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Diálogos de los muertos Hidalgo e Iturbide

José Joaquín Fernández de Lizardi





HIDALGO.-  ¡Oh señor de Iturbide! Cuánto tiempo ha que deseaba tener una entrevista con usted; pero lo eterno de estas regiones y otras atenciones precisas, me habían privado de la satisfacción que hoy tengo.

ITURBIDE.-  Para mí es harto satisfactorio el conocer a usted, señor cura.

HIDALGO.-  Vaya, sentémonos bajo este copado fresno, y conferenciemos tranquilamente sobre los acaecimientos políticos de nuestra América.

ITURBIDE.-  Sea enhorabuena, usted por aquí.

HIDALGO.-   Por cualquier parte estaremos bien, pues que entre los muertos no se conocen las distinciones de los vivos. Dígame usted ¿en qué estado dejó mi obra a su llegada a estos lugares?

ITURBIDE.-  ¿De qué obra me habla usted?

HIDALGO.-  De cuál ha de ser, de la Independencia de la América.

ITURBIDE.-  ¡Oh!, ésa no fue obra de usted sino mía. Usted no hizo otra cosa que alborotar la jicotera sin poder llevar al cabo la empresa, cuando yo lo hice todo en siete meses.

HIDALGO.-  Nunca le negaré a usted la gloria que merece por la política de su Plan, y lo activo e infatigable que fue en ejecutarlo; pero ciertamente ya hice más que usted.

ITURBIDE.-  Creo que se equivoca usted, señor cura. El labrador que tira la semilla en el campo y el arquitecto que zanja los cimientos de un edificio nada hicieron si sólo hicieron eso. El que cultivó su semilla; hasta su cosecha y el que levantó el edificio hasta hacerlo habitable, ésos lo hicieron todo; y eso puntualmente pasó entre usted y yo. Usted sembró la semilla o zanjó los cimientos y nada más; yo reuní la opinión y lo hice todo. Diga usted, ahora, ¿quién aparecerá más grande en la historia de la América, Hidalgo o Iturbide?

HIDALGO.-  Sin que parezca alabanza propia, creo que Hidalgo, y oiga usted las razones. Cuando emprendí esta grande obra, era un cura decrépito, sin dinero, sin conocimientos militares, en medio de un reino demasiadamente ignorante de sus derechos, supersticioso, ocupado por todo por los españoles, y yo, además, perseguido por ellos, una vez descubiertos mis planes en Querétaro. De esta manera y en tan angustiadas circunstancias, pronuncié en el pueblo de Dolores la sonora voz de libertad con un puñado de paisanos, y sembré la primera semilla de aquella heroica virtud, a quien usted mismo debió su engradecimiento y el Septentrión su desenlace de la España.

Esto fue lo que yo hice, cuando usted, joven, acreditado militar, coronel del regimiento de Celaya, con resortes, dinero y amigos, se encontró con la opinión bien cimentada y aun apoyada por las prensas en España y América, y se decidió por nuestra causa. Es verdad que usted tuvo la gracia imponderable de reconcentrar esa opinión que estaba diseminada en todas las clases del Estado y que, aunque más tarde se habría reunido sin su auxilio, sin embargo la anticipación que usted le dio economizó mucha sangre que se debía haber derramado, cuya gloria a usted no se le debe defraudar, y la generosidad americana siempre recordará en su historia con la más tierna gratitud esta singular acción de usted. Pero no obstante esto, ¿quién de los dos hizo más, yo que sin auxilios ningunos sembré la semilla de la libertad y regué con mi sangre el campo árido, estéril y lleno de malezas; o usted que sobrado de auxilios no hizo más que juntar los frutos producidos por la semilla que sembré y mi sangre con que la cultivé? A esto debe usted agregar que siempre hubo menester el favor de los insurgentes, tales como Guerrero, Bravo, Alquisiras, el Pachón, etcétera, sin cuyos socorros oportunos acaso habría sido víctima del gobierno español; pues aunque se dice que este Apodaca, Fernando VII y los padres de la Profesa estaban de acuerdo con usted para hacer una aparente independencia, téngolo por vulgaridad. Lo primero porque el Borbón jamás había de decirle a Apodaca: «Di a los americanos que se llamarán independientes, con tal de que no los mande un virrey, sino un rey de mi dinastía que yo les enviaré». Tal disparate no cupiera en la mollera de un frenético.

