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ArribaAbajo Capítulo VII

De cómo D. Quijote y Tragaldabas se hicieron ermitaños y del suceso de la copa maravillosa


Cuando iban ya cerca y distinguían claramente los muros sombríos del monasterio, alzándose entre peñascos rodeados de bosques semivírgenes, D. Quijote salió de sus abstracciones, y dijo a Bartola:

-Ése que vemos debe de ser el priorato de los trapenses507, y ninguno más a propósito para nuestros intentos de vida de penitencias y austeridades; porque has de saber que esa orden la fundó el noble Conde de Perche, Rotrú, allá en Normandía508, y la reformó el abad Armando, restableciendo las antiguas costumbres de los monjes del Císter, por lo que se llaman Cistercienses reformados509; y su regla es la oración y el trabajo físico, las yerbas por alimento, la cabeza afeitada, una calavera delante de los ojos siempre, la visita diaria a la fosa en que han de enterrarlos, y el silencio absoluto y continuo; tal que sólo se saludan al encontrarse, diciendo uno morir tenemos, y contestando el otro ya lo sabemos.

-Señor -dijo Pedro Bartola-, parando la borrica en firme; por lo que escucho creo que hemos tomado muy precipitadamente esta determinación de hacernos ermitaños; sobre todo de ésos de la Trapa, y que sería bien antes de avanzar parar aquí y reflexionar un poco sobre esas reglas y nuestra vocación o fuerzas para cumplirlas; porque todo estaría bien: las yerbas, que es lo que tenemos por manjar ahora, la cabeza afeitada que ya la lleva Usía, la calavera delante, que yo la tengo siempre desde que le encontré, y la visita a la fosa, que es lo que creo nos aguarda; pero asaz de locura sería comprometernos a ese absoluto silencio, no pudiendo soportarlo y no siendo bien obligarse a cosa que no se ha de cumplir.

-Tienes razón -dijo D. Quijote-, que es lo más dificultoso, y yo no sé por qué han de haber puesto en esa regla el silencio, cuando la palabra es don del cielo y el emplearla comedida y sabiamente necesidad imprescindible del ánima. Conforme estoy contigo en eso de que nos ha de ser casi imposible estarnos mirando el uno al otro sin decir más que morir tenemos, y ello una sola vez al día. Pero este sacrificio es el que acaso valga más, por lo mucho que cuesta, y no hemos de ser nosotros reformadores de la orden. Entremos en ella como novicios y probemos en el término que nos darán si podemos o no soportar ese mutismo, y si no, tiempo hay de que busquemos otro monasterio, donde no haya ese mandato riguroso, y podamos hablar a nuestro sabor, aunque suframos las otras mortificaciones de ayunos y abstinencias.

-Siendo como prueba -dijo Tragaldabas-, no tengo inconveniente, y yo me creo que a la media hora habremos salido echados de esa regla estrechísima, por no poder contenernos.

Y andando a más andar llegaron a la puerta del monasterio, a eso del mediodía, llamando con tres fuertes aldabonazos.

El lego portero salió a abrirles, sacudiendo unas llaves que hacían harto ruido, no sin preguntar antes quién iba y qué quería; y como oyese, pues así lo expresó D. Quijote, que era un caballero, más que si fuese de la orden de Calatrava, con su escudero y servidor, pasó a avisar al Prior del convento y volvió abriendo presurosamente la puerta, haciéndoles entrar, y guiando a los recién llegados al locutorio.

No tardó en aparecer el padre prior, con su sayal azul y la cabeza raída, sin más que un cerco de cabellos canosos; y al ver a caballero y escudero quedó suspenso, pues aquél iba armado, como no se acostumbraba.

Hízole ademán de que se sentase, y por su movimiento resignado le dio a entender que estaba dispuesto a oír su demanda.

-Padre prior -dijo D. Quijote-, aquí tiene vuestra Reverencia contritos y arrepentidos a dos pecadores, que desean entrar en esta Orden de penitentes. Sabed que yo soy uno de los caballeros más famosos del mundo, y éste mi escudero que me sirve, y que hemos conocido el más horrendo pecado que puede caber en criatura humana.

Mirole el prior fijamente, con expresión de piedad, y, como le hiciera otro signo para que continuara su relato, prosiguió don Quijote:

-Aquel famoso crimen de Edipo, que produjo la guerra tebana510; aquella traición de Bruto511, que destruyó los proyectos de César; aquel despeñamiento de los hermanos Carvajales, que dio al Rey Fernando IV el sobrenombre de Emplazado512, no tienen comparación con nuestro delito. Solamente se le asemeja el del Conde Hugolino, y más propiamente, para hallarle igual, había que ir a morar entre salvajes de Sierra Leona513.

Abrió el prior unos ojos desmesurados, y dio a entender en su expresión de asombro y de duda que deseaba saber concretamente el caso; por lo que D. Quijote continuó:

-Sí, reverendo padre, es positivo; vuestra Reverencia tiene delante a dos caníbales, porque esta mañana nos hemos comido, no así como se quiera, sino adobado con manteca y asado a la llama, el cuerpo descuartizado de un tierno infante.

El prior, que estaba sentado, cayó hacia atrás lleno de estupor, y apenas pudo sostenerse contra la pared en el taburete.

-Ese tierno infante -añadió D. Quijote- era el hijo de una dama de elevada alcurnia que me estaba prometida en matrimonio, y que sin duda lo hubo de otro que la forzara; y aunque yo sólo me comí una tercera parte, y este escudero mío los otros dos tercios del vástago, me reconozco culpable con él por igual, pro indiviso514 e in solidum515, y venimos ambos llenos de arrepentimiento a purgar nuestra culpa con el sacramento de la penitencia, y a ingresar en esta estrecha orden para todo el resto de nuestra vida.

Quedó el prior meditabundo, sospechando si aquellos dos, más que arrepentidos, irían deseosos de entrar en el convento, como lobos en redil de carneros, para seguir saciando su apetito; pues los monjes trapenses, que eran allí diez, a pesar de las yerbas cocidas, estaban gordos y bien cebados; pero obedeciendo ante todo al deber cristiano, que a nadie niega el sacramento de la penitencia, levantose, extendió las manos sobre D. Quijote y su escudero, como para absolverles, mientras éstos se arrodillaban, y les hizo traer por medio de otro monje las reglas impresas de la orden, para que se enterasen si a ellas querían someterse; todo sin pronunciar ni una sola sílaba.

Conformes D. Quijote y Bartola, fueron llevados al departamento de los novicios, y allí quedaron en dos celdas contiguas, separados de los otros, con sus propias vestimentas, mientras se les disponían sus sayales.

Estaban esas celdas en el más alto piso del monasterio; eran estrechas, con ventanas de muy espesas celosías, y todo el ajuar respectivo era un banquillo de palo, un camastro de tabla con su manta, y enfrente un reclinatorio para la oración, de madera y pintado de negro, sobre el que descollaba un crucifijo, y la reglamentaria calavera enseñando sus huecos ojos y desdentada boca.

Allí se sentó D. Quijote, entregándose a la meditación de su culpa; mientras Bartola en la otra celda esperaba el desenlace de aquella aventura, vuelto de espaldas a la calavera de su reclinatorio, por no verla ni pensar en plena salud, sin enfermedad ni calentura, en una muerte anticipada.

-¡Válame Dios -decía entre sí el caballero-, cómo se han cebado en mí las malas artes de mis enemigos, hasta hacerme dar en esta celda, que es un sepulcro en vida! ¡Quién me dijera ha poco, en aquella fiesta del Nigromante, cuando tuve aquella dulce plática con la Señora de mi alma, que había de verla en figura de estulta bestia, y que habían de pasarle cosas tales que ya no pudiera venir a mí cándida y pudorosa, como en aquel entonces, sino brutalmente atropellada y con un hijo, para mi tormento! ¡Y quién me diría que se había de agrandar más el abismo entre ella y yo con el descuartizamiento de ese hijo suyo y el infernal almuerzo que hice de sus tasajos! Y reflexionando en esto, aún le parecía que llevaba en su estómago sin digerir, al hijo de Dulcinea, que se le revolvía en él lanzando tiernos quejidos.

Apartó al fin de su mente ideas y recuerdos mundanos, y quiso consagrarse sólo a la oración, como cumplía a su estado nuevo.

Reinaba en el convento silencio universal; tanto, que no se oía el vuelo de una mosca, y sólo se interrumpió por el toque de la campana llamando al refectorio. Allá fueron los dos novicios, D. Quijote y Bartola, mirándose de reojo y casi sin poder contenerse ya en el hablar, y tomaron unas yerbas cocidas y una ración de espinacas.

Después la campana llamó a coro y todos con sus sayos blancos, destinados especialmente para ello, estuvieron orando calladamente.

Admiraba el Prior la devoción de los dos novicios; pero el lego, que había estado escuchando de oculto al principio la confesión que de sus culpas hizo D. Quijote, les seguía atemorizado, creyendo que no podía parar en bien la intromisión en la regla de aquellos dos antropófagos.

No dejó ese lego, que era el portero, de comunicar sus temores al otro lego que mangoneaba en la cocina, y ambos se dedicaron a observar, cuando podían, a los dos sospechosos novicios.

-¿Sabe, hermano cocinero -dijo aquél-, que ese hombre tan alto, flaco y descarnado me huele a azufre?

-También me ha dado a mí ese olor, y bien pudiera ser Lucifer en persona.

