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Siempre con ojos la confianza. Fide et diffide


Ninguna cosa mejor ni más provechosa a los mortales que la prudente difidencia. Custodia y guarda es de la hacienda y de la vida. La conservación propia nos obliga al recelo. Donde no le hay no hay prevención. Y sin ésta todo está expuesto al peligro. El príncipe que se fiare de pocos gobernará mejor su Estado. Solamente una confianza hay segura, que es no estar a arbitrio y voluntad de otro; porque, ¿quién podrá asegurarse del corazón humano, retirado a lo más oculto del pecho, cuyos designios encubre y disimula la lengua y desmienten los ojos y los demás movimientos del cuerpo? Golfo es de encontradas olas de afectos, y un mar lleno de senos y ocultos bajíos, sin que haya habido carta de marear que pudiese demarcarlos. ¿Qué aguja, pues, tocada de la prudencia se le podrá dar al príncipe para que seguramente navegue por tantos y tan diversos mares? ¿Qué reglas y advertencias de las señales de los vientos, para que, reconocido el tiempo, tienda o recoja las velas de la confianza? En esto consiste el mayor arte de reinar. Aquí son los mayores peligros del príncipe por falta de comunicación, experiencia y noticia de los sucesos y de los sujetos; siendo así que ninguno de los que tratan con él parece malo. Todos en su presencia componen el rostro y ajustan sus acciones. Las palabras estudiadas suenan amor, celo y fidelidad. Sus semblantes, rendimiento, respeto y obediencia, retirados al corazón el descontento, el odio y la ambición. En lo cual se fundó quien dijo que no se fiase el príncipe de nadie. Pero esto no sería menos vicio que fiarse de todos. No fiarse de alguno es recelo de tirano. Fiarse de todos, facilidad de príncipe imprudente. Tan importante es en él la confianza como la difidencia. Aquélla es digna de un pecho sincero y real, y ésta conveniente al arte de gobernar, con la cual obra la prudencia política y asegura sus acciones. La dificultad consiste en saber usar de la una y de la otra a su tiempo, sin que la confianza dé ocasión a la infidelidad y a los peligros por demasiadamente crédula, ni la difidencia, por muy prevenida y sospechosa, provoque al odio y desesperación, y sea intratable el príncipe no asegurándose de nadie. No todo se ha de medir y juzgar con la confianza, ni todo con la difidencia. Si nunca se asegurase el príncipe, ¿quién le podría asistir sin evidente peligro? ¿Quién duraría en su servicio? No es menos peligrosa infelicidad privarse por vanas sospechas de los ministros fieles que entregarse por ligera credulidad a los que no lo son. Confíe y crea el príncipe, pero no sin alguna duda de que puede ser engañado. Esta duda no le ha de retardar en la obra, sino advertir. Si no dudase, sería descuidado. El dudar es cautela propia que le asegura. Es un contrapesar las cosas. Quien no duda no puede conocer la verdad. Confíe como si creyese las cosas, y desconfíe como si no las creyese. Mezcladas así la confianza y la difidencia, y gobernadas con la razón y prudencia, obrarán maravillosos efectos. Esté el príncipe muy advertido en los negocios que trata, en las confederaciones que asienta, en las paces que ajusta y en los demás tratados tocantes al gobierno. Y, cuando para su confirmación diere la mano, sea mano con ojos (como representa esta Empresa), que primero mire bien lo que hace. No se movía en Plauto por las promesas del amante la tercera, diciendo «que tenía siempre con ojos sus manos, que creían lo que veían». Y en otra parte llamó día con ojos a aquel en que se vendía y cobraba de contado. Ciegas son las resoluciones tomadas en confianza. Símbolo fue de Pitágoras que no se había de dar la mano a cualquiera. La facilidad en fiarse de todos sería muy peligrosa. Considere bien el príncipe cómo se empeña. Y tenga entendido que casi todos, amigos o enemigos, tratan de engañarle, unos grave y otros ligeramente. Unos para despojarle de sus Estados y usurparle su hacienda, y otros para ganarle el agrado, los favores y las mercedes. Pero no por esto ha de reducir a malicia y engaño este presupuesto, dándose por libre de conservar de su parte la palabra y las promesas, porque se turbaría la fe pública y se afearía su reputación. No ha de ser en él este recelo más que una prudente circunspección y un recato político. La difidencia, hija de la sospecha, condenamos en el príncipe cuando es ligera y viciosa, que luego descubre su efecto y se ejecuta. No aquella circunspecta y universal, que igualmente mira a todos sin declararse con alguno, mientras no obligan a ello las circunstancias examinadas de la razón. Bien se puede no fiar de uno y tener dél buena opinión; porque esta desconfianza no es particular de sus acciones, sino una cautela general de la prudencia. Están las fortalezas en medio de los reinos propios, y se mantienen los presidios y se hacen las guardas como si estuviesen en las fronteras del enemigo. Este recato es conveniente, y con él no se acusa la fidelidad de los súbditos. Confíe el príncipe de sus parientes, de sus amigos, de sus vasallos y ministros. Pero no sea tan soñolienta esta confianza, que duerma descuidado de los casos en que la ambición, el interés o el odio suelen perturbar la fidelidad, violados los mayores vínculos del derecho de la Naturaleza y de las gentes. Cuando un príncipe es tan flojo que tiene por peso esta diligencia; que estima en menos el daño que vivir con los sobresaltos del recelo; que deja correr las cosas sin reparar en los inconvenientes que puedan suceder, hace malos y tal vez infelices a sus ministros; porque, atribuyéndolo a incapacidad, le desprecian, y cada uno procura tiranizar la parte de gobierno que tiene a su cargo. Pero cuando el príncipe es vigilante, que, si bien confía, no pierde de vista los recelos; que está siempre prevenido para que la infidelidad no le halle desarmado de consejo y de medios; que no condena, sino previene; no arguye, sino preserva la lealtad, sin dar lugar a que peligre, éste mantendrá segura en sus sienes la corona. No hubo ocasión para que entrase en el pecho del rey don Fernando el Católico sospecha alguna de la fidelidad del Gran Capitán, y con todo eso le tenía personas que de secreto notasen y advirtiesen sus acciones, para que, penetrando aquella diligencia, viviese más advertido en ellas. No fue ésta derechamente desconfianza, sino oficio de la prudencia, prevenida en todos los casos y celos de la dominación. Los cuales no siempre se miden con la razón, y a veces conviene tenerlos con pocas causas, porque la maldad obra a ciegas y fuera de la prudencia, y aun de la imaginación.

Con todo esto, es menester que no sea ligero este temor, como sucedió después al mismo rey don Fernando con el mismo Gran Capitán, que, aunque, perdida la batalla de Ravena, había menester su persona para las cosas de Italia, no se valió de ella cuando vio el aplauso con que todos en España querían salir a servir y militar debajo de su mando. Y previno para en cualquier acontecimiento al duque Valentín, procurando medios para asegurarse dél. De suerte que, dudando de una fidelidad ya experimentada, se exponía a otra sospechosa. Así, los ánimos demasiadamente recelosos, por huir de un peligro, dan en otros mayores, aunque a veces en los príncipes el no valerse de tan grandes sujetos más es envidia o ingratitud que sospecha. Pudo también ser que juzgase aquel astuto rey que no le convenía servirse de quien tenía mal satisfecho. Al príncipe que una vez desconfió, poco le debe la lealtad. Cuanto uno es más ingenuo y generoso de ánimo, más siente que se dude de su fidelidad, y más fácilmente se arroja, desdeñado, a faltar a ella. Por esto se atrevió Getulio a escribir a Tiberio que sería firme su fe, si no le pusiese acechanzas. El largo uso y experiencia de casos propios y ajenos han de enseñar al príncipe cómo se ha de fiar de los sujetos. Entre los acuerdos que el rey don Enrique el Segundo dejó a su hijo el príncipe don Juan, uno fue que mantuviese las mercedes hechas a los que habían seguido su parcialidad contra el rey don Pedro, su señor natural. Pero que de tal suerte fiase de ellos, que le fuese sospechosa su lealtad; que se sirviese en los cargos y oficios de los que habían seguido al rey don Pedro como de hombres constantes y fíeles, que procurarían recompensar con servicios las ofensas pasadas; y que no se fiase de los neutrales, porque se habían mostrado más atentos a sus intereses particulares que al bien público del reino. El traidor, aun al que sirve con la traición, es odioso. El leal es grato al mismo contra quien obró. En esto se fundó Otón para fiarse de Celso, que había servido constantemente a Galba.

§ No es conveniente levantar de golpe un ministro a grandes puestos, porque es criar la envidia contra él y el odio de los demás contra el príncipe, cayendo en opinión de ligero. No hay ministro tan modesto, que no se ofenda, ni tan celoso, que acierte a servir cuando se ve preterido injustamente. Queda uno satisfecho y muchos quejosos, y con ministros descontentos ningún gobierno es acertado. Tales elecciones siempre son deformes abortos. Y más se arraiga la lealtad con la atención en ir mereciendo los premios al paso de los servicios. Entre tanto, tiene el príncipe tiempo de hacer experiencia del ministro, primero en los cargos menores, para que no salga muy costosa, y después en los mayores. Procure ver, antes de emplear a uno en los cargos de la paz y de la guerra, dónde puede peligrar su fidelidad, qué prendas deja de nacimiento, de honor adquirido y de hacienda. Esta atención es muy necesaria en aquellos puestos que son la llave y seguridad de los Estados. Augusto no permitía que sin orden suya entrase algún senador o caballero romano en Egipto, porque era el granero del imperio, y quien se alzase con aquella provincia sería árbitro dél. Y así, era éste uno de los secretos de la dominación. Por esto Tiberio sintió tanto que sin su licencia pasase Germánico a Alejandría. Para mayor seguridad, o para tener más en freno al ministro, conviene dar mucha autoridad al magistrado y Consejos de la provincia, porque ningunas pihuelas mejores que éstas, y que más se opongan a los excesos del que gobierna.

§ Para ningún puesto son buenos los ánimos bajos que no aspiran a lo glorioso y a ser más que los otros. La mayor calidad que halló Dios en Josué para introducirle en los negocios fue el ser de mucho espíritu. Pero no ha de ser tan grande el corazón, que desprecie el haber nacido vasallo, y no sepa contenerse en su fortuna; porque en éstos peligra la fidelidad, aspirando al mayor grado. Y el que dejó de pretenderle, o no pudo o no supo. Fuera de que falta en ellos el celo y la puntualidad a la obediencia.

§ Los ingenios grandes, si no son modestos y dóciles, son también peligrosos, porque, soberbios y pagados de sí, desprecian las órdenes, y todo les parece que se debe gobernar según sus dictámenes. No menos embarazoso suele ser uno por sus excelentes partes que por no tenerlas; porque no hay lugar donde quepa quien presume mucho de sus méritos. Tiberio no buscaba para los cargos grandes virtudes, y aborrecía los vicios, por el peligro de aquéllos y por la infamia de éstos.

§ No son buenos para ministros los hombres de gran séquito y riquezas; porque, como no tienen necesidad del príncipe, y están hechos al regalo, no se ofrecen a los peligros y trabajos, ni quieren ni saben obedecer ni dejarse gobernar. Por esto dijo Sosibio Británico que eran odiosas a los príncipes las riquezas de los particulares.

Cuando, pues, fuere elegido un ministro con el examen que conviene, haga dél entera confianza el príncipe en lo exterior; pero siempre con atención a sus acciones y a sus inteligencias. Y, si pudiere peligrar en ellas, pásele a otro cargo donde ni tenga granjeadas las voluntades ni tanta disposición para malos intentos; porque más prudencia y más benignidad es preservar a uno del delito, que perdonarle después de cometido. Las vitorias de Germánico en Alemania, el aplauso de sus soldados, si bien por una parte daban regocijo a Tiberio, por otra le daban celos. Y, viendo turbadas las cosas de Oriente, se alegró por el pretexto que le daban de exponerle a los casos, enviándole al gobierno de aquellas provincias. Pero, si conviniere sacar al ministro del cargo, sea con alguna especie de honor y antes que se toquen los inconvenientes, con tal recato, que no pueda reconocer que dudó dél el príncipe. Porque, así como el temor de ser engañado enseña a engañar, así el dudar de la fidelidad hace infieles. Por esto Tiberio, queriendo después llamar a Germánico a Roma, fue con pretexto de que recibiese el triunfo, ofreciéndole otras mercedes, en que son muy liberales los príncipes cuando quieren librarse de sus recelos.

§ Si el súbdito perdió una vez el respeto al príncipe, no le asegura después la confianza. Perdonó el rey don Sancho de León el Primero al conde Gonzalo, que había levantado contra él las armas. Procuró reducirle con sus favores, y los que le habían de obligar le dieron más ocasiones para avenenar al rey.

§ Cuando entre los reyes hay intereses, ningún vínculo de amistad o parentesco es bastante seguridad para que unos se fíen de otros. Estaban encontrados los ánimos del rey de Castilla don Fernando el Grande y don García, rey de Navarra. Y, hallándose éste enfermo en Nájera, trató de prender a su hermano, que había venido a visitarle. Pero, no habiéndole salido su intento, quiso después disimular, visitando a don Fernando, que estaba enfermo en Burgos, el cual le mandó prender. Más fuerte es la venganza o la razón de Estado en los príncipes que la amistad o la sangre. Lo mismo sucedió al rey de Galicia don García, habiéndose fiado del rey don Alonso de Castilla, su hermano. Los más irreconciliables odios son los que se encienden entre los más amigos o parientes. De un gran amor suele resultar un gran aborrecimiento. De donde se podrá inferir cuánto más errada es la confianza de los príncipes que se ponen en manos de sus enemigos. La vida le costó al rey de Granada, habiendo ido con salvoconducto a pedir socorro al rey don Pedro el Cruel. Más advertido era Ludovico Esforza, duque de Milán, que no quería avocarse con el rey de Francia, si no era en medio de un río y en una puente cortada: condición de príncipe italiano, que no se aseguran jamás de las desconfianzas. Y así se admiraron mucho en Italia de que el Gran Capitán se viese con el rey don Fernando el Católico, y éste con el rey de Francia, su enemigo. Casos hay en que es más segura la confianza que la difidencia, y en que es mejor obligar con ella. Despojado el rey don Alonso el Sexto del reino de León, se hallaba retirado en la corte del rey moro de Toledo, cuando, por muerte del rey don Sancho, le llamaron con gran secreto a la corona, recelándose que, entendiendo los moros lo que pasaba, detendrían su persona. Pero, como prudente y reconocido al hospedaje y amistad, le dio cuenta de todo. Esta confianza obligó tanto a aquel rey bárbaro (que, ya sabiendo el caso, le tenía puestas acechanzas para prenderle), que le dejó partir libre y le asistió con dineros para su viaje: fuerza de la gratitud, que desarma al corazón más inhumano.

§ Las difidencias entre dos príncipes no se han de curar con descargos y satisfacciones, sino con actos en contrario. Si el tiempo no las sana, no las sanará la diligencia. Heridas suelen ser que se enconan más con la tienta y con la mano, y una especie de celos declarados, que inducen a la infidelidad.




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Porque los malos ministros son más dañosos en los puestos mayores. Más que en la tierra nocivo


Aun trasladado el escorpión en el cielo, y colocado entre sus constelaciones, no pierde su malicia. Antes es tanto mayor que en la tierra, cuanto es más extendido el poder de sus influencias venenosas sobre todo lo criado. Consideren bien los príncipes las calidades y partes de los sujetos que levantan a los magistrados y dignidades, porque en ellas las inclinaciones y vicios naturales crecen siempre, y aun muchas veces peligran las virtudes. Porque, viéndose fomentada y briosa la voluntad con el poder, se opone a la razón y la vence, si no es tan compuesta y robusta la virtud que puede hacerle resistencia sin que le deslumbren y desvanezcan los esplendores de la prosperidad. Si los buenos se suelen hacer malos en la grandeza de los puestos, los malos se harán peores en ella. Y, si aun castigado e infamado el vicio tiene imitadores, más los tendrá si fuere favorecido y exaltado. En pudiendo la malicia llegar a merecer los honores, ¿quién seguirá el medio de la virtud? Aquélla en nosotros es natural, ésta adquirida o impuesta. Aquélla arrebata, ésta espera los premios. Y el apetito más se satisface de su propia violencia que del mérito. Y, como impaciente, antes elige pender de sus diligencias que del arbitrio ajeno. Premiar al malo ocupándole en los puestos de la república, es acobardar al bueno y dar fuerzas y poder a la malicia. Un ciudadano injusto poco daño puede hacer en la vida privada. Contra pocos ejercitará sus malas costumbres. Pero en el magistrado, contra todos, siendo árbitro de la justicia y de la administración y gobierno de todo el cuerpo de la república. No se ha de poner a los malos en puestos donde puedan ejercitar su malicia. Advertida de este inconveniente la Naturaleza, no dio alas ni pies a los animales muy venenosos, porque no hiciesen mucho daño. Quien a la malicia da pies o alas, quiere que corra o que vuele. Suelen los príncipes valerse más de los malos que de los buenos, viendo que aquéllos son ordinariamente más sagaces que éstos. Pero se engañan, porque no es sabiduría la malicia, ni puede haber juicio claro donde no hay virtud. Por esto el rey don Alonso de Aragón y de Nápoles alababa la prudencia de los romanos en haber edificado el templo de la honra dentro del de la virtud, en forma tal, que para entrar en aquél se había de pasar por éste; juzgando que no era digno de honores el que no era virtuoso, ni que convenía pasasen a los oficios y dignidades los que no habían entrado por los portales de la virtud. Sin ella, ¿cómo puede un ministro ser útil a la república? ¿Cómo entre los vicios se podrá hallar la prudencia, la justicia, la clemencia, la fortaleza y las demás virtudes necesarias en el que manda? ¿Cómo el que obedece conservará las que le tocan, si le falta el ejemplo de los ministros, cuyas acciones y costumbres con atención nota y con adulación imita? El pueblo venera al ministro virtuoso, y se da a entender que en nada puede errar. Y al contrario, ninguna acción recibe bien ni aprueba de un ministro malo. Dio en el Senado de Esparta un consejo acertado Demóstenes. Y, porque el pueblo le tenía por hombre vicioso, no le aceptó, y fue menester que de orden de los Éforos diese otro consejero estimado por su virtud el mismo consejo, para que le admitiesen y ejecutasen. Es tan conveniente que sea buena esta opinión del pueblo, que, aun cuando el ministro es bueno, peligra en sus manos el gobierno si el pueblo, mal informado, le tiene por malo y le aborrece. Por esto el rey de Inglaterra Enrique Quinto (cuando entró a reinar) echó de su lado a aquellos que le habían acompañado en las solturas de su juventud, y quitó los malos ministros, poniendo en su lugar sujetos virtuosos y bien aceptos al reino. Los felices sucesos y vitorias del rey Teodorico se atribuyeron a la buena elección que hacía de ministros, teniendo por consejeros a los prelados de mayor virtud. Son los ministros unos retratos de la majestad, la cual, no pudiéndose hallar en todas partes, se representa por ellos. Y así conviene que se parezcan al príncipe en las costumbres y virtudes. Ya que el príncipe no puede por sí solo ejercitar en todas partes la potestad que le dio el consentimiento común, mire bien cómo la reparte entre los ministros; porque, cuando se ve con ella el que no nació príncipe, quiere, soberbio, parecerle en obrar violentamente y ejecutar sus pasiones. De donde se puede decidir la cuestión, cuál estado de la república sea mejor; o aquel en que el príncipe es bueno, y malos los ministros, o aquel en que el príncipe es malo, y buenos los ministros (pudiendo suceder esto, como dijo Tácito). Porque, siendo fuerza que el príncipe substituya su poder en muchos ministros, si éstos fueren malos, serán más nocivos a la república que provechoso el príncipe bueno, porque abusarán de su bondad, y, con especie de bien, le llevarán a sus fines y conveniencias propias, y no al beneficio común. Un príncipe malo puede ser corregido de muchos ministros buenos; pero no muchos ministros malos de un príncipe bueno.

