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ArribaAbajo Capítulo X

Que trata de la correría de D. Quijote a orillas del Manzanares y de su entrada en Madrid y Paso Honroso en que venció a Suero de Quiñones


Cubierto D. Quijote de su armadura con ayuda de Panza y caballero sobre Babieca, acompañado de su servidor, quiso antes de hacer su triunfal entrada en la Corte recorrer aquellas cercanías, donde había visto tantos tendederos, que le parecían tiendas de campaña de algún ejército acampado.

-Repara -dijo a su escudero- ese gran campamento que a orillas de ese río se extiende; mira cuánta bandera al viento desplegada, observa qué inusitado movimiento de gentes, que parecen ser legiones de amazonas. Sin duda aquellas que Astolfo dispersó con su trompa hanse reunido y cayeron sobre esta ciudad, poniéndole sitio, con lo que amenazan pasar a cuchillo a sus moradores. Míralas como enjambres rodear esas riberas y hasta se diría que construyen puentes, para pasar y dar el asalto.

-Señor -respondió Panza-; que entre las sombras de la noche viera Usía ejércitos y legiones pase, porque es cosa de ilusión de los ojos entenebrecidos; pero que ahora con el claro día quiera Usía que yo los vea también es inútil empeño. Esos campamentos son lavaderos y tendederos, y esos ejércitos de amazonas son grupos de lavanderas, que a las linfas de ese río ponen blancos como copos de nieve los trapos sucios de la Villa.

-Eso fingen -interrumpió D. Quijote-, pero es artificio de esas mujeres crueles, para dar más sobre seguro el asalto. No dudes de que son amazonas que pelean como furias y que, apenas tiendan los puentes de tablas que construyen, caerán con estrépito sobre ese pueblo desprevenido. Vamos hacia ellas y deshagámoslas, poniéndolas en precipitada fuga, y así entraremos como libertadores en esa Troya sitiada.

Y sin esperar a otras razones, dirigió a Babieca sobre el primero y más cercano grupo, mientras Panza, según lo ofrecido a su mujer, se quedaba de espectador de aquel lance.

El grupo de lavanderas, que vio la singular figura del jinete y que creyó que el requerimiento que les hacía era que levantasen sus tendederos y se marcharan, empezó a gritar desaforadamente contra la medida, pensando que la orden provenía del Alcalde de Madrid y que aquél sería algún nuevo ordenanza a caballo, de que se valía la autoridad.

A los gritos y denuestos acudieron sus compañeras y en toda la orilla del Manzanares se armó el tumulto consiguiente; pero como D. Quijote insistiera en que levantaran el campamento aquel y se retirasen del río, fueron todas a una contra él y con piedras, palos y cañas y demás armas naturales esgrimibles o arrojadizas le acometieron y le derribaron y le vapulearon y, formando una legión detrás de una bandera improvisada, entraron en la ciudad, dirigiéndose hacia la Alcaldía, a pedir la revocación de la orden que tanto perjuicio les ocasionaba.

Quedó D. Quijote molido en el suelo, con Babieca tendido cerca, y Panza, cuando vio despejado el sitio, acudió en socorro de su amo, al que levantó exclamando:

-¿No se lo decía yo, señor mío, que no se metiera con esas mujeres, que como decía mi tatarabuelo Sancho, para sopa de arroyo y tente bonete no hay arma defensiva en el mundo?250 Vea Usía lo que ha ganado con querer hacerles levantar el fingido campamento, que no es más que una porción de lavaderos y tendederos, en que se buscan la vida.

-Calla, Panza -respondió D. Quijote-, que estas tales son vueltas de la fortuna, que ninguno las puede huir, y en esto de la guerra no siempre se ha de llevar la mejor parte así como así, ni puedo avergonzarme de mi derrota; porque no se trata de paladines armados caballeros, sino de esa horda de mujeres, a las que hubiera sido vituperable atravesar a lanzadas. Manos blancas no ofenden, lo que quiere decir que golpes y molimientos de hembras no causan deshonra. Apresúrate a levantar a Babieca y ayúdame a montar sobre él, que, por lo que veo, ese ejército de furias ha penetrado ya en la ciudad como me temía y en este instante estará degollando a todos sus moradores.

Cuando D. Quijote se disponía a echar tras ellas, fuese por la caída y sacudimientos sufridos o natural efecto de la sortija tragada, sintió un nuevo y agudísimo dolor de tripas que le hizo desistir de su propósito.

-Regístrame, Panza -dijo echando pie a tierra-, que me parece que esas amazonas me han cortado por la mitad del cuerpo, según el dolor que siento, y ahora será ocasión de emplear los beneficios de aquel bálsamo de Fierabrás que te dije, para soldar mis dos mitades, y si no lo tienes a mano, busca por ahí un algebrista251 que me componga los huesos.

-Lo que tiene Usía -respondió Panza- es el famoso anillo de Angélica, que le está haciendo operación, y ahora, solos y sin ayuda de nadie, no sé qué vamos a hacer para salir de este embarazo; que es la primera vez que veo embarazado a un varón de esa manera. Si en vez de reñir esa desgraciada batalla con esas amazonas, se hubiese estado neutral dejándolas hacer sus trabajos, alguna de ellas, que puede ser no algebrista, pero sí comadrona, hubiera venido en ayuda de Usía; mas, ya que no, yo haré sus oficios y lo mejor será preparar a Usía un abortivo de aceite, que le arranque de las entrañas ese malhadado talismán.

-Ve tú lo que haces -dijo D. Quijote, a quien aumentaban los dolores-; que yo no estoy para nada, ni sé que caballero alguno se haya visto en este trance de necesitar comadrona.

Panza buscó en las alforjas, pero no había ni alcuza con bálsamo de Fierabrás, que aún no se había acordado D. Quijote de hacer, ni aun aceite de oliva siquiera; mas pensando que en la orza dispuesta por Pancica iban los pimientos en aceite, ideó escurrir éste de ellos, echándolo en una escudilla, y con él dar a D. Quijote el abortivo.

Así lo hizo en un santiamén y el caballero, deseoso de arrojar el anillo para no morir con él atravesado en algún orificio intestinal, bebió lo que Panza presentole, abrasándose boca y entrañas; pues habiendo estado en aquel aceite tan largo tiempo las guindillas, habíanle saturado, y el oleoso líquido ardía como sacado de una caldera de Pedro Botero.

-¡Agua, Panza! -gritaba D. Quijote con la boca abierta y los ojos extraviados-; y Panza bajó a la orilla del Manzanares y llenó otra escudilla y dio de beber a su señor, que se retorcía de dolores; tanto, que, anheloso de beber más y viendo como Tántalo252 el río tan cerca de sus fauces, se arrastró hacia él a ponerse tendido con la boca en la orilla, tan a punto que le sobrevinieron las náuseas y arrojó cuanto había comido desde que salió de la cripta, cayendo todo al río.

Serenose D. Quijote y sintió aplacados sus dolores, y poco a poco se le pasó la quemazón del aceite picante, y entonces pensó cuán desventurado seguía siendo, pues la sortija, que había sentido salirle por el gaznate, había ido a parar al río, quedándose sin talismán.

-No se apene Usía por eso -dijo Panza-, que antes creo que con ese talismán nada ganábamos, sino exponernos a otro susto semejante; cuanto más que, en teniendo aquel yelmo de tan fina alfarería, no puede ser vencido.

-Así lo creo -respondió D. Quijote-; y sin duda por no haberlo llevado puesto he sido derribado y ando maltrecho ahora; pero no desconfío de recobrar ese talismán también, porque suele acontecer a los caballeros perder un anillo que recibieron de la dama de sus pensamientos, por caer al mar en una borrasca y tragarse el anillo un pescado, y luego, al cabo de veinte años, estar el caballero con su dama a la mesa, en suntuoso banquete, y preguntarle ésta por el anillo, y al referir el suceso de su pérdida, y ella dudar, creyendo que lo había dado a otra dama en sus correrías; y en esto traer los servidores un rico pescado a la mesa, cocido y aderezado, y porfiando el caballero que no había dado el anillo a otra alguna, sino haberlo perdido en la borrasca del mar. Al abrir el pescado, dar éste claro testimonio de ello, mostrando el anillo en el buche; con lo que la dama queda convencida y curada de sus celos y más amante del caballero que jamás. Ya verás cómo eso me acontece; que dentro de veinte o más años algún pescado de éstos del río me traerá el talismán a la mesa en que esté con Dulcinea.

-Si es para esa larga fecha -dijo Panza-, vaya con Dios; pero por ahora deje Usía al pescado que se lo trague y lo pasee por todos los ríos y mares del mundo, que no lo hemos de echar de menos.

Sintió Panza ganas de almorzar, y con permiso de su amo sacó de las alforjas lo poco y averiado que quedaba, y allí sobre el ribazo aquel se regaló, mirándole D. Quijote con envidia; pero sin probar bocado, porque aún sentía el estómago dolorido.

Babieca y la mula coja se esparcieron por aquellas orillas, comiendo lo que podían, y en tanto volvieron a sus quehaceres dispersas y más serenadas algunas lavanderas, sin reparar ya en aquellos dos que sesteaban sobre el ribazo, y que allá pasaron el día hasta que llegó la tarde, en que se pusieron en marcha.

-¿Ves ese puente -dijo D. Quijote a Panza, señalándole el de Toledo-253, bajo cuyas arcadas el río corre y por donde se pasa de una a la otra orilla? Pues apostaría a que allí me espera aquel caballero del Paso Honroso llamado Suero de Quiñones254, que sabiendo mi llegada desea medir su lanza conmigo. Pero a él y a los caballeros que le acompañan les demostraré que yo solo fuerzo la entrada, arrollándolos, y así tomaré desquite de la derrota sufrida con las amazonas; porque no se diga que entro en tan populosa ciudad vencido y humillado.

-No creo que haya en Madrid caballeros que se entretengan en disputar el paso de ese puente -respondió Panza-; porque nada ganarían con esos empeños y peligros; pero, si los hubiera, sería mejor evitarlos y tomar por otra parte; porque si nos detenemos a pelear con todos los que hallemos al paso, vamos a llegar a Andorra tan viejos y decaídos, que ni a Usía le quedarán fuerzas para su conquista, ni a mí ganas para su gobierno. Recuerde Usía aquello del árabe que no pudo llegar a la Meca porque se paraba a pegar a todos los perros que le ladraban255; no le imite, y vamos a la Meca derechos, y si es fuerza pasar por Madrid, pasemos pronto y deprisa, que yo imagino que ahí nos aguardan mayores entorpecimientos y desventuras.

-¿Torcer yo por otro lado, para huir del peligro? ¿Cuándo viste de mí cosa semejante? -replicó D. Quijote-. ¿En qué capítulo o renglón siquiera de esa misma desfigurada historia de mis hazañas, escrita por aquel moro burlador de mi gloria, se dice ni apunta nada de esto? ¿O es que tú crees que en trescientos años he podido mudar de genio y de condición? Dígote que ese que vemos es el puente de Órbigo, y que aquellos que se divisan en la entrada de él son el famoso caballero Suero de Quiñones con los otros nueve que le ayudan; el cual caballero tiene propuesta la empresa de disputar el paso a todos los que por ahí han de ir a Santiago de Compostela, para librarse del juramento que hizo a su dama de llevar al cuello todos los jueves una férrea cadena; y por cierto que ya lleva setenta y ocho caballeros vencidos y seiscientos veinte y siete encuentros; pero, en este que hace el seiscientos veinte y ocho, toda su gloria se ha de oscurecer y acrecentarse la mía; que la gloria no es cosa que entre caballeros se disipa y anonada, sino que pasa de unos a otros y en el más valeroso y firme se suma y acrecienta.

-¿Pero de qué tiempo o época es ese caballero, que sólo Usía se acuerda de él y yo no lo he oído mentar en mi vida? -preguntó Panza-. Porque para que haya memoria de su nombre, habiendo estado Usía trescientos años dormido y despertado ayer mañana, debe de ser ese guerrero ya muy viejo; casi tanto como nuestro padre Adán, y no será gran hazaña vencerle ahora, que estará decrépito y temblón.

-Ese esforzado caballero -dijo D. Quijote- es del tiempo del señor Rey D. Juan el Segundo256, y está ahí desde el año 1434 de la era cristiana.

-¿De modo -exclamó Panza- que, además de los que contara cuando comenzó su empresa, le han caído encima cerca de seiscientos años?

-Ésa es la cuenta -respondió aquél-; pero no te espantes, ni creas que por ello han decaído sus fuerzas, ni disminuido su valor; porque trescientos años han llovido sobre mí y ya me ves cuán fuerte y lozano me hallo.

-Va diferencia -dijo Panza-, porque Usía se los ha pasado durmiendo y el sueño dicen que alimenta y mantiene a la persona, mientras que el de que habla Usía se los habrá pasado en vela sobre esa puente, y no los trescientos, sino el doble, con su caballo y sus nueve acompañantes, y yo le digo que el mismo Matusalén hubiera venido a dar con la boca en el suelo en tan largo tiempo; de donde colijo que ni ése es Suero de Quiñones, ni ése es el puente de Órbigo, ni Usía ve las cosas como son, ni yo seré más Emperador de Andorra que el hi... de mi padre.

