Semblanza de Agustín Fernández Paz
LOS PAISAJES DE LA MEMORIA
Pertenezco a una generación con una cualidad que la hace única: fuimos los últimos niños que crecimos sin la presencia de la televisión, que llegó por primera vez a Galicia cuando yo tenía once o doce años. Así que, cuando pienso qué puedo contar de aquellos años, me vienen a la memoria recuerdos que hoy pueden parecer arqueológicos.
Me acuerdo de Vilalba, el pueblo donde transcurrió mi infancia, y que era el centro del mundo para mí. Me acuerdo de mi padre, que era músico y carpintero, y que un día, cuando yo tenía ocho años, me llevó a ver el mar de Foz. Me acuerdo del olor a manzana madura que había en los armarios de mi casa, gracias a las manzanas que mi madre colocaba en su interior. Me acuerdo de mi abuelo, que tenía una plantación clandestina de tabaco en la huerta de su casa. Me acuerdo de los cuentos de fantasmas y aparecidos que, por las noches, se contaban alrededor de la cocina de hierro. Me acuerdo de los dos primeros helicópteros que vi, que aterrizaron en el campo de fútbol del pueblo por una avería. Me acuerdo de los seriales que escuchábamos por la radio, y del único cine que había, tan parecido al que Giuseppe Tornatore nos mostró en Cinema Paradiso, y de los muchos tebeos que mis hermanos y yo leíamos una y otra vez…
A mí me encanta que me cuenten historias. De viva voz, en las páginas de un libro o de un cómic, en la oscuridad de un cine o a través de cualquiera de las pantallas que tengo en mi casa. Y sé bien que la raíz de este gusto mío por los mundos de ficción nace de mis años de infancia. Entonces los niños vivíamos muy libres, me recuerdo siempre jugando en la calle, o en el río, o en los campos próximos al barrio. Era muy inquieto y sospecho que no obedecía demasiado, pues las riñas eran abundantes. Y también tenía una gran imaginación, era una de las cualidades que me reconocían los otros niños y los maestros.
Los libros que recuerdo con un placer especial son los pocos que tenía a mi alcance, en la que pomposamente podría llamar la biblioteca de mi padre (no llegaría a los cincuenta títulos). La mayoría magníficos, eso sí, en ediciones baratas de los años anteriores a la Guerra Civil: Verne (mi libro mítico es La isla misteriosa, tantas veces leído en aquella edición que todavía conservo), Salgari, Poe, Mark Twain, Stevenson, Balzac… Y, claro, los tebeos, sobre los que podría hablar y no parar (de hecho, he escrito algún libro teórico sobre ellos). Ahora que se pueden comprar en reediciones, me sigue asombrando la lucidez de los humoristas de la escuela Bruguera, que hicieron un retrato amargo y feroz de las miserias de la posguerra. Es cierto que también leíamos tebeos deleznables, como Roberto Alcázar y Pedrín o El Guerrero del Antifaz. Pero además había El Capitán Trueno, Flash Gordon y otros, de una calidad muy superior. Y, antes de que los prohibiera la censura, Superman y Batman, que era mi preferido.
Mi infancia terminó a los 14 años, cuando marché a estudiar a la Universidad Laboral de Gijón. Allí estuve interno durante siete años, allí me hice Perito Industrial. No la recuerdo como la mejor etapa de mi vida, pero hice amigos de verdad, había buenas bibliotecas y pude ver bastante cine.
Eran los años sesenta, una etapa de cambios muy profundos en el mundo, un tiempo en el que la juventud cobró un protagonismo especial (la música rock, el movimiento hippy, la oposición a la guerra de Vietnam, la liberación sexual, la lucha contra la discriminación racial…). También a mí me influyó, y mucho, ese nuevo aire de libertad en las ideas y en las costumbres, aunque a España todo nos llegaba amortiguado por la censura y el aislamiento que sufríamos.
A los 22 años me fui a Barcelona, con la intención de trabajar y estudiar Pedagogía. Trabajé en una empresa, sí, pero fui aplazando lo de estudiar. En aquel tiempo Barcelona era una isla de libertad, había muchos cines y librerías, muchos sitios a los que ir y muchas personas con las que hablar. Fue una etapa muy intensa, que aún hoy recuerdo con nostalgia.
Tres años después volví a Galicia. Me instalé en A Coruña y me matriculé en Magisterio. Mi situación económica era precaria, pero pocas veces me sentí tan feliz. Disponía de las 24 horas del día para leer, para estudiar, para ver cine y para charlas interminables sobre literatura, educación, política… España vivía una época de cambios muy profundos; eran los años previos a la muerte de Franco y la vida política y cultural democrática tenía cada día mayor presencia.