§ Algunos juzgan que con los ministros buenos tiene el príncipe muy atadas las manos y muy rendida su libertad, y que cuanto más viciosos fueren los súbditos, más seguro vivirá de ellos. Impío consejo, opuesto a la razón, porque la virtud mantiene quieta y obediente la república, cuyo estado entonces es más firme cuando en él se vive sin ofensa y agravio y florecen la justicia y la clemencia. Más fácil es el gobierno de los buenos. Si falta la virtud, se pierde el respeto a las leyes, se ama la libertad y se aborrece el dominio. De donde nacen las mudanzas de los Estados y las caídas de los príncipes. Y así, es menester que tengan ministros virtuosos, que les aconsejen con bondad y celo, y que con su ejemplo y entereza introduzcan y mantengan la virtud en la república. Tiberio tenía por peligrosos en el ministro los extremos de virtud y vicio, y elegía un medio, como decimos en otra parte: Temores de tirano. Si es bueno el ministro virtuoso, mejor será el más virtuoso.

§ Pero no basta que sean los ministros de excelentes virtudes, si no resplandecen también en ellos aquellas calidades y partes de capacidad y experiencia convenientes al gobierno. Aún llora Etiopía, y muestra en los rostros y cuerpos adustos y tiznados de sus habitadores, el mal consejo de Apolo (si nos podemos valer de la filosofía y moralidad de los antiguos en sus fábulas), por haber entregado el carro de la luz a su hijo Faetón, mozuelo inexperto y no merecedor de tal alto y claro gobierno. Este peligro corren las elecciones hechas por salto, y no por grados, en que la experiencia descubre y gradúa los sujetos. Aunque era Tiberio tan tirano, no promovió a sus sobrinos sin esta consideración, como la tuvo para no dar a Druso la potestad tribunicia hasta haber hecho experiencia dél por ocho años. Dar las dignidades a un inexperto es donativo; a un experimentado, recompensa y justicia. Pero no todas las experiencias, como ni todas las virtudes, convienen a los cargos públicos, sino solamente aquellas que miran al gobierno político en la parte que toca a cada uno; porque los que son buenos para un ejercicio público, no son siempre buenos para otros; ni las experiencias de la mar sirven para las obras de la tierra, ni los que son hábiles para domar y gobernar con las riendas un caballo podrán un ejército. En que se engañó Ludovico Esforza, duque de Milán, entregando sus armas contra el rey de Francia a Galeazo Sanseverino, diestro en el manejo de los caballos e inexperto en el de la guerra. Más acertada fue la elección de Matatías, en la hora de su muerte, que a Judas Macabeo, robusto y ejercitado en las armas, hizo general, y a su hermano Simón, varón de gran juicio y experiencia, consejero. En esto hemos visto cometerse grandes yertos, trocados los frenos y los manejos. Estos son diferentes en los reinos y repúblicas. Unos pertenecen a la justicia, otros a la abundancia. Unos a la guerra y otros a la paz. Y, aunque entre sí son diferentes, una facultad o virtud civil los conforma y encamina todos al fin de la conservación de la república, atendiendo cada uno de los que la gobiernan a este fin con medios proporcionados al cargo que ocupa. Esta virtud civil es diversa según la diversidad de formas de repúblicas, las cuales se diferencian en los medios de su gobierno. De donde nace que puede uno ser buen ciudadano, pero no buen gobernador; porque, aunque tenga muchas virtudes morales, no bastarán, si le faltaren las civiles y aquella aptitud natural conveniente para saber disponer y mandar.

§ Por esto es importante que el príncipe tenga gran conocimiento de los naturales e inclinaciones de los sujetos para saberlos emplear; porque en esta buena elección consisten los aciertos de su gobierno. El ingenio de Hernán Cortés fue muy a propósito para descubrir y conquistar las Indias. El de Gonzalo Fernández de Córdoba, para guerrear en el reino de Nápoles. Y, si se hubieran trocado, enviando al primero contra franceses y al segundo a descubrir las Indias, no habrían sido tan felices los sucesos. No dio la Naturaleza a uno iguales calidades para todas las cosas, sino una excelente para un solo oficio. O fue escasez o advertencia en criar un instrumento para cada cosa. Por esta razón acusa Aristóteles a los cartagineses, los cuales se servían de uno para muchos oficios; porque ninguno es a propósito para todos, ni es posible (como ponderó el emperador Justiniano) que pueda atender a dos sin hacer falta al uno y al otro. Más bien gobernada es una república cuando en ella, como en la nave, atiende cada uno a su oficio. Cuando alguno fuese capaz de todos los manejos, no por esto los ha de llenar todos. Aquel gran vaso de bronce para los sacrificios, llamado el mar, que estaba delante del altar sobre doce bueyes en el templo de Salomón, cabía tres mil medidas, llamadas metretas, pero solamente le ponían dos mil. No conviene que en uno solo rebosen los cargos y dignidades, con envidia y mala satisfacción de todos, y que falten empleos a los demás. Pero, o por falta de conocimiento y noticia, o por no cansarse en buscar los sujetos a propósito, suelen los príncipes valerse de los que tienen cerca, y servirse de uno o de pocos en todos los negocios. Con que son menores los empleos y los premios, se hiela la emulación y padecen los despachos.

§ Por la misma causa no es acertado que dos asistan a un mismo negocio, porque saldría disforme, como la imagen acabada por dos pinceles, siendo siempre diferentes en el obrar. El uno pesado en los golpes, el otro ligero. El uno ama las luces, el otro afecta las sombras. Fuera de que es casi imposible que se conformen en las condiciones, en los consejos y medios, y que no rompan luego, con daño de la negociación y del servicio del príncipe. En estas causas segundas cada una tiene su oficio y operaciones distintas y separadas de las demás. Por mejor tengo que en un cargo esté un ministro solo, aunque no sea muy capaz, que dos muy capaces.

§ Siendo, pues, tan conveniente la buena elección de los ministros, y muy dificultoso acertar en ella, conviene que los príncipes no la fíen de sí solos. El Papa Paulo Tercero y el rey don Fernando el Católico las consultaban primero con la voz del pueblo, dejando descuidadamente que se publicasen antes que saliesen. El emperador Alejandro Severo las proponía al examen de todos, para que cada uno y como interesado, dijese si eran o no a propósito. Si bien el aplauso común no es siempre seguro. Unas veces acierta, y otras yerra y se engaña en el conocimiento de los naturales y vicios ocultos a muchos. Y suelen la diligencia y el interés, o la malicia y emulación, hacer nacer estas voces públicas en favor o en contra. Ni basta haber probado bien un ministro en los oficios menores para que sea bueno en los mayores, porque la grandeza de los puestos despierta a unos, y a otros entorpece. Menos peligrosa era la diligencia del rey Felipe Segundo, que aun desde los planteles reconocía las varas que podrían ser después árboles de fruto, trasladadas al gobierno temporal o espiritual. Y antes que la ambición celase sus defectos, advertía, con secretas informaciones en la juventud, si se iban levantando derecha o torcidamente. Y tenía notas de los sujetos importantes de su reino, de sus virtudes o vicios. Y así todas sus elecciones fueron muy acertadas, y florecieron en su tiempo insignes varones, principalmente en la prelacía; porque tenía por mejor buscar para los puestos a los que no hubiesen de faltar a su obligación, que castigarlos después. Feliz el reino donde ni la ambición ni el ruego ni la solicitud tienen parte en las elecciones, y donde la virtud más retirada no ha menester memoriales ni relaciones para llegar a los oídos del príncipes. El cual por sí mismo procura conocer los sujetos. Esta alabanza se dio al emperador Tiberio. El examen de las orejas pende de otro; el de los ojos, de sí mismo. Aquéllos pueden ser engañados, y éstos no. Aquéllos informan solamente el ánimo, éstos le informan, le mueven y arrebatan o a la piedad o al premio.

§ Algunas repúblicas se valieron de la suerte en la elección de los ministros. Casos hay en que conviene, para excusar los efectos de la envidia y el furor de la competencia y emulación, de donde fácilmente nacen los bandos y sediciones. Pero cuando para la administración de la justicia y manejo de las armas es menester elegir sujeto a propósito, de quien ha de pender el gobierno y la salud pública, no conviene cometerlo a la incertidumbre de la suerte, sino que pase por el examen de la elección; porque la suerte no pondera las calidades, los méritos y la fama como los Consejos, donde se confieren y se votan secretamente. Y, si bien la consulta de los Consejos suele gobernarse por las conveniencias e intereses particulares, podrá el príncipe acertar en la elección, si secretamente se informare de las partes de los sujetos propuestos, y de los fines que pueden haber movido a los que los consultaron, porque cuando ciegamente aprueba el príncipe todas las consultas, están sujetas a este inconveniente. Pero cuando ven los Consejos que las examina, y que no siempre se vale de los sujetos propuestos, sino que elige otros mejores, procuran hacerlas acertadas.




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En ellos ejercitan su avaricia. Custodiunt, non carpunt


Significaban los tebanos la integridad de los ministros, y principalmente de los de justicia, por una estatua sin manos, porque éstas son símbolo de la avaricia cuando están cerradas, e instrumentos de ella cuando siempre están abiertas para recibir. Esto mismo se representa aquí en el jardín, puestas en las frentes de los viales estatuas sin brazos, como hoy se ven en los jardines de Roma. En ellos, ningunas guardas mejores que éstas; con ojos para guardar sus flores y frutos, y sin brazos, para no tocarlos. Si los ministros fuesen como estas estatuas, más llenos estarían los erarios públicos y más bien gobernados los Estados, y principalmente las repúblicas, en las cuales, como se tienen por comunes sus bienes y rentas, le parece a cada uno del magistrado que puede fabricarse con ellas su fortuna, y unos con otros se escusan y disimulan. Y como este vicio crece como el fuego con lo mismo que había de satisfacerse, y cuanto más se usurpa, más se desea, cebada una vez la codicia en los bienes públicos, pasa a cebarse en los particulares. Con que se descompone el fin principal de la compaña política, que consiste en la conservación de los bienes de cada uno. Donde reina la codicia, falta la quietud y la paz. Todo se perturba y se reduce a pleitos, a sediciones y guerras civiles. Múdanse las formas de los dominios y caen los imperios, habiéndose perdido casi todos por esta causa. Por ella fueron echados de España los fenicios, y por ella predijo el oráculo de Pitia la ruina de la república de Esparta. Dios advirtió a Moisés que eligiese para los cargos varones que aborreciesen la avaricia. No puede ser bien gobernado un Estado cuyos ministros son avarientos y codiciosos; porque, ¿cómo será justiciero el que despoja a otros? ¿Cómo procurará la abundancia el que tiene sus logros en la carestía? ¿Cómo amará a su república el que idolatra en los tesoros? ¿Cómo aplicará el ánimo a los negocios el que le tiene en adquirir más? ¿Cómo procurará merecer los premios por sus servicios el que de su mano se hace pago? Ninguna acción sale como conviene cuando se atraviesan intereses propios. A la obligación y al honor los antepone la conveniencia. No se obra generosamente sin la estimación de la fama, y no la aprecia un ánimo vil sujeto a la avaricia. Apenas hay delito que no nazca de ella o de la ambición. Ninguna cosa alborota más a los vasallos que el robo y soborno de los ministros, porque se irritan con los daños propios, con las injusticias comunes, con la envidia a los que se enriquecen, y con el odio al príncipe, que no lo remedia. Si lo ignora, es incapaz. Si lo consiente, flojo. Si lo permite, cómplice. Y tirano si lo afecta para que, como esponjas, lo chupen todo, y pueda exprimirlos después con algún pretexto. ¡Oh, infeliz el príncipe y el Estado que se pierden porque se enriquezcan sus ministros! No por esto juzgo que hayan de ser tan escrupulosos, que se hagan intratables; porque no recibir de alguno es inhumanidad; de muchos, vileza; y de todos, avaricia.

§ La codicia en los príncipes destruye los Estados. Y, no pudiendo sufrir el pueblo que no estén seguros sus bienes del que puso por guarda y defensa de ellos, y que haya él mismo armado el cetro contra su hacienda, procura ponerle en otra mano. ¿Qué podrá esperar el vasallo de un príncipe avariento? Aun los hijos aborrecen a los padres que tienen este vicio. Donde falta la esperanza de algún interés, falta el amor y la obediencia. Tirano es el gobierno que atiende a las utilidades propias y no a las públicas. Por esto dijo el rey don Alonso el Sabio: «Que riquezas grandes además non debe el rey cobdiciar para tenerlas guardas, en non obrar bien con ellas. Ca naturalmente el que para esto las cobdicia, non puede ser que non faga grandes yerros para averlas, lo que no conviene al rey en ninguna manera.» Las Sagradas Letras comparan el príncipe avaro que injustamente usurpa los bienes ajenos, al león y al oso hambriento. Y sus obras, a las casas que labra en los árboles la carcoma, que luego caen con ella, o a las barracas que hacen los que guardan las viñas, que duran poco. Lo que se adquirió mal, presto se deshace. ¡Cuán a costa de sus entrañas, como la araña, se desvelan algunos príncipes con mordaces cuidados en tejer su fortuna con el estambre de los súbditos, y tejen redes, que después se rompen y dejan burlada su confianza!

§ Algunos remedios hay para este vicio. Los más eficaces son de preservación porque, si una vez la naturaleza se deja vencer dél, difícilmente convalece. La última túnica es que se despoja. Cuando los príncipes son naturalmente amigos del dinero, conviene que no le vean y manejen, porque entra por los ojos la avaricia, y más fácilmente se libra que se da. También es menester que los ministros de la hacienda sean generosos; que no le aconsejen ahorros viles y arbitrios indignos con que enriquecerse, como decimos en otra parte.

§ Para la preservación de la codicia de los ministros es conveniente que los oficios y gobiernos no sean vendibles, como lo introdujo el emperador Cómodo; porque el que los compra los vende. Así les pareció al emperador Severo y al rey Ludovico Duodécimo de Francia, el cual usó desde remedio, mal observado después. Derecho parece de las gentes que se despoje la provincia cuyo gobierno se vendió, y que se ponga al encanto, y se dé el tribunal comprado al que más ofrece. Castilla experimenta algo de estos daños en los regimientos de las ciudades, por ser vendibles; contra lo que con buen acuerdo se ordenó en tiempo del rey don Juan el Segundo, que fuesen perpetuos y se diesen por nombramiento de los reyes.

§ Es también necesario dar a los oficios dote competente con que se sustente el que los tuviere. Así lo hizo el rey don Alonso el Nono, señalando a los jueces salarios, y castigando severamente al que recibía de las partes. Lo mismo dispusieron los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel, habiendo puesto tasa a los derechos.

A los del magistrado se les ha de prohibir el trato y mercancía; porque no cuidará de la abundancia quien tiene su interés y logro en la carestía, ni dará consejos generosos si se encuentran con sus ganancias. Fuera de que el pueblo disimula la dominación y el estar en otros los honores, cuando le dejan el trato y ganancias. Pero si se ve privado de aquéllos y de éstos, se irrita y se rebela. A esta causa se pueden atribuir las diferencias y tumultos entre la nobleza y el pueblo de Génova.

§ Los puestos no se han de dar a los muy pobres, porque la necesidad les obliga al soborno y a cosas mal hechas. Discurríase en el senado de Roma sobre la elección de un gobernador para España. Y, consultado Sulpicio Galba y Aurelio Cota, dijo Escipión que no le agradaban, el uno porque no tenía nada y el otro porque nada le hartaba. Por esto los cartagineses escogían para el magistrado a los más caudalosos. Y da por razón Aristóteles que es casi imposible que el pobre administre bien y ame la quietud. Verdad es que en España vemos varones insignes, que sin caudal entraron en los oficios, y salieron sin él.

§ Los ministros de numerosa familia son carga pesada a las provincias; porque, aunque ellos sean íntegros, no son los suyos. Y así el senado de Roma juzgó por inconveniente que se llevasen las mujeres a los gobiernos. Los reyes de Persia se servían de eunucos en los mayores cargos del gobierno, porque, sin el embarazo de mujer ni el afecto a enriquecer los hijos, eran más desinteresados y de menos peso a los vasallos.

§ Los muy atentos a engrandecerse y fabricar su fortuna son peligrosos en los cargos; porque, si bien algunos la procuran por el mérito y la gloria, y éstos son siempre acertados ministros, muchos tienen por más seguro fundarla sobre las riquezas, y no aguantar el premio y la satisfacción de sus servicios de la mano del príncipe, casi siempre ingrata con el que más merece. El cónsul Lúculo, a quien la pobreza hizo avariento y la avaricia cruel, intentó injustas guerras en España por enriquecerse.

§ Las residencias, acabados los oficios, son eficaz remedio, temiéndose en ellas la pérdida de lo mal adquirido y el castigo. En cuyo rigor no ha de haber gracia, sin permitir que con el dinero usurpado se redima la pena de los delitos, como lo hizo el pretor Sergio Galba, siendo acusado en Roma de la poca fe guardada a los lusitanos. Si en todos los tribunales fuesen hechos los asientos de las pieles de los que se dejaron sobornar, como hizo Cambises, rey de Persia, y, a su ejemplo, Rugero, rey de Sicilia, sería más observante y religiosa la integridad.




