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»Adiós, pues, señora y señores míos, y adiós, mi bueno y leal escudero, último vástago de los Panza, cuya fe ha sido premiada en ti, como has visto. Corre a tomar posesión de ese andorrano Reino y rígelo sabia y prudentemente, no como Rey, sino como padre. No olvides que el hierro puede conquistar, pero que sólo la templanza y el amor saben conservar y mantener; y, guardando las costumbres y leyes de esa particular nación pirenaica, no la separes del tronco de la madre común España; que la más lozana rama suya, que creyera tener savia propia, hondamente recíbela del tronco y sin él resultaría estéril leño.

Todos se agruparon en torno al caballero y el Príncipe le abrazó entonces de corazón, diciendo para sí que era lástima no fuese verdad tanta belleza; pero comprendiendo que hacían grandísima falta locos de esos que, a fuerza de disparatar, llegan a pensar nobles y elevadas cosas, lo que no ocurre a los sanos y pulcros de entendimiento, que, a fuerza de pensarlo y hacerlo todo con número y escrupulosa medida, no sacan a nadie, ni salen ellos mismos, de la vulgar rutina y pequeñez.

Panza no quería dejar a D. Quijote; pero éste le mandó nuevamente quedara al cuidado de su Reino, diciéndole que ya oiría hablar de él a todas las trompetas de la Fama; pues hasta allí no había realizado sino breve parte de sus intentos; y estando ensillado Babieca, y todos a las puertas del castillo de Solsona, montó resuelto el caballero, se despidió nuevamente del Conde y de la Emperatriz y de todos los demás, y tomó cuesta arriba hacia las cúspides del Pirineo, por cuyos cerros se le vio asomar la alta y flaca silueta, bañado del sol que se ponía y que le circundaba como aureola de gloria.

Panza quedó triste y acongojado, y pidió permiso al Conde para esperar allí a su mujer e hija, y poder partir con ellas hacia Andorra, y el Conde otorgóselo, diciéndole que él también saldría aquella noche del castillo, ya que tenía salvoconducto para ello, por tener ganas de respirar fuera de él otros aires; pero que, entretanto, podía Su Majestad el Emperador Panza I quedar todo el tiempo que gustare en aquella fortaleza y de él cuidaría el comandante de la milicia que en ella había.

Panza lo agradeció y enseguida escribió a su mujer una carta, que decía de este modo:

«Inolvidable Panza Alegre: ahora sí que puedes alegrarte más que en toda tu vida y brincar de júbilo al recibo de estas letras. Ya eres Reina y Princesa Pancica. Todo lo cumplió punto por punto mi señor D. Quijote de la Mancha, y mira qué bien hice en entrar a su servicio y desoír tus consejos, que, como de mujer, eran tímidos y apegados al terruño. Si los hubiera seguido, poco hubiera medrado. Porque yo me guié por mi natural talento y pensé que sólo se engrandece el que se arrima a los grandes; he llegado a lo alto426. Ayer ganamos el Imperio de Andorra y anoche me coronaron Emperador. Hecha es nuestra fortuna, y sólo deseo que te pongas en camino con Pancica, para hacer la entrada en nuestros Estados. Vende cuanto tenemos, que para ello te doy poder en esta carta. La tierrecilla de labor dala por lo que sea; los mulos, por lo que den, y los muebles regálalos; que ya tendremos aquí muchas tierras y casas-palacio y tiros de caballos, para vivir y solazarnos a nuestras anchas. No retardes eso que te digo, y toma billete de primera en el tren correo hasta la estación más próxima a Urgel, y con Pancica vente, que os espero ansioso. Dale besos a ella y tú toma un abrazo de tu Juan.»

Escribió esto reservadamente Panza y mandó la carta al correo, y de allí a tres días presentáronse llenas de alegría su mujer y su hija, con vestidos nuevos, como de fiesta, bien lavadas y aseadas y cabalgando a la mujeriega en sendos mulos.

Corrió Panza a recibirlas y, olvidándose de la gravedad debida a su alto rango, salió solo y a pie y las abrazó y besó y las hizo entrar en el castillo, admirándose ellas de ir a habitar aquella fortaleza.

El Comandante general, que se vio con toda la familia Panza de hospedaje, no hallaba medio de despedirla, y aquel día tuvo que sentarla a su mesa; aunque no se arrepintió, tantas fueron las simplezas que oyó de aquellas dos rústicas, que ya se imaginaban Emperatriz y Princesa respectivamente. Pero cuando sintió más las consecuencias de las invenciones de sus amigos del Veloz-Club, fue al saber que aquella familia había malbaratado sus tierras de labor y cuanto en la Mancha tenía para venir a tomar posesión de la imaginaria corona.

Al día siguiente púsose en camino Panza, con su mujer e hija, hacia Andorra, por el único sendero practicable que a aquel valle conduce. Iban en sus mulos y a la mujeriega las dos Princesas ilusas, y Panza en su mula coja, a la que había cobrado cariño, por haber sido su compañera de aventuras, de zozobras y dificultosa empresa de su amo.

A decir verdad, todavía desconfiaba algo Panza Alegre y, conforme subían por aquellas cuestas y cerros, preguntaba a su marido cómo se había hecho aquello del Imperio, y Panza le contaba todo lo sucedido, desde que D. Quijote y él las dejaron acongojadas y tristes.

-¡Ay, marido mío! -decía Panza Alegre-, si no fuera verdad lo de ese trono y corona, qué desgracia para todos.

-Calla, mujer -respondía Panza-; que lo que yo vi con mis propios ojos no lo puede negar nadie.

-¿Qué viste de ese Reino? -replicaba aquélla, si ahora es cuando vamos a él; que yo creía que cuando nos llamaste era que ya estabas dentro y posesionado del mismo.

-¡Qué vi! -exclamaba Panza-. Todo lo necesario para persuadirme; tal que, aunque hubiera sido yo aquel Santo Tomás, que no creía hasta que tocaba, no me hubiera quedado tampoco duda alguna. Vi y oí al Conde de Urgel hablar de su abuelo, a quien el Obispo de esta diócesis había quitado por malas artes su Andorra; oí referir el parlamento habido entre D. Quijote y el Obispo, pidiéndole aquél la entrega del Reino y negándosela éste; asistí a la estupenda batalla librada entre D. Quijote y los quinientos mil guerreros del Obispo, de que salió aquél vencedor y recogimos por botín una faja y una mochila, que es ésta que aquí llevo para testimonio de verdad; vi con mis propios ojos huir aquellos quinientos mil soldados episcopales, perseguidos por mi amo, que hizo en ellos gran carnicería; vi el mensaje del Obispo, negándose después de la derrota a la entrega de Andorra, mientras no le venciera a él mismo en desafío cuerpo a cuerpo, en que por poco si lo perdemos todo, porque el tal Obispo no era manco, pero de que salió D. Quijote triunfante ganando este Reino definitivamente; y tengo aquí, que Pancica puede leerla, el acta de rendición del Obispo y de entrega del Imperio a D. Quijote, para que él lo rija o ceda a quien le venga en gana, y al pie de ella la cesión que me hace de esos Estados y de su corona. Con que ya ves si vamos sobre seguro a la capital del Reino ese, como Reyes y señores; de lo que todas sus gentes, milicias y autoridades estarán ya avisadas.

-Todo lo paso -decía Panza Alegre-, menos lo de que aquel caballero largo y flaco, que apenas podía tenerse en pie con sus hierros, venciera él solo a un ejército tan grande. Eso me hace desconfiar y pensar si será todo ilusión.

-No, madre -decía Pancica-; que parece que te empeñas en que yo no sea Princesa de veras.

-Muchas cosas me han sucedido de fantasmagoría -dijo Panza- desde que salí de mi casa; pero hay dos en que no tengo más que creer a puño cerrado: una es ésta del Imperio, y otra las cuerdas de chorizos extremeños de la despensa de D. Lucas. Y Panza confesó a su mujer cómo estuvo a punto de morir de un cólico miserere, como su tatarabuelo, y de malograrlo todo por su inclinación a la gula.

Hicieron alto para almorzar de lo que llevaban en una angostura que dos montes hacían, parando solamente lo preciso para continuar la ascensión a aquel valle de Andorra, circuido de abruptos y altísimos cerros.

Por fin, a media tarde, lograron dominarlo, y era bello el panorama que ofrecía desde los empinados riscos de las cumbres, con su río Valira427 pasando por medio, y sus aldehuelas o parroquias a ambos lados diseminadas.

Sorprendiose Panza de que no hubieran salido a recibirle a la frontera los Vegueres y demás autoridades y algún gentío, y de que en todas las parroquias aquellas, que se veían de miniatura desde las cimas, no se hubieran echado las campanas a vuelo; pero todo lo atribuyó a que, no habiendo él anunciado su ida, aquellas poblaciones la ignoraban y no tenían hecho preparativo alguno; cuanto más que el Obispo de Urgel, a quien importaba ocultar todo el tiempo que pudiera su derrota, tal vez no había comunicado directamente a aquel Reino su capitulación.

Con grandes dificultades descendieron al valle, en cuyas piezas de cultivo se veían acá y acullá campesinos ocupados en sus tareas, y en cuyas extensiones de pastos y montes se divisaban pastores apacentando sus ganados.

Al llegar a la falda de la montaña la imperial familia, algunas gentes de aquellas labores, viéndola de lejos, paraban sus trabajos para curiosear quiénes serían aquellos viajeros, que visitaban aquel apartado y poco frecuentado valle.

Por fin, Panza topó con un pastor que venía frente a él con su rebaño, y le preguntó si sabían en aquel Principado que ya no ejercía autoridad ninguna el Obispo de Urgel; y como el pastor le contestara que lo ignoraban y que ellos creían lo contrario, tuvo ya por cierto Panza su sospecha de que nada les había avisado el taimado Obispo.

-¿Quién hace aquí de autoridad ahora? -preguntó Panza al pastor.

-Mi amo el señor Veguer -dijo éste-; que es uno de los dos que esto rigen, y vedle que viene por allí caballero en su percherón.

Efectivamente, con su traje del país y calzadas sus grandes espuelas vaqueras, el Veguer venía por aquella senda, montado en un recio y bajo caballo francés.

Al acercarse al pastor, le saludó éste con gran respeto y le dijo que aquellos forasteros preguntaban por él en aquel momento en que le vio venir.

Inquirió el Veguer qué deseaban, y entonces Panza le respondió con grave majestad que él era el nuevo Emperador de aquellos Estados, y que iba a tomar posesión de ellos, por haberlos perdido el señor Obispo de Urgel en guerra habida con el famoso caballero D. Quijote de la Mancha, que se los había cedido.

Púsose muy serio el Veguer y tuvo el mentís en el pico de la lengua; pero contentose con replicar que no admitía burlas ningunas, y que ni el Reverendísimo Obispo de la Seo de Urgel mantenía, que él supiera, guerra con nadie, ni gozaba de facultades para abdicar de sus derechos al Principado.

Insistió Panza, contando al Veguer lo ocurrido y la recia batalla en que D. Quijote había vencido a los quinientos mil soldados del Obispo, y entonces éste barruntó que era loco; mas como Panza Alegre y Pancica salieron a la defensa de su razón, y él mostrase el acta de capitulación, leyola el Veguer con mucha pausa y la devolvió, diciendo que aquél era un papel apócrifo; porque ni el contenido suyo era creíble, y más semejaba una mofa, ni el Obispo de la Seo de Urgel que lo subscribía se llamaba Luis, ni aquélla era su firma, ni aquél tampoco su sello, como podía verse cotejándolo todo con otras órdenes, que llevaba consigo, del Reverendísimo Prelado.

Panza, que las vio con sus propios ojos, no quería creer ya el testimonio de ellos, tan dados somos a no prestarles fe en lo adverso y sí en lo favorable.

Panza Alegre y Pancica habíanse quedado mudas, y Juan Panza, cayendo en la cuenta de que vio una vez al Conde asegurándose las barbas, como si fueran postizas428, y de que le pareció, cuando el famoso desafío, que el Obispo, al tirar la mitra hacia atrás, no tenía corona ninguna429, comprendió toda la magnitud de su torpeza y desdicha y comenzó a llorar amargamente.

Pronto unieron sus sollozos a los de él su mujer y su hija, y el Veguer, conmovido, trató de consolarles, diciéndoles que, puesto que iban engañados de buena fe, se fueran con él a su casa, que no les faltaría cena y cama aquella noche, pues no debían pasarla por las peligrosas veredas de aquellos montes; a lo que ellos cedieron, no teniendo otro camino.

En la casa del Veguer comió, aunque desganada, toda la familia real; contando el malogrado Emperador al Veguer sus aventuras, o por mejor decir sus desventuras, desde que sacó a D. Quijote de la cripta.

-¡Ay, Señor Veguer! -decía el que hacía poco le hablaba como un Rey a un vasallo-; en mala hora me dejé llevar de la conseja, que vino a mí desde mis abuelos, de que sirviendo a aquel caballero de otras edades, si despertaba, me entraría por las puertas la fortuna.

-Ya te decía yo -exclamaba Panza Alegre-, que no debías meterte en libros de caballerías, ni dejarte llevar de sus arcaduces, embustes y enredos, y que harto mal le resultó de ellos a tu tatarabuelo, encontrando por todas partes golpes y puñadas.

-No tiene la culpa D. Quijote solo -añadió Panza-; sino todos los grandes personajes que nos hemos tropezado, desde la Emperatriz de Villacañas al Conde de Urgel y al fingido Obispo; mas lo que no puedo explicarme es aquello de los quinientos mil hombres; que ésos no eran fingidos, sino soldados de veras y de todas armas, que yo los vi por mí mismo avanzar disparando millones de tiros protegidos por el fuego de la artillería y luego por multitud de escuadrones de caballería, y vi que todos retrocedieron ante D. Quijote y que éste les persiguió y alanceó gallardamente.

-Sea como sea -dijo el Veguer-, no se os debió ocultar que un solo hombre, aunque fuera el Cid Campeador, era muy poco para tantos.

-Lo peor de todo -exclamó llorando Panza Alegre y dirigiéndose a su marido-, es que por tu carta tan rotunda, que así lo ordenaba, hemos malvendido nuestra labor de la Mancha y nuestro par de mulos y deshecho la casa y regalado los mueblecillos y gastado en venir en tren con billete de primera, como Princesas, y ahora volvemos, no sólo corridos, sino empobrecidos y arruinados.

-Tienes razón, mujer mía -respondió Panza-; que mayor locura que la del loco es la del cuerdo que le oye y cree y sigue en sus maquinaciones. Nosotros vivíamos, si no con holgura, en paz y sin hambre, con el producto de nuestro campo y de nuestro apero y, por subir de aquella humildad a una imaginaria bienandanza, lo hemos perdido todo. Salí de mi patria430, vendí mi hacienda, caí en la miseria; pero Dios mejora sus horas. Volvámonos como sea a nuestra tierra manchega; que allí, azadón en mano, yo te aseguro que he de recuperar lo perdido, pues esto del trabajo no es ningún libro de caballerías.

