas. Si los príncipes no se unen contra los desacatos e infidelidades, peligrará el respeto y la lealtad.

§ Cuando en los casos concurren unas mismas circunstancias, no disimulen los reyes con unos y castiguen a otros; porque ninguna cosa los hará más odiosos que esta diferencia. Los egipcios significaban la igualdad que se debía guardar en la justicia por las plumas del avestruz, iguales por el uno y otro corte.

§ Gran prudencia es del príncipe buscar tal género de castigo, que con menos daño del agresor queden satisfechas la culpa y la ofensa hecha a la república. Turbaban a Galicia algunos nobles. Y, aunque merecedores de muerte, los llamó el rey don Fernando el Cuarto, y los ocupó en la guerra, donde a unos los castigó, y a otros la aspereza y trabajos de ella, dejando así libre de sus inquietudes aquella provincia.

§ Así como son convenientes en la paz la justicia y la clemencia, son en la guerra el premio y el castigo; porque los peligros son grandes, y no sin gran esperanza se vencen. Y la licencia y soltura de las costumbres sólo con el temor se refrenan. «E sin todo esto -dijo el rey don Alonso el Sabio-, son más dañosos los yerros, que los omes facen en la guerra, ca assaz ahonda a los que en ella andan de averse de guardar del daño de los enemigos, quánto más dél que les viene por culpa de los suyos mesmos». Y así los romanos castigaban severamente con diversos géneros de penas e infamia a los soldados que faltaban a su obligación, o en el peligro o en la disciplina militar; con que temían más al castigo que al enemigo, elegían por mejor morir en la ocasión gloriosamente, que perder después el honor o la vida con perpetua infamia. Ninguno en aquel tiempo se atrevía a dejar su bandera; porque en ninguna parte del imperio podía vivir seguro. Hoy los fugitivos, no solamente no son castigados en volviendo a sus patrias, pero, faltando a la ocasión de la guerra, se pasan de Milán a Nápoles sin licencia, y como si fueran soldados de otro príncipe, son admitidos, con gran daño de su Majestad y de su hacienda real; en que debieran los virreyes tener presente el ejemplo del Senado romano, que, aun viéndose necesitado de gente después de la batalla de Canas, no quiso rescatar seis mil romanos presos que le ofrecía Aníbal, juzgando por de poca importancia a los que, si hubieran querido morir con gloria, no hubieran sido presos con infamia.

§ Los errores de los generales nacidos de ignorancia, antes se deben disimular que castigar, porque el temor al castigo y represión no los haga tímidos, y porque la mayor prudencia se suele confundir en los casos de la guerra, y más merecen compasión que castigo. Perdió Varrón la batalla de Canas, y le salió a recibir el Senado, dándole las gracias porque no había desesperado de las cosas en pérdida tan grande.