Lo segundo, porque sofocada la insurrección a merced de los repetidos indultos de Apodaca y de las repetidas exhortaciones de muchos curas, no tenía Fernando necesidad de aventurarse a semejante prueba. Así es que la gloria del Plan de Iguala es de usted, pero la del grito de libertad en el pueblo de Dolores es mía; y así como sin contar diez no se cuentan veinte y uno, así sin mi pronunciamiento el año de diez, no hubiera usted recogido ningunos laureles el año de veinte y uno.

ITURBIDE.-  Algo estoy convencido de esas verdades; pero usted, señor cura, no obró en la insurrección enteramente bien. A lo menos la retirada en el Monte de las Cruces a las puertas de México, y derrotado el corto ejército de Venegas, no tiene disculpa. Fue una imperdonable cobardía o miedo que usted tuvo a Calleja, que le picaba la retaguardia; de modo que así como Morelos, rompiendo la línea de circunvalación del famoso sitio de Cuautla, manifestó el mayor valor que se puede ver en la historia, así usted, retirándose a las puertas de México después de derrotado completamente el enemigo, manifestó la mayor impericia militar y cobardía.

HIDALGO.-  No caracterice usted tal hecho de cobardía, sino de filantropía. Yo conocí el estado de fanatismo de los mexicanos en esa vez. La Inquisición acababa de hacerme para con ellos demasiado odioso, calumniándome de incontinente, hereje, ateísta, materialista y qué sé yo qué más disparates. Mi tropa, superior en número a los miserables restos que pudiera haberme opuesto el gobierno español, y engreída con la victoria que acababa de obtener, habría arrollado con la Ciudad de México; y eso fue lo que yo quise evitar.

ITURBIDE.-  Pero, señor cura, ¿quién había de haberle hecho a usted resistencia en una ciudad desarmada y desguarnecida?

HIDALGO.-  ¡Oh, amigo! ¡Qué poco sabe usted de mundo! Los fanáticos, sí señor, los fanáticos que en el año de diez componían las tres partes y media de las cuatro de la población de México, es decir, casi todos, animados de los inquisidores y los frailes, habrían salido si no a vencerme, sí a resistir mi entrada, y tan temeraria resistencia la hubieran pagado con sus vidas, y yo no quise entrar triunfante entre lagos de sangre humana ni elevarme sobre los escombros de mis semejantes, y por eso desprecié aquella, al parecer venturosa, ocasión.

ITURBIDE.-  ¡Qué bien se conoce que usted era cura y no general ni político! El modo de economizar sangre, en estos casos, es derramar poca con terror y no mucha con benignidad y poco a poco. Si usted entra a México en esa vez, se ahorran las innumerables víctimas que de ambos partidos se sacrificaron por el largo espacio de doce años.

HIDALGO.-  Es verdad; todos tenemos nuestras faltas, y no fue la menor en usted haber ido a concluir su gloriosa carrera en manos de los Tamaulipas, después de estar proscrito por la ley.

ITURBIDE.-  Esa proscripción ignoraba yo; pero ¡ah...!, los Tamaulipas hablan de ser los que... pero ni me acuerde usted semejantes hombres: los detesto y me llena de rabia su memoria.

HIDALGO.-  Con razón, estuvo el chasco bien pesado. Ello es que los dos tuvimos un desgraciado fin.

ITURBIDE.-  Ése es, por lo regular, el de los corifeos de las revoluciones.

HIDALGO.-  Pero dígame usted, ¿en qué estado está por ahora la Independencia y la República de la América?

ITURBIDE.-  Por un soldado que acaba de llegar en estos días de Veracruz, despachado por el vómito prieto, hemos sabido que aunque no están las cosas tan favorables como deseáramos, sin embargo prometen esperanzas.

HIDALGO.-  Sírvase usted explicarme con más claridad cómo está eso.

ITURBIDE.-  Pues, se dice por una parte, que el curso político de América lleva una marcha majestuosa, que hay una íntima y general unión entre todos los americanos para defender su Independencia, que el castillo de Ulúa está para rendirse de un día a otro, que ya tienen una escuadra respetable, que la Gran Bretaña ha reconocido la Independencia y otras cosas a este modo; y por otra parte se asegura que hay enemigos interiores, que los españoles no cesan de maquinar en la reconquista de sus excolonias, que el gobierno británico no confirma aún los tratados hechos en México, lo que ha causado alguna baja en nuestros créditos mercantiles, que los ingleses se están haciendo dueños de la América y, en fin, de todo se habla, bien y mal como en todas partes, y yo creo que algo habrá de todo.