-Así es la verdad -dijo el Veguer-; que nosotros somos cinco mil en estas aldeas, tenemos suelo pobre, estamos rodeados de cerros abruptos y de nieves todo el año, y comemos el pan con el sudor de nuestro rostro, prosperamos con nuestro trabajo, nos resulta pródiga la tierra y, como no tenemos ambiciones, vivimos humildes pero tranquilos, y somos, como ningún pueblo, libres y dichosos.

Pancica gimoteaba, a todo esto, viendo desvanecido su Principado; pero el Veguer, que ya había reparado en lo gracioso y garrido de la doncella, le dijo que no llorara más y que, si ella consentía, no se iría de allí y sería Princesa de aquellos Estados.

-Yo -dijo a sus padres-, soy mozo y libre; estoy aquí en lugar del Príncipe, y esta vuestra hija me ha encantado por su sencillez y hermosura. Aquí podemos quedarnos todos. Si ella no tiene dote, yo no necesito otra que la de su alma cándida, ni más caudal que su honradez y buenas prendas. Si os vais a la Mancha, volveréis corridos y pobres; mientras que en este valle compartiréis conmigo la medianía y el respeto de las gentes.

-No -dijo Pancica-; muy obligada quedo al señor Veguer, por los buenos ojos con que me mira y el noble recibimiento que nos ha tenido. Pobres somos, y pobres seremos, y yo, que me dejé deslumbrar por una fantasía de novela, debo pagar en la pobreza mi poco juicio. Si mi padre trabaja con el azadón, yo haré labores de aguja con mis manos. Si alguna vez reúno dote y el señor Veguer me busca y podemos igualar bienes de fortuna, yo le contestaré entonces que sí, porque se lo merece; pero, mientras, repito que no, y no lo tome a desaire.

Cortó la palabra de la muchacha la llegada de un mensajero, que buscaba al señor Veguer con un pliego urgente.

Abriole éste y vio que decía: «Señor Veguer. Por imaginarias conquistas del caballero D. Quijote de la Mancha, aparecerá en ese Valle, creyéndose Emperador, su buen escudero Juan Panza. Entre desilusionar al iluso caballero o hacer caer de sus ilusiones a su crédulo servidor, hemos preferido esto último; porque el primero no podría vivir sin ellas, y el segundo debe ser libertado de ellas para vivir en paz. Pero el daño causado en la modesta hacienda de éste, malvendida por buscar un fantástico Reino, debe ser reparado, y así os envío junto un talón del Banco del España, por cinco mil pesetas, cobrable en la sucursal de Huesca, para que os sirváis entregarlo a Juan Panza y que lo pueda realizar431, y si no acepta él este donativo, que sirva de dote a su hija Pancica, inocente en todos estos desastres.»

Quedáronse todos suspensos, y entregando el Veguer el talón a Panza, éste lo dio a Pancica, diciéndole: «Ya tienes tu dote», y ella, volviéndose entonces al Veguer, lo miró con rubor y los dos parecieron entenderse y se dieron las manos.

Así ganó la familia Panza los dominios de Andorra. Para el escudero, que fue por la inesperada dote; para la madre, que todo se debió a la gracia y gentileza de Pancica; pero ésta lo atribuyó y agradeció a D. Quijote, no hallando ya tan mal sus imaginarias empresas; que a lo menos le trajeron esto de positivo, por caminos inesperados y designios ocultos.






ArribaAbajo Libro segundo


ArribaAbajo Capítulo I

De cómo pasó D. Quijote una noche en los Pirineos


Dejamos a D. Quijote trepando con Babieca por las más enriscadas cumbres del Pirineo, bañado del sol poniente y propuesto a abandonar a su caballo sueltas las riendas sobre la crin, para que él eligiera el sendero que le agradase, pues que todos habían de conducir a algún pedazo de planeta arrebatado a la corona de España, que estaba comprometido a recoger por el esfuerzo de su victorioso brazo432.

Ufano marchaba cerros arriba, como si aquella barrera fuera el único obstáculo que había de franquear para caer en campos y ciudades que a su sola presencia se le rendirían, y hubiérase dicho que deseaba aprovechar los últimos rayos de la luz poniente, para resultar más pronto por el otro lado de aquellas sierras. Pero fuera que el sol caía deprisa o que Babieca, cansado al fin, iba despacio, sorprendiéronle en plenos chaparrales, primero las nieblas y penumbras y luego las nocturnas sombras.

Echó de menos a su escudero, que hubiera podido hacerle compaña en aquella correría o dádole conversación, con la que a veces las vías más peligrosas se andan sin cuidado, y pensó cuán desinteresado y noble era el ejercicio de la caballería andante, que da a los extraños bienandanzas y reposo, mientras los caballeros siguen su azarosa vida, sin otro lucro que su gloria.

Viéndose en aquella enmarañada selva de encinas, de chaparros y de monte bajo que le llegaba a las rodillas y que dificultaba el andar de su caballo; oyendo los temerosos ruidos del bosque, que ya semejaban silbos, donde el viento hallaba camino entre las ramas, ya resoplidos graves, donde las movía sin tener salida; dejó las riendas sobre el cuello de Babieca para que tomara la determinación que el caso requiriese; mas éste se plantó en firme, resistiéndose a pasar adelante y puso las orejas de punta, como si presintiera algún peligro.

Acordose D. Quijote de Ferragús, cuando perdido en el bosque de igual manera, por término de sus desastrados pasos se halló delante de un castillo, y comenzó a recitar aquellos versos que describen este encuentro:


Perdió tras este afán lo que del día
hurtar le pudo al enriscado monte,
hasta que el soplo de la noche fría
todo el oro barrió del horizonte;
que sin trillada senda ni otro guía
los pasos le pusieron, de Clarionte,
a las grabadas puertas del castillo,
llamando en duda si querrán abrillo.433



Ya se imaginaba que hallaría otro igual a la salida de aquella selva, y que al hueco de una ventana saldría otro gigante de barba cana y cara denegrida, parejo en estatura al coloso de Rodas434, que pondría faz alegre, para atraerle mejor; y ya fantaseaba sobre el castillo aquel imaginándoselo «la torre al cielo junto, las nubes taladrando con su punta», y en los anchos patios bello enredo de damas, y las salas todas labradas de oro y pedrería, y la cuadra entoldada de brocado; viéndose recibido en palanquín de sándalo y regalado por aquellas damas hermosas, más que lo había sido en la morada del Nigromante; hasta que, apareciendo el gigante señor del castillo aquel, fuese creciendo su horrenda figura, y al tocar el techo del palacio lo deshiciera y se trocara en la Señora Galiana, como se cuenta en el poema de Balbuena435.

No dudaba D. Quijote de que a la sazón el gigante se trocaría más bien en Dulcinea del Toboso; puesto que el convertirse antes en Galiana fue por tratarse de Ferragús, tan enamorado de ella; y con estos pensamientos espoleaba a Babieca, para llegar cuanto antes a la salida, a lo que el caballo respondió dando algunos pasos más, pero también algunas coces, haciendo estanco en su camino436; cosas que no había hecho hasta entonces, porque tampoco se hubo encontrado en tan medroso aprieto.

-¡Hola, D. Camello! -dijo D. Quijote indignado-; ¿conque también vuesa merced da coces contra el aguijón y quiere despeñarme como Clariondo a su dueño, y tiene miedo de seguir adelante, después que ha visto por sus propios ojos tantas hazañas mías? No se me revolvió así en la batalla de los Cuervos, en que batimos a los ejércitos episcopales, y no obstante allí corrimos mayor peligro. Sepa, Señor Dromedario, que jamás se me desmandó Rocinante en tal manera; ni soy yo para aguantarlo, y que ha de andar por esa oscura selva velis nolis437, que ya tendrá cuadra, no desmantelada sin toldo ni zarzo438, sino con toldos de brocatel439 y pesebres de plata fina.

Concluido este discurso, espoleó con más fuerza al palafrén y éste se vino a buenas, como si se hubiera convencido a tantas razones; pero cuanto más se internaban en aquel bosque, más difícil se hacía el ir adelante y más densa y temible oscuridad. Ni ésta, ni los silbos del viento o de la caída del agua por lejanos barrancos, amedrentaron a D. Quijote, que se acordaba del mucho ruido y poco resultado de la aventura de los batanes; hasta que llegando a un extremo en que no se pudo pasar más, decidió echar pie a tierra y aguardar allí a que clarease el día.

Iba a ponerlo por obra, cuando en aquel instante saltó un corzo, que al caballero le pareció un fantasma endemoniado de la selva, y a poco llegaron unos perros que comenzaron a ladrar y a querer hacer presa en Babieca, teniendo D. Quijote que defender a lanzadas a su caballo; y no tardaron en oírse voces humanas, que eran de unos monteros que recogían después de la batida de la tarde los perros descarriados, y que creían que aquellos que allí ladraban tendrían alguna pieza que conviniera recoger. Iban los dichos monteros con linternas que parecían, entre los encinares, danzas de fuegos fatuos; pero el caballero no se atemorizó tampoco, sino al contrario: los aguardó afirmado en sus estribos, hasta que, suspensos aquéllos de ver tan extraña figura a caballo, y él deseoso de aclarar aquel misterio de las luces que se aproximaron, se descubrieron todos, diciéndole éstos que eran monteros y ojeadores a quienes la noche había sorprendido recogiendo las traíllas, y manifestando él que era un cierto caballero andante extraviado en aquel chaparral.

-Véngase con nosotros, señor nuestro -dijeron los recién llegados-; que éste no es sitio a propósito para pasar la noche, como no quiera servir de cena a los lobos, ahora ahuyentados por la batida hecha de estos lugares, pero que volverán presto a sus guaridas. Cerca de aquí están nuestros amos, que son unos cazadores de gran afición y que tienen buena cortijada, excelente mesa y camas de sobra para todos, y este caballo tendrá también cuadra en que dormir y buen pienso que comer, que parece que le hace mucha falta.

-Pláceme sobremanera -respondió D. Quijote-; si bien yo empujaba a mi palafrén porque a la salida de este bosque debe de haber un castillo, en que me aguardan unas nobles damas; pero tan intrincado se ha puesto el camino que a él conduce, que será mejor esperar el día en el albergue de vuestros amos, si en ello son gustosos.

-Aquí, señor nuestro, no hay castillo ninguno -replicó uno de los ojeadores-, y nosotros conocemos a palmo estos lugares y no lo hemos visto jamás, y en cuanto a ser nuestros amos gustosos en dar albergue al caballero, lo fiamos por nuestra vida.

Echaron, pues, a andar, atados ya a la traílla los perros, y a D. Quijote le pareció que tal vez le engañaban aquellos mosqueteros de los farolillos oscilantes, y que bien podían ser algunos genios de la selva; pero cuando a la media hora vio unas grandes hogueras salir de un monte, y aproximándose encontró una grande cortijada con sus puntiagudos tejados, y oyó ruido y algazara de gente dentro de ella, pensó si sería el castillo imaginado el que ante sí tenía, transformado por aquellos duendes del bosque en campesina morada.

Formaban la partida de caza que albergábase allí gente dura y avezada a la montería440 cinco caballeros navarros, dos aragoneses, un francés avecindado en España y dos viajeros ingleses amigos de ellos, que habían deseado hacer una expedición venatoria de fuertes emociones, amén de los indispensables guías, guardas, ojeadores y monteros. El día había sido feliz, pues se habían cobrado tres corzos y cuatro jabalíes, y en aquella hora se preparaba la comida con las más ricas conservas y las mejor condimentadas viandas, a más del puré y de los asados, salidos de la cocina, donde oficiaban un cocinero y dos marmitones.

Llegar D. Quijote con los monteros, explicar éstos el encuentro de aquel caballero extraviado y recibir con grande agasajo y cortesía los circunstantes fue cosa inmediata; mas cuando le vieron cubierto de su vieja armadura, con espada al cinto y lanza de combate, maravilláronse mucho, no sabiendo qué hombre fuese aquél tan fuera del uso de los otros hombres, y menos el intento suyo al recorrer a caballo aquellos parajes peligrosos.

Los más sorprendidos fueron los dos viajeros ingleses, que venían a caza de cosas de España y que pensaron si aquel guerrero sería don Fruela441, o el Cid Campeador, o el Gran Capitán u otro personaje histórico sacado de su sarcófago; pero, cuando don Quijote, aligerado de su armadura, tomó asiento, y declaró que él era el Caballero de la Triste Figura, el invicto D. Quijote de la Mancha, y que venía de conquistar el dilatado Imperio de Andorra y de donarlo a su escudero Panza, la estupefacción fue general y los ingleses se miraron atónitos.

Uno de ellos era sobrino de aquel Mister Ticknor que escribió sobre nuestra Literatura con gran copia de conocimientos, y que descubrió lo apócrifo del Buscapié de don Adolfo de Castro; así que por ello y por haber leído mucho las obras de su pariente y ser aficionadísimo a las novelas de Cervantes, sobre todo al Persiles y al Quijote, tomo más interés en mirar y escudriñar a aquel extraño sujeto, que en lo enjuto de las carnes, en lo largo de los mostachos, en lo triste y amarillo de la faz y en los arreos, actitudes y palabras parecíase al héroe manchego, sin quitar pinta.

Todos, y el sobrino de Ticknor inclusive, creyeron desde luego habérselas con un loco de atar; pero era aquella su locura tan interesante y tan española, que no pudo menos de excitar viva curiosidad en ellos, singularmente en aquel nuevo cervantófilo y en el caballero navarro dueño de aquellos caseríos y coto; el cual, rompiendo el mutismo que les había causado aquella inesperada presentación, dijo de esta manera:

-Sumo gusto tenemos, señor nuestro y dueño, sea o no sea el auténtico D. Quijote, en recibirle en esta morada campesina y en que comparta nuestro albergue y aun, si lo quiere, en que sea de nuestra partida de caza; pero no he de disimularle la sorpresa que sentimos, porque todos pensábamos que el Caballero de la Triste Figura no fue nunca persona de carne y hueso, sino creación imaginaria de Cervantes, venida a su magín y trasladada a un libro de entretenimiento y enseñanza, escrito en una prisión442 y acabado en una triste noche sin lumbre ni cena; por lo que deseamos que vuestra merced sea servido de aclararnos este misterio de trocarse en persona real la imaginada por un novelista.

-Corren tantas invenciones en lo tocante a mí -respondió D. Quijote-, que no encuentro sino muy puesta en razón vuestra demanda, y después de agradecer este hospedaje que se me ha brindado y acepto, quiero aclarar esas dudas. Que soy yo persona de carne y hueso no creo haya quien lo niegue; que para persuadirse de ello bastará, si no la vista que suele ser engañosa, el tacto y el testimonio de todos los sentidos juntos. Que yo sea D. Quijote de la Mancha, tampoco cabe ponerlo en entredicho, que aquí está mi figura que lo pregona y allá por el mundo van los ecos de la fama de mis proezas, en esta nueva salida y tal vez última que hago al mundo de las aventuras. Dígalo, si no, la Emperatriz de Villacañas, atestígüelo el Príncipe D. Juan, pregúntesele al mismo cervantófilo don Lucas Gómez y al Conde de Urgel, que no han de decir una cosa por otra, y al Obispo señor de Andorra hasta ha poco, al que le gané su Sacro Imperio, venciendo a sus ejércitos reunidos de más de quinientos mil hombres; y sobre todo dígalo mi escudero Panza, que está ahora mismo sentado en su trono, gobernando aquel vastísimo Estado y trocado de rústico campesino en Emperador. Y, siendo esto así y no cabiendo duda en que yo sea persona real y el mismo D. Quijote, todo lo demás queda contestado; pues se reduce a que ese Cervantes Saavedra, tomándola de la falsa crónica del moro mi enemigo Cide Hamete Benengeli, compuso una novela divertida; pero que a pesar de sus burlas y donaires no ha podido oscurecer el brillo de mis hazañas ni la grandeza de mi persona; ya que en toda aquélla resplandecen mi valor en los peligros, mi fortaleza en los combates, mi constancia en los propósitos, mi fidelidad en los amores, y todas las demás virtudes de la andante caballería.