-¿No ha visto qué ojos tan vivos y saltones los suyos, y qué cara tan angulosa y satánica?

-Sí que los vi, y aun me parece que llevaba unas largas y encorvadas uñas y que le asomaba por las calzas la pata de cabra.

-¡Ave María Purísima!

-Sin pecado.

Y los dos se santiguaron al mismo tiempo.

Después del coro, el hermano portero aprovechó una ocasión y subió a observar a ambos catecúmenos, mirando alternativamente a sus celdas por el ojo de las cerraduras.

D. Quijote se paseaba ya, nervioso y excitado, no pudiendo aguantar tanto silencio, y Bartola había cogido con un papel de estraza la calavera y en aquel momento la metía debajo del reclinatorio.

-¡Hola! ¡hola! -murmuró el lego para sí-. ¡Ésas tenemos! ¿Conque escondes la calaverita? ¿Y tú te paseas a zancadas manoteando? ¡Cómo se conoce que os pone alterados la presencia del crucifijo!

Al cabo de un momento, Tragaldabas no pudo contenerse más y llamó con los nudillos al tabique que separaba su celda de la de D. Quijote, y éste acudió y los dos se pusieron al habla, sin que dejara de escuchar el lego.

-¡Ay, mi señor y dueño; que yo no puedo estar más aquí y prefiero las calderas del infierno! -dijo Bartola.

-¡Calla, Luzbel! -respondió D. Quijote-; que ya tendremos tiempo de tomar nuestro partido.

-¡Visto está! -murmuró el lego-; ¡este gordo y greñudo es Luzbel, disfrazado de rústico; y este su señor y dueño debe de ser Satanás!

Y huyó por los pasadizos y escaleras, haciendo cruces y echando latinajos, para contar a su compañero lo que había visto y escuchado.

-¡Reverendo padre -dijeron los dos a coro, apareciendo e hincándose de rodillas en la celda del prior-, por la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, echemos pronto del monasterio a esos dos novicios que han entrado hoy. No son seres humanos, Reverendísimo padre, sino personajes diabólicos. ¡Por donde van dejan un rastro de olor a azufre quemado!

Pero el prior no hizo el menor caso, mandando salir a los legos con un ademán imperioso, y por la tarde fueron todos otra vez al coro, al son de la esquila que tañía quejumbrosa.

La piedad de D. Quijote, que de hinojos oró larga y fervorosamente, alejó toda sospecha del prior. Más vocación tenía aquél, a pesar de su andante caballería, para monje que el impaciente Tragaldabas.

Ya entrada la noche, tocó la campana al descanso, y Bartola y D. Quijote se acostaron en sus respectivos camastros, en la oscuridad profunda de sus celdas. Todo el monasterio pareció quedar sumido en un doble silencio, en el fondo de las tinieblas.

Tragaldabas se durmió descuidadamente; pero D. Quijote tuvo una larga pesadilla. Creyó que pasaba como Reinaldos por las orillas del Po y que, como a él, se le apareció un mago y le preguntó si amaba a alguna mujer.

-Sí -respondió D. Quijote, y el mago le convidó a comer en su palacio, prometiéndole poner en sus manos una copa maravillosa. Accede D. Quijote y entra en el palacio aquel, cuyas paredes son de pórfido y mármol serpentino516. En el patio ve ocho magníficas estatuas, que tienen el cuerpo de Amaltea. En un gran salón está la mesa dispuesta, y los manjares del banquete servidos por pajes son deliciosos y suculentos. A los postres, un servidor trae una copa de oro, incrustada de piedras preciosas y llena hasta el borde de un vino riquísimo.

-Ésta es la copa maravillosa -dice el anfitrión-; si vuestra amada os guarda fidelidad, bebed, que no se derramará ni una sola gota. Si os es infiel, el líquido se verterá por vuestro pecho, negándose a vuestros labios517.

Ante esta prueba decisiva, D. Quijote, que recuerda las perplejidades que le había producido el estado de Dulcinea encantada, casi no se atreve a tomar la copa entre sus manos; pero por fin se resuelve, y al aproximarla para beber, todo el vino se le derrama. Entonces, iracundo, arroja la copa por la ventana al mar que ruge al pie del castillo, y el mago prorrumpe en burlonas carcajadas.

-¡Has de decirme quién es mi rival! -grita D. Quijote, tirando de la espada, y el mago retrocede riendo-. ¡Has de decirlo, infame encantador! -repite don Quijote, y a éstas siguen otras voces desaforadas que atruenan el convento y despiertan en sus celdas a los monjes. Tragaldabas se despierta también. Todos acuden: la comunidad en ropas menores; los legos en calzoncillos, y cuando asoman por la galería donde está la celda de D. Quijote, ven a éste salir en camisón, espada en mano, gritando y persiguiendo al imaginario nigromante.

-¡Es Satanás! -dicen los legos, haciendo la señal de la cruz.

-¡Huye, Luzbel! -gritan los monjes, pronunciando exorcismos.

Algunos traen hisopos llenos de agua bendita, y lanzan rociadas en dirección al caballero; otros sacan la cruz, con dos ciriales, oponiéndola a la flamígera espada de aquel ángel de las tinieblas.

Varias gotas del agua bendita dan en la faz de D. Quijote, que despierta, y al hallarse rodeado de fantasmas, pues eso cree, prosigue con más coraje sus cuchilladas, que hienden el aire sibilantes.

Bartola se interpone y le abraza y conduce a la celda; los monjes huyen aterrados, unos a refugiarse en la capilla, y otros a tocar a rebato la campana.

-¡Salgamos de aquí! -dice Tragaldabas a D. Quijote, vistiéndose y ayudándole a vestirse presurosamente, y éste se ciñe su armadura y, espada en mano, sale con su escudero, del que todavía cree castillo del nigromante dueño de la copa maravillosa. Franquean pasadizos y corredores, claustros y patios inmensos y en fin la puerta, sin encontrar alma viviente; pues los monjes, unos están debajo del altar mayor de la capilla y otros en la torre repicando desesperadamente, y los legos han salido del monasterio y volado a avisar al pueblo más próximo para que acudan los vecinos en somatén518.

El aire de la madrugada serena el ánimo de D. Quijote. Fuera del convento, entre las peñas en que los dejaron, estaban Babieca y la borrica calentándose mutuamente con el vaho de sus hocicos. D. Quijote monta en su caballo y Bartola en su hacanea. Entre la húmeda niebla matutina, que les moja y les entumece, parten a buen paso, contando D. Quijote a su escudero el engaño que había sufrido en aquel que creyó monasterio de la Trapa, y con aquel que imaginó prior, y que no era sino un mago enemigo suyo, que le había atraído allí para hacerle saber la infidelidad de Dulcinea, por medio de una copa maravillosa, y burlarse de su dolor y desventura.

-Pero tú puedes atestiguar -añadió- cuán pronto herí y derribé al filo de mi espada a él y a todos los de su ralea, no quedando uno para contarlo, a pesar de los toques de aquella campana encantada, que llamaba a la pelea y en su ayuda a todos los servidores del Averno.

-Veo -respondió Tragaldabas-, que no está de Dios que seamos trapenses, y que, si los encantadores han dado en la flor de disfrazarse de monjes, será mejor que tomemos otro partido que el de hacernos ermitaños, para no caer en sus arteros lazos.

-Tienes razón -respondió D. Quijote-, y es preferible ir a Roma a pedir al Santo Padre absolución de nuestras culpas; pero antes procede que averigüemos en definitiva qué es de Dulcinea, porque ya no estoy seguro de nada: ni si aquella copa del mago sería un artificio para hacerme creer en su infidelidad, ni si será también cosa imaginaria cuanto de mi dueña y Señora vimos en el castillo de Loarre, y hasta el festín que hicimos con su vástago. Sigamos el camino a Zaragoza, que todo se aclarará y despejará, y ya haremos aquello que convenga, según lo que resultare acreditado y cierto.

-Nunca ha hablado Usía más en su juicio -respondió Tragaldabas, que deseaba eso precisamente; y, perdiendo de vista el monasterio donde los monjes creían haber tenido de novicios a Luzbel y Belial, mientras aquéllos rociaban de agua bendita sus celdas y todos los claustros exorcizando a los infernales espíritus, buscaron ambos jinetes la carretera, para ir en derechura a la ciudad del Ebro, donde les aguardaban otras sorprendentes novedades.




ArribaAbajo Capítulo VIII

De la breve estancia de don Quijote en Zaragoza, y de las varias y continuadas sorpresas que allí recibió


En poco más de dos jornadas, pusiéronse en la populosa villa del Pilar los dos viajeros, entrando bien de noche y alojándose en una posada, cuya dama y cena parecieron a Tragaldabas deliciosas, y de perlas a D. Quijote, que no había dormido en colchón ni jergón hacía tiempo, ni comido nada sustancioso, desde el festín del cabrito.

Tenía la tal posada un ancho patio interior descubierto, con un pilón en medio, en que se daba agua a las caballerías; y en el piso alto, en unos corredores que daban vistas a aquél, y que le rodeaban, adornados de barandas de madera, alineábanse las habitaciones para los huéspedes. Así que, al observar D. Quijote, desde el corredor alto, cuando se levantó por la mañana, tantos jacos llevados a aquel abrevadero, pensó que se aposentaba en algún alcázar real y que aquéllos serían los caballos de los poderosos escuadrones de la escolta; imaginando que los carros y diligencias desenganchados que abajo había eran carrozas y sillas de posta del servicio del Rey.