En 1974 comencé a trabajar como maestro, iniciando así la etapa más intensa de mi vida. Quizá desde hoy sea difícil de entender, pero en aquellos años bastantes docentes, agrupados en los que luego se llamó «movimientos de renovación pedagógica», ambicionábamos cambiar el mundo desde las aulas. Me entregué totalmente a la enseñanza, en el aula y fuera de ella. Además estudié Ciencias de la Educación, me parecía necesario hacerlo. En el plano estrictamente personal también fueron años inolvidables, pues fue cuando me casé y cuando nació mi hija.
Seguía siendo un lector voraz, claro. Leía a los autores considerados importantes (Cortázar, Kafka, Sartre…) pero también me fascinaba la literatura de género: novela negra, de aventuras, de ciencia-ficción, de terror. Hablo de una época en que estas literaturas no estaban bien vistas en los ambientes culturales en los que yo me movía; por eso, durante algunos años, llevé una especie de doble vida lectora, la oficial y la subterránea. En esta última estaban desde Stevenson hasta Ray Bradbury, pasando por Bram Stoker o por Lovecraft, por citar algunos de mis autores admirados. Ya sé que hoy es difícil comprender esto, pero así estaban las cosas.
Fue en esta etapa cuando comencé a leer también literatura juvenil. Coincidió que algunas editoriales españolas, debido a los cambios sociales, habían comenzando a publicar los grandes autores europeos. Fue un descubrimiento magnífico leer a Michael Ende, Gianni Rodari, María Gripe, Roald Dahl, John Cristopher… Una literatura que, por primera vez, me hizo pensar en la posibilidad de escribir en una línea semejante.
En aquellos años, tras aprobarse la Constitución, comenzó a introducirse oficialmente la lengua gallega en la enseñanza. Y como la literatura para jóvenes en gallego era escasa, algunas personas de mi generación decidimos comenzar a escribir nuestras propias historias. Así que, a los 40 años, y casi por azar, publiqué mi primera novela. Los dos libros siguientes obtuvieron sendos premios de importancia, y con ellos descubrí que mis historias les interesaban a los lectores, así que me animé a continuar.
Y no he parado hasta la actualidad. Lo que empezó siendo una afición en la que ocupaba parte de mi tiempo libre, acabó por ser la actividad con la que me siento más a gusto. Me sigue gustando dar clase (desde hace bastantes años soy profesor en un instituto de Vigo, la ciudad en la que resido), pero la escritura ha ido ocupando, poco a poco, un lugar cada vez más importante en mi vida.
Escribir novelas es un trabajo duro, pero fascinante. Cuando estoy metido en un proyecto nuevo, sobre todo si es de los que se van a prolongar mucho tiempo, siempre acabo obsesionándome con él. Me apasiona ver cómo lo que empieza siendo una idea confusa va tomando forma poco a poco, en un proceso que precisa de muchas horas de esfuerzo y que está lleno de satisfacciones y hallazgos inesperados.
En cierto modo, supongo que con la escritura también aspiro a ayudar a que el mundo sea un poco mejor. Repaso mi biografía y constato que hay algunos libros que en mi juventud cambiaron mi forma de entender la vida: La peste de Camus, Carta a una maestra de los alumnos de Barbiana, Gramática de la fantasía de Rodari, las novelas de Kafka... Y lo mismo ocurre con determinadas películas, como Jules et Jim de Truffaut o Pasión de Bergman. Así que estoy convencido de que las palabras pueden ayudar a cambiar la vida y a cambiar el mundo, aunque no sepamos bien cómo ni en qué medida.
Con todo, lo que más me sigue gustando es leer lo que escriben otras personas. Sigo siendo un lector voraz, sobre todo de novela y poesía. Y de cómics, claro, esa forma de contar historias tan fascinante, a caballo entre la literatura y el cine, capaz de dar obras maestras como Trazo de Tiza de Miguelanxo Prado, Watchmen de Alan Moore o Mauss de Art Spiegelman. El cine también sigue siendo imprescindible para mí, a pesar de que cada vez sea más difícil llegar a las buenas películas.
Aunque cuando escribo construyo mis historias con las cosas que pasan a mi alrededor, no puedo olvidar que todos los hilos con los que acabo componiendo mis libros tienen su origen en mi infancia. En los cuentos que escuché, en los libros y tebeos que leí, en las películas que vi en unas salas de cine que ya no existen, en los juegos de las tardes de invierno y en todas las aventuras de aquellos veranos luminosos y eternos. Todo está allí, en los paisajes encerrados en mi memoria.
Agustín Fernández Paz