§ Cuando conviniere no disimular, sino ejecutar la justicia, sea con determinación y valor. Quien la hace a escondidas, más parece asesino que príncipe. El que se encoge en la autoridad que le da la corona, o duda de su poder o de sus méritos. De la desconfianza propia del príncipe en obrar nace el desprecio del pueblo, cuya opinión es conforme a la que el príncipe tiene de sí mismo. En poco tuvieron sus vasallos al rey don Alonso el Sabio cuando le vieron hacer justicias secretas. Éstas solamente podrían convenir en tiempos tan turbados, que se temiesen mayores peligros si el pueblo no viese antes castigados que presos a los autores de su sedición. Así lo hizo Tiberio, temiendo este inconveniente. En los demás casos ejecute el príncipe con valor las veces que tiene de Dios y del pueblo sobre los súbditos, pues la justicia es la que le dio el cetro y la que se le ha de conservar. Ella es la mente de Dios, la armonía de la república y el presidio de la majestad. Si se pudiere contravenir a la ley sin castigo, ni habrá miedo ni habrá vergüenza, y sin ambas no puede haber paz ni quietud. Pero acuérdense los reyes, que sucedieron a los padres de familia y lo son de sus vasallos, para templar la justicia con la clemencia. Menester es que beban los pecados del pueblo, como lo significó Dios a San Pedro en aquel vaso de animales inmundos con que le brindó. El príncipe ha de tener el estómago de avestruz, tan ardiente con la misericordia, que digiera hierros, y juntamente sea águila con rayos de justicia que, hiriendo a uno, amenace a muchos. Si a todos los que excediesen se hubiese de castigar, no habría a quién mandar, porque apenas hay hombre tan justo que no haya merecido la muerte: «Ca como quier (palabras son del rey don Alonso) que la justicia es muy buena cosa en sí, e de que debe el rey siempre usar, con todo eso fázese muy cruel, cuando a las vegadas no estemplada con misericordia». No menos peligran la corona, la vida y los imperios con la justicia rigurosa que con la injusticia. Por muy severo en ella cayó el rey don Juan el Segundo en desgracia de sus vasallos, y el rey don Pedro perdió la vida y el reino. Anden siempre asidas de las manos la justicia y la clemencia, tan unidas, que sean como partes de un mismo cuerpo, usando con tal arte de la una, que la otra no quede ofendida. Por eso Dios no puso la espada de fuego (guarda del paraíso) en manos de un Serafín, que todo es amor y misericordia, sino en las de un Querubín, espíritu de ciencia, que supiese mejor mezclar la justicia con la clemencia. Ninguna cosa más dañosa que un príncipe demasiadamente misericordioso. En el imperio de Nerva se decía que era peor vivir sujetos a un príncipe que todo lo permitía, que a quien nada. Porque no es menos cruel el que perdona a todos que el que a ninguno; ni menos dañosa al pueblo la clemencia desordenada que la crueldad, y a veces se peca más con la absolución que con el delito. Es la malicia muy atrevida cuando se promete el perdón. Tan sangriento fue el reinado del rey don Enrique el Cuarto por su demasiada clemencia (si ya no fue omisión), como el del rey don Pedro por su crueldad. La clemencia y la severidad, aquélla pródiga y ésta templada, son las que hacen amado al príncipe. El que con tal destreza y prudencia mezclare estas virtudes, que con la justicia haga respetar y con la clemencia amar, no podrá errar en su gobierno. Antes será todo él una armonía suave, como la que resulta del agudo y del grave. El cielo cría las mieses con la benignidad de sus rocíos, y las arraiga y asegura con el rigor de la escarcha y nieve. Si Dios no fuera clemente, lo respetara el temor, pero no le adorara el culto. Ambas virtudes le hacen temido y amado. Por esto decía el rey don Alonso de Aragón que con la justicia ganaba el afecto de los buenos, y con la clemencia el de los malos. La una induce al temor, y la otra obliga al afecto. La confianza del perdón hace atrevidos a los súbditos, y la clemencia desordenada cría desprecios, ocasiona desacatos y causa la ruina de los Estados.


Cade ogni regno, e ruinosa e senza
la base del timor ogni clemenza.






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Sea el premio precio del valor. Pretium virtutis


Ningunos alquimistas mayores que los príncipes, pues dan valor a las cosas que no le tienen, solamente con proponerlas por premio de la virtud. Inventaron los romanos las coronas murales, cívicas y navales, para que fuesen insignias gloriosas de las hazañas. En que tuvieron por tesorera a la misma naturaleza, que les daba la grama, las palmas y el laurel, con que sin costa las compusiesen. No bastarían los erarios a premiar servicios si no se hubiese hallado esta invención política de las coronas, las cuales, dadas en señal del valor, se estimaban más que la plata y el oro, ofreciéndose los soldados por merecerlas a los trabajos y peligros. Con el mismo intento los reyes de España fundaron las religiones militares, cuyos hábitos no solamente señalasen la nobleza, sino también la virtud. Y así, se debe cuidar mucho de conservar la estimación de tales premios, distribuyéndolos con gran atención a los méritos; porque en tanto se aprecian, en cuanto son marcas de la nobleza y del valor. Y, si se dieren sin distinción, serán despreciados, y podrán reírse Arminio sin reprensión de su hermano Flavio (que seguía la facción de los romanos), porque, habiendo perdido un ojo peleando, le satisficieron con un collar y corona, precio vil de su sangre. Bien conocieron los romanos cuánto convenía conservar la opinión de estos premios, pues sobre las calidades que había de tener un soldado para merecer una corona de encina fue consultado el emperador Tiberio. En el hábito de Santiago (cuerpo de esta empresa) se representan las calidades que se han de considerar antes de dar semejantes insignias; porque está sobre una concha, hija del mar, nacida entre sus olas y hecha a los trabajos, en cuyo cándido seno resplandece la perla, símbolo de la virtud por su pureza y por ser concebida del rocío del cielo. Si los hábitos se dieren en la cuna o a los que no han servido, serán merced, y no premio. ¿Quién los procurará merecer con los servicios si los puede alcanzar con la diligencia? Su instituto fue para la guerra, no para la paz. Y así, solamente se habían de repartir entre los que se señalasen en ella, y por los menos hubiesen servido cuatro años, y merecido la jineta por sus hechos. Con que se aplicaría más la nobleza al ejercicio militar y florecerían más las artes de la guerra. «E por ende (dijo el rey don Alonso) antiguamente los nobles de España que supieron mucho de guerra, como vivieron siempre en ella, pusieron señalados galardones a los que bien fiziesen». Por no haberlo hecho así los atenienses fueron despojos de los macedonios. Considerando el emperador Alejandro Severo la importancia de premiar la soldadesca, fundamento y seguridad del imperio, repartía con ellos las contribuciones, teniendo por grave delito gastarlas en sus delicias o con sus cortesanos.

