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Que la concordia lo vence todo. Concordiae cedunt


Crecen con la concordia las cosas pequeñas, y sin ella caen las mayores. Resisten unidas a cualquier fuerza las que divididas eran flacas e inútiles. ¿Quién podrá, juntas las cerdas, arrancar la cola de un caballo o romper un manojo de saetas? Y cada una de por sí no es bastante a resistir la primer violencia. Así dieron a entender Sertorio y Escíluro Escita el valor de la concordia, que hace de muchas partes distintas un cuerpo unido y robusto. Levantó el cuidado público las murallas de las ciudades sobre las estaturas de los hombres con tal exceso, que no pudiesen escalarlas. Y juntos muchos soldados, y hechas pavesadas de los escudos, y sustentados en ellos con recíproca unión y concordia, vencían antiguamente sus almenas y las expugnaban. Todas las obras de la Naturaleza se mantienen con la amistad y concordia. Y en faltando desfallecen y mueren, no siendo otra la causa de la muerte que la disonancia y discordia de las partes que mantenían la vida. Así, pues, sucede en las repúblicas: un consentimiento común las unió, y un disentimiento de la mayor parte y de la más poderosa las perturba y destruye, o les induce nuevas formas. La ciudad que por la concordia era una ciudad, sin ella es dos y a veces tres o cuatro, faltándole el amor, que reducía en un cuerpo los ciudadanos. Esta desunión engendra el odio, de quien nace luego la venganza, y de ésta el desprecio de las leyes, sin cuyo respeto pierde la fuerza la justicia, y sin ésta se viene a las armas. Y, encendida una guerra civil, cae fácilmente el orden de república, la cual consiste en la unidad. En discordando las abejas entre sí, se acaba aquella república. Los antiguos, para significar a la discordia, pintaban una mujer que rasgaba sus vestidos.


Et scissa gaudens vadit discordia palla.


Virgilio                


Y si hace lo mismo con los ciudadanos, ¿cómo se podrán juntar para la defensa y conveniencia común? ¿Cómo asistirá entre ellos Dios, que es la misma concordia, y la ama tanto que con ella mantiene(como dijo Job) su monarquía celestial? Platón decía que ninguna cosa era más perniciosa a las repúblicas que la división. Hermosura de la ciudad es la concordia, su muro y su presidio. Aun la malicia no se puede sustentar sin ella. Las discordias domésticas hacen vencedor al enemigo. Por las que había entre los britanos, dijo Galgaco que eran los romanos gloriosos. Encendidas dentro del Estado las guerras, se descuidan todos de las de afuera. A pesar de estas y de otras razones, aconsejan algunos políticos que se siembren discordias entre los ciudadanos para mantener la república, valiéndose del ejemplo de las abejas, en cuyas colmenas se oye siempre un ruido y disensión. Lo cual no aprueba, antes contradice este parecer; porque aquel murmurio no es disonancia de voluntades, sino concordancia de voces con que se alientan y animan a la obra de sus panales, como la de los marineros para izar las velas y hacer otras faenas. Ni es buen argumento el de los cuatro humores en los cuerpos vivientes, contrarios y opuestos entre sí; porque antes de su combate nacen las enfermedades y brevedad de la vida, quedando vencedor el que predomina. Los cuerpos vegetables son de más duración por faltarles esta contradicción. Fuerza es que lo que discuerda padezca, y que lo que padece no dure. ¿Quién, desunida una república, podrá mantener el fuego de las disensiones en cierto término seguro? Si encendido pasan a abrasarse, ¿quién después le extinguirá estando todos envueltos en él? La mayor facción arrastrará a la otra, y aquélla por mantenerse y ésta por vengarse, se valdrán de las fuerzas externas, y reducirán a servidumbre la república, o le darán nueva forma de gobierno, que casi siempre será tirano, como testifican muchos ejemplos. No es el oficio del príncipe de desunir los ánimos, sino de tenerlos conformes y amigos. Ni pueden unirse en su servicio y amor los que están opuestos entre sí, ni que dejen de conocer de dónde les viene el daño. Y así, cuando el príncipe es causa de la discordia, permite la divina Providencia (como quien abomina de ella) que sean su ruina las mismas artes con que pensaba conservarse; porque, advertidas las parcialidades, le desprecian y aborrecen como autor de sus disensiones. El rey Italo fue recibido con amor y aplauso de los alemanes porque no fomentaba discordia y era parcial a todos.

§ Por las razones propuestas debe el príncipe no dejar echar raíces a las discordias, procurando mantener su Estado en unión. La cual se conservará si atendiere a la observación de las leyes, a la unidad de la religión, a la abundancia de los mantenimientos, al repartimiento igual de los premios y de sus favores, a la conservación de los privilegios, a la ocupación del pueblo en las artes, y de los nobles en el gobierno, en las armas y en las letras; a la prohibición de las juntas, a la compostura y modestia de los mayores, a la satisfacción de los menores, al freno de los privilegiados y exentos, a la mediocridad de las riquezas y al remedio de la pobreza. Porque, reformadas y constituidas bien estas cosas, resulta de ellas un buen gobierno, y donde le hay, hay paz y concordia.

Solamente podría ser conveniente y justo procurar la discordia en los reinos ya turbados con sediciones y guerras civiles, dividiéndolos en facciones para que sea menor la fuerza de los malos, porque el fin es de dar paz a los buenos. Y el disponer que no la tengan entre sí los perturbadores es defensa natural, siendo la unión de los malos en daño de los buenos. Y como se ha de desear que los buenos vivan en paz, así también que los malos estén discordes, para que no ofendan a los buenos.

§ La discordia que condenamos por dañosa en las repúblicas es aquella hija del odio y aborrecimiento; pero no la aversión que unos estados de la república tienen contra otros, como el pueblo contra la nobleza, los soldados contra los artistas; porque esta repugnancia o emulación por la diversidad de sus naturalezas y fines tiene distintos los grados y esferas de la república, y la mantiene, no habiendo sediciones sino cuando los estados se unen y hacen comunes entre sí sus intereses, bien así como nacen las tempestades de la mezcla de los elementos, y las avenidas de la unión de unos torrentes y ríos con otros. Y así, es conveniente que se desvele la política del príncipe en esta desunión, manteniéndola con tal temperamento, que ni llegue a rompimiento ni a confederación.

Lo mismo se ha de procurar entre los ministros, para que una cierta emulación y desconfianza de unos con otros los haga más atentos y cuidadosos en las obligaciones de su oficio; porque si estando de concierto se disimulan y ocultan los yerros o se unen en sus conveniencias, estará vendido entre ellos el príncipe y el Estado, sin que se pueda aplicar el remedio, porque no puede ser por otras manos que por las suyas. Pero si esta emulación honesta y generosa entre los ministros pasa a odio y enemistad, causa los mismos inconvenientes; porque viven más atentos a contradecirse y destruir el uno los dictámenes y negociaciones del otro, que al beneficio público y servicio de su príncipe. Cada uno tiene sus amigos y valedores, y fácilmente se reduce el pueblo a parcialidades, de donde suelen nacer los tumultos y disensiones. Por eso Druso y Germánico se unieron entre sí, para que no creciese al soplo del favor de ellos la llama de las discordias que se habían encendido en el palacio de Tiberio. De donde se infiere cuán errado fue el dictamen de Licurgo, que sembraba discordias entre los reyes de Lacedemonia, y ordenó que cuando se enviasen dos embajadores, fuesen entre sí enemigos. Ejemplos tenemos en nuestra edad de los daños públicos que han nacido por la desunión de los ministros. Uno es el servicio del príncipe, y no puede tratarse sino es por los que están unidos entre sí. Por esto Tácito alabó en Agrícola el haberse conservado con sus camaradas en buena amistad, sin emulación ni competencia. Menos inconveniente es que un negocio se trate por un ministro malo que por dos buenos, si entre ellos no hay mucha unión y conformidad, lo cual sucede raras veces.

§ La nobleza es la mayor seguridad y el mayor peligro del príncipe, porque es un cuerpo poderoso que arrastra la mayor parte del pueblo tras sí. Sangrientos ejemplos nos dan España y Francia; aquélla en los tiempos pasados, ésta en todos. El remedio es mantenerla desunida del pueblo y de sí misma con la emulación, pero con el temperamento dicho, y multiplicar e igualar los títulos y dignidades de los nobles; consumir sus haciendas en las ostentaciones públicas, y sus bríos en los trabajos y peligros de la guerra; divertir sus pensamientos en las ocupaciones de la paz, y humillar sus espíritus en los oficios serviles de palacio.




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Que la diversión es el mayor ardid. Disiunctis viribus


En las Sagradas Letras se comparan los reyes a los ríos. Así se entiende lo que dijo el profeta Habacuc, que cortaría Dios los ríos de la tierra, queriendo significar que dividiría el poder y fuerzas de los que guerreasen contra su pueblo, como lo experimentó David en la rota que dio a los filisteos, y lo confesó, aclamando que Dios había dividido en su presencia a sus enemigos como se dividen las aguas. Ningún medio más eficaz para derribar una potencia que la división, porque la mayor, si se divide, no puede resistirse. ¡Qué soberbio va dentro de su madre un río deshaciendo las riberas, y abriendo entre ellas nuevos caminos! Pero en sangrando sus corrientes, queda flaco y sujeto a todos. Así sucedió al río Ginde, donde habiéndosele ahogado un caballo al rey Ciro, se enojó tanto, que le castigó mandando dividirle en trescientos y sesenta arroyuelos, con que perdió el nombre y la grandeza; y el que antes apenas sufría puentes, se dejaba pasar de cualquiera. A esto miró el consejo que dieron al Senado romano en tiempo del emperador Tiberio, de sangrar el río Tíber, divirtiendo por otras partes los lagos y ríos que entraban en él, para disminuir su caudal, y que sus inundaciones no tuviesen a Roma en continuo temor y peligro. Pero no lo consintió el Senado por no quitarle aquella gloria. Todo esto dio ocasión a esta Empresa, para significar en ella, por un río dividido en diversas partes, la importancia de las diversiones hechas a los príncipes poderosos; porque cuanto mayor es la potencia, con tanto mayores fuerzas y gastos ha de acudir a su defensa, y no puede haber cabos ni gente ni prevenciones para tanto. El valor y la prudencia se embarazan cuando por diversas partes amenazan los peligros. Este medio es el más seguro y el menos costoso a quien le aplica, porque suele hacer mayores efectos un clarín que por diferentes puestos toca al arma a un reino, que una guerra declarada.

§ Más seguro y no menos provechoso es el arte de dividir las fuerzas del enemigo, sembrando discordias dentro de sus mismos Estados; porque éstas dan medios a la invasión. Con tales artes mantuvieron los fenicios su dominio en España, dividiéndola en parcialidades. Lo mismo hicieron contra ellos los cartagineses. Por esto fue prudente el consejo del marqués de Cádiz. El cual, preso el rey de Granada Boabdil, propuso al rey don Fernando el Católico que le diese libertad para que se sustentasen las disensiones que había entre él y su padre sobre la Corona, las cuales tenían en bandos el reino. Por favor particular de la fortuna se tuvo el sustentar el imperio romano en sus mayores trabajos con la discordia de sus enemigos. Ningún dinero más bien empleado, ni a menos costa de sangre y de peligro, que el que se da para fomentar las disensiones de un reino declaradamente enemigo, o para que otro príncipe le haga la guerra, porque ni el gasto ni los daños son tan grandes. Pero es menester mucha advertencia, porque algunas veces se hacen estos gastos inútilmente por temores vanos, y descubierta la mala intención, queda declarada la enemistad. De que tenemos muchos ejemplos en los que, sin causa de ofensas recibidas ni de intereses considerables, han fomentado los enemigos de la casa de Austria para tenerla siempre divertida con guerras, consumiendo en ello inútilmente sus erarios; sin advertir que, cuando fuesen acometidos de los austríacos, les sería de más importancia tener para su defensa lo que han gastado en la diversión.

§ Toda esta doctrina corre sin escrúpulo político en una guerra abierta, donde la razón de la defensa natural pesa más que otras consideraciones, y la misma causa que justifica la guerra, justifica también la discordia. Pero cuando es sola emulación de grandeza a grandeza no se deben usar tales artes; porque quien soleva los vasallos de otro príncipe, enseña a ser traidores a los suyos. Sea la emulación de persona a persona; pero no de oficio a oficio. La dignidad es en todas partes de una misma especie. Lo que ofende a una es consecuencia para todas. Pasan las pasiones y odios, y quedan perpetuos los malos ejemplos. Su causa hace el príncipe que no consiente en la dignidad del otro la desestimación o inobediencia, ni en su persona la traición. Indigna acción de un príncipe vencer al otro con el veneno, y no con la espada. Por infamia lo tuvieron los romanos, como hoy los españoles, no habiendo jamás usado de tales artes contra sus enemigos; antes, los han asistido. Heroico ejemplo deja a V. A. el rey nuestro señor en la armada que envió a favor de Francia contra los ingleses cuando ocuparon la isla de Re, sin admitir la proposición del duque de Ruan de dividir el reino en repúblicas. Y también en la oferta de Su Majestad a aquel rey por medio de monseñor de Máximi, nuncio de Su Santidad, de ir en persona a asistirle para que sujetase los hugonotes de Montalbán y los echase de sus provincias. Esta generosidad se pagó después con ingratitud, dejando desengaños a la razón piadosa de Estado.

§ De todo lo dicho se infiere cuán conveniente es la conformidad de los ánimos de los vasallos y la unión de los Estados para la defensa común, teniendo cada uno por propio el peligro del otro, aunque esté lejos, y esforzándose a socorrerle con gente o contribuciones para que pueda conservarse el cuerpo que se forma de ellos, en que se suele faltar ordinariamente, juzgando el que se halla apartado que no llegará el peligro, o que no es obligación ni conveniencia hacer tales gastos anticipados, y que es más prudencia conservar las propias fuerzas para cuando esté más vecino el enemigo. Ya entonces, como trae vencidas las dificultades, ocupados los Estados antemurales, no pueden resistirle los demás. Esto sucedió a los britanos, los cuales, divididos en facciones, no miraban a la conservación universal, y apenas dos o tres ciudades se juntaban para oponerse al peligro común. Y así, peleando pocos, quedaron vencidos todos. Con más prudencia y con gran ejemplo de piedad, de fidelidad, de celo y de amor a su señor natural reconocen este peligro los reinos de España y las provincias de Italia, Borgoña y Flandes, ofreciendo a Su Majestad con generosa competencia y emulación sus haciendas y sus vidas, con que pueda defenderse de los enemigos que unidamente, para derribar la religión católica, se han levantado contra su monarquía y contra su augustísima casa. Escriba V. A. en lo tierno de su pecho estos servicios, para que crezca con sus gloriosos años el agradecimiento y estimación a tan leales vasallos.


E juzgaréis cual é mais excellente,
O ser do mundo reí, se de tal gente.


Camoes, Os Lusiadas                





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Que no se debe fiar de amigos reconciliados. No se suelda


En las repúblicas es más importante la amistad que la justicia, porque, si todos fuesen amigos, no serían menester las leyes ni los jueces. Y, aunque todos fuesen buenos, no podrían vivir si no fuesen amigos. El mayor bien que tienen los hombres es la amistad. Espada es segura siempre al lado en la paz y en la guerra. Compañera fiel en ambas fortunas. Con ella los prósperos sucesos son más espléndidos y los adversos más ligeros, porque ni la retiran las calamidades ni la desvanecen los bienes. En éstos aconseja la modestia y en aquéllos la constancia, asistiendo a unos y a otros como interesada en ellos. El parentesco puede estar sin benevolencia y afecto. La amistad, no. Ésta es hija de la elección propia, aquél del caso. El parentesco puede hallarse desunido sin comunicación ni asistencia recíproca. La amistad no, porque la unen tres cosas, de las cuales consta, que son: la naturaleza por medio de la semejanza, la voluntad por medio de lo agradable, y la razón por medio de lo honesto. A esto miraron aquellas palabras del rey don Alonso el Sabio en las Partidas, hablando de la crueldad que usa el que cautiva a uno de los que por parentesco y amistad se aman. «Otrosí, los amigos, que es muy fuerte cosa de partir a unos de otros; ca bien como el ayuntamiento del amor pasa e vence al linaje e a todas las otras cosas, así es mayor la cuita e el pesar cuando se parten». Cuanto, pues, es más fina y de más valor la amistad, tanto menos vale si llega a quebrarse. Inútil queda el cristal rompido. Todo su valor pierde un diamante si se desune en partes. Una vez rota la espada, no admite soldaduras. Quien se fiare de una amistad reconciliada, se hallará engañado, porque al primer golpe de adversidad o de interés volverá a faltar. Ni la clemencia de David en perdonar la vida a Saúl, ni sus reconocimientos y promesas amorosas, confirmadas con el juramento, bastaron a asegurar a David de aquella reconciliación, ni a que por ella dejase Saúl de maquinar contra él. Con abrazos bañados en lágrimas procuró Esaú reconciliarse con su hermano Jacob, y aunque de una y otra parte fueron grandes las prendas y demostraciones de amistad, no pudieron quietar las desconfianzas de Jacob, y procuró con gran destreza retirarse dél y ponerse en salvo. Una amistad reconciliada es vaso de metal que hoy reluce y mañana se cubre de robín. No son poderosos los beneficios para afirmarla, porque la memoria del agravio dura siempre. No le bastó al rey Ervigio (después de usurpada la corona al rey Wamba) emparentar con su linaje, casando una hija suya con Egica, y nombrándole después por sucesor en el reino, para que éste no diese muestras (en entrando a reinar) del odio concebido contra el suegro. En el ofendido siempre quedan cicatrices de las heridas, porque las dejó señaladas el agravio, y brotan sangre en la primer ocasión. Son las injurias como los pantanos, que aunque se sequen, se revienen después fácilmente. Entre el ofensor y el ofendido se interponen sombras, que de ningunas luces de excusa o averiguaciones se dejan vencer. También por la parte del ofensor no está segura la amistad, porque nunca cree que le ha perdonado, y le mira siempre como a enemigo. Fuera de que naturalmente aborrecemos a quien hemos agraviado.

