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Discurso en la recepción del Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Valladolid (22 de enero de 1993)

Fernando Lázaro Carreter





Excmo. Sr. Rector Magnífico,

Sres. Claustrales,

Señoras y Señores:

Desearía poder arrancar a mis palabras la corteza que endurece los tópicos, para que en este instante expresaran toda mi gratitud a quienes, con el cordial beneplácito de la Facultad de Letras, han promovido mi Doctorado, y al Sr. Rector, a la Junta de Gobierno y al Claustro de la ilustre Universidad de Valladolid, que han tenido a bien aceptar la propuesta. Desde mi juventud más temprana, la voluntad me llamó a ser profesor universitario; lo fui durante cuarenta años. Y ahora, cuando ya estoy apartado de la Cátedra casi hace un lustro, y he tenido ocasión de comprobar cómo también existe la vida fuera de la Universidad, y que es a veces más confortable, menos tensa y dura que dentro de ella, volvería a repetir el camino que emprendí en mi mocedad con el mismo entusiasmo, aun sabiendo lo que me esperaba en el recorrido. Esa vida mía, que, a falta de otros méritos, tiene el del ahínco con que la apliqué al trabajo universitario, es la que puede dar fe de cuánta es la emoción que me turba al ver cómo la generosidad de ustedes viene a coronarla con lo que un profesor puede y debe estimar más: el reconocimiento de una Universidad en la que no se formó ni enseñó, y que le otorga su máximo grado académico por noticia de supuestos merecimientos universitarios.

Infinitas gracias, pues, y muchas y muy especiales a mi padrino don Santiago de los Mozos, a quien me une una vieja amistad responsable del afecto con que acaba de retratarme. De pocas cosas estoy más orgulloso que de haber advertido cómo era imprescindible rescatarlo para la Universidad, cuando apareció por Salamanca a cursar estudios de Filología, con el fin de volverse para mejorar a América. Ustedes son testigos de cuánto fue mi acierto al contribuir a arraigarlo en su tierra.

La liturgia de esta ceremonia prescribe que el doctorando ocupe algunos minutos de su intervención, muy pocos, disertando sobre alguna materia que le parezca grata y oportuna. No sólo a mí, sino, supongo, también a ustedes, ha de resultarnos grato evocar a dos insignes vallisoletanos que ocupan ápices incuestionables en la historia literaria española. He pensado en ellos porque, aparte esa razón ante la que sobran todas, conmemoramos este año el centenario del nacimiento de uno de esos insignes escritores, que fue mi amigo: Jorge Guillén. Y en el caso del otro, Miguel Delibes, porque es mi amigo y de muchos de ustedes, y porque cualquier ocasión se presta a tenerlo presente. A veces, en esta ciudad, hasta físicamente, porque no es improbable tropezarse con él cuando se sale a la calle. Y sentir la alegría de verlo o saludarlo.

El crítico, al emitir juicios de valor, por rico que sea su utillaje teórico, no tiene apenas otro argumento para fundamentar sus preferencias que el de su propio gusto, porque no hay reglas para detectar el porqué de las adhesiones estéticas. Está ante el arte en el mismo caso que cualquier otro mortal, con su gusto, bueno o malo, fundamentado sobre todo en circunstancias biográficas, aunque haya podido refinarlo su mayor experiencia lectora.

En mi caso, sitúo a Jorge Guillén en la cumbre absoluta de la lírica contemporánea, por mi personal aversión al sentimentalismo, al que Cántico cierra terminante el acceso; por un anhelo siempre exigente de clara racionalidad que veo egregiamente realizado en el gran poemario; y -perdón por confesarlo-, por una cierta proclividad a la hipocondría, contra la cual obra indefectiblemente como triaca el tono vitalmente entusiasta de muchos de esos poemas.

Confío, pues, a la intimidad de este acto las razones biográficas por las que considero a Guillén «mi poeta». Ninguno de esos motivos es propiamente literario, porque los que pudiera aducir para concederle tan alto puesto en mi estima, podrían ser, tal vez, refutados. Estos no, ya que se fundan en el derecho indiscutible del gusto individual.