Los demás premios sean comunes a todos los que se aventajan en la guerra o en la paz. Para esto se dotó el cetro con las riquezas, con los honores y con los oficios, advirtiendo que también se le concedió el poder de la justicia para que con ésta castigue el príncipe los delitos, y premie con aquéllos la virtud y el valor; porque (como dijo el mismo rey don Alonso): «Bien por bien, e mal por mal recibiendo los honores según su merecimiento, es justicia que face mantener las cosas en buen estado». Y da la razón más abajo: «Ca dar gualardón a los que bien facen es cosa que conviene mucho a todos los omes en que ha bondad, e mayormente a los grandes señores que han poder de lo facer; porque en gualardonar los buenos fechos muéstrase por conocido el que lo face, e otrosí por justiciero. Ca la justicia no es tan solamente en escarmentar los males, más aun en dar gualardón por los bienes. E demás desto nasce ende otra pro, ca da voluntad a los buenos para ser todavía mejores, e a los malos para emendarse». En faltando el premio y la pena, falta el orden de república; porque son el espíritu que la mantiene. Sin el uno y el otro no se pudiera conservar el principado; porque la esperanza del premio obliga al respeto, y el temor de la pena a la obediencia, a pesar de la libertad natural, opuesta a la servidumbre. Por esto los antiguos significaban por el azote el Imperio, como se ve en las monedas consulares, y fue pronóstico de la grandeza de Augusto, habiendo visto Cicerón entre sueños que Júpiter le daba un azote, interpretándole por el Imperio romano, a quien levantaron y mantuvieron la pena y el premio. ¿Quién se negaría a los vicios, si no hubiese pena? ¿Quién se ofrecería a los peligros, si no hubiese premio? Dos dioses del mundo decía Demócrito que eran el castigo y el beneficio, considerando que sin ellos no podía ser gobernado. Éstos son los dos polos de los orbes del magistrado, los dos luminares de la república. En confusa tiniebla quedaría, si le faltasen. Ellos sustentan el solio de los príncipes. Por esto Ezequiel mandó al rey Sedequias que se quitase la corona y las demás insignias reales, porque estaban como hurtadas en él porque no distribuía con justicia los premios. En reconociendo el príncipe el mérito, reconoce el premio, porque son correlativos. Y si no le da, es injusto. Esta importancia del premio y la pena no consideraron bien los legisladores y jurisconsultos; porque todo su estudio pusieron en los castigos, y apenas se acordaron de los premios. Más atento fue aquel sabio legislador de las Partidas, que, previniendo lo uno y lo otro, puso un título particular de los galardones.

§ Siendo, pues, tan importantes en el príncipe el premio y el castigo, que sin este equilibrio no podría dar paso seguro sobre la maroma del gobierno, menester es gran consideración para usar de ellos. Por esto las fasces de los lictores estaban ligadas, y las coronas, siendo de hojas, que luego se marchitan, se componían después del caso, para que, mientras se desataban aquéllas y se cogían éstas, se interpusiese algún tiempo entre el delinquir y el castigar, entre el merecer y el premiar, y pudiese la consideración ponderar los méritos y los deméritos. En los premios dados inconsideradamente, poco debe el agradecimiento. Presto se arrepiente el que da ligeramente, y la virtud no está segura de quien se precipita en los castigos. Si se excede en ellos, excusa el pueblo al delito en odio de la severidad. Si un mismo premio se da al vicio y a la virtud, queda ésta agraviada y aquél insolente. Si al uno (con igualdad de méritos) se da mayor premio que al otro, se muestra éste envidioso y desagradecido; porque envidia y gratitud por una misma cosa no se pueden hallar juntas. Pero si bien se ha de considerar cómo se premia y se castiga, no ha de ser tan despacio, que los premios, por esperados, se desestimen, y los castigos, por tardos, se desmerezcan, recompensados con el tiempo y olvidado ya el escarmiento, por no haber memoria de la causa. El rey don Alonso el Sabio, abuelo de V. A., advirtió con gran juicio a sus descendientes cómo se habían de gobernar en los premios y en las penas, diciendo: «Que era menester temperamiento, así como fazer bien do conviene, e como, e cuando; e otro sí en saber refrenar el mal, e tollerlo, e escarmentarlo en los tiempos, e en las sazones que es menester, catando los fechos, quales son, e quien los faze, e de que manera, e en quales lugares. E con estas dos cosas se endereza el mundo, faciendo bien a los que bien fazen, e dando pena e escarmiento a los que no lo merecen».