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Y quieren más pender de sí mismos que del príncipe. A se pendet


La libertad en los hombres es natural. La obediencia, forzosa. Aquélla sigue al albedrío. Esta se deja reducir de la razón. Ambas son opuestas y siempre batallan entre sí, de donde nacen las rebeldías y traiciones al señor natural. Y como no es posible que se sustenten las repúblicas sin que haya quien mande y quien obedezca, cada uno quisiera para sí la suprema potestad y pender de sí mismo, y no pudiendo, le parece que consiste su libertad en mudar las formas del gobierno. Éste es el peligro de los reinos y de las repúblicas, y la causa principal de sus caídas, conversiones y mudanzas. Por lo cual conviene mucho usar de tales artes, que el apetito de libertad y la ambición humana estén lejos del cetro, y vivan sujetas a la fuerza de la razón y a la obligación del dominio, sin conceder a nadie en el gobierno aquella suprema potestad que es propia de la majestad del príncipe, porque expone a evidente peligro la lealtad quien entrega sin algún freno el poder. Aun puesta de burlas en la frente del vasallo la diadema real, le ensoberbece y cría pensamientos altivos. No ha de probar el corazón del súbdito la grandeza y gloria de mandar absolutamente; porque, abusando de ella, después la usurpa, y, para que no vuelva a quien la dio, le pone acechanzas y maquina contra él. En solo un capítulo señalan las Sagradas Letras cuatro ejemplos de reyes muertos a manos de sus criados por haberlos levantado más de lo que convenía. Aunque fue tan sabio Salomón, cayó en este peligro, habiendo hecho presidente sobre todos los tribunales a Jeroboán, el cual se atrevió a perderle el respeto. Estén, pues, los príncipes muy advertidos en la máxima de Estado de no engrandecer a alguno sobre los demás. Y, si fuere forzoso, sean muchos, para que se contrapesen entre sí, y unos con otros se deshagan los bríos y los designios. No consideró bien esta política (si ya no fue necesidad) el emperador Fernando el Segundo cuando entregó el gobierno absoluto de sus armas y de sus provincias, sin recurso a su majestad cesárea, al duque de Fridlant. De que nacieron tantos peligros e inconvenientes, y el mayor fue dar ocasión con la gracia y el poder a que se perdiese tan gran varón. No mueva a los príncipes el ejemplo de Faraón, que dio toda su potestad real a Josef, de que resultó la salud de su reino; porque Josef fue símbolo de Cristo, y no se hallan muchos Josefes en estos tiempos. Cada uno quiere depender de sí mismo, y no del tronco, como lo significa esta Empresa en el ramo puesto en un vaso con tierra (como usan los jardineros), donde, criando raíces, queda después árbol independiente del nativo, sin reconocer dél su grandeza. Este ejemplo nos enseña el peligro de dar perpetuos los gobiernos de los Estados; porque, arraigada la ambición, los procura hacer propios. Quien una vez se acostumbró a mandar, no se acomoda después a obedecer. Muchas experiencias escritas con la propia sangre nos puede dar Francia. Aun los ministros de Dios en aquella celestial monarquía no son estables. La perpetuidad en los cargos mayores es una enajenación de la corona. Queda vano y sin fuerzas el cetro, celoso de lo mismo que da, sin dote la liberalidad, y la virtud sin premio. Es el vasallo tirano del gobierno que no ha de perder. El súbdito respeta por señor natural al que le ha de gobernar siempre, y desprecia al que no supo o no pudo gobernarle por sí mismo. Y, no pudiéndole sufrir, se rebela. Por esto Julio César redujo las preturas a un año y los consulados a dos. El emperador Carlos Quinto aconsejó a Felipe Segundo que no se sirviese largo tiempo de un ministro en los cargos, y principalmente en los de guerra; que los mayores diese a personas de mediana fortuna, y las embajadas a los mayores, en que consumiesen su poder. Al rey don Fernando el Católico fue sospechoso el valor y grandeza en Italia del Gran Capitán, y, llamándole a España, si no desconfió dél, no quiso que estuviese a peligro su fidelidad con la perpetuidad del virreinato de Nápoles. Y, si bien Tiberio continuaba los cargos, y muchas veces sustentaba algunos ministros en ellos hasta la muerte, era por consideraciones tiranas, las cuales no deben caer en un príncipe prudente y justo. Y así, debe consultarse con la Naturaleza, maestra de la verdadera política, que no dio a aquellos ministros celestes de la luz perpetuas las presidencias y virreinatos del orbe, sino a tiempos limitados, como vemos en las cronocracias y dominios de los planetas, por no privarse de la provisión de ellos y porque no le usurpasen su imperio. Considerando también que se hallaría oprimida la Tierra si siempre predominase la melancolía de Saturno, o el furor de Marte, o la severidad de Júpiter, o la falsedad de Mercurio, o la inconstancia de la Luna.

§ En esta mudanza de cargos conviene mucho introducir que no se tenga por quiebra de reputación pasar de los mayores a los menores, porque no son infinitos, y en llegando al último se pierde aquel sujeto no pudiendo emplearse en los que ha dejado atrás. Y aunque la razón pide que con el mérito crezcan los premios, la conveniencia del príncipe ha de vencer a la razón del vasallo, cuando por causas graves de su servicio y de bien público, y no por desprecio, conviene que pase a puesto inferior, pues entonces le califica la importancia de las negociaciones.

§ Si algún cargo se puede sustentar mucho tiempo, es el de las embajadas, porque en ellas se intercede, no se manda. Se negocia, no se ordena. Con la partida del embajador se pierden las noticias del país y las introducciones particulares con el príncipe a quien asisten y con sus ministros.

Las fortalezas y puestos que son llaves de los reinos sean arbitrarios y siempre inmediatos al príncipe. Por esto fue mal consejo el del rey don Sancho en dejar, por la minoridad de su hijo el rey don Alonso el Tercero, que tuviesen los grandes las ciudades y castillos en su poder hasta que fuese de quince años. De donde resultaron al reino graves daños. Los demás cargos, sean a tiempo, y no tan largos que peligren, soberbios, los ministros con el largo mando. Así lo juzgó Tiberio, aunque no lo ejecutaba así. La virtud se cansa de merecer y esperar. Pero no sean tan breves, que no pueda obrar en ellos el conocimiento y práctica, o que la rapiña despierte sus alas, como a los azores de Noruega por la brevedad del día. En las grandes perturbaciones y peligros de los reinos se deben prolongar los gobiernos y puestos, porque no caigan en sujetos nuevos e inexpertos. Así lo hizo Augusto habiendo sabido la rota de Quintilio Varo.

§ Esta doctrina de que sean los oficios a tiempos no se ha de entender de aquellos supremos, instituidos para el consejo del príncipe y para la administración de la justicia; porque conviene que sean fijos, por lo que en ellos es útil la larga experiencia y el conocimiento de las causas pendientes. Son estos oficios de la república como los polos en el cielo, sobre los cuales voltean las demás esferas. Y si se mudasen, peligraría el mundo, descompuestos sus movimientos naturales. Este inconveniente consideró Solón en los cuatrocientos senadores que cada año se elegían por suerte en Atenas, y ordenó un senado perpetuo de sesenta varones, que eran los areopagitas. Y mientras duró, se conservó aquella república.

§ Es también peligroso consejo y causa de grandes revueltas e inquietudes entregar el gobierno de los reinos, durante la minoridad del sucesor, a quien puede tener alguna pretensión en ellos, aunque sea injusta, como sucedió en Aragón por la imprudencia de los que dejaron reinar a don Sancho, conde de Rosellón, hasta que tuviese edad bastante el rey don Jaime el Primero. La ambición de reinar obra en los que ni por sangre ni por otra causa tienen acción a la corona. ¿Qué hará, pues, en aquellos que en las estatuas y retratos ven con ella ceñidas las frentes de sus progenitores? Tiranos ejemplos nos da esta edad y nos dieron las pasadas de muchos parientes que hicieron propios los reinos que recibieron en confianza. Los descendientes de reyes son más fáciles a la tiranía, porque se hallan con más medios para conseguir su intento. Pocos pueden reducirse a que sea justa la ley que antepuso la anterioridad en el nacer a la virtud. Y cada uno presume de sí que merece más que el otro la corona. Y cuando en alguno sea poderosa la razón, queda el peligro en sus favorecidos, los cuales, por la parte que han de tener en su grandeza, la procuran con medios violentos, y causan difidencias entre los parientes. Si algunas tuvo el rey Felipe Segundo del señor don Juan de Austria, nacieron de este principio. Gloriosa excepción de la política dicha fue el infante don Fernando rehusando la corona que tocaba al rey don Juan el Segundo, su sobrino, con que mereció otras muchas del cielo. Antigua es la generosa fidelidad y el entrañable amor de los infantes de este nombre a los reyes de su sangre. No menor resplandece en el presente, cuyo respeto y obediencia al rey nuestro señor más es de vasallo que de hermano. No están las esferas celestes tan sujetas al primer móvil como a la voluntad de su majestad, porque en ellas hay algún movimiento opuesto; pero ninguno en su Alteza. Más obra por la gloria de su Majestad que por la propia. ¡Oh gran príncipe, en quien la grandeza del nacimiento (con ser el mayor del mundo) no es lo más que hay en ti! Providencia fue divina, que en tiempos tan revueltos, con prolijas guerras que trabajan los ejes y polos de la monarquía, naciese un Atlante que con valor y prudencia sustentase la principal parte de ella.




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Los consejeros son ojos del cetro. His praevide et provide


Para mostrar Aristóteles a Alejandro Magno las calidades de los consejeros, los compara a los ojos. Esta comparación trasladó a sus Partidas el sabio rey don Alonso, haciendo un paralelo entre ellos. No fue nuevo este pensamiento, pues los reyes de Persia y Babilonia los llamaban sus ojos, como a otros ministros sus orejas y sus manos, según el ministerio que ejercitaban. Aquellos espíritus, ministros de Dios, enviados a la tierra, eran los ojos del Cordero inmaculado. Un príncipe que ha de ver y oír tantas cosas, todo había de ser ojos y orejas. Y, ya que no puede serlo, ha menester valerse de los ajenos. De esta necesidad nace el no haber príncipe, por entendido y prudente que sea, que no se sujete a sus ministros, y sean sus ojos, sus pies y sus manos. Con que vendrá a ver y oír con los ojos y orejas de muchos, y acertará con los consejos de todos. Esto significaban también los egipcios por un ojo puesto sobre el cetro; porque los Consejos son ojos que miran lo futuro. A lo cual parece que aludió Jeremías cuando dijo que veía una vara vigilante. Por esto en la presente Empresa se pinta un cetro lleno de ojos, significando que por medio de sus consejeros ha de ver el príncipe y prevenir las cosas de su gobierno, y no es mucho que pongamos en el cetro a los consejeros, pues en las coronas de los emperadores y de los reyes de España se solían esculpir sus nombres. Y con razón, pues más resplandecen que las diademas de los príncipes.

§ Esta comparación de los ojos define las buenas calidades que ha de tener el consejero; porque, como la vista se extiende en larga distancia por todas partes, así en el ingenio práctico del consejero se ha de representar lo pasado, lo presente y lo futuro, para que haga buen juicio de las cosas y dé acertados pareceres. Lo cual no podrá ser sin mucha lección y mucha experiencia de negocios y comunicación de varias naciones, conociendo el natural del príncipe y las costumbres e ingenios de la provincia. Sin este conocimiento la perderán, y se perderán los consejeros. Y para tenerle es menester la práctica, porque no conocen los ojos a las cosas que antes no vieron. A quien ha practicado mucho se le abre el entendimiento, y se le ofrecen fácilmente los medios.

§ Tan buena correspondencia hay entre los ojos y el corazón, que los afectos y pasiones de éste se trasladan luego a aquéllos. Cuando está triste, se muestran llorosos; y cuando alegre, risueños. Si el consejero no amare mucho a su príncipe, y no sintiere como propias sus adversidades o prosperidades, pondrá poca vigilancia y cuidado en las consultas, y poco se podrá fiar de ellas. Y así dijo el rey don Alonso el Sabio «que los consejeros han de ser amigos del rey. Ca si tales non fuesen, poderle ya ende venir grand peligro, porque nunca los que a ome desaman, le pueden bien aconsejar, ni lealmente.»

§ No consienten los ojos que llegue el dedo a tocar lo secreto de su artificio y compostura. Con tiempo se ocultan y se cierran en los párpados. Aunque sea el consejero advertido y prudente en sus consejos, si fuere fácil y ligero en el secreto, si se dejare poner los dedos dentro del pecho, será más nocivo a su príncipe que un consejero ignorante; porque ningún consejo es bueno si se revela. Y son de mayor daño las resoluciones acertadas, si antes de tiempo se descubren, que las erradas si con secreto se ejecutan. Huya el consejero la conferencia con los que no son del mismo consejo. Ciérrese a los dedos que le anduvieren delante para tocar lo íntimo de su corazón; porque, en admitiendo discursos sobre las materias, fácilmente se penetrará su intención, y con ella las máximas con que camina el príncipe. Son los labios ventanas del corazón, y en abriéndolos se descubre lo que hay en él.

§ Tan puros son los ojos y tan desinteresados, que ni una paja, por pequeña que sea, admiten. Y, si alguna entra en ellos, quedan luego embarazados y no pueden ver las cosas, o se les ofrecen diferentes o duplicadas. El consejero que recibiere, cegará luego con el polvo de la dádiva, y no concebirá las cosas como son, sino como se las da a entender el interés.

§ Aunque los ojos son diversos, no representan diversa, sino unidamente las cosas, concordes ambos en la verdad de las especies que reciben, y en remitirlas al sentido común por medio de los nervios ópticos, los cuales se unen para que no entren diversas y le engañen. Si entre los consejeros no hay una misma voluntad y un mismo fin de ajustarse al consejo más acertado y conveniente, sin que el odio, el amor o estimación propia los divida en opiniones, quedará el príncipe confuso y dudoso, sin saber determinarse en la elección del mejor consejo. Este peligro sucede cuando uno de los consejeros piensa que ve y alcanza más que el compañero, o no tiene juicio para conocer lo mejor, o cuando quiere vengar con el consejo sus ofensas y ejecutar sus pasiones. Libre de ellas ha de estar el ministro, sin tener otro fin sino el servicio de su príncipe. «A tal consejero (palabras son del rey don Alonso el Sabio) llaman en latín patricio, que es así, como padre del príncipe; e este nome tomaron a semejanza del padre natural. E así como el padre se mueve, según natura, a consejar a su hijo lealmente, catándole su pro e su honra más que otra cosa, así aquel por cuyo consejo se guía el príncipe, lo debe amar e aconsejar lealmente, e guardar la pro e la honra del señor sobre todas las cosas del mundo, non catando amor, nin desamor, nin pro, nin daño que se le pueda ende seguir. E esto deben fazer sin lisonja ninguna, non catando si le pesará, o le placerá, bien ansí como el padre non lo cata cuando aconseja a su hijo».

§ Dividió la Naturaleza la jurisdicción a cada uno de los ojos, señalándoles sus términos con una línea interpuesta. Pero no por eso dejan de estar ambos muy conformes en las operaciones, asistiéndose con celo tan recíproco, que si el uno se vuelve a la parte que le toca, el otro también, para que sea más cierto el reconocimiento de las cosas, sin reparar en si son o no de su circunferencia. Esta buena conformidad es muy conveniente en los ministros, cuyo celo y atención debe ser universal, que no solamente mire a lo que pertenece a su cargo, sino también al ajeno. No hay parte en el cuerpo que no envíe luego su sangre y sus espíritus a la que padece, para mantener el individuo. Estarse un ministro a la vista de los trabajos y peligros de otro ministro, es malicia, es emulación, o poco afecto a su príncipe. Algunas veces nace esto del amor a la conveniencia y gloria propia, o por no aventurarla o porque sea mayor con el desaire del compañero. Tales ministros son buenos para sí, pero no para el príncipe. De donde resultan dañosas diferencias entre sus mismos Estados, entre sus mismas armas y entre sus mismas tesorerías. Con que se pierden las ocasiones, y a veces las plantas y las provincias. Los designios y operaciones de los ministros se han de comunicar entre sí, como las alas de los querubines en el templo de Salomón.

§ Si bien son tan importantes al cuerpo los ojos, no puso en él la Naturaleza muchos, sino dos solamente, porque la multiplicidad embarazaría el conocimiento de las cosas. No de otra suerte, cuando es grande el número de los consejeros, se retardan las consultas, el secreto padece y la verdad se confunde, porque se cuentan, no se pesan los votos, y el exceso resuelve; daños que se experimentan en las repúblicas. La multitud es siempre ciega e imprudente. Y el más sabio senado, en siendo grande, tiene la condición e ignorancia del vulgo. Más alumbran pocos planetas que muchas estrellas. Por ser tantas las que hay en la Vía Láctea, se embarazan con la refracción, y es menor allí la luz que en otra parte del cielo. Entre muchos es atrevida la libertad, y con dificultad se reducen a la voluntad y fines del príncipe, como se experimenta en las Juntas de Estados y en las Cortes generales. Por tanto, conviene que sean pocos los consejeros, aquellos que basten para el gobierno del Estado, mostrándose el príncipe indiferente con ellos, sin dejarse llevar de sólo el parecer de uno, porque no verá tanto como por todos. Así lo dijo Jenofonte, usando de la misma comparación de llamar ojos y orejas a los consejeros de los reyes de Persia. En tal ministro se trasladaría la majestad, no pudiendo el príncipe ver sino por sus ojos.

§ Suelen los príncipes pagarse tanto de un consejero, que consultan con él todos los negocios, aunque no sean de su profesión, de donde resulta el salir erradas sus resoluciones; porque los letrados no pueden aconsejar bien en las cosas de la guerra, ni los soldados en las de la paz. Reconociendo esto el emperador Alejandro Severo, consultaba a cada uno en lo que había tratado.

§ Con las calidades dichas de los ojos se gobierna el cuerpo en sus movimientos. Y, si le faltasen, no podría dar paso seguro. Así sucederá al reino que no tuviese buenos consejeros. Ciego quedará el cetro sin estos ojos, y sin vista la majestad, porque no hay príncipe tan sabio que pueda por sí mismo resolver las materias. «El señorío (dijo el rey don Alonso), no quiere compañero, ni lo ha menester, como quiera que en todas guisas conviene que haya omes buenos e sabidores, que le aconsejen e le ayuden. Y si algún príncipe se preciare de tan agudos ojos, que pueda por sí mismo ver y juzgar las cosas sin valerse de los otros, será más soberbio que prudente, y tropezará a cada paso en el gobierno». Aunque Josué comunicaba con Dios sus acciones, y tenía dél órdenes e instrucciones distintas para la conquista de Hay, oía a sus capitanes ancianos, llevándolos a su lado. No se apartaban de la presencia del rey Asuero sus consejeros, con los cuales lo consultaba todo, como era costumbre de los reyes. El Espíritu Santo señala por sabio al que ninguna cosa intenta sin consejo. No hay capacidad grande en la Naturaleza que baste sola al imperio, aunque sea pequeño, no tanto, porque no se puede hallar en uno lo que saben todos. Y si bien muchos ingenios no ven más que uno perspicaz, porque no son como las cantidades, que se multiplican por sí mismas y hacen una suma grande, esto se entiende en la distancia, no en la circunferencia, a quien más presto reconocen muchos ojos que uno solo, como no sean tantos, que se confundan entre sí. Un ingenio sólo sigue un discurso, porque no puede muchos a un mismo tiempo, y, enamorado de aquél, no pasa a otros. En la consulta oye el príncipe a muchos, y, siguiendo el mejor parecer, depone el suyo, y reconoce los inconvenientes de aquellos que nacen de pasiones y afectos particulares. Por esto, el rey don Juan el Segundo de Aragón, escribiendo a sus hijos los Reyes Católicos una carta en la hora de su muerte, les amonestó que ninguna cosa hiciesen sin consejo de varones virtuosos y prudentes. En cualquier paso del gobierno es conveniente que estos ojos de los consejos precedan y descubran el camino. El emperador Antonino, llamado el Filósofo, de los más sabios de aquel tiempo, tenía por consejeros a Escévola, Muciano, Ulpiano y Marcelo, varones insignes. Y cuando le parecían más acertados sus pareceres, se conformaba con ellos y les decía: «Más justo es que yo siga el consejo de tantos y tales amigos, que no ellos el mío.» El más sabio, más oye los consejos. Y más acierta un príncipe ignorante que se consulta, que un entendido obstinado en sus opiniones. No precipite al príncipe la arrogancia de que dividirá la gloria del acierto teniendo en él parte los consejeros; porque no es menos alabanza rendirse a escuchar el consejo de otros que acertar por sí mismo.