En primer lugar, me he referido a Cántico como inmune a los sentimientos; me refiero, como es natural, a los sentimientos comunes, y tal vez, por ello, más intensos y menos prescindibles, como pueden ser todos los patéticos: desde el amor, en sus numerosas variantes, a la muerte. Ambas cosas, amor y muerte, luz y sombra compañeras del ser humano, claro que aparecen en el gran libro, pero expresado aquél con sobriedad, casi con pudor que no oculta su hondura; y refutada, rehusada, ahuyentada la muerte, en un esfuerzo por afirmar la vida: «Muerte a lo lejos», se titula uno de los poemas más significativos de Cántico.

Triunfo de la racionalidad es también Cántico, resultante admirable de la desconfianza en el arte inspirado, en la creencia de que éste procede de la caprichosa dadivosidad de algún dios o musa que insuflan el «impetus sacer» invocado por Ovidio. Es claro que, sin éste, no hay arte; pero también lo es que, para ser artista, no basta con dejarse arrebatar por un supuesto soplo celeste. Todos sabemos que, de su resistencia a tal secuestro de la mente, dan fe las reglas adoptadas casi desafiantemente por Guillén -no olvidemos que escribe en pleno apogeo del verso libre- para separar el oro de la ganga que andan revueltos en la llamada inspiración. Tal resistencia tiene la más visible manifestación en su fidelidad a la métrica regular, y en su rechazo, entonces tan provocativo, del surrealismo y de todas las formas de creación que postulan la inhibición de la conciencia. Él crea siempre a la plena luz del medio día, bien lejos de los crepúsculos. «Elevación de la claridad» se titula un poema de Cántico. Y porque, modestamente, siempre la he buscado, es Cántico mi libro.

Queda, por fin la última razón que invocaba para tenerlo por tal. Y es que, por ser ese poemario resultado de un entusiasmo a la vez racional e intensamente lírico, lo contagia, lo infunde al lector, y lo saca de su ensimismado espíritu para sumirlo en las fuentes mismas de la energía y del gozo que manan del mundo, desde el sol del cielo hasta la pared por la que se derrama a nuestro alcance; desde el otoño, «isla de perfil estricto», hasta el pulido tablero de una mesa; desde el ruiseñor, «facilismo del pío» al «beato sillón» que concentra la placidez entera del hogar.

Ya sé, quién no lo va a saber, que demasiadas cosas contribuyeron pronto a destruir el mundo jubiloso de Cántico, creado y perfeccionado por su autor desde que empezó a componerlo, hacia 1918, hasta 1950. A los cincuenta y siete años, las trágicas circunstancia acumuladas sobre España, sobre el planeta, lo mueven a clausurar aquel ciclo y a emprender el de Clamor. Pero esas circunstancias no lo invalidaron; a un mundo poético, una vez creado, nada puede destruirlo. Aunque el autor se sintiera moralmente y vitalmente obligado a exiliarse de él, ya que no era posible introducir en Cántico la materia sombría que los jinetes del Apocalipsis habían esparcido por España y Europa: tal materia lo hubiera desintegrado como si nuevos astros hubiesen irrumpido en el sistema solar. Le era forzoso al poeta intentar construir otro orbe donde el mal tuviera cabida, y también su propio horror y su protesta.

Abrió así un profundo hiato en su quehacer, pero el segundo Guillén ni de lejos invalida al primero: nada puede destruir la belleza elemental del mundo por él cantada, casi por él creada, que sobrevive a todas las destrucciones, y que invita a una alegría capaz de resucitar, como el ave Fénix, de todas las pesadumbres.

Por razones también biográficas, Cinco horas con Mario ocupa el centro de la devoción que me inspira el quehacer narrativo de Miguel Delibes, aunque mi admiración se extiende a todas sus obras. Buena parte de mi fijación en ésta se debe a que la historia contada mimetiza literariamente un trecho de la vida española vivido por mí en mi ciudad, no muy diferente de ésta de Carmen Sotillo y Mario Díez. Buena parte del placer estético, ya Aristóteles lo afirmaba, procede de reconocer: muchas experiencias que Delibes transforma en arte verbal formaron parte de mi entorno; y me resulta muy fácil hacer mío, si es que no lo era ya antes, su punto de vista crítico, su inequívoca y regocijante ironía.