§ Esto sucede en las amistades de los particulares, pero no en las de los príncipes (si es que entre ellos se halla verdadera); porque la conveniencia los hace amigos o enemigos. Y, aunque mil veces se rompa la amistad, la vuelve a soldar el interés, y mientras hay esperanzas dél dura firme y constante. Y así, en tales amistades ni se han de considerar los vínculos de sangre ni las obligaciones de beneficios recibidos, porque no los reconoce la ambición de reinar. Por las conveniencias solamente se ha de hacer juicio de su duración, porque casi todas son como las de Filipo, rey de Macedonia, que las conservaba por utilidad, y no por fe. En estas amistades, que son más razón de Estado que confrontación de voluntades, no reprenderían Aristóteles y Cicerón tan ásperamente a Biantes porque decía que se amase medianamente, con presupuesto que se había de aborrecer, porque la confianza dejaría burlado al príncipe si la fundase en la amistad. Y conviene que de tal suerte sean hoy amigos los príncipes, que piensen pueden dejar de serlo mañana. Pero si bien el recato es conveniente, no se debe anteponer el interés y conveniencia a la amistad, con la escusa de lo que ordinariamente se practica en los demás. Falte por otros la amistad, no por el príncipe que instituyen estas Empresas, a quien amonestamos la constancia en sus obras y en sus obligaciones.

§ Todo este discurso es de las amistades entre príncipes confinantes, émulos y competidores en la grandeza; porque entre los demás bien se puede hallar buena amistad y sincera correspondencia. No hade ser tan celoso el poder, que no se fíe de otro. Temores tendrá de tirano el que viviere sin fe de sus amigos. Sin ellos sería el cetro servidumbre, y no grandeza. Injusto es el imperio que priva a los príncipes de las amistades. Ellas son la mejor posesión de la vida, tesoros animados, presidios, y el mayor instrumento de reinar. No es el cetro dorado quien los defiende, sino la abundancia de amigos, en los cuales consiste el verdadero y seguro cetro de los reyes.

§ La amistad entre príncipes grandes más se ha de mantener con buenas correspondencias que con dádivas, porque es el interés ingrato y no se satisface. Con él se fingen, no se obligan las amistades, como le sucedió a Vitelio en las grandes mercedes con que pensó vanamente granjear amigos, y más los mereció que los tuvo. Los amigos se han de sustentar con el acero, no con el oro. Las asistencias de dinero dejan flaco al que las da, y cuanto fueren mayores, más imposibilitan el continuarlas, y al paso que consume el príncipe su hacienda, cesa la estimación que se hace dél. Los príncipes son estimados y amados por los tesoros que conservan, no por los que han repartido; más por lo que pueden dar que por lo que han dado, porque en los hombres es más eficaz la esperanza que el agradecimiento. Las asistencias de dinero se quedan en quien las recibe, las de las armas vuelven al que las envía, y más amigos da el temor a la fuerza que el amor al dinero. El que compra la paz con el oro no la podrá sustentar con el acero. En estos errores caen casi todas las monarquías; porque en llegando a su mayor grandeza, piensan sustentarla pacíficamente con el oro, y no con la fuerza. Y consumidos sus tesoros y agravados los súbditos para dar a los príncipes confinantes con fin de mantener quietas las circunferencias, dejan flaco el centro. Y si bien conservan la grandeza por algún tiempo, es para mayor ruina, porque, conocida la flaqueza y perdidas una vez las extremidades, penetra el enemigo sin resistencia a lo interior. Así le sucedió al Imperio romano cuando, exhausto con gastos inútiles, quisieron los emperadores pacificar con dinero a los partos y alemanes: principio de su caída. Por esto Alcibíades aconsejó a Tisafernes que no diese tantos socorros a los lacedemonios, advirtiendo que fomentaba las vitorias ajenas, y no las propias. Este consejo nos puede enseñar a considerar bien lo que se gasta con diversos príncipes extranjeros, enflaqueciendo a Castilla, la cual siendo corazón de la monarquía, convendría tuviese mucha sangre para acudir con espíritu vitales a las demás partes del cuerpo, como lo enseña la Naturaleza, maestra de la política, teniendo más bien presidiadas las partes interiores que sustentan la vida. Si lo que gasta fuera el recelo para mantener segura la monarquía, gastara dentro la prevención en mantener grandes fuerzas de mar y tierra, y en fortificar y presidiar puestos, estarían más seguras las provincias remotas. Y cuando alguna se perdiese, se podría recobrar con las fuerzas interiores. Roma pudo defenderse y volver a ganar lo que había ocupado Aníbal, y aun destruir a Cartago, porque dentro de sí estaba toda la substancia y fuerza de la república.

§ No pretendo con esta doctrina persuadir a los príncipes que no asistan con dinero a sus amigos y confinantes, sino que miren bien cómo le emplean y que más se valgan en su favor de la espada que de la bolsa, cuando no hay peligro de mezclarse en la guerra y traerla a su Estado declarándose con las fuerzas, o de criarle al amigo mayores enemigos; y también cuando es más barato el socorro del dinero y de menos inconvenientes que el de las armas; porque la razón de Estado dicta, que de una o de otra suerte, defendamos al príncipe confinante que corre con nuestra fortuna, dependiente de la suya; siendo más prudencia sustentar en su Estado la guerra que tenerla en los propios, como fue estilo de la república romana. Y debiéramos haberle aprendido de ella, con que no lloráramos tantas calamidades. Esta política, más que la ambición, movió a los Cantones Esguízaros a recibir la protección de algunos pueblos; porque, si bien se les ofrecieron los gastos y el peligro de su defensa, hallaron mayor conveniencia en tener lejos la guerra. Los confines del Estado vecino son muros del propio, y se deben guardar como tales.




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Que suele ser dañosa la protección. Protegen, pero destruyen


Aun las plumas de las aves peligran arrimadas a las del águila, porque éstas las roen y destruyen, conservada en ellas aquella antipatía natural entre el águila y las aves. Así la protección suele convertirse en tiranía. No guarda leyes la mayor potencia ni respetos la ambición. Lo que se le encomendó, lo retiene a título de defensa natural. Piensan los príncipes inferiores asegurar sus Estados con los socorros extranjeros, y los pierden. Antes son despojo del amigo que del enemigo. No suele ser menos peligroso aquél por la confianza que éste por el odio. Con el amigo vivimos desarmados de recelos y prevenciones, y puede herirnos a su salvo. En esta razón se fundó la ley de apedrear al buey que hiriese a alguno, y no al toro; porque del buey nos fiamos como de animal doméstico que nos acompaña en el trabajo. Con pretexto de amistad y protección se introduce la ambición. Y con ella se facilita lo que no se pudiera con la fuerza. ¿Con qué especiosos nombres no disfrazaron su tiranía los romanos, recibiendo las demás naciones por ciudadanos, por compañeros y por amigos? A los albanos introdujeron en su república, y la poblaron con los que antes eran sus enemigos. A los sabinos compusieron con los privilegios de ciudadano. Como protectores y conservadores de la libertad y privilegios y como árbitros de la justicia del mundo, fueron llamados de diversas provincias para valerse contra sus enemigos de sus fuerzas. Y las que por sí mismas no hubieran podido penetrar tanto, se dilataron sobre la tierra con la ignorancia ajena. A los principios se recataron en las imposiciones de tributos, y disimularon su engaño con apariencias de virtudes morales. Pero cuando aquella águila imperial hubo extendido bien sus alas sobre las tres partes del orbe, Europa, Asia y África, aguzó en la ambición su corvo pico y descubrió las garras de su tiranía, convirtiendo en ella lo que antes era protección. Vieron las naciones burlada su confianza, y destruidas las plumas de su poder debajo de aquellas alas con la opresión de los tributos y de su libertad y con la pérdida de sus privilegios. Y, ya poderosa la tiranía, no pudieron convalecer y recobrar sus fuerzas. Y para que el veneno se convirtiese en naturaleza, inventaron los romanos las colonias, e introdujeron la lengua latina, procurando así borrar la distinción de las naciones, y que solamente quedase la romana con el cetro de todas. Esta fue aquella águila grande que se le representó a Ezequiel de tendidas alas llenas de plumas, donde leen los Setenta Intérpretes llenas de garras, porque garras eran sus plumas. ¡Cuántas veces creen los pueblos estar debajo de las alas, y están debajo de las garras! ¡Cuántas, que las cubre un lirio, y las cubre un espino o una zarza, donde dejan asida la capa! La ciudad de Pisa fió sus derechos y pretensiones contra la república de Florencia de la protección del rey don Fernando el Católico y del rey de Francia. Y ambos se convinieron en entregarla a los florentinos con pretexto de la quietud de Italia. Ludovico Esforza llamó en su favor contra su sobrino Juan Esforza a los franceses. Y despojándole del Estado de Milán, le llevaron preso a Francia. Pero, ¿a qué propósito buscar ejemplos antiguos? Diga el duque de Mantua cuán costosa y pesada le ha sido la protección ajena. Diga el elector de Tréveris y grisones si conservaron su libertad con las armas forasteras que recibieron en sus Estados a título de defensa y amparo. Diga Alemania cómo se halla con la protección de Suecia. Divididos y deshechos los hermosos círculos de sus provincias, con que se ilustraba y mantenía la diadema imperial. Feos y ya sin fondos los diamantes de las ciudades imperiales que la hermoseaban; descompuestos y confusos los órdenes de sus estados; destemplada la armonía de su gobierno político; despojada y mendicante su antigua nobleza; sin especie alguna de libertad la provincia que más bien la supo defender y conservar; pisada y abrasada de naciones extranjeras; expuesta al arbitrio de diversos tiranos que representan al rey de Suecia después de su muerte; esclava de amigos y enemigos; tan turbada ya con sus mismos males, que desconoce su daño o su beneficio. Así sucede a las provincias que consigo mismas no se componen y a los príncipes que se valen de fuerzas extranjeras, principalmente cuando no las paga quien las envía; porque éstas y las del enemigo trabajan en su ruina, como sucedió a las ciudades de Grecia con la asistencia de Filipo, rey de Macedonia, el cual, socorriendo a las más flacas, quedó árbitro de las vencidas y de las vencedoras. La gloria mueve primero a la defensa, y después la ambición a quedarse con todo. Quien emplea sus fuerzas por otro, quiere dél la recompensa. Cobra el país amor al príncipe poderoso que viene a socorrerle, juzgando los vasallos que debajo de su dominio estarán más seguros y más felices, sin los temores y peligros de la guerra, sin los tributos pesados que suelen imponer los príncipes inferiores, y sin las injurias y ofensas que ordinariamente se reciben de ellos. Los nobles hacen reputación de servir a un gran señor que los honre y tenga más premios quedarles y más puestos en que ocuparlos. Todas estas consideraciones facilitan y disponen la tiranía y usurpación. Las armas auxiliares obedecen a quien las envía y las paga, y tratan como ajenos los países donde entran. Y acabada la guerra con el enemigo, es menester moverla contra el amigo. Y así, es más sano consejo, y de menos peligro y costa al príncipe inferior, componer sus diferencias con el más poderoso que vencerlas con armas auxiliares. Lo que sin éstas no se puede alcanzar, menos se podrá, después de retiradas, retener sin ellas.

§ Este peligro de llamar armas auxiliares se debe temer más cuando el príncipe que las envía es de diversa religión o tiene algún derecho a aquel Estado, o diferencias antiguas, o conveniencia en hacerle propio para mayor seguridad suya, o para abrir el paso a sus Estados o cerrarle a sus enemigos. Estos temores se deben pesar con la necesidad, considerando también la condición y trato del príncipe; porque si fuere sincero y generoso, será en él más poderosa la fe pública y la reputación que los intereses y razones de Estado, como se experimenta en todos los príncipes de la casa de Austria, significados en aquel querubín poderoso y protector, con quien compara Ezequiel al rey de Tiro antes que faltase a sus obligaciones, como hoy las observan, no habiendo quien justamente se pueda quejar de su amistad. Testigos son el Piamonte, Saboya, Colonia, Constanza y Brisac, defendidas con las armas de España, y restituidas sin haber dejado presidio en alguna de ellas. No negará esta verdad Génova, pues habiendo en la opresión de Francia y Saboya puesto en manos de españoles su libertad, la conservaron fielmente, estimando más su amistad y la gloria de la fe pública que su dominio.

Cuando la necesidad obligare a traer armas auxiliares, se pueden cautelar los temores dichos con estos advertimientos: que no sean superiores a las del país; que se les pongan cabos propios; que no se presidien con ellas las plazas; que estén mezcladas o divididas, y que se empleen luego contra el enemigo.




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Que son peligrosas las confederaciones con herejes. Impia foedera


Muchas veces el mar Tirreno experimentó los peligros de la amistad y compañía del Vesubio. Pero no siempre se escarmienta en los daños propios, porque una necia confianza suele dar a entender que no volverán a suceder. Muy sabio fuera ya el mundo si hubiera aprendido en sus mismas experiencias. El tiempo las borra. Así lo hizo en las ruinas que habían dejado en la falda de aquel montelos incendios pasados, cubriéndolas de ceniza, la cual a pocos años cultivó el arado y redujo a tierra. Perdiose la memoria, o nadie la quiso conservar, de daños que habían de tener siempre vivo el recelo. Desmintió el monte con su verde manto el calor y sequedad de sus entrañas. Y asegurado el mar, se confederó con él, ciñéndole con los brazos de sus continuas olas, sin reparar en la desigualdad de ambas naturalezas. Pero, engañoso el monte, disimulaba en el pecho su mala intención, sin que el humo diese señas de lo que maquinaba dentro de sí. Creció entre ambos la comunicación por secretas vías, no pudiendo penetrar el mar que aquel fingido amigo recogía municiones contra él y fomentaba la mina con diversos metales sulfúreos. Y cuando estuvo llena (que fue en nuestra edad), le pegó fuego. Abriose en su cima una extendida y profunda garganta, por donde respiró llamas, que al principio parecieron penachos hermosos de centellas o fuegos artificiales de regocijo, pero a pocas horas fueron funestos prodigios. Tembló diversas veces aquel pesado cuerpo, y entre espantosos truenos vomitó encendidas las indigestas materias de metales desatados que hervían en su estómago. Derramáronse por sus vertientes, y en forma de ríos de fuego bajaron, abrasando los árboles y derribando los edificios, hasta entrar por el mar, el cual, extrañando su mala correspondencia, retiró sus aguas al centro: o fue miedo o ardid para acumular más olas con que defenderse, porque, rotos los vínculos de su antigua confederación, se halló obligado a la defensa. Batallaron entre sí ambos elementos, no sin recelo de la misma Naturaleza, que temió ver abrasada la hermosa fábrica de las cosas. Ardieron las olas, rendidas al mayor enemigo, porque el fuego (experimentándose lo que dijo el Espíritu Santo) excedía sobre el agua a su misma virtud, y el agua se olvidaba de su naturaleza de extinguir. Los peces nadando entre las llamas perdieron la vida: tales efectos se verán siempre en semejantes confederaciones desiguales en la Naturaleza. No espere menores daños el príncipe católico que se coligare con infieles; porque, no habiendo mayores odios que los que nacen de la diversidad de religión, bien puede ser que los disimule la necesidad presente, pero es imposible que el tiempo no los descubra. ¿Cómo podrá conservarse entre ellos la amistad, si el uno no se fía del otro, y la ruina de éste es conveniencia de aquél? Los que son opuestos en la opinión, lo son también en el ánimo. Y, como hechuras de aquel eterno Artífice, no podemos sufrir que no sea adorado con el culto que juzgamos por verdadero. Y cuando fuese buena la correspondencia de los infieles, no permite la divina justicia que logremos nuestros designios por medio de sus enemigos, y dispone el castigo por la misma mano infiel que firmó las capitulaciones. El imperio que trasladó al Oriente el emperador Constantino, se perdió por la confederación de los Paleólogos con el Turco, permitiendo Dios que quedase ejemplo del castigo, pero no memoria viva de aquel linaje. Y cuando por la distancia o por la disposición de las cosas no se puede dar el castigo por medio de los mismos infieles, le da Dios por su mano. ¡Qué trabajos no ha padecido Francia después que el rey Francisco, más por emulación a las glorias del emperador Carlos Quinto que por necesidad extrema, se coligó con el Turco y le llamó a Europa! En los últimos suspiros de la vida conoció su error con palabras que píamente las debemos interpretara cristiano dolor, aunque sonaban desesperación de la salud de su alma. Prosiguió su castigo Dios en sus sucesores, muertos violenta o desgraciadamente. Si estas demostraciones de rigor hace con los príncipes que llaman en su favor a los infieles y herejes, ¿qué hará con los que les asisten contra los católicos y son causa de sus progresos? El ejemplo del rey don Pedro el Segundo de Aragón nos lo enseña. Arrimose aquel rey con sus fuerzas al partido de los herejes albigenses en Francia; y hallándose con un ejército de cien mil hombres, y los católicos con solos ochocientos caballos y mil infantes, fue vencido y muerto. Luego que Judas Macabeo hizo amistad con los romanos (aunque fue con fin de poder defenderse de los griegos), le faltaron del lado los dos ángeles que le asistían defendiéndole de los golpes de los enemigos, y fue muerto. El mismo castigo, y por la misma causa, sobrevino a sus hermanos Jonatás y Simón, que le sucedieron en el principado.