Ipse, o rex, bene consulito et parete vicissim.



Esta obediencia al consejo es suma potestad en el príncipe. El dar consejo es del inferior, y el tomarle, del superior. Ninguna cosa más propia del principado ni más necesaria, que la consulta y la ejecución. «Digna acción es (dijo el rey don Alonso Onceno en las Cortes de Madrid) de la real magnificencia tener, según su loable costumbre, varones de consejo cerca de sí, y ordenar todas las cosas por sus consejos; porque, si todo home debe trabajar de aver consejeros, mucho más lo debe fazer el rey.» Cualquiera, aunque ignorante, puede aconsejar. Pero resolver bien, solamente el prudente. No queda defraudada la gloria del príncipe que supo consultar y elegir. «Lo que se ordenare con vuestro consejo (dijo el emperador Teodosio en una ley) resultará en felicidad de nuestro imperio y en gloria nuestra». Las victorias de Escipión Africano nacieron de los consejos de Cayo Lelio. Y así, se decía que éste componía y Escipión representaba la comedia, pero no por esto se oscurecieron algo los esplendores de su fama ni se atribuyó a Lelio la gloria de sus hazañas. La importancia está en que sepa el príncipe representar bien por sí mismo la comedia, y que no sea el ministro quien la componga y quien la represente. Porque, si bien los consejeros son los ojos del príncipe, no ha de ser tan ciego, que no pueda mirar sino por ellos, porque sería gobernar a tientas, y caería el príncipe en gran desprecio de los suyos. Lucio Torcuato, siendo tercera vez elegido cónsul, se excusó con que estaba enfermo de la vista, y que sería cosa indigna de la república y peligrosa a la salud de los ciudadanos encomendar el gobierno a quien había menester valerse de otros ojos. El rey don Fernando el Católico decía que los embajadores eran los ojos del príncipe, pero que sería muy desdichado el que solamente viese por ellos. No lo fiaba todo aquel gran político de sus ministros. Por ellos veía, pero como se ve por los antojos, teniéndolos delante y aplicando a ellos sus propios ojos. En reconociendo los consejeros que son árbitros de las resoluciones, las encaminan a sus fines particulares, y, cebada la ambición, se dividen en parcialidades, procurando cada uno en su persona aquella potestad suprema que por flojo o por inhábil les permite el príncipe. Todo se confunde, si los consejeros son más que unas atalayas que descubren al príncipe el horizonte de las materias, para que pueda resolverse en ellas y elegir el consejo que mejor le pareciere. Ojos le dio la Naturaleza. Y, si a cada uno de sus Estados asiste un ángel, y Dios gobierna su corazón, también gobernarán su vista, y la harán más clara y más perspicaz que la de sus ministros. Algunas veces el rey Felipe Segundo se recogía a pensar dentro de sí los negocios, y, encomendándose a Dios, tomaba la resolución que se le ofrecía, aunque fuese contra la opinión de sus ministros, y le salía acertada. No siempre pueden estar los consejos al lado del príncipe, porque o el estado de las cosas o la velocidad de ocasiones no lo permiten. Y es menester que él resuelva. No se respetan como conviene las órdenes cuando se entiende que las recibe y no las toma el príncipe. Resolverlo todo sin consejo es presumida temeridad. Ejecutarlo todo por parecer ajeno, ignorante servidumbre. Algún arbitrio ha de tener el que manda en mudar, añadir o quitar lo que le consultan sus ministros. Y tal vez conviene encubrirles algunos misterios y engañarlos, como lo hacía el mismo rey Filipo Segundo, dando descifrados diferentemente al Consejo de Estado los despachos de sus embajadores cuando quería traerlos a una resolución o no convenía que estuviesen informados de algunas circunstancias. Un coloso ha de ser el Consejo de Estado, que, puesto el príncipe sobre sus hombros, descubra más tierra que él. No quisieron con tanta vista a su príncipe los tebanos, dándolo a entender en el modo de pintarle con las orejas abiertas y los ojos vendados, significando que había de ejecutar a ciegas lo que consultase y resolviese el Senado. Pero aquel símbolo no era de príncipe absoluto, sino de príncipe de república, cuya potestad es tan limitada, que basta que oiga; porque el ver lo que se ha de hacer está reservado al Senado. Una sombra ciega es de la majestad, y una apariencia vana del poder. En él dan los reflejos de la autoridad que está en el Senado. Y así no ha menester ojos quien no ha de dar paso por sí mismo.

§ Si bien conviene que el príncipe tenga en deliberar algún arbitrio, no se ha de preciar tanto dél, que por no mostrar que ha menester consejo se aparte del que le dan sus ministros; porque caería en gravísimos inconvenientes, como dice Tácito le sucedía a Petto.

§ Si fuera practicable, habían de ser reyes los consejeros de un rey, para que sus consejos no desdijesen del decoro, estimación y autoridad real. Muchas veces obra vilmente el príncipe porque es vil quien le aconseja. Pero ya que no puede ser esto, conviene hacer elección de tales consejeros, que, aunque no sean príncipes, hayan nacido con espíritus y pensamientos de príncipes y de sangre generosa.

§ En España con gran prudencia están constituidos diversos Consejos para el gobierno de los reinos y provincias y para las cosas más importantes de la monarquía. Pero no se debe descuidar en fe de su buena institución, porque no hay república tan bien establecida, que no deshaga el tiempo sus fundamentos o los desmorone la malicia y el abuso. Ni basta que esté bien ordenada cada una de sus partes, si alguna vez no se juntan todas para tratar de ellas mismas y del cuerpo universal. Y así, por estas consideraciones hacen las religiones Capítulos provinciales y generales, y la monarquía de la Iglesia Concilios. Y por las mismas parece conveniente que de diez en diez años se forme en Madrid un Consejo general, o Cortes de dos consejeros de cada uno de los Consejos, y de dos diputados de cada una de las provincias de la monarquía, para tratar de su conservación y de la de sus partes, porque, si no se renuevan, se envejecen y mueren los reinos. Esta Junta hará más unido el cuerpo de la monarquía para corresponderse y asistirse en las necesidades. Con estos fines se convocaban los concilios de Toledo, en los cuales, no solamente se trataban las materias de religión, sino también las del gobierno de Castilla.

Estas calidades de los ojos deben también concurrir en los confesores de los príncipes, que son sus consejeros, jueces y médicos espirituales: oficios que requieren sujetos de mucho celo al servicio de Dios y amor al príncipe; que tengan ciencia para juzgar, prudencia para amonestar, libertad para reprender, y valor para desengañar, representando (aunque aventuren su gracia) los agravios de los vasallos y los peligros de los reinos, sin embarrar (como dijo Ezequiel) la pared abierta que está para caerse. En algunas partes se valen los príncipes de los confesores para solo el ministerio de confesar. En otras, para las consultas de Estado. No examino las razones políticas en lo uno ni en lo otro. Solamente digo que en España se ha reconocido por importante su asistencia en el Consejo de Estado, para calificar y justificar las resoluciones, y para que, haciéndose capaz del gobierno, corrija al príncipe si faltare a su obligación, porque algunos conocen los pecados que cometen como hombres, pero no los que cometen como príncipes, aunque son más graves los que tocan al oficio que los que a la persona. No solamente parece conveniente que se halle el confesor en el Consejo de Estado, sino también algunos prelados o eclesiásticos constituidos en dignidad, y que éstos asistan en las Cortes del reino, por lo que pueden obrar con su autoridad y letras, y porque así se unirían más en la conservación y defensa del cuerpo los dos brazos: espiritual y temporal. Los reyes godos consultaban las cosas grandes con los prelados congregados en los concilios toledanos.

§ Lo mismo que de los confesores se ha de entender de los predicadores, que son clarines de la verdad e intérpretes entre Dios y los hombres, en cuyas lenguas puso sus palabras. Con ellos es menester que esté muy advertido el príncipe, como con arcaduces por donde entran al pueblo los manantiales de la doctrina saludable o venenosa. De ellos depende la multitud, siendo instrumentos dispuestos a solevarla o a componerla, como se experimenta en las rebeliones de Cataluña y Portugal. Su fervor y celo en la reprensión de los vicios suele declararse contra los que gobiernan, y a pocas señas lo entiende el pueblo, porque naturalmente es malicioso contra los ministros. De donde puede resultar el descrédito del gobierno y la mala satisfacción de los súbditos, y de ésta el peligro de los tumultos y sediciones, principalmente cuando se acusan y descubren las faltas del príncipe en las obligaciones de su oficio. Y así es conveniente procurar que tales reprensiones sean generales, sin señalar las personas, cuando no es público el escándalo, y no han precedido la amonestación evangélica y otras circunstancias contrapesadas con el bien público. Con tal modestia reprende Dios en el Apocalipsis a los prelados, que parece que primero los halaga y aun los adula. A ninguno ofendió Cristo desde el púlpito. Sus reprensiones fueron generales, y cuando llegó a las particulares, no parece que habló como predicador, sino como rey. No se ha de decir en el púlpito lo que se prohíbe en las esquinas y se castiga; en que suele engañarse el celo, o por muy ardiente, o porque le deslumbra el aplauso popular, que corre a oír los defectos del príncipe o del magistrado.




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Y los secretarios el compás del príncipe. Qui a secretis ab omnibus


Del entendimiento, no de la pluma, es el oficio de secretario. Si fuese de pintar las letras, serían buenos secretarios los impresores. A él toca el consultar, disponer y perfeccionar las materias. Es una mano de la voluntad del príncipe y un instrumento de su gobierno; un índice por quien señala sus resoluciones; y como dijo el rey don Alonso: «El canciller (a quien hoy corresponde el secretario) es el segundo oficial de casa del rey, de aquellos que tienen oficios de poridad. Ca bien así como el capellán (habla del mayor, que entonces era confesor de los reyes) es medianero entre Dios e el rey espiritualmente en fecho de su anima, otrosí lo es el chanciller entre él e los omes». Poco importa que en los Consejos se hagan prudentes consultas, si quien las ha de disponer las yerra. Los consejeros dicen sus pareceres, el príncipe por medio de su secretario les da alma. Y una palabra puesta aquí o allí muda las formas de los negocios, bien así como en los retratos una pequeña sombra o un ligero toque del pincel los hace parecidos o no. El Consejo dispone la idea de la fábrica de un negocio. El secretario saca la planta. Y, si ésta va errada, también saldrá errado el edificio levantado por ella. Para significar esto en la presente Empresa, su pluma es también compás; porque no sólo ha de escribir, sino medir y ajustar las resoluciones, compasar las ocasiones y los tiempos, para que ni lleguen antes ni después las ejecuciones. Oficio tan unido con el del príncipe, que, si lo permitiera el trabajo, no había de concederse a otro; porque, si no es parte de la majestad, es reflejo de ella. Esto parece que dio a entender Cicerón cuando advirtió al procónsul que gobernaba a Asia que su sello (por quien se ha de entender el secretario) no fuese como otro cualquier instrumento, sino como él mismo. No como ministro de la voluntad ajena, sino como testigo de la propia. Los demás ministros representan en una parte sola al príncipe. El secretario, en todas. En los demás basta la ciencia de lo que manejan. En éste es necesario un conocimiento y práctica común y particular de las artes de la paz y de la guerra. Los errores de aquéllos son en una materia. Los de éste, en todas. Pero ocultos y atribuidos a los Consejos, como a la enfermedad las curas erradas del médico. Puede gobernarse un príncipe con malos ministros, pero no con un secretario inexperto. Estómago es donde se digieren los negocios. Y si salieren dél mal cocidos, será achacosa y breve la vida del gobierno. Mírense bien los tiempos pasados, y ningún Estado se hallará bien gobernado sino aquel en que hubo grandes secretarios. ¿Qué importa que resuelva bien el príncipe, si dispone mal el secretario y no examina con juicio y advierte con prudencia algunas circunstancias, de las cuales suelen depender los negocios? Si le falta la elección, no basta que tenga plática de formularios de cartas; porque apenas hay negocio a quien se pueda aplicar la minuta de otro. Todos con el tiempo y los accidentes mudan la forma y substancia. Tienen los boticarios recetas de varios médicos para diversas curas. Pero las errarían todas si, ignorantes de la medicina, las aplicasen a las enfermedades sin el conocimiento de sus causas, de la complexión del enfermo, del tiempo, y de otras circunstancias que halló la experiencia y consideró el discurso y especulación. Un mismo negocio se ha de escribir diferentemente a un ministro flemático que a un colérico; a un tímido que a un arrojado. A unos y a otros han de enseñar a obrar los despachos. ¿Qué son las secretarías sino unas escuelas que sacan grandes ministros? En sus advertencias han de aprender todos a gobernar. De ellas han de salir advertidos los aciertos y acusados los errores. De todo lo dicho se infiere la conveniencia de elegir secretarios de señaladas partes. Aquellos grandes ministros de pluma o secretarios de Dios, los evangelistas, se figuran en el Apocalipsis por cuatro animales con alas, llenos de ojos externos e internos, significando por sus alas la velocidad y ejecución de sus ingenios. Por sus ojos externos, que todo lo reconocían. Por los internos, su contemplación. Tan aplicados al trabajo, que ni de día ni de noche reposaban. Tan asistentes a su obligación, que (como da a entender Ezequiel) siempre estaban sobre la pluma y papel, conformes y unidos a la mente y espíritu de Dios, sin apartarse dél.

Para acertar en la elección de un buen secretario sería conveniente ejercitar primero los sujetos, dando el príncipe secretarios a sus embajadores y ministros grandes, los cuales fuesen de buen ingenio y capacidad, con conocimiento de la lengua latina, llevándolos por diversos puestos, y trayéndolos después a las secretarías de la Corte, donde sirviesen de oficiales y se perfeccionasen para secretarios de Estado y de otros Consejos, y para tesoreros, comisarios y veedores; cuyas experiencias y noticias importarían mucho al buen gobierno y expedición de los negocios. Con esto se excusaría la mala elección que los ministros suelen hacer de secretarios, valiéndose de los que tenían antes, los cuales ordinariamente no son a propósito. De donde resulta que suele ser más dañoso al príncipe elegir un ministro bueno que tiene mal secretario, que elegir un malo que le tiene bueno. Fuera de que, elegido el secretario por la mano del príncipe de quien espera su acrecentamiento, velarían más los ministros en su servicio, y estarían más atentos a las obligaciones de sus cargos y a la buena administración de la real hacienda. Conociendo el rey don Alonso el Sabio la importancia de un buen secretario, dijo «que debe el rey escoger tal home para esto, que sea de buen linaje, e haya buen seso natural, e sea bien razonado, e de buena manera, e de buenas costumbres, e sepa leer e escribir tan bien en latín como en romance.» No parece que quiso el rey don Alonso que solamente supiese el secretario escribir la lengua latina, sino también hablarla, siendo tan importante a quien ha de tratar con todas las naciones. En estos tiempos que la monarquía española se ha dilatado por provincias y reinos extranjeros es muy necesario, siendo frecuente la correspondencia de cartas latinas.

§ La parte más esencial en el secretario es el secreto. De quien se le dio por esto el nombre, para que en sus oídos le sonase a todas horas su obligación. La lengua y la pluma son peligrosos instrumentos del corazón, y suele manifestarse por ellos, o por ligereza del juicio, incapaz de misterios, o por vanagloria, queriendo los secretarios parecer depósitos de cosas importantes y mostrarse entendidos, discurriendo o escribiendo sobre ellas a correspondientes que no son ministros. Y así, no será bueno para secretario quien no fuere tan modesto, que escuche más que refiera, conservando siempre un mismo semblante, porque se lee por él lo que contienen sus despachos.




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Unos y otros sean ruedas del reloj del gobierno, no la mano. Uni reddatur


Obran en el reloj las ruedas con tan mudo y oculto silencio, que ni se ven ni se oyen. Y, aunque de ellas pende todo el artificio, no le atribuyen a sí, antes consultan a la mano su movimiento, y ella sola distingue y señala las horas, mostrándose al pueblo autora de sus puntos. Este concierto y correspondencia se ha de hallar entre el príncipe y sus consejeros. Conveniente es que los tenga; porque(como dijo el rey don Alonso el Sabio) «el emperador, y el rey, maguer sean grandes señores, non puede facer cada uno dellos más que un ome». Y el gobierno de un Estado ha menester a muchos, pero tan sujetos y modestos, que no haya resolución que la atribuyan a su consejo, sino al del príncipe. Asístanle al trabajo, no al poder. Tenga ministros, no compañeros del imperio. Sepan que puede mandar sin ellos, pero no ellos sin él. Cuando pudiere ejercitar su grandeza y hacer ostentación de su poder sin dependencia ajena, obre por sí solo. En Egipto, donde está bien dispuesto el calor, engendra el cielo animales perfectos sin la asistencia de otro. Si todo lo confiere el príncipe, más será consultor que príncipe. La dominación se disuelve cuando la suma de las cosas no se reduce a uno. La monarquía se diferencia de los demás gobiernos en que uno solo manda y todos los demás obedecen. Y, si el príncipe consintiere que manden muchos, no será monarquía, sino aristocracia. Donde muchos gobiernan, no gobierna alguno. Por castigo de un Estado lo tiene el Espíritu Santo, y por bendición que sólo uno gobierne. En reconociendo los ministros flojedad en el príncipe y que los deja mandar, procuran para sí la mayor autoridad. Crece entre ellos la emulación y soberbia. Cada uno tira del manto real, y lo reduce a jirones. El pueblo, confuso, desconoce entre tantos señores al verdadero, y desestima el gobierno, porque todo le parece errado cuando no cree que nace de la mente de su príncipe, y procura el remedio con la violencia. Ejemplos funestos nos dan las historias en la privación del reino y muerte del rey de Galicia don García, el cual ni aun mano quiso ser que señalase los movimientos del gobierno. Todo lo remitía a su valido, a quien también costó la vida. El rey don Sancho de Portugal fue privado del reino porque en él mandaban la reina y criados de humilde nacimiento. Lo mismo sucedió al rey don Enrique el Cuarto, porque vivía tan ajeno de los negocios, que firmaba los despachos sin leerlos ni saber lo que contenían. A todos los males está expuesto un príncipe que sin examen y sin consideración ejecuta solamente lo que otros ordenan, porque en él imprime cada uno como en cera lo que quiere. Así sucedió al emperador Claudio. Sobre los hombros propios del príncipe, no sobre los de los ministros, fundó Dios su principado, como dio a entender Samuel a Saúl cuando, ungido rey, le hizo un banquete, en que de industria solamente le sirvió la espalda de un carnero. Pero no ha de ser el príncipe como el camello, que ciegamente se inclina a la carga. Menester es que sus espaldas sean con ojos, como las de aquella visión de Ezequiel, para que vean y sepan lo que llevan sobre sí. Carro y carretero de Isabel llamó Eliseo a Elías, porque sustentaba y regía el peso del gobierno. Deja de ser príncipe el que por sí mismo no sabe mandar ni contradecir; como se vio en Vitelio, que, no teniendo capacidad para ordenar ni castigar, más era causa de la guerra que emperador. Y así, no solamente ha de ser el príncipe mano en el reloj del gobierno, sino también volante que dé el tiempo al movimiento de las ruedas, dependiendo dél todo el artificio de los negocios.