-Todo lo has de ver con tus mismos ojos -respondió D. Quijote-; porque así que presencies cómo le arremeto y cuán bien se defiende, qué espantoso choque tenemos, cómo saltan en pedazos las lanzas y echamos mano a las espadas, y el trabajo que me cuesta derribarle de un golpe que suene como dado en el yunque de Vulcano257, te persuadirás de que, por otras artes de encantamiento semejantes a las mías, ha podido ese noble caballero aguardarme ahí esos seis siglos, para darme ocasión de derribarle y de entrar victorioso en esa grande y populosa ciudad, que en esos seiscientos años se ha formado sin duda de los muchos curiosos que han acudido a presenciar la batalla, y que han tenido que esperar ahí a la otra orilla del río, y alzar casas y viviendas para albergarse, con todas sus generaciones. Considera, pues, que todos están esperando ansiosamente el desenlace de esta aventura, y que sería cobardía retroceder y además engaño y defraudación los que haríamos a tantas gentes.

Conforme hablaba D. Quijote, iba empujando a su palafrén con la espuela, y Panza seguía a su lado con su mula, y así fueron aproximándose a la entrada del puente, donde aquel imaginario Suero de Quiñones, que no era sino un fiel de consumos258, estaba con sus acompañantes, o sea con otros cinco o seis empleados que constituían el registro, y que llevaban pinchos con que penetrar lo escondido que en cargas de carros y caballerías podía haber y querer los trajinantes pasar de matute259; y como era ya bien oscuro y se encendieron todas las luminarias de la ciudad, creyó D. Quijote que todos los que en los seiscientos años habían acudido a ver aquel lance del Paso Honroso encendieron antorchas presurosamente, para iluminar el campo de batalla y no perder de vista detalle alguno del encuentro y acompañarle después de la victoria con aquellos hachones de cera hasta el mejor palacio de aquella metrópoli; así que, orgulloso de tanto aparato y seguro de su triunfo, poniéndose a la entrada del puente muy gallardo, cubierto con el escudo, lanza en ristre, y a pesar de los ruegos y súplicas de su escudero, retó al imaginario Suero de Quiñones y a todo su acompañamiento, diciendo así: «Caballeros soberbios, agora veréis quién soy», y cargó sobre ellos y derribó a dos por tierra, uno con la lanza y otro con el ímpetu de Babieca, y Panza tuvo que espolear también a su mula, que sintiendo un pinchazo sacudió varias coces a los caballeros enemigos, y tal fue la confusión de éstos, que D. Quijote pasó el puente con Panza, y en sendas caballerías entraron a galope en el barrio más próximo, agolpándose en el sitio de la refriega tal multitud, que los consumeros entre el gentío no supieron por dónde habían escapado aquellos que parecían almas del otro mundo.

Quedaron inciertos y confusos los empleados del registro; llegaron tarde como siempre los guardias del Municipio, para tomar averiguaciones; hiciéronse mil comentarios sobre el caso por los corros de husmeadores, curiosos y desocupados, golfos y chulapas que por allí pululaban, y mientras D. Quijote y Panza habían entrado a la ventura por una calle estrecha, sucia y mal alumbrada de los extremos del barrio aquel, procurando Panza ocultar a su amo y él huir también de ser descubierto, como cómplice de aquella fechoría.

En esto vio el escudero que un hombre se le paraba por delante y se abrazaba al cuello de la mula, y el miedo que tenía le hizo creer que ya estaba preso de la justicia, con más rigor y menor fortuna que en Villacañas; mas oyéndose llamar y saludar por su nombre, reparó y vio que el que tal hacía era aquel amigo suyo de su pueblo, que fue guarda de los Reales sitios de Aranjuez, y que vivía allí próximo, al reparo de un pleito que tenia en las Salesas260, sobre una herencia que le llevaba consumidos todos sus ahorros.

Alegrose Panza; parose D. Quijote a los requerimientos de su escudero, y el ex guarda de Aranjuez ofreció en su casa albergue a entrambos, diciéndoles que las caballerías podían ir a una posada de al lado y que lo único que sentía era no poder dar a Panza y a su amo buen alojamiento ni cena, pero que compartiría con ellos lo que tuviese, ya que vivía solo, porque su mujer había muerto hacía un año de pena de ver las muchas dificultades que les ocasionaba aquel largo pleito.

Ofreciole D. Quijote que él acortaría los términos del litigio, porque se enteraría de la justicia que le asistiera y, como fuera exacta y cumplida, él haría de grado o por fuerza a los señores jueces y oidores261 que no la entretuvieran más y la hicieran pronta y acabada262, y sorprendido el ex guarda más que por las palabras por la figura y armadura del caballero, creyéndole algún militar que vendría a estudiar algún punto estratégico de aquel barrio y que tendría influencia con el gobierno y con la gente de alto copete, se deshizo en palabras de gratitud con él, y se le puso al estribo hasta que llegaron a la humilde casa.

Allí entraron incontinenti, y mientras D. Quijote en la alcoba única se despojaba de su casco y se tendía medio desmayado del ayuno y las fatigas de la jornada, puesto el corazón en Dulcinea y orgulloso de haber vencido al gran caballero Suero de Quiñones y a todo su séquito de paladines, Panza contó a su amigo la peligrosa aventura corrida, y supo por él que aquellos caballeros del puente eran guardas de consumos sin duda; con lo que se le hizo un nudo en la garganta, pero el ex guarda le tranquilizó diciéndole que allí estaban seguros de todo riesgo y que él les tendría y ocultaría hasta que averiguase si habían resultado heridas o contusiones graves de la refriega y se tomara en su vista otra determinación.

Partiose la cena del ex guarda entre los tres; acomodose a D. Quijote en la cama única de la alcoba, y Panza y su amigo durmieron sobre un jergón, que éste tenía de repuesto, y con una manta encima, como dos buenos camaradas.




ArribaAbajo Capítulo XI

De la gran sorpresa que recibió el cervantófilo D. Lucas Gómez, y de otras pláticas dignas de memoria


En la calle de Arenal263, número 2, piso tercero, con entresuelo y principal, y con ascensor y divanes para descanso en las escaleras, vivía el cervantófilo D. Lucas Gómez: hombre setentón, miembro de varias Academias, Bibliotecario que fue de la de Buenas Letras de Sevilla, Comendador264 de las Reales y distinguidas órdenes de Isabel la católica y Carlos III, Doctor graduado en Salamanca y autor de otro segundo Buscapié265, que pensaba imprimir, como encontrado en cierto estante de la Biblioteca de Alcalá de Henares, en un empolvado legajo, y escrito de puño y letra del propio Miguel de Cervantes Saavedra, para dar gato por liebre a todos los bibliófilos, cervantófilos y quijotófilos del mundo.

Atareado hallábase aquella mañana D. Lucas, releyendo un capítulo de su obra apócrifa y echándole las últimas esencias, que debían oler a Manco de Lepanto, cuando entreabriendo la mampara de su despacho un criado tímido anunció que allí estaba y esperaba ser recibido el caballero D. Quijote de la Mancha.

Saltó D. Lucas sobre su asiento como empujado por un resorte, y poniéndose en pie preguntó al criado qué había dicho y a quién anunciaba.

-Digo, señor -repitió éste-, que acaba de llamar a la puerta y espera ser recibido el caballero D. Quijote de la Mancha. Y D. Lucas, que había creído rumor engañoso y engendro de su imaginación aquel anuncio, quedó demudado y perplejo, viendo la seguridad con que el fámulo le reproducía el aviso de la inexplicable visita.

Dejó el manuscrito sobre la mesa y, pensando que aquello sería alguna burla de algún crítico o periodista conocedor de sus aficiones y enemigo suyo, respondió de mal talante que dijera a aquel caballero D. Quijote que él no recibía a personas imaginarias, ni estaba para bromas carnavalescas.

El criado, atenuando la contestación, respondió al que llamó a la puerta, que no era otro que el ex guarda de Aranjuez, que su amo no estaba en casa; y entonces aquél le entregó una carta para que se la guardara y diera con diligencia, por ser asunto importante, y se reunió con D. Quijote y Panza, que en la meseta266 de la escalera esperaban, diciendo que volverían, bajando los tres y desapareciendo en un coche de punto267 que en la calle tenían y en que llegaron escondidos.

Introdujo el criado la epístola, dándola a su amo y diciéndole que el acompañante de D. Quijote se la había dejado para entregarla al señor con urgencia, y éste, conociendo la letra de su sobrina la simpática viuda de Villacañas, abrió prontamente el pliego, pensando que la broma venía de ella, y muy pesaroso de haber dejado ir a aquel emisario.

La carta decía de esta manera: «Queridísimo tío D. Lucas; a la mano lleva la presente el valeroso caballero D. Quijote de la Mancha, que todos creíamos difunto y acabado, y que, habiendo despertado de su sueño mortal la víspera de la resurrección de la carne, ha salido de nuevo al mundo a enmendar entuertos, desfacer agravios, acorrer viudas, enderezar doncellas, y ganar para sí y para Dulcinea, mi colindante la Emperatriz del Toboso, gloria y prez con el esfuerzo de su brazo. Él le hará relación de sus nuevas proezas y propósitos, ya que, dirigiéndose a la conquista del populoso imperio de Andorra, para realizar la Unidad Ibérica, ha de pasar por ahí; a cuyo fin puse a su disposición ese hipogrifo volador que ahora usamos, y que le dejará en esa estación del Mediodía. Reciba y honre cual se merece a tan intrépido y generoso caballero, y no dude de su autenticidad; quedando muy obligada a V. por ello, y a mi señor hermano el Príncipe D. Juan, que tendrá ésta por suya: Luscinda Garríguez268, Emperatriz de Villacañas».

-Vaya que está mi sobrina de humor -murmuró D. Lucas entre los marfiles de su dentadura postiza-; y, pasándose la mano por la calavera, volvió a leer la carta pausadamente. No hay duda, pensaba, de que ésta es una burla más o menos donosa; pero es lo sorprendente que vaya acompañada la epístola de una persona de carne y hueso que se hace pasar por D. Quijote. Y tocando el botón del timbre eléctrico, apareció de nuevo el criado, a quien D. Lucas interrogó sobre todos los detalles y figura de aquel caballero, del cual la carta provenía.

-El señor que vino y se marchó -dijo el fámulo-, y de parte del cual me entregó la carta el hombre que le acompañaba, estuvo esperando con otro gordo y bajo en la primera meseta de la escalera y, por lo que vi al asomarme a despedirles, era alto y flaco de cuerpo, amarillo de rostro, de ojos y pómulos salientes y mejillas chupadas, largo de cuello y mostachos, vestido con extraña ropilla, que más parecía que a las de ahora a esas que usan en las comedias los caballeros de espada al cinto, y encima de la cabeza debía de traer un capacete269; mientras que su acompañante iba a la usanza manchega y con las greñas caídas por las orejas.

Llenose más de confusión D. Lucas ante esas pinturas, que coincidían con el hidalgo y escudero de Cervantes, y llamó a consulta a su sobrino, el titulado por la viuda Príncipe D. Juan, que con él vivía y que era un mozo de buen talante, hombre alegre y de lucios cascos270, que, salvando las apariencias de los respetos a su tío, burlábase lindamente de su cervánticomanía271 y le había empujado a escribir aquel segundo Buscapié, apuntándole aventuras nuevas disparatadas, para luego solazarse de ellas con sus amigos del Veloz-Club272.

Leyó el Príncipe D. Juan la carta de su hermana la Emperatriz, oyó de D. Lucas el extraño suceso de la presencia de D. Quijote en Madrid, y declaró formalmente que no había en ello dificultad, y que una de dos cosas podía ser: o que aquel caballero andante que Cervantes pintó hubiera sido persona real, conocida de él y retratada en su libro, y no hubiera muerto, sino quedado cataléptico todo el tiempo transcurrido, cosa no imposible según él había oído decir en la Academia de Medicina; en cuyo caso su aparición y su paso por Villacañas y su visita a aquella casa de parte de Luscinda era natural; o que algún asiduo lector del Quijote de tal manera se hubiera poseído de aquel personaje y de sus ideas y extravagancias, y tanto se lo hubiera metido en los sesos, que cayera en la locura de creerse D. Quijote, como otros locos se creen reyes y potentados, y hubiera salido, como si fuera D. Quijote mismo, a continuar sus empresas. En ambos casos, dijo a D. Lucas, bien puede servir ese personaje para el Buscapié que V. ahora corrige, y quizás para alguna nueva salida del Ingenioso Hidalgo que V. imagine o proyecte; porque si es un loco poseído del papel de D. Quijote, mejor y más a lo vivo ha de representarlo que cualquiera cuerdo que lo finja; y si es el propio D. Quijote, no hay duda de que V. ha de poder copiar más provechosamente de su original, amén de las interpretaciones y pasajes oscuros que él mismo puede aclararle de la obra cervantesca.

Encontró D. Lucas el dilema puesto en razón y ajustado a las leyes de la dialéctica, y mandó enseguida que preparasen la mejor habitación del piso para el falso o verdadero D. Quijote, y otra para su escudero; pues habían de volver, y que se le siguiere en todo la corriente y se guardase el secreto de la estancia de aquel caballero allí; ya que, siendo muchos los cervantófilos émulos de D. Lucas, él sólo quería disponer de aquel privilegio caído sobre su casa, que tan bien le había de ayudar a dar a su Buscapié el colorido y matiz del mismo Ingenioso Hidalgo; empresa tan difícil como la de poner el sello del pincel de Velázquez a un cuadro que de él no fuera. Holgose, pues, el tío de su suerte, y al sobrino, tan humorista273 como su hermana la viuda, le retozó la risa en el cuerpo de pensar cuán sabrosos coloquios y escenas presenciaría entre D. Lucas y el caballero, aquél aferrado a su admiración por el héroe de la Mancha, y éste a su locura de creerse tal.