HIDALGO.-  Es verdad, así lo creo yo también. Es imposible que una nación recién emancipada de otra, donde no había mucha conformidad de opiniones, donde la superstición y el fanatismo habían fijado su domicilio por espacio de trescientos años, recién constituida, y constituida entre revolución, es imposible, repito, que tal nación en tales circunstancias y tan poco tiempo, lleve la marcha majestuosa que se asegura. No, es necesario que haya estorbos de cuando en cuando; así lo exigen las combinaciones políticas y el orden de las cosas humanas. Nada llega a la perfección luego que nace. La naturaleza es la que va desarrollando poco a poco las partes del animal o planta hasta ponerlas en todo su vigor; así me parece suceder con las naciones. Pero en fin, yo pienso que más se puede asegurar por la eterna libertad de los mexicanos, que por su nueva esclavitud.

ITURBIDE.-  ¡Oh!, eso sin duda. Hay sus yerros alguna vez en los gabinetes, y muy graves en algunos Estados, sus quejas y murmuraciones de parte de los agraviados y otras cosillas de éstas, porque, como usted dice, es fuerza que las haya en los principios; pero por lo que respecta al sistema que han adoptado de ser libres, están inexorables; y antes morirá el último mexicano que rendir la cerviz para ninguna real cadena.

HIDALGO.-  Me consuela muy mucho el saber tal decisión de la boca de usted.

ITURBIDE.-  Como que soy un testigo irrecusable. Apenas me entronicé sobre ellos y ofendí la representación nacional, cuando me desterraron a Liorna. Volví a hacerles una visita de amigos, y recelosos de mi ambición, me despacharon para acá por la posta. Conque si al que los hizo libres, lo matan, sólo porque fue rey cuatro días, ¿qué no harán con el que quiera hacerlos esclavos? Es tanto lo que aborrecen la tiranía de los monarcas absolutos, y especialmente la de Fernando VII, que no ha muchos días hicieron bailar a su majestad católica la manflorina y luego lo fusilaron y ahorcaron...

HIDALGO.-  ¿Cómo? ¿Cómo está eso? ¿Pues qué, se atrevió Fernando a ir a la América? ¿Ha muerto ya el tirano de la España?

ITURBIDE.-  No, señor, no fue en persona. Lo que sucedió fue que el 16 de septiembre de este año el gobierno y muchos señores patriotas y extranjeros hicieron una función muy solemne, en memoria del glorioso pronunciamiento de usted por la libertad de la patria...

HIDALGO.-  ¡Con cuánto gusto escucho a usted!

ITURBIDE.-  Se dio libertad a una porción de esclavos de ambos sexos, se pusieron bajo la tutela y protección de unos piadosos señores a unos niños pobres, hijos de los héroes sacrificados por la libertad, pronunció el licenciado Barquera una oración patriótica y enérgica, y en ese día todo fue júbilo y alborozo.

HIDALGO.-  Como el que siente mi corazón al escuchar a usted, querido amigo, ya porque veo el fruto de mi sangre y ya porque, una vez que los mexicanos han probado en tan dulces trasportes cuánto vale su libertad, es imposible que la dejen se escape de sus manos. Pero cuénteme usted cómo estuvo esa tragedia de Fernando sin estar él presente.

ITURBIDE.-  Voy a satisfacer la curiosidad de usted. En esa noche hubo iluminación general y fuegos pirotécnicos o artificiales, como les llaman vulgarmente, y en uno de ellos apareció el busto de su majestad dando de vueltas, que era una bendición, y echando chispas por toda su real persona. Acabada esta mojiganga, con los mismos fuegos lo fusilaron y a lo último lo suspendieron en una horca de pie de gallo.

HIDALGO.-  La travesura estuvo graciosa, aunque nada política, porque no nos debemos mofar del enemigo muerto o ausente.

ITURBIDE.-  Ello sería invención del cohetero.

HIDALGO.-  Lo supongo, y lo disculpo aun cuando hubiera sido del mismo Ayuntamiento. Cada uno cosecha lo que siembra, y España no nos ha dado mejor ilustración. Me acuerdo de las teorías que hicieron con los retratos del inmortal Napoleón.

ITURBIDE.-  Y yo me acuerdo de los que hicieron con los de usted. En cierto convento de religiosas de México pusieron la figura de usted en cuatro pies como bestia y encima lo montaba y espoleaba un chaqueta.

