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Dulce María Loynaz

Jardín y el Boom

Juan Ramón de la Portilla Negrín

Portada JardínSon las siete menos cuarto de la tarde y corre el año 1935; afuera, por la avenida cercana, pasan veloces autos amarillos y verdes, aunque el hoy, demasiado cinematográfico de los recuerdos, nos los hagan grises, estilizados y llevando a señores tocados con serios sombreros arrojando sombras sobre sus caras adustas. El viejo Ford, que nunca muere; el Lancia cabriolet, bamboleante; el torpedo provisto de imanes de las películas de Chaplin. Esos son los autos de Jardín, ese su tiempo, que no la focalización de una época, y ahora imaginamos que además, por la ventana, se ve el cielo encapotado y comienza a llover. Antes, mucho antes, al aplicarnos al texto, hemos notado un subtítulo que ya lo cualifica, lo engloba, lo define, y propende a la predisposición: Jardín, novela lírica. Jardín, la prosa, la novela inaugural de una poetisa.

Del ventanal pluvioso a las primeras imágenes, domina el símbolo, escuela única a la que Dulce María Loynaz confiesa la adscripción, mas como procedimiento lingüístico únicamente y no a la manera, tan al uso en la vanguardia, de la contienda verbalizada, de la escisión en bandos a favor de una metáfora, de un adjetivo y hasta de un cierto balbuceo. Porque Jardín no es obra de la vanguardia, a pesar de que sus fechas de redacción y culminación así lo indiquen. Nada hay aquí de estructuras gaseiformes, como en su coetáneo Enrique Labrador Ruiz, nada del desasosiego a ultranza o retro o iconoclasta de los ísmos que en su momento sacudieron Europa y América, involucrando a figuras de la talla de Huidobro, Borges o Marinetti. Jardín compendia todo ese fermento intelectual pero a la vez lo trasciende porque aglutina en una voz única, en el modo de decir y sentir de Bárbara, y también, por supuesto, en su peculiar punto de vista, el tránsito del ser humano por los relieves del siglo (ahora no una mujer, tampoco una cubana), peregrinar que la sumerge en el psicologismo propio de la mejor novelística rusa, con Dostoievski al frente, la confina al callejón sin salida de la alienación, vía existencialismo, luego de agotar el brillo del reconocimiento social, esa «Bárbara en el mundo», esas candilejas que vislumbra desde el Euryanthe, de la mano del hombre, del brazo poderoso del hombre, que también puede significar la maquinización a donde apunta el siglo que debuta, la racionalidad positivista herencia de los estertores decimonónicos, el realismo en suma, que de alguna forma subvierte el presupuesto de novela lírica para instalar el texto todo en una atemporalidad que sólo es posible descifrar desde la poesía, desde ese mirar lánguido por la ventana del Vedado, en 1935, a las siete menos cuarto de la tarde, cuando comienza a llover.

Jardín, empero, no fue dado a imprenta sino hasta el año 1951: ¿Por qué entonces el rastreo en la época vanguardista, época a la vez del mejor costumbrismo latinoamericano que aportó obras de la reciedumbre de Don Segundo Sombra (1926), La vorágine (1927) y Doña Bárbara (1929) si, a pesar de que sus fechas de escritura la ubican en esa temprana edad de nuestro despegue novelístico, sólo ve la luz dos décadas más tarde? Quiero detenerme en este problema del calendario, ya que considero se ha desvirtuado el trasunto de la ubicación epocal de Jardín y, aunque no en aras de emplazamientos teleológicos, a los que por lo demás el texto se resiste, trataré de desvincular los dos «momentos de gloria» de este jardín exuberante, el año 1935 en que fue sembrado, con una etapa de gestación que hacia atrás llega a 1928, y el año 1951 en que la importante casa editora Aguilar lo lanza en España. Habría que considerar un tercer momento o florecimiento, en 1993, cuando, luego de la concesión del Premio Cervantes a Dulce María, se publica la obra por primera vez en Cuba y es conocida por generaciones de lectores y escritores hasta entonces refractarios a ella. Y es aquí (aunque tal vez un poco antes, después del otorgamiento en 1987 del Premio Nacional de Literatura en Cuba a la poetisa), que la crítica, en su mayoría, comienza a interrogar Jardín, con el consiguiente afán, que parece ser consustancial a la cátedra, de colocar la obra en su lugar en la Historiografía de las letras. Sucede entonces algo curioso, pero que me luce desorienta un tanto a la persona neófita en esto de las categorías generacionales y los movimientos literarios. Enseguida me explico.