§ No es siempre bastante la excusa de la defensa natural, porque raras veces concurren las condiciones y calidades que hacen lícitas semejantes confederaciones con herejes, y pesan más que el escándalo universal y el peligro de manchar con opiniones falsas la verdadera religión, siendo la comunicación de ellos un veneno que fácilmente inficiona, un cáncer que luego cunde, llevados los ánimos de la novedad y licencia. Bien podrá la política, desconfiada de los socorros divinos y atenta a las artes humanas, engañarse a sí misma, pero no a Dios, en cuyo tribunal no se admiten pretextos aparentes. Levantaba el rey de los israelitas Baasa una fortaleza en Rama (término de Benjamín), que pertenecía al reino de Asa, y le cerraba de tal suerte los pasos, que ninguno podía entrar ni salir seguramente del reino. Enciéndese por esto la guerra entre ambos reyes. Y temiendo Asa la confederación del rey de Siria Benadab con su enemigo, procura romperla, y se coliga con él. De donde resultó el desistir Baasa de la fortificación comenzada. Y, aunque el caso fue tan apretado, y la confederación en orden a la defensa natural, de que luego se vio el buen efecto, desplació a Dios que hubiese puesto su confianza más en ella que en su divino favor, y envió a reprender con el profeta Hanán su consejo loco, amenazándole que dél se le seguirán muchos daños y guerras, como sucedió. De este caso se puede inferir cuán enojado estará Dios contra el reino de Francia por las confederaciones presentes con herejes para oprimir la casa de Austria, en que no puede alegar la razón de la defensa natural en extrema necesidad, pues fue el primero que, sin ser provocado o tener justa causa, se coligó con todos sus enemigos y le rompió la guerra, sustentándola fuera de sus Estados y ampliándolos con la usurpación de provincias enteras, y asistiendo con el consejo y las fuerzas a los herejes sus confederados, para que triunfen, con la opresión, de los católicos, sin querer venir a los tratados de paz en Colonia, aunque tiene allí el papa para este fin un legado, y han declarado el emperador y el rey de España sus plenipotenciarios.

§ No solamente es ilícita la confederación con herejes, sino también su asistencia de gente. Ilustre ejemplo nos dan las Sagradas Letras en el rey Amasia, el cual, habiendo conducido por dinero un ejército de Israel, le mandó Dios que le despidiese, acusándole su desconfianza. Y porque obedeció sin reparar en el peligro ni en el gasto hecho, le dio una insigne vitoria contra sus enemigos.

§ La confederación con herejes para que cese la guerra y corra libremente el comercio es lícita, como lo fue la que hizo Isaac con Abimelec y la que hay entre España e Inglaterra.

§ Contraída y jurada alguna confederación o tratado (que no sea contra la religión o contra las buenas costumbres) con herejes o enemigos, se debe guardar la fe pública, porque con el juramento se pone a Dios por testigo de lo que se capitula y porfiador de su cumplimiento, haciéndole juez árbitro la una y otra parte para que castigue a quien faltare a su palabra. Y sería grave ofensa llamarle a un acto infiel. No tienen las gentes otra seguridad de lo que contratan entre sí sino es la religión del juramento. Y si de éste se valiesen para engañar, faltaría en el mundo el comercio y no se podría venir a ajustamientos de treguas y paces. Pero, aunque no intervenga el juramento, se deben cumplir los tratados, porque de la verdad, de la fidelidad y de la justicia nace en ellos una obligación recíproca y común a todas las gentes. Y como no se permite a un católico matar ni aborrecer a un hereje, así tampoco engañarle ni faltarle a la palabra. Por esto Josué guardó la fe a los gabaonitas, la cual fue tan grata a Dios, que en la vitoria contra sus enemigos no reparó en turbar el orden natural de los orbes, obedeciendo a la voz de Josué, y deteniendo al sol enmedio del cielo, para que pudiese mejor seguir la matanza y cumplir con la obligación del pacto. Y, por que después de trescientos años faltó Saúl a él, castigó Dios a David con la hambre de tres años.




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La tiara pontificia a todos ha de lucir igualmente. Librata refulget


Cuando el sol en la línea equinoccial es fiel de las balanzas de Libra, reparte su luz con tanta justicia que hace los días iguales con las noches, pero no sin atención a las zonas que están más vecinas y más sujetas a su imperio, a las cuales favorece con más fuerza de luz, preferidos los climas y paralelos que más se acercan a él. Y si alguna provincia padece destemplanzas de calor debajo de la tórrida zona, culpa es de su mala situación, y no de los rayos del sol, pues al mismo tiempo son benignos en otras partes de la misma zona. Lo que obra el sol en la equinoccial, parte tan principal del cielo, que hubo quien creyó que en ella tenía Dios su asiento (si puede prescribirse en lugar cierto su inmenso ser), obra en la tierra aquella pontifical tiara que desde su fijo equinoccio, Roma, ilustra con sus divinas luces las provincias del mundo. Sol es en estos orbes inferiores, en quien está substituido el poder de la luz de aquel eterno Sol de justicia, para que con ella reciban las cosas sagradas sus verdaderas formas, sin que las pueda poner en duda la sombra de las opiniones impías. No hay parte tan retirada a los polos, donde, a pesar de los hielos y nieblas de la ignorancia, no hayan penetrado sus resplandores. Esta tiara es la piedra del parangón, donde las Coronas se tocan y reconocen los quilates de su oro y plata. En ella, como en el crisol, se purgan de otros metales bastardos. Con el tau de su marca quedan aseguradas de su verdadero valor y estimación. Por esto el rey don Ramiro de Aragón y otros se ofrecieron voluntariamente a ser feudatarios de la Iglesia, teniendo a felicidad y honor que fuesen sus Coronas marcadas con el tributo. Las que, rehusando el toque de esta piedra apostólica, se retiran, de plomo son y de estaño. Y así, presto las deshace y consume el tiempo, sin llegar a ceñir (como muestran muchas experiencias) las sienes de la quinta generación. Con la magnificencia de los príncipes creció su grandeza temporal, profetizada por Isaías. Y con su asistencia se armó la espada espiritual, con que ha podido ser la balanza de los reinos de la cristiandad y tener el arbitrio de ellos. Con estos mismos medios la procuran conservar los pontífices, manteniendo gratos con su paternal afecto y benignidad a los príncipes. Es su imperio voluntario impuesto sobre los ánimos, en que obra la razón y no la fuerza. Si alguna vez fue ésta destemplada, obró contrarios efectos, porque la indignación es ciega y fácilmente se precipita. Desarmada la dignidad pontificia, es más poderosa que los ejércitos. La presencia del papa León el Primero, vestido de los ornamentos pontificios, dio temor a Atila, y le obligó a volver atrás y no pasar a destruir a Roma. Si esto intentara con las armas, no quedara con ellas rendido el ánimo de aquel bárbaro. Un silbo del pastor y una amenaza amorosa del cayado y de la honda pueden más que las piedras. Muy rebelde ha de estar la ovejuela cuando se hubiere de usar con ella de rigor. Porque, si la piedad de los fieles dotó de fuerzas la dignidad pontificia, más fue para seguridad de su grandeza que para que usase de ellas, si no fuese en ordena la conservación de la religión católica y beneficio universal de la Iglesia. Cuando, despreciada esta consideración, se transforma la tiara en yelmo, la desconoce el respeto y la hiere como a cosa temporal. Y, si quisiere valerse de razones políticas, será estimada como diadema de príncipe político, no como de pontífice, cuyo imperio se mantiene con la autoridad espiritual. Su oficio pastoral no es de guerra, sino de paz. Su cayado es corvo para guiar, no aguzado para herir. El Sumo Pontífice es el sumo hombre. En él, como en los demás, no se ha de hallar la emulación ni el odio ni los afectos particulares, que son siempre incentivos de la guerra. Aun el supremo sacerdote de la ciega gentilidad se consideraba libre de ellos. La admiración a sus virtudes hiere más los ánimos que la espada los cuerpos. El respeto es más poderoso que ella para componer las diferencias de los príncipes. Cuando éstos conocen que nacen sus oficios de un amor paterno, libre de pasiones, de afectos y de artes políticas, ponen sus derechos y sus armas a sus pies. Así lo experimentaron muchos pontífices que se mostraron padres comunes a todos, y no neutrales. El que es de uno, se niega a los demás. Y el que no es de éste ni de aquél, es de ninguno. Y los pontífices han de ser de todos, como en la ley de gracia lo significaban sus vestiduras, tejidas en forma de un mapa de la tierra. La neutralidad es especie de crueldad cuando se está a la vista de los males ajenos. Si en la pendencia de los hijos se estuviese quedo el padre, sería causa del daño que se hiciesen. Menester es que, ya con amor, ya con severidad, los esparza, poniéndose en medio de ellos, y si fuere necesario favorezca la razón del uno para que el otro se componga. Así también, si a las amonestaciones paternales del pontífice no estuvieren obedientes los príncipes, si perdieren el respecto a su autoridad y no hubiera esperanza de poder componerlos, parece conveniente declararse en favor de la parte más justa y que más mira al sosiego público y exaltación de la religión y de la Iglesia, y asistirle hasta reducir al otro; porque quien a éste y a aquél hace buena su causa coopera en la de ambos. En Italia, más que en otra parte, es menester esta atención de los papas; porque, si la confidencia en franceses fuere tan declarada, que se puedan prometer su asistencia, cobrarán bríos para introducir la guerra en ella. Esto bien considerado de algunos pontífices, los obligó a mostrarse más favorables a España para tener a Francia más a raya. Y si alguno, llevado de especie de bien o movido de afecto o conveniencia propia, no se gobernó con este recato, y se valió de las armas temporales, llamando a los extranjeros, dio ocasión a grandes movimientos en Italia, como refieren los historiadores en las vidas de Urbano Cuarto, que llamó a Carlos, conde de Provenza y de Anjou, contra Manfredo, rey de ambas Sicilias; de Nicolao Tercero, que, celoso del poder del rey Carlos, llamó al rey don Pedro de Aragón; de Nicolao Cuarto, que se coligó con el rey don Alonso de Aragón contra el rey don Jaime; de Bonifacio Octavo, que provocó al rey don Jaime de Aragón, y solicitó la venida de Carlos de Valoes, conde de Anjou, contra el rey de Sicilia don Fadrique; de Eugenio Cuarto, que favoreció la facción angevina contra el rey don Alonso de Nápoles; de Clemente Quinto, que llamó a Felipe de Valoes contra los vizcondes de Milán; de León Décimo y Clemente Séptimo, que se confederaron con el rey Francisco de Francia contra el emperador Carlos Quinto, para echar de Italia los españoles. Este inconveniente nace de ser tanta la gravedad de la Sede Apostólica, que es fuerza que caiga mucho la balanza donde ella estuviere. Especie de bien movería a esto a los pontífices dichos, pero en algunos no correspondió el efecto a su intención.

§ Así como es oficio de los pontífices desvelarse en mantener en quietud y paz los príncipes, así ellos deben por conveniencia (cuando no fuera obligación divina, como es) tener siempre puestos los ojos, como el heliotropo, en este sol de la tiara pontificia, que siempre alumbra y nunca tramonta, conservándose en su obediencia y protección. Por esto el rey don Alonso el Quinto de Aragón ordenó en su muerte a don Fernando su hijo, rey de Nápoles, que ninguna cosa estimase más que la autoridad de la Sede Apostólica y la gracia de los pontífices, y que con ellos excusase disgustos, aunque tuviese muy de su parte a la razón. La impiedad o la imprudencia suelen hacer reputación de la entereza con los pontífices. No es con ellos la humildad flaqueza, sino religión. No es descrédito, sino reputación. Los rendimientos más sumisos de los mayores príncipes son magnanimidad piadosa, convenientes para enseñar a respetar lo sagrado. No resulta de ellos infamia, antes universal alabanza, sin que nadie los interprete a bajeza de ánimo, como no se interpretó el haber tomado el emperador Constantino un asiento bajo en un concilio de obispos, y el haberse postrado en tierra, en otro celebrado en Toledo, el rey Egica. Los atrevimientos contra los papas nunca suceden como se creía. Pendencias son, de las cuales no se sale de buen aire. ¿Quién podrá separar la parte de príncipe temporal de aquella de cabeza de la Iglesia? El resentimiento se confunde con el respeto. Lo que se carga en aquél se quita al decoro de la dignidad. Armada ésta con dos espadas, se defiende de la mayor potencia. Dentro de los reinos ajenos tiene vasallaje obediente, y en las diferencias y guerras con ellos se hiela la piedad de los pueblos, y de las hojas de las espadas se pasa a las de los libros, y se pone en duda la obediencia. Con que, perturbada la religión, nace la mudanza de dominios y la ruina de los reinos, porque la firmeza de ellos consiste en el respeto y reverencia al sacerdocio. Y así, algunas naciones le juntaron con la dignidad real. Por tanto, conviene mucho que los príncipes se gobiernen con tal prudencia, que tengan muy lejos las ocasiones de disgusto con los pontífices. Esto se previene con no faltar al respeto debido a la Sede Apostólica, con observar inviolablemente sus privilegios, exenciones y derechos, y mantener con reputación y valor los propios cuando no se oponen a aquéllos, sin admitir novedades, perjudiciales a los reinos, que no resultan en beneficio espiritual de los vasallos. Cuando el emperador Carlos Quinto entró en Italia a coronarse, le quisieron obligar a jurar los legados del papa que no se opondría a los derechos de la Iglesia. Y respondió que ni los alteraría ni haría perjuicio a los del imperio, dejándose entender por los feudos que pretende la Iglesia sobre Parma y Plasencia. En esto fue tan atento el rey don Fernando el Católico, que parece excedió en los medios, juzgando por conveniente no dejar pasar los confines de los privilegios y derechos; porque, asentado una vez el pie, se mantiene como posesión, y se procuran ganar adelante otros pasos, cuya oposición, si fuere resuelta a los principios, excusa después mayores rompimientos. No consintió el rey don Juan de Aragón que tuviese efecto la provisión del arzobispado de Zaragoza hecha por el papa Sixto Cuarto en persona dei cardenal Ausias Despuch, por no haber precedido su nombramiento, como era costumbre. Y secuestrando los bienes y rentas del cardenal y maltratando a sus deudos, le obligó a renunciar la Iglesia, la cual se dio a su nieto don Alonso. Las mismas diferencias tuvo sobre otra provisión de la Iglesia de Tarazona en un curial, a quien mandó la renunciase luego, amenazándole que a él y a sus parientes echaría de sus reinos. También su hijo el rey don Fernando se opuso a otra provisión del obispado de Cuenca en persona de Rafael Galeoto, pariente del papa. Y enojado el rey de que se diese a extranjero y sin su nombramiento, ordenó saliesen de Roma los españoles, resuelto a pedir un concilio sobre ello y sobre otras cosas. Y habiéndole enviado el papa un embajador, y estando ya dentro de España, le protestó que se volviese, quejándose de que el papa no le trataba como merecía hijo tan obediente a la Iglesia, y maravillándose de que el embajador aceptase aquella comisión. Pero él con blandura respondió que renunciaba los privilegios de embajador y se sujetaban al juicio del rey. Con lo cual, y con los buenos oficios del cardenal de España, fue admitido, y quedaron compuestas las diferencias. Grande ha de ser la razón y defensa natural que obligue a tales demostraciones, y digno del amor paternal de los pontífices el no dar lugar a ellas, procurando usar siempre de su benignidad en la conservación de la buena correspondencia con los príncipes; porque, si bien están en su mano las dos espadas, espiritual y temporal, se ejecuta ésta por los emperadores y reyes, como protectores y defensores de la Iglesia. «Onde conviene (palabras son del rey don Alonso el Sabio en el prólogo de la segunda partida) por razón derecha, que estos dos poderes sean siempre acordados, así que cada uno de ellos ayude de su parte al otro; ca el que desacordase, vernía contra el mandamiento de Dios, e avría por fuerza de menguar la fe e la justicia, e non podría longamente durar la tierra en buen estado, ni en paz, si esto se ficiese».

Yo bien creo que en todos los que puso Dios en aquel sagrado lugar está muy viva esta atención. Pero a veces la perturban los cortesanos romanos, que se entretienen en sembrar discordias. Suele también encenderlas la ambición de algunos ministros que procuran hacerse confidentes a los papas, y merecedores de los primeros puestos con la independencia de los príncipes, y aun con la aversión, ingeniándose en hallar razones para contradecir las gracias que piden, y afectando rompimientos con sus embajadores. Y para mostrarse valerosos aconsejan resoluciones violentas a título de religión y celo, conque se suele entibiar la buena correspondencia entrelos papas y los príncipes, con grave daño de la república cristiana, y se le enfrían a la piedad las venas, faltando el amor, que es la arteria que las fomenta y mantiene calientes.




