Panorámica de la prosa peruana actuala
Por Mar Langa Pizarro
Estoy persuadido de que dentro de unos años nadie hablará de literatura española y literatura hispanoamericana [...] sino de [...] literatura en español.
Fernando Iwasaki, rePUBLICANOS, Madrid, Algaba, 2008, p. 198.
Si en Europa resulta complicado vivir de la literatura, en Latinoamérica lo es todavía más: salvo unos pocos nombres consagrados, quienes allí escriben tienen enormes dificultades para publicar sus obras, para que estas se distribuyan, para que su público potencial pueda asumir el alto precio de los libros. Ante tal cúmulo de problemas, siempre han existido soluciones imaginativas: volúmenes colectivos, revistas culturales, asociaciones y grupos literarios... y, en la última década, la complicidad de Internet.
No es nuestro propósito hacer un recorrido por la narrativa peruana, pero sí conviene señalar que, tras algunos antecedentes como La casa de cartón (Martín Adán, 1928) y Duque (José Díez-Canseco, 1934), los años cincuenta del siglo pasado supusieron un auténtico despegue, con autores que trascendieron sus fronteras, tanto porque alcanzaron reconocimiento internacional, como porque, gracias a influencias heterogéneas, superaron el indigenismo y el realismo imperantes. Estamos pensando, claro está, en Sebastián Salazar Bondy (1925-1974), Julio Ramón Ribeyro (1929-1944), Carlos Eduardo Zavaleta (1928-2011), Oswaldo Reynoso (1931), Enrique Congrains (1932- 2009), Luis Loayza (1934), Mario Vargas Llosa (1936)... Al igual que otros escritores del continente, los peruanos de esa generación tendieron a presentar espacios urbanos, rupturas con la linealidad temporal, problemas contemporáneos, lenguaje depurado, registros diversos. En las décadas siguientes, la estructura narrativa se simplificó, el lenguaje alcanzó nuevos brillos, y continuaron los avances narrativos, como lo demuestra la obra de Alfredo Bryce Echenique (1939), Isaac Goldemberg (1945) y Fernando Ampuero (1949).
Si hemos de buscar fechas simbólicas en la narrativa peruana, 1980 puede servirnos. A partir de ese año coinciden varios acontecimientos históricos (reinstauración democrática; terrorismo de Sendero Luminoso y MRTA, violentamente reprimidos; corrupción política) con la puesta en marcha de pequeñas editoriales y la creación de algunos certámenes que supusieron un acicate para el relato breve: en 1980, se dio a conocer el fallo de la primera convocatoria del Premio Copé, y la revista Caretas instauró el galardón «El cuento de las 1000 palabras».
Aunque el gran público español identifique todavía la literatura peruana con un número muy reducido de autores (Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce Echenique; más recientemente Jaime Bayly y Santiago Roncagliolo), lo cierto es que, desde los años ochenta, los nombres y las publicaciones se han multiplicado, y las tendencias se han diversificado: la experimentalidad convive con subgéneros codificados, la absoluta transformación del indigenismo tiene espacio junto a la narrativa política y de denuncia.
El influjo de la generación del 50 sigue presente en quienes ahora publican en Perú. El predominio de personajes en conflicto, las tramas ubicadas en ciudades, la conciencia de que los límites nacionales son solo una convención se perciben en Guillermo Niño de Guzmán (1955), Carlos García Miranda (1968), Gonzalo Málaga (1968), Santiago Roncagliolo (1975), Sergio Galarza (1976) y Julio César Vega (1976). La inclusión de la fantasía en la realidad cotidiana, y el uso de procedimientos metaliterarios continúan en las obras de Harry Beleván (1945), Carlos Calderón Fajardo (1946), Nilo Espinoza Haro (1950), Enrique Prochazka (1960), José Güich Rodríguez (1963), Santiago del Prado (1969), Alejandro Neyra (1975), Pedro Llosa Vélez (1975), Carlos Yushimito (1977), Víctor Falcón (1979), Ezio Neyra (1980) y Mónica Beleván (1982). La renovación del indigenismo, abordada en los años cincuenta por José María Arguedas (1911-1969), Eleodoro Vargas Vicuña (1924-1997), Manuel Scorza (1928-1983), Carlos Eduardo Zavaleta (1928) y Marcos Yauri Montero (1930), ha sido posteriormente acometida por Félix Huamán Cabrera (1943) y Hildebrando Pérez Huarancca (1946).
El acercamiento a la realidad peruana ha encontrado expresiones muy diversas. José de Piérola (1961) ha denunciado la violencia en novelas políticas. Jorge Eduardo Benavides (1964) ha analizado la etapa desde Velasco Alvarado a Fujimori, en Los años inútiles (2002). El problema del mestizaje aparece enfocado de modo antagónico en las creaciones de Edgardo Rivera Martínez (1934) y Miguel Gutiérrez (1940).