Generalmente, al estudiarse un libro, nos remitimos a su año de salida al mercado. Así, al afirmar, por ejemplo, que la noveleta El pozo, de Juan Carlos Onetti inaugura en 1939 el fenómeno que más tarde se conocería como Nueva Narrativa Hispanoamericana, nos referimos al año en que salió de las prensas de la editorial Signo y no al tiempo, evidentemente anterior, en que el gran uruguayo, también Premio Cervantes, se aplicaba a su escritura. De hacerlo, ese manuscrito de El pozo en manos del entonces joven autor, visto en la distancia, de alguna forma «atenuaría» la importancia, digamos, si no del trío famoso de novelas telúricas, al menos del resto epigonal que luego continuó proliferando, con mayor o menor calidad, o de los textos vanguardistas del lustro inicial de la década del treinta. Truculento, ¿verdad? Pues en el caso de Jardín yo diría que incluso se ha tendido a privilegiar en muchos análisis la fecha de escritura y no la de salida al mercado, creo que como consecuencia de ese afán de exactitud de la autora al firmar la culminación de la escritura el 21 de junio de 1935 a las siete menos cuarto de la tarde, exactitud verificable al comprobar el original manuscrito de Jardín, en poder del periodista y crítico Aldo Martínez Malo, amigo personal de la poetisa. Asimismo, es constatable el hecho en la correspondencia, copiosa, que la autora sostuvo en esos años con amigos y escritores como Ofelia Rodríguez Acosta, Rafael Marquina o Ernesto Fernández Arrondo, a quienes va imponiendo de sus progresos y dificultades con Jardín. Este epistolario, dividido en dos etapas (1932-1942) y (1972-1992) fue publicado en coedición por el Centro Hermanos Loynaz y la Fundación Jorge Guillén de Valladolid, circulando la obra a partir de 1997 en Cuba y España simultáneamente. Hago sucinta referencia a estos detalles para evitar la suspicacia, justificada además, que pudiera provocar el disloque de fechas entre gestación y publicación de Jardín, en el sentido de que mientras un texto permanece en manos del escritor es posible la revisitación con ánimo de pulir y enmendar; aquí, como vemos, no sucedió.

Retomando, pues, el camino que le demarca cierta crítica, y siempre con la intención de elogiar, aportando cuanto adorno sea encontrable, al punto de convertir el jardín en un gran «friso noveau», se ha establecido que en la época (de escritura, por supuesto) nada hay comparable producido por mujeres, si se exceptúan La última niebla (1934) y La amortajada (1938) de la chilena María Luisa Bombal e incluso, ya en un plano mucho más genérico, se habla de sus excelencias simbolistas, existencialistas, barrocas, surrealistas, se la equipara a la Trilogía de la Tierra, se la ve antecedente del «Viaje a la semilla» de Carpentier, se tilda su poético y pálido realismo de maravilloso y hasta se la considera precursora de Cien años de soledad (1967). Y sí, hay un poco de todo eso, a qué negarlo, mas yo prefiero la cautela a la exaltación, que puede rayar en lo hiperbólico, y me atengo a la fecha de publicación de la obra en los inicios de la década del cincuenta, en la justa mitad del siglo, línea que demarca dos etapas complementarias, cierto, pero bien diferenciadas, de nuestro desarrollo narrativo. Hasta 1950, aunque siempre teniendo en cuenta el fenómeno usual en literatura por el cual las obras y los movimientos a veces se solapan y ocultan, transcurre una suerte de prehistoria o período formativo en el que se toma conciencia del hecho narrativo como algo consustancial al ser nacional (Serían, ejemplificando, en Cuba, obras como las de Carlos Loveira, Miguel de Carrión y parte de la de Lino Novás Calvo, y en América, la Novela de la Tierra o la de la Revolución Mexicana.) y al mismo tiempo se impone la certeza de que a lo anterior, precisamente para moldear ese ser nacional o continental, es menester una elevada categorización del vehículo artístico. Es el tiempo en que accedemos a la Modernidad, proyecto humanista que parte del XIX eminentemente poético que concluyó con el Modernismo de Nájera, Casal, Martí y Darío, y cierra en los sesenta del XX con el tan controvertido Boom.