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La neutralidad ni da amigos ni gana enemigos. Neutri adhaerendum


§ Entre el poder y la fuerza de dos contrarios mares se mantiene y conserva el istmo, como árbitro del uno y del otro, sin inclinarse más a éste que aquél. Con lo cual le restituye el uno lo que el otro le quita, y viene a ser su conservación la contienda de ambos, igualmente poderosos; porque, si las olas del uno creciesen más y pasasen por encima, borrarían la jurisdicción de su terreno, y dejaría de ser istmo. Esta neutralidad entre dos grandes poderes conservó largo tiempo a don Pedro Ruiz de Azagra en su estado de Albarracín, puesto en los confines de Castilla y Aragón, porque cada uno de los reyes procuraba que no fuese despojado del otro, y estas emulaciones le mantenían libre. De donde pudieran conocer los duques de Saboya la importancia de mantenerse neutrales entre las dos Coronas de España y Francia, y conservar el arbitrio de los pasos de Italia por los Alpes, consistiendo en él su grandeza, su conservación y la necesidad de su amistad, porque cada una de las Coronas es interesada en que no sean despojados de la otra. Por esto tantas veces salieron a la defensa del duque Carlos Emanuel los españoles, y con las armas le restituyeron las plazas ocupadas por franceses. Solamente convendría a los duques romper esta neutralidad, y arrimarse a una de las Coronas, cuando la otra quisiese pasar a dominarla por encima de sus Estados con las olas de sus armas, y principalmente la de Francia; porque si ésta echase de Italia a los españoles, quedaría tan poderosa (continuando su dominio por tierra desde los últimos términos del mar Océano hasta los del mar Mediterráneo por Calabria), que, confusos los Estados de Saboya y Piamonte, o quedarían incorporados en la Corona de Francia, o con un vasallaje y servidumbre intolerable. La cual padecería también todo el cuerpo de Italia, sin esperanza de poderse recobrar por sí misma, y con poca de que volviese España a recuperar lo perdido y a balanzar las fuerzas, estando tan separada de Italia. Este peligro consideró con gran prudencia la república de Venecia cuando, viendo poderoso en Italia al rey Carlos Octavo de Francia, concluyó contra él la liga que se llamó santísima. Desde entonces fue disponiendo la divina Providencia la seguridad y conservación de la Sede Apostólica y de la religión. Y para que no la oprimiese el poder del Turco, o no la manchasen las herejías que se habían de levantaren Alemania, acrecentó en Italia la grandeza de la casa de Austria, y fabricó en Nápoles, Sicilia y Milán la monarquía de España, con que Italia quedase por todas partes defendida de príncipes católicos. Y porque el poder de España se contuviese dentro de sus términos, y se contentase con los derechos de sucesión, de feudo y de armas, le señaló un competidor en el rey de Francia, cuyos celos le obligasen a procurar para su conservación el amor de sus vasallos, y la benevolencia y estimación de los potentados, conservando en aquéllos la justicia y entre éstos la paz, sin dar lugar a la guerra, que pone en duda los derechos y el arbitrio del poderoso.

§ Este beneficio que recibe Italia del poder que tiene en ella España, juzgan algunos por servidumbre, siendo el contrapeso de su quietud, de su libertad y de su religión. El error nace de no conocer la importancia dél. El que ignora el arte de navegar y ve cargado de piedras el fondo de un bajel cree que lleva en ellas su peligro. Pero quien más advertido le considera, conoce que sin aquel lastre no podría mantenerse sobre las olas. Este equilibrio de ambas Coronas para utilidad común de los vasallos, parece que consideró Nicéforo cuando dijo que se maravillaba de la inescrutable sabiduría de Dios, que con dos medios contrarios conseguía un fin. Como cuando para conservar entre sí dos príncipes enemigos, sin que pudiese el uno sujetar al otro, los igualaba en el ingenio y valor, con que, derribando el uno los consejos y designios del otro, quedaba segura la libertad de los súbditos de ambos. O los hacía a entrambos rudos y desarmados, para que el uno no se atreviese al otro ni pasase sus límites. Con este mismo fin dividió la divina Providencia las fuerzas de los reyes de España y Francia, interponiendo los muros altos de los Alpes, para que la vecindad y facilidad de los confines no encendiese la guerra, y fuese más favorable a la nación francesa si, siendo tan populosa, tuviese abiertas aquellas puertas. Y para mayor seguridad dio las llaves de ellas al duque de Saboya, príncipe italiano, que, interpuesto con sus Estados, las tuviese cerradas o las abriese cuando fuese conveniente al beneficio público. Esta disposición de Dios conoció el papa Clemente Octavo, y con gran prudencia procuró que el Estado de Saluso cayese en manos del duque de Saboya. Razón de Estado fue muy antigua. En ella se fundó el rey don Alonso de Nápoles cuando aconsejó al duque de Milán que no entregase a Luis, delfín de Francia, la ciudad de Asti, diciendo que franceses no querían poner en Italia el pie para bien de ella, sino para sujetarla, empezando por la empresa de Génova. No penetró la fuerza de este consejo el príncipe italiano, que persuadió al presente rey de Francia que fijase el pie en los Alpes, ocupando a Piñarolo, engañado (si ya no fue malicia) de la conveniencia de tener a la mano los franceses contra cualquier intento de los españoles, sin considerar que por el temor a una guerra futura que podía dejar de suceder, se introducía una presente y cierta sobre el estar o no los franceses en Italia, no pudiendo haber paz dentro de una provincia entre dos naciones tan opuestas, y que calentaría Italia la sierpe en el seno, para quedar después avenenada. Fuera de que, estando franceses dentro de sus límites en la otra parte de los Alpes, siempre estaban muy a la mano para bajar llamados a Italia, sin que fuese necesario tenerlos tan cerca, dejando a su voluntad el entrar o no. Pero cuando franceses fuesen tan modestos y sin apetito de dominar, que se detuviesen allí, y esperasen a ser llamados, ¿quién duda de que entonces excederían los límites de la protección con la ocasión de dominar, como experimentaron en sí mismos Ludovico Esforza, Castrucho Castrocani y otros, que los llamaron por auxiliares, sucediéndoles a éstos (como hoy sucede a algunos) lo que a los trecentes, que mientras estaban entre sí pacíficos, despreciaban al parto, pero en habiendo disensiones, le llamaba en su favor una de las partes, y quedaba árbitro de ambas? Si aquella potencia pudiese estar en Piñarolo a disposición de Italia solamente, que la trajese y la retirase cuando le estuviese bien, habría tenido el consejo algún motivo político y alguna apariencia de celo al bien público. Pero ponerla fuera de tiempo dentro de sus puertas para que libremente pueda bajar, o por ambición o por la ligereza de algún potentado, y que con este temor estén siempre celosos los españoles con las armas levantadas, dando ocasión a que también se armenlos demás potentados, de donde se empeñe la guerra sin esperanza de quietud, éste no fue consejo, sino traición a la patria, exponiéndola al arbitrio de Francia, y quitando a un príncipe italiano el que tenía sobre los Alpes para beneficio de todos.

§ En los demás potentados de Italia que no se hallan entre ambas Coronas no tiene fuerza esta razón de la neutralidad; porque, introducida la guerra en Italia, serían despojo del vencedor, sin dejar obligada a alguna de las partes, como dijo el cónsul Quincio a los etolos, para persuadirles que se declarasen por los romanos en la guerra que traían con el rey Antíoco. Y como experimentaron los florentinos cuando, sin confederarse con el rey de Aragón, estuvieron neutrales, perdiendo la gracia del rey de Francia y no mitigando la ira del pontífice. La neutralidad siempre es dañosa al mismo que la hace. Y así, dijo el rey don Alonso de Nápoles por los sieneses (habiéndose perdido, pensando salvarse, con la neutralidad) que les había sucedido lo que a dos que habitan a medias una casa, que el de arriba moja al de abajo. Grandes daños causó a los tebanos el haberse querido mantener neutrales cuando Jerjes acometió a Grecia. Mientras lo fue el rey Luis Onceno de Francia, con ningún príncipe tuvo paz

§ No engañe a los potentados la razón de conservar con la neutralidad libradas las fuerzas de España y Francia, porque es menester alguna declaración a favor de España, no para que adquiera más, ni para que entre en Francia, sino para que mantenga lo que hoy posee, y se detengan en su reino los franceses, sin que los convide la neutralidad o la afición. Y esto es tan cierto, que aun el afecto declarado, sin otras demostraciones públicas, es peso en el equilibrio de estas balanzas, y basta a llamar la guerra en fe dél. No es capaz Italia de dos fracciones, que piensan conservarse con la contienda de ambas Coronas en ella. Así lo reconoció el emperador Carlos Quinto cuando, para dejar de una vez quieta a Italia, las extinguió, y mudó la forma de república de Florencia, que era quien las fomentaba; porque, cargando a una de las balanzas de Francia o España, inclinaba el fiel de la paz. Conociendo esta verdad los potentados prudentes, han procurado declararse y tener parte en este peso de España, para hacer más ajustado el equilibrio y gozar quietamente sus Estados. Y si alguno le descompuso, pasándose a la facción contraria, causó la perturbación y ruina de Italia.

§ La gloria envuelta en la ambición de mandar obliga a pensar a algunos italianos en que sería mejor unirse contra la una y otra Corona, y dominarse a sí mismos, o divididos en repúblicas o levantada una cabeza: pensamientos más para el discurso que para el efecto, supuesta la disposición de Italia. Porque o había de ser señor el papa de toda Italia, u otro. Si el papa, fácilmente se ofrecen las razones que muestran la imposibilidad de mantenerse una monarquía espiritual, convertida también en temporal, en poder de un príncipe electivo, ya en edad cadente, como ordinariamente son todos los papas. Hecho a las artes de la paz y del sosiego eclesiástico ocupado en los negocios espirituales, cercado de sobrinos y parientes, que, cuando no aspirase a hacer sucesión en ellos los Estados, los dividiría con investiduras. Fuera de que, conviniendo a la cristiandad que los papas sean padres comunes, sin disensiones con los príncipes, las tendrían perpetuas contra las dos Coronas. Las cuales, por los derechos que cada una pretende sobre Milán, Nápoles y Sicilia, moverían la guerra a la Sede Apostólica, o juntas con alguna capitulación de dividir la conquista de aquellos Estados, o separadas, entrando la una por Milán y la otra por Nápoles, con peligro de que alguna de ellas llamase en su favor las armas auxiliares de Alemania o del Turco. Las cuales se quedarían después en Italia.

§ Si se levantase un rey de toda Italia quedarían vivos los mismos inconvenientes, y nacería otro mayor de hacer vasallos a los demás potentados, y despojar al papa para formar una monarquía; porque si los dejase como hoy están (aunque fuese con algún reconocimiento a él o confederación), no podría mantenerse. De donde resultaría el perder Italia este imperio espiritual, que no la ilustra menos que el romano, quedando en una tirana confusión, perdida su libertad.

§ Menos practicable sería mantenerse Italia quieta con diversos príncipes naturales; porque no habría entre ellos conveniencia tan uniforme que los uniese contra las dos Coronas, y se abrasarían en guerras internas, volviendo a llamarlas, como sucedió en los siglos pasados; siendo la nación italiana tan altiva, que no sufre medio: o ha de dominar absolutamente u obedecer.

§ De todo lo dicho se infiere que ha menester Italia una potencia extranjera que, contrapesada con las externas, ni consienta movimiento de armas entre sus príncipes, ni se valga de las ajenas, que es la razón porque se ha mantenido en paz desde que entró en ella la Corona de España.

§ La conveniencia, pues, que trae consigo esta necesidad de haber de vivir con una de las dos Coronas, puede obligar a la nación italiana a conformarse con el estado presente, supuesto que cualquier mudanza en Milán, Nápoles o Sicilia perturbará los demás dominios, porque no se introducen nuevas formas sin corrupción de otras, y porque, habiendo de estar una de las dos naciones en Italia, más se confronta con ella la española, participando ambas de un mismo clima, que las hace semejantes en la firmeza de la religión, en la observancia de la justicia, en la gravedad de las acciones, en la fidelidad a sus príncipes, en la constancia de las promesas y fe pública, en la compostura de los ánimos, y en los trajes, estilos y costumbres. Y también porque no domina el rey de España en Italia como extranjero, sino como príncipe italiano, sin tener más pretensión en ella que conservar lo que hoy justamente posee, pudiendo con mayor conveniencia de Estado ensanchar su monarquía por las vastas provincias de África. Esta máxima dejó asentada en sus sucesores el rey don Fernando el Católico cuando, habiéndole ofrecido el título de emperador de Italia, respondió que en ella no quería más que lo que le tocaba, no conviniendo desmembrar la dignidad imperial. El testimonio de esta verdad son las restituciones hechas de diversas plazas, sin valerse el rey de España del derecho de la guerra ni de la recompensa de los gastos y de los daños, y sin haber movido sus armas mientras no han sido obligadas o para la defensa propia o para la conservación ajena, como experimentaron los duques de Mantua. Y sise movieron contra el de Nivers, no fue para ocupar a Casal, como supone la malicia, sino para que el emperador pudiese hacer justicia a los pretendientes de aquellos Estados; porque, habiendo el duque de Nivers pedido, por medio del marqués de Mirabel, la protección y el consentimiento de Su Majestad para el casamiento de su hijo el duque de Ratel con la princesa María, alcanzó ambas cosas. Y, estando ya hecho el despacho, llegó aviso a Madrid de haberse efectuado el matrimonio por las artes del conde Estrig, estando moribundo el duque de Mantua Vincencio, sin haberse dado parte a Su Majestad, como estaba ajustado. Esta novedad, tenida por desacato y por difidencia, detuvo el despacho de la protección y obligó a nuevas consultas, en que se resolvió que se disimulase y tuviese efecto la gracia, dando parabienes del casamiento. Pero como la divina justicia disponía la ruina de Mantua y de aquella casa por los vicios de sus príncipes y por los matrimonios burlados, reducía a este fin los accidentes. Y así, mientras pasaba esto en España, el cardenal Richelieu, enemigo del duque de Nivers, procuraba que el duque de Saboya, con la asistencia de su rey, le hiciese la guerra sobre las pretensiones del Monferrato. Pero, conociendo el duque que era pretexto para introducir las armas de Francia en Italia, y levantar su grandeza con las ruinas de ambos, reveló el tratado a don Gonzalo de Córdoba, gobernador de Milán, ofreciéndole que si juntaba con él sus armas, se apartaría del partido de Francia. Pedía don Gonzalo tiempo para consultarlo en España. Y viendo que no le concedía el duque, y que si no se ponía a su lado abriría las puertas de los Alpes a franceses y se perturbaría más Italia, se ajustó con él creyendo entrar en Casal por medio de Espadín, con que (como escribió a Su Majestad) podría mejor el emperador decidir las diferencias del Monferrato y Mantua. Esta resolución obligó también a Su Majestad a detener el segundo despacho de la protección contra su deseo de la paz de Italia. Y para mantenerla y quitar celos, ordenó a don Gonzalo de Córdoba que si, como presuponía por cierto, estaba ya dentro de Casal, le mantuviese en nombre del emperador, su señor directo, enviándole cartas que contenían lo mismo para Su Majestad cesárea, las cuales remitiese en tal caso.

Pero habiéndole salido vano a don Gonzalo de Córdoba el tratado de Espadín, se puso sin orden de Su Majestad sobre el Casal, de donde resultó la venida del rey de Francia a Susa, y el hallarse España empeñada en la guerra, declarando que sus armas solamente eran auxiliares del emperador, para que por justicia se determinasen los derechos de los pretendientes al Monferrato y a Mantua, sin querer don Gonzalo admitir el partido que ofrecía el duque de Nivers de demoler el Casal, porque no se pensase que intereses propios, y no el sosiego público, mezclaban en aquellos movimientos a Su Majestad. Ésta es la verdad de aquel hecho, conocida de pocos y calumniada injustamente de muchos.

§ Depongan, pues, los potentados de Italia sus vanas sombras, desengañados de que España desea conservar entre ellos su grandeza, y no aumentarla. Y corran con la verdadera política del discurso hecho, si aman la paz de Italia; porque sus celos imaginados son causa de movimientos de armas, no habiendo guerra que no nazca o de la ambición del poderoso, o del temor del flaco.






ArribaAbajoCómo se ha de haber el príncipe en las victorias y tratados de paz


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En la vitoria esté viva la memoria de la fortuna adversa. Memor adversae. [Citra pulverem, y Vencer y velar]


La vitoria en las guerras justas tiene por fin la paz, obligando a ella y a la razón al enemigo. Y así, aquella será más gloriosa que con menor daño diere el arte, y no la fuerza, la que saliere menos cubierta de polvo y sangre. Dulce palma llamó Horacio la que así se alcanza.


Dulcis sine pulvere palma.