§ Algunas veces suele ser conveniente suspender el repartimiento de los premios, porque no parezca que se deben de justicia, y porque entre tanto, mantenido los pretensores con esperanzas, sirven con mayor fervor. Y no hay mercancía más barata que la que se compra con la espetativa del premio. Más sirven los hombres por lo que esperan que por lo que han recibido. De donde se infiere el daño de las futuras sucesiones en los cargos y en los premios, como lo consideró Tiberio, oponiéndose a la proposición de Galo, que de los pretendientes se nombrasen de cinco en cinco años los que habían de suceder en las legacías de las legiones y en las preturas, diciendo que cesarían los servicios e industria de los demás. En que no miró Tiberio a este daño solamente, sino que se le quitaba la ocasión de hacer mercedes, consistiendo en ellas la fuerza del principado. Y así, mostrándose favorable a los pretendientes, conservó su autoridad. Los validos inciertos de la duración de su poder suelen no reparar en este inconveniente de las futuras sucesiones, por acomodar en ellas a sus hechuras, por enflaquecer la mano del príncipe y por librarse de la importunidad de los pretendientes.

Siendo el príncipe corazón de su Estado (como dijo el rey don Alonso), por él ha de repartir los espíritus vitales de las riquezas y premios. Lo más apartado de su Estado, ya que carece de su presencia, goce de sus favores. Esta consideración pocas veces mueve a los príncipes. Casi todos no saben premiar sino a los presentes, porque se dejan vencer de la importunidad de los pretendientes o del halago de los domésticos, o porque no tienen ánimo para negar. Semejantes a los ríos que solamente humedecen el terreno por donde pasan, no hacen gracias sino a los que tienen delante, sin considerar que los ministros ausentes sustentan con infinitos trabajos y peligros su grandeza, y que obran lo que ellos no pueden por sí mismos. Todas las mercedes se reparten entre los que asisten al palacio o a la Corte. Aquellos servicios son estimados que huelen a ámbar, no los que están cubiertos de polvo y sangre. Los que se ven, no los que se oyen, porque más se dejan lisonjear los ojos que las orejas, porque se coge luego la vanagloria de las sumisiones y apariencias de agradecimiento. Por esto el servir en las Cortes más suele ser granjería que mérito, más ambición que celo, más comodidad que fatiga. Un esplendor que se paga de sí mismo.

Quien sirve ausente podrá ganar aprobaciones, pero no mercedes. Vivirá entretenido con esperanzas y promesas vanas, y morirá desesperado con desdenes. El remedio suele ser venir de cuando en cuando a las Cortes, porque ninguna carta o memorial persuade tanto como la presencia. No se llenan los arcaduces de la pretensión, si no tocan en las aguas de la Corte. La presencia de los príncipes es fecunda como la del sol. Todo florece delante de ella. Y todo se marchita y seca en su ausencia. A la mano le caen los frutos al que está debajo de los árboles. Por esto concurren tantos a las Cortes, desamparando el servicio ausente, donde más ha menester el príncipe a sus ministros. El remedio será arrojar lejos el señuelo de los premios, y que se reciban donde se merecen, y no donde se pretenden, sin que sea necesario el acuerdo del memorial y la importunidad de la presencia. El rey Teodorico consolaba a los ausentes diciendo que desde su Corte estaba mirando sus servicios y discernía sus méritos. Y Plinio dijo de Trajano que era más fácil a sus ojos olvidarse del semblante de los ausentes que a su ánimo del amor que les tenía.

§ Este advertimiento de ir los ministros ausentes a las Cortes no ha de ser pidiendo licencia para dejar los puestos, sino reteniéndolos y representando algunos motivos, con que le concedan por algún tiempo llegar a la presencia del príncipe. En ella se dispone mejor la pretensión, teniendo qué dejar. Muchos, o malcontentos del puesto, o ambiciosos de otro mayor, le renunciaron y se hallaron después arrepentidos, habiéndoles salido vanas sus esperanzas y designios, porque el príncipe lo tiene por desprecio y por apremio. Nadie presuma tanto de su persona y calidades, que se imagine tan necesario que no podrá vivir el príncipe sin él, porque nunca faltan instrumentos para su servicio a los príncipes, y suelen, desdeñados, olvidarse de los mayores ministros. Todo esto habla con quien desea ocupaciones públicas, no con quien, desengañado, procura retirarse a vivir para sí. Solamente le pongo en consideración que los corazones grandes, hechos a mandar, no siempre hallan en la soledad aquel sosiego de ánimo que se presuponían, y viéndose empeñados, sin poder mudar de resolución, viven y mueren infelizmente.