Entre las caballerías de las cuadras sobresalía por su esqueleto Babieca; mas como siempre hay quien le diga en las posadas a cualquier caballo por ahí te pudras, sucedió que unos gitanos que iban reclutando jacos para los toros, ora comprando, ora cambiando, pusieron sus ojos en el de D. Quijote y subieron a hablar con éste del asunto.

-Su mercé -dijo el más viejo, que parecía hacer cabeza en la tribu-, tiene ahí abajo un caballo que está dando las boqueás, y nosotros venimos a ver si quiere tomarse algo por él, o cambiarlo por otro que traemos, que es el caballo de Santiago en persona.

-¡Vender mi caballo, no! -dijo D. Quijote, que en ningún libro de caballerías he leído que tal hicieran los caballeros andantes-; pero dejarlo por tomar el caballo de Santiago, eso no me parece mal; tanto más cuanto que lo necesito tan fogoso, para ciertas campañas que he de emprender de aquí a poco tiempo.

Bajó uno de los gitanos a sacar el caballo de Santiago al patio, y de allí a un poco apareció con un rocín color barquillo, estropeado, melancólico, hético confirmado y decaído, tan flaco como Babieca, con toda la veterinaria en vejigas, fuentes, sobre huesos y esparavanes519, como el del bufón del Duque del Borso520.

-¿Ése es el caballo de Santiago -exclamó D. Quijote-, cuando es fama que era blanco, alto y poderoso, con luengas crines y cola?

-Entiéndame su mercé -respondió el gitano viejo-; yo no quise decir que fuera el caballo de Santiago Apóstol, sino de Santiago, ese gitanico que está aquí a mi vera; pero, salvo sea lo del pelo, no crea su mercé que tiene nada que envidiar éste al otro; y fíjese y verá qué viveza la del animal, qué remos, qué figura, qué limpieza de sangre y qué movimientos.

El gitano que lo había sacado montó de un salto sobre él, y enseguida se puso a trotar y galopar y a hacer evoluciones, tal que parecía resucitado.

-¿Ve su mercé lo que le digo? -exclamaba el gitano viejo-; si eso no es caballo, sino un fenómeno. Sin espuela ni otros menesteres, hace cuanto le piden, y todo lo entiende, y no le falta más que el habla. Tómelo su mercé pa correr liebres, o pa ganar el premio en las carreras, y no lo piense más, sino haga el cambio a cierra ojos; que aquí estoy yo para responderle, y me dará las gracias encima; cuanto más que sólo tiene que abonar por la diferencia cinco mil reales, y lo que sea de razón por correduría.

Terció Tragaldabas en la conversación, diciendo al gitano que sólo se podía hacer el trato pelo a pelo521 y, después de mucho porfiar, los dos convinieron en ello, consintiendo D. Quijote, por haber visto que en las tres ocasiones en que puso a Babieca a prueba había venido al suelo con un soplo.

-Puesto que estos hombres requisan caballerías -dijo D. Quijote a su escudero-, ahora es ocasión de que vendas tu borrica y emplees su importe en aceite, para devolverlo a la ermita de Argamasilla, como te obligaste.

Y después del trato del caballo, tuvo Tragaldabas, con harto dolor de su ánima, que entrar en el otro de la pollina, por la que tras mucho tira y afloja le dieron quince duros.

Salieron los gitanos con Babieca, y otras varias estantiguas semejantes, recogidas de aquellas y otras posadas, amén de la burra, a la que despidió Bartola desde el corredor con las lágrimas en los ojos, y después quiso D. Quijote probar su nuevo palafrén en aquel patio, que él creía plaza de armas, para lo que hizo que Bartola lo ensillara, y muy gentilmente montó el caballero sobre el rocín color canela, que vaciló y estuvo para caer, sólo a su leve peso. Abrigole un poco las piernas para hacerle andar, y luego le aplicó las espuelas sin conseguirlo; y viendo que era inútil y que agachaba la cabeza, como agobiado, creyó que cuando antes iba tan despabilado y entonces no se movía, algún encantamiento lo mantenía fijo y clavado allí, cerca del pilón, como a Narciso522 en la fuente.

Primero a las carreras del gitano y luego a los esfuerzos y brega del caballero, fueron saliendo y asomando a los corredores los huéspedes de la posada, entre ellos varias hembras de rompe y rasga, que animaban el cuadro con sus risas y cuchufletas; y, al verse D. Quijote rodeado de ese concurso, que creyó ser de nobles damas y caballeros, puso mayor empeño en que saliera el caballo sobre las piernas caracoleando; pero éste, que ya se dolía de los espolazos, dio tres relinchos y dos botes acarnerados, dejando caer la carga, de modo que al segundo bote vino a salir D. Quijote por las orejas y a dar dentro del pilón lleno de agua, de donde su escudero y otros dos tratantes, que estaban allí, le sacaron con gran dificultad y chorreando; a lo que la gritería y risas fueron estrepitosa en las alturas del corredor, quedando el jinete corrido del lance.

-¡Qué verdad es, Bartola amigo, que más vale malo conocido que bueno por conocer! -exclamaba el caballero metido en la cama en su cuarto de la hospedería, mientras le secaban la ropa al fuego-. Hubiérame yo podido lucir con Babieca ante ese brillantísimo concurso de damas y gentiles donceles, haciéndole trotar, galopar, partir el campo523, caracolear, marchar sobre las piernas, saltar vallas, y pasear la tela524 en alegres justas, si no hubiese mudado de palafrén, por necio deseo de novedad. Y no es eso lo peor, sino que con este caballo mal llamado de Santiago, que por lo visto se niega a llevarme, no sé a dónde podremos ir; cuando yo pensaba que en él, yo a galope, y tú a pie, llegaríamos pronto a las fronteras de los reinos que pienso conquistar.

-Señor -respondió Bartola-, eso es sin duda que la Providencia, apiadada de mí y viendo que he seguir a pie a Usía, no ha consentido que pueda Usía ir a galope, ni aun a trote siquiera, con lo que forzosamente me hubiera quedado atrás. Así iremos los dos paso entre paso, y aun creo que llegaré a las fronteras de esos reinos con algunas jornadas de adelanto, a pesar de mi obesidad, y que pondré tenerle preparado con tiempo en ellas alojamiento y toda suerte de noticias, como soldado de vanguardia que va a la descubierta.

-Pero lo que me asombra -exclamó D. Quijote- es que el caballo de Santiago no anduviera llevándome a mí y sí con aquel jinete greñudo.

-No se asombre su mercé -dijo el posadero, que acababa de entrar y de oír estas palabras-. Esos pícaros son muy diestros para esas tretas. A una caballería muerta se le acercan a la oreja, le dicen unas cuantas palabras y la resucitan, y yo creo que al jaco no le hacía andar el gitano con espuela ni látigo; sino con una mecha de yesca encendida que le iba aplicando donde le convenía.

-¡Ah, malandrín! -gritó don Quijote.

-No pensemos más en ello -interrumpió Bartola-; y lo mejor será dar ese caballo de Santiago por lo que quieran pagar, porque no merece el pienso que se come y con él no saldremos de Zaragoza ni en un año de espolearlo, a no ser que recurramos al estímulo del fuego.

El posadero y Bartola se arreglaron, y en seis duros quedó cerrado el trato entre ellos; con lo que a poco volvió un gitanillo, habló con el posadero, y montó sobre el caballo de Santiago, sacándole a buen trote de la plaza de armas, no se sabe si con mecha o sin ella.

-Veo -dijo don Quijote a Bartola-, que con tus cambios y ajustes te pareces a aquel pastor que, llevando una manada de cabras negras, quiso trocarlas por otras blancas, y dio dos por una, y luego pensó en trocar las blancas por las negras y dio dos por una también; y así entre cambios se quedó sin cabras, acabándosele tan útil negocio. Por seis duros nos hemos quedado sin Babieca, en resumen, y me asombra seas el mismo Tragaldabas de la contrata del alumbrado y del aceite de la ermita.

-Perdone Usía -replicó el escudero-, pero cada uno es maestro en su oficio, y yo, ocupado toda mi vida en administrar el común de vecinos, no es mucho que no entienda de estas gitanerías. Ponga Usía a aquel viejo greñudo del caballo de Santiago en el sillón de una alcaldía, y verá cómo se la dan por boca525, como él nos la ha dado con esos cambios de cuadrúpedos; pero como de los malos negocios hay que salir presto, por eso corté éste, perdiendo, que es como siempre se acaban.

Volvieron D. Quijote y su escudero a asomarse al corredor, para tomar el sol del mediodía, que daba de aquel lado, cuando sintieron gran estrépito de gente en el patio y vieron salir de una de las cuadras a tres picadores de toros montados en sendos estafermos526; con sus sombreros anchos de moña527, sus coletas recogidas atrás, sus chaquetillas llenas de alamares528 y bordados de metal, y sus piernas bien rellenas y defendidas, cubiertas de calzones de bayeta pajiza.

Llevaban los pies metidos en enormes estribos, iban encajonados en sus sillas de montura de peto y espaldar altos, y sostenían las riendas con la mano izquierda, mientras la derecha libre se cubría a medias por una badana529 atada con correas, que servía para afianzar la pica mejor.

-¿Qué caballeros son ésos -preguntó D. Quijote-, y qué yelmos los que llevan?