Horacio                


Los romanos sacrificaban por las vitorias sangrientas un gallo, y por las industriosas un buey. Si en el ingenio somos semejantes a Dios, y en las fuerzas comunes a los animales, más glorioso es vencer con aquél que con éstas. Más estimó Tiberio haber sosegado el imperio con la prudencia que con la espada. Por gran gloria tuvo Agrícola vencer a los britanos sin derramar la sangre de los romanos. Si el vencer tiene por fin la conservación y aumento de la república, mejor la conseguirá el ardid o la negociación que las armas. Más importa la vida de un ciudadano que la muerte de muchos enemigos. Y así, decía Escipión Africano que quería más conservar un ciudadano que vencer mil enemigos. Palabras que después tomó por mote suyo el emperador Marco Antonio Pío. Y con razón, porque vencer al enemigo es obra de capitán, y conservar un ciudadano es de padre de la patria. No tuvo esta consideración el emperador Vitelio cuando, vencido Otón, dijo (pasando entre los cuerpos muertos que estaban en el campo): «Bien me huelen los enemigos muertos, pero mejor los ciudadanos.» Inhumana voz, que aun en un buitre sonaría mal. Diferente compasión se vio en Himilcón, el cual, habiendo alcanzado en Sicilia grandes vitorias, porque en ellas perdió mucha gente por enfermedades que sobrevinieron al ejército, entró en Cartago, no triunfante, sino vestido de luto, y con una esclavina suelta, hábito de esclavo, y en llegando a su casa, sin hablar a nadie, se dio la muerte. Una vitoria sangrienta más parece porfía de la venganza que obra de la fortaleza. Más parte tiene en ella la ferocidad que la razón. Habiendo sabido el rey Luis Duodécimo de Francia que habían quedado vencedoras sus armas en la batalla de Ravena, y los capitanes y gente suya que había muerto en ella, dijo suspirando: «¡Ojalá yo perdiera la batalla, y fueran vivos mis buenos capitanes! Tales vitorias dé Dios a mis enemigos, donde el vencido es vencedor, y el vencedor queda vencido.» Por esto los capitanes prudentes excusan las batallas y los asaltos. Y tienen por mayor gloria obligar a que se rinda el enemigo que vencerle con la fuerza. Recibió a pactos el Gran Capitán la ciudad de Gaeta, y pareció a algunos que hubiera sido mejor (pues era ya señor de la campaña) rendirla con las armas, y hacer prisioneros los capitanes que había dentro, por el daño que podrían hacer saliendo libres, y respondió: «En pólvora y balas se gastaría más que lo que monta ese peligro.» Generoso es el valor que a poca costa de sangre reduce al rendimiento. Y feliz la guerra que se acaba en la misericordia y perdón. El valor se ha de mostrar con el enemigo, y la benignidad con el rendido. Poco usada vemos en nuestros tiempos esta generosidad, porque ya se guerrea más por ejecutar la ira que por mostrar el valor, más para abrasar que para vencer. Por paz se tiene el dejar en cenizas las ciudades y despobladas las provincias, talados y abrasados los campos, como se ve en Alemania y en Borgoña. ¡Oh bárbara crueldad, indigna de la razón humana, hacer guerra a la misma Naturaleza, y quitarle los medios conque nos sustenta! Aun los árboles vecinos a las ciudades cercadas no permiten las Sagradas Letras que se corten, porque son leños, no hombres, y no pueden aumentar el número de enemigos. Tanto desagrada a Dios la sangre vertida en la guerra, que, aunque había mandado tomar las armas contra los madianitas, ordenó después que los que hubiesen muerto a alguno o tocado los cuerpos muertos se purificasen siete días, retirados fuera del ejército. A Eneas pareció que sería gran maldad tocar con las manos las cosas sagradas sin haberse primero lavado en la corriente de una fuente.


Attrectare nefas, donec me flumine vivo
Abluero.


Virgilio                


Como es Dios autor de la paz y de la vida, aborrece a los que perturban aquélla y cortan a ésta los estambres. Aun contra las armas, por ser instrumentos de la muerte, mostró Dios esta aversión, pues por ella, según creo, mandó que los altares fuesen de piedras toscas, a quien no hubiese tocado el hierro. Como el que se levantó habiendo el pueblo pasado el Jordán, y el de Josué después de la vitoria de los haítas; porque el hierro es materia de la guerra, de quien se forjan las espadas, y no le permitió en la pureza y sosiego de sus sacrificios. Lo cual parece que declaró en otro precepto, mandando que no se pusiese el cuchillo sobre los altares, porque quedarían violados.

§ La ambición de gloria suele no dar lugar a las consideraciones dichas, pareciendo que no puede haber fama donde no se ejercita el valor y se derrama la sangre. Y tal vez por lo mismo no se admiten compañeros en el triunfo, y se desprecian las armas auxiliares. Por esto perdió el rey don Alonso el Tercero la batalla de Arcos, no habiendo querido aguardar a los leoneses y navarros. Y Tilly la de Leipzig, por no esperar las armas imperiales. En que se engaña la ambición, porque la gloria de las vitorias más está en haber sabido usar de los consejos seguros que en el valor, el cual pende del caso, y aquéllos de la prudencia. No llega tarde la vitoria a quien asegura con el juicio el no ser vencido. Arden la ambición y, confusa la razón, se entrega al ímpetu natural y se pierde. Mucho deben los Estados al príncipe que, despreciando los trofeos y triunfos, trata de mantener la paz con la negociación y vencer la guerra con el dinero. Más barata sale comprada con él la vitoria que con la sangre. Más seguro tienen el buen suceso las lanzas con hierros de oro que de acero.

§Alcanzada una vitoria, queda fuera de sí con la variedad de los accidentes pasados. Con la gloria se desvanece, con la alegría se perturba, con los despojos se divierte, con las aclamaciones se asegura, y con la sangre vertida desprecia al enemigo y duerme descuidada, siendo entonces cuando debe estar más despierta y mostrar mayor fortaleza en vencerse a sí misma que tuvo en vencer al enemigo; porque esto pudo suceder más por accidente que por valor, y en los triunfos de nuestros afectos y pasiones no tiene parte el caso. Y así conviene que después de la vitoria entre el general dentro de sí mismo, y con prudencia y fortaleza componga la guerra civil de sus afectos, porque sin este vencimiento será peligroso el del enemigo. Vele con mayor cuidado sobre los despojos y trofeos, porque en el peligro dobla el temor las guardas y centinelas, y quien se juzga fuera dél, se entrega al sueño. No bajó el escudo levantado Josué hasta que fueron pasados acuchillo todos los habitadores de Hai. No hay seguridad entre la batalla y la vitoria. La desesperación es animosa. El más vil animal, si es acosado, hace frente. Costosa fue la experiencia al archiduque Alberto en Neoporto. Por peligroso advirtió Abner a Joab el ensangrentar demasiadamente su espada. Es también ingeniosa la adversidad, y suele en ella el enemigo valerse de la ocasión y lograr en un instante lo perdido, quedándose riendo la fortuna de su misma inconstancia. Cuando más resplandece, más es de vidrio y más presto se rompe. Por esto no debe el general ensoberbecerse con las vitorias ni pensar que no podrá ser trofeo del vencido. Tenga siempre presente el mismo caso, mirándose a un tiempo oprimida en las aguas de los trabajos la misma palma que levanta triunfante, como se mira en el mar la que tiene por cuerpo esta Empresa, cuya imagen le representa el estado a que puede reducir su pompa la fuerza del viento o la segur del tiempo. Este advertido desengaño obligó al Esposo a comparar los ojos de su esposa con los arroyos, porque en ellos se reconoce y se compone el ánimo para las adversidades. Gran enemigo de la gloria es la prosperidad, en quien la confianza hace descuidada la virtud y la soberbia desprecia el peligro. La necesidad obliga a buena disciplina al vencido. La ira y la venganza le encienden y dan valor. El vencedor con la gloria y contumacia se entorpece. Una batalla ganada suele ser principio de felicidad en el vencido y de infelicidad en el vencedor, ciego éste con su fortuna, y advertido aquél en mejorar la suya. Lo que no pudieron vencer las armas levantadas vencen las caídas y los despojos esparcidos por tierra, cebada en ellos la codicia de los soldados sin orden ni disciplina, como sucedió a los sármatas. A los cuales, cargados con las presas de una vitoria, hería el enemigo como a vencidos. La batalla de Tarro contra el rey de Francia Carlos Octavo se perdió o quedó dudosa porque los soldados italianos se divirtieron en despojar su bagaje. Por esto aconsejó Judas Macabeo a sus soldados que hasta haber acabado la batalla no tocasen a los despojos.

Más se han de estimar las vitorias por los progresos que de ellas pueden resultar que por sí mismas. Y así, conviene cultivarlas, para que rindan más. El dar tiempo es armar al enemigo, y el contentarse con el fruto cogido, dejar estériles las armas. Tan fácil es caer a una fortuna levantada, como difícil el levantarse a una caída. Por esta incertidumbre de los casos dio a entender Tiberio al Senado que no convenía ejecutar los honores decretados a Germánico por las vitorias alcanzadas en Alemania.

Pero, aunque conviene seguir las vitorias, no hade ser con tan descuidado ardor, que se desprecienlos peligros. Consúltese la celeridad con la prudencia, considerados el tiempo, el lugar y la ocasión. Use el príncipe de las vitorias con moderación, no con tiranía sangrienta y bárbara, teniendo siempre presente el consejo de Teodorico, rey de los ostrogodos, dado en una carta escrita a su suegro Clodoveo sobre sus victorias en Alemania, cuyas palabras son: «Oye en tales casos al que en muchos ha sido experto. Aquéllas guerras me sucedieron felizmente que las acabé con templanza, porque vence muchas veces quien sabe usar de la moderación, y lisonjea más la fortuna al que no se ensoberbece.» No usaron los franceses de tan prudente consejo. Antes impusieron a Alemania el yugo más pesado que sufrió jamás. Y así, presto perdieron aquel imperio. Más resplandeció en Marcelo la modestia y piedad cuando lloró viendo derríbados los edificios hermosos de Zaragoza de Sicilia, que el valor y gloria de haberla expugnado, entrando en ella triunfante. Más hirió el conde Tilly los corazones con las lágrimas derramadas sobre el incendio de Magdeburgo, que con la espada. Y si bien Josué mandó a los cabos de su ejército que pisasen las cervices de cinco reyes presos en la batalla de Gabaón, no fue por soberbia ni por vanagloria, sino por animar a sus soldados, y quitarles el miedo que tenían a los gigantes de Cananea. El tratar bien a los vencidos, conservarles sus privilegios y nobleza, aliviarlos de sus tributos, es vencerlos dos veces, una con las armas y otra con la benignidad, y labrar entre tanto la cadena para el rendimiento de otras naciones. No son menos lasque se han sujetado a la generosidad que a la fuerza.


Expugnat nostram clementia gentem,
Mars gravior sub pace latet.


Claudio                


Con estas artes dominaron el mundo los romanos. Y si alguna vez se olvidaron de ellas, hallaron más dificultosas sus vitorias. Contra el vencedor sangriento se arma la desesperación.


Una salus victis, nullam sperare salutem.


Virgilio                


Algunos, con más impiedad que razón, aconsejaron por mayor seguridad la extirpación de la nación enemiga, como hicieron los romanos destruyendo a Cartago, Numancia y Corinto, u obligarla a pasar a habitar a otra parte. ¡Inhumano y bárbaro consejo! Otros, el extinguir la nobleza, poner fortalezas y quitar las armas. En las naciones serviles pudo obrar esta tiranía, no en las generosas. El cónsul Catón, creyendo asegurarse de algunos pueblos de España cerca del Ebro, les quitó las armas, pero se halló luego obligado a restituirlas, porque se exasperaron tanto de verse sin ellas, que se mataban unos a otros. Por vil tuvieron la vida que estaba sin instrumentos para defender el honor y adquirir la gloria.




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Procurando el vencedor quedar más fuerte con los despojos. Fortior spoliis


Vencido el león, supo Hércules gozar de la vitoria, vistiéndose de su piel para sujetar mejor otros Monstruos. Así los despojos de un vencimiento arman y dejan más poderoso al vencedor. Y así deben los príncipes usar de las vitorias, aumentando sus fuerzas con las rendidas, y adelantando la grandeza de sus Estados con los puestos ocupados. Todos los reinos fueron pequeños en sus principios. Después crecieron conquistando y manteniendo. Las mismas causas que justificaron la guerra, justifican la retención. Despojar para restituir es imprudente y costosa ligereza. No queda agradecido quien recibe hoy lo que ayer le quitaron con sangre. Piensan los príncipes comprar la paz con la restitución, y compran la guerra. Lo que ocuparon, los hace temidos. Lo que restituyen, despreciados, interpretándose a flaqueza. Y cuando, arrepentidos o provocados, quieren recobrarlo, hallan insuperables dificultades. Depositó Su Majestad (creyendo excusar celos y guerras) la Valtelina en poder de la Sede Apostólica. Y ocupándola después franceses, pusieron en peligro al Estado de Milán, y en confusión y armas a Italia. Manteniendo lo ocupado, quedan castigados los atrevimientos, afirmado el poder, y con prendas para comprarla paz cuando la necesidad obligare a ella. El tiempo y la ocasión enseñarán al príncipe los casos en que conviene mantener o restituir, para evitar mayores inconvenientes y peligros, pesados con la prudencia, no con la ambición, cuyo ciego apetito muchas veces por donde pensó ampliar, disminuye los Estados.

§ Suelen los príncipes en la paz deshacerse ligeramente de puestos importantes, que después los lloran en la guerra. La necesidad presente acusa la liberalidad pasada. Ninguna grandeza se asegure tanto de sí, que no piense que lo ha menester todo para su defensa. No se deshace el águila de sus garras. Y, si se deshiciera, se burlarían de ella las demás aves, porque no la respetan como a reina por su hermosura, que más gallardo es el pavón, sino por la fortaleza de sus presas. Más temida y más segura estaría hoy en Italia la grandeza de Su Majestad si hubiera conservado el Estado de Siena, el presidio de Plasencia y los demás puestos que ha dejado en otras manos. Aun la restitución de un Estado no se debe hacer cuando es con notable detrimento de otro.

§ No es de menos inconvenientes mover una guerra que usar templadamente de las armas. Levantarlas para señalar solamente los golpes es peligrosa esgrima. La espada que desnuda no se vistió de sangre, vuelve vergonzosa a la vaina. Si no ofende al enemigo, ofende al honor propio, Es el fuego instrumento de la guerra. Quien le tuviere suspenso en la mano, se abrasará con él. Si no se mantiene el ejército en el país enemigo, consume el propio, y se consume en él. El valor se enfría si faltan las ocasiones en que ejercitarle y los despojos con que encenderle. Por esto Vócula alojó su ejército en tierras del enemigo. David salió a recibir a los filisteos fuera de su reino, y dentro del suyo acometió a Amasías el rey de Israel Joas, sabiendo que venía contra él. Los vasallos no pueden sufrir la guerra en sus casas, sustentando a amigos y enemigos. Crecen los gastos, faltan los medios, y se mantienen vivos los peligros. Si esto se hace por no irritar más al enemigo y reducirle, es imprudente consejo, porque no se ha de lisonjear a un enemigo declarado. Lo que se deja de obrar con las armas, no se interpreta a benignidad, sino a flaqueza, y perdido el crédito, aun los más poderosos peligran. Costosa fue la clemencia de España con el duque de Saboya, Carlos. Movió éste la guerra al duque de Mantua, Fernando, sobre la antigua pretensión del Monferrato. Y no juzgando por conveniente el rey Felipe Tercero que decidiese la espada el pleito que pendía ante el emperador, y que la competencia de dos potentados turbase la paz de Italia, movió sus armas contra el duque Carlos de Saboya, y se puso sobre Asti, no para entrar en aquella plaza por fuerza(lo cual fuera fácil), sino para obligar al duque con la amenaza a la paz, como se consiguió. De esta templanza le nacieron mayores bríos, y volvió a armarse contra lo capitulado, encendiéndose otra guerra más costosa que la pasada. Pusiéronse las armas de Su Majestad sobre la plaza de Berceli, y en habiéndola ocupado se restituyó. Y como le salían al duque baratos los intentos, se coligó luego en Aviñón con el rey de Francia y venecianos, y perturbó tercera vez a Italia. Estas guerras se hubieran excusado si en la primera hubiera probado lo que cortaban los aceros de España, y que le había costado parte de su Estado. El que una vez se atrevió a la mayor potencia, no es amigo sino cuando se ve oprimido y despojado. Así lo dijo Vócula a las legiones amotinadas, animándolas contra algunas provincias de Francia que se rebelaban. Los príncipes no son temidos y respetados por lo que pueden ofender, sino por lo que saben ofender. Nadie se atreve al que es atrevido. Casi todas las guerras se fundan en el descuido o poco valor de aquel contra quien se mueven. Poco peligra quien levanta las armas contra un príncipe muy deseoso de la paz, porque en cualquier mal suceso la hallará en él. Por esto parece conveniente que en Italia se muden las máximas de España de imprimir en los ánimos que Su Majestad desea la paz y quietud pública, y que la comprará a cualquier precio. Bien es que conozcan los potentados que Su Majestad mantendrá siempre con ellos buena amistad y correspondencia; que interpondrá por su conservación y defensa sus armas; y que no habrá diligencia que no haga por el sosiego de aquellas provincias. Pero es conveniente que entiendan también que si alguno injustamente se opusiere a su grandeza y se conjurare contra ella, obligándole a los daños y gastos de la guerra los recompensará con sus despojos, quedándose con lo que ocupare, ¿Qué tribunal de justicia no condena en costas al que litiga sin razón? ¿Quién no probará su espada en el poderoso si lo puede hacer a su salvo?

§ Alcanzada una vitoria, se deben repartir los despojos entre los soldados, honrando con demostraciones particulares a los que se señalaron en la batalla, para que, premiado el valor, se anime a mayores empresas y sea ejemplo a los demás. Con este fin los romanos inventaron diversas coronas, collares, ovaciones y triunfos. A Saúl, después de vencidos los amalecitas, se levantó un arco triunfal. No solamente se han de hacer estos honores a los vivos, sino también a los que generosamente murieron en la batalla, y a sus sucesores, pues con sus vidas compraron la vitoria. Los servicios grandes hechos a la república no se pueden premiar sino es con una memoria eterna, como se premiaron los de Jonatás fabricándole un sepulcro que duró al par de los siglos. El ánimo, reconociéndose inmortal, desprecia los peligros porque también sea inmortal la memoria de sus hechos. Por estas consideraciones ponían antiguamente los españoles tantos obeliscos alrededor de los sepulcros cuantos enemigos habían muerto.