§ En la pretensión de las mercedes y premios es muy importante la modestia y recato, con tal destreza, que parezca encaminada a servir mejor con ellos, no a agotar la liberalidad del príncipe. Con que se obliga mucho, como lo quedó Dios cuando Salomón no le pidió más que un corazón dócil. Y no solamente se le concedió, sino también riquezas y gloria. No se han de pedir como por justicia, porque la virtud de sí misma es hermoso premio. Y, aunque se le debe la demostración, pende ésta de la gracia del príncipe, y todos quieren que se reconozca de ellos, y no del mérito. De donde nace el inclinarse más los príncipes a premiar con largueza servicios pequeños, y con escasez los grandes, porque se persuaden que cogerán mayor reconocimiento de aquéllos que de éstos. Y así, quien recibió de un príncipe muchas mercedes, puede esperarlas mayores, porque el haber empezado a dar es causa de dar más. Fuera de que se complace de mirarle como a deudor y no serlo, que es lo que más confunde a los príncipes. El rey Luis Onceno de Francia decía que se le iban más los ojos por un caballero que, habiendo servido poco, había recibido grandes mercedes, que por otros que, habiendo servido mucho, eran poco premiados. El emperador Teodorico, conociendo esta flaqueza, confesó que nacía de ambición de que brotasen las mercedes ya sembradas en uno, sin que el haberlas hecho le causasen fastidio. Antes le provocaban a hacerlas mayores a quien había empezado a favorecer. Esto se experimenta en los validos, haciéndose tema la gracia y la liberalidad del príncipe.




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Mire siempre al norte de la verdadera religión. Immobilis ad immobile numen


Aunque (como hemos dicho) la justicia armada con las leyes, con el premio y castigo, son las colunas que sustentan el edificio de la república, serían colunas en el aire si no asentasen sobre la base de la religión, la cual es el vínculo de las leyes; porque la jurisdicción de la justicia solamente comprende los actos externos legítimamente probados; pero no se extiende a los ocultos e internos. Tiene autoridad sobre los cuerpos, no sobre los ánimos. Y así, poco temería la malicia al castigo, si ejercitándose ocultamente en la injuria, en el adulterio y en la rapiña, consiguiese sus intentos y dejase burladas las leyes, no teniendo otra invisible ley que le estuviese amenazando internamente. Tan necesario es en las repúblicas este temor, que a muchos impíos pareció invención política la religión. ¿Quién sin él viviría contento con su pobreza o con su suerte? ¿Qué fe habría en los contratos? ¿Qué integridad en la administración de los bienes? ¿Qué fidelidad en los cargos, y qué seguridad en las vidas? Poco movería el premio si se pudiese adquirir con medios ocultos sin reparar en la injusticia. Poco se aficionarían los hombres a la hermosura de la virtud sí, no esperando más inmarcesible corona que la de la palma, se hubiesen de obligar a las estrechas leyes de la continencia. Presto con los vicios se turbaría el orden de república, faltando el fin principal de su felicidad, que consiste en la virtud, y aquel fundamento o propugnáculo de la religión, que sustenta y defiende al magistrado, si no creyesen los ciudadanos que había otro supremo tribunal sobre las imaginaciones y pensamientos, que castiga con pena eterna y premia con bienes inmortales. Esta esperanza y este temor, innatos en el más impío y bárbaro pecho, componen las acciones de los hombres. Burlábase Cayo Calígula de los dioses, y, cuando tronaba, reconocía su temor otra mano más poderosa que le podía castigar. Nadie hay que la ignore, porque no hay corazón humano que no se sienta tocado de aquel divino imán. Y como la aguja de marear, llevada de una natural simpatía, está en continuo movimiento hasta que se fije a la luz de aquella estrella inmóvil, sobre quien se vuelven las esferas, así nosotros vivimos inquietos mientras no llegamos a conocer y adorar aquel increado Norte, en quien está el reposo y de quien nace el movimiento de las cosas. Quien más debe mirar siempre a él, es el príncipe, porque es el piloto de la república, que la gobierna y ha de reducirla a buen puerto; y no basta que finja mirar a él si tiene los ojos en otros astros vanos y nebulosos, porque serán falsas sus demarcaciones y errados los rumbos que siguiere, y dará consigo y con la república en peligrosos bajíos y escollos. Siempre padecerá naufragios. El pueblo se dividirá en opiniones, la diversidad de ellas desunirá los ánimos. De donde nacerán las sediciones y conspiraciones, y de ellas las mudanzas de repúblicas y dominios. Más príncipes vemos despojados por las opiniones diversas de religión que por las armas. Por esto el Concilio toledano sexto ordenó que a ninguno se diese la posesión de la corona si no hubiese jurado primero que no permitiría en el reino a quien no fuese cristiano. No se vio España quieta hasta que depuso los errores de Atrio y abrazaron todos la religión católica, con que se halló tan bien el pueblo, que, queriendo después el rey Weterico introducir de nuevo aquella secta, le mataron dentro de su palacio. A pesar de este y de otros muchos ejemplos y experiencias, hubo quien impíamente enseñó a su príncipe a disimular y fingir la religión. Quien la finge, no cree en alguna. Si tal ficción es arte política para unir los ánimos y mantener la república, mejor se alcanzará con la verdadera religión que con la falsa, porque ésta es caduca y aquélla eternamente durable. Muchos imperios fundados en religiones falsas, nacidas de ignorancia, mantuvo Dios, premiando con su duración las virtudes morales y la ciega adoración y bárbaras víctimas con que le buscaban; no porque le fuesen gratas, sino por la simpleza religiosa con que las ofrecían. Pero no mantuvo aquellos imperios que disimulaban la religión más con malicia y arte que con ignorancia. San Isidoro pronosticó, en su muerte, a la nación española, que si se apartaba de la verdadera religión, sería oprimida; pero que si la observare, vería levantada su grandeza sobre las demás naciones: pronóstico que se verificó en el duro yugo de los africanos, el cual se fue disponiendo desde que el rey Witiza negó la obediencia al Papa. Con que la libertad en el culto y la licencia en los vicios perturbó la quietud pública, y se perdió el valor militar. De que nacieron graves trabajos al mismo Rey, y a sus hijos y al reino, hasta que, domada y castigada España, reconoció sus errores, y mereció los favores del cielo en aquellas pocas reliquias que retiró Pelayo a la cueva de Covadonga, en el monte Auseva, donde las saetas y dardos se volvían a los pechos de los mismos moros que los tiraban. Y creciendo desde allí la monarquía, llegó (aunque después de un largo curso de siglos) a la grandeza que hoy goza, en premio de su constancia en la religión católica.