-No son caballeros -respondió Bartola-, sino picadores, que deben de ir a la corrida de toros de esta tarde, y por cierto que deberíamos verla, porque le había de agradar a Usía.

-¡Corrida de toros! -exclamó D. Quijote como quien oye cosa nueva-. No entiendo qué significa eso, como no sea algún lance de rejonear, esquivando al toro con el caballo, que es lo que se hacía en mi tiempo; y si es así, vamos allá, que ése es oficio de caballeros principales, y acaso tome yo caballo prestado para terciar en tan hermosa fiesta, y has de ver entonces qué gallardamente libro a mi corcel, dejando muerto a sus pies el cornudo bruto.

-Hoy se hace todo esto de otro modo, aunque también algunas veces se ven caballeros en plaza -dijo Tragaldabas-; y puesto que a Usía le agrada y tenemos el dinero de la venta del caballo de Santiago, vámonos en derechura al circo.

Y tomando un cochecillo descubierto y dejándose don Quijote espada, lanza y armadura en la posada, encamináronse a la plaza.

Cuando el de la Triste Figura se vio en un tendido, en medio de aquel concurso, y reparó en aquellas inmensas graderías cuajadas de gente, quedó muy asombrado y suspenso y comenzó a mirar a todas partes, singularmente a los palcos, que estaban llenos de elegantísimas damas, con mantillas blancas o de madroños530 y vistosas flores, lo que le deslumbró.

Salía en aquel punto la cuadrilla y no es para decir qué sorpresa ocasionó a don Quijote ver al alguacilillo531 caracoleando en su bridón, a los toreros ceñidos de sus trajes de luces y lujosas capas, y a los picadores, que él creía famosos caballeros, con aquellos yelmos más anchos que el de Mambrino.

Hicieron el saludo, cambiaron los capotes, tomaron los caballeros las picas, sonó el clarín y salió el primer toro; y apenas lo vio D. Quijote levantose de su asiento, queriendo saltar a la plaza a rejonearlo y dejarlo muerto, como solía hacerse en su época. Mas cuando vio cómo lo capeaban y burlaban y huían los peones, y cómo el toro se enseñoreaba del circo polvoroso, haciéndoles a todos escapar, pensó que aquello era impropio de caballeros, y que ésos debían de ser titiriteros y funámbulos.

En aquel momento el toro tomó la primera pica y D. Quijote pudo ver que no tenía el jinete, como antes, la hidalguía de salvar al caballo con hábiles movimientos; sino que lo ponía como bulto para ser embestido, mientras él clavaba su pica; cosa que le indignó, viendo cómo el caballo salía destripado del lance, y el jinete, orgulloso de su cobarde hazaña, en que no había ni arte, ni ingenio, ni caballerosidad, ni destreza.

Cuando en breve tiempo miró rodar a aquellos jinetes con sus palafrenes, a éstos quedar moribundos unos y otros cadáveres en el hemiciclo, al pueblo gritar pidiendo más caballos para el sacrificio, y salir nuevas víctimas ignorantes de su inmediato fin a sostener a aquellos tan desgarbados rejoneadores, su cólera creció y estuvo a punto de estallar. Y cuando vio cómo aturdían al cornúpeto con capotes y con rehiletes532 y luego le daban muerte engañándole con un trapo encarnado, y no frente a frente y con nobleza, dijo a Tragaldabas que eso no lo podía él aguantar, y que en España se había perdido el valor y la hidalguía de los caballeros.

Al segundo toro, experimentó D. Quijote una nueva sorpresa. Uno de aquellos caballeros de enorme yelmo salió a duras penas por la puerta, montando un caballo color barquillo. Era el caballo de Santiago, que se resistía a andar, y el hidalgo manchego, aunque recordó el remojón, no pudo menos de sentir noblemente que destinaran a muerte tan necia y vil a un palafrén que había sido suyo unos instantes.

-¿Ves, Bartola, qué villanía? -dijo a su escudero-. ¡Ni al caballo de Santiago respetan estos malandrines! Con razón ese viejo corcel no quería moverse del lado del pilón, presumiendo que le traerían aquí.

-No, mi señor y dueño -respondió Bartola-; porque con aplicaciones de yesca encendida anduvo diligente y hasta aquí llegó, y si él lo hubiera sabido no hubiera dado un paso ni a fuerza de hierro candente.

Quedó el caballo de Santiago destripado también, y allá al quinto toro, cuando habían pasado catorce o quince jacos muertos o moribundos por delante del pueblo soberano, y la fiera en el centro de la plaza pedía pelea, y el gentío reclamaba ¡Caballos! con espantosa gritería533, asomó otro picador de reserva, montando un esqueleto hípico, cuya vista sublevó a don Quijote hasta hacerle protestar frenéticamente y prorrumpir en denuestos contra aquellos cobardes y miserables follones.

¡El caballo era Babieca! El mismo valeroso palafrén que arrostró la acometida del hipogrifo de vapor y embistió a los gigantes adelgazados, y resistió impávido el ataque de las amazonas, y se cubrió de gloria en la batalla de los Cuervos. Babieca, émulo de Rocinante, traído de deshecho a la plaza, presentado como estafermo inútil a un toro y llevado allí a morir corneado, sin defensa ni protección, con manifiesto olvido de su alcurnia, de su historia y de sus brillantes servicios.

D. Quijote no pudo más; corrió a salvarle; pero en aquel momento tomaba el toro aquella pica se reserva y caía Babieca abierto en canal, con el jinete debajo, al que sacaron con gran peligro; mientras el noble palafrén, en las últimas convulsiones de la agonía, alzando la cabeza, lanzaba una mirada al tendido en que estaba su dueño.

-¡Venguemos la muerte de ese noble animal! -dijo éste levantando a Bartola de su asiento y queriendo empujarle hacia el redondel; pero en aquel instante, cuando todos en el tendido creían que estaba loco o embriagado y se arremolinaban en torno suyo, alzó los ojos a uno de los palcos y, cambiando de tono, dijo a Tragaldabas:

-Detengámonos. ¡Ahí está Dulcinea!

No se engañaba el caballero. En el palco a que había mirado por casualidad, en medio de alegres amigas, asomaba su bellísima faz y su lindo busto, adornada de rica mantilla blanca, la sin par Dulcinea del Toboso. Era la misma que habló con D. Quijote en la fiesta del Nigromante; viajaba con éste, y habían ido a las fiestas tradicionales de Zaragoza, y por ende a la corrida de toros.

D. Quijote no pensó ya en vengar a Babieca, que fue arrastrado al spoliarium534 de los jacos difuntos. Sólo sintió ansia infinita de volar al lado de su dama, de arrojarse a sus pies, rendirle nuevamente su homenaje y poder aclarar las horribles dudas que le suscitó su encantamiento; y D. Quijote, impaciente y de pie, no hacía más que clavar sus ojos en aquel palco, donde Dulcinea, desencantada, aparecía como una Reina rodeada de su corte.

-¿Ves -objetó D. Quijote a su escudero- cómo debió de ser falacia todo aquello de la maternidad de mi dama, del hijo habido de algún forzador, y de haber hecho nosotros festín de sus tiernos miembros? ¿Crees tú que estaría ella tan risueña ahí, en ese elevado asiento, si tales cosas le hubiera acontecido, y no vestida de negro ropaje, con la faz contristada y los bellos ojos llorosos?

-Veo -respondió Tragaldabas-, que tiene Usía razón y que a una madre a quien se le comen ha poco un hijo asado con manteca no está para venir a estas fiestas tan gozosa y tan ricamente ataviada.

-No sabes qué pesadumbre se me alivia -prosiguió el caballero-; porque, aunque nunca dudé de la fidelidad de la Señora de mis pensamientos, la sospechosa de haber sido forzada o robada y de haber concebido contra su albedrío, me roía el corazón y amargaba mis horas. Mas ya puedo respirar libremente, y veo que todo ha debido de ser figuración de aquellos tres magos que encontramos, que al ser atacados por mí se convirtieron en piedra granítica, y aun creo que uno de ellos debió de ser el que me llevó a su palacio y me ofreció la copa maravillosa, para más convencerme de la traición de Dulcinea.

Había terminado la corrida y la muchedumbre comenzó a salir en avalancha. D. Quijote quiso ir en busca de su dama a la puerta del circo; pero, entre tanto gentío y carruajes, no la pudo encontrar, y allí se estuvo hasta que todos desfilaron, deplorando su mala fortuna, que había convertido de nuevo en sombra y gota de agua a la Emperatriz del Toboso.

Nadie quedaba en los alrededores de la plaza, cuando el caballero y su escudero los abandonaron; pero, no pudiendo aquel negar fe al testimonio de sus ojos, juró no comer pan a manteles hasta dar con Dulcinea, que seguramente había volado por el aire en aquella carroza tirada por palomas blancas en que fue a casa del Nigromante, y que de fijo debía aposentarse en algún palacio maravilloso de aquella ciudad del Pilar y de la Seo.




ArribaAbajo Capítulo IX

Que trata del encuentro de D. Quijote con el Nigromante y del hallazgo de Dulcinea desencantada


Habiendo jurado D. Quijote no comer pan a manteles hasta que diese con Dulcinea del Toboso535, cuidose mucho Tragaldabas, que era muy avisado, de que no pusiera la maritornes536 mantel en la mesa del cuarto donde su amo y él habían de comer; así es que la cena les fue servida sobre el tablero de pino, no muy aseado, quedando a eso reducido el voto.