A la mesa estaba cuando llamaron recia e imperiosamente a la campanilla, y no pasó un minuto sin que estuviese, por orden de D. Lucas, dentro del comedor el caballero D. Quijote; a cuya venida tío y sobrino se levantaron y le dieron las manos, y le hicieron sentar en un sillón que en lugar de preferencia tenía dispuesto allí, por si llegaba, con sus platos y cubiertos por delante.

Agradeció el caballero tan cortés recibimiento, y desde sus primeras palabras D. Lucas, que no cesaba de observarle, comenzó a persuadirse de que aquél era el verdadero y auténtico D. Quijote, sin mezcla de ficción ninguna; porque, si bien no conservaba aquel hermoso y reposado lenguaje que Cervantes le hizo hablar, no era esto óbice para creerlo falso y supuesto; ya que ningún personaje habla tan pulcra y bellamente como luego sus cronistas o historiadores suelen ponerle las palabras y discursos; ni aun los mismos que los escriben así aciertan a pronunciarlos de igual y tan excelente manera.

Refirió el de la Triste Figura, por lo cual más principalmente le creyó D. Lucas auténtico, su viaje en aquel espantable dragón y su batalla descomunal con todo aquel ejército de negrazos que le habían tronchado y arrebatado la hoja de su espada, en las oscuridades de la sombría noche, mientras volaba muy cerca de las estrellas y pasaba a trechos por debajo de las montañas; contó las maravillas que había visto en el palacio de Villacañas, obra de aquel Hada Electricidad; relató su cautiverio y rescate y, guardándose bien de dar noticias de su descalabro con las Amazonas, puso todo su conato en pintar con calor aquel combate con Suero de Quiñones y sus nueve paladines, y su paso forzado por el puente de Órbigo. A todo lo que D. Lucas abría desmesuradamente los ojos, y el sobrino apretaba y mordíase los labios, para no soltar la risa que le rebosaba.

-Calla, sobrino -decía en voz baja D. Lucas-; que éste es D. Quijote en carne y hueso, y la fortuna se nos ha entrado por las puertas. Y el caballero, sin reparar en ello, seguía contando todas sus hazañas, desde que salió de su encantamiento, y sus propósitos de conquistar el vasto y dilatado reino de Andorra, para hacer merced de él a su escudero y a su mujer Panza Alegre y a su hija Pancica, y coronarlas Princesas en cumplimiento de su palabra empeñada, y volar enseguida a la Patagonia274 a rematar a los gigantes de aquel país, que ya llevaba Dulcinea vencidos y maltrechos.

-Gran cosa haréis, señor caballero -rompió a decir el Príncipe D. Juan-; porque habéis de saber que, por causa de la separación de ese reino de Andorra y de ese otro poderoso imperio de Portugal, no es una hoy la raza ibérica, ni la Península que hay de los Pirineos al mar forma un solo estado, lo que nos trae a todos divididos y debilitados; y en uniendo Portugal a España y sobre todo esos vastos dominios andorranos, que es lo principal, ya está la Unidad Ibérica realizada y España salida de sus estrecheces y miserias.

-¿Cómo es eso? -exclamó D. Quijote-. ¿España padece ahora esas desmembraciones y anda por ellas miserable y encogida? Voto a tal, que a tiempo llego todavía de remediar estos desafueros. Pero servíos decirme, señor Príncipe, por qué ya Portugal no es de España, después de la jura del Rey D. Felipe II en Tomar275.

-Porque una cosa es tomar y otra ganar el ánimo y el corazón de las gentes -respondió aquél-, y el Rey Felipe II fue Rey de Portugal por eso de tomar; pero ni él ni sus herederos afianzaron esa corona por el ganar de que os hablo.

-¿De modo -insistió D. Quijote- que ya no quedan a España de todos sus territorios más que sus propios reinos?, ¿y Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Milán, el Rosellón, y Flandes, el Franco Condado, Orán, Bujía y Túnez, las ínsulas Baleares, las de Cabo Verde y Canarias, sus posesiones de Oceanía y todas las Américas?

-¡Ay mi Señor D. Quijote! -exclamó D. Lucas incontinenti-, para no dejar que contestara con algún dislate su sobrino; ni aun eso tenemos, y ya nos daríamos por satisfechos con la vigésima parte. Nos hemos quedado con nuestra propia casa, y gracias; quiéroos decir sin Italia, y sin Países Bajos, y sin Orán, Bujía y Túnez, y sin Asia, y sin las Américas también, y aún nos pisa Inglaterra un callo en Gibraltar; pero vivimos de nuestras glorias pasadas, y tenemos grandes ejecutorias de nobleza, de que carecen otros pueblos advenedizos.

-Señor tío -interrumpió el Príncipe D. Juan-; no haga V. tan negra pintura de nuestra pobreza presente a este hidalgo caballero; que todavía nos quedan Flandes en las mantecas que recibimos, Bujías en las fábricas de estearina276, los Países bajos de nuestras madrileñas, y las Américas del Rastro.

-Sea como fuere -repuso con viveza D. Quijote-, lo que resulta es que, mientras yo dormía en mi encantamiento de tres siglos, ha habido malandrines que han menoscabado los territorios reunidos bajo nuestro Rey D. Felipe II, y que ya el sol se pone en nuestros estados, cuando antes no se ponía.

-Sí, Señor -dijo el sobrino-, y se pone apenas sale; pues sólo dura ocho horas en nuestras tierras, como en cualquier pegujar.

-¿De manera -añadió el caballero- que con eso lo mismo el imperio de Villacañas que el del Toboso habrán quedado muy limitados y estrechos?

-Del ancho del mahón277, señor D. Quijote -respondió el Príncipe, que no hacía caso de los tirones que de la casaca le daba su tío, deseoso de evitar burlas.

-¡Pues yo os juro -gritó D. Quijote, poniéndose en pie con el tenedor en la diestra- que aunque no tuviera más arma que ésta de tres menguadas puntas con que ahora me veis, con ella he de reconquistar todos esos reinos, ínsulas e imperios perdidos, lo mismo en Asia que en África y en Europa que en Indias, y he de unirlos todos a la Imperial corona del Toboso, dejando intacto por agradecimiento el de Villacañas; del cual lugar del Toboso he de hacer la metrópoli de tan vastos Estados y el centro de su poderío; y amén del Rey de la Patagonia, ya postrado ante Dulcinea, he de poner a sus pies, en hileras de a trescientos, a los reyes y emperadores que hoy nos usurpan aquella herencia, venida en línea derecha del Emperador Carlos V!

-Calla, sobrino -volvió a decir D. Lucas en voz baja-; que ya no tengo duda ninguna de que éste es nuestro Quijote.

Y el hidalgo en pie, con los ojos salientes y relampagueantes y la actitud de belicosa acometividad, seguía jurando y perjurando que ganaría en una semana todos esos reinos y además el imperio de Andorra, y blandía al aire el tenedor, como si ya estuviera ensartando a docenas a los guerreros y capitanes de los ejércitos enemigos.

-Sosiéguese vuesa merced -dijo D. Lucas, que temía que en alguno de aquellos bruscos movimientos le saltara D. Quijote un ojo-; sosiéguese y repare en que ahora no está declarada la guerra todavía con esos reyes usurpadores, y no dude que le creemos capaz de vencerlos uno a uno y a todos juntos con sus numerosos ejércitos.

-Así es la verdad -dijo el sobrino-, y yo en nombre de mi hermana la Emperatriz de Villacañas y en agradecimiento a esa promesa de respetarle su imperio, hago donación a vuesa merced de ese arma de tres puntas, con que podrá herir a los enemigos de tres en tres, y que es nada menos, en abreviación, que el formidable Tridente de Neptuno.

-Lo acepto gustoso -dijo D. Quijote-, cuanto más que ya he recibido un yelmo de vuestra hermana, que guardo para las grandes batallas y que aventaja al de Mambrino, y juntaré con él este Tridente, puesto que es abreviación del otro que sirvió a Neptuno para domeñar monstruos marinos y tritones278. Y para que vieran todos el rico presente de la Emperatriz, hizo traer el yelmo que dentro de la caja de sus armaduras llevaba, y que resultó algo desportillado y con un asa menos, por el traqueteo que había sufrido la caja en que iba.

El Príncipe D. Juan no pudo aguantar más la risa, al ver el celebrado yelmo, y D. Lucas para disculparle hubo de decir que su sobrino padecía esa risa que llamaban sardónica, y que le acometía a lo mejor sin motivo; pues el cervantófilo, que se sabía de memoria el Quijote, se acordó de las malas pulgas del caballero y del golpe de lanza que valió en las costillas a Sancho el haberse extralimitado en la espantable aventura de los batanes279.

Anhelaba D. Lucas que se alzaran los manteles y se marchara su sobrino para quedarse a solas con D. Quijote; pues le quería consultar algunos puntos oscuros de su historia, escrita por Cide Hamete, y someter a su aprobación el nuevo Buscapié; pero el Príncipe se anticipó a los anhelos de su tío, porque quiso ir al Veloz-Club a referir a sus amigos la extraña locura del huésped y combinar con ellos algunas nuevas burlas; así que se despidió del caballero, no sin mandar que se guardaran cuidadosamente en la caja el yelmo y el tridente neptuniano.

Viéndose D. Lucas a solas con el de la Triste Figura, le llevó a su despacho y allí le hizo sentar en un diván y mirándole de nuevo y remirándole, para asegurarse más de que era el propio D. Quijote, le tomó juramento de no contar a nadie lo que iba a leerle y consultarle, y sacando un gran libro de su biblioteca y luego el manuscrito del flamante Buscapié, sentose a su lado, calose las gafas de oro y comenzó a referir y leer lo que más adelante se verá.




ArribaAbajo Capítulo XII

De la grave y acalorada consulta que celebró el cervantófilo D. Lucas con el auténtico D. Quijote de la Mancha, y de la Embajada que recibió éste


-Dios sea loado -dijo D. Lucas- de haberme traído, esta propincua ocasión de confrontar con el mismo D. Quijote en persona, para preguntarle algunas cosas escondidas de la crónica que de sus aventuras escribió Cide Hamete Benengeli, al decir del preclaro autor del Persiles280 y La Galatea281. Y la primera es si son o no ciertas las interpretaciones que de ese libro hicieron Bouterwech282 y Sismondi283, suponiéndole demostración del inacabable combate de la poesía y la prosa del alma; o Foe284, creyéndole una sátira contra el Duque de Medina Sidonia; o el discutido Buscapié, de ser relación ridícula de las empresas de Carlos V; o el mismo Cervantes, de no ser otro su deseo que el poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías.

-No es fácil averiguar -respondió D. Quijote- los pensamientos secretos de los autores de libros; cuanto más que a las veces descubren unos para encubrir otros; pero por lo que yo sé de esa crónica, nada tiene que ver con la guerra de la poesía y la prosa, que ignoro cuándo se haya declarado, ni dónde se libren sus batallas; ni con el Emperador Carlos, que no tuvo de ridículo en sus empresas, sino de alto y glorioso. Aunque cometió el pecado que le marchitó sus laureles de no acudir al desafío de los reyes de Francia e Inglaterra, por vil consejo del Duque del Infantado285 y por una miseria de maravedises que el de Francia le debía; como si por deber se dejara de ser caballero y se tuviera el honor en entredicho y sólo los ricos que pueden pagar fueran dignos de usar los fueros de la caballería. Y añado más, y es que tampoco sería el pensamiento de ese moro que escribió mi crónica desterrar los libros caballerescos, escribiendo otro de donaire y burla contra ellos; pues, si se lo propuso, le resultó al revés, y es que, lejos de desterrarlos, en éste se han resumido y perduran todos ellos y en mi fama se van condensando y trasmitiendo todas las glorias de los caballeros andantes. Creo mejor que, si aquella fue la idea declarada del moro socarrón que me tocó por cronista, la escondida era ni más ni menos que desfigurar mis hazañas y contrahacer mi figura de caballero cristiano, como hacen todos los moros en sus crónicas, cuando de nosotros se trata; pero que me ha hecho sin querer merced en vez de agravio, como se hace al sol poniendo por delante de los ojos vidrios ahumados para mirarle; porque así se le puede ver en su redondez, sin que cieguen los rayos de su lumbre; que tal ha sido el esplendor de mis hazañas, que vistas de frente y sin esos ahumados vidrios, ninguna humana persona habría podido mirarlas ni comprenderlas, y a través de las burlas y desfiguraciones de ese moro cronista mío, todos en las cuatro partes del mundo me ven, consideran y admiran en mi grandeza; adivinando por natural intuición lo que mi cronista ocultó, y separando de mi figura los falsos aderezos de que vistiola.

-¿De manera -replicó D. Lucas- que de este libro hay que quitar las burlas y donaires de que se rodea a vuestra persona y a Sancho, y creer que fueron gigantes los molinos y ejércitos las ovejas y las ventas castillos y princesas las maritornes y verdadera la ínsula que gobernó Sancho, el hipogrifo Clavileño y el mismo Rocinante, fogoso caballo como el Bayarte?286

-Así lo eran realmente -interrumpió D. Quijote-; sólo que no a todos parecían tales, por las mudanzas que los encantadores producen en las cosas más reales y de que somos víctimas muchas veces los andantes caballeros.

-El caso es -añadió D. Lucas- que no hay quien crea en esos encantamientos, ni en duendes, hadas ni brujas, y ya se burló muy donosamente de ellos Wieland en su Don Silvio de Rosalva287, que por ser posterior a la fecha en que a vuesa merced le acometió aquella calentura y cayó en catalepsia, no conocerá ni habrá oído nombrar.