Jardín, desde su triunfal, pero efímera irrupción, no apuntaba a otro lugar que a ese movimiento formidable por lo renovador en cuanto al trabajo lingüístico que dinamitó estructuras espacio - temporales, concepciones clásicas para entender las formas del relato e instaló definitivamente nuestra narrativa en el mundo. Pero, para que algo así sucediera, para que deslumbraran en una serie impresionante El siglo de las luces (1962), La ciudad y los perros (1963), Juntacadáveres (1964), El lugar sin límites (1966) o Cambio de piel (1967), era obvia la existencia de un sustrato rancio, tradicionalista, plagado de naturalismos contra el que reaccionar, pero a la vez eran imprescindibles algunos asideros, nunca puntos de arranque sino jalones como los que constituyeron las Ficciones (1944) de Borges, La invención de Morel (1940) de Bioy Casares y, claro, un poco más atrás, El pozo y cuentos como «La noche de Ramón Yendía» del cubano Novás Calvo o «Sombras suele vestir» del argentino José Bianco. Todas ellas, en mayor o menor medida, participan hoy del reconocimiento como antecedentes ilustres, cuando ya se ha disipado el eco de los estallidos del Boom y toda la pirotecnia del marketing a él asociado deja en la distancia el saldo favorable de lo ganado para el patrimonio de la Modernidad latinoamericana. Ya en la temprana fecha de 1967, el periodista argentino Tomás Eloy Martínez lo apuntaba:

No es improbable que dentro de mil años Güiraldes y Rómulo Gallegos y Azuela figuren como palimpsestos perdidos de la infinita historia literaria; que Macedonio Fernández y Arlt y Borges, sean apenas la semilla natal de un mundo cuyos padres se llamarán Cortázar, Vargas Llosa, Onetti, Guimaraes Rosa, Carpentier.

Nunca sabremos a ciencia cierta por qué Dulce María Loynaz demoró tanto la publicación de Jardín, pero al final creo que no es asunto ni siquiera de segunda importancia cuando la tenemos anclada reciamente en ese inicio de los cincuenta, como pórtico de la nueva novelística. Es comprensible (es demostrable aún, con un poco de fatiga) esa canonización mutable que ha sufrido y sufre Jardín, debido a su naturaleza polivalente. Barroca, existencialista, surrealista, realista... Más lejos, pero también rozándola y no sólo porque la autora tenga el Premio Cervantes, está el Quijote, que es una novela de caballería, pero al mismo tiempo no lo es, por sus visos paródicos referidos a este género. Es por ello que prefiero, en el caso de un texto como el que nos ocupa, pasar por alto los deseos de encasillamiento y remitirme básicamente a las palabras, al lenguaje. Porque Jardín es una novela del lenguaje y, por extensión, una novela del Boom.