§ Siendo Dios árbitro de las vitorias, dél las debemos reconocer, y obligarle para otras, no solamente con las gracias y sacrificios, sino también con los despojos y ofrendas, como hicieron los israelitas después de quitado el cerco de Betulia y roto a los asirios. Y como hizo Josué después de la vitoria de los haítas ofreciéndole hostias pacíficas. En que fueron muy liberales los reyes de España, cuya piedad remuneró Dios con la presente monarquía.




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Y haciendo debajo del escudo la paz. Sub clypeo


En muchas cosas se parece el fuego a la guerra, no solamente porque su naturaleza es de destruir, sino también porque la misma materia que le ceba, suele, cuando es grande, extinguirle. Sustentan las armas a la guerra. Pero, si son superiores, la apagan y la reducen a la paz. Y así, quien deseare alcanzarla, ha menester hacer esfuerzos en ellas, porque ninguna paz se puede concluir con decencia ni con ventajas si no se capitula y firma debajo del escudo. Embrazado lo ha de tener el brazo que extendiere la mano (cuerpo es de esta Empresa) para recibir el olivo de paz. Clodoveo dijo que quisiera tener dos manos derechas, una armada para oponerse a Alarico, y la otra desarmada para darla de paz a Teodorico, que se interponía entre ambos. Tan dispuestos conviene que estén los brazos del príncipe para la guerra y para la paz. No le pareció a Clodoveo que podría conseguirla, si mostrase desarmada la mano derecha, y no tuviese otra prevenida. Esto significaban los griegos en el jeroglífico de llevar en una mano un asta y en otra un caduceo. La negociación, significada por el caduceo, no puede suceder bien sino le acompaña la amenaza del asta. Perseguidos los atenienses de Eumolpo, iba delante el general con un caduceo en la mano, y detrás la juventud armada, mostrándose tan dispuesto a la paz como a la guerra. Enviando los de la isla de Rodas una embajada a los de Constantinopla, iba uno al lado del embajador con tres remos en la mano, significando con ellos la misma disposición, a lo cual parece que aludió Virgilio cuando dijo:


Pacem orare manu, praeligere puppibus
Arma.


Virgilio                


Aun después de concluida la paz, conviene el cuidado de las armas, porque entre el vencido y el vencedor no hay fe segura. Un mismo día vio sobre el Casal dada y rota muchas veces la fe de los franceses, y abusada la benignidad con que el marqués de Santa Cruz escusó la gloria de la vitoria (que tan cierta se la ofrecían las ventajas del sitio y de gente) por dar sosiego a Italia.

§ En los tratados de paz es menester menos franqueza de ánimo que en la guerra. El que quiso en ellos adelantar mucho su reputación y vencer al enemigo con la pluma como con la espada, dejó centellas en la ceniza para el fuego de mayor guerra. Las paces que hicieron con los numantinos Q. Pompeyo y después el cónsul Mancino no tuvieron efecto, porque fueron contra la reputación de la república romana. La capitulación de Asti entre el duque de Saboya, Carlos Emanuel, y el marqués de la Hinojosa se rompió luego por el artículo de desarmar a un mismo tiempo, contra la reputación de Su Majestad. A que se allegaron las inquietudes y novedades del duque. No hay paz segura si es muy desigual. Preguntando el senado de Roma a un privernate cómo observaría su patria la paz, respondió: «Si nos la dais buena, será fiel y perpetua. Pero si mala, durará poco». Nadie observa arrepentido lo que le está mal. Si la paz no fuere honesta y conveniente a ambas partes, será contrato claudicante. El que más procura aventajarla, la adelgaza más, y quiebra después fácilmente.

§ Recibido algún mal suceso, no se ha de hacerla paz si la necesidad diere lugar a mejorar de estado, porque no puede estar bien al oprimido. Por esto, perdida la batalla de Toro, no le pareció tiempo de tratar de acuerdos al rey don Alonso de Portugal en la guerra con el rey don Fernando el Católico. Achacosa es la paz que concluyó la amenaza o la fuerza, porque siempre maquina contra ella el honor y la libertad.

§ En los tratados de paz se suelen envolver no menores engaños y estratagemas que en la guerra, como se vio en los que fingió Radamisto para matar a Mitradates; porque cautelosamente se introducen con fin de espiar las acciones del enemigo, dar tiempo a las fortificaciones, a los socorros y pláticas de confederación, deshacer las fuerzas, dividir los coligados, y para adormecer con la esperanza de la paz las diligencias y prevenciones, y a veces se concluyen para cobrar nuevas fuerzas, impedir los designios, y que sirva la paz de tregua o suspensión de armas, para volver después a levantarlas, o para mudar el asiento de la guerra. Como hicieron franceses, asentando la paz de Monzón, con ánimo de empezar la guerra por Alemania, y caer por allí sobre la Valtelina. La paz de Ratisbona tuvo por fin desarmar al emperador, y cuando la firmaban franceses, capitulaban en Suecia una liga contra él, habiendo sólo tres meses de diferencia entre la una y la otra. En tales casos más segura es la guerra que una paz sospechosa, porque ésta es paz sin paz.

§ Las paces han de ser perpetuas, como fueron todas las que hizo Dios. Por eso llaman las Sagradas Letras a semejantes tratados pactos de sal, significando su conservación. El príncipe que ama la paz y piensa mantenerla no repara en obligar a ella a sus descendientes. Una paz breve es para juntar leña con que encender la guerra. El mismo inconveniente tiene la tregua por algunos años, porque solamente suspende las iras, y da lugar a que se afilen las espadas y se agucen los hierros de las lanzas, Con ella se prescriben las usurpaciones, y se restituye mal lo que se ha gozado largo tiempo. No sosegó a Europa la tregua de diez años entre el emperador Carlos Quinto y el rey Francisco de Francia, como lo reconoció el papa Paulo Tercero. Pero cuando la paz es segura, firme y honesta, ningún consejo más prudente que abrazarla, aunque estén victoriosas las armas, y se esperen con ella grandes progresos; porque son varios los accidentes de la guerra, y de los sucesos felices nacen los adversos. ¿Cuántas veces rogó con la paz el que antes fue rogado? Más segura es una paz cierta que una vitoria esperada. Aquélla pende de nuestro arbitrio, ésta de la mano de Dios. Y aunque dijo Sabino que la paz era útil al vencido y de honor al vencedor, suele también ser útil al vencedor, porque la puede hacer más ventajosa y asegurar los progresos hechos. Ningún tiempo mejor para la paz que cuando está vencida la guerra. Por éstas y otras consideraciones, sabida en Cartago la vitoria de Canas, aconsejó Anón al Senado que se compusiesen con los romanos. Y por no haberlo hecho, recibieron después las leyes que quiso darles Escipión. En el ardor de las armas, cuando está Marte dudoso, quien se muestra codicioso de la paz se confiesa flaco y da ánimo al enemigo. El que entonces la afecta, no la alcanza. El valor y la resolución la persuaden mejor. Estime el príncipe la paz, pero ni por ella haga injusticias ni sufra indignidades, No tenga por segura la del vecino que es mayor en fuerzas, porque no la puede haber entre el flaco y el poderoso. No se sabe contener la ambición a vista de lo que puede usurpar, ni le faltarán pretextos de modestia y justicia al que se desvela en ampliar sus Estados y reducirse a monarca, porque quien ya lo es solamente trata de gozar su grandeza, sin que le embarace la ajena ni maquine contra ella.




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Cuya dulzura es fruto de la guerra. Merces belli [Hic explicat opes]


No estima la quietud del puerto quien no ha padecido en la tempestad. Ni conoce la dulzura de la paz quien no ha probado lo amargo de la guerra. Cuando está rendida, parece bien esta fiera, enemiga de la vida. En ella se declara aquel enigma de Sansón del león vencido, en cuya boca, después de muerto, hacían panales las abejas; porque, acabada la guerra, abre la paz el paso al comercio, toma en la mano el arado, ejercita las artes. De donde resulta la abundancia, y de ella las riquezas, las cuales, perdido el temor que las había retirado, andan en las manos de todos. Y así, la paz, como dijo Isaías, es el cumplimiento de todos los bienes que Dios da a los hombres, como la guerra el mayor mal. Por esto los egipcios, para pintar la paz, pintaban a Plutón niño, presidente de las riquezas, coronada la frente con espigas, lauro y rosas, significando las felicidades que trae consigo. Hermosura la llamó Dios por Isaías, diciendo que en ella, como sobre flores, reposaría su pueblo. Aun las cosas que carecen de sentido se regocijan con la paz. ¡Qué fértiles y alegres se ven los campos que ella cultiva!¡Qué hermosas las ciudades, pintadas y ricas con su sosiego! Y al contrario, ¡qué abrasadas las tierras por donde pasa la guerra! Apenas se conocen hoy en sus cadáveres las ciudades y castillos de Alemania. Tinta en sangre mira Borgoña la verde cabellera de su altiva frente, rasgadas y abrasadas sus antes vistosas faldas, quedando espantada de sí misma. Ningún enemigo mayor de la Naturaleza que la guerra. Quien fue autor de lo criado, lo fue de la paz. Con ella se abraza la justicia, son medrosas las leyes, y se retiran y callan cuando ven las armas. Por esto dijo Mario, escusándose de haber cometido en la guerra algunas cosas contra las leyes de la patria que no las había oído con el ruido de las armas. En la guerra no es menos infelicidad (como dijo Tácito) de los buenos matar que ser muerto. En la guerra los padres entierran a los hijos turbado el orden de mortalidad. En la paz, los hijos a los padres. En la paz se consideran los méritos y se examinan las causas. En la guerra la inocencia y la malicia corren una misma fortuna. En la paz se distingue la nobleza de la plebe. En la guerra se confunde, obedeciendo el más flaco al más poderoso. En aquéllase conserva, en ésta se pierde la religión. Aquélla mantiene, y ésta usurpa los dominios. La paz quebranta los espíritus de los vasallos y los hace serviles y leales. Y la guerra los levanta y hace inobedientes. Por esto Tiberio sentía tanto que se perturbase la quietud que había dejado Augusto en el Imperio. Con la paz crecen las delicias, y cuanto son mayores, son más flacos los súbditos y más seguros. En la paz pende todo del príncipe. En la guerra, de quien tiene las armas. Y así, Tiberio disimulaba las ocasiones de guerras por no cometerla a otro. Bien conocidos tenía Pomponio Leto estos inconvenientes y daños cuando dijo que mientras pudiese el príncipe vivir en paz, no había de mover la guerra. El emperador F. Marciano usaba desde mote: Pax bello potior. Y con razón, porque la guerra no puede ser conveniente sino es para mantener la paz. Sólo este bien (como hemos dicho) trae consigo este monstruo infernal. Tirana fue aquella voz del emperador Aurelio Caracalla: Omnis in ferro salus, y de príncipe que solamente con la fuerza puede mantenerse. Poco dura el imperio que tiene su conservación en la guerra. Mientras está pendiente la espada, está también pendiente el peligro. Aunque se pueda vencer, se ha de abrazar la paz, porque ninguna vitoria tan feliz, que no sea mayor el daño que se recibe en ella.


Pax optima rerum
Quas homini novisse datum est, pax una triumphis
Innumeris potior.


Sil. Ital.                


Ninguna vitoria es bastante recompensa de los gastos hechos. Tan dañosa es la guerra, que, cuando triunfa, derriba los muros, como se derribaban los de Roma.

§ Ya, pues, que hemos traído al príncipe entre el polvo y la sangre, poniéndole en el sosiego y felicidad de la paz, le amonestamos que procure conservarla y gozar sus bienes, sin turbarlos con los peligros y desastres de la guerra. David no la movía, si no era provocado. El emperador Teodosio no la buscaba, si no la hallaba. Glorioso y digno de un príncipe es el cuidado que se desvela en procurarla paz.


Caesaris haec virtus et gloria Caesaris haec est,
Illa, qua vicit, condidit arma manu.


Propercio                


Ninguna cosa más opuesta a la posesión que la guerra. Impía e imprudente doctrina la que enseña a tener vivas las causas de difidencia para romper la guerra cuando conviniere. Siempre vive en ella quien siempre piensa en ella. Más sano es el consejo del Espíritu Santo, que busquemos la paz y la guardemos.

§ Una vez asentada la paz, se debe por obligación humana y divina observar fielmente, aun cuando se hizo el tratado con los antecesores, sin hacer distinción entre el gobierno de uno o de muchos; porque el reino y la república a cuyo beneficio y en cuya fe se hizo el contrato, siempre es una y nunca se extingue. El tiempo y el consentimiento común hizo ley lo capitulado. Ni basta en los acuerdos de la guerra la escusa de la fuerza o la necesidad; porque, si por ellas se hubiese de faltar a la fe pública, no habría capitulación de plaza o de ejército rendido, ni tratado de paz que no pudiese romperse con este pretexto. Con que se perturbaría el público sosiego. En esto fue culpado el rey Francisco de Francia, habiendo roto a título de fuerza la guerra al emperador Carlos Quinto, contra lo capitulado en su prisión. Con semejantes artes, y con hacer equívocas y cautelosas las capitulaciones, ningunas son firmes, y es menester ya para asegurarlas pedir rehenes o retención de alguna plaza, lo cual embaraza las paces y trae en continuas guerras el mundo. Libre ya el príncipe de los trabajos y peligros de la guerra, debe aplicarse a las artes de la paz, procurando


Nutrire e fecondar l'arti e gl'ingegni,
Celebrar giochi ilustri e pompe liete,
Librar con giusta lance e pene e premi,
Mirar da lunge, e proveder gli estremi.


Tasso                


Pero no sin atención a que puede otra vez turbar su sosiego la guerra. Y así, aunque suelte de la mano las armas, no las pierda de vista. No le muevan el reverso de las medallas antiguas, en que estaba pintada la paz quemando con un hacha los escudos; porque no fue aquél prudente jeroglífico, siendo más necesario después de la guerra conservar las armas, para que no se atreva la fuerza a la paz. Sólo Dios, cuando la dio a su pueblo, pudo romper (como dijo David) el arco, deshacer las armas y echar en el fuego los escudos, porque, como árbitro de la guerra, no ha menester armas para mantener la paz. Pero entre los hombres no puede haber paz si el respeto a la fuerza no reprime la ambición. Esto dio motivo a la invención de las armas, a las cuales halló primero la defensa que la ofensa. Antes señaló el arado los muros, que se dispusiesen las calles y las plazas; y casi a un mismo tiempo se armaron en el campo los pabellones militares y se fabricaron las casas. No estuviera seguro el reposo público si, armado el cuidado, no le guardara el sueño. El Estado desprevenido despierta al enemigo y llama así la guerra. No hubieran oído los Alpes los ecos de tantos clarines si las ciudades del Estado de Milán se hallaran más fortificadas. Es un antemural a todos los reinos de la monarquía de España. Y todos por su misma seguridad habían de contribuir para hacerle más fuerte. Con lo cual y con el poder del mar, quedaría firme e incontrastable la monarquía. Los corazones de los hombres, aunque más sean de diamante, no pueden suplir la defensa de las murallas. Por haberlas derribado el rey Witiza se atrevieron los africanos a entrar por España, faltando aquellos diques, que hubiera sido el reparo de su inundación. No cometió este descuido Augusto en la larga paz que gozaba. Antes, deputó rentas públicas reservadas en el erario para cuando se rompiese la guerra. Si en la paz no se ejercitan las fuerzas y se instruye el ánimo con las artes de la guerra, mal se podrá cuando el peligro de la invasión trae turbados los ánimos, más atentos a la fuga y a salvarlas haciendas que a la defensa. Ninguna estratagema mayor que dejar a un reino en poder de sus ocios. En faltando el ejercicio militar, falta el valor. En todas partes cría la Naturaleza grandes corazones, que o los descubre la ocasión o los encubre el ocio. No produjeron los siglos pasados más valientes hombres en Grecia y Roma que nacen hoy. Pero entonces se mostraron heroicos porque para dominar ejercitaban las armas. No desconfíe el príncipe de la ignavia de sus vasallos, porque la disciplina los hará hábiles para conservar la paz y sustentar la guerra.