§ Siendo, pues, el alma de las repúblicas la religión, procure el príncipe conservarla. El primer espíritu que infundieron en ellas Rómulo, Numa, Licurgo, Solón, Platón y otros que las instituyeron y levantaron, fue la religión, porque ella, más que la necesidad, une los ánimos. Los emperadores Tiberio y Adriano prohibieron las religiones peregrinas y procuraron la conservación de la propia, como también Teodosio y Constantino con edictos y penas a los que se apartasen de la católica. Los reyes don Fernando y doña Isabel no consintieron en sus reinos otro ejercicio de religión. En que fue gloriosa la constancia de Felipe Segundo y de sus sucesores, los cuales no se rindieron a apaciguar las sediciones de los Países Bajos concediendo la libertad de conciencia, aunque con ella pudieron mantener enteros aquellos dominios, y excusar los innumerables tesoros que ha costado la guerra. Más han estimado el honor y gloria de Dios que su misma grandeza, a imitación de Flavio Joviano, que, aclamado emperador por el ejército, no quiso aceptar el imperio, diciendo que era cristiano, y que no debía ser emperador de los que no lo eran. Y hasta que todos los soldados confesaron serlo, no le aceptó. Aunque también pudieron heredar esta constante piedad de sus abuelos, pues el Concilio toledano octavo refiere lo mismo del rey Recesvinto. En esto deja a V. A. piadoso ejemplo la majestad de Felipe Cuarto, padre de V. A., en cuyo principio del reinado se trató en su Consejo de continuar la tregua con los holandeses, a que se inclinaban algunos consejeros por la razón ordinaria de Estado de no romper la guerra ni mudar las cosas en los principios del reinado. Pero se opuso a este parecer, diciendo que no quería afear su fama manteniendo una hora la paz con rebeldes a Dios y a su corona. Y rompió luego las treguas.

§ Por este ardiente celo y constancia en la religión católica mereció el rey Recaredo el título de Católico, y también el de Cristianísimo mucho antes que los reyes de Francia, habiéndosele dado el Concilio toledano tercero y el barcelonense. El cual se conservó en los reyes Sisebuto y Ervigio. Pero lo dejaron sus descendientes, volviendo el rey don Alonso el Primero a tomar el título de Católico por diferenciarse de los herejes y cismáticos.