Establecido ya este presupuesto, que desarrollaré a continuación, anoto el hecho, que no deja de ser curioso, de la ausencia de Jardín para la crítica sesentista que se ocupó del Boom, enfrentando al principio opiniones muy autorizadas que trataron de neutralizar e incluso descalificar estas novelas renovadoras, tildándolas de pastiches, calcos, joycismos o pantagruelismos metafóricos. Pues estos críticos, de indudable valía, sin los cuales sería impensable entender desde su misma esencia esta estética emergente, ya que en muchos casos compartieron proyectos editoriales con los escritores o fueron, sencillamente, sus amigos, jamás incluyeron la novela de la Loynaz en alguna de las varias nóminas que propuso o autogeneró el Boom. Y digo «autogeneró» por el hecho de que este fenómeno literario tuvo como protagonistas, en su mayoría, a escritores-intelectuales que, a su manera, y desde su dualidad de narradores-ensayistas, pugnaron por hacer inteligible el asunto en que estaban inmersos. Así topamos con la Historia personal del Boom (1971) de José Donoso o los redescubrimientos que, poniendo en juego el prestigio e influencia alcanzados, practicaron Vargas Llosa con respecto a Martín Adán, Borges con su coterráneo Macedonio Fernández o Cortázar con el uruguayo Felisberto Hernández. Nadie reparó en Dulce María Loynaz, quizás debido a que los autores antes citados, con la excepción de Roberto Arlt, que en los años treinta sí logró una relativa publicidad, habían sido relegados a sus fronteras nacionales o al culto de una élite. Es de extrañar, sin embargo, este olvido, por dos razones de peso; primero, el texto en sí, Jardín como propuesta lingüística única en toda la década que divide el siglo; y segundo, lo visible de la personalidad de la autora, que para la fecha ya era considerada una de las cinco musas de América, junto a Gabriela Mistral, Delmira Agustini, Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou. Dulce María, además, llevó una intensa vida social en Cuba, Estados Unidos y España en esa década en que también publicó su libro de viajes Un verano en Tenerife y su anecdótico poema Últimos días de una casa (ambos en 1958), fue propuesta por la Mistral para que se le concediera el Premio Nobel, dictó conferencias en importantes universidades y asistió a eventos culturales de primera magnitud donde figuró muchas veces como invitada de honor o fungió como presidenta; por si fuera poco, Jardín fue publicada por Aguilar, una de las editoriales más importantes del momento y la prensa especializada no dudó en calificar a la novela como uno de los acontecimientos más relevantes de las letras en idioma castellano en la primera mitad del siglo. En España, los críticos del periódico ABC la reseñaron oportunamente y halló además justa resonancia en la sensibilidad de los jóvenes intelectuales. En Cuba, personalidades de la talla de Emilio Ballagas y José María Chacón y Calvo no la pasaron por alto y en sus elogiosos comentarios y artículos la equipararon al Enrique de Ofterdingen de Novalis o a El castillo de Otranto de Walpole. ¿Cómo concebir, entonces, ese posterior olvido? ¿Por qué ni tan siquiera críticos de la sagacidad de Emir Rodríguez Monegal o Ángel Rama contaron con esta obra, con esta aventura del lenguaje? Pudieran aducirse, ya que no la personalidad retraída de la autora en los cincuenta, los hechos de que el Boom no incluyó a mujeres, más dadas a la poesía, o el haber publicado una novela aislada en medio de su, ya para entonces, extensa producción versicular. Pero esta situación acontece, sin embargo, en un compatriota de Dulce María Loynaz, José Lezama Lima, un poeta también de una sola novela, Paradiso (1966), que, aunque con rattings de venta (y no me refiero, por supuesto, a excelencias artísticas) inferiores a los de los cuatro autores canonizados por el insólito fenómeno, y a pesar de ser la obra la summa de todo un cosmos poético, sí es incluido, al menos en la periferia, del Boom. Finalmente, la propia escritora, al colocar el subtítulo de que ya hemos hablado, desestimuló probablemente cualquier indagación referida a lo anterior; hoy, y a pesar de que la intención metafórica es evidente y palpable en muchos capítulos de la obra, el lirismo de Jardín puede ser valorado como lo que es: una de las muchas vías que exploró el lenguaje del Boom, la vía poética del conocimiento, cultivada con éxito por Lezama Lima, José Donoso, Carlos Martínez Moreno, García Márquez...