-Pero ¿qué valor ni fortaleza se necesitaban -exclamó el sobrino de Ticknor- para alancear ovejas y molinos de viento y tajar pellejos de vino tinto, y todo lo demás que Cervantes refiere?

-Más de la que hubieron menester vuesas mercedes -respondió D. Quijote conociendo que era inglés el que hablaba-, para destruir Armadas Invencibles, porque, para esto sólo contaron con los vientos y los tormentas, que no tienen ánima ni valor ninguno; mas yo, aun suponiendo que hubieran sido ovejas y molinos y corambres mis enemigos, como al arremeterles les vi y creí ejércitos y descomunales gigantes, necesité igual valor y temeridad que si lo fueran. Por eso el moro mi cronista, queriendo deslustrar mi gloria, la puso bien de manifiesto, y Cervantes haciendo un libro de burlas le resultó serio y hondo; pues presentándome como un loco inútil, el mundo halló en mí un loco necesario.

-¡Very good! -exclamó el otro inglés, que, aunque entendía y hablaba el castellano, no pudo menos de lanzar esta exclamación en su propia lengua; y los demás de la partida se quedaron perplejos ante el buen discurrir de aquel demente, que había dado en la manía de creerse D. Quijote de la Mancha.

El anfitrión, que quería convencerse de si aquel extraño personaje tenía o no las condiciones del valeroso caballero, ya que tomaba su nombre, intervino de nuevo en la conversación y dijo que ellos estaban obligados a creer y creían desde luego en su palabra de ser de carne y hueso D. Quijote, en esencia y presencia; pero que aún les faltaba comprobar si lo era en potencia también, o con los años pasados había perdido el todo o parte de aquella su fortaleza antigua; y que, para convencerse de lo que hubiera de cierto en ello, creía justo someterle a una prueba; a lo que D. Quijote respondió que estaba pronto a dar pruebas cumplidas de su esfuerzo, a pie y a caballo, con lanza y espada, y en campo o torneo.

-No es de esa clase -respondió el navarro- la prueba que yo pido, porque no es menester que repita vuestra merced la escena del caballero de los Espejos, al que ya le dio pruebas cumplidas de su invicto valor443. La prueba que pido es que, puesto que nos hallamos en este intrincado sitio de los Pirineos, nos acompañe en nuestra cacería, y vea si puede matar un oso que por estos contornos anda, y que es tan descomunal, que los perros le huyen, los ojeadores le temen y nosotros mismos no nos arriesgamos contra él. Es el oso que devoró a D. Favila444, y que se ha corrido a esta parte desde Asturias y crecido desde entonces en corpulencia y ferocidad.

-Sí que lo mataré -dijo D. Quijote-; cuanto más que no es un oso vulgar, que eso fuera empresa fácil, sino un oso descomunal y regicida; así que digan vuesas mercedes dónde y cuándo he de buscarle, y déjenme a mí solo con él, sin perros ni mosquete, sino a pie y con esta espada que llevo al cinto, que es la misma que usó Hernán Cortés en sus guerras contra los aztecas445.

Regocijáronse todos con la aventura y propusieron que irían a lo más espeso de la selva de aquellas cumbres al siguiente día, y llevarían al caballero con el intento secreto de darle un susto regular; no dejándole solo sino en apariencia, para ver qué hacía si topaba con algún lobo o jabalí de los que allá abundaban, y el anfitrión dijo que ellos le acompañarían hasta el sitio por donde el oso ferocísimo había de pasar, y se retirarían hasta ver si el caballero daba término a aquella temeraria empresa.

Comieron en alegre esparcimiento oyendo de él la relación de sus nuevas hazañas, entre las que fue para ellos la más divertida la del Obispo de Urgel, a propósito de la cual otro cazador añadió que acaso anduviera también el tal Obispo por aquellos sitios, convertido en otra fiera, si sabía que D. Quijote se arriesgaba a ellos, porque el prelado le guardaría gran ojeriza por su vencimiento, y querría tomar el desquite; asegurando D. Quijote que él se lo daría, y que no ya transformado en jabalí por ejemplo, sino en león o dragón le vencería nuevamente.

En estas y otras donosas conversaciones se pasó la velada, y los viajeros ingleses tomaban notas y dibujos de D. Quijote, sin que éste reparase en ello, seguros de poder llevar a su país la más sorprendente novedad de la celebración del tercer centenario de la obra de Cervantes, cual era la de haber aparecido D. Quijote en persona, para presenciarlo y renovar sus aventuras, entre las que había de sobresalir, sin duda alguna, su singular combate con el oso que mató a D. Favila.




ArribaAbajo Capítulo II

En que se cuenta la descomunal batalla de D. Quijote en la Selva Oscura


Apenas amaneció y se desentumecieron las montañas y se alzaron por el espacio apareadas las águilas reales, la tropa de cazadores iba ya camino arriba, a la llamada Selva Oscura446, donde rara vez se arriesgaban guías ni monteros.

Espesábase a cada momento el bosque, tal que la luz diurna no lograba esclarecerlo, y borrábanse las sendas, denotando el término donde la planta humana se había detenido, sin proseguir su avance antes de aquella ocasión.

Los cazadores habían dejado atrás sus caballos y D. Quijote a Babieca, en la última choza que encontraron, y marchaban a pie, abriéndose paso acá y acullá con sus cuchillos de monte y el Caballero de la Triste Figura con su espada. Todos iban armados de carabinas máuseres o de rifles, menos D. Quijote, que no quiso usar aquellos que seguía llamando mosquetes, sino su espada sola, a pesar de las recomendaciones de sus compañeros de montería.

-Ésta es un arma excelente -decía el caballero francés, enseñando su máuser-. ¡Ah! ¡si nosotros la hubiéramos tenido en 1870, no hubiesen entrado los alemanes en París, ni nos hubiéramos entregado en Sedan.

-Pensad, amigo mío -decía uno de los dos aragoneses-, que los alemanes no se habrían ido a la guerra con fusiles de chispa447.

Y como D. Quijote preguntara qué guerra fue aquélla de que él no tuvo noticia, se la fueron refiriendo de manera que el francés no se molestara; atribuyendo todas las victorias de los alemanes a los cálculos matemáticos de Moltke448 y al mayor alcance del armamento.

-¿Cómo es eso? -exclamó el caballero de la Mancha-. ¡La guerra por matemáticas y la victoria por el mejor mosquete! ¡A fe que si yo hubiera estado allí, hubiera vuelto las cosas a su ser natural; porque las matemáticas son para astrónomos y agrimensores y no para guerreros, y el triunfo debe ser del soldado y no del arma.

-Eso era antes -dijo el sobrino de Ticknor-; ahora no. Antes un león ahuyentaba y vencía todo un ejército de liebres; pero el progreso ha hecho ya que una liebre armada de máuser ponga en fuga y deshaga una manada de leones provistos sólo de garras y colmillos449.

-¿De manera -replicó D. Quijote- que todo se conjura hoy para auxiliar a los follones, dar la victoria a los cobardes y desterrar de la tierra a los valerosos caballeros? ¿Qué mundo va a ser éste, vuelto así del revés; ni qué Imperios van a quedarnos, que no parezcan nidadas de ratas?

-Caballero -dijo el otro al inglés de Cardiff-; el mundo moderno se debe a la industria y no a la guerra. El progreso, perfeccionando las armas, ha desterrado el imperio de la fuerza, y ahora el pueblo más rico y que puede comprar mejores acorazados y costear mayores milicias, como el nuestro, es el más grande y temido. Inglaterra, la más industriosa de las naciones y por eso la más próspera, iza su pabellón en todos los parajes del mundo, y hoy es para ella para la que no se pone el sol nunca450.

-Ya me habían dicho -replicó D. Quijote- algo de eso y también que nos estaba pisando un callo en Gibraltar; pero yo aseguro que he cortar a cercén ese pesado pie que nos echa encima, sin que le valgan sus muchos bajeles, ni su oro.

Miráronse los ingleses y uno a otro dijo en voz baja:

-Verdaderamente que cada español lleva dentro de sí un D. Quijote.

A lo que respondió el francés, que lo había oído:

-Poco a poco, amigos míos, que, si a eso vamos, cada inglés lleva un Sancho.

En estas conversaciones llegaron al centro de la selva y se distribuyeron los puestos, tocando a D. Quijote uno cerca del inglés carbonero de Cardiff, que se propuso ser el que le auxiliara caso preciso, y que armado, mejor que de máuser, de rifle norteamericano, esperaba ser el salvador del héroe manchego, al que veía a las primeras de cambio indefenso y aturdido con su renombrada tizona de Hernán Cortés, ante la acometida de alguna fiera.

Dirigiéronse los ojeadores con los perros a los puntos por donde creían que debían dar la batida, y con éstos y con estruendosas trompas comenzaron a echar de la Selva Oscura la caza escondida, para que saliera por la línea de puestos de acecho, en que la esperaban los tiradores. Media hora tardaron en oírse los ladridos, las bocinas y el tumulto, y en ese espacio de tiempo D. Quijote permaneció en su sitio, espada en mano, aguardando al matador de D. Favila, o al Obispo de Urgel transformado en bestia brava. Oyó el tiroteo de los distantes puestos y pensó que aquellos caballeros, más afortunados, libraban la batalla preparada para él; pero obediente a su consigna no se movió, hasta que un gruñido aterrador le puso en sobresalto.

Hacia la derecha, habíanse sacudido las ramas como separadas por algún monstruo corpulento; por allí había sonado el gruñido aquel, y de allí se oyeron sucesivamente ocho o diez disparos en un instante y luego un grito de socorro. Entonces D. Quijote no vaciló en dejar su sitio y, espada en mano, corrió hacia el lugar próximo, en que se desarrollaba la escena, y vio al inglés de Cardiff acorralado por un gigantesco oso. Habíale salido y atacado; había disparado contra él los tiros de su rifle sin herirle, y en aquel momento supremo el oso le había derribado en tierra y se lanzaba sobre su cuerpo para devorarlo.

D. Quijote púsose de un salto entre ellos; el oso, al ver un nuevo enemigo, se revolvió furioso y se alzó en pie para abalanzársele; pero el sereno y valeroso caballero se tiró a fondo y le clavó la espada en el corazón, y el monstruo cayó hacia atrás dando un nuevo gruñido espantoso. Después no se movió más451.

-Alzaos, señor inglés -dijo D. Quijote, dando gallardamente la mano al de Cardiff-; y éste, que se hallaba paralizado de terror, se levantó lleno de barro y estropeado, abrazándose al caballero.

-¡Sois mi salvador! -dijo con lágrimas en los ojos-; la vida os debo, dejadme que os bese las manos; pero don Quijote no consistió en esto, diciendo haber cumplido sólo su compromiso y obligación. Ved, exclamó, tendido a mis pies ese monstruo, que no sé ahora si será el matador de D. Favila o el Obispo de Urgel metamorfoseado. De una sola estocada le dejé sin vida, y ocho disparos de vuestro mosquete no le detuvieron ni arredraron; y D. Quijote dio con la punta del pie al peludo cuerpo del oso difunto, con nuevo pavor del de Cardiff, que temía que, removiéndole u obligándole, pudiera resucitar.

-Pedidme -decía el inglés a D. Quijote, cuanto queráis por el servicio que me habéis hecho-. Rico soy y puedo poner a vuestra disposición miles de libras esterlinas, para cuanto deseéis, puesto que hoy todo con el dinero se consigue.

-No todo -replicó el caballero-; que vuestras riquezas no hubieran conseguido, cuando estabais caído ante esa fiera, libraros de sus tremendas garras. Pero, puesto que como buen caballero, os consideráis obligado a hacer lo que os pida en pago de mi ayuda, sólo deseo que carguéis con ese monstruo y vayáis con él al país de la Patagonia, donde se halla mi Señora Dulcinea del Toboso, y lo echéis a sus pies, y le digáis: «Aquí os traigo, alta y soberana Señora, el testimonio de la más felice empresa llevada a término por vuestro rendido D. Quijote de la Mancha. Él me libró de ser devorado por este formidable enemigo, y por ello vengo con su cuerpo difunto para declararos que si por vos realizó esta hazaña aquel esclarecido campeón, es a vos a quien debo la vida que tengo y a quien he de rendir mi homenaje.»

Confuso quedó el de Cardiff pensando cómo cumpliría aquella exigencia de cargar con el oso e ir con él hasta la Patagonia; pero un comerciante como él, que pagaba todas sus letras puntualmente, y que hacía consistir todo su crédito en el exacto cumplimiento de sus promesas y tratos, no pudo rehusar como cualquier Ginesillo de Pasamonte las consecuencias de la obligación aceptada.

-Lo haré como lo decís -respondió al caballero estrechándole la mano-. Con este oso iré a la Patagonia, y diré letra por letra a esa Señora Dulcinea lo que me dictáis; mas sólo quiero una aclaración y es la de que, en vez de cargar yo en persona con el oso a cuestas, permitáis, señor caballero, que lo hagan mis criados, y en vez de llevarlo tal como está, con lo que a los dos días quedaría putrefacto y descompuesto, asintáis a que lo mande disecar y así lo conduzca yo a los pies de esa Señora, que podrá colocarlo en el recibidor de su casa, o en la primera meseta de la escalera, con una bandeja en las manos para que en ella depositen sus tarjetas los visitantes.

D. Quijote consintió, diciendo que no se debía entender que la obligación de llevar el oso a Dulcinea era cargárselo el señor inglés a las espaldas e ir así a la Patagonia; sino de conducirlo allí por medio de sus servidores, yendo él en persona a arrojarlo a los pies de Dulcinea, y que no veía reparos en que fuera disecado conservándosele sus propias garras y colmillos.

No pasó más res ni fiera por aquel sitio en el tiempo que duró la escena y, siendo hora de almorzar, comenzaron a reunirse los cazadores, y llegando al lugar donde se hallaba D. Quijote y viéndolo abandonado, creyeron que el miedo le habría hecho dejarlo y refugiarse en algún puesto vecino. Cuando se dirigieron al de la derecha encontraron al de Cardiff, que aún quería abrazar al Caballero de la Triste Figura, a éste, que le daba los últimos encargos para la Patagonia, y al oso muerto delante de ellos.