ArribaAbajoCómo se ha de haber el príncipe en la vejez


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Advierte que las últimas acciones son las que coronan su gobierno. Qui legitime


Corto es el aliento que respira entre la cuna y la tumba. Corto, pero bastante a causar graves daños si se emplea mal. Por largos siglos suele llorar una república el error de un instante. Dél pende la ruina o la exaltación de los imperios. Lo que fabricó en muchos años el valor y la prudencia, derriba en un punto un mal consejo. Y así, en este anfiteatro de la vida no basta haber corrido bien, si la carrera no es igual hasta el fin. No se corona sino al que legítimamente llegó a tocar las últimas metas de la muerte. Los edificios tienen su fundamento en las primeras piedras. El de la fama, en las postrimeras. Si éstas no son gloriosas, cae luego en tierra y lo cubre el olvido. La cuna no florece hasta que ha florecido la tumba, Y entonces, aun los abrojos de los vicios pasados se convierten en flores, porquela fama es el último espíritu de las operaciones, las cuales reciben luz y hermosura de ella. Esto no sucede en una vejez torpe, porque borra las glorias de la juventud, como sucedió a la de Vitelio. Los toques más perfectos del pincel o del buril no tienen valor, si queda imperfecta la obra. Si se estiman los fragmentos, es porque son pedazos de una estatua que fue perfecta. La emulación o la lisonja dan envida diferentes formas a las acciones. Pero la fama, libre de estas pasiones, después de la muerte da sentencias verdaderas y justas, que las confirma el tribunal de los siglos. Bien reconocen algunos príncipes lo que importa coronar la vida con las virtudes. Pero se engañan pensando que lo suplirán dejándolas escritas en los epitafios y representadas en las estatuas, sin advertir que allí están avergonzadas de acompañar en la muerte a quien no acompañaron en la vida, y que los mármoles se desdeñan de que en ellos estén escritas las glorias supuestas de un príncipe tirano, y se ablandan porque mejor se grabenlas de un príncipe justo, endureciéndose después para conservarlas eternas, y a veces los mismos mármoles las escriben en su dureza. Letras fueron de un epitafio milagroso las lágrimas de sangre que vertieron las losas de la peaña del altar de San Isidoro en León por la muerte del rey don Alonso el Sexto, en señal de sentimiento, y no por las junturas, sino por en medio. Tan del corazón le salían, enternecidas con la pérdida de aquel gran rey. La estatua de un príncipe malo es un padrón de sus vicios, y no hay mármol ni bronce tan constante que no se rinda al tiempo, porque como se deshace la fábrica natural, se deshace también la artificial. Y así, solamente es eterna la que forman las virtudes, que son adornos intrínsecos e inseparables del alma inmortal. Lo que se esculpe en los ánimos de los hombres, substituido de unos en otros, dura lo que dura el mundo. No hay estatuas más eternas que las que labra la virtud y el beneficio en la estimación y en el reconocimiento de los hombres, como lo dio por documento Mecenas a Augusto. Por esto Tiberio rehusó que España Citerior le levantase templos, diciendo que los templos y estatuas que más estimaba era mantenerse en la memoria de la república. Las cenizas de los varones heroicos se conservan en los obeliscos eternos del aplauso. Y aun después de haber sido despojos del fuego, triunfan, como sucedió a las de Trajano. En hombros de naciones amigas y enemigas pasó el cuerpo difunto de aquel valeroso prelado don Gil de Albornoz, de Roma a Toledo, y para defender el de Augusto fue menester ponerle guardas. Pero cuando la constancia del mármol y la fortaleza del bronce vivan al par de los siglos, se ignora después por quién se levantaron, como hoy sucede a las pirámides de Egipto, borrados los nombres de quien por eternizarse puso en ellas sus cenizas.

De todo lo dicho se infiere cuánto deben los príncipes trabajar en la edad cadente para que sus glorias pasadas reciban ser de las últimas, y queden después de la muerte eternas unas y otras en la memoria de los hombres. Para lo cual les propondremos aquí cómo se han de gobernar con su misma persona, con sus sucesores y con sus Estados.

§ En cuanto a su persona, advierta el príncipe que es el imperio más feroz y menos sujeto a la razón, cuanto más entra en edad, porque los casos pasadosle enseñan a ser malicioso, y dando en sospechas y difidencias, se hace cruel y tirano. La larga dominación cría soberbia y atrevimiento. Y la experiencia de las necesidades, avaricia. De que proceden indignidades opuestas al decoro y grandeza. Y de éstas, el desprecio de la persona. Quieren los príncipes conservar los estilos y enterezas antiguas, olvidados de lo que hicieron cuando mozos, y se hacen aborrecibles. En los principios del gobierno el ardor de gloria y los temores de perderse cautelan los aciertos. Después se cansa la ambición, y ni alegran al príncipe los buenos sucesos ni le entristecen los malos. Y pensando que el vicio es merced de sus glorias y premio de sus fatigas, se entrega torpemente a él, de donde nace que pocos príncipes mejoran de costumbres en el imperio, como nos muestran las Sagradas Letras en Saúl y Salomón. Semejantes son en su gobierno a la estatua que se representó en sueños a Nabucodonosor: los principios de oro, los fines de barro. Sólo en Vespasiano se admira que de malo se mudase en bueno. Y aunque el príncipe procure conservarse igual, no puede agradar a todos si dura mucho su imperio, porque es pesado al pueblo que tanto tiempo le gobierne una mano con un mismo freno. Ama las mudanzas y se alegra con sus mismos peligros, como sucedió en el imperio de Tiberio. Si el príncipe es bueno, le aborrecen los malos. Si es, malo, le aborrecen los buenos y los malos, y solamente se trata del sucesor, procurando tenerle grato: cosa insufrible al príncipe, y que suele obligarle a aborrecer y tratar mal a sus vasallos. Al paso que le van faltando las fuerzas, le falta la vigilancia y cuidado, y también la prudencia, el entendimiento y la memoria; porque no menos se envejecen los sentidos que el cuerpo. Y queriendo reservar para sí aquel tiempo libre de las fatigas del gobierno, se entrega a sus ministros o a algún valido, en quien repose el peso de los negocios y caiga el odio del pueblo. Los que no gozan de la gracia del príncipe ni tienen parte en el gobierno ni en los premios, desean y procuran nuevo señor.

Éstos son los principales escollos de aquella edad, entre los cuales debe el príncipe navegar con gran atención para no dar en ellos. No desconfíe de que no podrá pasar seguro, pues muchos príncipes mantuvieron la estimación y el respeto hasta los últimos espíritus de la vida, como lo admiró el mundo en el rey Felipe Segundo. El movimiento de un gobierno prudente llega uniforme a las orillas de la muerte, y le sustenta la opinión y la fama pasada contra los odios e inconvenientes de la edad. Así lo reconoció en sí mismo Tiberio. Mucho también se disimula y perdona a la vejez, que no se perdonaría a la juventud, como dijo Druso. Cuanto son mayores estas borrascas, conviene que con mayor valor se arme el príncipe contra ellas, y que no suelte de la mano el timón del gobierno, porque, en dejándole absolutamente en manos de otro, serán él y la república despojos del mar. Mientras duran las fuerzas al príncipe, ha de vivir y morir obrando. Es el gobierno como los orbes celestes, que nunca paran. No consiente otro polo sino el del príncipe. En los brazos de la república, no en los del ocio, ha de hallar el príncipe el descanso de los trabajos de su vejez. Y si para sustentarlos le faltaren fuerzas con los achaques de la edad, y hubiere menester otros hombros, no rehúse que asista también el suyo, aunque solamente sirva de apariencia; porque ésta, a los ojos del pueblo ciego e ignorante, obra lo mismo que el efecto, y tiene (como decimos en otra parte) en freno los ministros y en pie la estimación. En este caso, más seguro es formar un consejo secreto de tres, que le descansen, como hizo el rey Felipe Segundo, que entregarse a uno solo, porque no mira el pueblo a aquellos como a validos, sino como a consejeros. Huya el príncipe el vicio de la avaricia, aborrecido de todos y propio de la vejez, a quien acompaña cuando se despiden los demás. Galba hubiera conciliado los ánimos, si hubiera sido algo liberal. Acomode su ánimo al estilo y costumbres presentes, y olvide las antiguas, duras y severas. En que exceden los viejos o porque se criaron en ellas, o por vanagloria propia, o porque ya no pueden gozar de los estilos nuevos. Con que se hacen aborrecibles a todos. Déjanse llevar de aquel humor melancólico que nace de lo frío de la edad y reprenden los regocijos y divertimientos, olvidados del tiempo que gastaron en ellos.

No se dé por entendido en los celos que le dieren con el sucesor, como lo hizo el rey don Fernando el Católico cuando venía a sucederle en los reinos de Castilla el rey Felipe el Primero. Aquel tiempo es de la lisonja al nuevo sol. Y si alguno se muestra tino, es con mayor arte, para cobrar opinión de constante con el sucesor y granjearle la estimación, como se notó en la muerte de Augusto. Procure hacerse amar de todos con la afabilidad, con la igualdad de la justicia, con la clemencia y con la abundancia, teniendo por cierto que, si hubiere gobernado bien y tuviere ganada buena opinión y las voluntades, las mantendrá con poco trabajo del arte, infundiendo en el pueblo un desconsuelo de perderle y un deseo de sí.

§ Todas estas artes serán más fuertes si tuviere sucesión, en quien renazca y se eternice; pues, aunque la adopción es ficción de la ley, parece que deja de parecer viejo quien adopta a otro, como dijo Galba a Pisón. En la sucesión han de poner su cuidado los príncipes, porque no es tan vano como juzgaba Salomón. Áncoras son los hijos, y firmezas del imperio, y alivios de la dominación y del palacio. Bien lo conoció Augusto cuando, hallándose sin ellos, adoptó a los más cercanos, para que fuesen colunas en que se mantuviese el imperio; porque ni los ejércitos ni las armas aseguran más al príncipe que la multiplicidad de los hijos. Ningunos amigos mayores que ellos, ni que con mayor celo se opongan a las tiranías de los domésticos y de los extraños. A éstos tocan las felicidades. A los hijos, los trabajos y calamidades. Con la fortuna adversa se mudan los amigos y faltan, pero no la propia sangre. La cual, aunque esté en otro, como es la misma, se corresponde por secreta y natural inclinación. La conservación del príncipe es también de sus parientes. Sus errores tocan a ellos. Y así procuran remediarlos, teniendo más interés en penetrarlos y más atrevimiento para advertirlos, como hacía Druso, procurando saber lo que en Roma se notaba de su padre, para que lo corrigiese. Estas razones escusan la autoridad que dan algunos papas a sus sobrinos en el manejo de los negocios. Halla el súbdito en el hijo quien gratifique sus servicios, y teme despreciar al padre que deja al hijo heredero de su poder y de sus ofensas. En esto se fundó la exhortación de Marcelo a Prisco, que no quisiese dar leyes a Vespasiano, viejo triunfante y padre de hijos mozos. Con la esperanza del nuevo sol se toleran los crepúsculos fríos y las sombras perezosas del que tramonta. La ambición queda confusa, y medrosa la tiranía. La libertad no se atreve a romper la cadena de la servidumbre, viendo continuados los eslabones en los sucesores. No se perturba la quietud pública con los juicios y discordias sobre el que ha de suceder, porque saben ya todos que de sus cenizas ha de renacer un nuevo fénix, y porque entre tanto ya ha cobrado fuerzas y echado raíces el sucesor, haciéndose amar y temer, como el árbol antiguo, que produce al pie otro ramo que le substituya poco a poco en su lugar.

Pero cuando pende del arbitrio del príncipe el nombramiento del sucesor, no ha de ser tan poderosa esta conveniencia, que anteponga al bien público los de su sangre. Dudoso Moisés de las calidades de sus mismos hijos, dejó a Dios la elección de la cabeza de su pueblo. Por esto se gloriaba Galba de que, anteponiendo el bien público a su familia, había elegido por sucesor a uno de la república. Éste es el último y el mayor beneficio que puede el príncipe hacer a sus Estados, como dijo el mismo Galba a Pisón cuando le adoptó por hijo. Descúbrese la magnanimidad del príncipe en procurar que el sucesor sea mejor que él. Poca estimación tiene de sí mismo el que trata de hacerse glorioso con los vicios del que le ha de suceder y con la comparación de un gobierno con otro. En que faltó a sí mismo Augusto, eligiendo por esta causa a Tiberio, sin considerar que las infamias o glorias del sucesor se atribuyen al antecesor que tuvo parte en su elección.

Este cuidado de que el sucesor sea bueno es obligación natural en los padres y deben poner en él toda su atención, porque en los hijos se perpetúan y eternizan. Y fuera contra la razón natural envidiarla excelencia en su misma imagen, o dejarla sin pulir. Y, aunque el criar un sujeto grande suele criar peligros domésticos, porque cuanto mayor es el espíritu, más ambicioso es del imperio, y muchas veces, pervertidos los vínculos de la razón y de la naturaleza, se cansan los hijos de esperar la Corona y de que se pase el tiempo de sus delicias o de sus glorias, como sucedía a Radamisto en la prolija vejez de su padre Farasmán, rey de Iberia, y fue consejo del Espíritu Santo a los padres que no den mucha mano a sus hijos mancebos ni desprecien sus pensamientos altivos, con todo eso, no ha de faltar el padre a la buena educación de su hijo, segunda obligación de la Naturaleza, ni se ha de perturbar la confianza por algunos casos particulares. Ningún príncipe más celoso de sus mismos hijos que Tiberio. Y con todo eso, se ausentaba de Roma por dejar en su lugar a Druso.

Pero cuando se quieran cautelar estos recelos con artes políticas, introduzca el padre a su hijo en los negocios de Estado y guerra, pero no en los de gracia, porque con ellas no granjee el aplauso del pueblo, enamorado del ingenio liberal y agradable del hijo, cosa que desplace mucho a los padres que reinan. Bien se puede introducir al hijo en los negocios, y no en los ánimos. Advertido en esto Augusto cuando pidió la dignidad tribunicia para Tiberio, le alabó con tal arte, que, escusando sus vicios, los descubría. Y fue fama que Tiberio, para hacer odioso y tenido por cruel a su hijo Druso, le concedió que se hallase en los juegos de los gladiadores y se alegraba de que entre sus hijos y los senadores naciesen contiendas. Pero estas artes son más nocivas y dobladas que lo que pide la sencillez paternal. Más advertido consejo es poner al lado del príncipe algún confidente en quien esté la dirección y el manejo de los negocios, como lo hizo Vespasiano cuando dio la pretura a su hijo Domiciano y señaló por su asistente a Muciano.

§ Si el hijo fuere de tan altos pensamientos que se tema alguna resolución ambiciosa contra el amor y respeto debido al padre, impaciente de la duración de su vida, se puede emplear en alguna empresa donde ocupe sus pensamientos y bríos. Por esto Farasmán, rey de Iberia, empleó a su hijo Radamisto en la conquista de Armenia. Si bien es menester usar de la cautela dicha de honrar al hijo y divertirle con el cargo, y substituir en otro el gobierno de las armas, porque quien las manda es árbitro de los demás. Con este fin Otón entregó a su hermano Ticiano el ejército, cuyo mando dio a Próculo. Y Tiberio, habiendo el Senado encomendado a Germánico las provincias ultramarinas, hizo legado de Siria a Pisón para que domase sus esperanzas y designios. Ya la constitución de los Estados y dominios en Europa es tal, que se pueden temer menos estos recelos. Pero si acaso la naturaleza del hijo fuere tan terrible, que no se asegure el padre con los remedios dichos, consúltese con el que usó el rey Felipe Segundo con el príncipe don Carlos, su único hijo. En cuya ejecución quedó admirada la Naturaleza, atónita de su mismo poder la política, y encogido el mundo.

§ Si la desconfianza fuere de los vasallos por el aborrecimiento al hijo, suele ser remedio criarle en la Corte y debajo de la protección (si estuvieren lejos los celos) de otro príncipe mayor, con que también se afirme su amistad. Estos motivos tuvo Frahate, rey de los partos, para criar en la Corte de Augusto a su hijo Vonones. Si bien suele nacer contrario efecto, porque después le aborrecen los vasallos, como a extranjero que vuelve con diversas costumbres. Así se experimentó en el mismo Vonones.

§ En el dar estado a sus hijos esté el príncipe muy advertido, porque a veces es la exaltación de un reino, y a veces su ruina, principalmente en los hijos segundos, émulos ordinariamente del mayor, y en las hijas casadas con sus mismos súbditos. De donde nacen envidias y celos que causan guerras civiles. Advertido desde peligro Augusto, rehusó de dar su hija a caballero romano que pudiese causar inconvenientes, y trató de darla a Próculo y a otros de conocida quietud y que no se mezclaban en los negocios de la república. En la buena disposición de la tutela y gobierno del hijo que ha de suceder pupilo en los Estados, es menester toda la prudencia y destreza del padre; porque ningún caso más expuesto a las asechanzas y peligros que aquel en que vemos ejemplos presentes, y los leemos pasados, de muchos príncipes que en su minoridad, o perdieron sus vidas y Estados, o padecieron civiles calamidades; porque, si cae la tutela y gobierno en la madre, aunque la confianza es segura, pocas veces tienen las mujeres toda la prudencia y experiencia que se requiere. En muchas falta el valor para hacerse temer y respetar. Si cae en los tíos, suele la ambición de reinar romperlos vínculos más estrechos y más fuertes de la sangre. Si cae en los ministros, cada uno atiende a su interés, y nacen divisiones entre ellos. Los súbditos desprecian el gobierno de los que son sus iguales. De que suelen resultar tumultos y guerras civiles. Y así, entre tantos peligros e inconvenientes debe el príncipe elegir los menores, consultándose con la naturaleza del Estado y de aquellos que pueden tener la tutela y el gobierno, eligiendo una forma de sujetos en que esté contrapesada la seguridad del pupilo, sin que puedan fácilmente conformarse y unirse en su ruina. En este caso es muy conveniente introducir desde luego en los negocios a los que después de la muerte del padre han de tener su tutela y la dirección y manejo del Estado. No solamente ha de procurar el príncipe asegurar e instruir al sucesor, sino prevenir los casos de su nuevo gobierno, para que no peligre en ellos; porque al mudar las velas corre riesgo el navío, y, en la introducción de nuevas formas suele padecer la Naturaleza por los desmayos de los fines y por el vigor de los principios. De aquella alternación de cosas resultan peligros entre las olas encontradas del uno y otro gobierno, como sucede cuando un río poderoso entra en otro de igual caudal. Piérdese fácilmente el respeto al sucesor, y se intentan contra él atrevimientos y novedades. Y así, ha de procurar el príncipe que la última parte de su gobierno sea tan apacible, que sin inconvenientes se introduzca en el nuevo. Y como al tomar el puerto se elevan los remos y amainan las velas, así ha de acabar su gobierno, deponiendo los pensamientos de empresas y guerras, confirmando las confederaciones antiguas, y haciendo otras nuevas, principalmente con sus confinantes, para que se asiente la paz en sus Estados.