No hablamos aquí, sin embargo, del lirismo posmodernista donde sí arranca la obra poética de Dulce María Loynaz con Versos (1938), sino del producto ya decantado que le reconcentra la voz y se la carga de agudezas e intelectualismos certeros en Últimos días de una casa. Es un lirismo que, en verdad, no lo parece, como si la escritura asumiera una cierta impostura de trompe l' oeil. Abundaré con uno de los motivos recurrentes en Jardín, el mar, que es también motivo palpable en otros autores cubanos, desde Martí hasta Cabrera Infante. Es bueno recordar, primero, que a pesar de ser Cuba un archipiélago, los dominios de Neptuno no han sido fuente directa de inspiración para los escritores cubanos. Hay raras y notables excepciones, como la novela Contrabando (1938) de Enrique Serpa y algunos cuentos de Novás Calvo; aún así, ambientada en Cuba y su plataforma insular, la mejor novela de este tema es El viejo y el mar (1952) de Hemingway.

Pero el océano es, entre otras cosas, patrimonio del lirismo, y en Jardín se muestra según un esquema imaginario que pudiéramos vincular a las mareas, con su pendulear constante, cíclico: Bárbara, unas veces, como Martí, odia el mar; otras, lo valora ajeno, pero siempre la inmensa extensión de agua se le erige en el Límite, esté ella en su casa y aspire como al descuido la brisa salobre, esté azotada por la resaca en los acantilados o a bordo del Euryanthe, mirándolo discurrir hacia otras tierras o hacia la suya, la de su morada. Por el mar se accede en la novela a la metáfora, al símbolo; leemos en los primeros capítulos:

Mar. Mar hondo y amargo. ¿El de sus ojos acaso?
Esta playa vacía, con su mar aperlado, hace pensar en paisajes vagamente irreales...
Bárbara ha limpiado el mar con su pañuelo de encaje.

El personaje femenino, con su curiosidad ancestral, poetizado ahora, también en los inicios de la novela, al hallar la adolescente en la orilla desierta un salvavidas con una inscripción desvaída: Southampton:

¿Cómo sería Southampton? Puño apretado de casas sobre el mar, así sería, con olor a pescado y a sogas...

Aunque las ideas son conclusivas en sí mismas, el estilo adquiere rango de poética, y se erige en pórtico de la Tercera Parte, que utiliza la técnica epistolar, como antes se había empleado el recurso del retrato o cuadro cinematográfico para delinear la época. Época difusa, empero, por lo desorientador de estos «Pedazos de cartas rotas» donde el mar como que se repliega y uno intuye un cierto patetismo que llega a las misivas desde el drama clásico, aunque sin lastrar del todo el discurso de estos fragmentos, que son necesarios para ahondar en la psicología de la adolescente a punto de "salir" al mundo y que además acentúan la impresión de que Jardín es una novela de formación, una bildungsroman totalmente inusual para la historia de nuestra literatura, pues no sólo narra a Bárbara sino que la poetisa, para mejor aprehenderla, apelando para ello incluso a las fábulas y las leyendas infantiles.

He aquí, sin embargo, que en la Cuarta Parte resurge el mar como puente que cruza la protagonista hacia el mundo, con la llegada del hombre a bordo del yate Euryanthe. Bárbara, por fin, asumirá el mundo, y asumirá con él el mar, consumándose así una expectativa típica de la novela de peripecias, pero que el lirismo rehuye: ese juego del qué sucederá, que se plantea desde las primeras líneas de la obra con el rechazo fingido de Bárbara hacia el mar, ese virar espaldas con una pronta y sospechosa indiferencia:

Bárbara pegó su cara pálida a los barrotes de hierro y miró a través de ellos. Automóviles pintados de verde y de amarillo, hombres afeitados y mujeres sonrientes pasaban muy cerca, en un claro desfile cortado a iguales tramos por el entrecruzamiento de lanzas de la reja. Al fondo estaba el mar.

Bárbara se volvió lentamente y entró por la avenida de los pinos.