HIDALGO.-  ¡Pobres necias! Merecen la misma disculpa.

ITURBIDE.-  Pero, ¿qué le parece a usted qué harían con el augusto Fernando si lo hubieran a las manos?

HIDALGO.-  ¡Oh!, eso es bien conocido. Yo me alegro de tal entusiasmo, él asegura que sabrán sostener su libertad. Pero dígame usted, ¿cómo es eso de que los ingleses se van aposesionado de la América?

ITURBIDE.-  Así es, señor, están ya dueños del comercio y minas, y dentro de poco lo serán de la agricultura, villas y ciudades del Anáhuac. Están injeridos en las negociaciones más interesantes, y además están comprando muchas haciendas y edificios, de suerte que ya los medianamente acomodados no hallan en México casas en que vivir.

HIDALGO.-  ¡Válgame Dios! ¿Y en qué piensan los mexicanos para hacer estas ventas escandalosas a los extranjeros? ¿No advierten que a ese paso, dentro de pocos años, ya no serán sino unos huérfanos en su país, pues no tendrán ni un palmo de tierra qué sembrar ni un rincón en qué vivir? ¿No conocen que los ingleses no conquistan con plomo sino con oro? ¿No reflexionan que en cada venta de éstas que hacen a los extranjeros perjudican gravísimamente a sus hijos y a toda la nación, pues los millones que producen las fincas urbanas y rurales quedan en nuestras manos y después pasarán a países extranjeros, quedando la patria más miserable de año en año? Y, por fin, ¿no se les alcanza que si se les deja a los ingleses y otros extranjeros enseñorearse de nuestras tierras y casas, después no habrán ni razón ni justicia para despojarlos de ellas, como que las han adquirido con justo título, y no con el fraudulento de la Conquista? ¿En qué piensan estos vendedores de su patria? Y ¿qué dicen las Cámaras sobre esto?

ITURBIDE.-  Yo no sé lo que decretarán; pero sí he visto el proyecto de ley de El Pensador sobre esto.

HIDALGO.-  ¿Lo tiene usted presente?

ITURBIDE.-  Sí, señor, dice así:

Proyecto de ley

1. No podrá adquirir bienes raíces en esta República el extranjero que no sea casado con americana y tenga hijos americanos.

2. Si fuere casado con americana y no tuviera sucesión por esterilidad de ésta, adquirirá los bienes raíces que pueda pasados dos años de su casamiento.

3. El extranjero casado con extranjera podrá adquirir, teniendo en ella dos hijos nacidos en este país.

4. Cualquier extranjero que se radicare en la República, poniendo en ella algún taller público, podrá adquirir después de presentar al respectivo ayuntamiento cincuenta muchachos perfectamente instruidos en el arte de su profesión.

5. No podrá adquirir dichos bienes ningún ministro extranjero, ningún transeúnte, mero comerciante, ni otro alguno a quien falten las cualidades dichas.

A estos cinco artículos se reduce el proyecto de El Pensador, y ciertamente me parecen acertados.

HIDALGO.-  A mí también, porque sin malquistarnos con los extranjeros, aseguraríamos la libertad y opulencia de la patria.

Qué extranjero de juicio había de resentirse de un proyecto que, además de fundarse en el natural amor de la patria, les deja a todos abierta la puerta para hacer cuantas adquisiciones quieran, con tal de que proporcionen a la República unas ventajas que deben ser totalmente suyas y que redundan en beneficio de ellos mismos. Sean enhorabuena ricos con nuestra plata cuantos extranjeros quieran; pero séanlo en nuestra tierra, sin empobrecer la patria.

¡Gran dolor será que después de acoger con la más generosa hospitalidad a cuantos extranjeros vienen a vivir con nosotros, ellos, sin servirnos de nada, sólo aspiren a su provecho, compren cuantas casas y haciendas puedan y se enriquezcan a nuestra costa, dejando a nuestra posteridad reducida a la miseria!

En tal caso, nuestros nietos dirían y con razón: «¿Qué beneficio les merecemos a aquellos Hidalgos, Allendes, Aldamas, Morelos, Matamoros, Bravos, Victorias, Guerreros y tantos otros que leemos en los libros? Ellos dizque hicieron a nuestros padres libres de la dominación española a costa de su sangre y sus fatigas; pero los primeros legisladores, aquellos padres de la patria, ¿qué hicieron con su hija? Dejar que los ambiciosos propietarios americanos poco a poco la vendieran a la nación Británica. Sin esa condescendencia, y con una poca de energía, bien pudieron haber impedido esas adquisiciones que, sin perder el carácter de justas y legales, a nosotros nos constituyen en clase de colonos o peregrinos en nuestra misma patria».