Pero, como es natural, en reconocer la historia no consiste todo el placer de la literatura. Es ya tópica en la poética de la novela la distinción entre historia o diégesis, que es el contenido narrativo, el conjunto de cosas, que, con el correr del tiempo han ido ocurriendo, aquí a Menchu y a Mario y demás personajes; y el relato, es decir, el texto que el escritor ha dispuesto para la lectura, el cual puede contar con maniobras muy diversas: mediante su propia narración o la de un personaje interpuesto, seleccionando y desechando episodios, con tal o cual lenguaje, alterando incluso la cronología de la historia, apelando a mil artificios más al servicio de un designio artístico.

En los dos componentes, historia y relato, trabaja el novelista, pero el segundo es el específicamente literario. Cuenta mucho en la calidad magistral de Cinco horas con Mario la táctica narrativa. Encuadrado entre dos capítulos, el introductorio y el epilogal, fluye, lo sabemos todos, el soliloquio de Carmen ante el cadáver de su esposo; habla urgida por la precisión de declarar una infidelidad que atormenta su conciencia, y su confesión avanza haciéndose cada vez más dramática, más explícita, mediante un vaivén de evocaciones y de reproches que tienden a enajenar la responsabilidad de lo ocurrido en el muerto. Es, en definitiva, la autoexculpación acusadora de una mediocre burguesa provinciana, que asume las creencias y prejuicios de la guerra civil y, sobre todo, de la larga posguerra, a la luz de los cuales los graves o menudos incidentes de su vida conyugal, familiar y de relación adquieren una dimensión absoluta.

Ha sido fácil clasificar como monólogo interior esa táctica elocutiva, y eso, a pesar de la negativa del autor a aceptar tal encuadre. Declaraba, en efecto, que, «en Cinco horas con Mario [...] hay antes que un monólogo interior un diálogo interior». Y señalaba cómo Menchu se dirige siempre en segunda persona singular a Mario, aunque éste no pueda responderle.

Tiene toda la razón, porque el ejercicio del hablar va siempre dirigido por el hablante al encuentro de la palabra del otro, le responda éste o no, y ello condiciona su manera de enunciar y muchos rasgos de su estilo. Carmenchu, turbado su ánimo por la emoción del fallecimiento y por la magnitud que atribuye a su infracción matrimonial, habla como si Mario fuera capaz de responderle. Y en esa turbación, acumula las señales de que se dirige a su marido como si éste pudiera oírla. El hecho de que esté muerto no autoriza a afirmar, como se ha hecho, que habla sin interlocutor. El yo y el tú, y el tiempo presente que emplea, hace al destinatario no sólo actual sino vivo. Así son posibles recriminaciones de este tipo: «Me dan escalofríos cada vez que pienso que te has ido sin reconciliarte, y no porque piense que tú seas malo, que no, pero eres crédulo, eso, crédulo y un poco bobo, Mario». Con la alucinación de la tragedia, el cansancio y el insomnio, él no ha fallecido en su mente, y podrá dirigirle la patética imprecación final: «No tengo nada de qué avergonzarme, ¡te lo juro, Mario, te lo juro, te lo juro, mírame!, ¡que me muera si no es verdad! [...] Mario, te lo juro, ¡mírame o me vuelvo loca! ¡Anda, por favor...!».

Estamos, pues, ante un diálogo verdadero. Interior en la medida en que las réplicas del interlocutor se producen en la cabeza de su esposa, que arguye por sí y rearguye por el «oyente» definitivamente sordo y mudo, que habla no consigo, sino que se desdobla en dos personas, mediante un ejercicio continuado de lo que llamó occupatio la retórica clásica, ese anticiparse a lo que el interlocutor puede decir, para rebatirlo antes de que lo diga.

Cinco horas con Mario pertenece a la clase de novelas que incluyen al narratario como personaje. El término narratario merece alguna explicación para los no iniciados; con el denominó Gerard Genette en 1972 al destinatario interno de la narración, a la persona a quien cuenta su historia el narrador, el cual, por cierto, no es siempre el autor. Así, el narrador del Lazarillo es el propio Lázaro de Tormes; nada sabemos del autor. Y funciona como narratario aquel «vuestra merced» a quien el pícaro expone sus fortunas y adversidades. Delibes, como autor, en los capítulos que ocupa la confesión de Menchu, cede a ésta la función de narradora; y es Mario, claramente, el narratario: a él le cuenta su mujer la historia transformada en relato.