No por esto juzgo que haya de hacer el príncipe el oficio de juez, de consejero o presidente. Más supremo y levantado es el suyo. Si a todo atendiese, le faltaría tiempo para lo principal. Y así, «debe aver (palabras son del rey don Alonso) omes sabidores e entendidos y leales e verdaderos que le ayuden e le sirvan de fecho en aquellas cosas que son menester para su consejo, e para facer justicia e derecho a la gente; ca él solo non podría aver, nin librar todas las cosas, porque ha menester por fuerza ayuda de otros en quien se fíe». Su oficio es valerse de los ministros como instrumentos de reinar, y dejarlos obrar, pero atendiendo a lo que obran con una dirección superior, más o menos inmediata o asistente, según la importancia de los negocios. Los que son propios de los ministros, traten los ministros. Los que tocan al oficio de príncipe, sólo el príncipe los resuelva. Por esto se enojó Tiberio con el Senado, que todo lo remitía a él. No se han de embarazar los cuidados graves del príncipe con consultas ligeras, cuando sin ofensa de la majestad las puede resolver el ministro. Por esto advirtió Sanquinio al Senado romano que no acrecentase los cuidados del emperador en lo que sin darle disgusto se podía remediar. En habiendo hecho el príncipe confianza de un ministro para algún manejo, deje que corra por él enteramente. Entregado a Adán el dominio de la tierra, le puso Dios delante los animales y aves para que les pusiese sus nombres, sin querer reservarlo para Sí. También ha de dejar el príncipe a otros las diligencias y fatigas ordinarias, porque la cabeza no se canse en los oficios de las manos y pies. Ni el piloto trabaja en las faenas, antes sentado en la popa gobierna la nave con un reposado movimiento de la mano, con que obra más que todos.

§ Cuando el príncipe por su poca edad, o por ser decrépita, o por natural insuficiencia no pudiere atender a la dirección de los negocios por mayor, tenga quien le asista, siendo de menos inconveniente gobernarse por otro que errarlo todo por sí. Los primeros años del imperio de Nerón fueron felices porque se gobernó por buenos consejeros. Y cuando quiso por sí solo, se perdió. El rey Felipe Segundo, viendo que la edad y los achaques le hacían inhábil para el gobierno, se valió de ministros fieles y experimentados.

Pero aun cuando la necesidad obligare a esto al príncipe, no ha de vivir descuidado y ajeno de los negocios, aunque tenga ministros muy capaces y fieles; porque el cuerpo de los Estados es como los naturales, que, en faltándoles el calor interior del alma, ningunos remedios ni diligencias bastan a mantenerlos, o a sustentar que no se corrompan. Alma es el príncipe de su república, y para que viva es menester que en alguna manera asista a sus miembros y órganos. Si no pudiere enteramente, dé a entender que todo lo oye y ve, con tal destreza, que se atribuya a su disposición y juicio. La presencia del príncipe, aunque no obre y esté divertida, hace recatados los ministros. El saber que van a sus manos las consultas, les da reputación aunque ni las mude ni las vea. ¿Qué será, pues, si tal vez pasare los ojos por ellas, o informado secretamente, las corrigiere, y castigare los descuidos de sus ministros y se hiciere temer? Una sola demostración de estas los tendrá cuidadosos, creyendo, o que todo lo mira o que suele mirarlo. Hagan los Consejos las consultas de los negocios y de los sujetos beneméritos para los cargos y las dignidades. Pero vengan a él, y sea su mano la que señale las resoluciones y las mercedes, sin permitir que, como reloj de sol, las muestren sus sombras (por sombras entiendo los ministros y validos), y que primero publiquen, atribuyéndolas a ellos. Porque, si en esto faltare el respeto, perderán los negocios su autoridad y las mercedes su agradecimiento, y quedará desestimado el príncipe de quien se habían de reconocer. Por esta razón Tiberio, cuando vio inclinado el Senado a hacer mercedes a M. Hortalo, se opuso a ellas, y se enojó contra Junio Galión porque propuso los premios que se habían de dar a los soldados pretorianos, pareciéndole que no convenía los señalase otro, sino solamente el emperador. No se respeta a un príncipe porque es príncipe, sino porque, como príncipe, manda, castiga y premia. Las resoluciones ásperas, o las sentencias penales pasen por la mano de los ministros, y encubra la suya el príncipe. Caiga sobre ellos la aversión y el odio natural al rigor y a la pena y no sobre él. De Júpiter decía la antigüedad que solamente vibraba los rayos benignos que sin ofensa eran magos y ostentación de su poder, y los demás por consejo de los dioses. Esté en los ministros la opinión de rigurosos y en el príncipe la de clemente. De ellos es el acusar y condenar. Del príncipe, el absolver y perdonar. Gracias daba el rey don Manuel de Portugal al que hallaba razones para librar de muerte algún reo. Asistiendo el rey de Portugal don Juan el Tercero a la vista de un proceso criminal, fueron iguales los votos: unos absolvían al reo, otros le condenaban. Y habiendo de dar el suyo, dijo: «Los que le habéis condenado, habéis hecho justicia, a mi entender, y quisiera que con ellos se hubiesen conformado los demás. Pero yo voto que sea absuelto, porque no se diga que por el voto del rey fue condenado a muerte un vasallo.» Para la conservación de ellos fue criado el príncipe, y, si no es para que se consiga, no ha de quitar la vida a alguno.

§ No asiste al artificio de las ruedas la mano del relo, sino las deja obrar y va señalando sus movimientos. Así le pareció al emperador Carlos Quinto que debían los príncipes gobernarse con sus consejeros de Estado, dejándolos hacer las consultas sin intervenir a ellas. Y lo dio por instrucción a su hijo Felipe Segundo. Porque la presencia confunde la libertad y suele obligar a la lisonja. Si bien, parece que en los negocios graves conviene mucho la presencia del príncipe, porque no dejan tan informado el ánimo las consultas leídas como las conferidas, en que aprenderá mucho y tomará amor a los negocios, conociendo los naturales y fines de sus consejeros. Pero debe estar el príncipe muy advertido en no declarar su mente, porque no le siga la lisonja o el respeto o el temor, que es lo que obligó a Pisón a decir a Tiberio (cuando quiso votar la causa de Marcelo, acusado de haber quitado la cabeza de la estatua de Augusto y puesto la suya) que ¿en qué lugar quería votar? Porque si el primero, tendría a quien seguir. Y si el último, temía contradecirle inconsiderablemente. Por esto fue alabado el decreto del mismo emperador cuando ordenó que Druso, su hijo, no votase el primero en el Senado, porque no necesitase a los demás a seguir su parecer. Este peligro es grande, y también la conveniencia de no declarar el príncipe ni antes ni después su ánimo en las consultas, porque podrá con mayor secreto ejecutar a su tiempo el consejo que mejor le pareciere. El rey don Enrique de Portugal fue tan advertido en esto, que proponía los negocios a su Consejo, sin que en las palabras o en el semblante se pudiese conocer su inclinación. De aquí nació el estilo de que los presidentes y virreyes no voten en los Consejos, el cual es muy antiguo, usado entre los etolos.

Pero en caso que el príncipe desee aprobación, y no consejo, podrá dejarse entender antes, señalando su opinión. Porque siempre hallará muchos votos que le sigan, o por agradarle, o porque fácilmente nos inclinamos al parecer del que manda.

§ En los negocios de guerra, y principalmente cuando se halla el príncipe en ella, es más importante su asistencia a las consultas por las razones dichas, y porque anime con ella, y pueda luego ejecutar las resoluciones, sin que se pase la ocasión mientras se las refieren. Pero esté advertido de que muchos consejeros delante de su príncipe quieren acreditarse de valerosos, y parecer más animosos que prudentes. Y dan arrojados consejos, aunque ordinariamente no suelen ser los ejecutores de ellos, antes, los que más huyen del peligro, como sucedió a los que aconsejaban a Vitelio que tomase las armas.

§ Cuestión es ordinaria entre los políticos si el príncipe ha de asistir a hacer justicia en los tribunales. Pesada ocupación parece, y en que perdería el tiempo para los negocios políticos y del gobierno, si bien Tiberio, después de haberse hallado en el Senado, asistía a los tribunales. El rey don Fernando el Santo se hallaba presente a los pleitos, oía y defendía a los pobres, y favorecía a los flacos contra los poderosos. El rey don Alonso el Sabio ordenó que el rey juzgase las causas de las viudas y de los huérfanos «porque maguer el rey es tenudo de guardar todos los de su tierra, señaladamente lo debe fazer a éstos, porque son así como desamparados e más sin consejo que los otros». A Salomón acreditó su gran juicio en decidir las causas. Y los israelitas pedían rey que, como los que tenían las demás naciones, los juzgase. Sola la presencia del príncipe hace buenos a los jueces. Y sola la fuerza del rey puede defender a los flacos. Lo que más obligó a Dios a hacer rey a David fue el ver que quien libraba de los dientes y garras de los leones a sus ovejas, sabía defender a los pobres de los poderosos. Tan grato es a Dios este cuidado, que por él solo se obliga a borrar los demás pecados del príncipe, y reducirlos a la candidez de la nieve. Y así, no niego el ser ésta parte principal del oficio de rey, pero se satisface a ella con elegir buenos ministros de justicia y con mirar cómo obran. Y bastará que tal vez en las causas muy graves (llamo graves las que pueden ser oprimidas del poder) se halle al votarlas, y que siempre teman los jueces que puede estar presente a ellas desde alguna parte oculta del tribunal. Por este fin están todos dentro del palacio real de Madrid. Y en las salas donde se hacen hay ventanas, a las cuales sin ser visto se suele asomar Su Majestad. Traza que se aprendió del diván del Gran Turco, donde se juntan los bajaes a conferir los negocios, y cuando quiere los oye por una ventana cubierta con un tafetán carmesí.

§ Este concierto y armonía del reloj, y la correspondencia de sus ruedas con la mano que señala las horas, se ve observado en el gobierno de la monarquía de España, fundado con tanto juicio, que los reinos y provincias que desunió la Naturaleza los une la prudencia. Todas tienen en Madrid un Consejo particular: el de Castilla, de Aragón, de Portugal, de Italia, de las Indias y de Flandes. A los cuales preside uno. Allí se consultan todos los negocios de justicia y gracia tocantes a cada uno de los reinos o provincias. Suben al rey estas consultas, y resuelve lo que juzga más conveniente. De suerte que son estos Consejos las ruedas. Su Majestad, la mano. O son los nervios ópticos por donde pasan las especies visuales. Y el rey, el sentido común que las discierne y conoce, haciendo juicio de ellas. Estando, pues, así dispuestas las cosas de la monarquía, y todas presentes a Su Majestad, se gobiernan con tanta prudencia y quietud, que en más de cien años que se levantó, apenas se ha visto un desconcierto grande, con ser un cuerpo ocasionado a él por la desunión de sus partes. Más unida fue la monarquía de los romanos, y cada día había en ella movimientos e inquietudes. Evidente argumento de lo que ésta excede a aquélla en sus fundamentos, y que la gobiernan varones más fieles y de mayor juicio y prudencia.

§ Habiéndose, pues, de reducir toda la suma de las cosas al príncipe, conviene que no solamente sea padre de la república en el amor, sino también en la economía, y que no se contente con tener consejeros y ministros que cuiden de las cosas, sino que procure tener de ellas secretas noticias, por quien se gobierne, como los mercaderes, por un libro que tienen particular y secreto de sus tratos y negociaciones. Tal le tuvo el emperador Augusto, en el cual escribía de su mano las rentas públicas, la gente propia y auxiliar que podía tomar armas, las armadas navales, los reinos y provincias del Imperio, los tributos y exacciones, los gastos, gajes y donativos. La memoria es depósito de las experiencias, pero depósito frágil si no se vale de la pluma para perpetuarlas en el papel. Mucho llegará a saber quien escribiere lo que, enseñado de los aciertos y de los errores, notare por conveniente. Si V. A. despreciare esta diligencia cuando ciñere sus sienes la Corona, y le pareciere que no conviene humillar a ella la grandeza real, y que basta asistir con la presencia, no con la atención, al gobierno, dejándole en manos de sus ministros, bien creo de la buena constitución y orden de la monarquía en sus Consejos y tribunales que pasará V. A. sin peligro notable la carrera de su reinado. Pero habrá sido mano de reloj gobernada de otras ruedas, y no se verán los efectos de un gobierno levantado y glorioso, como sería el de V. A., si (como espero) procurase en otro libro, como en el de Augusto, notar cada año, en cada reino aparte, y aquellas mismas cosas, añadiendo las fortalezas principales de él, qué presidios tienen, qué varones señalados hay para el gobierno de la paz y de la guerra, sus calidades, partes y servicios, y otras cosas semejantes. Haciendo también memoria de los negocios grandes que van sucediendo, en qué consistieron sus aciertos o sus errores, y de otros puntos y advertencias convenientes al buen gobierno. Por este cuidado y atención es tan admirable la armonía del gobierno de la Compañía de Jesús, a cuyo general se envían noticias particulares de todo lo que pasa en ella, con listas secretas de los sujetos. Y, porque éstos mudan con el tiempo sus calidades y costumbres, se van renovando de tres en tres años, aunque cada año se envían algunas informaciones, no tan generales, sino de accidentes que conviene tenga entendidos. Con lo cual siempre son acertadas las elecciones, ajustando la capacidad de los sujetos a los puestos. No al contrario. Si tuviesen los príncipes estas notas de las cosas y de las personas, no serían engañados en las relaciones y consultas. Se harían capaces del arte de reinar, sin depender en todo de sus ministros. Serían servidos con mayor cuidado de ellos, sabiendo que todo había de llegar a su noticia y que todo lo notaban. Con que no se cometerían descuidos tan notables, como vemos, en no prevenir a tiempo las cosas necesarias para la guerra y la paz. La virtud crecería, y menguaría con el vicio el temor a tales registros. No serán embarazosas estas sumarias relaciones, unas por mano del mismo príncipe y otras por los ministros que ocupan los puestos principales, o por personas inteligentes, de quien se pueda fiar que las harán puntuales. Pues si, como dijo Cicerón, son necesarias las noticias universales y particulares a un senador, que solamente tiene una parte pequeña en el gobierno, ¿cuánto más serán al príncipe, que atiende al universal? Y si Filipo, rey de Macedonia, hacía que le leyesen cada día dos veces las capitulaciones de la confederación con los romanos, ¿por qué se ha de desdeñar el príncipe de ver en un libro abreviado el cuerpo de su imperio, reconociendo en él, como en un pequeño mapa, todas las partes de que consta?




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Entonces hágales muchos honores, sin menoscabar los propios. Sin pérdida de su luz


§ Es el honor uno de los principales instrumentos de reinar. Si no fuera hijo de lo honesto y glorioso, le tuviera por invención política. Firmeza es de los imperios. Ninguno se puede sustentar sin él. Si faltase en el príncipe, faltaría la guarda de sus virtudes, el estímulo de la fama y el vínculo con que se hace amar y respetar. Querer exceder en las riquezas, es de tíranos. En los honores, de reyes. No es menos conveniente el honor en los vasallos que en el príncipe, porque no bastarían las leyes a reprimir los pueblos sin él. Siendo así que no obliga menos el temor de la infamia que el de la pena. Luego se disolvería el orden de república, si no se hubiese hecho reputación la obediencia, la fidelidad, la integridad y fe pública. La ambición de gloria conserva el respeto a las leyes. Y para alcanzarla se vale del trabajo y de las virtudes. No es menos peligrosa la república en quien todos quieren obedecer, que aquella en quien todos quieren mandar. Un reino humilde y abatido sirve a la fuerza y desconoce sus obligaciones al señor natural. Pero el altivo y preciado del honor desestima los trabajos y los peligros y aun su misma ruina, por conservarse obediente y fiel. ¿Qué guerras, qué calamidades, qué incendios no ha tolerado constante el condado de Borgoña por conservar su obediencia y lealtad a su rey? Ni la tiranía y bárbara crueldad de los enemigos, ni la infección de los elementos, conjurados todos contra ella, han podido derribar su constancia. Pudieron quitar a aquellos fieles vasallos las haciendas, las patrias y las vidas, pero no su generosa fe y amor entrañable a su señor natural.

§ Para los males internos suele ser remedio el tener bajo al pueblo, sin honor y reputación política, de que usan los chinos, que solamente peligran en sí mismos. Pero, en los demás reinos, expuestos a la invasión, es necesaria la reputación y gloria de los vasallos, para que puedan repeler a los enemigos, porque donde no hay honra, no hay valor. No es gran príncipe el que no domina a corazones grandes y generosos. Ni podrá sin ellos hacerse temer ni dilatar sus dominios. La reputación en los vasallos les obliga a procurarla en el príncipe, porque de su grandeza pende la de ellos. Una sombra vana de honor los hace constantes en los trabajos y animosos en los peligros. ¿Qué tesoros bastarían a comprar la hacienda que derraman, la sangre que vierten, por voluntad y caprichos de los príncipes, si no se hubiera introducido esta moneda pública del honor, con que cada uno se paga en su presunción? Precio es de las hazañas y acciones heroicas. Y el precio más barato que pudieron hallar los príncipes. Y así, cuando no fuera por grandeza propia, deben por conveniencia mantener vivo entre los vasallos el punto del honor, disimulando o castigando ligeramente los delitos que por conservarle se cometen, y animando con premios y demostraciones públicas las acciones grandes y generosas. Pero adviertan que es muy dañosa en los súbditos aquella estimación ligera o gloria vana fundada en la ligereza de la opinión, y no en la sustancia de la virtud, porque de ella nacen las competencias entre los ministros, a costa del bien público y del servicio del príncipe, los duelos, las injurias y homicidios. De que resultan las sediciones. Con ella es puntosa y mal sufrida la obediencia, y a veces se ensangrienta en el príncipe, cuando, juzgando el vasallo en el tribunal de su opinión o en el de la voz común, que es tirano y digno de muerte, se la da por sacrificarse por la patria y quedar famoso. Y así, es menester que el príncipe cure esta superstición de gloria de sus vasallos inflamándolos en la verdadera.