Sí, señor, así se lamentarán nuestros nietos si las Cámaras, ahorrando discusiones, no dictan una ley enérgica, pronta y general, porque el mal es ejecutivo.

Señor de Iturbide, yo creo que la mayor parte de las condescendencias que tenemos con los extranjeros no es obra de prudencia, sino de miedo. Yo no sé hablar sino la verdad. Tememos a los ingleses por sus fuerzas, que unidos con las de la Liga de los tiranos europeos, puedan reconquistarnos o hacernos sucumbir al sistema monárquico absoluto; pero ignoramos u olvidamos que las Américas son un Nuevo Mundo, esto es, que sólo en nuestro Septentrión cabe toda la Europa; que nuestras costas tan difíciles como malsanas, son unos castillos impenetrables para defenderlos, que tenemos recursos miles que desplegar, que rodeados de repúblicas de iguales intereses como Washington, Colombia, Buenos Aires, Perú, Chile, Guatemala, etcétera, contamos con otras tantas potencias amigas que se unirán a nuestra causa, así como nosotros nos uniríamos a cualquiera de esas repúblicas por defender su libertad; y, por último, la uniformidad de la opinión decidida a sacudirse sobre sí el yugo de los cetros de fierro. Conque si tales condescendencias son por temor, son muy infundadas. Sobran soldados en nuestra patria, sobra plata, sobran talentos y, lo que más, sobra el entusiasmo por la libertad. Anímese el poder legislativo, revístase de energía, dicte buenas leyes, ensanche, si quiere, al presidente, las facultades extraordinarias y todos los Estados y ciudadanos obren sin más interés que el bien de la patria, y veremos si faltan entre los americanos Aníbales, Scipiones, Arístides, Temístocles, Césares, Brutos y Pompeyos. Conozco a mi patria y a mis compatriotas: sé lo que son y lo que pueden ser. No falta más sino que los padres de la patria desempeñen este nombre como saben y pueden. Armas, fuerzas, soldados, armada, eso es necesario para sostener la Independencia, no papeluchos, ni ceremoniales diplomáticos. Los gabinetes europeos suelen guardar tanta fe como las verduleras de la Plaza del Volador. En caso de duda, la historia desempeñará mi verdad. Las armas y la fuerza hacen aparecer con visos de razón los crímenes que se revisten con el nombre de justicia. Cortés hizo esclavos a nuestros padres, prostituyó sus hijas, les robó sus bienes y los redujo a la mísera clase de esclavos, bajo el pretexto de hacerlos cristianos, y tales delitos aparecieron como virtudes heroicas, autorizados nada menos que por el Vaticano. Despertad, despertad hombres, despertad pueblos, ved cómo os fascinan y embrutecen a sombra de una religión que no conocieron ni conocerán vuestros opresores.

ITURBIDE.-  Mucho me entusiasma usted, señor cura.

HIDALGO.-  Amigo, amo a mi patria sin aborrecer a ningún semejante mío; por eso quisiera conciliar los intereses nacionales con los de los extranjeros, especialmente ingleses, cuyo gobierno nos prodiga tanta protección.

ITURBIDE.-  No mucha, señor cura. Oiga usted un artículo de Londres fechado en 9 del último agosto e inserto en el periódico del Águila del sábado 29 del próximo pasado octubre. Dice así:

Londres, 9 de agosto

«El tratado no ha sido ratificado por este gobierno, y se devuelve a México por faltarle algunas formalidades, y para dar tiempo a que España y la Santa Liga se preparen a reconocer la Independencia de esos pueblos. Entretanto, no se recibirán aquí públicamente los ministros de esa República, lo que así parece tener significado mister Canning al señor Michelena».

¿Qué dice usted, señor cura? ¿No está brillante la protección que nos dispensa el gabinete inglés?

HIDALGO.-  ¡Escandalizado me ha dejado tal noticia! ¿Conque no sólo no ratificó los tratados, sino que quiere dar tiempo a España y a la Liga, pues, no para que se preparen contra los mexicanos, sino para que reconozcan su Independencia? La medida será muy prudente; pero a mí no me parece muy segura. ¿De aquí a cuántos años reconocerá España nuestra Independencia, estando auxiliada de la Liga y sin contar nosotros con la protección de la Gran Bretaña? Jamás, nunca, ni menos las testas coronadas que resisten los sistemas republicanos; conque si para entonces ha de ratificar los tratados de Inglaterra, larga la llevamos.