En este fragmento, punteado de verbos, el lirismo se ha sumergido y sólo lo intuimos supeditado a lo descriptivo: el color de los autos, los rostros de hombres y mujeres. Está, sin embargo, el mar, aunque colocado como sombra (presagio, quizás), siempre velado por obstáculos como la reja o la avenida cercana. El mar sólo es observable al fondo, y aún Bárbara se vuelve «lentamente» y regresa a su jardín. He destacado ese pausado accionar de Bárbara para asumirlo como la diferencia única con relación al tema del mar como telón de fondo en otra importante novela cubana, que fue publicada en un año clave del Boom, 1967, luego de obtener el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral (por lo que casi nadie duda en incluirla en la nómina de la Nueva Narrativa), Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante. Esta es la novela de la velocidad, de lo fugaz, de lo transitorio. Veamos:

Subimos, para variar, por San Lázaro. No me gusta esta calle. Es una calle falsa, quiero decir que a primera vista, al comenzar, parece la calle de una ciudad como París o Madrid o Barcelona y luego se revela mediocre, profundamente provinciana y al llegar al parque Maceo se expande en una de las avenidas más desoladas y feas de la Habana. Implacable al sol, oscura y hostil en la noche, sus únicos puntos de reposo son el Prado y la Beneficencia y la escalinata de la universidad. Hay una cosa, sí, que me gusta de San Lázaro y es, en las primeras cuadras, la sorpresa del mar. Atravesando La Habana en automóvil en dirección al Vedado y si uno tiene la dicha de ser un pasajero, no hay más que seguir la cadencia de las cuadras, voltear la cabeza y ver a la derecha, fugaz, una bocacalle, un pedazo de muro y al fondo, el mar.

Más general el ambiente en Jardín, localizado estrictamente en Tres tristes tigres, ambas obras están marcadas, no obstante, por el espíritu cubano de la insularidad, espíritu del coto cerrado, ese odio al mar de Martí, que Dulce María Loynaz ya había retomado en su poesía asumiendo el tema de la isla (Rodeada de mar por todas partes, soy isla asida al tallo de los vientos...*) o en el caso de Cabrera Infante trasladando a su novela, además, el escenario de la nocturnidad, el también martiano Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche. Cierro aquí el breve paréntesis del pareo entre estas dos libros, para considerar de inmediato otro elemento que también coloca a Jardín en el umbral de la Nueva Narrativa: el tiempo. Pero quiero anotar antes que en lo relativo a la velocidad esta novela de Cabrera Infante sí se constituye en la antípoda de Jardín, aún cuando en las páginas de la segunda sea encontrable un capítulo como Prisa; en él no se narra ese escapar de sí mismos en que viven, sin indagar los motivos, los personajes de Tres tristes tigres, a pesar de que el intelectualismo se patentiza en muchos de los diálogos; Prisa, uno, tiene el distanciamiento crítico de la mirada de Bárbara, que focaliza todo el capítulo con su singular punto de vista, sin inmiscuirse, de manera completamente reflexiva; y dos, atrapa todo el desasosiego de los inicios del siglo, así como la carga finisecular precedente, no en balde se ha afirmado que el XX no comenzó hasta después de finalizada la contienda bélica de 1914 al 1918. En este sentido, esas páginas remiten a las grandes definiciones filosóficas de estados de ánimo o de conciencia, como la propuesta por Henri Bergson en su obra La risa (1898). Aún así, el acto de novelar el fenómeno lo hace más interesante. El capítulo, además, es fundamental para entender la categoría temporal de Jardín, que si bien no acusa los montajes soberbios que cual maquinarias de reloj exhiben obras como Pedro Páramo (1955) o La casa verde (1966), sí va más allá de la fácil linealidad, generalmente por el uso de la retrospectiva, evocaciones todas que llevan el germen de la curiosidad:

Había en Bárbara, como en Eva, una inmensa y antigua inocencia, al mismo tiempo que una avidez frutal, una actitud perenne de nacer sin haber nacido nunca, de despertar sin saberse a punto fijo en que noche había dormido su sueño...

La adolescencia de Bárbara, narrada mediante los "retratos" y las "cartas", transcurre con una lentitud que desbalancea luego, como en torbellino, la información que el lector recibe de su madurez:

Fue necesario que pasaran los años y los viajes y los hijos, para que los ojos de ella fueran perdiendo el afán casi angustioso con que solían alzarse...