-Señores y amigos -dijo del inglés del carbón de piedra señalando a D. Quijote-; he aquí mi salvador. Este oso estaba a punto de devorarme, y este caballero llegó y le clavó en el corazón su espada de Hernán Cortés. Verdaderamente es un bravo; se tiró a fondo como en una sala de esgrima, y tuvo que herir con fuerza y valerosamente; porque la piel era dura y la espada enmohecida.

-¿Y los tiros de vuestro rifle? -preguntaron los cazadores.

-Todos los disparé sin hacer blanco -repuso.

-Hay que convenir -exclamó el navarro, jefe de la montería- en que vale más el corazón que el arma que se maneja.

Todos vitorearon a D. Quijote, y a la cabeza de las reses cobradas pusieron los monteros y ojeadores el cuerpo del oso muerto, cargándolo en un palafrén; volviéndose triunfalmente todos y haciendo a don Quijote una corona de hojas de encina.

Un músico inspirado hubiera podido componer a aquella escena de regreso, en tal guisa, una marcha fúnebre; donde a los graves acentos que dieran impresión de la fiera muerta, se mezclaran los gritos de alegría de los cazadores, las efusiones de gratitud del inglés salvado y la majestad y gentileza del Caballero de los Leones, que desde aquel día podía llamarse también el caballero del Oso, el de la Buena Estrella, o el vengador de don Favila.

-Reconozco -dijo el cazador navarro, cuando ya entraron en el comedor- que no vais a la zaga en arrojo y temeridad al D. Quijote cuyas hazañas hemos leído, y en nombre de todos los presentes os damos las gracias, por haber salvado a nuestro compañero; mas, según me ha referido éste mientras regresábamos, habéis impuesto una muy dura obligación, porque eso de ir a la Patagonia con este oso, para arrojarlo a los pies de Dulcinea, es muy largo y penoso viaje, y yo os pregunto si no será mejor que le mandemos el oso desde aquí, con un expresivo mensaje, siempre que seáis servido de decirnos las señas y domicilio de esa egregia dama.

-¿Cómo ha de ser largo viaje el de la Patagonia, cuando en quince minutos vino de allí Dulcinea hasta Venecia, según yo mismo presencié?

-No hay que discutir -exclamo el inglés de Cardiff-. Me obligué en pago de mi vida salvada a lo que este caballero de mí deseara, y yo pago siempre al vencimiento. Iré a la Patagonia y llevaré el oso y buscaré a Dulcinea, si el señor D. Quijote me dice en qué parte de la Patagonia habita; y, ya allí, veré si hay en aquel territorio alguna cuenca carbonífera. Espero hacer negocio, al mismo tiempo452.

-Salvo lo del negocio, lo demás es propio y natural de buenos caballeros -dijo D. Quijote-; y por ello, si el hacer bien a villanos es echar agua al mar, hacerlo a nobles y dignas personas es sembrar en hoy para recoger mañana. Id a la Patagonia, como lo habéis prometido, con ese monstruo que ha de ser testimonio de vuestras palabras, y si queréis saber quién es Dulcinea y dónde habita, no tenéis que preguntar nada, a mí ni a nadie; sino, cuando lleguéis a aquel país, entrad de noche y sin luna en la más opulenta de sus ciudades, y al palacio de que veáis salir un gran resplandor, llamad, que será que la luz de los ojos de Dulcinea lo ilumina y brota por todas sus celosías y resquicios, y alumbra toda la metrópoli. Así no hay error, porque en cuanto, guiado por el resplandor aquel, deis con ella, no podréis dudar un momento que ella es la hermosura que me esclaviza, y por la que acometo las más increíbles empresas.

Apuntó el inglés de Cardiff en su libro de memorias453 lo del resplandor y dijo que al amanecer partiría hacia la más próxima ciudad, para disecar el oso y empezar su expedición, acompañado de sus criados.

-Yo también -añadió D. Quijote-, debo sin tardanza abandonar la amable compañía de estos señores; porque, aun cuando es uno de los oficios de la andante caballería limpiar la tierra de monstruos como ese que cayó a mis pies, a otras mayores empresas tengo prometido dar cima, y éstas son principalmente engarzar de nuevo a la corona de España todos los diamantes sueltos que le han arrancado, y hacer del Imperio del Toboso el centro de unión de la Península Ibérica y de la gran raza hispanoamericana.

-¡Eso sí que es más difícil que matar osos a estocadas! -respondió uno de los caballeros aragoneses-; porque están esos diamantes, arrancados o desprendidos de nuestra corona, en manos tan fuertes, que es imposible recuperarlos.

-No digáis imposible -objetó D. Quijote-; esa palabra no existe en el diccionario de la andante caballería. ¿Por ventura no conocéis las hazañas de cien caballeros como Palmerín de Inglaterra454, Palmerín de Oliva455, Amadís de Gaula, los Doce Pares de Francia, Bernardo del Carpio y tantos otros como hicieron posibles las cosas más estupendas? ¿Qué creéis que sería Hércules sino un caballero andante de los tiempos más remotos, enviado a la tierra para limpiarla de dragones y de monstruosas serpientes? ¿Y Anteón qué era sino otro caballero enemigo suyo, al que venció aquél suspendiéndole en peso, y ahogándole, sin que tocasen sus pies a la tierra, que era la que le daba fortaleza invencible? Siempre ha habido, señores míos, caballeros de estos, y los unos han desterrado del mundo las alimañas más atroces; los otros han defendido a los perseguidos y menesterosos; muchos han ganado reinos e imperios a su talante, y en mí se resumen los bríos y la vocación de todos ellos; porque por igual destruyo alimañas que amparo a menesterosos, que recojo territorios e imperios perdidos, como ése de Andorra que ha poco gané, o acometo otras empresas a felice fin conducidas por el esfuerzo de mi brazo.

Reíanse todos interiormente de la locura de aquel pobre vesánico; pero el de Cardiff pensaba que, a no ser por ella, no estaría ya en el mundo de los vivos, y que tal vez convenía que hubiese locos; porque su arrojo y sus locuras podrían traer algún provecho a los demasiado cuerdos y timoratos.

-¿No le parece a vuesa merced -preguntó el navarro- que todos esos trabajos y fatigas en pro de los demás son una especie de violencia del natural razonar y obrar; puesto que los beneficios se olvidan, los agradecidos son pocos y la vida propia se gasta y consume fuera de sí, sin recompensa?

-Si no tuviéramos ánima inmortal -dijo D. Quijote-, estaría la razón de vuestra parte; y no violencia del natural, locura plena sería sacrificarse por nadie, ni hacer el bien ajeno y no el propio; pues, siendo la vida terrena la única, en sí y para sí tendría su fin, y debería poner todo su conato; mas cuando en nosotros alienta este espíritu que aguarda otra vida eternal y ésta con hacer el bien se gana y asegura, el sacrificio y el trabajo y el amor a los otros es más razonable que el propio y egoísta bien de la tierra, que es el efímero; porque da y proporciona el otro bien, que es el definitivo y estable.

-¿Pues no dijo vuestra merced -respondió el inglés de Cardiff- que todo lo hacía por Dulcinea del Toboso? ¿Cómo, si es por ella y por su terreno amor y goce, ha de ser a la vez por el bien eterno de vuestra ánima inmortal?

-Muy claramente -replicó D. Quijote-; que, aunque no soy graduado en Salamanca, esto no se me oscurece. Las cosas dificultosas se acometen por Dios o por el mundo, o por entrambos a dos. Acometo por Dulcinea mis empresas, por su amor, no terreno, sino puro, inmaterial y platónico; pero las enderezo al bien ajeno, por ese otro bien eternal de mi alma; y así junto y concuerdo los dos bienes y gano la bienaventuranza y Dulcinea, que son reunidas y sumadas dos glorias.

Celebraron todos la ingeniosa salida del caballero, y en estas y otras disquisiciones, en relatos de aventuras increíbles, siempre puestas en boca de cazadores, pasaron el día, hasta que la noche les reclamó al sueño; y, al rayar el sol, levantáronse para un nuevo ojeo y D. Quijote se despidió de todos para proseguir sus empresas, y el inglés de Cardiff se separó de la partida, para marchar con el oso a la Patagonia.




ArribaAbajo Capítulo III

De cómo encontró D. Quijote un tercer escudero


Quedáronse los cazadores haciendo mil conjeturas sobre el extraño acompañante que habían tenido, mientras éste, cerros abajo, descendía en busca de campos abiertos y más fáciles caminos para el andar de Babieca.

Dos días erró el caballero, de acá para allá, vagando a la ventura, durmiendo en las majadas, malcomiendo de los restos de provisiones que le habían puesto los cazadores, tras el sillín456 del caballo en unas alforjas muy sutiles para ser disimuladas y disparatando a sus solas sin que se le ocurriera cosa alguna de importancia; mas, yendo por el camino de Jaca, vio venir en una blanca pollina a horcajadas un rústico, al parecer acomodado, con traje más propio de la Mancha que de Aragón; el cual, al emparejar con él le rogó se parase a contestarle a una pregunta.

-¿Podéis decirme, Señor y dueño -dijo-, dónde andará cierto famoso caballero llamado D. Quijote de la Mancha?

-¿Qué le queréis? -preguntó a su vez el interpelado, sin descubrirse, por saber como si fuera un extraño lo que de él pensaban y deseaban.

-Tengo que verle con suma urgencia -contestó el rústico-, y voy detrás de sus pasos, porque el asunto que me trae es de mayor importancia y reserva.

-¿Se trata -exclamó D. Quijote- de acorrer alguna viuda o huérfano, de desfacer algún agravio o de enderezar algún entuerto?

-No señor -respondió aquél-; que las viudas de hoy no necesitan que las acorran, pues ya saben ellas socorrerse; los huérfanos tienen sus tutores y protutores457 y consejo de familia458; de los agravios cada cual se toma el desquite cuando cabe, y los entuertos, como los hace quien puede, hechos se quedan sin remisión.

-Eso no será así -dijo el caballero-; a lo menos donde llegue el alcance de mi brazo, que yo soy ese don Quijote a quien buscáis, y mi oficio es enderezar entuertos, para que no se queden hechos, por mucho poder que tengan los torticeros y malandrines.

-¿Usía es el señor D. Quijote? -exclamó asombrado el rústico-; gracias sean dadas a Dios, por haber abreviado el término de mi peregrinación; porque ha de saber Usía que yo vengo en su busca desde la Mancha, montado en esta pollina, sufriendo toda suerte de inclemencias, tan sólo para ponerme a su servicio e ir con su persona al fin del mundo, si fuese necesario.

-¿Cómo a mi servicio? -preguntó el de la Triste Figura.

-Sí, mi señor D. Quijote -prosiguió el otro-. Quiero decir a Usía que me ha entrado tal afición a la caballería andante que profesa, que por ella he dejado las comodidades de mi casa, mi mujer, que es una santa, y mi suegra, que es un modelo de suegras, y me he venido detrás del rastro de Usía hasta dar con él en estos lejanos parajes. Y para que se persuada de los grandes motivos que tengo para esa determinación y me acepte por escudero, que es lo que yo puedo ser de caballero tan excelente, le diré quién soy; de dónde, cómo y cuándo he sabido de su persona y hazañas. Pero vamos andando, si le place, y yo iré dando a Usía la derecha, por este camino, para referirle todo esto y que no se interrumpa su marcha triunfal a donde se dirija.

Pareciole bien a D. Quijote esto último, y con la curiosidad de saber todo lo demás, consintió en que el rústico fuera en la pollina a un lado de él, y puso atención a su relato, que fue de esta manera.

-Me llamo Pedro Bartola, soy del lugar de la Mancha en que Usía fue nacido y resucitado, o sea nacido dos veces, y ejerzo allí la profesión de alcalde; esto es, que vengo siendo alcalde de aquel lugar diez años ha sin interrupción, por tener el cacique de la provincia buenas agarraderas en la Corte, y yo gozar con él de privanza y preeminencia, volcando siempre a su favor las ollas electorales. Por sobrenombre me dicen Tragaldabas, y en verdad que es injusto apodo, porque ni una sola me tragué en mi vida y puedo jurar que están todas íntegras, en las ventanas de las casas consistoriales459.

Yendo yo de ronda, en el ejercicio de mi autoridad para mandar apagar cualquier farol que hubiese encendido en el pueblo, porque corre a mi cargo la contrata del alumbrado, vi que se comentaba en un corro de la plaza, al amparo de la sombra, la desaparición de nuestro convecino Juan Panza y el viaje de su mujer Panza Alegre y de su hija Pancica; los cuales habían malvendido sus tierrecillas y su apero, por haberles caído en suerte un reino, que había ganado para ellos nuestro antiguo caballero andante D. Quijote.

Entré en conversación con los que referían el caso, y supe y comprobé luego que, habiéndose puesto al servicio de Usía, en calidad de escudero, el Juan Panza, tataranieto de aquel Sancho de que nos hablan las historias, Usía en poco tiempo le había recompensado haciéndole emperador, y dándole un reino con todas sus ciudades y riquezas, por lo que, habían partido su mujer e hija alborozada, a ser Emperatriz y Princesa respectivamente.

Visto esto, eché mis cuentas con la almohada aquella noche, al acostarme, y me dije que, si sirviendo al cacique de mi provincia, con toda solicitud y perseverancia, sólo había llegado a triste alcalde de un pueblo, y Juan Panza, sin tantos méritos ni trabajos, sirviendo a Usía había subido en un tris a monarca, me era más conveniente dejarme la alcaldía y el servicio de mi dueño, y venirme de al lado de Usía y ejercer de su escudero; pues no tendría ahora quien hiciera de tal, y así, ayudándole con mis oficios escuderiles, Usía en algún día no lejano me haría igual merced de otro reino o imperio, según la ocasión se presentase.

Con estos pensamientos dejé mi casa, y aquí me tiene Usía a su servicio, si quiere recibirme, que yo se lo pido y suplico, ofreciéndole que he de ser en todo y por todo más ejecutivo que su otro servidor, menos temeroso y más avisado; porque el constante ejercicio de la autoridad, a la vez que la obediencia a mi superior, la premura en cumplir sus órdenes y el valor en ejecutarlas, que algunas veces llega a temeridad, amén de varios libros que me he leído y novelas y artículos de política, me dan, sin que yo me alabe, mayores condiciones para los trabajos y fatigas del servicio de la andante caballería, que a cualquier simplicísimo gañán, como lo fueron sus dos escuderos anteriores.

-De Panza a Bartola poco va -respondió D. Quijote-, y, como sin escudero estoy, no hallaría impedimento en recibir para ese oficio a maese Tragaldabas; pero sea o no sea merecido este su sobrenombre, algo sospechoso es para llevado por quien ha ejercido autoridad y manejado bienes del común460, y además eso de la ronda que me dijo, para no dejar farol encendido, por correr de su cuenta el alumbrado del pueblo, me pone en recelo también de que no habrá jugado muy limpio el aspirante a escudero mío, en sus diez años de profesión de alcalde. Ahora bien, siendo uno de los empeños y obligaciones de la orden de caballería que profeso el enderezar entuertos, como he dicho, y desfacer agravios, nada puede ser más contrario a ella que tomar de escudero al que tales agravios y entuertos puede tener a su cargo, que sea la negación más rotunda del lema de nuestra orden; así que pienso que, desde ahora, no he de tomar por escudero a ninguno que no venga confesado, absuelto y comulgado; quiero decir, sin pecado alguno; o por no haberlos cometido, o por haberlos lavado con un buen arrepentimiento y acto de contrición461.