-Ni le he oído, ni le creo más que un embaucador -respondió el caballero-; porque negar los encantamientos y las hadas y los duendes en estos tiempos en que ellos andan sueltos por todos lados, según he visto en el palacio de Villacañas y en mi viaje sobre el dragón y veo ahora mismo en esas carrozas grandísimas y pesadas cargadas de gente, que corren solas y sin caballerías que las arrastren, con un largo y delgado brazo de algún duende escondido, que se agarra a un grueso alambre que va por cima, es negar la evidencia y querer comulgarnos con ruedas de molinos.

Esto dijo D. Quijote porque, estando cerca del balcón, acertó a pasar por la calle un tranvía eléctrico con su trolley288, y lo vio y se asomó a los cristales para observarlo, creyendo que el trolley aquel era un largo y descarnado brazo que lo llevaba suspendido y en volandas.

-Tiene razón vuesa merced -respondió D. Lucas-; que tales cosas se ven en estos tiempos que no parecen humanas, sino de otro mundo y de otros poderosos e invisibles seres, y yo por eso defiendo al moro Cide Hamete y a Cervantes, que transcribió su crónica; porque si a las demás personas parecieron las cosas como él las cuenta, aunque fueran como vuesa merced las vio, no es mucho que aquél las relatara como parecieron a la mayoría y no como en sí fuesen, no viéndolas así sino vuesa merced; ya que las historias se han de referir según el universal asenso, tradición y testimonio de la mayor parte de los que presenciaron los sucesos, siendo testigos idóneos.

-No -repitió airado D. Quijote-; que si la historia es luz de la verdad y maestra de la vida, como yo he leído en mis mocedades en Cicerón289, ha de reflejar la verdad misma en sí, y ser lo que la aclare cuando a los demás parezca enturbiada o desfigurada, y en vez de dejarse llevar del común sentir, erróneo a las veces, adoctrinarlo y dirigirlo, a guisa de maestra que enseña y corrige. Así que esa mi historia no es historia, sino tejido de desfiguraciones y mentiras, y voto a tal que, si yo cogiera vivo al moro que la escribió, había de desollarle, para que no jugase más con la honra y la fama de caballeros andantes.

-Por eso he querido yo hacer otro Buscapié, diferente de aquel que compuso y quiso pasar por auténtico D. Adolfo de Castro, y cuya falsedad tuvo que descubrir el extranjero Ticknor290, más cuidadoso de la pureza de las Letras patrias y más enterado de ellas que los de casa291. Y ese nuevo Buscapié es el que quería consultar a vuesa merced, por si le parece bien que lo dé a la estampa.

-Veamos qué es ello -dijo D. Quijote-, y tomando D. Lucas su manuscrito comenzó a explicar que él suponía allí que había cierto caballero con una enfermedad en la vista que le hacía ver siempre las cosas mudadas, y que así trocaba los colores como las figuras; y fundado en eso porfiaba él ser cierto lo que veía y contaba, y porfiaban todos los demás que ésos eran embelecos y mentiras. Ese tal caballero leyó el libro aquel del Ingenioso Hidalgo, y lo que en él se descubre que eran ventas él lo veía propiamente castillos, y los que en aquél resultan ser molinos él los veía como D. Quijote gigantes verdaderos, y lo mismo todo lo demás; resultando que bien podía D. Quijote estar enfermo de la vista y no del entendimiento, como el caballero que todo lo veía como él y que tenía su juicio sano, aunque su retina trastornada.

-Éste -dijo D. Lucas- puede ser el verdadero Buscapié, o sea, la disquisición y averiguación de la causa de las aventuras de esa crónica, vista de tan diferente manera para demostrar esas mudanzas; y por eso pongo en mi libro un capítulo, como olvidado de incluir por Cervantes en su obra, cuyo epígrafe dice: «De la rara aventura que aconteció a D. Quijote con una bandada de gorriones, que vio ser dragones alados».

-Alto ahí, seor bellaco -exclamó D. Quijote sin poderse ya contener-, que no habéis podido imaginar hermenéutica más disparatada y más ajena a la verdad que pretendéis descubrir; porque ni yo estuve jamás enfermo de la vista, ni gasté gafas siquiera, sino que la tuve siempre muy certera y sutil; ni vuestro imaginado y enfermo caballero podía, de leer sólo, mudar las cosas que leía en otras, sin verlas con sus ojos, si la enfermedad era de éstos y no de su magia. Y eso de los gorriones digo que es falso y gratuito, porque yo he cazado muchos en mis madrugadas y los he puesto en mi percha, sin creer jamás que llevara colgados racimos de dragones ningunos.

Acobardose D. Lucas con las voces y ademanes de D. Quijote, y éste le cogió el manuscrito y lo rompió en pedazos, y hubiera pasado a más si en aquel momento no hubiese entrado el Príncipe D. Juan, que venía del Veloz-Club, y que puso paz entre los alterados disputantes, enterándose del caso y dando la razón a D. Quijote.

-Cálmese vuesa merced -dijo el Príncipe-, que yo quiero ser juez en esta disputa. Este caballero hizo bien volviendo por los fueros de la verdad histórica y de su propia fama, que usted mi señor tío, sin querer, alteró y puso en nueva confusión y entredicho; que muchas veces los que más saben caen en los lazos más peligrosos; porque ¿cómo habían de ser engendros de sus ojos todas las visiones que se cuentan en donosa crónica, cuando los tiene tan sanos y penetrantes, que las águilas se los envidiarían? ¿Y qué Buscapié es ese que en aquello se funda, ni qué aventura es ésa de los gorriones que pudo quedar olvidada a un cronista tan perspicaz, que vio convertida en liebre a Dulcinea?

-¡Sobrino! ¡Sobrino! -gritó fuera de sí D. Lucas-; ¿ahora te vuelves contra mí, tú que fuiste el que me sugirió ese episodio de los gorriones, cuando yo andaba buscando algo que encajara en mi Buscapié?

-Lo que yo veo de todo -interrumpió D. Quijote- es que el señor Príncipe tomó también de burlas mi persona y hazañas, y a fe que deseando estoy encontrar a uno que responda por el moro Cide Hamete de aquellos donaires, y si vos, Príncipe D. Juan, sois ése, decidlo de una vez y salgamos a campo raso, yo a vengarlo y vos, si podéis, a mantenerlo.

-Tan lejos estoy de ello y de haber querido amenguar el brillo de vuestro nombre -dijo el Príncipe-, que ahora mismo os traía a presentar una Embajada, que viene del Real Palacio para haceros todos los honores y acompañaros a visitar esta gran ciudad y las Américas que nos quedan después de los descalabros sufridos desde los tiempos del Rey D. Felipe II hasta nuestros días; y si me concedéis para esto vuestra venia, voy a decir a esos señores Embajadores, que en uno de esos salones aguardan, que pronto apareceréis ante ellos, para que cumplan su cometido.

-Ahora mismo -dijo D. Quijote, deponiendo su enojo y orgulloso de verse considerado como un monarca, y dejando a D. Lucas que recogiera y viese de componer los pedazos de su Buscapié, por el suelo esparcidos, salió con el Príncipe a recibir aquella Embajada.

Formábanla varios amigos del Príncipe D. Juan, salidos del Veloz-Club con tal objeto, y disfrazados en la casa misma de D. Lucas con los más extravagantes trajes y mantos escarlata de la guardarropía del Real292; y puestos en pie y adelantados gravemente hacia D. Quijote cuando le vieron asomar, hincaron los hinojos ante él, y después de levantados, por ademán y merced del caballero, uno de ellos le dijo que de parte de Su Majestad el Rey, que a la sazón allí reinaba, estaban encargados todos de saludarle como a vencedor de Suero de Quiñones, y honra y prez de la andante caballería; rogándole que con ellos, en traje de calle y fuera ya de ceremonia, visitara los lugares y monumentos más célebres de aquella Metrópoli, y sobre todo las Américas que nos quedaban y las pusiese con juramento de caballero bajo la protección de su espada.

Contestó D. Quijote que él agradecía a Su Majestad aquella muestra de magnanimidad y cortesanía; que sí visitaría esos monumentos y lugares, y que en cuanto a las Américas que nos quedaban él juraba que nadie osaría contra ellas, y que seguirían siendo de la corona de España, con la sola salvaguarda de su lanza; pues que espada no tenía hasta que hallara o ganase otra digna de su brazo.

Entonces el principal y cabeza de la Embajada dijo que otra muy grave y peligrosa protección tenía que pedir al caballero en su propio nombre y el de la Ciudad toda, y era que ésta hallábase aterrada por cierto moro llamado Otelo, que imponía en ella su voluntad rechinando los dientes y haciendo gala de sus membrudos brazos, llegando el espanto a tal, que se temía ahogase a una hermosa Princesa, a la que había confiscado y hecho su esposa a la fuerza293, y de la que había concebido horribles y espantables celos, por cierto pañuelo que se le había perdido; la Princesa se llamaba Desdémona y era la más divina y tierna criatura que había debajo de las estrellas, exclusión hecha de Dulcinea del Toboso.

-Prométoos -exclamó D. Quijote- que he de libertar a esa hermosísima Princesa del cautiverio en que la tiene ese ogro, aunque rechine los dientes más que Panurgo294; aunque sea más feroz que Rodomonto y aunque tenga más fuerza que Hércules, y sólo os pido que así que se realice esa hazaña vayáis a la Patagonia, donde está Dulcinea en guerra con otros gigantes, y le contéis el combate singular y extraordinario vencimiento de ese monstruo que aterra a todo este reino y que no ha podido ser vencido por nadie todavía.

-Sí lo haremos -respondieron ellos, y fuéronse a mudar el traje y a despojarse en el departamento del Príncipe de sus mantos de ceremonia, para acompañar a D. Quijote a recorrer la Villa y sus monumentos.

Tomaron dos coches, encaminándose a las Caballerizas Reales295, y en ellas quedó admirado D. Quijote de ver tantos y tan buenos palafrenes, diciendo solamente que o sobraban caballos o faltaban allí caballeros. Luego fueron a la Armería296 y al ver tantas y tan diferentes armas, maravillose también, echando de menos los guerreros. Y de allí se encaminaron al Museo Naval297, donde se conservan otras armas y cascos y coseletes, y además los modelos en pequeño de nuestros barcos de guerra.

-Ésa es nuestra escuadra Invencible de ahora -dijo el Príncipe mostrándoselos, y D. Quijote se asombró de que tan minúsculos juguetes pudieran ser nuestra única fuerza marítima y llamarse invencibles y señores del Océano.

De allí marcharon a recorrer las Américas que nos quedaban. La admiración del caballero subió de punto al ver que eran una parte del Rastro298 con tantos viejos muebles, ropas y libros usados, armas de hierro enmohecido y cacharros y utensilios de toda clase, deshecho de todas las viviendas y escoria de toda la ciudad, que se le acongojó el corazón.

-¿Cómo?, señores míos -exclamó con voz conmovida-; ¿es esto lo que nos resta de aquel vastísimo continente que Colón descubrió y ganaron para la corona de España Pizarro y Cortés, y tantos invictos capitanes, y que rodeó hasta el Pacífico Vasco Núñez de Balboa299, tomando posesión su caballo de la inmensidad de aquel mar, bañándolo hasta los corvejones en sus olas?

-Esto es, Señor D. Quijote, lo que nos han dejado -dijo el Príncipe emocionado también, a pesar de haber dispuesto aquel paso burlesco. Y D. Quijote se arrodilló ante aquel mundo de bártulos inservibles y, poniendo la mano el corazón, exclamó:

-¡Yo juro, en estos menguados restos de nuestra grandeza, en estas espadas rotas y cascos enmohecidos, que sin duda son de aquellos esforzados capitanes, devolver a España sus dominios del Nuevo Mundo, para que esas diez y ocho Españas que en su extensión hemos perdido, se junten al eco de un habla sola, y palpiten al unísono de un corazón, y formen la gran raza hispanoamericana, que fue señora del mundo!

Y los burladores del Veloz-Club que habían ayudado a aquella cómica escena, sintiéndose españoles también, tomaron por lo serio la ceremonia y con las lágrimas en los ojos y el rubor en las mejillas, se abrazaron al caballero y le alzaron del suelo en que hincaba la rodilla, y le dijeron:

-¡Verdaderamente que sois el noble y admirable D. Quijote de la Mancha, y que si no hubierais estado aletargado tres siglos, no nos hubiese acontecido tan grave y bochornosa caída!

-Despierto estoy ya -respondió el caballero-, y en una noche de velar se hace más que en tres siglos de dormir. Pero ved que perdí mi espada y que he menester otra para mis empresas, y esa que miro debe de ser la de Hernán Cortés cuando quemó las naves y se quedó con ella no más para morir o vencer en medio de un país enemigo300.

Y, descolgándola de un clavo en que estaba prendida, se la ciñó llena de moho; pagándola el Príncipe y saliendo todos de allí pesarosos de la broma.