De la matura età preggi men degni
Non fiano stabilir pace e quiete,
Mantener sue Città fra l'arme e i Regni
Di possente vicin tranquille e chete.


Tasso                


Disimule las ofensas como hizo Tiberio con Getúlico, y el rey Felipe Segundo con Fernando de Médicis; porque en tal tiempo ordenan los príncipes prudentes que sobre su sepulcro se ponga el arco iris, señal de paz a sus sucesores, y no la lanza fija en tierra, como hacían los de Atenas para acordar al heredero la venganza de sus injurias. Gobierno las provincias extranjeras con el consejo y la destreza, y no con las armas. Ponga en ellos gobernadores facundos, amigos de la paz e inexpertos en la guerra, para que no la muevan, como se hizo entiempo de Galba. Componga los ánimos de los vasallos y sus diferencias. Deshaga agravios, y quite las imposiciones y novedades odiosas al pueblo. Elija ministros prudentes, amigos de la concordia y sosiego público, con lo cual sosegados los ánimos, y hechos a la quietud y blandura, piensan los vasallos que con la misma serán gobernados del sucesor, y no intentan novedades.




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Y pronostican cuál será el sucesor. Futurum indicat


Grandes varones trabajaron con la especulación y experiencia en formar la idea de un príncipe perfecto. Siglos cuesta el labrar esta porcelana real, este vaso espléndido de tierra, no menos quebradizo que los demás, y más achacoso que todos, principalmente cuando el alfaharero es de la escuela de Maquiavelo, de donde todos salen torcidos y de poca duración, como lo fue el que puso por modelo de los demás. La fatiga de estas Empresas se ha ocupado en realzar esta púrpura, cuyos polvos de grana vuelve en cenizas breve espacio de tiempo. Por la cuna empezaron, y acaban en la tumba. Éstas son el paréntesis de la vida, que incluye una brevísima cláusula de tiempo. No sé cuál es más feliz hora, o aquella en quien se abren los ojos al día de la vida, o esta en quien se cierran a la noche de la muerte, porque la una es principio, y la otra fin de los trabajos.

Y, aunque es notable la diferencia del ser al no ser, puede sentirlo la materia, no la forma de hombre, que es inmortal y se mejora con la muerte. Naturales el horror al sepulcro. Pero si en nosotros fuese más valiente la razón que el apetito de vivir, nos regocijaríamos mucho cuando llegásemos a la vista dél, como se regocijan los que, buscando tesoros, topan con urnas, teniendo por cierto que habrá riquezas en ellas. Porque en el sepulcro halla el alma el verdadero tesoro de la quietud eterna. Esto dio a entender Simón Macabeo en aquel jeroglífico de las naves esculpidas sobre las colunas, que mandó poner naves alrededor del mausoleo de su padre y hermanos, significando que este bajel de la vida, fluctuante sobre las olas del mundo, solamente sosiega cuando toma tierra en las orillas de a muerte. ¿Qué es la vida sino un continuo temor de la muerte, sin haber cosa que nos asegure de su duración? Muchas señales pronostican la vecindad de la muerte, pero ninguna hay que nos pueda dar por ciertos los términos de la vida. La edad más florida, la disposición más robusta, no son bastantes fiadores de una hora más de salud. El corazón, que sirve de volante al reloj del cuerpo, señala las horas presentes de la vida, pero no las futuras. Y no fue esta incertidumbre desdén, sino favor de la Naturaleza, porque si, como hay tiempo determinado para fabricarse el cuerpo y nacer, le hubiera para deshacerse y morir, viviera el hombre muy insolente a la razón. Y así, no solamente no le dio un instante cierto para alentar, sino le puso en todas las cosas testimonios de la brevedad de la vida. La tierra se la señala en la juventud de sus flores y en las canas de sus mieses. El agua, en la fugacidad de sus corrientes. El aire, en los fuegos que por instantes enciende y los apaga. Y el cielo, en ese príncipe de la luz, a quien un día mismo ve en la dorada cuna del oriente y en la confusa tumba del ocaso. Pero si la muerte es el último mal de los males, felicidad es que llegue presto. Cuanto menor intervalo de tiempo se interpone entre la cuna y la tumba, menor es el curso de los trabajos. Por esto Job quisiera haberse trasladado del vientre de su madre al túmulo. Ligaduras nos reciben en naciendo, y después vivimos envueltos entre cuidados. En que no es de mejor condición la suerte de nacer de los príncipes que la de los demás. Si en la vida larga consistiera la felicidad humana, viviera el hombre más que el ciervo, porque sería absurdo que algún animal fuese más feliz que él, habiendo nacido todos para su servicio. El deseo natural que pasen aprisa las horas es argumento de que no es el tiempo quien constituye la felicidad humana, porque en él reposaría el ánimo. Lo que fuera del tiempo apetece, le falta. En los príncipes más que en los otros (como expuestos a mayores accidentes) muestra la experiencia que en una vida larga peligra la fortuna, cansándose tanto de ser próspera como adversa. Feliz fuera el rey Luis Onceno de Francia si hubiera fenecido antes de las calamidades y miserias de sus últimos años. Es el principado un golfo tempestuoso, que no se puede mantener en calma por un largo curso de vida. Quien más vive, más peligros y borrascas padece. Pero considerado el fin y perfección de la Naturaleza, felices la vida larga cuando, según la bendición de Job, llega sazonada al sepulcro, como al granero la mies, antes que la decrepitud la agoste y decline; porque entonces con las sombras de la muerte se resfrían los espíritus vitales, queda inhábil el cuerpo, y ni la mano trémula puede gobernar el timón del Estado, ni la vista reconocer los celajes del cielo, los rumbos de los vientos y los escollos del mar, ni el oído percibir los ladridos de Escila y Caribdis. Falta en tantas miserias de la Naturaleza la constancia al príncipe. Y reducido por la humedad de los sentidos a la edad pueril, todo lo cree, y se deja gobernar de la malicia, más despierta entonces en los que tiene al lado, los cuales pecan con menos temor y con mayor premio. Las mujeres se apoderan de su voluntad, como Livia de la de Augusto, obligándole al destierro de su nieto Agripa, reducido a estado que el que supo antes tener en paz el mundo no sabía regir su familia. Con esto queda la majestad hecha risa de todos, de que fue ejemplo Galba. Las naciones le desprecian, y se atreven contra él, como Arbano contra Tiberio. Piérdese el crédito del príncipe decrépito, y sus órdenes se desestiman porque no se tienen por propias. Así también se juzgaban las de Tiberio. El pueblo le aborrece, teniéndole por instrumento inhábil, de quien recibe daños en el gobierno. Y como el amor nace del útil y se mantiene con la esperanza, se hace poco caso dél porque no puede dar mucho quien ha de vivir poco. Mírase como prestado y breve su imperio, como se miraba el de Galba. Y los ministros, a guisa de los azores de Noruega, quieren lograr el día y ponen aprisa las garras en los bienes públicos, vendiendo los oficios y las gracias. Así lo hacían los criados del mismo emperador Galba.

Reducida, pues, a tal estado, la edad, más ha menester el príncipe desengaños para reconocer su inhabilidad y substituir en el sucesor el peso del gobierno, que documentos para continuarle. No le engañe la ambición, representándole la opinión y aplauso pasado, porque los hombres no consideran al príncipe como fue, sino como es. Ni basta haberse hecho temer, si no se hace temer. Ni haber gobernado bien, si ya ni puede ni sabe gobernar, porque el principado es como el mar, que luego arroja a la orilla los cuerpos inútiles. Al príncipe se estima por la forma del alma con que ordena, manda, castiga y premia. Y en descomponiéndose ésta con la edad, se pierde la estimación. Y así, será prudencia reconocer con tiempo los ultrajes y desprecios de la edad y escusarlos antes que lleguen. Si los negocios han de renunciar al príncipe, mejor es que él los renuncie. Gloriosa hazaña rendirse al conocimiento de su fragilidad y saberse desnudar voluntariamente de la grandeza antes que con violencia le despoje la muerte, porque no se diga dél que muere desconocido a sí mismo quien vivió conocido a todos. Considere bien que su real cetro es como aquella yerba llamada también cetro, que brevemente se convierte en gusanos, y que si el globo de la tierra es un punto respecto del cielo, ¿qué será una monarquía? ¿qué un reino? Y cuando fuese grande, no ha de sacar dél más que un sepulcro, o, como dijo Saladino, una mortaja, sin poder llevar consigo otra grandeza. No siempre ha de vivir el príncipe para la república. Algún tiempo ha de reservar para sí solo, procurando que al tramontar de la vida esté el horizonte de la muerte despejado y libre de los vapores de la ambición y de los celajes de las pasiones y afectos, como representa en el sol esta Empresa, a quien dio motivo el sepulcro de Josué, en el cual se levantó un simulacro del sol. Pero con esta diferencia, que allí se puso en memoria de haberse parado obedeciendo a su voz, y aquí para significar que, como un claro y sereno ocaso es señal cierta de la hermosura del futuro oriente, así un gobierno que sancta y felizmente se acaba, denota que también será feliz el que le ha de suceder, en premio de la virtud y por la eficacia de aquel último ejemplo. Aún está enseñando a vivir y a morir el religioso retiro del emperador Carlos Quinto, tan ajeno de los cuidados públicos, que no preguntó más el estado que tenía la monarquía, habiendo reducido su magnánimo corazón, hecho a heroicas empresas, a la cultura de un jardín y a divertir las horas, después de los ejercicios espirituales, en ingeniosos artificios.

§ Si se temieren contradicciones o revueltas en la sucesión a la Corona, prudencia será de los que asisten a la muerte del príncipe tenerla oculta, y que ella y la posesión se publiquen a un mismo tiempo; porque en tales casos es el pueblo como el potro, que si primero no se halla con la silla que la vea, no la consiente. Con este advertimiento tuvo Livia secreta la muerte de Augusto hasta que Tiberio se introdujo en el Imperio. Y Agripina, la de Claudio con tal disimulación, que después de muerto se intimaba en su nombre el Senado y se hacían plegarias por su salud, dando lugar a que entre tanto se dispusiese la sucesión de Nerón

§ Publicada la muerte del príncipe, ni la piedad ni la prudencia obligan a impedir las lágrimas y demostraciones de tristeza; porque el Espíritu Santo no solamente no las prohíbe, mas las aconseja. Todo el pueblo lloró la muerte de Abner, y David acompañó su cuerpo hasta la sepultura. Porque, si bien hay consideraciones cristianas que pueden consolar, y hubo nación que, con menos luz de la inmortalidad, recibía al nacido con lágrimas, y despedía al difunto con regocijos, son todas consideraciones de parte de los que pasaron a mejor vida, pero no del desamparo y soledad de los vivos. Aunque Cristo Nuestro Señor había de resucitar luego a Lázaro, bañó con lágrimas su sepulcro. Estas últimas demostraciones no se pueden negar al sentimiento y a la ternura de los afectos naturales. Ellas son las balanzas que pesan los méritos del príncipe difunto, por las cuales se conoce el aprecio que hacía de ellos el pueblo, y los quilates del amor y obediencia de los súbditos, conque se doblan los eslabones de la servidumbre y seda ánimo al sucesor. Pero no conviene obligar al pueblo a demostraciones de lutos costosos, porque no le sea pesado tributo la muerte de su príncipe.

§ La pompa funeral, los mausoleos magníficos, adornados de estatuas y bultos costosos, no se deben juzgar por vanidad de los príncipes, sino por generosa piedad, que señala el último fin de la grandeza humana, y muestra, en la magnificencia con que se veneran y conservan sus cenizas, el respeto que se debe a la majestad, siendo los sepulcros una historia muda de la descendencia real. Los entierros del rey David y Salomón fueron de extraordinaria grandeza.

§ En los funerales de los particulares se debe tener gran atención, porque fácilmente se introducen supersticiones dañosas a la religión, engañada la imaginación con lo que teme o espera de los difuntos. Y como son gastos que cada día suceden y tocan a muchos, conviene moderarlos, porque el dolor y la ambición los va aumentado. Platón puso tasa a las fábricas de los sepulcros, y también Solón, y después los romanos. El rey Felipe Segundo hizo una pragmática reformando los abusos y excesos de los entierros, «para que (palabras son suyas) lo que se gasta en vanas demostraciones y apariencias, se gaste y distribuya en lo que es servicio de Dios y aumento del culto divino y bien de las ánimas de los difuntos».

Hasta aquí, serenísimo señor, ha visto V. A. el nacimiento, la muerte y exequias del príncipe, que forman estas Empresas, hallándose presente a la fábrica de este edificio político desde la primera hasta la última piedra. Y para que más fácilmente pueda V. A. reconocerle todo, me ha parecido conveniente poner aquí una planta dél o un espejo, donde se represente como se representa en el menor la mayor ciudad. Éste será el rey don Fernando el Católico, cuarto abuelo de V. A., en cuyo glorioso reinado se ejercitaron todas las artes de la paz y de la guerra, y se vieron los accidentes de ambas fortunas, próspera y adversa. Las niñeces de este gran rey fueron adultas y varoniles. Lo que en él no pudo perfeccionar el arte y el estudio, perfeccionó la experiencia, empleada su juventud en los ejercicios militares. Su ociosidad era negocio y su divertimiento atención. Fue señor de sus afectos, gobernándose más por dictámenes políticos que por inclinaciones naturales. Reconoció de Dios su grandeza; y su gloria, de las acciones propias, no de las heredadas. Tuvo el reinar más por oficio que por sucesión. Sosegó su Corona con la celeridad y la presencia. Levantó la monarquía con el valor y la prudencia, la afirmó con la religión y la justicia, la conservó con el amor y el respeto, la adornó con las artes, la enriqueció con la cultura y el comercio, y la dejó perpetua con fundamentos e institutos verdaderamente políticos. Fue tan rey de su palacio como de sus reinos, y tan ecónomo en él como en ellos. Mezcló la liberalidad con la parsimonia, la benignidad con el respeto, la modestia con la gravedad y la clemencia con la justicia. Amenazó con el castigo de pocos a muchos, y con el premio de algunos cebó las esperanzas de todos. Perdonó las ofensas hechas a la persona, pero no a la dignidad real. Vengó como propias las injurias de sus vasallos, siendo padre de ellos. Antes aventuró el Estado que el decoro. Ni le ensoberbeció la fortuna próspera, ni le humilló la adversa. En aquélla se prevenía para ésta, y en ésta se industriaba para volver a aquélla. Sirviose del tiempo, no el tiempo dél. Obedeció a la necesidad, y se valió de ella, reduciéndola a su conveniencia. Se hizo amar y temer. Fue fácil en las audiencias. Oía para saber y preguntaba para ser informado. No se fiaba de sus enemigos y se recataba de sus amigos. Su amistad era conveniencia. Su parentesco, razón de Estado. Su confianza, cuidadosa. Su difidencia, advertida. Su cautela, conocimiento. Su recelo, circunspección. Su malicia, defensa. Y su disimulación, reparo. No engañaba, pero se engañaban otros en lo equívoco de sus palabras y tratados, haciéndolos de suerte (cuando convenía vencer la malicia con la advertencia) que pudiese desempeñarse sin faltar a la fe pública. Ni a su majestad se atrevió la mentira, ni a su conocimiento propio la lisonja. Se valió sin valimiento de sus ministros. De ellos se dejaba aconsejar, pero no gobernar. Lo que pudo obrar por sí no fiaba de otros. Consultaba despacio y ejecutaba deprisa. En sus resoluciones, antes se veían los efectos que las causas. Encubría a sus embajadores sus designios cuando quería que, engañados, persuadiesen mejor lo contrario. Supo gobernar a medías con la reina y obedecer a su yerno. Impuso tributos para la necesidad, no para la codicia o el lujo. Lo que quitó a las iglesias, obligado de la necesidad, restituyó cuando se vio sin ella. Respetó la jurisdicción eclesiástica y conservó la real. No tuvo Corte fija, girando, como el sol, por los orbes de sus reinos. Trató la paz con la templanza y entereza, y la guerra con la fuerza y la astucia. Ni afectó ésta ni rehusó aquélla. Lo que ocupó el pie mantuvo el brazo y el ingenio, quedando más poderoso con los despojos. Tanto obraban sus negociaciones como sus armas. Lo que pudo vencer con el arte, no remitió a la espada. Ponía en ésta la ostentación de su grandeza, y su gala en lo feroz de los escuadrones. En las guerras dentro de su reino se halló siempre presente. Obraba lo mismo que ordenaba. Se confederaba para quedar árbitro, no sujeto. Ni victorioso se ensoberbeció, ni desesperó vencido. Firmó las paces debajo del escudo. Vivió para todos y murió para sí, quedando presente en la memoria de los hombres para ejemplo de los príncipes, y eterno en el deseo de sus reinos.






 
 
LAUS DEO
 
 



ArribaY que es igual a todos en los ultrajes de la muerte. Ludibria mortis


Este mortal despojo, oh caminante,
Triste horror de la muerte, en quien la araña
Hilos anuda y la inocencia engaña,
Que a romper lo sutil no fue bastante,
Coronado se vio, se vio triunfante
Con los trofeos de una y otra hazaña.
Favor su risa fue, terror su saña,
Atento el orbe a su real semblante.
Donde antes la soberbia, dando leyes
A la paz y a la guerra, presidía,
Se prenden hoy los viles animales.
¿Qué os arrogáis, ¡oh príncipes!, ¡oh reyes!,
Si en los ultrajes de la muerte fría
Comunes sois con los demás mortales?