-Tan pronto estoy a ello -respondió Bartola-, que si hubiera en este despoblado ermita o confesor, echárame a sus pies, contrito de mis culpas, para quedar libre de ellas y poder ser admitido de escudero, como pretendo. Mas, ya que no hay confesor y dicen que en caso extremo y en lugar desierto puede administrar el sacramento este, como el del bautismo, cualquier seglar que se hallara, yo ruego al señor caballero que, en vista de mi confesión y arrepentimiento, me absuelva y me eche la penitencia que sea, para que pueda yo, libre de esa pesadumbre y desaparecido el impedimento que tuviera, servir a los de esa orden de caballería.

-Empieza tu confesión y ya veré yo qué cabe hacer -dijo D. Quijote-; que todo será que, si los pecados son tan graves que se correspondan a la reserva pontificia462, tengas que ir a Roma y allí declararlos de nuevo.

-Señor -dijo Tragaldabas-, yo no tengo pecados mortales, sino veniales, y sería cosa triste que por esos escrúpulos de monja Usía perdiera un tan leal servidor y yo el reino que persigo. Yo amo a Dios sobre todas las cosas; no juro su santo nombre en vano; santifico los días de fiesta y los de trabajo también, por añadidura; honro padre y madre, y cumplo todo lo demás de los mandamiento de la ley de Dios, y aun el séptimo que es no hurtar, porque si el que roba al común no roba a ningún, como dice el adagio, no puede llamarse hurto lo que yo garbeé463 en el ejercicio de mi alcaldía. El que sirve al altar debe vivir del altar, y el que sirve al común de vecinos parece justo que viva y prospere a costa de él, y eso es lo que yo hice, ni más ni menos. La casa en que vivo la edifiqué con el repartimiento de consumos; una huerta que tengo la compré con ciertos arbitrios municipales; con el susodicho alumbrado y otras contratas adquirí unos secanos y viñedos, y del monte comunal hice un coto para mí464. Me arrepiento, señor, y no volveré a incurrir en tales faltas; así que espero me reciba Usía en sus brazos, ya limpio de ellas.

-¡Ah, insigne Tragaldabas! -exclamó D. Quijote-; lo que yo veo, de todo eso, es que sólo han quedado en la casa del Concejo las aldabas, al cabo de esos diez años de profesión de Alcalde mayor465. ¿Y cómo es posible pensar que todo un caballero andante tome de escudero a un Rinconete?466 ¿Con qué fuerza y autoridad podría yo ir a enderezar un entuerto llevando tras mí a un torticero semejante? ¿Por ventura no sería yo cómplice de esas malas artes, trayéndole conmigo, a sabiendas de ellas? ¡Id con Dios y no os presentéis ante mi vista, si no queréis que de una lanzada os ensarte con pollina y todo!

-Señor -exclamó Tragaldabas con voz suplicante, arrojándose de la caballería y postrándose de hinojos-; ved que os he confesado mis pecados con verdadera contrición; que santos hubo que fueron pecadores, antes de ir a los altares; que estoy pronto a todos los sacrificios del Sacramento de la penitencia, y que si Dios perdona por él a quien le ofendió, Usía en este desierto, como ministro suyo, debe perdonar también, y, ya perdonado, quedo limpio y puro de toda mancha.

-Tienes razón -respondió más serenado D. Quijote-, y si es tu arrepentimiento verdadero y Dios te perdona, yo no he de ser más riguroso; pero quedar limpio de culpa y a la vez con el fruto de tus rapiñas no puede ser. Devuelve tu casa y tu huerta y tus secanos y tus viñedos y tu coto a ese común de vecinos de donde los sacaste, y entonces yo te perdonaré y recibiré por escudero, y acaso, acaso tendrás pronto el reino que apeteces; con tal de que prometas no gobernarle en aquella manera, que no es gobernar, sino desvalijar a mansalva.

-¿De modo -dijo alzándose y suspirando Tragaldabas- que tengo que quedar como ha diez años, cuando entré en la alcaldía del pueblo?

-Absolutamente igual -respondió D. Quijote-. Cosa es ésa en que no se puede hacer la más mínima concesión.

-Pues bien -exclamó Bartola-, haciendo mentalmente el balance de lo que daba y lo que esperaba recibir, pronto estoy a devolver al común de mi pueblo todo eso. A Jaca vamos por aquí; me presentaré a un Juez, y declararé que todos esos bienes míos son y pertenecen al común de vecinos de Argamasilla, como sacados de él, y que a él los devuelvo en mi sano juicio y para descargo de mi conciencia.

-Eso es lo justo -respondió el caballero-; y para que veas, y ahora ya puedo hablarte sin enfado, cuán grande y magnífica es esta orden de caballería a que pertenezco, no tienes más que mirar a ti mismo y a este caso ya resuelto entre nosotros. ¿Qué leyes podrían hacer recuperar a ese común sus intereses? ¿qué justicia obligarte a devolvérselos? ¿qué reyes ni emperadores tornar a cada uno lo suyo467 y desfacer el agravio de esos diez años? Ningunos. Y al lado de la utilidad de esos poderes humanos, armados de esbirros, de escribanos, de corchetes y de ejércitos, impotentes para tanto, un solo caballero ha vuelto las cosas a su justo estado, con negar la entrada y aproximación al servicio suyo al autor de aquellos desafueros. Es que el resplandor de la orden que profeso te ha atraído y devuelto la luz de la razón y del bien obrar, y esto sin fuerza, sin miedo, sin amenaza, con sólo una firme repulsa.

Calló Tragaldabas, pensando que, a no ser por la idea de alcanzar otro reino o imperio, como Juan Panza, se hubiera quedado el común sin reintegro y la orden de caballería sin resplandor ninguno, y al cabo de larga pausa preguntó si sería servido D. Quijote de decir cómo era el imperio que donó a Panza; cuánto tiempo tardó en proporcionárselo, y qué sueldo y gajes468 tenía allí como emperador; y D. Quijote le contestó cuán grande y populoso era, tal que tenía quinientos mil hombres de ejército, y de qué manera en cosa de una semana lo había ganado para su escudero, y su propósito de conquistar otros reinos enseguida, para hacerlos tributarios o adjuntos a España; pero con la independencia necesaria a cada cual.

En lo tocante al sueldo de Panza, añadió, no lo sé a punto fijo; pero de un millón de doblones469 ha de pasar, seguramente; a lo que Tragaldabas abrió unos ojos desmesurados y se decidió con más firmeza a cambiar su casa y tierras por otra pingüe corona, sintiendo en su ánima no haber tomado antes aquel partido.

-Dime ahora una cosa -le habló al cabo de un rato el caballero, por no haber caído en la cuenta hasta aquel instante-. Y esta pollina en que vas ¿es también del común? Porque, si lo es, has de devolvérsela con todo lo demás y venirte a pie, hasta que ganemos en buena lid un caballo o hacanea. Pero Tragaldabas lo negó rotundamente, por no tener que ir de peón; aunque en su conciencia y para sí quedaba que la borrica era también del común de vecinos.

-Contéstame a otra pregunta -dijo D. Quijote-, ¿todos los alcaldes mayores de los demás pueblos de España hacen lo propio que tú?

-Con decir a Usía -respondió aquél- que casi ninguno podría ser escudero de caballero andante, está todo dicho.

Y D. Quijote movió la cabeza tristemente, pensando que con tal polilla no era milagro anduviese España decaída y andrajosa.

-¿Pero los Consejeros del Rey nada sabrán de eso? -exclamó-; que, de estar enterados, mandarían a las justicias470 que encarcelasen y ahorcaran a los depredadores.

-Como enterados -dijo Tragaldabas-, lo están; pero hacen la vista gorda, porque, aquí entre nosotros, y sin que nadie más me oiga, ellos, y todos los que andan en eso de la política, de la Administración y del Gobierno, también necesitarían confesar, comulgar y reintegrar para ser escuderos de Usía.

-Y el Rey ¿qué hace a todo esto? -insistió D. Quijote. Pero Tragaldabas le explicó que el rey de ahora reinaba y no gobernaba, y que, como tiene que gobernar por medio de esos hombres y todos eran iguales, nada podía hacer, sino cambiarlos a turno471, con lo que alternaban en ese disfrute solamente.

-¿De modo que el rey no gobierna?472 -dijo asombrado el caballero-. No era así el que yo dejé en España, cuando ésta venció al turco en Lepanto; que aquél reinaba y gobernaba, y por menos mandaba encarcelar a su privado Antonio Pérez473 y a su propio hijo el Príncipe D. Carlos474. Ése Rey era Felipe II.

-¿Era ése? -exclamó Tragaldabas-; valiente, tirano, inquisidor y mala persona era el tal rey, según he oído.

-Calla, imbécil -dijo D. Quijote-; que no sabes lo que te pescas. ¿Por ventura si te hubiera mandado ahorcar a ti en su tiempo habría sido tirano y no justiciero? ¿Y si ahora fuese vivo e hiciera lo propio con todos los de tu ralea? Llamar tiranía al mantenimiento firme de la justicia es como llamar buen gobierno a la tolerancia con los torticeros y a la suelta de los delincuentes. Pero ya que al rey de ahora le han puesto ese inri de reinar y no gobernar, y le han maniatado y colocado ese cetro de caña475, yo le desataré, y a tajos y mandobles limpiaré su palacio de sayones y de mayordomos, que, como aquéllos del decaído imperio de Carlomagno, suplantaron a su amo, siendo servidores de él.

Aproximábanse a Jaca; bajaba el río Aragón476 fecundando el valle, e iba a buscar los puentes bajo los cuales aún cuenta sus rancias historias; quedaban atrás Bergosa, en las faldas de las montañas, y Castiello emboscado en sus nogaleras477, y al ver D. Quijote la ciudad con sus viejas murallas y las torres que de ellas sobresalen: ¡Ésta es -dijo- la cuna de la Reconquista478, por este lado de Aragón, y la Corte que los Ramiros479 engrandecieron! ¡Imposible parece que tanto tesón y la bizarría de tantos guerreros indomables, que de allí llevaron sus estandartes hasta Granada, y luego de ella al Nuevo Mundo y a toda la extensión del Viejo, se hayan malogrado, dejándonos reducidos al esquilmado solar propio, y éste lleno de plagas y tristezas! ¡Limpia tu corazón ahí mismo, cerca de esos altares consagrados por nuestros antecesores, y comencemos juntos, oh Tragaldabas, otra reconquista moral!; porque la moralidad y la justicia son las columnas que mantienen los reinos, y por cuya flaqueza han venido éstos abajo. Sea ésta la peña de Uruel, y juremos, como aquellos trescientos sitiados por Taric480, vencer a toda la vil ralea que nos rodea y desterrarla de la haz de la tierra hispana! Y diciendo esto entraron por las calles de Jaca, siendo ya oscurecido, y tomaron albergue en una posada que ostentaba en la puerta un heráldico escudo, para demostrar que también los palacios habían venido allí a menos, como la Patria y la Monarquía.




ArribaAbajo Capítulo IV

De la renuncia que de lo garbeado en su Alcaldía hizo Tragaldabas y de su pronto arrepentimiento


Durmieron lindamente en la posada caballero y escudero, y ya por la mañana encamináronse a casa del Notario de la villa, que, pluma en ristre, estaba en su escritorio para dar fe de todo lo que viese y oyese, y también de lo que no, esto último mediante el pago del doble del arancel481; el cual Notario, apenas vio llegar a aquellos dos personajes, se puso a disposición de ellos para prestarles sus servicios; y como oyese de Tragaldabas el acta de dejación que quería hacer a favor del común de su pueblo, de todos sus bienes ganados en la alcaldía, se maravilló mucho, pues era el primer caso que se le presentaba, e hizo varias preguntas al otorgante, para averiguar si estaba o no en su sana razón; mas, hallando que en todo contestaba acorde, extendió el acta como deseaba y le dio una copia, en papel sellado, para que la hiciera valer donde le conviniese.

Cobrados sus honorarios y cuando iban a marcharse cliente y acompañante, preguntó el Notario que si podía saberse la causa de aquella determinación; pues era lo primero y único que había visto y oído; y si obedecía a temor de la justicia o a consejo de sacerdote o prelado; pero Tragaldabas, con muy sencilla manera, dijo que no, y que todo consistía en que él quería ser escudero de un caballero andante llamado D. Quijote de la Mancha, y éste no le admitía sin que lavara en su persona aquella mancha que por toda España hallábase tan extendida.

Cuando el Notario oyó esto, comprendió que el otorgante Pedro Bartola tenía enredado el ovillo de los sesos y que había hecho mal en dar fe de que estaba en su cabal juicio; pero, como ya no había remedio, volvió a preguntar qué iba ganando aquél con ser escudero de caballero andante, para renunciar a toda su hacienda, bien o mal adquirida.

-Déjame a mí lo explique al señor Escribano -dijo D. Quijote terciando en la conversación-. Sabed que más vale ser, al revés de lo que se piensa, cola de león que no cabeza de ratón, y que yo soy ese D. Quijote de la Mancha, al cual ha venido atraído este maese Bartola para purificación de su conciencia, salvación de su ánima y encumbramiento de su persona; porque sabiendo que a otro escudero mío le di un Imperio ha poco, el estímulo de recibir otro y saltar al goce de una corona bien ganada le hizo al aborrecer lo mal adquirido; y éste es otro de los beneficios de la andante caballería, de que quiero deis fe.

Con este breve razonamiento se persuadió el Notario de que el loco principal era aquél, que hasta entonces había callado, y que el otro era un loco accesorio, hecho por la mayor locura del primero; y, temiendo que entre los dos le volvieran también el juicio, no replicó nada y les acompañó a la puerta, donde muy finamente se despidieron.

Vueltos a la posada, Tragaldabas puso en un sobre la copia de la escritura notarial, y la dirigió a su mujer con una epístola explicativa para que entregara el documento al alcalde accidental del pueblo, a fin de que él diera cuenta en el Concejo. En la carta a su costilla decíale lo que pasaba, y que hiciera entrega al Concejo de la casa, huerta, secanos, viñas y coto, y no temiese, que hambre que espera hartura no es hambre ninguna, y él esperaba nada menos que un Reino o Imperio del señor D. Quijote de la Mancha, que ya había dado otro a Juan Panza, como era público y notorio.

Echó el pliego al correo, bien sellado y certificado, y entonces D. Quijote le dijo que de allí fuera a la catedral que estaba enfrente y se arrodillara, confesase y comulgara y volviese limpio del todo con la absolución del cura habilitado para ello482; porque él no se creía con facultades de atar y desatar las cosas del alma, ni de limpiar lo de dentro, sino lo de fuera; a lo que Bartola, sumiso, se encaminó al templo aquel y volvió a poco rato diciendo que ya lo había confesado todo y estaba limpio como una patena y que el cura le había echado de penitencia ayunar a pan y agua diez lunes, en castigo de haber tragado a placer diez años.