-¡Qué varios e intrincados sucesos los de la vida de los caballeros andantes! -exclamó D. Quijote metiendo la cuchara en el arroz; pues es sabido que en tales ocasiones era dado a estos discursos.

Los encantadores enemigos se les truecan en piedras; los palacios magníficos, en melancólicas ruinas; las damas de su pensamiento, en cabras baladoras; y cuando lloran estas mudanzas, los enemigos vuelven a su ser natural y son vencidos; las ruinas recobran su gentileza de palacios, y las damas se aparecen a lo mejor desencantadas y seguidas de sus doncellas.

-Es muy verdad -respondió Tragaldabas-, que ya estaba dispuesto a tragarse todas las aldabas y pestillos que D. Quijote le ofreciese; pero lo que no creo le haya sucedido a caballero ninguno es imaginarse equivocadamente que se había comido a un hijo de la dama de sus pensamientos.

-Cierto es -murmuró D. Quijote-, si es que Saturno no era caballero andante; porque, si lo era, le ocurrió más, que fue comerse a sus propios hijos537. Pero en fin, ensueño y figuración resulta lo mío, y verás cuán presto queda todo aclarado, en cuanto demos con el palacio de Dulcinea del Toboso, y celebre yo con ella la entrevista que deseo, aunque sea de noche; que no quiero perder minuto en satisfacer mis impacientes ansias.

Salieron a vagar por las calles y plazas de Zaragoza, y en la del Coso, brillantemente iluminada, vio D. Quijote venir frente a él al Nigromante, que marchaba al hotel donde se hospedaba Dulcinea, y en que ésta le aguardaba para ir a ver las iluminaciones de las fiestas.

-¡Señor Nigromante -dijo D. Quijote deteniéndole-, el cielo le envía en mi ayuda, para que con sus ciencias ocultas averigüe y me comunique una cosa importantísima que quiero saber!

-¡Oh, mi señor D. Quijote! -exclamó el interpelado, reconociéndole, pero muy contrariado de aquel tropiezo-, en vuesa merced iba yo pensando ahora mismo, y aquí me tiene para servirle; aunque sólo puede ser mañana a la hora que convengamos, porque tengo esta noche cita con duendes y hadas, que me esperan para ciertos asuntos de mi oficio.

-Está bien -respondió el caballero-, y no quiero detenerle, ni embarazarle; pero le diré por anticipado, y por si mientras puede preparar sus artes maravillosas para esta averiguación, que lo que deseo saber y voy indagando por toda la ciudad es el paradero de Dulcinea del Toboso, a la que he visto con sus doncellas en su trono en el circo, donde se han rejoneado toros esta misma tarde.

Comprendió el Nigromante lo expuesto que sería un encuentro del caballero y de él llevando del brazo a Dulcinea, y la facilidad con que si salían aquella noche a recorrer las iluminaciones toparía con ellos D. Quijote, y, reflexionando un momento, añadió:

-Si es cosa tan importante como ésa y en que tanto placer tengo en ayudar a vuesa merced, dejo ahora mismo la entrevista con los duendes y las hadas que me esperan, y vámonos a mi palacio; que allí haré yo que busquen mis servidores a Dulcinea donde se halle y la traigan a vuestra presencia, como la otra vez aconteció, cuando estaba en la Patagonia.

Dirigiéronse, pues, al hotel, donde el Nigromante habitaba, no sin que presentase D. Quijote a Tragaldabas como a su nuevo escudero, ya que el otro había quedado de Emperador en Andorra. Pero antes de llevarles a la presencia de Dulcinea les hizo entrar el Nigromante en el salón de recibir, y que allí esperasen, mientras él voló a avisar a la descuidada dama del peligro que corría si D. Quijote se penetraba de que vivían allí en dulce amor y compañía, y a decirle que inventara cualquier diablura para alejar de Zaragoza al hidalgo manchego y que les dejase en paz gozar de las fiestas.

Combinado todo con ella, pasaron D. Quijote y Tragaldabas del salón de recibir a la sala del Nigromante, que estaba ya resplandeciente de luces eléctricas, y entonces le explicó D. Quijote brevemente cómo había bajado desde los Pirineos, en que mató al oso asesino de Favila, a las márgenes del Ebro, en que había visto a Dulcinea desembarazada de cierto encantamiento en que la encontró en el castillo de Loarre; pero se guardó de contar los detalles de esto, por ser cosa referente al honor de su dama.

-Voy -dijo el Nigromante- a avisar a mis servidores, que son dos hadas y un enjambre de duendes, que vuelen por la ciudad y busquen a Dulcinea y la avisen que venga aquí al instante, pues la espera su enamorado caballero D. Quijote.

Y tocando un timbre, aparecieron dos criadas del hotel, ya bien advertidas, a quienes con un ademán mudo dio sus órdenes el Nigromante.

No habían pasado cinco minutos cuando, con gran contento de D. Quijote y asombro de Tragaldabas, que no quería dar crédito a lo que oía y veía, pues antes pensaba que todo eran imaginaciones de su amo, apareció Dulcinea, con rico traje de seda azul, descotado, hermosos collar de perlas ceñido al cuello, y sobre el rubio cabello la estrella de brillantes que llevaba la noche en que volvió de la Patagonia.

Ante la majestad risueña y gentil de la Emperatriz del Toboso, D. Quijote hincó la rodilla, cogiéndole la mano para besarla, y Bartola cayó de hinojos, cruzando las manos y rezando un Padre Nuestro, por si era alma del otro mundo.

Mandoles levantar Dulcinea, y D. Quijote dijo que aquél era su nuevo escudero, por causa de la exaltación de Juan Panza al trono, y que ya le llevaba prestados muy buenos servicios, por lo que le destinaba a gobernar otro reino, luego que hubiera perdido ciertos resabios de alcalde.

Dulcinea le dio el parabién, y el Nigromante dijo a Tragaldabas que le acompañara al salón de al lado, donde quería oír de él el relato de las aventuras de su amo, mientras éste y la Emperatriz del Toboso celebraban su entrevista.

Así lo hicieron, y en una de las estancias se solazó el Nigromante con las referencias de Tragaldabas, y en la otra quedó a su sabor Dulcinea con D. Quijote, para hacerle hábilmente salir de Zaragoza.

Por su parte, Tragaldabas contó al Nigromante todo lo acaecido y aun le expuso sus dudas sobre la razón de D. Quijote, por tantos desvaríos como en él había visto, entre ellos tanto hablar de encantamientos, hadas y magos en que él no creía; pero éste le dijo que no dudase de ello, y que ya había visto por sus propios ojos cómo había hecho él venir, por arte de hechicería, a Dulcinea, desde el otro extremo de la ciudad en que se hallaba, y en menos de diez minutos; con lo que Tragaldabas quedó convenido de que no era necedad lo que había leído de brujas y brujos y de que D. Quijote tenía más facilidad de comunicarse con ellos y de ser víctima a veces de sus diabólicas artes.

-¿De suerte -dijo Tragaldabas- que no es tampoco imaginación eso de poder mi amo conquistar un reino, y dármelo como me tiene ofrecido?

-De ningún modo -respondió el Nigromante-, y la prueba es que ya tiene y rige uno Juan Panza, conquistado y donado por aquél muy prestamente.

La entrevista en el otro aposento era aun más sabrosa e interesante; pues viendo D. Quijote la hermosura y gentileza de Dulcinea, y no teniendo ya la más leve duda de que no era verdad lo que de ella imaginó por causa del cabrito, le reiteró su esclavitud amorosa y le preguntó si no debían tener ya término sus ansias, puesto que era acabada la guerra de la Patagonia y él también había dado cima a su empresa de la conquista de Andorra, que era lo que les tuvo alejados, aunque no en espíritu y devoción.

-¡Ah, mi noble caballero! -exclamó Dulcinea, que había pensado la nueva dilatoria que tenía que proponer-. Tales sucesos han acaecido en esta última etapa de nuestra forzosa separación, que no puedo sino llamarme la más desgraciada Reina del mundo. ¡Juradme que habéis de mantener en secreto cuanto os diga, y preparaos a hacerme otros más graves y solemnes juramentos y sacrificios!

-Por vos, Señora -dijo D. Quijote-, seré para secretos una sima, y me aprestaré a los más arriesgados juramentos y empresas, seguro de sellarlos y cumplirlos si fuera necesario con toda mi sangre. Hablad, que ya siento grande interior desasosiego; pues al haberos llamado vos misma la más desgraciada Reina del mundo, me habéis confirmado en ser yo el más desventurado caballero del globo terráqueo.

-¿Juráis -dijo Dulcinea en tono solemne- no encolerizaros conmigo aunque os diga lo que os diga? ¿Juráis creerme siempre en lo que os afirme? ¿Juráis obedecerme en lo que yo os mande?

-¡Sí, juro! -respondió D. Quijote con la mano puesta sobre el pecho.