§ Si bien toca a los reyes el mantener en sus reinos la religión, y aumentar su verdadero culto como a vicarios de Dios en lo temporal, para encaminar su gobierno a la mayor gloria suya y bien de sus súbditos, deben advertir que no pueden arbitrar en el culto y accidentes de la religión; porque este cuidado pertenece derechamente a la cabeza espiritual, por la potestad que a ella sola concedió Cristo; y que solamente les toca la ejecución, custodia y defensa de lo que ordenare y dispusiere. Al rey Ozías reprendieron los sacerdotes, y castigó Dios severamente, porque quiso incensar los altares. El ser uniforme el culto de la cristiandad, y una misma en todas partes la esposa, es lo que conserva su pureza. Presto se desconocería a la verdad si cada uno de los príncipes la compusiese a su modo y según sus fines. En las provincias y reinos donde lo han intentado, apenas queda hoy rastro de ella, confuso el pueblo, sin saber cuál sea la verdadera religión. Distintos son entre sí los dominios espiritual y temporal. Éste se adorna con la autoridad de aquél, y aquél se mantiene con el poder de éste. Heroica obediencia la que se presta al Vicario de quien da y quita los cetros. Préciense los reyes de no estar sujetos a la fuerza de los fueros y leyes ajenas, pero no a la de los decretos apostólicos. Obligación es suya darles fuerza y hacerlos ley inviolable en sus reinos, obligando a la observancia de ellos con graves penas, principalmente cuando, no solamente para el bien espiritual, sino también para el temporal, conviene que se ejecute lo que ordenan los sagrados concilios, sin dar lugar a que rompan fines particulares sus decretos, y los perturben en daño y perjuicio de los vasallos y de la misma religión.




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Poniendo en ella la firmeza y seguridad de sus Estados. Hic tutior


Sobre las torres de los templos arma su nido la cigüeña, y con lo sagrado asegura su sucesión. El príncipe que sobre la piedra triangular de la Iglesia levantare su monarquía, la conservará firme y segura. Consultado el oráculo de Delfos por los atenienses cómo se podrían defender de Jerjes, que les amenazaba con una armada de mil doscientas naves largas, a las cuales seguían dos mil onerarias, respondió que fortificasen su ciudad con murallas de leño. Interpretó Temístocles esta respuesta, diciendo que aconsejaba Apolo que se embarcasen todos. Y así se hizo, y se defendió y triunfó Atenas de aquel inmenso poder. Lo mismo sucederá al príncipe que embarcare su grandeza sobre la nave de la Iglesia; porque si ésta, por testimonio de otro oráculo, no fabuloso e incierto, sino infalible y divino, no puede ser anegada, no lo será tampoco quien fuere embarcado en ella. Por esto los gloriosos progenitores de V. A. llamaron a Dios a la parte de los despojos de la guerra, como a señor de las victorias, que militaba en su favor, ofreciendo al culto divino sus rentas y posesiones. De donde resultaron innumerables dotaciones de iglesias y fundaciones de catedrales y religiones, habiendo fundado en España más de setenta mil templos, pues sólo el rey don Jaime el Primero de Aragón edificó mil, consagrados a la Inmaculada Virgen María, de que fue remunerado en vida con las conquistas que hizo y las victorias que alcanzó, habiendo dado treinta y tres batallas, y salido vencedor de todas. Estas obras pías fueron religiosas colonias, no menos poderosas con sus armas espirituales que las militares; porque no hace la artillería tan gran brecha como la oración. Las plegarias por espacio de siete días del pueblo de Dios echaron por tierra los muros de Jericó. Y así, mejor que en los erarios están en los templos depositadas las riquezas, no solamente para la necesidad extrema, sino también para que, floreciendo con ellas la religión, florezca el imperio. Los atenienses guardaban sus tesoros en el templo de Delfos, donde también los ponían otras naciones. ¿Qué mejor custodia que la de aquel árbitro de los reinos? Por lo menos, tendremos los corazones en los templos, si en ellos estuvieren nuestros tesoros. Y así, no es menos impío que imprudente el consejo de despojar las iglesias con ligero pretexto de las necesidades públicas. Poco debe la providencia de Dios a quien, desconfiado de su poder, pone, en cualquier accidente, los ojos en las alhajas de su casa. Hallábase el rey don Fernando el Santo sobre Sevilla sin dinero con que mantener el cerco. Aconsejáronle se valiese de las preseas de las iglesias, pues era la necesidad tan grande, y respondió: «Más me prometo yo de las oraciones y sacrificios de los sacerdotes que de sus riquezas». Esta piedad y confianza premió Dios con rendirle el día siguiente aquella ciudad. Los reyes que no tuvieron este respeto dejaron funestos recuerdos de su impío atrevimiento. A Gunderico, rey de los vándalos, le detuvo la muerte el paso en los portales del templo de San Vicente, queriendo entrar a saquearle. Los grandes trabajos del rey don Alonso de Aragón se atribuyeron a castigo por haber despojado los templos. A las puertas del de San Isidro, de León, falleció la reina doña Urraca, que había usurpado sus tesoros. Una saeta atravesó el brazo del rey don Sancho de Aragón, que puso la mano en las riquezas de las iglesias. Y si bien antes en la de San Victorio de Roda había públicamente confesado su delito y pedido con muchas lágrimas perdón a Dios, ofreciendo la restitución y la enmienda, quiso Dios que se manifestase la ofensa en el castigo para escarmiento de los demás. El rey don Juan el Primero perdió la batalla de Aljubarrota por haberse valido del tesoro de Guadalupe. Rendida Gaeta al rey de Nápoles don Fadrique, cargaron los franceses dos naves de los despojos de las iglesias, y ambas se perdieron.