No se desdeñe la majestad de honrar mucho a los súbditos y a los extranjeros, porque no se menoscaba el honor de los príncipes aunque honren largamente. Bien así como no se disminuye la luz del hacha que se comunica a otras y las enciende. Por esto comparó Ennio a la llama la piedad del que muestra el camino al que va errado.


Homo qui erranti comiter monstrat viam,
Quasi lumen de suo lumine accendat, facit,
Nihil hominus ipsi lucet, cum illi accenderit.


Ennio                


De cuya comparación infirió Cicerón que todo lo que se pudiere sin daño nuestro se debe hacer por los demás, aunque no sean conocidos. De ambas sentencias se sacó el cuerpo de esta Empresa en el blandón con la antorcha encendida, símbolo de la divinidad e insignia del supremo magistrado, de la cual se toma la luz, para significar cuán sin detrimento de la llama de su honor le distribuyen los príncipes entre los beneméritos. Prestada, y no propia, tiene la honra quien teme que le ha de faltar, si la pusiere en otro. Los manantiales naturales siempre dan y siempre tienen que dar. Inexhausto es el dote del honor en los príncipes, por más liberales que sean. Todos los honran como a depositarios que han de repartir los honores que reciben. Bien así como la tierra refresca con sus vapores el aire, el cual se los vuelve en rocíos que la mantienen. Esta recíproca correspondencia entre el príncipe y sus vasallos advirtió el rey don Alonso el Sabio, diciendo: «que honrando al rey, honran a sí mismos, e a la tierra donde son, e fazen lealtad conoscida; porque deben aver bien, e honra dél». Cuando se corresponden así, florece la paz y la guerra y se establece la dominación. En ninguna cosa muestra más el príncipe su grandeza que en honrar. Cuanto más nobles son los cuerpos de la Naturaleza, tanto más pródigos en repartir sus calidades y dones. Dar la hacienda es caudal humano. Dar honras, poder de Dios o de aquellos que están más cerca de Él. En estas máximas generosas deseo ver a V. A. muy instruido, y, que con particular estudio honre V. A. la nobleza, principal columna de la monarquía.


Os cavalleiros tende em muita estima,
Pois com seu sangue intrepido et fervente
Estenden não somente á ley de cima,
Mas inda vosso imperio preeminente.


Oiga V. A. sobre esto a su glorioso antecesor el rey don Alonso el Sabio, el cual, amaestrando a los reyes sus sucesores, dice: «Otrosí, deben amar e honrar a los ricos omes, porque son nobleza e honra de sus Cortes e de sus reynos; e amar e honrar deben los cavalleros, porque son guarda e amparamiento de la tierra. Ca non se deben recelar de recibir muerte por guardarla e acrescentarla».

§ Los servicios mueren sin el premio. Con él viven y dejan glorioso el reinado, porque en tiempo de un príncipe desagradecido no se acometen cosas grandes ni quedan ejemplos gloriosos a la posteridad. Apenas hicieron otra hazaña aquellos tres valientes soldados que, rompiendo por los escuadrones tomaron el agua de la cisterna, porque no los premió David. El príncipe que honra los méritos de una familia funda en ella un vínculo perpetuo de obligaciones y un mayorazgo de servicios. No menos mueve a obrar gloriosamente a los nobles lo que sirvieron sus progenitores y las honras que recibieron de los reyes, que las que esperan. Estas consideraciones obligaron a los antecesores de V. A. a señalar con eternas memorias de honor los servicios de las casas grandes de España. El rey don Juan el Segundo premió y honró los que hicieron los condes de Ribadeo, concediéndoles que comiesen a la mesa de los reyes el día de los Reyes, y se les diese el vestido que trajese el rey aquel día. El Rey Católico hizo la misma merced a los condes de Cádiz del que vistiesen los reyes en la festividad de la Inmaculada Virgen Nuestra Señora por septiembre. A los marqueses de Moya, la copa en que bebiesen el día de Santa Lucía. A los de la casa de Vera, condes de la Roca, que pudiesen cada año hacer exentos de tributos a treinta, todos los sucesores en ella. Y cuando el mismo rey don Fernando se vio en Saona con el rey de Francia, asentó a su mesa al Gran Capitán, a cuya casa se fue a apear cuando entró en Nápoles. ¿Qué mucho, si le debía un reino, y España la felicidad y gloria de sus armas? Por quien pudo decir lo que Tácito del otro valeroso capitán: que en su cuerpo estaba todo el esplendor de los queruscos, y en sus consejos cuanto se había hecho y sucedido prósperamente. El valor y prudencia de un ministro solo, suele ser el fundamento y exaltación de una monarquía. La que se levantó en América se debe a Hernán Cortés y a los Pizarros. El valor y destreza del marqués de Aytona mantuvo quietos los Estados de Flandes, muerta la señora infanta doña Isabel. Instrumentos principales han sido de la continuación del Imperio en la augustísima casa de Austria, y de la seguridad y conservación de Italia, algunos ministros presentes, en los cuales los mayores premios serán deuda y centella de emulación gloriosa a los demás. Con la paga de unos servicios se compran otros muchos. Usura es generosa con que se enriquecen los príncipes, y adelantan y aseguran sus Estados. El imperio otomano se mantiene premiando y exaltando el valor donde se halla. La fábrica de la monarquía de España creció tanto porque el rey don Fernando el Católico, y después Carlos Quinto y el rey Felipe Segundo, supieron cortar y labrar las piedras más a propósito para su grandeza. Quéjanse los príncipes de que es su siglo estéril de sujetos. Y no advierten que ellos le hacen estéril porque no los buscan, o porque, si los hallan, no los saben hacer lucir con el honor y el empleo. Y solamente levantan a aquellos que nacen o viven cerca de ellos, en que tiene más parte el caso que la elección. Siempre la Naturaleza produce grandes varones. Pero no siempre se valen de ellos los príncipes. ¿Cuántos excelentes ingenios, cuántos ánimos generosos nacen y mueren desconocidos, que, si los hubieran empleado y ejercitado, fueran admiración del mundo? En la capellanía de la iglesia de San Luis en Roma hubiera muerto Ossat sin gloria y sin haber hecho señalados servicios a Francia, si el rey Enrique Cuarto, teniendo noticia de su gran talento, no le hubiera propuesto para cardenal. Si a un sujeto grande deja el príncipe entre el vulgo, vive y muere oculto como uno del vulgo, sin acertar a obrar. Retírase Cristo al monte Tabor con tres discípulos, dejando a los demás con la turba, y como a desfavorecidos se les entorpeció la fe y no pudieron curar a un endemoniado. No crecen o no dan flores los ingenios si no los cultiva y los riega el favor. Y así el príncipe que sembrare honores cogerá grandes ministros. Pero es menester sembrarlos con tiempo, y tenerlos hechos para la ocasión, porque en ella difícilmente se hallan. En esto suelen descuidarse los grandes príncipes cuando viven en paz y sosiego, creyendo que no tendrán necesidad de ellos.

§ No solamente deben los príncipes honrar a los nobles y grandes ministros, sino también a los demás vasallos, como lo encargó el rey don Alonso el Sabio en una de las Partidas, diciendo: «E aun deben honrar a los maestros de los grandes saberes. Ca por ellos se fazen muchos de omes buenos, e por cuyo consejo se mantienen, e se enderezan muchas vegadas los reynos e los grandes señores. Ca así, como dixeron los sabios antiguos, la sabiduría de los derechos es otra manera de caballería, con que se quebrantan los atrevimientos, e se enderezan los tuertos. E aun deben amar e honrar a los ciudadanos, porque ellos son como tesoreros e raíz de los reinos. E eso mismo deben fazer a los mercaderes, que traen de otras partes a sus señoríos las cosas que son y menester. E amar e amparar deben otrosí a los menestrales, y a los labradores, porque de sus menesteres, e de sus labranzas se ayudan e se gobiernan los reyes, e todos los otros de sus señoríos, e ninguno non puede sin ellos vivir. E otrosí, todos estos sobredichos, e cada uno en su estado, debe amar e honrar al rey, e al reyno, e guardar e acrecentar sus derechos e servirle cada uno en la manera que debe, como a su señor natural, que es cabeza e vida e mantenimiento de ellos. E cuando el rey esto ficiere con su pueblo, avrá abondo en su reyno, e será rico por ello, e ayudarse ha de los bienes que y fueren, cuando los huviere menester, e será tenido por de buen seso, e amarlo han todos comunalmente, e será temido también de los extraños como de los suyos».

§ En la distribución de los honores ha de estar muy atento el príncipe, considerando el tiempo, la calidad y partes del sujeto, para que ni excedan de su mérito, ni falten; porque distinguen los grados, bien así como los fondos el valor de los diamantes. Si todos fueran iguales, bajaría en todos la estimación. Especie es de tiranía no premiar a los beneméritos y la que más irrita al pueblo contra el príncipe. Mucho se perturba la república cuando se reparten mal las honras. Las desiguales al mérito son de nota a quien las recibe y de desdén a los que las merecen. Queda uno premiado, y ofendidos muchos. Igualarlos a todos es no premiar alguno. No crece la virtud con la igualdad, ni se arriesga el valor que no ha de ser señalado. Una estatua levantada a uno hace gloriosos a muchos que trabajaron por merecerla. La demostración de un honor en un ministro benemérito es para él espuela, para los demás aliento y para el pueblo obediencia.

§ Si bien ninguna cosa afirma e ilustra más al príncipe que el hacer honras, debe estar muy atento en no dar a otros aquellas que son propias de la dignidad y le diferencian de los demás; porque éstas no son como la luz, que, pasando a otra materia, queda entera en la suya. Antes todas las que diere dejarán de lucir en él, y quedará oscura la majestad, acudiendo todos a recibirla de aquel que la tuviere. Aun en su misma madre Livia no consintió Tiberio las demostraciones particulares de honra que le quería hacer el Senado, porque pertenecían al imperio, y juzgaba que disminuían su autoridad. Ni aun las ceremonias que introdujo el caso o la lisonja, y son ya propias del príncipe, han de ser comunes a otros; porque, si bien son vanas, señalan al respeto los confines de la majestad. Tiberio sintió mucho que se hiciesen por Nerón y Druso las mismas oraciones públicas y plegarias que por él, aunque eran sus hijos y sucesores en el imperio. Los honores de los príncipes quedan desestimados si los hace vulgares la adulación. Si bien, cuando los ministros representan en ausencia la persona real, se les pueden participar aquellos honores y ceremonias que tocarían al príncipe si se hallase presente, como se practica con los virreyes y tribunales supremos, a imitación de las estrellas, las cuales en ausencia del sol lucen. Pero no en su presencia, porque entonces aquellas demostraciones miran a la dignidad real, representada en los ministros, que son retratos de la majestad y reflejos de su poder.






ArribaAbajoCómo se ha de haber el príncipe en el gobierno de sus estados


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Para adquirir y conservar, es menester el consejo y el brazo. Col senno e con la mano


§ Advertida la Naturaleza, distinguió las provincias, y las cercó, ya con murallas de montes, ya con fosos de ríos y ya con las soberbias olas del mar, para dificultar sus intentos a la ambición humana. Con este fin constituyó la diversidad de climas, de naturales, de lenguas y estilos. Con lo cual diferenciada esta nación de aquélla, se uniese cada una para su conservación, sin rendirse fácilmente al poder y tiranía de los extranjeros. Pero no bastaron los reparos de estos límites y términos naturales para que no los violase el apetito insaciable de dominar, porque la ambición es tan poderosa en el corazón humano, que juzga por estrechas las cinco zonas de la tierra. Alejandro Magno lloraba porque no podía conquistar muchos mundos. Aun los bienes de la vida, y la misma vida, se desprecian, contra el deseo natural de prolongarla, por un breve espacio de reinar. Pretendía Humaya el reino de Córdoba. Representábanle sus amigos el peligro, y respondió: «Llamadme hoy rey, y matadme mañana». Ninguna pasión más ciega y peligrosa en el hombre que ésta. Muchos por ella perdieron la vida y el Estado, queriendo ampliarle. Tenía un príncipe de Tartaria un vaso con que bebía, labrado en los casos de la cabeza de otro príncipe de Moscovia, el cual, queriéndole quitar el Estado, había perdido el suyo y la vida. Y corría por la orla del vaso este letrero: Hic aliena appetendo, propria amisit. Casi lo mismo sucedió al rey don Sancho por haber querido despojar a sus hermanos de los reinos que dividió entre ellos el rey don Fernando, su padre. Peligra la ambición, si alarga fuera de su reino el brazo. Como la tortuga, que, en sacando la cabeza del pavés de su concha, queda expuesta al peligro. Y aunque, como dijo el rey Tiridates, es de particulares mantener lo propio y de reyes batallar por lo ajeno, debe entenderse esto cuando la razón y prudencia lo aconsejan, no teniendo el poder otro tribunal sino el de las armas. Porque quien injustamente quita a otro su Estado, da acción y derecho para que le quiten el suyo. Primero ha de considerar el príncipe el peligro de los propios que los medios para conquistar los ajenos. Por esto el emperador Rodolfo el Primero solía decir que era mejor gobernar bien que ampliar el Imperio. Si hubiera seguido este consejo el rey don Alonso el Sabio, no se hubiera dejado llevar de la pretensión del Imperio con peligro de su reino, haciendo cierta la sentencia del rey don Alonso de Nápoles, que comparaba los tales a los jugadores, los cuales, con vana esperanza de aumentar su hacienda, la perdían. El conservar el Estado propio es obligación. El conquistar el ajeno es voluntario. La ambición lleva a muchos engañosamente a la novedad y al peligro. Cuanto uno alcanza más, más desea. Crece con el imperio la ambición de aumentarle. Las ocasiones y la facilidad de las empresas arrebatan los ojos y los corazones de los príncipes, sin advertir que no todo lo que se pueda alcanzar se ha de pretender. La bizarría del ánimo se ha de ajustar a la razón y justicia. No se conserva mejor el que más posee, sino el que más justamente posee. La demasiada potencia, causando celos y envidia, dobla los peligros, uniéndose todos y armándose contra el más poderoso. Como lo hicieron los reyes de España contra el rey don Alonso el Tercero, cuya prosperidad y grandeza les era sospechosa. Por lo cual conviene más tener en disposición que en ejercicio el poder, porque no hay menos peligros en adquirir que en haber adquirido. Cuando falten enemigos externos, la misma opulencia derriba los cuerpos, como se experimentó en la grandeza romana. Lo cual, antevisto de Augusto, trató de remediarlo poniendo límites ol Imperio romano como después lo ejecutó el emperador Adriano. Ponga el príncipe freno a su felicidad, si la quiere regir bien. El levantar o ampliar las monarquías no es muy dificultoso a la injusticia y tiranía armada con la fuerza. La dificultad está en la conservación, siendo más dificultoso el arte de gobernar que el de vencer, porque en las armas obra las más veces el caso, y en el gobierno siempre el consejo. La felicidad suele entrarse por los portales sin que la llame el mérito o la diligencia. Pero el detenerla no sucede sin gran prudencia. El rey don Alonso el Sabio da la razón de que no es menor virtud la que mantiene que la que adquiere: «Porque la guardia aviene por seso, e la ganancia por aventura». Fácilmente se escapa la fortuna de las manos, si con ambas no se detiene. El hallar un espín (que es el cuerpo de esta Empresa) no es difícil. El detenerle ha menester el consejo para aplicar la mano con tal arte, que les coja el tiempo a sus púas, con las cuales parece un cerrado escuadrón de picas.


Fert omnia secum,
Se pharetra, sese iaculo, sese utitur arcu.


(Claudio)                


Apenas se retiraron de los Países Bajos las armas españolas (en tiempo del señor don Juan de Austria), cuando se cubrieron de ellas los rebeldes. Fácil fue al rey de Francia apoderarse injustamente del Estado de Lorena. Pero el retenerle le cuesta muchos gastos y peligros, y siempre habrá de tener sobre él armada la mano. Las causas que concurren para adquirir no asisten siempre para mantener. Pero una vez mantenido, lo sustenta el tiempo. Y así, uno solo gobierna los Estados que con gran dificultad fabricaron muchos príncipes.

§ Siendo, pues, el principal oficio del príncipe conservar sus Estados, pondré aquí los medios con que se mantienen, o ya sean adquiridos por la sucesión, por la elección o por la espada, suponiendo tres causas universales que concurren en adquirir y conservar, que son: Dios, cuando se tiene propicio con la religión y la justicia; la ocasión, cuando un concurso de causas abre camino a la grandeza; la prudencia en hacer nacer las ocasiones, y, ya nacidas por sí mismas, saber usar de ellas. Otros instrumentos hay comunes a la ciencia de conservar. Estos son el valor y aplicación del príncipe, su consejo, la estimación, el respeto y amor a su persona, la reputación de la corona, el poder de las armas, la unidad de la religión, la observancia de la justicia, la autoridad de las leyes, la distribución de los premios, la severidad del castigo, la integridad del magistrado, la buena elección de los ministros, la conservación de los privilegios y costumbres, la educación de la juventud, la modestia de la nobleza, la pureza de la moneda, el aumento del comercio y buenas artes, la obediencia del pueblo, la concordia, la abundancia y la riqueza de los erarios.

§ Con estas artes se mantienen los Estados. Y aunque en todos se requiere mucha atención, no han menester tanta los heredados por sucesión de padres a hijos; porque, ya convertidas en naturaleza la dominación y la obediencia, viven los vasallos olvidados de que fue la Corona institución y no propiedad. Nadie se atreve a perder el respeto al que en naciendo reconoció por señor. Todos temen en el sucesor la venganza y castigo de lo que cometieron contra el que gobierna. Compadecen los vasallos sus defectos. El mismo curso de los negocios (que con el largo uso y experiencia tiene ya hecha su madre, por donde se encaminan) le lleva seguro, aunque sea inhábil para el gobierno, como tenga un natural dócil, deseoso de acertar, y haga buena elección de ministros, o se los dé el caso.§ En los Estados heredados por línea trasversal o por matrimonio es menester mayor cuidado y destreza, principalmente en los primeros años del gobierno, en que suelen peligrar los sucesores que con demasiado celo o con indiscreto deseo de gloria se oponen a las acciones y costumbres de sus antecesores, y entran innovando el estado pasado sin el recato y moderación que es menester, aun cuando se trata de reducirle de mal en bien, porque la sentencia de Platón, que todas las mudanzas son peligrosas si no es la de los males, no parece que se puede entender en el gobierno. Donde corren grandes riesgos, si no se hacen poco a poco, a imitación de la Naturaleza, que en los pasajes de unos extremos a otros interpone la templanza de la primavera y del otoño entre los rigores del invierno y del estío. De gran riesgo y trabajo es una mudanza repentina, y muy fácil la que se va declinando dulcemente. En la navegación es peligroso mudar las velas, haciendo el caro, porque pasan de repente del uno al otro costado del bajel. Por esto conviene mucho que cuando entran a gobernar los príncipes, se dejen llevar del movimiento del gobierno pasado, procurando reducirle a su modo con tal dulzura, que el pueblo antes se halle de otra parte que reconozca los pasos por donde le han llevado. Tiberio no se atrevió en el principio de su imperio a quitar los juegos públicos, introducidos por Augusto. Pocos meses le duró a Galba el imperio, porque entró en él castigando los excesos y reformando los donativos y no permitiendo las licencias y desenvolturas introducidas en tiempo de Nerón, tan hecho ya a ellas el pueblo, que no menos amaba entonces los vicios que veneraba antes las virtudes de sus príncipes. Lo mismo sucedió al emperador Pertinaz, porque dio luego a entender que quería reformar la disciplina militar, relajada en el Imperio de Cómodo. También cayó en este error el rey de Francia Luis Undécimo, el cual entró a reinar haciendo grandes justicias en personas principales. Como es vicio del principado antiguo el rigor, ha de ser virtud del nuevo la benignidad.