ArribaAbajo Capítulo XIII

De las sorprendentes cosas que vio el caballero en la Villa y Corte


Pasado el momento de la emoción y dejadas las Américas, los visitantes volvieron, como gente alegre, a sus chanzas, y llevaron al Museo de Pinturas a D. Quijote; el cual, apenas se vio en aquella rotonda de la entrada y luego en aquella amplísima galería de altas ventanas, que derraman su luz cenital sobre las inmobles obras de los grandes genios, creyó que todo aquello era vivo y le miraba severamente, y que aquellos reyes y reinas retratados por Velázquez, y aquellas Meninas, y aquellos Bebedores y aquella Fragua de Vulcano, y aquella Rendición de Breda, maravillas de su pincel301; y al igual aquel Hércules de Zurbarán302, ora separando los montes Calpe y Abila, ora luchando con el león de Nemea303, o venciendo a los Geriones304; y lo mismo aquella Dido305 y aquella Diana306 y todas aquellas mujeres, unas vestidas, otras desnudas, y héroes, capitanes y personajes se habían reunido y congregado para recibirle en aquel palacio maravilloso. Y así fue hablando a cada uno noble y comedidamente, según su clase, tomando el silencio de ellos como muestra de respeto y de admiración a su persona; cosa que le confirmaron los Embajadores que con él iban, cuando saliendo de aquella recepción hubo D. Quijote de mostrarse algo sorprendido de que hubieran callado todos y no respondido a sus palabras, a pesar de ser tantos y de tan diversas condiciones, tal que parecía que estaban todos encantados, pues tampoco notó que hicieran movimiento; explicándole el Príncipe D. Juan y sus acompañantes que ésta era señal de gran cortesía y homenaje, en aquel que se llamaba Palacio del silencio.

Pero como el caballero preguntase si era señal de respeto y homenaje también allí el presentarse sin ropa o muy ligeras de ella la mayor parte de aquellas damas, tanto que él había tenido que cerrar los ojos, por la fidelidad que a Dulcinea debía, ellos respondieron que sí, y que aquéllas eran Princesas venidas de islas y parajes donde, como es sabido, no se usa por el mucho calor más que algún ligero velo, y de otros en que aun sin eso andan las mujeres, por serles incómodo, y porque su misma inocencia les impide creer que así cometen obscenidad, como por su candor no lo creía Eva, antes del grave suceso de la manzana.

Con ello quedó satisfecho D. Quijote, diciendo que eso era verdad, y que la inocencia era el mejor traje de la virtud, y la picardía y corrupción la peor de las desnudeces; con lo que marcharon regocijados al Retiro, esperando ver la impresión que causaría al caballero el hallarse de repente en la casa de fieras.

Pasando por aquellas alamedas frondosas, creyó éste que iba por un bosque y que alguna aventura le sobrevendría, diciendo a los Embajadores y al Príncipe que, si como suele acontecer en tales lugares, les sobrecogía algún peligro, fiaran en él, que ya tenía al cinto aquella espada de Hernán Cortés, que había cortado las cabezas de tantos monstruos aztecas307, y que él haría con ella lo que el Rey Perión delante del Rey Garinter con el león que se le apareció en la montaña308; diciendo ellos que sí confiaban y que tenían oído que por allí albergábanse temibles fieras, tal que la aventura esa de Perión y la de los leones que dio su más preciado timbre al caballero podían, si topaban con aquellas otras bestias feroces, ser tortas y pan pintado309 Y así diciendo entraron de repente en el Parque Zoológico, y vio D. Quijote ante sí aquella varia colección de tigres reales, y panteras de Java, y leones y leonas, leopardos, osos blancos y elefante, que aunque joven ya llenaba toda una gran jaula, mostrando su orejuda cabezota y su trompa disforme; y poniéndose el caballero delante de los Embajadores, como para resguardarles, retó a aquella grey, aun más gallardamente que hubiese podido hacerlo un gladiador esforzado, despreciador de su vida, después de pronunciar con sus compañeros en el romano circo el «Morituri te salutant»310. Mas, viendo que aquellos temibles animales no le atacaban, pidió con voz altisonante abrieran aquellas vallas de dobles rejas, porque él solo acabaría con todos ellos, como vil ralea de encantados enemigos; a lo que los Embajadores le dijeron que, pues estábanse así, más parecía que alguna providente mano había puesto esas barreras para que el caballero no los rematase, y que convendría perdonarles la vida.

-Volved la espada a la vaina -exclamó el Príncipe-; que tal vez sea cierto aquello de la metempsícosis311 y estéis delante de los espíritus de vuestros abuelos, encarnados en estos leones; o de vuestra ama, que os mira por los ojos de esa pantera, o de vuestra sobrina, que se revuelve en esta cebra, o del cura, que será ese oso, o del bachiller Sansón Carrasco, que ahora animará a ese elefante; a cuya duda, y sabiendo D. Quijote cuán fácil era transformarse los humanos seres en animales de todas especies, desistió de hacer tajadas a toda la grey rugidora.

El Príncipe, para confirmar sus palabras de la conveniencia de no rematarla, dijo a D. Quijote que no sólo era posible aquella encarnación de los espíritus humanos en animales, según creían los indios, sino que, aun sin eso, había que tenerles respeto como a nuestros antepasados; pues conforme a ciertas averiguaciones de unos sabios llamados Darwin y Haeckel312, de aquellos irracionales provenía la especie humana por sucesivas transformaciones; tal que el hombre en el materno claustro, antes de hacerse hombre, venía siendo molusco y pez y reptil y renacuajo y sapo y vertebrado de varias clases, y tanto que él podía poner al caballero allí mismo delante de nuestro padre Adán y de Eva y de Caín y de Abel, y de toda nuestra primera familia paradisíaca; y volviéndole hacia la jaula del centro de aquel parque, le mostró un gran orangután con su hembra, que estaba sentado royéndose las uñas, y muchos monos de distintas castas, que andaban a cuatro manos o se colgaban de aquellos trapecios y altas rejas. Pero en eso no estuvo conforme D. Quijote, que, mirándolos detenidamente, afirmó que Adán y Eva no podían ser así, porque entonces no había encantamientos ningunos, y siendo el hombre hechura de Dios y a su imagen, no debió de haberlo criado el Todopoderoso tan esbelta bestia, pues en ninguna de ellas se veía el divino soplo de que habla el Génesis; ni, de ser así nuestros primeros padres, hubiera dejado de resultar la humana especie un enjambre de monos; pues no había razón alguna para que los unos, hijos de Adán, se hubieran hecho hombres sabios, artistas y caballeros, con la luz de la razón encendida en sus cerebros, y los otros hermanos suyos hubieran quedado siempre monos, como sus padres; de cuyo discurso dedujo el Príncipe y pensaron los demás Embajadores que no era tan loco D. Quijote como creían, o que por lo menos no lo era tanto como aquellos sabios del transformismo313.

-Ahora -dijo uno de los amigos del Príncipe-, debe nuestro señor D. Quijote asomarse a ver, pues de aquí están cerca, los únicos mares que domina la poderosa Armada española, hija de aquella Invencible con la que sólo pudieron las tormentas y la divina iracundia, y le llevaron a la orilla del estanque del Retiro, donde algunas inocentes criaturas echaban migajas de pan a los patos.

-¿Ésos son nuestros mares? -exclamó asombrado D. Quijote-. En verdad que parecen minúsculos y que corresponden a aquellos barcos que antes hemos visto y que creía infantiles juguetes. ¡Por vida que para tales barcos tales Américas y tal Océano!, y por cierto que de resucitar Colón no lo conocería ni cabría en él con sus carabelas, ni las gentes que en ellas llevaba se le habrían revuelto por lo largo de la travesía. Pero ya los tornaré yo a su inmensidad prístina y natural, y los poblaré de navíos, convirtiendo en bajeles de guerra las hojas de estos árboles, como hizo Astolfo cuando, para defender la Provenza de los sarracenos y conquistar siete países tan vastos cada uno como toda la África, se dirigió con sus soldados a la playa y arrojó a las olas una gran cantidad de hojas de laurel, oliva, cedro y palmera, que en el instante se trocaron en maderos y barras de hierro, que acoplándose tomaron diferentes formas y se hicieron urcas314, bajeles y galeras poderosas315.

-Ése sería el remedio de nuestra Marina -interrumpió uno de los Embajadores-, que sin gravar los presupuestos tendríamos una más numerosa y fuerte que la de Albión316, y muy buenos astilleros en cada olivar de Andalucía; y si las hojas de las higueras se pudieran trocar en acorazados de los que ahora se usan, mejor; porque no habría nación más potente que España.

-Sí se pueden -contestó D. Quijote-; que yo no creo que fue virtud de las olivas, palmeras y cedros tener hojas mudables en navíos, sino facultad de la andante caballería y merced concedida a los campeones de ella, para las más apuradas ocasiones; y pues ésta es de apuro para nosotros, yo haré que salgamos así de él, y cuanto más grandes sean las hojas que se empleen, más formidables serán los navíos que se formen; por lo que creo que ésas de las higueras han de resultar muy convincentes. Y para probar a vuestras mercedes lo ejecutivo de mi oferta, ahora mismo haré que esta minúscula hoja se trueque en una pequeña embarcación que aquí navegue; y arrancando la hoja de un árbol de al lado, la arrojó al estanque.

Acertó entonces a cruzar la lancha que en el dicho estanque sirve para recreo, y que salió de la caseta de al lado en punto en que no la vio D. Quijote y, al mirarla luego como por encanto ante él, la señaló a los Embajadores ufano, diciéndoles cómo se había cumplido incontinenti su ofrecimiento, y todos fingieron maravillarse; tanto más cuanto que la barca iba llena de gente, que sin duda había salido toda también de la menuda hoja de árbol, como convendría saliesen con los nuevos acorazados sus tripulaciones.

En estos y otros esparcimientos pasaron la tarde y oscurecía cuando volvieron a la ciudad, calle de Alcalá abajo, quedando absorto D. Quijote ante aquellas nunca vistas luminarias de arcos voltaicos que se encendieron a miles al paso de la Embajada, en los confines del cielo, para dar más blanca luz que el sol mismo; por lo que preguntó el caballero si era también el Hada Electricidad la que hacía esas maravillas, y los Embajadores le dijeron que sí y que le llevarían a casa de un Nigromante317 que tenía tratos con ese Hada y recibía de ella estos y otros favores; condujéronle realmente a la rica morada del Director de una de las sociedades eléctricas que suministran a Madrid aquel fluido; el cual Nigromante ya estaba avisado de que iría el caballero y quién se decía éste ser, y las maravillas que había de mostrarle. Y en efecto, llegados y hechas las presentaciones, les introdujo en un vasto salón, donde las lámparas de todas clases formaban caprichosas labores por todo el techo y paredes, y un hermoso órgano eléctrico tocaba él solo una música suave, aun más divinamente que en el palacio de Villacañas.

Cesada la música, el Nigromante preguntó a D. Quijote si quería hablar con el Hada Electricidad; y como éste asintiera, llamó al teléfono318 a cierta dama, también avisada de ello, e hizo que el caballero se pusiera los auriculares y preguntara cuanto quisiera, y éste habló y oyó aquella lejana voz de mujer que parecía salir de aquella cajita misteriosa, y no tuvo duda de que era el Hada; pues por más que registró y le abrieron la cajita, nada vio sino unos carretes y enigmáticos resortes.

Esto así, el Nigromante enseñó a D. Quijote el más perfecto fonógrafo319 que tenía y le dijo que oiría en él voces y cantos humanos y músicas y cuanto deseara; y el caballero dio un paso atrás cuando escuchó, por el milagro de aquel cilindro rotativo, un cuento con gracia contado, un trozo de oratoria con calor dicho, unos versos con amor recitados y hasta un trozo de su propia historia, arrancado del libro de Cide Hamete, aquél del discurso de las armas y de las letras320.

-¿Veis -dijo al Príncipe- con cuánta razón me incomodé con vuestro tío cuando negaba que hubiera ahora hadas y duendes? ¿Qué otra cosa pueden ser estas voces sino recitaciones de ellos, que tan pequeños son, que en esa y en la otra caja de allí se esconden, y hablan por aquellos cordones o por esa bocina callada o fuertemente? Sólo que en estos días están más familiarizados con los hombres y les sirven y halagan, y en el tiempo pasado que yo dejé se escondían de ellos y los burlaban a cada paso.

Y como preguntara quién era el caballero que los había vencido y sojuzgado, el Nigromante dijo que era un amigo llamado Edison, que los vendía encerrados y preparados en aquellas pequeñas cajas, en grandes remesas, como los arenques. Dijo también a D. Quijote si quería oír su propia voz, que les hablara por aquella bocina de cristal y ellos retendrían de memoria sus palabras y las repetirían sin perder una sílaba, y con el mismo acento y voz de él; y Don Quijote se acercó y dijo sobre la bocina las coplas que le cantó a Altisidora321, y luego las escuchó de tal modo reproducidas y tan limpias y bien moduladas, con su mismo tono, que su admiración subió de punto y aseguró que jamás encantador alguno, ni el mismo Merlín, supo hacer cosa semejante.

Entonces, con el mayor comedimiento, dijo al Nigromante que quería saber si él, que gobernaba allí en aquel palacio a todos aquellos duendes y genios, era duende o genio también, o persona de carne y hueso; a lo que el Nigromante respondió que no estaba seguro de ello, porque, aunque se tocaba y palpaba como persona material, otros nigromantes más sabios que él, llamados Fichte y Hegel habían averiguado que todo era idea inmaterial, con corporal apariencia, y el mundo en que vivían y las mismas personas ilusión de los sentidos solamente322.

Quiso, por fin, D. Quijote saber si podría hablar con Dulcinea, aunque ésta se hallaba en la guerra contra la Patagonia, y el Nigromante respondió que no había inconveniente, siempre y cuando la avisara un minuto antes para que acudiera al llamamiento; y telefoneando entonces el susodicho a otra dama, que era una amiga suya, muy alegre, donosa y fácil, le advirtió que allí estaba D. Quijote de la Mancha y que si ella era Dulcinea y podía dejar un minuto su guerra y matanza de patagones, se quedase allí para que le hablara su idólatra de la Triste Figura, aunque fuera una sílaba; y accediendo ella, D. Quijote se abalanzó al teléfono y le dijo que él era su caballero ferido de punta de amor323, y que se hallaba postrado ante su fermosura y ansioso de oír de su boca una palabra de esperanza; contestando Dulcinea que esperar era merecer, y que aguardara a que ella concluyese su guerra; que cuando ni un patagón solo quedara con cabeza, volvería a dar la respuesta definitiva de tan fino requerimiento; a lo que se cortó la comunicación, y D. Quijote quedó alegre y confuso a la vez, pensando en aquellas discretas palabras y en su oculto y sibilino sentido, anhelando que fuera rematado el postrer patagón de aquellas remotas tierras para tener la respuesta prometida.