§ En estos casos no se justificaron las circunstancias de extrema necesidad; porque en ella la razón natural hace lícito el valerse los príncipes para su conservación de las riquezas que con piadosa liberalidad depositaron en las iglesias, teniendo firme resolución de restituirlas en la mejor fortuna, como hicieron los reyes católicos don Fernando y doña Isabel, habiéndoles concedido los tres brazos del reino en las Cortes de Medina del Campo el oro y plata de las iglesias para los gastos de la guerra. Ya los sacros cánones y concilios tienen prescritos los casos y circunstancias de la necesidad o peligro en que deben los eclesiásticos asistir con su contribución, y sería inexcusable avaricia desconocerse en ellos a las necesidades comunes. Parte son, y la más noble y principal, de la república. Y si por ella o por la religión deben exponer las vidas, ¿por qué no las haciendas? Si los sustenta la república, justo es que halle en ellos recíproca correspondencia para su conservación y defensa. Desconsuelo sería del pueblo pagar décimas continuamente y hacer obras pías, y no tener en la necesidad común quien le alivie de los pesos extraordinarios. Culparía su misma piedad, y quedaría helado su celo y devoción para nuevas ofertas, donaciones y legados a las iglesias. Y así, es conveniencia de los eclesiásticos asistir en tales ocasiones con sus rentas a los gastos públicos, no sólo por ser común el peligro o el beneficio, sino también para que las haciendas de los seglares no queden tan oprimidas, que, faltando cultura de los campos, falten también los diezmos y las obras pías. Más bien parece en tal caso la plata y oro de las iglesias reducido a barras en la casa de la moneda, que en fuentes y vasos en las sacristías.

§ Esta obligación del estado eclesiástico es más precisa en las necesidades grandes de los reyes de España; porque, siendo de ellos casi todas las fundaciones y dotaciones de las iglesias, deben de justicia socorrer a sus patronos en la necesidad, y obligarlos así para que con más franca mano los enriquezcan cuando diere lugar el tiempo. Estas y otras muchas razones han obligado a la Sede Apostólica a ser muy liberal con los reyes de España para que pudiesen sustentar la guerra contra infieles. Gregorio VII concedió al rey don Sancho Ramírez de Aragón los diezmos y rentas de las iglesias que o fuesen edificadas de nuevo o se ganasen a los moros, para que a su arbitrio dispusiese de ellas. La misma concesión hizo el papa Urbano al rey don Pedro el Primero de Aragón, y a sus sucesores y grandes del reino, exceptuando las iglesias de residencia. Inocencio Tercero concedió la cruzada para la guerra de España, que llamaban sagrada. La cual gracia después, en tiempo del rey don Enrique el Cuarto, extendió a vivos y muertos el papa Calixto. Gregorio Décimo concedió al rey don Alonso el Sabio las tercias, que es la tercera parte de los diezmos, que se aplicaba a las fábricas, las cuales después se concedieron perpetuas en tiempo del rey don Juan el Segundo, y Alejandro Sexto las extendió al reino de Granada. Juan Vigésimo Segundo concedió las décimas de las rentas eclesiásticas y la cruzada al rey don Alonso Undécimo. Urbano Quinto, al rey don Pedro el Cruel, la tercera parte de las décimas de los beneficios de Castilla. El papa Sixto Cuarto consintió que las iglesias diesen por una vez cien mil ducados para la guerra de Granada, y también concedió la cruzada, que después la han prorrogado los demás pontífices. Julio Segundo la permitió al rey don Manuel de Portugal, y las tercias de las iglesias, y que de las demás rentas eclesiásticas se le acudiese con la décima parte.

Estas gracias se deben consumir en las necesidades y usos a que fueren aplicadas; en que fue tan escrupulosa la reina doña Isabel, que, viendo juntos noventa cuentos sacados de cruzada, mandó luego que se gastasen en lo que ordenaban las bulas apostólicas. Más lucirán estas gracias, y mayores frutos nacerán de ellas, si se emplearen así. Pero la necesidad y el aprieto suele perturbarlo todo, e interpretar la mente de los pontífices en la variación del empleo, cuando son mayores las sumas que por otra parte se gastan en él, siendo lo mismo que sean de este o de aquel dinero.