Dentro de la llamada «narrativa andina» se incluye a Marcos Yauri (1930), Juan Morillo Ganoza (1939), Laura Riesco (1940-2008), Jorge Díaz Herrera (1941), Samuel Cárdich (1947), Enrique Rosas Paravicino (1948) y Zein Zorrilla (1951); pero la multiculturalidad se manifiesta también en obras sobre el chamanismo (Dimas Arrieta, Eduardo González Viaña), el ámbito amazónico (Arnaldo Panaifo Texeira, Róger Rumrrill, César Calvo), el de la sierra norte (Cronwell Jara) y el afroperuano (Gregorio Martínez, Antonio Gálvez Ronceros).
El auge internacional de algunas corrientes y subgéneros ha encontrado también eco en Perú: a la narrativa histórica han hecho aportes Fernando de Trazegnies (1935), Luis Enrique Tord (1942), Óscar Colchado Lucio (1947), Luis Nieto Degregori (1955), Enrique Rosas Paravicino (1948) y Sandro Bossio (1970); el género negro ha sido desarrollado por Alonso Cueto Caballero (1954, ganador del Premio Herralde 2005), Goran Tocilovac (1955) y Peter Elmore (1960); al predominio del intimismo han contribuido Abelardo Sánchez León (1947), Teresa Ruiz Rosas (1956) e Iván Thays (1968); e incluso el realismo sucio, con sus personajes frustrados, nihilistas y violentos, está representando por Óscar Malca (Al final de la calle, 1993, se adaptó al cine en 2000), Manuel Rilo (1971) y Sergio Galarza (1976).
Dentro de la tendencia feminista, que tuvo pioneras como Zoila Aurora Cáceres Moreno (1872-1958), María Jesús Alvarado Rivera (1878-1971) y Rosa Arciniega (1909), se enmarcan las obras de Mariella Sala (1952) y Pilar Dughi (1956-2006); la prosa fragmentada de Oswaldo Chanove (1953) trasluce su dedicación a la poesía; la violencia y la angustia se dan la mano en los textos de Juan Carlos Mústiga (1957); Aída Balta (1957) acoge personajes que escriben y se psicoanalizan; Patricia de Souza (1964) aborda desde la literatura el análisis del discurso, además de dar paso a temas eróticos y de género; Ricardo Sumalavia (1968), finalista del Premio Herralde 2007, construye identidades a partir del lenguaje, y desarrolla su interés por los espacios que habitamos.
Con tal muestrario de temáticas y estilos, cabe preguntarse qué caracteriza la narrativa peruana de nuestro tiempo. Sin embargo, esa cuestión carece de sentido, porque toda la literatura occidental comparte las mismas inquietudes, porque las tendencias y las innovaciones hace tiempo que no conocen fronteras, porque resulta ya imposible hablar siquiera de generaciones, dado que la creación actual es mucho menos dogmática, mucho más individualista.
Ni siquiera resulta fácil saber qué nombres debemos incluir bajo el epígrafe de «narrativa peruana». Parte de quienes nacieron en ese país escriben o publican en otros, puesto que han residido o residen fuera: Leyla Bartet (1950), en París; María Teresa Ruiz Rosas (1956), en Alemania; Mariana Llano (1959), en Barcelona; Peter Elmore (1960), en Colorado; Roxana Crisólogo (1966), en Finlandia; Rocío Uchofen (1972), en Nueva York; Santiago Roncagliolo (1975), ganador del Premio Alfaguara 2006, en España; Claudia Ulloa Donoso (1979), en Noruega. Incluso hay quienes empezaron a publicar mucho tiempo después de emigrar: Yo me perdono (1998) apareció cuando Fietta Jarque llevaba quince años afincada en Madrid. Como contrapartida, una de las más interesantes obras peruanas sobre la multiculturalidad se la debemos al chino, que se declara «peruano de corazón», Siu Kam Wen (1951); entre las novelas policíacas figuran las del serbio nacionalizado francés y residente en Lima Goran Tocilovac (1955); entre los representantes del intimismo se encuentra el mexicano Mario Bellatin (1960), que publicó sus primeras novelas en Perú; y, aunque hayamos de saltar al ámbito de la poesía, no nos resistimos a mencionar que encontramos una perturbadora visión de Lima en Zona dark, de la zaragozana Montserrat Álvarez (1969), que también vivió en Asunción.
En este contexto se ubica la literatura de Fernando Iwasaki (1961), quien bebió de las fuentes de la narrativa peruana de los cincuenta, empezó a publicar durante la eclosión de los ochenta, y está afincado en Sevilla desde 1989. Poco importa ya de dónde lo consideremos: por su versatilidad, su lenguaje, su ironía, su variedad temática, es un autor universal.