Cuando regresó D. Quijote con el Príncipe al palacio de D. Lucas era ya entrada la noche, y tantas y varias emociones, visiones y audiciones tan sorprendentes y descarriadas del natural curso de los sucesos humanos le dejaron aturdido el cerebro; tanto, que se arrojó sobre el lecho, vestido, sin más que desceñirse la espada de Hernán Cortés, y allí, en la sombra de la silenciosa estancia, vio todo revuelto y hacinado cuanto había presenciado y creído ver: armas sin guerreros; caballos sin caballeros; las Américas españolas reducidas a una parte del Rastro; cachivaches, bártulos y tizonas; los mil reyes, personajes y mujeres desnudas del Palacio del silencio; sus propios abuelos trocados en leones y su ama en pantera de Java, nuestro padre Adán en su primitivo estado de orangután, royéndose las uñas; las hojas de las higueras convertidas en navíos; el Hada Electricidad cabalgando sobre hilos invisibles; los duendes hablando en minúsculas cajas cerradas y remedando su misma voz por metálicas bocinas; miles de claras lunas bajadas a la tierra alumbrando la noche y los palacios; y por fin, sobre todo ese hacinamiento de revueltas maravillas, Dulcinea hablándole desde la Patagonia y respondiendo a la tierna y enamorada declaración de él, con el rubor en las mejillas y la castidad en los labios.

Aquello era superior a todas sus aventuras anteriores y le rendía y anonadaba; así que no oyó los lastimeros y débiles quejidos de Panza, que desde otra alcoba próxima destapaba los buzones de un cólico cuasi miserere, como el que acabó con su tatarabuelo; cólico sobrevenido por haber dejado vacía de embutidos la despensa de D. Lucas mientras su amo andaba en las Américas y en los palacios del Silencio y del Nigromante.




ArribaAbajo Capítulo XIV

En que se cuentan los tormentos de Panza y cómo logró D. Quijote salvar a Desdémona de manos del feroz Otelo


¡Oh bien cortada péñola de Cide Hamete Benengeli! ¿por qué quedaste colgada de un hilo, sin reservarte para describir ahora los estupendos hechos de este capítulo? No es que yo ose cogerte, como el desenfadado Ferragús aquel casco de Orlando, sino que, no habiendo de estos sucesos tratado otra ninguna, es preferible que lo haga la mía a que queden sepultados en el olvido, que es más aborrecible que la muerte.

Dije, pues, que Panza, que había tomado aposento en un desván de la casa de D. Lucas contiguo con la despensa, y que tenía carta blanca para elegir a su placer los manjares que apeteciese, porque ya le suponía de buenas tragaderas, cobró afición a unas cuerdas de ahumados chorizos, que colgaban de unas cañas atravesadas en lo alto, y se las hizo sacar bonitamente una tras otra, y algunos panes con que acompañarlas, y viéndose libre aquel día de los cuidados escuderiles, lo dedicó a trasladar a su amplio estómago aquellos embutidos, rociándolos con vino añejo. Mas sea por no reparar bien en la largura de aquellos cables o por estar aquel día más endeble de estomacales fuerzas, ello es que se hizo un nudo gordiano, bien apretado, en el primer departamento de la digestión, donde sintió desde el principio algo así como síntomas de borrasca.

Desencadenose ésta y entonces fueron sus lastimeros quejidos, que nadie oía, y que él tampoco quería lanzar fuertemente, para no dar público testimonio de su gula. ¡Ay mi señor D. Quijote, exclamaba con el nudo sin desatar; de ésta muero como mi tatarabuelo Sancho! ¡Qué desgraciada familia la nuestra, que siempre flaqueó por el estómago! ¿Por qué no se nos dio en él la fuerza que Usía tiene en su invencible brazo? Adiós, mujer mía, a la que no veré ya; adiós, Pancica, preparada inútilmente para Princesa; adiós también, reino prometido de Andorra; todo perdido por unas cuantas cuerdas de chorizos. ¡Qué vil marido soy y qué padre infame! ¡Por un grano de trigo; oh cara golosina! Y acordándose de la fábula de la codorniz, llamaba grano de trigo a aquella regular partida de extremeños324.

Gracias a que el nudo se partió por los dos extremos, y a que la borrasca descargó en aguacero y granizo por ambos hemisferios de su persona, pudo serenarse; pero mientras desatábanse todas sus cataratas, creyó nuevamente morir, y se despidió otra vez de todos los suyos, menos de un prestamista de quien tenía tomados a gabela tres mil reales, que se llevaba en réditos casi la mitad de su trigo, y del que no quiso acordarse en aquella que pensó su última hora.

D. Quijote oyó entre sueños algo como lamentos, pero los creyó unas veces travesuras de duendes, otras aullidos de aquellas fieras del Parque, aterradas todavía por su presencia; de modo que no se inquietó de ello y siguió durmiendo de tal suerte, que parecía haber vuelto al sueño aquel de la cripta.

Al día siguiente, descubriose todo el origen de los lamentos, y D. Lucas, que también los había escuchado remotos y los había creído aullidos de gatos, se penetró de la realidad, viendo las lagunas Meótides325 del cuarto de Panza y hallando viudas de chorizos las cañas de su despensa; con lo que se percató de que tenía dos temibles alojados: porque el uno le devoraba los embutidos como hambriento lobo, y el otro como furioso demente le destruía los Buscapiés; hablando por ello con toda formalidad a su sobrino el Príncipe de la conveniencia de despedir para el Imperio de Andorra a aquel caballero y a su escudero, so pena de que le arrasaran su casa; pero el sobrino solicitó una tregua, diciendo que tenían convenido con el caballero que fuese antes a Venecia a librar a Desdémona de las garras del feroz Otelo, y que eso lo haría de fijo aquella misma noche, y él procuraría que Dulcinea despidiese ya para Andorra a su valeroso campeón; contando el Príncipe a D. Lucas todas las aventuras anteriores para que tomara apuntes para otra tercera parte del Quijote326, a la que ninguna aventajaría en autenticidad.

Concedida la ampliación del término hasta el día siguiente, fueron aquella noche misma los Embajadores y otros amigos del Veloz-Club con el Príncipe a reiterar sus respetos a D. Quijote y a recordarle su promesa de libertar a la hermosa Desdémona de aquel temible morazo, forzador de su voluntad y rechinador de dientes; pero exigiéndole dos cosas para ello: la primera, que no había de alterarse ni lanzarse a la pelea, viese lo que viese, como no hallara a Desdémona en peligro inmediato de muerte; pues al fin ésta era esposa del moro y no convenía mediar entre marido y mujer, si ellos se avenían a la buena; y la segunda, que el caballero había de disfrazarse como ellos y su escudero también, para no ser reconocidos; pues era preciso ir así al palacio mismo del moro, donde éste celebraba recepción y no se daba entrada al que fuese vestido de guerrero, por el temor que aquél tenía de que algún esforzado caballero andante se introdujera allí y se pusiera de parte de su esposa.

Lo prometió D. Quijote todo, y reparando en la indumentaria de ellos, que era de frac y corbata blanca, y que jamás había visto, preguntó si aquellos trajes, que parecían de cuervo, hacían alusión al Rey Arturo, que se convirtió en cuervo327; y los Embajadores dijeron que sí y que bien podía vestir así D. Quijote, pues no desdecía de aquel esforzado Rey y de sus caballeros de la Tabla Redonda.

Vistiose D. Quijote con el traje de frac que se le proporcionó, y aunque algo corto el pantalón, pues él era zanquilargo, y demasiado holgado el frac, pues era flaco de carnes, llevaba airosamente el dicho uniforme por la gallardía natural de su continente; pero en cambio Panza hacía la más grotesca figura, con aquel abdomen salido, que no llegaba el frac a rescatar; con aquellos faldones de éste, que se le metían entre las piernas, pues las tenía a guisa de paréntesis; con aquel descotado chaleco y aquella blanca corbata torcida, y aquellas manos enguantadas con los diez dedos abiertos y sin atreverse a tocar cosa alguna. Por fin, un ayuda de cámara púsole sendas chisteras, y los del Veloz tuvieron que salirse a turno de la habitación para descargar la risa, por temor de malograr la preparada broma.

Listos todos, dirigiéronse en tres landós328 cerrados al Teatro Real, donde ya estaba a medias la función, y enviaron a D. Quijote y a Panza a dos butacas, en que el acomodador les invitó a sentarse; mientras los Embajadores y el Príncipe fueron a la platea de proscenio de la derecha, que el Veloz-Club tenía abonada, poniéndose en espera de los sucesos, y no dejando, muy regocijados, de dirigir los gemelos al sitio del caballero y de su escudero para espiar los movimientos y sorpresas de ambos.

Cantábase Otelo en el Real329, y apenas vio D. Quijote al moro sintiose nervioso y contrariado, por la promesa hecha de no poder salir a retarle allí mismo; impaciencia que se le aumentó al ver a la hermosísima Desdémona, tan blanca y rubia, forzada esposa de aquel negro, en cuya faz charolada brillaban siniestros los ojos y aparecían los dientes rechinantes, blancos como los de una hiena.

-¿Ves ese Ogro -dijo a Panza-, muy semejante a aquel que encontraron Norandino y sus caballeros, que de cuarenta apenas escaparon diez?330 Pues sigue atento lo que hace y dice, por si yo me distraigo con la brillantez de este concurso; y como vaya a tocar un solo cabello a esa hermosísima dama, avísame al punto, que yo le ahogaré como a aquel gigante que tú dijiste ser palo de telégrafo.

-Veo -dijo Panza- que esto es un teatro resplandeciente de luces y de damas y caballeros, y que eso es alguna comedia que se juega331 en una lengua que no entiendo; por lo que debe Usía estar descuidado y no alterarse, que aquí sería grave escándalo; cuanto más que, hablando ese moro en extranjero y no enterándose Usía de lo que dice, puede excusarse de defender a esa dama, aunque la agravie, porque el que no entiende es como el que no ve.

-Menguado eres de espíritu, Panza -exclamó D. Quijote en voz baja, para que nadie sino su escudero le oyera-; porque supones que yo he de tomar pretexto para rehuir un choque y dejar de cumplir con las leyes de caballería; y si no entiendo todo lo que hablan, porque ahora misma estamos en Venecia y en el palacio de ese feroz Príncipe, veo ademanes y hechos, y me parece que en ésta, que es una verdadera recepción, está ya pasando ese negrazo rico y altivo de los términos de la mesura, dándonos claramente a entender las disputas que con su mujer tiene y los celos que le causa; de modo que, como pase a mayores, cuenta con que he de cumplir mi deber de caballero, y si no lo hago antes es por la promesa que tengo contraída con aquellos Embajadores, que nos dirigen aquellos cortos instrumentos y que parece que con ellos nos miran.

-¡Ay, Señor D. Quijote!, conténgase Usía -replicó Panza-, que, si no, esta noche nos muelen aquí, o vamos derechos a la cárcel, sin que ya nos valga la Emperatriz de Villacañas, que yo creo fue antes la que impidió nos pudriésemos en aquel calabozo.

-Calla, hombre, que no puedo aguantar más -respondió el caballero, moviéndose inquieto en su butaca y queriendo ya levantarse-; mira ahora qué gritos da ese imbécil forzador, por un pañuelo que le bordó su mujer y que no halla, y dime si es bien que esta multitud de caballeros que aquí hay, todos de la Tabla Redonda, presencien impasibles y hasta aplaudan esas injurias y bellaquerías contra una esposa inocente, que harto hizo con no huir con su belleza de ese monstruo, como otra Helena, con el primer Paris que se le presentara332.

-Y no sólo le aplauden, sino que le festejan con música -añadió Panza-; y yo digo que donde fueres haz lo que vieres, y que si los refranes son sentencias hay que cumplir ésta, y más nos valdría aplaudir también con los demás.

-¡Eso no! -respondió D. Quijote-; que si estos cortesanos envilecidos aplauden y hasta le festejan, yo no tengo otra ley de cortesanía que mi juramento de desfacer agravios, y esto pasa ya de la regla para que lo tolere y consienta333.

Afortunadamente cayó el telón de aquel acto, en el punto mismo en que D. Quijote iba a levantarse iracundo y, hallándose sin Otelo, miró a todos lados y se asombró de que aquellos caballeros y damas se quedaran tan frescos ante aquel conflicto de familia del que les había invitado y de su divina cónyuge; y como preguntara a algunos de los Embajadores, que habían abandonado la platea y se le habían acercado, dijeron éstos que el moro, por que no se enterasen los invitados de todo aquel altercado doméstico, habíase retirado a otras habitaciones, y su esposa también, y que acaso en aquella tregua se les pasara el disgusto y quedaran en paz, continuando la recepción; a lo que dijo D. Quijote que se holgaría de ello, porque, si no, él, que había estado a punto de intervenir y de retar a aquel bellaco, no consentiría más que injuriara y amenazase a tan hermosa dama.