-A lunes por año no es mucho -dijo D. Quijote-; pero no habrás de esforzarte para cumplir esa penitencia, que más de diez lunes y de diez martes tú y yo nos quedaremos en ayunas, por no hallar castillo en que refugiarnos; que éstos son los azares de los caballeros y escuderos, cuando salen a lo que la fortuna les depara. Y pues te recibo definitivamente por mi escudero, te llamaré Tragaldabas en nuestras pláticas, como algunas veces te dije, no por mofa, sino por aviso de lo que otro tiempo fuiste, para que no des en la tentación de serlo ya jamás. Y ahora ensilla a Babieca y a tu pollina, que, por lo que he visto, este mi caballo de hoy, más casto que Rocinante, se aviene con tu hacanea483 sin cortejos ni requiebros484; y salgamos de Jaca prontamente, que no hay tiempo que perder en lo que tengo proyectado para gloria definitiva y eterna de mi nombre.

Atravesaron la calle Mayor y, saliendo por las afueras, acertaron a divisar la ermita alzada a la Virgen de la Victoria, y viéndola D. Quijote y habiéndole dicho Tragaldabas que se la titulaba así, lo tomó a buen augurio, creyendo que ella había de protegerles. Y para que su escudero no lo dudara, contole cómo, librada Jaca del yugo agareno por el Conde de Aznar485, volvieron los sarracenos sobre ella con un grande y poderoso ejército, tal que eran ciento contra cada uno del Conde, y cuando éstos se hallaban arrollados y casi deshechos, apareció otro ejército de cristianos en su ayuda, lo que al ser visto por los sarracenos les sobrecogió y quisieron huir; saliéndose los ríos de madre y ahogándolos, y viéndose luego que el ejército de ayuda era formado por las mujeres de Jaca; debiéndose la victoria a ellas, y a la Virgen de su devoción, a la que se habían encomendado486.

-Ahora -dijo D. Quijote-, vamos hacia San Juan de la Peña, a que comiences tu penitencia de ayunar; y, a poco de andar por malezas y bosques, vieron en la altura la Torraza487, sobre unas rocas, y luego aldeas risueñas y castillos y monasterios derrumbados, todo hablando grandiosamente, a los ojos de D. Quijote de aquellos gloriosos tiempos en que el Conde Galindo488 defendía la entrada a la morisma, y le ganaba palmo a palmo el terreno luchando por la patria y por la Cruz. Descendieron el valle y subieron por las rocas, muchas veces echando pie a tierra y llevando las caballerías de reata; atravesaron nogaleras y pinares, y por fin llegaron al célebre monasterio489, desierto a la sazón, lleno de matorrales, vacíos sus claustros, pero en torno del cual veía don Quijote rondar sombras de antiguos caballeros, de monjes y de valerosos campeones; toda una oreja de benedictinos y toda una dinastía de los Berengueres.

Allí pasaron el primer lunes de ayuno de Tragaldabas, vagando a pie por aquellos corredores, asomándose a aquellos lienzos de muros derruidos, viniendo la noche a aumentar el pavor del novel escudero con las negruras que añadió a las proyecciones de grave sombra de aquellos claustros.

El viento frío de la sierra, que penetraba por ellos, y el suelo por dura cama y el ayuno obligado hicieron a Tragaldabas pensar que no era tan suave el oficio escuderil, sobre todo con antojadizos caballeros como D. Quijote. ¿Qué necesidad había de vagar todo el día entre aquellas ruinas, y luego querer pasar la noche también debajo de aquellas arcadas y junto a aquellos paredones que amagan desplome; ni recibir el viento de cara en cualquier ángulo que se buscara de aquéllos; ni de estar amenazados de alimañas y de mordeduras de serpientes, que por allí andarían; ni de ver en cada sombra un vestiglo? ¡Cuánto echó de menos su casa, hecha a toda su comodidad con el repartimiento de consumos, y aquel blando lecho suyo, y hasta la última plática con su suegra durante la cena humeante! A aquellas horas se recogía él a descansar de las tareas del Concejo, despidiéndole el Secretario a la puerta. Siempre entraba después de haber hecho algún beneficio; librado algún quinto, por ejemplo, por menos de cien duros; y con la satisfacción del bien realizado y el dinero en el bolsillo, dejaba la vara de autoridad detrás de la puerta, y sentábase con su mujer y su madre política, a la limpia mesa cubierta de blancos manteles. La sopa de almendra, el conejo en adobo, la ensalada y la taza de leche confortaban su estómago; y luego, cuando no había ronda, por estar bien apagados todos los faroles del pueblo, a la cama con la costilla, bajo tres mantas de Palencia, que daban suave calor. ¡Maldita ambición de una corona y un reino, que le había hecho cambiar todo aquello por las malezas, el suelo duro y el dormir al raso, en las ruinas de aquel monasterio! ¡Menos mal si esas fatigas u otras semejantes eran por pocos días, como las de Juan Panza, y luego podía con su mujer subir a un trono y llamar a su suegra Reina madre!

Barajando estos pensamientos, durmiose al fin Tragaldabas, envuelto en la manta con que enalbardaba a su pollina, que ya estaba desaliñada a la sazón; y D. Quijote, dando largos paseos por aquellos corredores oscuros, comenzó a su vez a pensar en Dulcinea, y en lo muy olvidadizo que era con ella; pues le tenía prometido, luego de dejar a Panza en su andorrano Imperio, ir a la Patagonia a ayudarle para matar al osado rey de aquel país, que había querido ultrajarla.

-¡Oh, mi Señora! -murmuraba, suspirando en la noche y la soledad-; perdona a este tu cautivo caballero el olvido que tuvo; pero aquella batalla con el oso de don Favila y este encuentro de Tragaldabas han sido la causa de que no esté ya en ese enemigo reino, rematando al último patagón.

Allá, a más de media noche, un rayo de amarilla y escasa luna dio en uno de los paredones del monasterio, y D. Quijote creyó ver en él a Dulcinea, en cabellos490, que los tenía muy hermosos, y vestida de blanco491; por lo que rendidamente le ofreció de nuevo sus excusas, y creyó oír que ella le decía:

-Basta de protestas, mi gentil caballero, bien hicisteis en no abandonar estas empresas; que la de Patagonia ya la tengo yo acabada. No quedó con cabeza ni uno solo de aquel estado, y ya impuesto tan merecido castigo, dejo anexionado aquel reino al Toboso, y heme de vuelta junto a vos, para cumpliros mi palabra, si algún maleficio de encantador no nos separa de nuevo. Allá nos reuniremos en el castillo de Loarre492, magnífica mansión donde celebraremos nuestras bodas. Sus techos son de sándalo, sus paredes de jaspe, sus puertas de marfil y sus barandajes de plata. Allí acudirán los reyes y emperadores de las cuatro partes del mundo, y en la capilla de ese castillo, que es toda de oro puro, tendrán lugar nuestros desposorios.

El viento había cesado y la luna traspuesto, y el caballero no vio ni oyó más, pero quedó esperando la aurora, que nunca tardó tanto en llegar para él; y, apenas clareó el día, despertó a Tragaldabas, que roncaba, y le dijo:

-¡Pronto y en marcha; vamos hacia el castillo de Loarre, que allí me aguarda Dulcinea!

A lo que el escudero, desperezándose, creyó buenamente que aquel otro sería castillo habitado y que tendrían tregua sus malas noches.

El sol naciente, dorando las gigantescas ruinas de San Juan de la Peña y despertando las agrestes cumbres en que se halla, reanimó también a los dos aventureros, aunque mejor lo hubiera hecho algún caliente desayuno, de que se vieron privados. Con los estómagos vacíos, pero en la esperanza Tragaldabas de muy suculenta mesa, montaron en sendas caballerías, tomando el camino de bajada hacia el Sur, más por instinto y azar que por conocimiento de aquellos parajes; y allá, a la mitad del día, vieron descollar los Mallos o Riglos, colosos de piedra, que se cree serían monumentos de los celtas, pero que a don Quijote le parecieron gigantes493.

-Ya tenemos a nuestro alcance el nuevo reino que buscamos -dijo a Tragaldabas-; porque esos tres que allí ves son gigantazos de veras, y el mayor debe de ser un poderoso rey de una grande ínsula, y los otros dos sus más esforzados capitanes; así que, en venciéndoles juntos, hemos ganado esa ínsula sin dificultad, y puedes ir de mi parte a tomar posesión de ella.

-Usía está equivocado -respondió Tragaldabas-; mire que digo que mire bien lo que hace, que ésos son tres túmulos de piedra, o cosa parecida, y no gigantes ningunos; y vamos acercándonos y se desengañará de su ilusión y hallará que por ahí no nos puede caer reino alguno.

-¿Vas tú a decirme -respondió D. Quijote- lo que son o no son esos colosos? Novato eres, pues es la primera aventura en que te hallas. Yo me sé bien que son gigantes, y no me repliques; que tú entenderás de apagar faroles y sisar al común sus gabelas494, pero no de achaques de andante caballería.

-Loco está este hombre de remate -pensó Tragaldabas al verle ir denodado con la lanza en el ristre y a galope de Babieca contra los tres Mallos-. ¿Qué he hecho yo, cuerpo de mí, confiando en su poder, para que me dé un reino; cuando si todo es como esto, debe de ser pura fantasía? ¡Haber renunciado a mis ahorros de la alcaldía, por la promesa de un demente! ¡Ya sospechaba yo anoche, cuando nos alojamos en ese inhospitalario monasterio, que este caballero no estaba en su cabal razón!

Cuando allí llegaba de sus silenciosas quejas Tragaldabas, vio el choque de don Quijote con el primero de los gigantes, y vio caer al caballo de bruces y al caballero por las orejas, dándose tan fuerte golpe contra las piedras, que se quedó sin sentido, si es que por ventura podía llamarse sentido al que llevaba en su ciego acometer.

Acudió al pronto, como buen escudero, y rociando con agua fresca la cara de D. Quijote, que estaba demudada y lívida, le volvió al ser, y luego ayudó a levantarse a Babieca; y allí los tres, o sea, Babieca en pie cojeando de una pata. D. Quijote, vuelto en sí, pero sentado en tierra cerca del Mallo, y Tragaldabas a su lado, catándole las feridas como un buen algebrista, volvió éste a insistir en que no había habido tales gigantes, sino aquellos pedruscos, y D. Quijote a porfiar que fueron gigantes y que uno debió de el encantador Arcalaus495, que, al verle llegar y conociendo que no podía resistir su ímpetu permaneciendo de carne y hueso, había usado de sortilegio para convertirse él, con sus acompañantes, en piedras; a lo que Babieca parecía asentir, al andar cojeando, pues hacía signos afirmativos de cabeza.

Calló Tragaldabas, volviendo a sus meditaciones sobre el mal negocio que había hecho dejando lo cierto por lo dudoso, pero resuelto a ver en qué paraban aquellas fantasías de D. Quijote; pues sin duda que con Juan Panza tuvo las mismas y al fin, a fuerzas de hacer locuras, había pescado para él una corona. Así como así, pensaba el nuevo escudero, todos los que han ganado reinos han tenido grandes ilusiones y hecho temeridades, que de verdaderas locuras podrían calificarse, como aquel Napoleón I, cuyas hazañas él había leído, desembarcando con un puñado de hombres en la Francia que tenían perdida y recobró496; y aquel Hernán Cortés, al quemar sus naves y quedarse solo con escasas gentes de armas en un Imperio salvaje y enemigo. La verdad es, decía para sus adentros, que de los cobardes no se ha escrito nada, y que esas personas muy sesudas que todo lo consideran no han pasado de vulgares medianías.

Ensilló, pues, de nuevo a Babieca, que se había quedado en su desnudez natural por habérsele roto la cincha; compuso ésta como pudo y, ya repuesto D. Quijote, dejaron los Mallos y siguieron adelante, y después de dos penosas jornadas, en que agotaron las provisiones de las alforjas, llegaron a divisar la villa de Loarre, y sobre su montaña vecina, el castillo que deseaban.

-Ése debe de ser -dijo D. Quijote-, y ahora puedes ver en él el término de nuestras fatigas. En sus cómodos salones nos esperan príncipes y caballeros; en una de sus olorosas estancias, Dulcinea, asistida de sus doncellas, se prepara para la fiesta nupcial. Mira desde aquí los cubos de esas torres que sobresalen, dos a vanguardia y dos a retaguardia, como si fueran en el mismo orden de un ejército. Mira el poderoso centro con su torre del homenaje497, y allá su picudo polvorín; todo bien artillado, aspillerado y coronado de mosquetería. Repara, en fin, en lo más defendido de esa mansión, aquellas puertas de cedro, aquellas paredes de jaspe, aquellas rejas de plata, que serán del dormitorio de Dulcinea, y aquellas cúpulas de oro que la cobijan. Y Tragaldabas, que no veía sino almenas aportilladas, torreones a medio caer, lienzos de murallas confundidos en la vertiente de la montaña con los cantos rodados, y en medio un macizo de negruzcas fortalezas que parecían tan desiertas y arruinadas como San Juan de la Peña, se llamó definitivamente a engaño sobre la sanidad de juicio de don Quijote, y volvió al tema de sus íntimas lamentaciones.

-Vamos allá -dijo el caballero-, y no paremos en esa villa, que da nombre al castillo; y allá se encaminaron, dejando nuevamente posada, cama y cena por escombros, duro suelo y nueva noche de frío y de hambre.




ArribaAbajo Capítulo V

De la estancia de D. Quijote y su escudero en el Castillo de Loarre, y del extraordinario encantamiento de Dulcinea


Llegaron al castillo cuando el sol se ponía dorándolo con sus últimos rayos; el cual castillo sobresalía entre el fantástico incendio de las nubes de Occidente, aumentando la ilusión de D. Quijote, que lo creyó de pórfido con vistosas cúpulas.

-¡Ah del castillo! -gritó, no viendo que enano ni centinela le anunciaran; pero solamente lejano, repitiéndose de roca en roca, respondió el eco.

Echaron pie a tierra caballero y escudero, dejando cerca de los dos avanzados torreones, que se hallaban medio caídos, sus palafrenes, para que pacieran la yerba; y, pasando la puerta principal, subieron el primer tramo de la amplia escalera, hallando a la derecha una iglesia, que D. Quijote pensó sería la destinada a la nupcial ceremonia. Mas como no viera en ella ni santos, ni ornamentos, ni lámparas, ni fieles, se le acongojó el corazón, sospechando algún maleficio.

Salieron de ella e internáronse en un dédalo de ruinosas torres, pasadizos aspillerados, patios desiertos, inmensos salones, algunos bajo bóvedas temerosas, plataformas y barbacanas, desde las que se podía seguir al sol mucho más allá del punto por donde se creía puesto, y abarcar panoramas magníficos; pero todos aquellos lugares se hallaban en silencio imponente, vestidos de musgos y malezas, festoneados de yedras y rodeados de melancólica quietud.