Por otra parte, si el gabinete inglés resuelve enlazar la amistad de su nación con la nuestra, así que España y la Liga reconozcan nuestra Independencia, ¿cuál es el favor que nos hace?

¿Por qué razón no quiere admitir públicamente a nuestros ministros? Esto es, no quiere reconocerlos con carácter público de tales al tiempo que nosotros obsequiamos a los suyos con la mayor cordialidad. A la verdad, o yo no lo entiendo o aquí hay gato encerrado.

ITURBIDE.-  Señor cura, por sí o por no, lo que me parece que conviene al gobierno de México es vivir con demasiada desconfianza. Apurar cuantos recursos pueda para mantener un pie de ejército de línea respetable y bien disciplinada, componiéndose de buena caballería su mayor parte; que se lleve a debido afecto la reforma y alistamiento de las milicias cívicas; que se compren muchos fusiles; que se abastezcan nuestros almacenes de parque; que no falte el ejercicio militar en las tropas, trayéndolas de un lugar a otro para que se acostumbren a la fatiga del camino y a la diversidad de climas; y, en una palabra, que estemos alerta y prevenidos, no sea que nuestra confianza nos exponga. Nada hay que confiar en nuestra miserable escuadrilla. En tierra hemos de esperar al enemigo, sea el que fuere, y en tierra los venceremos, siempre que no se nos olvide que el único medio de asegurar la paz, es vivir preparados para la guerra.

HIDALGO.-  Usted dice muy bien, señor Iturbide. Por mí estoy persuadido que en teniendo doscientos mil soldados que oponer a los enemigos, no necesitamos de que ninguna nación reconozca nuestra Independencia. Armémonos, cerremos nuestros puertos a las naciones que no reconozcan la Independencia de la América, y yo le aseguro a usted que éstas se darán prisa en reconocerla, pues que todas nos necesiten por nuestra plata, oro y frutos tan preciosos, y nosotros no necesitamos a ninguna, porque todo lo tenemos en casa. Pero es muy tarde y no he rezado el oficio divino. Hasta otra vez señor de Iturbide.

ITURBIDE.-  A Dios, señor cura.

*  *  *

HIDALGO.-  Señor de Iturbide, ¿qué tenemos de correo semanario?

ITURBIDE.-  Ha habido algunas novedades en México, tales como el incendio del Molino de la Pólvora.

HIDALGO.-  ¡Jesús nos valga! ¡Qué estragos haría!

ITURBIDE.-   Treinta y seis infelices dicen que perecieron.

HIDALGO.-  ¿Es posible que sólo a los infelices les tocó tal desgracia? Ya se ve, ¡cuándo no son los pobres los peor librados en todo! Aunque yo entiendo que usted querrá decir que fueron infelices por haber muerto tan desgraciadamente.

ITURBIDE.-  No, señor, que no es eso, sino que los muertos fueron precisamente pobres.

HIDALGO.-  Eso me escandaliza. ¿Pues qué no apareció el administrador ni ningún mandarín de la casa?

ITURBIDE.-  No, señor, o bien porque unos estaban en ella, o porque otros estaban distantes de prever tal desgracia.

HIDALGO.-  Eso es peor. ¿Y qué, permanecen en sus destinos?

ITURBIDE.-  No se sabe, según dice el correo, que a ninguno heasa y removido.

HIDALGO.-  ¡Bueno va! El gobierno de México sabrá lo que se hace, pero yo a ninguno dejo en su empleo. Si alguno o todos los que mandan allí hubieran perecido, era probable que la desgracia había sido efecto natural imprevisto y por lo mismo irremediable; pero que perecieran los pobres peones, y escaparan los grandes hombres del molino, da a entender que tuvo más el descuido que los fenómenos de la naturaleza. ¿Y qué otras novedades trae el correo?

ITURBIDE.-  La libertad de Bigotes.

HIDALGO.-  ¿Quién es ese Bigotes?

ITURBIDE.-  Cuando lo prendieron se dijo que era un ladrón famoso, salteador, a quien se le acusaban muchos asesinatos en el público. Se llama Manuel Márquez.

HIDALGO.-  ¿Y un criminal como ése se ha puesto en libertad?