Nil pudet assuetos sceptris, mitissima sors est
regnorum sub rege novo.


Lucano                


Tiempo es menester para ajustar el gobierno, porque no es de menor trabajo reformar una república que formarla de nuevo. Por esto David se excusó de castigar a Joab por la muerte alevosa que dio a Abner, diciendo que era recién ungido, y delicado aún su reinado, para hacerle aborrecible con el rigor. No se perdiera Roboán, si hubiera tenido esta consideración, cuando, mal aconsejado, respondió al pueblo (que le pedía le tratase con menor rigor que su padre) que agravaría el yugo que le había puesto, y que si los había castigado con azotes, él los castigaría con escorpiones.

§ Ninguna cosa más importante en los principios del gobierno que acreditarse con acciones gloriosas, porque, ganado una vez el crédito, no se pierde fácilmente. Por esto Domicio Corbulón, cuando fue enviado a Armenia, puso tanto cuidado en cobrar buena opinión. Lo mismo procuró Agrícola en el gobierno de Bretaña, reconociendo que según el concepto y buen suceso de las primeras acciones sería lo demás.

§ Siempre es peligrosa la comparación que hace el pueblo del gobierno pasado con el presente cuando no halla en éste la felicidad que en aquél, o no ve en el sucesor el agrado y las buenas partes y calidades que aplaudía en el antecesor. Por esto conviene mucho procurar que no desdiga el un tiempo del otro, y que parezca que es una misma mano la que rige las riendas. Y si, o no supiere o no pudiere el príncipe disponer de suerte sus acciones que agraden como las pasadas, huya las ocasiones en que puedan compararse. Que es lo que movió a Tiberio a no hallarse en los juegos públicos, temiendo que lo severo y melancólico de su genio, comparado con lo festivo y agradable del de Augusto, no daría satisfacción al pueblo. Y así, debe reconocer el príncipe que entra a reinar qué cosas se reprendían y eran odiosas en el gobierno pasado, para no incurrir en ellas. Con esta máxima entró Nerón a gobernar el imperio, instruido de aquellos dos grandes varones que tenía por consejeros.

§Procure el príncipe acomodar sus acciones al estilo del país y al que observaron sus antecesores; porque aun las virtudes nuevas del sucesor, no conocidas en el antecesor o en la provincia, las tiene por vicios el pueblo y las aborrece. Llaman los partos por su rey a Venón, hecho a las costumbres cortesanas de Roma (donde había estado en rehenes), y con ellas perdió el afecto de su reino, teniéndolas por nuevos vicios. El no salir a caza ni tener cuidado de los caballos, como lo hacían sus antepasados, indignaba al pueblo. Al contrario, Zeno fue amado de la nobleza y del pueblo, porque se acomodaba a sus costumbres. Y si aun las novedades en la propia persona causan estos efectos, ¿cuánto mayores los causará la mudanza de estilos y costumbres del pueblo? Pero sí conviene corregirlas, sea con tal templanza, que ni parezca el príncipe demasiadamente justiciero ni remiso. Si bien, cuando la omisión del antecesor fue grande, y el pueblo desea el remedio, es muy aplaudida la actividad del sucesor, como se experimentó en los primeros años del gobierno glorioso del padre de V. A.

§ Entrar a reinar perdonando ofensas propias y castigando las ajenas es tan generosa justicia, que acredita mucho a los príncipes, y les reconcilia las voluntades de todos, como sucedió a los emperadores Vespasiano y Tito y al rey Carlos Séptimo de Francia. Reconociendo esto el rey Witiza, levantó el destierro a los que su padre había condenado, y mandó quemar sus procesos, procurando con este medio asegurar la corona en sus sienes.

§ Si bien todas estas artes son muy convenientes, la principal es granjear el amor y obediencia de los vasallos, en que fueron grandes maestros dos reyes de Aragón. El uno fue don Alonso el Primero, cuando pasó a gobernar a Castilla por su mujer doña Urraca, mostrándose afable y benigno con todos. Oía por sí mismo los pleitos, hacía justicia, amparaba los huérfanos, socorría a los pobres, honraba y premiaba la nobleza, levantaba la virtud, ilustraba el reino, procuraba la abundancia y populación; con que robó los corazones de todos. El otro fue el rey don Alonso el Quinto, que aseguró el afecto de los vasallos del reino de Nápoles con la atención y prudencia en los negocios, con el premio y castigo, con la liberalidad y agrado, y con la facilidad de las audiencias; tan celoso del bien público y particular, y tan hecho al trato y estilos del reino, que no parecía príncipe extranjero, sino natural. Estos reyes, como se hallaron presentes, pudieron más fácilmente granjear las voluntades de los súbditos y hacerse amar. Lo cual es más dificultoso en los príncipes ausentes que tienen su corte en otros Estados. Porque la fidelidad, si no se hiela, se entibia con su larga ausencia, y solamente la podrá mantener ardiente la excelencia del gobierno, procurando hacer acertadas elecciones de ministros, y castigando severamente sus desórdenes, principalmente los que se cometieren contra la justicia, las honras y las haciendas. Porque sólo este consuelo tienen los vasallos ausentes, que, si fuere bueno el príncipe, los tratará tan bien como a los presentes, y si fuere malo, topará primero con éstos su tiranía. Pero, porque casi siempre semejantes reinos aman las novedades y mudanzas, y desean un príncipe presente que los gobierne por sí mismo, y no por otros, conviene que sea armada la confianza que de ellos se hiciere y prevenida para los casos, usando de los medios que diremos para la conservación de los reinos adquiridos con la espada.

§ Los imperios electivos que dio la gracia, la misma gracia los conserva, aunque ésta suele durar poco, porque, si bien todos los imperios nuevos se reciben con aplauso, en éste se cae luego. En la misma aclamación, cuando Saúl fue elegido rey, empezó el pueblo a desconfiar dél y a despreciarle, aunque fue de Dios su elección. Pero hay artes con que puede el elegido mantener la opinión concebida de sí, procurando conservar las buenas partes y calidades que le hicieron digno de la Corona, porque se mudan los hombres en la fortuna próspera. Tiberio tuvo buenas costumbres y nombre cuando fue particular y vivió debajo del imperio de Augusto. De Galba se refiere lo mismo. Sea grato y apacible con todos. Muéstrese agradecido y liberal con los que le eligieron, y benigno con los que le contradijeron. Celoso del bien público y de la conservación de los privilegios y costumbres del reino. Aconséjese con los naturales, empleándolos en los cargos y oficios, sin admitir forasteros ni dar mucha mano a sus parientes y amigos. Mantenga modesta su familia, mezcle la majestad con el agrado y la justicia con la clemencia. Gobierne el reino como heredado, que ha de pasar a los suyos, y no como electivo desfrutándole en su tiempo. En que suele no perdonar a los pueblos un reino breve, siendo muy dificultoso el templarnos en la grandeza que ha de morir con nosotros.

§ Es menester también que el príncipe ame la paz, porque los reinos electivos temen por señor al que tiene valor para domar a otros, y aman al que trata de su conservación (como sucede a Polonia), conociendo que todos los reinos fueron electivos en sus principios, y que, con ambición de extenderse, perdieron la libertad que quisieron quitar a los otros, adquiriendo nuevas provincias; porque la grandeza de muchos Estados no puede mantenerse firme a los accidentes y peligros de la elección, y las mismas armas que los conquistan, los reducen a monarquía hereditaria, que es lo que dio por excusa Galba para no volver el imperio al orden de república.

§ Los reinos electivos aman la libertad, y así, conviene gobernarlos con ella, y que siempre se muestre el príncipe de parte de la elección, porque en ella tienen librada su libertad, y en descubriéndose que trata de reducir a sucesión la corona, la perderá.

§ En los Estados adquiridos con la espada, con mayor dificultad adquiere que mantiene la violencia; porque suelen ser potros indómitos, que todo el trabajo está en ponerse sobre la silla, rindiéndose después al peso y al hierro. El temor y la adulación abren los caminos a la dominación. Con todo eso, como son fingidas aquellas voluntades, se descubren contrarias en pudiendo, y es menester confirmarlas con buenas artes, principalmente en los principios, cuando por las primeras acciones se hace juicio del gobierno futuro, como se hizo del de Vitelio, odioso por la muerte de Dolabela. Y, aunque dijo Pisón que ninguno había mantenido con buenas artes el imperio alcanzado con maldad, sabemos que con ellas el rey don Sancho legitimó el derecho dudoso del reino que ganó con la espada. Los príncipes que quisieron mantener con la violencia lo que adquirieron con ella, se perdieron presto. Esta mala razón de Estado destruyó a todos los tiranos, y, si alguno se conservó, fue trocando la tiranía en benevolencia y la crueldad en clemencia. No puede mantenerse el vicio, si no se sustituye la virtud. La ambición que para adquirir fue injusta, truéquese para conservarse en celo del bien público. Los vasallos aman al príncipe por el bien común y particular que reciben dél. Y como lo consigan, convierten fácilmente el temor en reverencia y el odio en amor. En que es menester advertir que la mudanza de los vicios ya conocidos no sea tan repentina y afectada, que nazca del engaño y no de la naturaleza, la cual obra con tiempo. Esto conoció Otón, juzgando que con una súbita modestia y gravedad antigua no podía retener el imperio adquirido con maldad. Más teme el pueblo tales transformaciones que los mismos vicios, porque de ellas arguye mayor malicia. La virtud artificiosa es peor que la maldad, porque ésta se ejecuta por medio de aquélla.

§ Augusto César fue valeroso y prudente en levantarse con el imperio y en mantenerle, y puede ser ejemplar a los demás príncipes. De diecinueve años se mostró digno dél, sustentando las guerras civiles. Desde entonces comenzó a fabricar su fortuna. No se alcanzan los imperios con merecerlos, sino con haberlos merecido. Una vitoria le hizo emperador, valiéndose de la ocasión y de la prudencia: de la ocasión, porque las armas de Lépido y Antonio cayeron en sus manos. A todos eran ya pesadas las guerras civiles. No había armas de la república, ni quien le hiciese oposición, por haberse acabado los hombres de valor, o en la guerra o perseguidos de la proscripción. Aborrecían las provincias el gobierno de república, y mostraban desear mudanzas en él. Las discordias y males internos necesitaban del remedio ordinario de convertirse en monarquía la aristocracia. Todas estas causas le facilitaron el imperio, ayudadas de su prudencia, y después le sustentó con estas artes. Granjeó la plebe, defendiéndola con la autoridad de tribuno. Por excusar el odio, no eligió el nombre de rey ni el de dictador, sino el de príncipe. Dejó en pie el magistrado. Ganó la voluntad de los soldados con dádivas, la del pueblo con la abundancia, y a los unos y a los otros con la dulzura de la paz, con el agrado, la benignidad y la clemencia. Hizo mercedes a sus émulos. Favoreció con riquezas y honores a los que se adelantaban en su servicio. Pocas veces usó del rigor, y entonces, no por pasión, sino por el sosiego público. Cautivó los ánimos de todos con la elocuencia, usando de ella según el decoro de príncipe. Era justiciero con los súbditos y modesto con los confederados. Mostró su rectitud en no perdonar las desenvolturas de su hija y nieta. Procuró que se conservasen las familias nobles, como se vio en las mercedes que hizo a Marco Hortalo. Castigó severamente las sátiras contra personas ilustres. Y despreció los libelos infamatorios contra su persona y gobierno. Trató de la policía y ornato de Roma. Puso términos fijos al Imperio teniendo (como se ha dicho) un libro de sus rentas y gastos. Fundó un erario militar, y distribuyó de tal suerte las fuerzas, que se diesen las manos. Con estas buenas calidades y acrecentamientos públicos estimó más el pueblo romano lo presente y seguro que lo pasado y peligroso, con que se hizo amar la tiranía. No refiero estas artes para enseñar a ser tirano, sino para que sea bueno el que ya es tirano, acompañándolas con el temor nacido de la fuerza. Porque lo que se ganó con las armas, con las armas se conserva. Y así, conviene mantener tales Estados con fortalezas levantadas con tal arte, que no parezcan freno de la libertad del reino, sino seguridad contra las invasiones externas, y que el presidio es custodia, y no desconfianza; porque ésta pone en la última desesperación a los vasallos. Los españoles se ofendieron tanto de que Constante, apellidado César, diese a extranjeros la guardia de los Pirineos, dudando de su lealtad, que llamaron a España (aunque en grave daño de ella) a los vándalos, alanos, suevos y a otras naciones. La confianza hace fieles a los vasallos. Por esto los Escipiones concedieron a los celtíberos que no tuviesen alojamientos distintos y que militasen debajo de las banderas romanas, y Augusto tuvo guarda de españoles sacados de la legión Calagurritana.

§ Procure el príncipe transformar poco a poco las provincias adquiridas en las costumbres, trajes, estilos y lengua de la nación dominante por medio de las colonias, como se hizo en España con las que se fundaron en tiempo de Augusto, a que fácilmente se dejan inducir las naciones, porque siempre imitan a los vencedores, lisonjeándolos en parecerse a ellos en los trajes y costumbres, y en estimar sus privilegios y honores más que los propios. Por esto los romanos daban a sus amigos y confederados el título de ciudadano, con que los mantenían fieles. El emperador Vespasiano, para granjear los españoles, les comunicó los privilegios de Italia. Las provincias adquiridas, si se mantienen como extrañas, siempre son enemigas. Esta razón movió al emperador Claudio a dar los honores de la ciudad de Roma a la Galia Comata, diciendo que los lacedemonios y los atenienses se habían perdido por tener por extraños a los vencidos, y que Rómulo en un día tuvo a muchos pueblos por enemigos y por ciudadanos. Con estos y otros medios se van haciendo naturaleza los dominios extranjeros, habiéndolos prescrito el tiempo, perdida ya la memoria de la libertad pasada. Esta política se despreció en España en su restauración. Y estimando en más conservar pura su nobleza que mezclarse con la sangre africana, no participó sus privilegios y honores a los rendidos de aquella nación, con que, unidos, conservaron juntamente con el odio sus estilos, su lenguaje y su perfidia, y fue menester expelerlos de todo punto, y privarse de tantos vasallos provechosos a la cultura de los campos no sin admiración de la razón de Estado de otros príncipes, viendo antepuesto el esplendor de la nobleza a la conveniencia, y la religión a la prudencia humana.

§ En las mudanzas de una forma de república en otra diferente es conveniente tal arte, que totalmente no se halle el pueblo nuevo en ellas, ni eche menos la forma del gobierno pasado, como se hizo en la expulsión de los reyes de Roma, constituyendo con tanta destreza lo sagrado y lo profano, que no se conociese la falta de los reyes, que cuidaban de lo uno y de lo otro. Y cuando después se convirtió la república en Imperio, se mantuvieron los nombres de los magistrados y el orden de Senado con una imagen de libertad, que afirmó el principado. Lo mismo hicieron en Florencia los duques de Toscana. De esta razón de Estado fue gran maestro el emperador Augusto, disponiendo luego algunas cosas, y dejando otras para después, temiendo que no le sucedería bien, si juntamente quisiese transferir y trocar los hombres. Pero más digno de admiración fue Samuel, que mudó el gobierno y policía del pueblo de Dios sin que a alguno pareciese mal. Con tal prudencia se han de ir poco a poco deshaciendo estas sombras de libertad, que se vaya quitando de los ojos al mismo paso que se va arraigando el dominio. Así juzgaba Agrícola que se había de hacer en Bretaña.

§ Ninguna fuerza más suave y más eficaz que el beneficio para mantener las provincias adquiridas. Aun a las cosas inanimadas adoraban los hombres y les atribuían deidad, si de ellas recibían algún bien. Fácilmente se dejan los pueblos engañar del interés, y no reparan en que tenga el cetro la mano que da, aunque sea extranjera. Los que se dejan obligar con beneficios y faltan a su obligación natural no pueden después maquinar contra el príncipe, porque no tienen séquito, no habiendo quien se prometa buena fortuna de un ingrato. Por lo cual Escipión, ganada Cartago, mandó restituir sus bienes a los naturales. Y Sertorio granjeó las voluntades de España bajando los tributos y haciendo un Senado de españoles como el de Roma. Para afirmar su corona, moderó el rey Ervigio las imposiciones, y perdonó lo que se debía a la Cámara. Los romanos en las provincias debeladas abajaban los tributos por hacer suave su dominio. Más sienten los pueblos la avaricia del que domina que la servidumbre, como lo experimentaron los romanos en la rebelión de Frisa. Y así, ha de huir mucho el príncipe de cargar con tributos las provincias adquiridas, y principalmente de introducir los que se usan en otras partes, porque es aborrecida tal introducción. Los de Capadocia se rebelaron porque Arquelao les echaba imposiciones al modo de Roma.

§ La modestia es conveniente para mantener los reinos adquiridos. Más sintió el Senado romano que Julio César no se levantase a los senadores cuando entraban en el Senado, que la pérdida de su libertad. Advertido de esto Tiberio, les hablaba breve y modestamente. Más atiende el pueblo a los accidentes que a la substancia de las cosas, y por vanas pretensiones de autoridad se suele perder el aplauso común y caer en aborrecimiento. A Seyano le pareció que era mejor despreciar inútiles apariencias de grandeza y aumentar el verdadero poder. Los romanos atendían al aumento y conservación de su imperio, y no hacían caso de vanidades. Por esto Tiberio, como prudente estadista, fue gran despreciador de honores, y no consintió que España Ulterior le levantase templos ni que le llamasen padre de la patria, reconociendo el peligro de una ambición desordenada, que da a todos en los ojos. Observando esta razón de Estado, los duques de Florencia se muestran muy humanos con sus vasallos, sin admitir el duro estilo de pararse cuando pasan, como se usa en Roma. Habiendo Castilla negado la obediencia a los reyes, no dio nombres vanos de grandeza a los que habían de gobernar, sino solamente de jueces, para que fuesen más bien admitidos del pueblo. Con esta prudencia y moderación de ánimo el rey don Fernando el Católico no quiso (muerta la reina doña Isabel) tomar título de rey, sino de gobernador de Castilla. Algunas potencias en Italia, que aspiran a la majestad real, conocerán con el tiempo (quiera Dios que me engañe el discurso) que el apartarse de su antigua modestia es dar en el peligro, perturbándose el público sosiego, porque no se podrá Italia sufrir a sí misma, si se viere con muchas cabezas coronadas. Con menos inconvenientes se suelen dilatar los términos de un Estado que mudar dentro de sí la forma de su grandeza, o en competencia de los mayores o en desprecio de los iguales, con que a unos y a otros se incita vanamente. De la desigualdad en las comunidades resultó la dominación común. El estar en ellas y no verse el príncipe, es lo que las mantiene libres. Si se siembran espíritus regios, nacerán deseos de monarquía que acechen a la libertad.