Cuando se levantó el telón del último acto, tal vez se arrepintieron los de la platea de su divertimiento, porque temieron, con fundado motivo, que en el punto en que Otelo fuese a ahogar a Desdémona, formaría el valeroso D. Quijote algún escándalo mayúsculo; y aunque ningún arma llevaba, el solo levantarse y apostrofar a Otelo, que es lo menos que haría, sería causa de que la función se interrumpiera, y hubiera un conflicto; por lo que algunos en la platea prepararon sus abrigos para escapar lo más prontamente, y otros dijeron que se quedarían hasta lo último, a ver el desenlace.

Ya desde el comienzo de ese último acto, al ver D. Quijote la alcoba y lecho de Desdémona y a ésta dormida, se le puso el corazón alterado de que pudiera llegar Otelo y aprovechar cobardemente el sueño de aquella hermosa criatura para saciar su furia; y, cuando el moro asomó y se acercó a ella, estuvo en un tris que no le llamase y retara; pero cuando, ya despierta Desdémona, recibió su sentencia de muerte y Otelo la mandó rezar, por ser su última hora, y vio D. Quijote a aquel negro coger a su inocente mujer para ahogarla, no esperó más, sino que en aquel preciso instante se levantó de su butaca, y dando una gran voz, exclamó:

-¡Tente, infame, mal nacido, que aquí está D. Quijote de la Mancha para impedir tu villanía!

Otelo, que oyó aquellos gritos que parecían de un loco, suspendió un minuto su faena, y la orquesta detuvo su música; pero D. Quijote prosiguió sus voces y denuestos entre la estupefacción de los espectadores, y saltó a las candilejas, y se dirigió hacia el moro, que al ver la espantable figura de aquel caballero con los ojos fuera de las órbitas y las manos crispadas y sentir su empuje, huyó por entre bastidores, dejando a Desdémona libre, a la que cogió D. Quijote diciéndole:

-¡Libre sois, señora mía, por la ayuda y valor de este esforzado caballero; non temades, que en fuga es vuestro verdugo!

A las voces de D. Quijote, los espectadores de las butacas, que se habían puesto en pie, se atropellaron por llegar a contener al que creían demente; desmayáronse muchas damas y salieron otras atribuladas de sus palcos, con sus tules y vestidos rotos, y los tramoyistas del escenario creyeron cortar el escándalo echando el telón; pero con tan mala suerte, que rompieron uno de los hilos eléctricos, quedando el escenario a oscuras y lo mismo el teatro todo, donde la policía acudió y anduvo a tientas, sin saber qué hacerse.

Salió Panza entre una oleada de gente, llevado en peso, estrujado y pisoteado; con un faldón del frac menos, sin corbata y el pantalón roto; escurriéronse los del Veloz-Club como pudieron, después de haber pasado por las risas y emociones consiguientes; y el Príncipe, que había ido derecho al escenario para librar a D. Quijote de manos de la policía, consiguió topar con él momentos después de quedar a oscuras. Y le llevó consigo por una puerta de escape, pues que ya Desdémona había huido y estaba en salvo, según dijo al caballero, para convencerle de que le siguiera.

Así lo hicieron, y de allí fueron a la casa de D. Lucas, donde dijo a D. Quijote que era el más valiente campeón de cuantos había visto en el mundo; pues ninguno de los que allí estaban habían osado contra el moro y, de no intervenir él, hubiera muerto Desdémona estrangulada sobre aquel lecho de cortinajes de damasco. Le añadió que Venecia toda aplaudía su arrojo, y que el moro no volvería ya en un año lo menos a la ciudad, quedando sus habitantes libres de su tiranía.

-Lo que me asombra -continuó- es que hayáis tenido el arrojo de acometer esa empresa sin armas; pues no tenías vuestra lanza, ni la espada de Hernán Cortés.

-Nunca reparan en eso los caballeros -respondió D. Quijote-, y ya no os acordáis de aquellas hazañas de Vargas Machuca, hechas sin espada ni lanza, con una gran rama de un árbol que desgajó, y con la que machacó cuantos moros se le pusieron por delante334.

Y como el Príncipe le objetase que él no había usado contra aquel moro ningún tronco de árbol corpulento tampoco, dijo D. Quijote que así era la verdad, pero que, en el momento preciso, sacó aquel tridente abreviado de Neptuno, que siempre llevaba consigo, y que si huyó el moro fue porque sintió sus efectos en alguna parte blanda de su endurecido cuerpo, a lo que el Príncipe puso la cara seria pensando que acaso el caballero habría hincado a Otelo las puntas del tenedor algo más adentro de la piel, y que pudieran darse complicaciones con la justicia de las Salesas.

Los Embajadores, que se habían dispersado entre el tumulto, fueron llegando uno a uno a la casa de D. Lucas a felicitar a D. Quijote, y el último dijo que venía comisionado de Desdémona misma, a dar las gracias a su libertador, pues por aquella noche no había sido estrangulada, como tenía que haberle sucedido.

D. Lucas tomó notas de todo aquel suceso, que le refirió punto por punto su sobrino el Príncipe, y se alegró de haber consentido en la tregua que le solicitó y aun acudió a rendir su homenaje a D. Quijote, que dijo a todos haber cumplido su elemental obligación y que lo que sentía era que hubiese escapado Otelo; porque, si no, le hubiera mechado allí, con aquel tridente, cuya eficacia contra los malandrines era notoria.

Vino diciendo otro del Veloz, en secreto, que el cantante que hacía de Otelo estaba en el Hotel de París, haciéndose mil conjeturas del lance y mostrando a todos en el antebrazo derecho tres pinchazos regulares, como de tres recias agujas, y que manaban alguna sangre; de lo que no quiso dar aviso al Juzgado por la poca importancia de las heridas y por no aumentar más el ridículo, con lo cual rieron todos grandemente.

Y, por fin, llegó el Nigromante, que era de la partida, y manifestó a D. Quijote que había avisado por telégrafo a Dulcinea la hazaña de aquella noche, realizada por su enamorado caballero, y que la Emperatriz del Toboso le había contestado hacía un instante, desde el fondo de la Patagonia, que dejaba la prosecución de aquella guerra a cargo de un general y volvía ella en volandas a ver a D. Quijote y a darle, por galardón de su alta obra, la respuesta a aquella enamorada pregunta que él le hizo. Añadió el Nigromante que se fuesen todos enseguida a su palacio, pues Dulcinea no debía tardar, y él ya le había dicho que D. Quijote estaba allí, esperándola.

-Vamos, señores míos -dijo el caballero-; que si ésta es la mayor hazaña que he realizado en mi vida, también ése será el mayor premio que pueda recibir; que aún no he podido ver a Dulcinea sino encantada y en tosca figura de labradora335, y ahora voy a contemplarla en el esplendor de su gentileza y a hablarle sosegadamente. Y con la priesa de un enamorado doncel, arregló como pudo su estropeado traje y echó a andar detrás del Nigromante, y con él se fueron todos a la casa de éste, donde tenían preparada una espléndida cena.

D. Lucas no quiso ir, por quedarle aún que juntar los últimos pedazos de su Buscapié, cuya restauración llevaba ya muy adelantada y siguió en su gabinete recomponiéndolo a manera de mosaico, con las muchas piezas en que estaba desmenuzado.




ArribaAbajo Capítulo XV

De la vuelta de Dulcinea desde la Patagonia y premio que dio a D. Quijote por sus hazañas y consecuente amor


Brillaba en todo su esplendor el palacio del Nigromante; esperaban los lacayos a la puerta, para servir a los señores, y en la escalera y al lado de cada cortinaje, para levantarlo conforme iban entrando. Estaban los salones llenos de socios del Veloz-Club y otros amigos del dueño de la casa, muchos de los cuales habían presenciado la escena del Teatro Real, cuando penetró D. Quijote con su séquito, siendo ovacionado y vitoreado.

-Gracias, señores míos -decía aquél a todos con grandes cortesías, y todos le rodeaban y preguntaban muchas cosas referentes a su persona y a sus aventuras de aquella última salida, no esperada por ninguno; refiriendo el caballero cuanto había visto en estos nuevos días y mucho de lo que vio y presenció de los antiguos; que siempre los que han vivido más tienen harto que contar a las nuevas generaciones.

A poco, fueron entrando damas vistosas y elegantemente prendidas del brazo de sus caballeros, y D. Quijote no cesaba de mirarlas por si alguna era Dulcinea; aunque no sabía cómo había de conocerla entre tantas, no habiéndola visto nunca en su ser natural.

Las damas, que eran alegres y fáciles, perseguían al caballero con sus donaires y agudezas, y le requebraban como Altisidora, o le hablaban todas juntas aturdiéndole; y él se deshacía en galantes e intrincadas palabras de lo más escogido del repertorio de los caballeros, inquiriendo siempre si alguna había visto a Dulcinea, que ya tardaba en llegar.

Oyó el Nigromante esta queja, y dijo a D. Quijote que no era tardanza ninguna; pues que el país de la Patagonia estaba tan lejos de allí como la estrella Alfa del Centauro, de la cual empleaba la luz en venir a la tierra cuatro años y pico, andando 77000 leguas por segundo, mientras que Dulcinea tardaría sólo unos tres cuartos de hora; maravillándose D. Quijote de que la luz corriera tanto y Dulcinea más aun.

En esto sonaron todos los timbres eléctricos de la casa y las damas y caballeros quedaron suspensos y a D. Quijote se le pegó la lengua al paladar, diciendo el Nigromante que aquellos timbres eran aviso de que Dulcinea estaba en su carroza, tirada por muchos pares de palomas, a la puerta de aquel palacio, y que él solo bajaría a recibirla, esperándola los demás en el gran salón, donde se haría la ceremonia.

Reían todos entre sí, menos D. Quijote, que seguía pálido y paralizado de emoción; y bajando hasta el pie de la escalera de mármol de Carrara el referido Nigromante, apareció a poco con Dulcinea de la mano, seguida de doce damas vistosísimas, entre las que sobresalía ella como entre las estrellas la luna.

Era Dulcinea la más renombrada belleza del mundo galante de la Corte; llamábase de sobrenombre la Venus de Georgia, y tenía gallarda estatura, busto gentilísimo, blancura nacarina, largos flecos de oro por cabellos, y negros divinales ojos grandes, que contrastaban con el rubio natural de su cabello y el blanco rosa de su cutis.

Sus amigos la comprometieron a representar aquel papel, ya que ella era la que había hablado por teléfono con D. Quijote, y estaba su puntillo336 de hermosa empeñado en que el caballero la creyera Dulcinea y la hallara tan bella como se la imaginaba, después de tantas lecturas de libros de caballerías y de tantas Orianas, Angélicas, Marfisas y Bradamantas337 como había conocido y tratado de imaginación.

Vestía un elegantísimo traje de corte de tela Pompadour, con flores prendidas y larga cola, y luego caíale desde las espaldas un manto más largo aun, de seda blanca brochada338, adornado de tul de plata; llevando gruesos brillantes en las diminutas orejas y una rica estrella de ellos sobre la frente.

Verla D. Quijote y quedar sobrecogido de tanta hermosura, ponérsele en olvido todas las cosas del mundo y caer a sus pies de hinojos fue instantáneo; pero Dulcinea, dándole la pequeña mano cuajada de hermosas sortijas, le hizo levantar y le dijo que no podía estar a sus pies aquel valeroso caballero, por quien ella había salido de la oscuridad de un villorrio y adquirido fama universal, y a quien debía que tantos vencidos campeones se hubiesen humillado ante ella y tantos Príncipes le hubiesen hecho dejación de sus reinos y coronas para fundar su imperio, haciendo al Toboso centro y metrópoli del mismo; a lo que D. Quijote díjole, entrecortado, porque el corazón de amor preso no deja la lengua en su libre poder, que solamente la adoración que por ella sintió, aun sin haberla visto, por el renombre de su hermosura, y que confirmaba al quitársele de los ojos la venda que se la encubría y contemplarla en su esplendidez, habíale movido a tanto y aun lo hallaba poco para sus infinitos merecimientos; y que ahora se persuadía de que había estado ciego de nacimiento, y que cuanto había imaginado de aquel sol era pálido ante su luz, adquirida ya la visión a su presencia; por lo que se juraba de nuevo cautivo de su fermosura y sólo pedía que ella le dijese qué había de hacer para agradarle y servirla; si llevar una cadena al cuello, aunque fuese de áncora de navío, o renovar las penitencias de Sierra Morena339, o hacer algún ayuno prolongado, como aquel caballero Suero de Quiñones a quien había vencido, y que, según es fama cierta, ayunaba a pan y agua por la dama de sus pensamientos.

-¿Qué más -dijo Dulcinea-, después de vuestras muchas ofrendas y fina constancia de tres y medio siglos y después de vuestra victoria de ese Suero de Quiñones, y de la defensa de mi gran amiga Desdémona, que es lo que me ha hecho venir aquí en persona, dejando todavía trescientos mil patagones vivos, aunque en fuga?

-¿Vos, soberana señora, sois amiga de Desdémona? -exclamó D. Quijote-; ahora me arrepiento de haber esperado tanto a libertarla y de haber oído las injurias que desde el principio le decía aquel moro feroz, sin estrangularlo ipso facto. Ya imaginaba yo, por cierto presentimiento, que algo haría en pro de vos, dueña de mi albedrío, librando a aquella dama desventurada de las garras de aquel monstruo.

-Así es -interrumpió Dulcinea-; mas tengo un resquemor con vos y es que, siendo tan rendido caballero mío, cogisteis a Desdémona por la cintura para libertarla de Otelo, habiéndola tenido retenida y aprisionada en el cerco de vuestro brazo; lo que vi desde la Patagonia con ciertos anteojos de larga vista que ahora usamos y me causó el natural desengaño; pues os creía incapaz de tocar un cabello a dama alguna, por vuestro amor y constancia conmigo.