ITURBIDE.-  Pues, no cara a cara. La justicia lo ha condenado a diez años de servicio en los barcos de la nación; pero apostara yo mis orejas si cumple siquiera uno en tal destino.

HIDALGO.-  ¿Y en qué se funda usted para tal seguridad?

ITURBIDE.-  En que estos ladrones famosos no están desarmados de oro para defenderse cuando llegue el caso de que los pillen. Sí, señor, apartan primero una cantidad de este metal para el escribano, asesor, fiscal y otros manipulantes de su causa para que la endulcen y la presenten disfrazada al magistrado que los juzgue, y éste, engañado con las intrigas de los subalternos, los absuelva o minore la pena tuta conscientia, aunque no muy tuta, esto es, no muy segura ante Dios y los hombres, pues siendo estas venalidades casi de carretilla, como lo demuestra la experiencia, deberían no fiarse de los subalternos, sino examinar por sí mismos las causas, sus implicaciones y complicaciones, la diferencia de pareceres entre seis o más asesores honrados, y hacer otras diligencias que las manifestaran con más claridad que la del sol la inocencia o crimen de los reos, y entonces se pronunciarían con menos ligereza y sin dar lugar a la sorda, aunque muy severa, crítica del público.

HIDALGO.-  Eso es decir que ese Bigotes corrompió a los subalternos, y el último juez falló con ligereza, descansado en el dictamen de su asesor.

ITURBIDE.-  No sé lo que habrá sido; pero como en estos lugares del olvido no tenemos nada que hacer, yo me entretengo en transcribir y anotar algunas cosas de las que veo impresas en el otro mundo. Entre éstas he notado el comunicado que acerca de Bigotes dieron en México, dizque para satisfacer al público, y se halla en el periódico del Sol, número 881 del viernes 11 del corriente.

HIDALGO.-  Ya deseo oír el comunicado y las notas de usted, porque ni sus mismos enemigos le niegan la viveza de su talento.

ITURBIDE.-  Me hacen favor; pero oiga usted:

Sentencia de Bigotes

«Aunque no acostumbramos insertar en nuestro periódico los extractos de todas las causas criminales que se ejecutarían, si no es cuando la sentencia es de pena capital, lo ruidoso del proceso de Manuel Márquez (alias Bigotes) y que en el concepto público es uno de los más famosos criminales que se han visto en la República Mexicana, nos obliga en cierta manera a presentar su extracto a nuestros lectores.

Concluida y sentenciada la causa de este reo, se hace preciso dar una idea de ella para satisfacción del público y en obsequio del honor del cuerpo que lo ha juzgado. Manuel Márquez, conocido por Bigotes, natural y vecino de México, de veinte y seis años de edad, de estado casado y de oficio confitero, fue aprehendido el día once de febrero del año próximo pasado en el camino de Toluca para donde se dirigía fugado en compañía de su cuñado, Agustín Solano, de resultas de la muerte del cívico de artillería Mariano Olascoaga, que le sobrevino de unas heridas que le infirió en la pendencia suscitada en el tendajón de la calle de la Garrapata, la noche del ocho del citado mes de febrero, entre estos dos, Crescencio Ballesteros, compadre de Bigotes, y José María Álvarez, alias el padre Torres.

Con motivo de haberse comisionado un piquete de nacionales de artillería para conducir presos a esta capital a Bigotes y su cuñado, y haber aprehendido este cuerpo a Ballesteros, se consultó sobre si deberían ser juzgados estos reos por la ley de 27 de septiembre del año de 1823, esto es, militarmente, y el Supremo Gobierno en virtud de sus facultades extraordinarias tuvo a bien prorrogar dicha ley en 19 del mismo mes, por cuatro meses, lo propio que el Soberano Congreso en decreto 11 de abril, previniendo que los reos aprehendidos por los nacionales de artillería a principios de febrero, fuesen juzgados con arreglo a aquella ley, lo que en efecto así se ha verificado.