-Pues bien -prosiguió aquélla-; vais a saber la negra historia de mi desdicha -y así hablole, sin plegar los llorosos ojos:

»-En las breves horas que pasé en casa del Nigromante, a vuestro lado, dejando mi guerra de la Patagonia, a pesar de la pericia de mis generales y bravura de mis ejércitos, todo cambió, sufriendo reveses mis armas y enseñoreándose los enemigos de nuevo de muchas de las ciudades que les hube conquistado; y es que echaban de menos el peso de mi brazo y andaban a sus anchas. Torné, y, al hallar aquel estado de cosas, volví con más bríos al combate y recuperé lo perdido en cosa de algunas semanas; y ya descansaba yo en mi tienda de campaña, sobre mis nuevos laureles, de las fatigas de mi viaje y de aquellos supremos esfuerzos, cuando la traición y la felonía por poco dan otra vez al traste con todo.

»-Figuraos que el rey de los patagones, que tanto me perseguía, de acuerdo con varios magos de su reino, adormeció por medio de sortilegios y brebajes a mis centinelas, penetró por las avanzadas de mi ejército invisible y sigilosamente, atravesó de igual modo el grueso de mis huestes, sumió en profundo sopor a los guardias que me custodiaban, entró en mi tienda de campaña y me sorprendió dormida, abusando de mi abandono. Despierto en aquel instante, a pesar de sus hechicerías para que permaneciese aletargada, y me hallo con aquel patagón de cincuenta pies de alto, tremendo y fornido. A duras penas logro desasirme de él, porque el letargo en que me sumió me privaba de la mayor parte de mis bríos y, cuando voy a herirle en el corazón, se convierte en humo negro y desaparece, tan leve y sutil como había llegado, dejándome iracunda y llorosa.

»-No para aquí mi infortunio; sino que, a poco, comienzo a sentir síntomas de maternidad, y a la vez principio a maldecir y a amar aquel nuevo ser que va en mis entrañas. Por último, ve éste la luz del día, que fue igual que caer yo en las más hondas tinieblas, y ya el impulso de la naturaleza me hace recoger aquel fruto de aquella infamia, ser inocente y tierno, que reclama con débiles quejidos mi amparo.

»-A todo esto, desde el lecho del dolor, con mis órdenes y planes, la guerra de los Patagones ha terminado, quedando éstos destruidos y tomadas todas sus ciudades; resultando pocos con vida, que pasan por la frontera y huyen.

»-Dejo, pues, mi ejército de ocupación en el reino conquistado, y vuelo presurosa con mi hijo, como Agar538, a través de desiertos y mares, para ir en busca de mi caballero D. Quijote, que me acorra y aconseje, y en medio del desierto del Sahara encuentro a un venerable anciano, que iba a pie, con su báculo.

»-«¡Parad, buena mujer!», me dice, «¿qué os ocurre, que vais tan agitada y dolorida?» Le cuento mi cuita y entonces añade: «Grave es el suceso, y conociendo como conozco de fama y renombre a vuestro caballero D. Quijote, posible veo que se enfurezca creyéndoos culpable, y haga más estragos que Orlando furioso; pero, aunque tiene vuestro caso difícil solución, cabe dársela, pues las mahometanas539 quedan constantemente como nuevas, y no han de ser menos las cristianas Emperatrices; que ése creo es vuestro rango.» «¿Cómo podrá hacerse eso?», le pregunto, y él me contesta: «Eso puede hacerse por la fe de un caballero que os ame y os crea inocente, y tendrá lugar luego que realice tres hazañas maravillosas, a saber: recomponer la unión de Portugal y España, arrancar de Gibraltar la bandera inglesa y reconquistar para la patria española sus perdidas Américas.» Y, diciendo esto, me dejó pensativa, continuando su viaje.

»-Corro en vuestra busca para reintegrarme a tan costoso precio a mi primitivo estado, y en esto un encantador enemigo me transformó en no sé qué, y pierdo sentidos y potencias, estando con mi hijo en los brazos, hasta que al cabo de no sé cuánto tiempo vuelvo en mí y despierto sin él, decidiéndome a buscaros y a buscarle por todas partes, y viniendo a Zaragoza, donde el concurso de tantas gentes puede proporcionarme el hallazgo, y en donde, no por solaz, sino por afán, corro a los sitios en que se reúnen las mayores muchedumbres, para encontraros, y efectivamente os encuentro.

»-Y ahora os pregunto, si me amáis tan rendidamente como siempre me lo demostrasteis; si tenéis fe en mi inocencia e inculpabilidad en tan horrible suceso, acometed sin dilación, en virtud de los juramentos que me hicisteis, aquellas tres arriesgadas empresas, para que pueda yo volverme íntegra a mi estado anterior; y a la vez buscad, inquirid el paradero de mi hijo, y sacadle de donde se halle, para devolvérmelo.

Dulcinea se llevó el pañuelo de encaje a los llorosos ojos, enterneciendo el corazón del hidalgo de la Mancha, que durante toda esta relación fue pasando por las mayores emociones, angustias y sobresaltos, hasta que no pudo menos de exclamar:

-¡Reina de mi albedrío! ¡Señora de mi alma!, ha tiempo sospechaba yo algo de vuestras cuitas, y mi ánimo se hallaba acongojado y perplejo por ciertos barruntos de ellas; pero ni mi amor ha desmayado por vos, ni mi fe en vos ha desaparecido. Pura os amé y pura os amo. Creo, a pesar de ese brutal atropello, y mantengo y confieso vuestra inocencia y, siendo mía vuestra ánima, el corporal ultraje no es para vos ni para mí infidelidad ni deshonra. Pero si aún cabe tornaros a vuestro prístino estado, como tornan las huríes del Paraíso a cada momento, porque no sois menos que ellas, y para lograrlo hay que acometer aquellas tres hazañas que dijo el viejo del desierto, ahora mismo partiré a realizarlas para disipar esa sombra y secar las lágrimas de vuestros ojos; tanto más que, sin saberlo, ya me tenía yo propuestas esas tres grandes obras, para ensanchar vuestro Imperio del Toboso y restaurar el lustre de mi patria, que ahora corre parejas con el vuestro, y con la que parecéis ser idéntica y una; con la sola diferencia de que por vos ha pasado un solo patagón, y sobre ella muchos sucesivamente.

-¡Sí, partid al momento -dijo Dulcinea-, y pedidme lo que queráis por vuestros inauditos favores! -¡Y D. Quijote se arrodilló y sólo pidió, para besarla, aquella blanca mano que olía a esencia de heno y que halló tersa y suave como hoja de rosa!

Por última vez la estrechó entre sus manos huesudas, y yendo donde estaban el Nigromante y Bartola, dijo a éste que se aprestara a partir en aquel instante de la ciudad y se despidió con mucha cordialidad de aquél y de Dulcinea de nuevo acongojadamente; bajando a grandes zancadas la escalera, como si fuera medio loco, sin dar vado540 ni tregua a sus suspiros.

-¿Qué ocurre? -preguntó Bartola, ya en la calle a su amo y señor.

-¡Silencio! -dijo éste-; nada puedes saber, porque he jurado guardar secreto profundo. ¡Pronto!, vamos al alcázar en que nos hospedamos y partamos hacia Portugal, donde nos reclama una arriesgadísima y difícil empresa. Y con paso acelerado se encaminaron al parador, en que Bartola pidió y pagó la costa de la posada, y de donde se encaminó con D. Quijote a la estación del ferrocarril, ayudado de un mozo que condujo y facturó el equipaje y la lanza.

Conforme iban andando, dejando las calles iluminadas de la ciudad del Pilar y sus gentíos y ruidosas fiestas, Tragaldabas procuraba inquirir de mil maneras lo que había pasado en aquella entrevista de su amo y Dulcinea; pero aquél seguía encerrado en la más profunda pena y reserva.

Ya cerca de la estación, D. Quijote dio otro largo suspiro.

-¡Ahí queda -dijo a su escudero- la retina de mis ojos, el faro de mis navegaciones, la estrella polar de mi cielo, y el Norte fijo de mi brújula! ¡Por ella voy a acometer las más increíbles cosas, de que ya hablará la Historia en su día! ¡La suerte nos favorezca y Dios nos guíe!

-Pero en fin, Señor, volvió a insistir Bartola, ¿aclaró Usía aquello de la maternidad y del cabrito? Dígamelo, por los clavos de Cristo, que yo también deseo quedar tranquilo de todo recelo de antropofagia.

-¡Ay, Bartola! -respondió D. Quijote-, en cuidado me lo tengo; pero sobre ese punto, y sin aclararte nada de lo demás, sólo puedo asegurarte una cosa, mal que nos pese, y es que, sin duda alguna, nos hemos comido al hijo de Dulcinea!




ArribaAbajo Capítulo X

Del viaje de D. Quijote a Portugal


-¿Iremos en el dragón? -exclamó D. Quijote al ver el tren que, con humeante locomotora y larga ristra de vagones, resoplaba y se estremecía, próximo a arrancar.

-En el tren -dijo Tragaldabas-, y ya he tomado dos billetes de tercera, porque no estamos para despilfarros.

Subieron, pues, al dragón, muy sorprendido D. Quijote de que en el estómago de aquel monstruo hubiera también asientos de primera, de segunda y de tercera.

Por fortuna, el departamento aquel iba vacío; pero no dejó de sentir el caballero la dureza de aquellos bancos de madera, que él creía huesos, articulaciones o vértebras de la cola del hipogrifo.