-¡Yo os juro -respondió D. Quijote juntando las suplicantes manos- que fue movimiento impensado y forzoso, para arrancar a aquella dama del poder de su furibundo marido, y que de ninguna otra manera hubiera podido libertarla, y que toqué sin complacencia y abracé sin intención, como si tocado y abrazado hubiera un cuerpo sin ánima, un tronco sin savia y un pelele sin vida!

Dulcinea se dio por satisfecha de tales explicaciones, que fueron el solaz de los circunstantes; pero aconsejó a D. Quijote que, en lo sucesivo, para libertar damas o acorrer viudas o doncellas, si tenía que tocarlas, se pusiera unos guantes de esos que ahora se llamaban de esgrima, que eran muy grandes y rellenos de algodones; con lo que nada sentiría de contacto carnal, ni ella tendría motivos de celos y de dudas sobre la intención y complacencia que pudieran mediar en aquellas tangencias tan peligrosas para la constancia de los caballeros andantes.

D. Quijote dijo que sí usaría de esos guantes, en cuanto pudiera hallarlos, y el Nigromante se ofreció a traerle un par de ellos para aquella fiesta, en que forzosamente tendría que dar la mano al bailar y al despedirse de las otras damas, y le trajo un par de guantes de tirar al florete340, y D. Quijote de los puso contento, mostrándolos a Dulcinea, que le dio por ello infinitas gracias.

La figura del caballero, de frac y con guantes de esgrima, provocaba en el salón las risas y los cuchicheos, que él atribuía al regocijo de aquella reunión, y todos alababan el singular donaire y habilidad de Dulcinea para conseguir semejante burla, sin que el caballero cayese en la cuenta de ello.

Reclinose la dama sobre un canapé, debajo de un espejo grandísimo de dorado marco, y allí fue D. Quijote a sentarse a su lado en un taburete, y todos se apartaron algo para que celebraran su íntimo coloquio, como dos verdaderos prometidos.

-Dijísteisme, desde la Patagonia, ¡oh soberana dueña de mi voluntad! -murmuró en voz queda D. Quijote-, cuando os dirigí desde esta casa, por eso que llaman teléfono, aquella amorosa y tímida pregunta, que esperar era merecer, y yo os ruego que, pues tanto vengo esperando desde que en vos puse mi corazón y pensamiento, merezca ya de vuestra piedad y ternura algo de correspondencia en el puro amor que por vos sentí y seguiré sintiendo hasta exhalar el último suspiro.

-A daros vine en persona esa respuesta, ¡oh mi gentil caballero! -exclamó Dulcinea bajando los ojos aparentemente de rubor-. Mas no es cosa de que os lo diga claramente, sino que os lo dé a entender como hacen las doncellas recatadas; y para significaros cuál será mi inclinación, dígoos que la causa de la guerra que hoy hago en aquel país de gigantes fue que el Rey de la Patagonia solicitó mi mano, prendado decía de su hermosura y para unir aquel reino con el imperio del Toboso y hacer el más formidable estado de la tierra, y como por vos le desprecié, declaró que vendría sobre mis estados con cincuenta mil navíos, a lo que yo me anticipé yendo sobre los suyos con mis guerreros manchegos, derrotándole en la primera batalla, después de la cual he ido tomando sus ciudades y exterminando a sus gentes, que tienen todas cincuenta palmos de estatura.

-Eso que me contáis lléname de júbilo -respondió D. Quijote-, pues me muestra con hechos, más claros que las palabras, que soy el más feliz de los caballeros andantes y vos, señora de mi alma, la más bondadosa y adorable de todas las Reinas; y pláceme que todavía queden allá trescientos mil patagones vivos, para correr en derechura contra ellos y rematarlos, luego que cumpla mi promesa de ganar el imperio de Andorra para mi escudero Panza y su mujer Panza Alegre y su hija Pancica.

-Si eso habéis prometido -replicó Dulcinea-, eso es primero; pero yo esta misma noche he de volar a aquellos lugares de guerra y exterminio, a donde llegaré de madrugada, y lo que puedo hacer es entretener un poco la persecución, para dejaros el gusto de combatir y acabar vos solo a la mitad de esos patagones que quedan, y entre ellos al Rey, al que tendréis más ganas que a todos juntos.

-Sí que se las tengo -interrumpió D. Quijote vivamente-, y tanto, que, no ya teniendo él cincuenta palmos de estatura, sino quinientos o más, le habría de derribar en tierra como David a Goliat y luego cortarle la cabeza a cercén, para mostrárosla como ejemplar castigo de su audacia. Mas, decidme ahora, dulce señora mía, ¿cómo podéis ser tan fuerte en los combates, siendo de tan fino y delicado cutis? ¿cómo esas blancas manos, que parecen hechas para ensartar perlas de Golconda341, pueden blandir la espada y lanza? ¿Cómo ese bello rostro y gentil cabeza se avienen con el casco, y ese busto hechicero con la armadura?

-Todo se avino así -respondió Dulcinea-, en las Marfisas y Bradamantas342 y demás doncellas andantes de los libros de caballería, y nunca fue obstáculo su delicadeza y beldad a que vistiesen los arreos de guerra y venciesen a muchos caballeros, y todos estos anillos que veis en mis dedos son preseas de mis victorias, sobre los más esforzados.

-¿Entonces hacéis vos con ellos -dijo D. Quijote- lo que Aníbal con los caballeros romanos en la batalla de Cannas343; que fue romper de sus cadáveres los dedos y sacarle la sortija que cada uno llevaba, con lo que llenó muchos modios, que eran especie de celemines de medida de granos que entonces había?

-Justo -afirmó Dulcinea-; eso hago y por cierto que tengo ya reunidas unas tres mil fanegas de sortijas de distinguidos campeones que vencí; solamente que no puedo llevarlas todas en los dedos y elijo unas pocas cada día, para mi adorno.

Quedó D. Quijote suspenso y maravillado de saber eso de las tres mil fanegas de sortijas, y convencido de que Dulcinea era más victoriosa guerrera que Aníbal, y aun estuvo por pensar que le aventajaba a él mismo en esfuerzo y valor; pues él no había llegado a juntar ni un celemín siquiera, sino una sortija sola, que fue la que se tragó y echó al río, y para eso era regalada.

Tembló, pues, de que su dama le preguntase por la cosecha de anillos que hubiera él reunido, pues no le podía mentir, ni creía gallardo decirle aquella verdad desnuda, así que trató de mudar la conversación; pero Dulcinea, que iba a ese fin, no dejó el tema, e hizo al cabo a D. Quijote la fatal interrogación, teniendo que decirle éste que ningún caballero por él vencido llevaba sortija, y que no puso su empeño en reunir cantidad de éstas, pero que en adelante lo haría, prometiendo que cuando fuera con ella al altar, aportaría otras tantas fanegas de aquéllas, empezando por la del Obispo de Urgel, dueño del Reino de Andorra, que tenía que conquistar enseguida.

No dejó D. Quijote de contar a su dama el lance del talismán de oto y piedra azul, y cómo lo había perdido quizás para siempre, según había referido también al Príncipe y al Nigromante en sus conversaciones; pero que aguardaba encontrarlo en el buche de algún pescado, cual suele acontecer, y más si ella dudaba de su veracidad; y como Dulcinea dijera que no dudaba, pero que bien podía ser que en algún momento de olvidarla lo hubiera dado a alguna otra dama más hermosa que ella, el caballero juró de rodillas que jamás la había tenido ausente del pensamiento, y que la sortija se la había tragado y echado después al río Amazonas, que él llamaba así al Manzanares344, sin poder hallarla después en parte alguna.

El Nigromante y sus amigos, que oyeron la última parte de la conversación, aprovecháronla para remate de la fiesta, y buscando entre todas las damas una sortija de piedra azul y de oro, combinaron la última sorpresa del zarandeado caballero.

Después de otro rato de finezas y amorosas palabras entre D. Quijote y Dulcinea, en que ésta le pidió un mechón de cabello y aquél un rubio y largo rizo del suyo, prometiéndoselos mutuamente, interrumpieron la amorosa plática los Embajadores, y el Nigromante dijo que debían pasar todos al comedor, donde les aguardaba la cena.

Así lo hicieron, yendo la primera Dulcinea, de la mano de D. Quijote, y detrás todas las otras damas con sus caballeros, y ocupando aquélla la presidencia, como de mayor categoría, por ser Emperatriz, y no tener el Nigromante señora que hiciera aquellos honores, y sentados todos ante aquella mesa amplísima, cubierta de manteles adamascados, llena de flores, con vajillas de porcelana de Sèvres y centros de plata y cristal, de que salían plantas caprichosas bajo las estrellas eléctricas de una lámpara que parecía de oro y de un techo resplandeciente de bombitas de muchos colores, comenzó el banquete, en que reinó la mayor alegría y posible comedimiento, por estar advertidos todos de que D. Quijote caería en sospecha si veía algo fuera del natural decoro.

Creyó el caballero buenamente que aquéllas eran todas reinas y damas de alto coturno, que hacían honor a Dulcinea, y aquéllos, Príncipes y Embajadores por lo menos, e invitado a que refiriera la aventura de la sortija, hízolo con todos sus detalles, menos el de su batalla con las Amazonas, cuando en aquel momento, en que se lamentaba de la pérdida del anillo, trajeron a la mesa unos lechoncillos asados al horno, y al ir a abrir la garganta del primero se encontró en ella atravesada una sortija con piedra azul, tal que al verla D. Quijote declaró que era el perdido talismán, y que se había cumplido su sospecha de que volvería a encontrarlo, para satisfacer las dudas de Dulcinea.

-Verdaderamente -dijo ella-, que éste es el talismán que yo di a la Emperatriz de Villacañas y que ella os entregó como al más valeroso caballero, y que el encontrarlo atragantado en ese cochinillo prueba que no lo tenéis vos, cosa que era sabida; pero no es demostración de lo demás de vuestro relato, y eso acrecienta en vez de desvanecer mis sospechas; porque, si os lo tragasteis y luego lo arrojasteis al río, no un cochinillo, sino algún pescado de agua dulce debió traérnoslo aquí, so pena que me demostréis que hay cochinillos acuáticos y que uno pudo debajo del río sorbérselo.

-¡Juro a mi Señora Dulcinea -dijo D. Quijote-, y a todas estas reinas y damas que es la verdad cuanto dije!, y no sé cómo haya venido ese talismán así, como no sea porque el encantador mi enemigo haya trocado el pescado de agua dulce que debió de tragarse el anillo en lechoncillo terrestre, para ocasionar estas perplejidades.

-Yo os lo explicaré todo -exclamó el Nigromante-, que por mi ciencia oculta sé cómo pasan esos sucesos. Lo que dice el señor D. Quijote es la verdad sin mácula, y el primero que se tragó el anillo fue él mismo. De su estómago saltó al río por los retortijones que él nos contó; allí había un pez con la boca abierta que se lo engulló; el pez fue tragado después por un salmón; el salmón navegó río abajo hacia el mar y fue devorado por un delfín; a éste se lo tragó un tiburón, y a éste después una ballena; la ballena murió al arponazo de un pescador; el pescador la deshizo en aceite y arrojó los despojos inútiles al corral de su casa; en el corral tenía un cochinillo que los escarbó, y entre ellos estaba la sortija, que se le atravesó al lechón en la garganta, y con la que ha venido al horno y a la mesa.

-Eso tenía que ser -dijo D. Quijote regocijado, y Dulcinea le devolvió su confianza, desvaneciéndosele las dudas; de lo que aquél quedó contento, guardándose la sortija para sus futuras empresas.

Siguieron comiendo y bebiendo alegremente, y luego, alzados los manteles, se bailó un minué345, para el que D. Quijote volvió a ponerse sus guantes de esgrima, a fin de no tocar a las otras damas con la epidermis. Dulcinea anunció enseguida que tenía que partir a la Patagonia, y por ruego del sobrino de D. Lucas dijo a D. Quijote que él saliera también al siguiente día hacia el Imperio de Andorra, dirigiéndose a Urgel, a tratar con el Obispo la rendición de aquel ejército.

D. Quijote así lo ofreció; pero antes solicitó rendidamente de la dueña de su voluntad que saliera a la reja de aquel castillo como Oriana le otorgó a Amadís, a darle el galardón y recuerdo ofrecido346; en cuyo adiós él le entregaría el mechón de su cabello también; y ella bajó presurosa, y el caballero se despidió de todos yendo a la convenida reja, donde Dulcinea aguardábale y en la que, haciéndose aún sus últimos encargos y juramentos, ella le cortó con unas tijeras, como Dalila a Sansón, un puñado grande de cabellos, en tres o cuatro trasquilones, dejándole media cabeza pelada, y a la vez le entregó envuelto, en un perfumado pañolito, el rizo dorado de los suyos, que D. Quijote palpó y besó en la oscuridad; y, llegando acompañado del Príncipe al palacio de D. Lucas, deslió el pañuelo para ver aquella divina madeja, encontrándola algo bronca y estoposa, como si fuera de cáñamo, enseñándola al Príncipe y diciéndole de quién era, y asegurándole éste que era positivamente un bellísimo rizo; por todo lo que creyó el caballero que sólo el sortilegio del encantador Fristón su enemigo se lo trocaba en vil estopa; pero que era en realidad largo fleco de oro de los cabellos de Dulcinea y que debía guardarlo como el tesoro más preciado del mundo.



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