No parecerá extraño que un cuerpo de cívicos, y más acabado de formarse, incurriese en defectos y vicios en la sustanciación del proceso de Bigotes; lo cierto es que para subsanarlos se hizo indispensable, después de haberse perdido el tiempo, reponerlo en un todo. Para esto fue necesario examinar cerca de cuarenta testigos; andarlos buscando de un extremo al otro de esta capital; requerirlos repetidas ocasiones, como sucede en semejantes casos, para que concurriesen a las citas que se les hacían; carearlos no sólo con el reo principal, sino con sus cómplices; proceder a su ratificación, a cuyo efecto fue necesario hacer nuevas averiguaciones de su paradero; practicar otras muchas diligencias en la secuela de la causa, que llegó a formar un volumen de más de trescientas fojas; y si a esto se agrega la dificultad de que hubiese quien actuara de escribano y se echase sobre sí esta carga, que a más del trabajo que mandaba, distraía a los cívicos de sus respectivas ocupaciones, por cuyo motivo en la mejor ocasión no había escribano, fácilmente se vendrá en conocimiento del porqué se ha dilatado más de lo regular la conclusión de esta causa.

Por fin, habiéndose arreglado en lo posible a costa de mucho tiempo y trabajo, el día cinco de mayo último se vio un Consejo de Guerra, y en él fue sentenciado Bigotes a sufrir la pena de ser pasado por las armas; Ballesteros a seis años de presidio, quedando absueltos y mandados poner en absoluta libertad Solano y el padre Torres. Remitida la causa al señor comandante general, mandó con dictamen de asesor que, practicada cierta diligencia que consultó al efecto, se volviese a reunir el Consejo, como se verificó en primero de junio, confirmándose en él la primera sentencia, la cual no tuvo a bien aprobar el señor comandante general, conformándose con el dictamen del señor asesor, licenciado don Francisco Alcántara, y, en su consecuencia, se despachó la causa a Puebla por ser la comandancia más inmediata a quien toca remitir las de esta clase en casos tales, con arreglo a la misma ley de 27 de septiembre. Aquel señor comandante general tampoco tuvo a bien aprobar la sentencia del Consejo de Guerra, y mandó se diera cuenta con la causa al Supremo Tribunal de la Guerra, de donde se le devolvió para que dictase la sentencia correspondiente, conforme el artículo cuarto de la misma ley. En vista de esto, y previo dictamen del señor asesor, licenciado Estévez Rabanillo, en que manifiesta que a Bigotes no le resulta de esta causa otra cosa que las heridas que infirió al cívico artillero Mariano Olascoaga, según dice, en propia defensa, no constando lo contrario de un modo claro y concluyente, y en atención a tener muy mala opinión en este vecindario, según se deduce del dicho de los testigos, no mereciendo por esta razón la pena ordinaria, ha condenado a Manuel Bigotes a diez años de servicio en los barcos de la nación; a Crescencio Ballesteros, por la mala opinión que también tiene, a cuatro en las obras públicas; a José María Álvarez, alias el padre de Torres, por haber sido uno de los primeros actores en la pendencia, a dos en las mismas; absolviendo a Agustín Solano, y mandado se ponga en absoluta y completa libertad por no resultarle en su contra ningún cargo; cuya sentencia se va a poner en ejecución con arreglo a la ley de la materia».

Aquí se pudiera desafiar no al comandante de Puebla, ni a su asesor Rabanillo, sino a todos los juristas de México para que descifren este enigma: o Bigotes asesinó a Olascoaga alevosamente, o en defensa propia; si alevosamente, es reo de pena capital; si en defensa propia (supuesto que según el asesor Rabanillo no se deduce otra cosa de su causa), debe pasearse impunemente, porque vim vi repellere licet. Justo es el repeler la fuerza con la fuerza, y por esto a nadie se le debe imponer la pena de diez años de presidio, que es una muerte civil. Conque la sentencia última de Bigotes es injustísima en cualquier nación que se vea. Un asesinato alevoso merece pena capital; un homicidio por defender la propia vida, es justo, es arreglado a la naturaleza, no merece pena. Si Bigotes mató a Olascoaga en defensa de su vida, es un crimen terrible en los jueces sentenciarlo a diez años de galera; mas si conociendo que éste es un bribón y asesino, y que con tal carácter mató a Olascoaga, le conmutan en diez años la pena capital a que se hizo acreedor, yo no sé qué juicio formará el público de su integridad.

HIDALGO.-  El hecho, en efecto, es escandaloso, y la sentencia, de cualquier modo, aparece injusta. Pero usted ¿por qué juzga que ni un año cumplirá en su destino?

ITURBIDE.-  No sólo eso juzgo, sino que me parece que ni llega, porque es frecuente desertarse tales sujetos de las cuerdas. Sí, señor cura, cuanto antes tendrán los mexicanos otra vez en campaña al buen Bigotes haciendo nuevas torerías.




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