Todo lo recorrieron en la hora de luz que les quedaba, y al hallar D. Quijote el castillo vacío, las torres medio derruidas, las puertas de cedro desaparecidas y las rejas de plata arrancadas y, sobre todo, al no ver servidumbre, ni convidados, ni damas, ni Dulcinea, no pudo menos de volverse a Tragaldabas y decirle con tristísimo acento:

-¿Ves qué desafortunados somos a las veces los caballeros andantes, cuando de nuestro bien y nuestra ventura se trata? Este castillo tan animado ha poco, lleno de convidados y de alegría, soberbio y bien aderezado, con Dulcinea que me esperaba en él como te dije, por rencor de aquellos tres gigantes encantadores con que hemos topado y que creíste promontorios de piedras, hase trocado como ellos en piedras áridas y desmanteladas torres, y lo peor es que no sé qué habrá sido de Dulcinea en esta repentina mutación.

-Veo -dijo Tragaldabas-, que si Usía es el más desventurado caballero del mundo, yo soy el más estúpido hombre, porque ¿qué necesidad tenía mi persona de sufrir los rigores de estas mutaciones y de tres días que llevamos casi sin comer, ni de haber renunciado a mi casa y hacienda, por un reino que cada vez está más lejano que la luna?

-¡Ah, flaco de espíritu! -exclamó D. Quijote-; ¡cuán pronto te acobardan las contrariedades! ¿Y eras tú el que te me brindaste como más animoso que Juan Panza, más acostumbrado a la obediencia y más fuerte en el infortunio? ¿Y aún echas de menos, como tiempos felices, aquellos en que merodeabas por el común de vecinos de Argamasilla?

-Pongámonos en razón, mi señor y dueño -respondió Tragaldabas-, y diga Usía si no es vida perra esta que llevamos desde nuestro encuentro, y si no se nos desvanece cada vez más la esperanza de mejoría. Yo he perdido una arroba de peso desde que le conocí; mi borrica está desmejorada también, y en cuanto a Babieca, no sé cómo puede tenerse en pie, cuando sus costillas y huesos acusan que no ha probado la cebada lo menos en un quinquenio. ¿Es mucho que yo eche de menos mi casa, entre estos lienzos de muralla sin abrigo, y mi hacienda en esta pobreza y desamparo?

-Puedes lamentar lo que te venga en gana -dijo malhumorado D. Quijote-. Ningún contrato te liga a mí y, si te place, coge tu pollina y déjame. El escudero del caballero andante ha de ser sufrido y callado; no pensar en los malos tiempos, sino en los mejores que pueden venir, y sobre todo no echar en cara a su señor sus desdichas, que él quisiera no fueran sino bienandanzas. Ninguna obligación tenemos de pagar mesadas a los que nos sirven, pues lo han de hacer con gusto y sin otro lucro que lo que del botín de las batallas y conquistas se le diese; pero si quieres renunciar a esto y al reino que deseas, aún pudiera pagarte tu ruin trabajo con mayor esplendidez que un monarca, porque has de saber que Dulcinea, previsora del caso, ha debido de dejarme aquí algún oculto tesoro, para pagar y despedir a escuderos mal avenidos.

Vaciló Tragaldabas, viendo la firmeza y seguridad de D. Quijote, y le respondió que no; que él no se ausentaba, ni tomaría mesada ninguna, sino aquel reino que buscaban; pero que le rogaba abreviase la busca y captura de esa corona, pues entre monasterios sin monjes y castillos sin castellanos podían pasarse la vida, y más allí en Aragón, en que tanto abundaban.

-Hay que apresurarse despacio -replicó D. Quijote-; que no el anhelo de inmediata recompensa, ni el perseguirla impacientemente traen más pronto su logro. Caballeros hubo que pasaron mil fatigas antes de llegar al término de sus afanes. Yo mismo, ya me ves cuántas vengo sufriendo desde que dejé en tiempos del Rey don Felipe II mi campo y hogar para entrar en la orden de la caballería andante; y eso que en esta segunda etapa me sopla la fortuna y voy viento en popa en todas mis empresas. Sin embargo, mira la contrariedad en que me hallo ahora, que pensaba encontrar a Dulcinea ataviada para la ceremonia nupcial y el tálamo en este castillo, según me ofreció no ha mucho.

-Pero ¿cómo puede pensar Usía que estas desmanteladas fortalezas fueron ha poco castillo habitado y resplandeciente; que esa capilla en ruina estuviera aderezada y en pie para la boda, y que mi Señora Dulcinea se hallase aquí con toda la comitiva de convidados, cuando el polvo de los siglos lo cubre todo y las ortigas y jaramagos pregonan su estrago?

-Puedo y aun debo creerlo -dijo D. Quijote-; porque Dulcinea no puede mentirme y ella me avisó, y porque no es maravilla una mudanza semejante cuando un encantador que nos tiene ojeriza se lo propone; que en sus artes y sortilegios, como en los del sabio Esquife498, caben las cosas más estupendas e inverosímiles; y cuando no con uno, sino con tres encantadores hemos topado, que se han hecho piedra viva en un santiamén para embotar la punta de mi lanza, bien puedo sospechar que ellos, en un abrir y cerrar de ojos, han llevado a cabo esta otra mutación para vengarse; y, ¡vive Dios! que no lo siento por el castillo y por el albergue de que nos privan, sino por Dulcinea, que acaso habrá quedado encantada entre estas ruinas, trocada en pájaro azul o en fuente sollozante.

A esto oyeron entre las malezas cierto ruido, lo que les atrajo hacia la parte de que salía, que era una de las plazas de armas del piso bajo en que andaban, y fue grande la sorpresa del caballero y del escudero cuando vieron saltar de las quebradas cubiertas de matorrales que allí había una cabra blanca de largos y retorcidos cuernos que, en vez de escapar y huir, fue hacia D. Quijote y se le acercó sumisa y tímidamente, lanzando un tierno balido.

-¡Hinca en tierra la rodilla! -dijo el caballero a Tragaldabas-; que ésta que ves es mi Reina y Señora Dulcinea del Toboso. ¡Bien decía yo que estaría encantada por estos lugares y que no podía faltar a la cita que me dio!

Y el caballero obligó a su servidor a doblar la rodilla ante la blanca cabra aparecida, mientras él, de hinojos también, le decía:

-Ya os reconozco, soberana Señora de mi albedrío; ya veo que habéis esperado a vuestro rendido caballero en el castillo que dijisteis; ésos son vuestros ojos dulces y serenos; todas las artes diabólicas del encantamiento no han podido privarles de su hermosura, ni a vuestra piel de su blancura de armiño. Venid a mí, que yo desharé al cabo el maleficio que os trueca en una bestiezuela, siquiera sea cándida, dulce y bella como vos.

Ya la cabra, como si realmente fuese Dulcinea y entendiera el enamorado discurso, se acercó más al caballero, hasta dejarse coger de él mansamente.

-Señor, ¿pudo ya levantarme de mi postura de oración? -dijo Tragaldabas al cabo de un rato-, porque ya las rodillas me duelen y creo cumplido el homenaje.

-Sí -respondió D. Quijote-, y ahora has de tener y considerar a esta cabra como a lo que es, suprimida la apariencia de tal; como a tu Reina y mi prometida Dulcinea. De modo que la llevaremos con nosotros, guardándole el mayor respeto, y cuidaremos de ella hasta que yo encuentre modo de destruir su encantamiento. Tú le servirás la comida en finos manteles; tú harás los oficios de paje de esta noble dama; y empieza cogiendo para su alimento las más suaves y olorosas yerbas de estos prados.

Obedeció Tragaldabas y trajo al punto un haz de yerbas de las más tiernas que halló a mano; mas como no había manteles en que servirlas, las puso en el suelo cerca de su encantada señora, y fue de ver a Dulcinea cómo se dedicó a rumiar con gran apetito aquellos verdes tallos de largos céspedes y de otras silvestres matas.

-¿Le parece a Usía -preguntó Tragaldabas- que ate un cordel al cuello de mi Señora Dulcinea para poder conducirla con nosotros?

Y D. Quijote, que iba a negarse a semejante desacato, reflexionando que, salvos los respetos debidos a su dama, tenía que tratársela como a cabra en todo lo demás, otorgó, con harto dolor de su ánima, el permiso reclamado, para que su escudero echara un cordel al cuello de Dulcinea.

Asegurada así, observó Tragaldabas que aquella era una cabra recién parida, y que de sus infladas ubres podrían obtener rico alimento para sus estómagos; pero no sabía cómo abordar con su amo tan escabroso asunto, estando éste en la creencia de que aquélla era su prometida Dulcinea del Toboso.

Después de dar a su magín muchas vueltas, se atrevió a explorar el ánimo de D. Quijote con algunas preguntas; y la primera fue si en las mutaciones que los encantadores hacen de las cosas humanas cabía que una doncella, por arte de encantamiento, se trocara en madre de buena y robusta prole.

-No tal -respondió D. Quijote-; que a tanto no llega el poder de los magos y nigromantes. Pueden éstos convertir a una doncella en roca, pero no en hembra casada y con hijos; que la doncellez no es sólo prenda corpórea, sino espiritual, y no alcanza la influencia de los maleficios al ánima inmortal y a las virtudes que la adornan. Así que podrán éstas quedar escondidas en una piedra, fuente o cosa semejante en que el encantador convierta el cuerpo de una doncella; pero siempre estarán vivas y perennes las singulares prendas de la virtud, para volver a su primitivo estado, y no se avendrían con ello otros estados diferentes, el de maternidad, por ejemplo, en una doncella de veras.

-Entonces -dijo Tragaldabas-, esta cabra no es Dulcinea, porque no tiene Usía más que reparar en ella y ver que ha poco ha sido madre, y que no conserva la doncellez de mi Reina y Señora.

Palideció D. Quijote densamente y, viendo que era verdad lo que decía Tragaldabas, quedó sumido en un Ponto Euxino de confusiones499. De una parte, no podía dudar de que aquella cabra fuese Dulcinea; pues lo pregonaban aquella cita a que acudía, aquellos dulces ojos que le miraban y aquella mansedumbre con que se le acercó, como queriendo revelarle el secreto de su transformación; pero de otro lado, aquellos ubérrimos signos de reciente alumbramiento contradecían la creencia y la fe del caballero sobre los límites del maleficio.

Pensar en la infidelidad de Dulcinea era cosa imposible, y cosa abominable admitir que, trocada como debía en cabra doncella, hubiese sido requebrada después de algún chivo, ignorante de habérselas con la Emperatriz de la Mancha.

Pero como en el breve espacio de un día en que se operó el encantamiento no era posible que hubiese concebido y alumbrado Dulcinea, ni era admisible que el trueque de forma se hubiera hecho fuera de los límites del poder de los encantadores, pensó D. Quijote mejor que eso de la ubérrima maternidad era meramente apariencia del encantamiento mismo, para más mortificarle y aturdirle.

-¡Ah, Bartola amigo! -dijo, encontrada la solución del intrincado problema-; no dudes de que ésta es Dulcinea en persona, tan doncella y pura como la hubo su madre, y no prestes fe al testimonio de tus ojos, que te la hacen ver de otro modo. Para conseguir mejor su intento, mudaron aquellos encantadores en cabra a la dama de mi albedrío; pero luego le dieron una ilusoria apariencia de maternidad, que en sí no tiene. Todo es engaño de ellos y visión errada de nuestros ojos, y no hablemos de ello más, que sólo la duda me encoleriza y ofende.

Tragaldabas calló y tragose, o por mejor decir fingió tragarse, ésta que parecíale la mayor aldaba que podía pasar por su gaznate, a pesar de tenerlo amplio y bien acondicionado; pero no dejó de meditar cómo haría para aprovecharse él solo de aquel engaño de los encantadores, ya que su señor no creía en cosas tan notorias.

Anocheció y D. Quijote quedó en vela vigilando a Dulcinea, que, acostada en un ángulo de aquel castillo, seguía rumiando en sueños las yerbas de la tarde; pero Bartola, que fingía dormir y que estaba con un ojo medio abierto, maldecía la vigilia de su amo y acechaba la ocasión en que el cansancio le rindiera para utilizarse500 de la imaginaria maternidad de aquella bestiezuela baladora.

Tarde fue, mas al cabo la flaqueza de la carne se sobrepuso al vigilante espíritu del caballero, y quedó éste vencido por Morfeo, que le dejó caer las compuertas de los ojos; y entonces Tragaldabas, arrastrándose con sigilo hasta el lugar en que se hallaba Dulcinea, la ordeñó repetidamente, echando en una escudilla el delicioso néctar de sus ubres, y sació el hambre de tres días, siendo el primero y único mortal al que fue permitido, por las leyes caprichosas del azar, indemnizarse de los ayunos y dietas de sus correrías con leche auténtica de la Emperatriz del Toboso.




ArribaAbajo Capítulo VI

De la no menos sorprendente aparición de un hijo de Dulcinea, y de las demás cosas que se verán


Bello fue el amanecer en aquel castillo que dominaba aun más que San Juan de la Peña admirables panoramas. Tragaldabas, con el sustancioso néctar de la cabra, dormía aún, y D. Quijote hubo de despertarle diciéndole que debían salir, sacando a Dulcinea de aquellos lugares donde se había operado su encantamiento, para ver si, trasplantada a otros, era más fácil, con alguna penitencia como la de los azotes impuesta a Sancho en otra ocasión, deshacer el maleficio y tornarla a su ser natural.

-Pronto estoy -dijo Tragaldabas- a eso de mudar de paraje, y creo que será muy favorable para el mal que padece mi Señora, que el mudar de aguas sienta bien a todas las enfermedades, según físicos y doctores; pero en lo tocante a que le aproveche alguna penitencia parecida a la que Usía impuso a Sancho, niégolo, en razón no sólo a las que éste donosamente daba, sino a la demostración de la misma experiencia de entonces, según la que de nada sirvieron los azotes que se descargó en las nalgas. A más de eso, como toda penitencia cumplida sin gusto y todo sacrificio hecho sin fe son inútiles y baldíos, los míos resultarían estériles; ya que confieso que nunca tuve vocación de fraile disciplinante501.

-Bien está -respondió D. Quijote-, y no repetiremos la suerte; que, en efecto, penitencia hecha sin fe ni voluntad no es provechosa para alcanzar el divino favor; pero creo que bien pudiéramos hacer alguna promesa, por el natural deseo de ver desencantada a Dulcinea, porque en ello no sólo va mi gozo y anhelo, sino tu provecho mismo; ya que, vuelta a su ser, no puedes tú calcular las mercedes que esta elevada Señora te haría, como suelen y más que suelen hacer las damas de caballeros andantes a escuderos y servidores de ellos. Cátate ahí, por ejemplo, que de la alegría de verse libre del maleficio, te donará una provincia, o dilatadas y fértiles posesiones; u ordenase a su tesorero que pusiera a tu disposición tres o cuatro carretas cargadas de oro. Dime tú si todo esto, dejando a un lado mi satisfacción, vale o no la pena de que pongas algo de tu parte.

-Sí que lo merece -dijo Tragaldabas-, y en eso de hacer promesa no tengo dificultad; así que ofrezco restituir a la ermita que costea el municipio de Argamasilla todo el aceite que en los diez años de mi alcaldía ahorré del destinado para sus lámparas; que a libra diaria, que es lo que calculo retenía yo en calidad de alcalde para el gasto de mi casa, hacen trescientas sesenta y cinco libras por cada año, o sean tres mil seiscientas cincuenta libras en los diez; esto es, ciento cuarenta y seis arrobas justas y cabales, y ésas las repondré en especie o en dinero, al precio que corra el aceite en la cosecha; bien sacándolo de las posesiones que mi Señora Dulcinea me destine, que le rogaré sean de olivares, o, si no ha lugar, dedicando para comprarlo un puñado del oro ese de las cuatro o cinco carretas que cargadas de peluconas ha de enviarme.