Esta última función, la de narratario, fue explorada por el norteamericano Gerald Prince en un resonante artículo, donde afirma categóricamente que no existe una sola novela cuyo héroe sea, ante todo, narratario. Prince está muy bien informado, y es prudente creerle, para afirmar, con fundamento en él, la excepcionalidad mundial de Cinco horas con Mario, porque en ese relato el narratario es tan «heroico», tan protagonista, como Menchu. En muchas novelas hay, sin duda, importantes confidentes, incluso confidentes muertos; sin ir muy lejos, ahí está Mrs. Caldwell habla con su hijo, publicada por Camilo José Cela en 1953; son breves capitulillos que evocan sucesos escritos por la narradora para el narratario, ya fallecido, con diversidad de registros y fuerte impregnación lírica, muy bellos, pero sin integrarse en una historia coherente que permita edificar una imagen reconocible del personaje a quien Mrs. Caldwell se dirige, evocado como está siempre en fugaces y chocantes, poéticos y alucinados momentos. En la novela de Delibes, por el contrario, los esposos han vivido una historia cronológicamente reconstruible, aunque contada acrónicamente en el relato, y viven como sujetos posibles en un mundo de ficción fácil de verificar.

Tal es, pues, sucintamente expuesta, la novedad de esta obra en la historia de la novela, y uno de los motivos, esta vez propiamente artístico, para justificar mi predilección: es la única experiencia que conozco -puede haber otras, pero las ignoro- que logra construir perfectamente al narratario como héroe.

Esa es, repito, una de mis razones literarias para admirarla. Pero hay en sus páginas muchas vivencias mías, ya lo he dicho, que la anclan en el recuerdo más vivo de mi adolescencia. Docenas de notas configuran a la protagonista como trasunto literario de miles y miles de mujeres españolas, alguna conocí, de clase media más bien alta, como ella se define, que vivieron gozosamente la contienda civil durante su juventud en la llamada zona nacional («Yo lo pasé bien en la guerra, afirma»; «si era como una fiesta, hijo»), identificadas con los alzados y después vencedores: los historiadores de nuestra sociedad no se equivocarán si adoptan esta novela como documento. Pero menos aún si aplicándose a Mario, observan en él un ejemplo del intelectual modesto de la época, en dramático conflicto con su alrededor.

Parece claro, pero no tengo tiempo para probarlo, que, al convertir a Mario en narratario, el autor tuvo la intención de fijar novelescamente la imagen de la persona resistente al Régimen entonces vigente, no comprometida con partido alguno, sino sólo con su conciencia liberal y cívicamente responsable, en pugna con el tradicionalismo moral y religioso, con la mojigatería, con las conductas hipócritas , con las consignas, con la indecencia de los nuevos negociantes de los que su antagonista Paco, el casi seductor de Menchu, resulta significativo ejemplar. Cinco horas con Mario se convierte así en la gran mostración literaria de una de las vías, más importante que otras muchas que se proclaman tales, que iba a conducir, nueve años más tarde, a la transición política pacífica en España. En función de Mario, concebido no como un prototipo ético inmaculado en todo, sino con importantes defectos para no alejarlo de nuestra compresión, parecen haber sido inventadas todas o casi todas las peripecias que constituyen la historia. El autor las ha discurrido para provocar reacciones del personaje que lo definan. Es así como asume el papel de protagonista solapado del libro, sin dejar de ser ese narratario cuya imposibilidad habían decretado los teóricos de la novela.

Tal vez ocurrió que a esa originalidad llegó el autor por la precisión de soslayar dificultades de la censura, cediendo todas las palabras a una narradora políticamente inobjetable, portavoz de todas las ortodoxias, y cargada de razón ante hombre tan débil, al cual reprocha incesantemente los comportamientos y las opiniones menos compatibles con las creencias vigentes, y hasta las ridiculiza en nombre del sentido común de los bien pensantes. Se confirmaría así el supuesto clásico, el mismo con que creó Jorge Guillén, de que las dificultades que se oponen a la creación fuerzan al artista a tensar más el espíritu y a dar con hallazgos tal vez inencontrables sin tales obstáculos. De ese modo, de la exigencia interior de algo importante que decir (¿cuánto de Miguel Delibes hay en el profesor ciclista Mario Díez Collado?), de una sabiduría técnica admirable, y de un talento idiomático sin par, surgió este libro por tantos conceptos único, en el cual se reúnen esas tres cualidades del novelista que permiten el alumbramiento de las obras maestras.





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