§ La paz, como decimos en otra parte, es la que mantiene los reinos adquiridos, como sea paz cuidadosa y armada, porque da tiempo para que la posesión prescriba el dominio y le dé título justo, sin que le perturbe la guerra, la cual confunde los derechos, ofrece ocasiones a los ingenios inconstantes y mal contentos, y quita el arbitrio al que domina. Y así, no solamente se ha de procurar la paz en los reinos adquiridos, sino también en sus confinantes, porque fácilmente saltan centellas del fuego vecino, y pasan las armas de unas partes a otras, encendido su furor en quien las mira de cerca. Que es la razón que obligó al rey Felipe Tercero a tomar las armas contra el duque Carlos Emanuel de Saboya cuando quiso despojar del Monferrato al duque de Mantua, procurando su Majestad que la justicia, y no la espada, decidiese aquellas pretensiones, porque no padeciese la quietud pública de Italia por los antojos de uno. El mismo peligro corre hoy, si no se componen las diferencias que han obligado a levantar las armas a todos los potentados; porque, desnuda una vez la espada, o la venganza piensa en satisfacerse de agravios recibidos, o la justicia en recobrar lo injustamente usurpado, o la ambición en ampliar los dominios, o el mismo Marte armado quiere probar el acero.

§ Cierro el discurso de esta Empresa con cuatro versos del Tasso, en que pone con gran juicio los verdaderos fundamentos con que se ha de establecer y conservar un nuevo reino.


E fondar Boemondo al nuovo regno
Suo d'Antiochia alti principii mira;
E leggi imporre, et introdur costume,
Et arti e culto di verace Nume.





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Advirtiendo el príncipe que, si no crece el Estado, mengua. O subir o bajar


La saeta impelida del arco, o sube o baja, sin suspenderse en el aire, semejante al tiempo presente, tan imperceptible, que se puede dudar si antes dejó de ser que llegase; como los ángulos en el círculo, que pasa el agudo a ser obtuso sin tocar en el recto. El primer punto de la consistencia de la saeta lo es de su declinación. Lo que más sube, más cerca está de su caída. En llegando las cosas a su último estado, han de volver a bajar sin detenerse. En los cuerpos humanos lo notó Hipócrates, los cuales, en no pudiendo mejorarse, no pueden subsistir, y es fuerza que empeoren. Ninguna cosa permanente en la Naturaleza. Esas causas segundas de los cielos nunca paran, y así tampoco los efectos que imprimen en las cosas, a que Sócrates atribuyó las mudanzas de las repúblicas. No son las monarquías diferentes de los vivientes o vegetables. Nacen, viven y mueren como ellos, sin edad firme de consistencia. Y así, son naturales sus caídas. En no creciendo, descrecen. Nada interviene en la declinación de la mayor fortuna. El detenerla en empezando a caer es casi imposible. Más dificultoso es a la majestad de los reyes bajar del sumo grado al medio, que caer del medio al ínfimo. Pero no suben y caen con iguales pasos las monarquías, porque las mismas partes con que crecieron les son después de peso, el cual con mayor inclinación y velocidad baja, apeteciendo el sosiego del centro. En doce años levantó Alejandro su monarquía, y cayó en pocos, dividida en cuatro señoríos, y después en diversos.

§ Muchas son las causas de los crecimientos y descrecimientos de las monarquías y repúblicas. El que las atribuye al caso, o al movimiento y fuerza de los astros, o a los números de Platón y años climatéricos, niega el cuidado de las cosas inferiores a la Providencia divina. No desprecia el gobierno de estos orbes quien no despreció su fábrica, pues hacerla y no cuidar de ella fuera acusar su misma acción. Si para iluminar el cuello de un pavón o para pintar las alas de una mariposa no fía Dios de otro sus pinceles, ¿cómo creeremos que deja al caso los imperios y monarquías, de las cuales pende la felicidad o infelicidad, la muerte o vida del hombre, por quien crió todas las cosas? Impiedad sería nuestra el creerlo, o soberbia, para atribuir a nuestro consejo los sucesos. Por él reinan los reyes, por su mano se distribuyen los cetros, y si bien en su conservación o pérdida deja correr las inclinaciones naturales, que o nacieron con nosotros o son influidas, y que con ellas se halla el libre albedrío sin obligar su libertad, con él mismo obra, disponiendo con nosotros las fábricas o ruinas de las monarquías. Y así, ninguna se perdió en que no haya intervenido la imprudencia humana o sus ciegas pasiones. No sé si me atreva a decir que fueran los imperios perpetuos, si en los príncipes se ajustara siempre la voluntad al poder y la razón a los casos.

Teniendo, pues, alguna parte la prudencia y consejo humano en las declinaciones de los imperios, bien podremos señalarles sus causas. Las universales, que comprenden a todos los reinos, o adquiridos por la sucesión o por la elección o por la espada, son muchas; pero todas se podrían reducir a cuatro fuentes, de las cuales nacen las demás, así como en el horizonte del mundo salen de cuatro vientos principales muchos colaterales. Estas causas son la religión, la honra, la vida y la hacienda. Por la conservación de ellas se instituyó la compañía civil, y se sujetó el pueblo al gobierno de uno, de pocos o de muchos. Y así, cuando ve que alguna de estas cuatro cosas padece, se alborota y muda la forma del gobierno. De ellas tocaremos algo con la brevedad que pide esta obra.

La religión, si bien es vínculo de la república, como hemos dicho, es la que más la desune y reduce a varias formas de gobierno cuando no es una sola, porque no puede haber concordia ni paz entre los que sienten diversamente de Dios. Pues si la diversidad en las costumbres y trajes hace opuestos los ánimos, ¿qué hará la inclinación y fidelidad natural al Autor de lo criado, y la rabia de los celos del entendimiento en el modo de entender lo que tanto importa? La ruina de un Estado es la libertad de conciencia. Un clavo a los ojos, como dijo el Espíritu Santo, y un dardo al corazón son entre sí los que no convienen en la religión. Las obligaciones de vasallaje y los mayores vínculos de amistad y sangre se descomponen y rompen por conservar el culto. Al rey Witerico mataron sus vasallos porque había querido introducir la secta de Arrio, y también a Witiza, porque alteró los estilos y ritos de la religión. Galicia se alborotó contra el rey don Fruela por el abuso de los casamientos de los clérigos. Luego que entró en los Países Bajos la diversidad de religiones, faltaron a la obediencia de su príncipe natural.

§ La honra también, así como defiende y conserva las repúblicas y obliga a la fidelidad, las suele perturbar por preservarse de la infamia en la ofensa, en el desprecio y en la injuria, anteponiendo los vasallos de honor a la hacienda y a la vida. A los africanos llamó a España el conde don Julián cuando supo que el rey don Rodrigo había manchado el honor de la Cava, su hija. Los hidalgos de Castilla tomaron las armas contra el rey don Alonso el Tercero porque les quiso romper sus privilegios y obligarles a pechar. No pudieron sufrir los vasallos del rey de León don Ramiro el Tercero que los tratase áspera y servilmente, y se levantaron contra él. Las afrentas recibidas siempre están incitando a venganza contra el príncipe. La desestimación obliga a sediciones, o ya el príncipe la tenga de los vasallos, o ellos dél, cuando no tiene las partes y calidades dignas de príncipe, juzgando que es vileza obedecer a quien no sabe mandar ni hacerse respetar, y vive descuidado del gobierno. Como lo hicieron los vasallos del rey don Juan el Primero de Aragón, porque no atendía a los negocios. Los del rey de Castilla don Juan el Segundo, porque era incapaz del cetro. Los del rey don Enrique el Cuarto, por sus vicios y poco decoro y autoridad. Y los del rey don Alonso el Quinto de Portugal, porque se dejaba gobernar de otros. No menos sienten los súbditos por agravio y mengua el ser mandados de extranjeros, o que entre ellos se repartan las dignidades y mercedes; porque (como dijo el rey don Enrique) «es mostrar que en nuestros reinos haya falta de personas dignas y hábiles». Lo cual dio motivo a los movimientos de Castilla en tiempo del emperador Carlos Quinto. Lo mismo sucede cuando los honores son mal repartidos, porque no lo pueden sufrir los hombres de gran corazón, teniendo por desprecio que otros de menos méritos sean preferidos a ellos

La mayor enfermedad de la república es la incontinencia y lascivia. De ellas nacen las sediciones, las mudanzas de reinos y las ruinas de príncipes, porque tocan en la honra de muchos, y las castiga Dios severamente. Por muchos siglos cubrió de cenizas a España una deshonestidad. Por ella cayeron tantas plagas en Egipto, y padeció David grandes trabajos en su persona y en las de sus descendientes, perseguidos y muertos casi todos a cuchillo.

§ No es menor peligro en la república el haber muchos excluidos de los cargos, porque son otros tantos enemigos de ella, no habiendo hombre tan ruin que no apetezca el honor y sienta verse privado dél. Este peligro corren las repúblicas donde un número cierto de nobles goza del magistrado, excluidos los demás.

§ La tercera causa de las mudanzas y alborotos de los reinos es por la conservación de la vida, cuando los súbditos tienen por tan flaco y cobarde a su príncipe, que no los podrá defender. O le aborrecen por su severidad, como al rey don Alonso el Décimo, o por su crueldad, como al rey don Pedro. O cuando le tienen por injusto y tirano en sus acciones, y peligra en sus manos la vida de todos, como al rey don Ordoño por la muerte que con mal trato dio a los condes de Castilla, de donde resultó el mudar de gobierno.

§ La última causa es la hacienda, cuando el príncipe consume las de sus vasallos. Lo cual fue causa para que don García, rey de Galicia, perdiese el reino y la vida. O cuando disipa pródigamente las rentas reales, pretexto de que se valió don Ramón para dar la muerte a su hermano el rey de Navarra, don Sancho. O cuando es avariento, como el rey don Alonso el Sabio. O cuando por el mal gobierno se padece necesidad, y se altera el precio de las cosas, y falta el comercio y trato, lo cual hizo también odioso al mismo rey don Alonso. O cuando está desconcertada la moneda, como en tiempo del rey don Pedro de Aragón el Segundo y de otros muchos reyes, o mal repartidos los cargos útiles o las haciendas, porque la envidia y la necesidad toman las armas contra los ricos, y causan sediciones. Las cuales también nacen de la mala administración de la justicia, de los alojamientos, y de otros pesos que cargan sobre las rentas y bienes de los vasallos.

§ Fuera de estas causas universales y comunes, hay otras muy particulares a cada una de las tres diferencias dichas de reinos, las cuales se pueden inferir de las que hemos propuesto para su conservación; porque, conocido lo que da salud a los Estados, se conoce lo que les da muerte, o al contrario. Con todo eso, me extenderé algo en ellas, aunque con riesgo de tocar en las ya referidas.

§ Los Estados hereditarios se suelen perder cuando en ellos reposa el cuidado del sucesor, principalmente si son muy poderosos, porque su misma grandeza le hace descuidado, despreciando los peligros, y siendo irresoluto en los consejos y tímido en ejecutar cosas grandes, por no turbar la posesión quieta en que se halla. No acude al daño con las prevenciones, sino con los remedios cuando ya ha sucedido, siendo entonces más costosos y menos eficaces. Juzga el atreverse por peligro, y procurando la paz con medios flojos e indeterminados, llama con ellos la guerra, y por donde piensa conservarse, se pierde. Éste es el peligro de las monarquías, que, buscando el reposo, dan en las inquietudes. Quieren parar, y caen. En dejando de obrar, enferman. Bien significó todo esto aquella visión de Ezequiel, de los cuatro animales alados, símbolo de los príncipes y de las monarquías. Los cuales, cuando caminaban, parecía de muchos el rumor de sus alas, semejante a la marcha de los escuadrones, y en parando se les caían las plumas. Pero no es menester para mantenerse que siempre hagan nuevas conquistas, porque habrían de ser infinitas y tocarían en la injusticia y tiranía. Bien se puede mantener un Estado en la circunferencia de su círculo, con tal que dentro de ella conserve su actividad, y ejercite su valor y las mismas artes con que llegó a su grandeza. Las aguas se conservan dentro de su movimiento. Si falta, se corrompen. Pero no es necesario que corran. Basta que se muevan en sí mismas, como sucede a las lagunas agitadas de los vientos. Así las monarquías bien disciplinadas y prevenidas para la ocasión, duran por largo espacio de tiempo sin ocuparse en la usurpación. Aunque no haya guerra, se puede ejercitar la guerra. En la paz mantenía C. Cassio las artes de la guerra y la disciplina militar antigua. Si al príncipe le faltare el ejercicio de las armas, no se entorpezca en los ocios de la paz. En ella emprenda gloriosas acciones que mantengan la opinión. No dejó Augusto en el sosiego de su imperio cubrir de cenizas su espíritu fogoso. Antes, cuando no había en qué obrar como hombre, intentó obrar como dios, componiendo los movimientos de los orbes, ajustando los meses y dando órdenes al tiempo. Con este fin el rey Felipe Segundo levantó aquella insigne obra del Escurial, en que procuró vencer con el arte las maravillas de la Naturaleza, y mostrar al mundo la grandeza de su ánimo y de su piedad.

§ Peligran también los reinos hereditarios cuando el sucesor, olvidado de los institutos de sus mayores, tiene por natural la servidumbre de los vasallos. Y, no reconociendo de ellos su grandeza, los desama y gobierna como a esclavos, atendiendo más a sus fines propios y al cumplimiento de sus apetitos que al beneficio público, convertida en tiranía la dominación. De donde concibe el pueblo una desestimación del príncipe y un odio y aborrecimiento a su persona y acciones, con que se deshace aquella unión recíproca que hay entre el rey y el reino: donde éste obedece y aquél manda, por el beneficio que reciben: el uno en el esplendor y superioridad de gobernar, y el otro en la felicidad de ser bien gobernado. Sin este recíproco vínculo se pierden los Estados hereditarios o se mudan sus formas de gobierno, porque el príncipe que se ve despreciado y aborrecido, teme. Del temor nace la crueldad, y de ésta la tiranía. Y, no pudiéndola sufrir los poderosos se conjuran contra él, y con la asistencia del pueblo le expelen. Y entonces, reconociendo el pueblo de ellos su libertad, les rinde el gobierno y se introduce la aristocracia, en que mandan los mejores. Pero se vuelve a los mismos inconvenientes de la monarquía; porque, como suceden después sus hijos, haciéndose hereditario el magistrado y el dominio, abusan dél, gobernando a utilidad propia. De donde resulta que, viéndose el pueblo tiranizado de ellos, les quita el poder y quiere que manden todos, eligiendo para mayor libertad la democracia, en la cual, no pudiéndose mantener la igualdad, crece la insolencia y la injusticia. Y de ella resultan las sediciones y tumultos, cuya confusión y daños obligan a buscar uno que mande a todos. Con que se vuelve otra vez a la monarquía. Este círculo suelen hacer las repúblicas, y en él acontece muchas veces perder su libertad cuando alguna potencia vecina se vale de la ocasión de sus inquietudes para sujetarlas y dominarlas.

§ Los imperios electivos se pierden o el afecto de los vasallos, cuando no corresponden las obras del elegido a la opinión concebida antes, hallándose engañada la elección en los presupuestos falsos del mérito: porque muchos parecen buenos para gobernar antes de haber gobernado, como parecía Galba. Los que no concurrieron en la elección no se aseguran jamás del elegido, y este temor les obliga a desear y a procurar la mudanza. Los que asistieron con sus votos se prometieron tanto de su favor, que, no viendo cumplidas sus esperanzas, viven quejosos, siendo imposible que el príncipe pueda satisfacer a todos. Fuera de que se cansa la gratitud humana de tener delante de sí los instrumentos de su grandeza y los aborrece como a acreedores de ella. Los vasallos hechos a las mudanzas de la elección las aman, y siempre se persuaden a que otro nuevo príncipe será mejor. Los que tienen voto en la elección llevan mal que esté por largo tiempo suspensa y muerta su potestad de elegir, de la cual pende su estimación. El elegido, soberbio con el poder, quiere extenderle, y rompe los juramentos y condiciones con que fue elegido. Y, despreciando los nacionales (cuando es forastero), pone en el gobierno a los de su nación y engrandece a los de su familia. Con que cae en el odio de sus vasallos y da ocasión a su ruina, porque todos llevan mal el ser mandados de extranjeros. Por triste anuncio de Jerusalem lo puso Jeremías.

§ Los imperios adquiridos con la espada, se pierden, porque con las delicias se apaga el espíritu y el valor. La felicidad perturba los consejos y trae tan divertidos a los príncipes, que desprecian los medios que los puso en aquella grandeza. Llegan a ella con el valor, la benignidad y el crédito, y la pierden con la flaqueza, el rigor y la desestimación. Con que, mudándose la dominación, se muda con ella el afecto y la obediencia de los vasallos. Ésta fue la causa de la expulsión de los cartagineses en España, no advirtiendo que con las mismas artes con que se adquieren los Estados, se mantienen. En que suelen ser más atentos los conquistadores que sus sucesores; porque aquéllos para adquirirlos y mantenerlos, aplicaron todo su valor e ingenio, y a éstos hace descuidados la sucesión. De donde nace que casi todos los que ocuparon reinos los mantuvieron, y casi todos los que los recibieron de otros los perdieron. El Espíritu Santo dice que los reinos pasan de unas gentes en otras por la injusticia, agravios y engaños.

Cierro esta materia con dos advertencias. La primera, que las repúblicas se conservan, cuando están lejos de aquellas cosas que causan su muerte y también cuando están cerca de ellas, porque la confianza es peligrosa y el temor solícito y vigilante. La segunda, que ni en la persona del príncipe ni en el cuerpo de la república se han de despreciar los inconvenientes o daños, aunque sean pequeños, porque secretamente y poco a poco crecen, descubriéndose después irremediables. Un pequeño gusano roe el corazón a un cedro y le derriba. A la nave más favorecida de los vientos detiene un pecezuelo. Cuanto es más poderosa y mayor su velocidad, más fácilmente se deshace en cualquier cosa que topa. Ligeras pérdidas ocasionaron la ruina de la monarquía romana. Tal vez es más peligroso un achaque que una enfermedad, por el descuido en aquél y la diligencia en ésta. Luego tratamos de curar una fiebre, y despreciamos una destilación al pecho, de que suelen resultar mayores enfermedades.