Miró D. Quijote a Tragaldabas, muy sorprendido de la sisa del aceite, y le dijo que eso de restituirlo o pagarlo con los donativos de Dulcinea era un juego de toma y daca y no una ofrenda; sobre todo si ésta no había de cumplirse hasta el desencantamiento y obtención de aquellas munificencias; y que si maese Tragaldabas había sido también aprovechada lechuza, no por vía de promesa, sino de ineludible e inmediata obligación tenía que vomitar todo ese aceite chupado, restituyéndolo a la ermita consabida, y que si no lo hacía, allí había acabado de ser escudero suyo, pues si lo recibió a su servicio, fue por creerlo libre de toda mancha, no sospechando que aún quedaba sobre él una mancha de aceite de ciento cuarenta y seis arrobas.

Quedó Tragaldabas muy confuso, viendo que si no hacía esa restitución todo era perdido, y al cabo de un rato dijo humildemente a D. Quijote que sí estaba dispuesto a devolver su aceite a la ermita; pero que no sabía cómo hacerlo, no teniendo ya bienes ningunos, pues de todos habían hecho dejación al Concejo.

-Aún te queda esta pollina -exclamó D. Quijote-; véndela y emplea su importe en aquello, hasta donde alcance; y Tragaldabas se conformó en hacerlo en la primera ocasión, muy pesaroso de haber declarado él mismo los secretos de su despensa.

Acababa de ensillar su hacanea, y ya estaba pronto a subir en ella, por haberlo hecho D. Quijote en su caballo, cuando sintieron voces de pastores, penetrando tres de ellos entre aquellas ruinas y malezas, y quedando bastante sorprendidos de ver al caballero y escudero.

-¿Qué buscáis? -dijo D. Quijote adelantándose y saliéndoles al paso.

-Buscamos -dijeron ellos- una cabra blanca recién parida que es la mejor de nuestro hato y que ayer tarde se extravió por estos lugares; y reparando en la que iba cerca del caballero atada con su cordel, añadieron que aquella misma era y que no tenían duda de ello.

Imaginose D. Quijote que aquellos tres pastores serían los gigantes del día anterior, que disfrazados de cabreros querían apoderarse de Dulcinea para conseguir por maña y artificio lo que por la fuerza no hubieran podido, y blandiendo su lanza respondió que eso era buscar pan de trastrigo502 y que tornaran a su ser natural, para reanudar la batalla de antes, que habían esquivado trocándose en peñas, pues no quería alancearlos y vencerlos en forma de pastores humildes; y que en lo tocante a aquella cabra él sabía que en tal la habían convertido por sus hechicerías y sortilegios, pero que no era cabra verdadera, sino la egregia Emperatriz Dulcinea del Toboso.

Miráronse los tres cabreros atónitos, y respondieron que ellos estaban en su natural ser, que eran tales pastores, que ninguna batalla habían librado la víspera, y que ninguna hechicería tenía la cabra aquella, ni era tal Señora ni emperatriz, sino cabra; y en prueba fue uno por un choto y lo trajo en brazos y lo dejó suelto, y éste enseguida, balando y contestándole la cabra amorosamente, fue a su madre a prenderse de la ubre, que por cierto encontró exhausta por haberse anticipado a ello de madrugada Pedro Bartola.

-Cuando D. Quijote vio al hijo de Dulcinea amamantado por ella, estuvo ya por creer en la infidelidad de la Señora de sus pensamientos; que en hallar a los hijos perdidos, aunque revesados503 y mal acondicionados sean, reciben sus padres satisfacción y alegría, tales como Dulcinea las había mostrado; por lo que sospechó el caballero que al llamarle tan presurosamente para la boda, citándole a aquel castillo, sería quizás para cubrir aquella falta y desliz de ella; pero desechando esta ruin idea volvió a su interpretación de que todo aquello debía de ser ficticio, incluso el hijo aquel, que en figura de choto había resultado.

-¡Echaos a fuera, gente mala y soberbia! -gritó a los pastores; e iba ya a arremeter contra ellos, sin aguardar a más explicaciones, cuando Tragaldabas, que le conoció la furia en lo descompuesto de la faz, se puso delante de él y le dijo que se sosegara, y que si era cierto, como dijo Sancho en otra contienda, que tratándose no de caballeros, sino de jayanes, podían intervenir los escuderos de igual a igual y ventilar con éstos las querellas, en aquel caso él recababa para sí el derecho de solucionar aquella cuestión, de tal modo que Dulcinea quedase como estaba, libre y sin costas. Y añadió que, puesto que aquellos tres persistían en ser pastores, no había por qué descendiera a contender con ellos todo un caballero andante.

Y diciendo y haciendo, fue hacia el grupo de los tres cabreros, mientras D. Quijote quedaba detenido en sus ímpetus con tales razonamientos; y conversando con los tres jayanes el flamante escudero, llegaron a buenas, ajustando que ellos le vendían la cabra en cinco duros en una pieza isabelina de oro y que en el trato entraría también el choto recién nacido; lo que quedó consumado, entregando Tragaldabas la moneda.

Despidiéronse los pastores quitándose los sombreros, y D. Quijote, que sólo había visto los ademanes y la secreta conversación que con Bartola tuvieron, preguntó a éste cómo les había convencido de que se retirasen, y él le contó que, por cortar una batalla desigual y descomunal con ellos, pues eran tres contra uno, les había comprado a Dulcinea por cinco duros, incluyéndose también a su vástago en el precio, por si D. Quijote quería criarlo y educarlo en el oficio de la caballería andante, luego que estuviese desencantado.

-¿Pero tú crees, bellaco mal nacido -respondió el caballero iracundo-, que éste es hijo de Dulcinea, ni ella ha dejado de ser doncella, ni eso que ves que la sigue es choto tampoco, sino apariencia y figuración de tal? Tócalo y verás cuál se desvanece de las manos, como condensado trozo de niebla. Y Tragaldabas tuvo que hacer la maniobra de ir a coger al choto, que se le escabulló; con lo que su amo afirmose más en su interpretación de que era puro fantasma.

Dejaron el castillo y, bajados de sus enriscadas cumbres, continuaron campo adelante, con la cabra de reata y el cabrito saltarín que la seguía; y sea que Tragaldabas observase cómo amargaba al caballero la presencia de aquel vástago de la que creía Dulcinea, sea que viera que éste, con su tercería de dominio sobre las ubres de su madre, las dejaba flácidas y sin leche que ordeñar para desayuno y cena, pensó librarse de él de algún modo provechoso, librando también a su amo de la presencia de aquel fantasma mortificante.

Habían llegado a un sitio plácido en extremo y echando pie a tierra determinaron de sestear allí. Sacó Bartola las alforjas y ya estaban casi agotadas, y viendo a D. Quijote sentado a la sombra de una gran peña, ensimismado y entregado a melancólicos pensamientos, se apoderó del cabrito y se retiró tras unas quebradas y lo degolló y descuartizó y, encendiendo lumbre con su pajuela y unas ramas secas, puso a asar los tasajos con sal y algo de manteca que de las alforjas había sacado, y apareció después con aquel suculento almuerzo; no cayendo en la cuenta D. Quijote de lo que sería, sino en que olía bien y despertaba el apetito, que ya de tres días había pasado a la categoría de hambre para el sufrido caballero.

-¿Sabes -dijo D. Quijote relamiéndose- que eres el más diestro cocinero que he topado en mi vida, y que veo aventajas a todos mis escuderos anteriores en esto de preparar un banquete? Porque Sancho sólo sabía engullir lo que pinches y marmitones le adobaban en la ínsula, después que arrojó de su mesa el doctor Recio de Agüero504, y Juan Panza, más vulgar todavía, devorar en crudo cuerdas de chorizos. Pero tú, de la nada como quien dice, has sacado estos tasajos y los has preparado tan sabrosamente, que con ellos me ha entrado un león en el cuerpo.

-Un león no -respondió Tragaldabas-; pero un cabrito sí, que, a pesar de su cobardía y timidez, ha dado al estómago de Usía la fuerza de un león en estos instantes.

-¿Cómo un cabrito? -preguntó el caballero. Y reparando en que Dulcinea no tenía ya su vástago al lado, se levantó en pie y dirigió a Bartola una mirada interrogativa llena de terror.

-Señor -dijo Tragaldabas-, como observé que era enfadosa para Usía la presencia del choto, y además afirmaba que no era tal, sino condensada niebla, creí mejor adobarlo de almuerzo.

-¡Ah, traidor, infanticida, bergante y mal mirado! -exclamó D. Quijote-; ¿qué has hecho, bellaco antropófago, y qué me has obligado a comer? ¿Cómo te has atrevido a preparar ese criminal almuerzo, desde que viste que no neblina, sino carne del hijo de Dulcinea era lo que desollabas?

-Señor -respondió Tragaldabas huyendo de los avances y manotadas de su amo-, como Usía venía negando que éste que nos hemos comido fuera hijo de mi Señora Dulcinea, yo lo creí cabrito, y lo asé sin temor; pues siendo doncella mi Señora y dueña, cual Usía reconoce ¿cómo podía ser éste hijo suyo, ni carne de su carne? Vea Usía, por Dios, que no era posible que para los efectos de la honra de la Emperatriz del Toboso no fuera ése su vástago, y para los de nuestro almuerzo sí.

-¡Calla, caribe!505 -repetía D. Quijote-. ¿Sabes tú, por ventura, si deshecho el error de ser neblina y apariencia ese cabrito, puesto que lo hemos triturado y masticado y era tal choto, podrá haber ocurrido que realmente sea hijo de Dulcinea, sin que ésta me haya faltado de propósito, y quedando incólume su honor en lo inmaterial? Figúrate tú que algún patagón aprovechando el sueño y descuido de mi dama la haya forzado y ésta haya dado a luz un hijo. ¡Horrible desgracia sería para mí; pero, siendo ella inocente, no tendría por qué culparla, y en cambio ella a mí sí, por haber hecho este festín con trozos salados de su tierno infante!

-¿Pero no ha sacado Usía en el paladar que no era infante, sino choto? -insistió Tragaldabas-. ¿No lo vio Usía mismo saltar y balar como cabrito?

-Sí que lo vi -prosiguió el caballero-; pero en eso estaba la mutación del encantamiento: que de igual modo que trocó a Dulcinea en cabra, transformó a su hijo en cabrito saltarín. ¡No tengas duda, que yo no la tengo ya, de que nos hemos comido a ese infante nacido de Dulcinea; de que esos huesos que dejamos roídos y chupados son de él y de que hemos realizado el más salvaje acto de antropofagia! Esto nos obliga a tomar ahora otra determinación y es una de dos: o ir en derechura a Roma y echarnos a los pies del pontífice para confesar nuestro horrendo pecado y obtener la absolución o retirarnos a un desierto y hacernos anacoretas, lavando nuestra fea culpa con una vida de oración y flagelaciones, sin dormir más en mullidas camas, sino en el duro suelo, ni habitar palacios, sino alguna cueva desmantelada, y sin comer carne ni otros manjares apetitosos, sino raíces y yerbajos.

Tragaldabas, que vio que emprendiendo el viaje a Roma se malograba o dilataba mucho la empresa de ganar el reino apetecido, y que sabía que de monje podía pasarse a monarca506, declaró que sería mejor hacerse anacoreta; tanto más cuanto que ya venían siéndolo; pues ni tenían tales camas mullidas, ni tal aposento en palacios, ni tales suculentas comidas, ya que lo del choto había sido una excepción.

Conforme D. Quijote en hacerse anacoreta, dijo que debían buscar algún paraje deshabitado y selvático, para comenzar la vida de penitencias y privaciones, y Bartola le aseguró que, siguiendo aquel camino en derechura, darían con el lugar apetecido.

Pasaron, pues, aquel día y el siguiente andando mohínos, sin comer más ni desayunarse, si no es del viento; porque el atracón de choto no les dejó ganas; y llegada la segunda noche, se albergaron en una gran cueva que había entre unas riscas, en lugar desierto y salvaje; pero antes de acomodarse para dormir, no dejó Tragaldabas de ordeñar la cabra a escondidas de su señor, y de regalarse con un par de escudillas de leche, pensando cuán acertado estuvo en asegurarse este recurso, con el que bien podía hacer vida de anacoreta mientras su amo comía raíces.

Allá a la madrugada despertose Tragaldabas para dar otro tiento a las ubres de Dulcinea y, arrastrándose sigilosamente, fue al sitio en que la dejó atada del cordel; pero con gran sorpresa suya no la vio allí, buscándola vanamente por aquel lugar y los alrededores.

Enseguida compendió que la cabra habíase desatado y tirado al monte, y el corazón se le encogió, meditando cómo perdía con ella el sustento que creyó asegurado, y además qué gran estrépito iba a promover su amo por la desaparición de Dulcinea.

Temiendo aun más a esta inmediata tormenta que a lo otro, tomó el partido de irse a dormir a su rincón, o mejor a fingir que seguía durmiendo, para espiar en aquella postura lo que haría D. Quijote al verse sin dama encantada; el cual, efectivamente, así que despertó y halló que no estaba ella en su sitio, y salió fuera de la cueva y no la vio tampoco, y buscó y rebuscó por todas por todas partes sin hallarla, comenzó a dar grandes voces, diciendo a Bartola que despertase, que Dulcinea había desaparecido y que, no pudiendo ser robada, porque allí no había huella de persona alguna, tenía que ser que, enterada de que ellos eran los asesinos y monstruos que se había huido del lado de ellos y escapado por aquellos montes.

Fingió Bartola mucho dolor de esto y mucha sorpresa y hasta derramó lágrimas, que en parte eran verdaderas por quedarse sin desayuno, y juntos renovaron la busca de la encantada Señora de los retorcidos cuernos. Mas siendo inútiles las pesquisas, reconoció Bartola ser propio y natural de una madre tierna y amorosa, como Dulcinea, no querer estar con los asesinos de su hijo, al enterarse del suceso de su descuartizamiento y asado.

-Perdida Dulcinea -dijo D. Quijote con dolor-, no me queda más que hacerme monje de la Trapa, y por ello insisto en que dejemos ya las correrías de la vida mundanal, y nos retiremos a un desierto a vivir y a morir como ermitaños. Tú, por tu ligereza en desollar y adobar ese cabrito, has tirado un Imperio por la ventana, que un día cualquiera de éstos te hubiese yo proporcionado; y yo, por mi desdicha, he quedado sin la dama de mis pensamientos; que es para un caballero andante quedar sin la luz de sus ojos, sin el ánima de su ser y sin el estímulo de sus empresas.

Y viendo en la lejanía un edificio ruinoso, que parecía un monasterio, no tan soberbio como aquel de San Juan de la Peña que habían visitado, pero sí en lugar más enriscado y salvaje, a él se encaminaron, llevando D. Quijote la cabeza caída sobre el pecho, y yendo cariacontecido Bartola, a horcajadas en su borrica.



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