Así, en breves líneas, nos enteramos de la maternidad de Bárbara, de su adultez, y cuando parece que el capítulo, como el día (The day is done), y por ende la novela, están cumplidos, cerrados para final, se mezclan espacio y tiempo, pero ahora desde la "prisa" recuperada para continuar el intento de aprehender a esta mujer inclasificable, esta vez con una inversión del punto de vista, para que sea el hombre quien la describa:

En París, Bárbara se hacía ligera, fina y leve como una rama de muguet de abril...

Burgos le reveló una Bárbara adusta y señorial que él no conocía...

En La Habana, el sol en ascuas y las casas de azúcar se la dejaron dulce y quemada, como el sabroso melado de caña...

Precisamente en el capítulo titulado The day is done, se recupera el mar, ahora como símbolo temporal explotado al máximo por el uso del propio lenguaje poético y los versos de Longfellow; de esta forma, también se consuma la bildungsroman, se disipa la Prisa de Bárbara en el mundo y desde la borda del Euryanthe se ven Las luces, el fin del viaje y de la trama, aunque, nunca estará de más apuntarlo, lo conclusivo en Jardín se anuncia desde la página de apertura, que está fuera del cuerpo de la novela, como fuera se halla la coda donde campean por las ruinas de la casa aquellos hombres del Sindicato de Trabajadores del Hierro. Es el recurso de la Caja China, que fue muy apreciado por los autores del Boom.

Por último, quiero llamar la atención sobre ciertas sentencias explicativas desperdigadas a lo largo del texto, dispuestas para «contrarrestar» los efectos líricos. Dulce María Loynaz, como todo gran novelista, no deja cabos sueltos. Tomemos, por ejemplo, el hecho de que Bárbara habita, en una rara soledad siendo una adolescente, una casona a orillas del mar, sin otras preocupaciones vitales que las que le plantea su imaginación. Esto al comienzo resulta chocante, luego no tanto, a fin de cuentas, pensamos, es una novela lírica, y en el terreno de la poesía la razón tiende a replegarse. Pues he aquí que en el capítulo La fuga topamos con esta reflexión del propietario del Euryanthe:

Bárbara no podía habitar sola aquel sitio, y era indudable que no había conocido otro.

Al principio había pensado él en alguna maquinación, en alguna intriga en torno a una herencia o a una bastardía suficientes para mantener el aislamiento y hasta la ocultación de la joven. Se trataría posiblemente de una de esas tantas menores de que habla el artículo 364 del Código Civil.

     Maquinación, bastardía, intriga... Son palabras que, contra el ambiente común de la poética del libro, lo instalan en lo puramente novelesco. Ello constituye, además, una inteligente subversión de la línea inicial del Preludio, pues si bien convenimos en que esta es la historia de una mujer y un jardín, no nos parece monótona, y mucho menos incoherente. Justamente contra la incoherencia (contra los glosarios de términos; esos indigenismos o americanismos), fue que reaccionó el Boom con probada eficacia, siempre desde las posibilidades que ofrecía la palabra. En Jardín, debido al afán totalizador de su arquitectura lingüística, se cumple con creces aquella «apuesta por el lenguaje» de que hablara Carlos Fuentes refiriéndose a la narrativa de los sesenta5. En un capítulo como El mundo es redondo, la sentencia inaugural, de tan obvia, sobrecoge. Nos damos cuenta de que ya no se trata del asombro o la curiosidad de Bárbara, sino del deseo de reinventar una forma de decir, de fabricar una voz «otra», paralela a la cual corre una suerte de declaración de fe en las infinitas potencialidades del idioma, y de la poesía:

El mundo es redondo: Cuando un barco se aleja por el horizonte, lo último que se pierde de él son los mástiles, el humo, el punto más alto...

Referencias

  • Loynaz, Dulce María: Jardín, Ed. Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1993.
  • Martínez, Tomás Eloy: "América: la gran novela", Primera plana, año V, no.234, Buenos Aires, Argentina, 20/26 de junio de 1967.
  • Cabrera Infante, Guillermo: Tres tristes tigres, Ed. Seix Barral, Barcelona, España, 1967.
  • Fuentes, Carlos: La nueva novela hispanoamericana, Ed. Joaquín Mortiz, México, 1969.
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