La noche pasó en frialdad y lobreguez; pero el caballero no quiso empeñar nueva batalla con aquellas legiones infernales que formaban, al huir en montón rápidamente, las nubes de arriba y las sombras de abajo, los postes del telégrafo y las trincheras de la vía, las luces de las estaciones y las masas de los pueblecillos, los bosques de encinares y las abruptas montañas. No; ya conocían todos ellos su valor y el esfuerzo de su brazo, cuando la otra vez les acometió a tajos y mandobles. Además, no le atacaban como antes, sino que huían, enterados sin duda de que él estaba allí; y en fin, él no debía entretenerse en estas escaramuzas, teniendo prisa de realizar otras empresas superiores.

Zarandeados por los movimientos del monstruo, acabaron por dormirse amo y servidor, y allá despertaron, cuando la mañana de azules ojos y rosada tez abría, con permiso de la primavera, los cálices de las flores.

Habían atravesado medio Aragón, un rinconcillo de Castilla la Vieja, y otra mitad de Castilla la Nueva, así en un sueño. ¡Milagros del hipogrifo! Sólo se detuvieron en la estación del Mediodía de la villa del Madroño, para proseguir el viaje a Ciudad Real, campamento de don Gil, la Villa real fundada por Alfonso el Sabio, la émula en sus albores de la feudalísima Calatrava541.

Allá dejaron a la derecha la almenada Toledo, con sus inmóviles reyes de granito a la subida, representando las series de sus monarcas visigodos542. Atravesaron los célebres montes, donde aún parecían bullir los colmeneros y ballesteros y los golfines de la Jara543; pasaron el Guadiana, ese duende de los ríos, que erróneamente se creía jugaba al escondite, apareciendo y ocultándose; y vislumbraron aquellos campos de Montiel544, teatro de las antiguas hazañas de D. Quijote.

-Ésa es nuestra Mancha -dijo éste a Tragaldabas-; ésos los campanarios de sus distantes villorrios; ésa su estepa y ésos sus molinos de viento, que me atribuyeron haber yo creído gigantes. Atrás quedan el Toboso y Argamasilla, pueblo en que nací y resucité545; y dígote, en verdad, que no puedo mirar ese pedazo de tierra árida sin emoción. Será un desierto, pero de los desiertos han salido los precursores y los Bautistas, en ellos se formaron los santos y los profetas, y nacieron o se acrisolaron las religiones. Por eso salí yo de un desierto, a mantener y renovar la orden de caballería; que es a la vez religión y profecía, bautismo y redención del mundo. Y el caballero animábase y aun exaltábase con esas ideas, creyendo, como todos, a su patria centro del Universo.

Volando, volando, iban ya cerca de Almadén, cuando de pronto sintieron que los vagones saltaban, como si el monstruo de vapor sacudiera sus vértebras; y, sin tener tiempo los viajeros de decir ¡ay!, sobrevino un descarrilamiento espantoso. La locomotora se había salido de la vía y rodado por un terraplén; los vagones, arrastrados, cayeron unos encima de otros hechos astillas; la caldera de vapor estalló con terrible estruendo. No se sabe cómo D. Quijote y su escudero se encontraron ilesos fuera de su coche, con sólo chichones insignificantes; mientras los ayes de los heridos y de los sepultados entre los montones de maderas rotas salían tristemente de aquel hacinamiento.

-Ya me imaginaba yo -exclamó D. Quijote- que este monstruo no estaría tan domesticado que no tratase de digerirnos, llevándonos en su estómago; y ya noté en los movimientos bruscos de sus paredes abdominales que íbamos a ser destruidos. Por suerte pude darle un nudo en su nudo vital, y ahí le tienes tendido y sin vida. Pero acudamos a socorrer a los magullados y maltrechos, que no me dio tiempo a salvar a todos de la voracidad de este dragón. Y en aquel punto mismo D. Quijote y Bartola pusiéronse, con algunos viajeros también ilesos, a auxiliar a los heridos y moribundos.

De Almadén llegaron socorros, y algunas brigadas que estaban en huelga acudieron generosamente a trabajar en el salvamento, ora separando montones de astillas, ruedas rotas y hierros torcidos, ora levantando vagones volcados, ora extrayendo cuerpos muertos, miembros mutilados y viajeros heridos, que eran transportados en camillas.

Entre los viajeros salvados por D. Quijote de una muerte cierta, pues estaba bajo uno de los coches, en un hueco que formaban las astillas y próximo a ser aplastado, había cierto caballero portugués llamado Oliveira546, el cual se deshizo en muestras de gratitud a su salvador, abrazándole y besándole las manos; pero cuando le preguntó su nombre y su patria, para guardarle reconocida memoria y él dijo que se llamaba D. Quijote y que su tierra natal era la Mancha y que iba como caballero andante desfaciendo agravios y enderezando entuertos, Oliveira pensó que aquel salvador suyo no se había salvado a su vez de algún fuerte golpe en el cráneo, que, repercutiéndole en los sesos, le había trastornado el juicio.

Oyó luego a Bartola asegurar que, en efecto, él, como escudero de D. Quijote y a su servicio, le acompañaba en sus aventuras, y que se dirigían a la sazón a Portugal para conquistarlo; con lo que el asombro de Oliveira creció de punto, viendo a otro loco, cuya locura concordaba con la del primero.

Pero como no hay locuras que concierten, o al menos no se han visto nunca, por ser esta armonía propia de la razón, que tiene sus leyes discursivas, y no del insano juicio, que descarría sin orden ninguno, pensó Oliveira que algún misterio guardaban aquellos dos extraños personajes y determinó no abandonarles; ya que él era, además de miembro del Parlamento portugués y candidato para ministro, hombre muy dado a las ciencias y a las letras. Agregose, pues, a D. Quijote y Bartola, y todos tres se dirigieron al pueblo andando, por no haber allí vehículo, ni carretera, ni camino practicable.

-¿Te parece -dijo D. Quijote a su escudero pasando ante la locomotora- que corte yo esa volcada cabeza del monstruo, que aún humea, y que la lleves tú a cuestas, para presentársela a Dulcinea del Toboso?

-Lo creo innecesario -respondió Tragaldabas-; porque mi Señora Dulcinea sabe ya sobradamente el valor y la temeridad de Usía, y no ha menester de nuevas pruebas; y en cuanto a mí, no sé si podría llevar a cuestas esa cabeza, que debe de pesar mil toneladas.

-¿Pero es que cree vuesa merced que éste es un monstruo y no un tren correo? -preguntó Oliveira a D. Quijote.

-Un monstruo y de los más temibles -respondió él-; tanto, que aquel hipogrifo de Rugiero que le llevó a la isla de Alcina547, se queda a su lado hecho una lagartija insignificante. Reparad en esa cabeza de que hablo, que aún lanza resoplidos; esos huesos y esa rota columna vertebral, y decidme si eso no es un dragón de los más colosales. Por mí no ha devorado a todos cuantos en su vientre llevaba, y es que, en el punto en que noté que nos digería, le acerté con un golpe en la nuca y quedó muerto instantáneamente.

El caballero portugués, que no era finchado548 ni fanfarrón, como suelen pintarles, quedó atónito de la extraña locura de su salvador y del buen Tragaldabas, y preguntó a aquél si era cierto que se dirigía a Portugal y con qué fines.

-A Portugal voy -respondió D. Quijote-; mas no a conquistarlo por las armas, como dijo mi escudero erróneamente; tanto, que dejé mi caballo Babieca en Zaragoza, donde, por cierto, tuvo mal fin, y mi lanza y espada ahí quedan perdidas e imposibles de encontrar, entre las humeantes entrañas y palpitantes miembros de ese monstruo difunto. Ya las recobraré después, que Urganda me las colgará de un ramo de un árbol, sin que nadie sino yo pueda verlas, como hizo con la espada de don Galaor549; pero ahora no las he menester, porque no quiero se sospeche que voy por la fuerza a unir dos reinos, que sólo deban ayuntarse por amor y fraternidad.

-¿Ignoráis por ventura -dijo Oliveira- nuestras antiguas querellas?

-¡Riñas de hermanos -respondió el caballero-, que deben ser olvidadas! Yo no me acuerdo, ni quiero acordarme, de esas discordias; sólo tengo presente nuestros vínculos. Una misma ibera sangre llevamos en nuestras venas; griegos, latinos, visigodos y árabes por igual nos trajeron vida y espíritu; vuestra lengua nos suena como las Cantigas del Rey Sabio550; católicos en religión somos todos; unidos vencimos a la morisma en las Navas551 y el Salado552; entre todos rodeamos el mundo con expediciones y bajeles; vosotros descubristeis el África y nosotros las Américas; vosotros saludasteis al Pacífico por el Cabo de las Tormentas y nosotros por el Golfo de San Miguel, y una misma porción de tierra nos sostiene desde los Pirineos a los mares, y en esa misma florida cuna nos mecimos.

Miraba Oliveira a D. Quijote, asombrado de su exaltación, pero, hallando que no era tan insensato como creyó al principio, limitose a decir que había obstáculos insuperables que impedían la unión de los dos reinos.

-¿Obstáculos? -replicó el caballero-, de raza no, ni de nobleza, ni de genio, ni de lengua, ni de hazañas; tampoco realmente de historia, y menos de naturales barreras que los aparten. ¿Qué cordilleras los separan? ¿Qué mares los distancian? ¿Qué río caudaloso los divide? Riachuelos ignorados, que salta un pastorcillo, hay entre ellos; iguales montes y aguas amorosos les abrazan, y hasta el Tajo, que es la arteria descendente de Castilla, busca el corazón de Portugal, para aportarle su sangre hidalga y valerosa553.

-¡Razón tenéis! -exclamó Oliveira estrechando la mano de D. Quijote-. ¡Hermanos somos y sólo viles recelos nos desunen! Y esto diciendo, casi se sintió contaminado con la locura de aquel visionario, que llegaba con sus delirios a alcanzar las más altas y nobles ideas.

En tal conversación pasaron sin sentir el camino, que sólo se hizo pesado y triste para Tragaldabas; quien, conforme los oía en silencio, iba pensando que nada ganaría él con la unión de Portugal y España, por amor y fraternidad, como no fuese que le hicieren cacique de alguna de las provincias portuguesas, del distrito del alto Duero, por ejemplo, que era uno de los más ricos, en que podía garbear mejor que en su alcaldía de la Mancha.

-Señor -se atrevió al fin a decir a D. Quijote-, si se realiza esa unión, ¿podré yo contar a lo menos con el gobierno de alguna parte de ese territorio, en que haya buen sueldo y aldealas?554

-En ése no -respondió D. Quijote secamente-; que bien me acuerdo me dijo el Príncipe, hablándome de las Cortes de Tomar, en que Portugal juró al rey don Felipe II, que por aquello de tomar se había producido la separación y pérdida de esa región, hermana nuestra.

-No hay que tomar nada, en grande ni en pequeño, a un hermano consanguíneo, sino ayudarle y darle de lo nuestro cuanto haya menester. Es el afecto y el corazón los que hemos de ganarle, no la corona, ni los territorios, ni los bienes, por violencia, botín ni merodeo. Ya viste cómo yo dejé allá mis armas, para entrar en ese reino; bueno será que dejes tú también tus tragaderas.

Contristose más Bartola, y como Oliveira se enterase de que D. Quijote había prometido a su escudero un reino o imperio, ganado por la conquista, y comprendiera que éste no los deseaba para gobernarlos en justicia, sino en su personal provecho, dijo a D. Quijote que bien podía dar a su servidor alguno de esos reinos de la India, hoy necesitados de hábiles gobernantes, en que sucede que por la mucha población y el poco grano se mueren las gentes de hambre y se ven los pueblos y las aldeas llenos de esqueletos humanos, sin fuerzas siquiera para moverse, hacinándose como cadáveres salidos de los sepulcros.

-En uno de estos tales reinos -añadió Oliveira- podría ejercitar vuestro escudero sus dotes de gobernante, acorriendo a tantas miserables tribus y dando todo género de buenas disposiciones para mitigar esas calamidades, incluso quitarse el alimento de su mesa y ponerse a cuarto de ración.

-¡De esos reinos no quiero yo! -dijo Tragaldabas-; que para ese viaje no necesito de alforjas, y bien me estaba en la alcaldía de mi pueblo, donde no hay semejantes plagas.

Pero D. Quijote pensó que ningún reino era mejor que uno de ésos para Bartola, si es que estaba contrito y arrepentido de sus antiguas maneras de administrar, y sólo deseaba ocasiones de derramar beneficios sobre sus súbditos; así que in pectore555 determinó proporcionarle uno de esos estados, luego que él acabara sus tres difíciles empresas.

Al pasar por las minas de Almadén556, vio D. Quijote las turbas de trabajadores declarados en huelga, cadavéricos, extenuados, cubiertos de un polvo encarnado que daba a sus figuras el aspecto de los pieles rojas.

-Ésos son mineros -dijo Oliveira- que reclaman aumento de jornal. Muchos de ellos mueren azogados557, y su trabajo es muy fatigoso, en los antros de esos subterráneos profundos. Según oí, también están en huelga los que trabajan en las minas de carbón, y han venido algunos batallones de tropa para reprimirles.

-¿Reprimirles, porque piden más jornal para vivir, o porque mueren de hambre y enfermedades? -preguntó D. Quijote-. Ése sí que es otro agravio que yo no puedo consentir, y he de estorbar que esas huestes armadas lleven a terminar tal desaguisado.

Oliveira se afirmó más en la creencia de que su acompañante era un loco de veras, pues quería él solo detener a las fuerzas del ejército y proteger a los huelguistas.

Pero ¿y la tasa de los jornales? -dijo D. Quijote-. ¿Y las leyes que la establecen para que cada cual tenga el producto de su trabajo? ¿Y los gremios que amparan desde el capataz al último aprendiz en sus derechos y en sus necesidades?558

-Todo está abolido -replicó Oliveira-, y se conoce que vuesa merced no vive en este mundo. Ahora no hay gremios, ni tasas, ni leyes suntuarias, sino libertad, mucha libertad, para que el rico acumule riquezas como quiera y el pobre abandonado muera sin auxilio. El jornal es precio que resulta de una lucha, de un tira y afloja del que ofrece sus brazos y del que le utiliza, y cómo éste puede esperar y aquél no; como éste aguarda con la mesa puesta y aquél sin pan en su casa; y como los que ofrecen así son muchos y los que les demandan menos y mejor aprovisionados, los obreros han tenido que asociarse para defender su pan, y de aquí las huelgas para imponerse y los llamados conflictos sociales.

-Esto es nuevo para mí -exclamó D. Quijote-; pero mi oficio me obliga a ponerme del lado de los menesterosos. -Y avanzando hacia uno de los grupos de obreros, les dijo:

-Yo soy el noble y esforzado caballero D. Quijote de la Mancha, y enterado de vuestras cuitas vengo a ponerme de vuestra parte. Ahora voy en derechura a Portugal, y después a las Américas. Avisadme, donde quiera que esté, si llegan esas legiones de soldados que dicen son enviadas contra vosotros, e incontinenti volveré en vuestro auxilio a defenderos y a poner en vergonzosa fuga a los que atentasen a vuestros derechos.

Pero al oír estas palabras los del grupo comenzaron con burlas y luego con silbidos y pedradas, tales, que alcanzó una al caballero en el brazo izquierdo, dejándoselo contuso.

Recordó D. Quijote aquella frase suya de antaño, cuando el suceso de los galeotes559 y se volvió encolerizado donde estaban Oliveira y Bartola, presenciando de lejos la singular escena.

-Os han creído un burgués -dijo Oliveira; y como D. Quijote no entendiera esta palabra, le explicó su significado y el odio de clases que entrañaba.

-No piden pan sólo -exclamó el portugués-; que en esto de defender su derecho a la vida y al fruto de su trabajo les asiste la razón. Piden también el poder, la gobernación del estado, la facultad de hacer las leyes, el abatimiento de la burguesía y la entronización de ellos solos. Para todo eso se juzgan capacitados560.

-¡Recibiendo a pedradas a los caballeros andantes! -exclamó D. Quijote-; ¡medrado estaría el mundo!

Acababan de entrar en Almadén y allí reposaron un poco, mientras en un nuevo tren de empalme preparábanse a tomar el camino hacia Extremadura. Así lo hicieron, volviendo D. Quijote animoso y prevenido a montar en el otro dragón; y allá dejaron las cuencas mineras con sus agitaciones, y pasando por largos túneles las sierras Morena y del Pedroso561, en cuyas abruptas montañas espaciaba sus ojos el caballero, singularmente en las de la primera, buscando la sombra de Cardenio562, entraron al fin por el antiguo país de los turdetanos563, de inmensas llanuras y de pueblos históricos, donde saludaron las moles del castillo de Magacela564, el condado de Medellín565 y las famosas ruinas de Mérida, sobre las cuales parecía vagar, coronado de laurel, el poeta Detiano566, y con la palma del martirio la virgen Eulalia567.

No se detuvieron hasta Badajoz, y, siguiendo el curso del Guadiana, vislumbraron los restos del monasterio de Cauliana, donde don Rodrigo, vencido y destronado, se ocultó hasta buscar su tumba en Pederneira568, y fueron dejando atrás Garrovilla, Montijo, Lobón y Talavera569, no queriendo Oliveira recordar sobre aquellos lugares las [...].

Así llegaron a la Civitas Pacis de los romanos570, y en su viejo nombre creyó el caballero oír una voz que desde el fondo de los siglos imponía la unión y la concordia a los dos reinos limítrofes.




ArribaAbajo Capítulo XI

De la entrada de D. Quijote en Portugal, y de cómo fue llamado en auxilio de la Princesa Beatriz


Tras una noche de descanso, volvieron a tomar el tren para dirigirse a Lisboa, abandonando la amurallada y guerrera Badajoz, mal avenida con sus pacíficos nombres latinos571. Y yendo un poco distraído el caballero, entraron sin notarlo en Portugal, que a él le pareció ser por aquella parte continuación natural de Extremadura, y no un reino diferente.

-¡Éste es Portugal! -dijo Oliveira orgulloso. Y cielo y suelo parecían exclamar a la vez, con sus colores y sonrisas y la elocuencia de sus campiñas y de su sol-: Sí, Portugal... ¡otro pedazo de la Iberia!

Por todas partes brillaban campos y sierras, con el mismo esplendor que los de España. Las cordilleras de ésta penetraban allí, como en un mismo solar geológico; y los ríos nacidos en nuestras fuentes, menos rencorosos que los hombres, entraban y discurrían por aquel reino como suyo, y fraternizaban con las corrientes de sus aguas, y juntas iban todas al mar, sin distinción de españolas y portuguesas; como hijas de una madre común, para llamarse iberas únicamente al desembocar en el Océano.

El más fraternal y elocuente de aquellos ríos era el Tajo, arteria común de ambos reinos, por cuyas márgenes encantadas siguieron los viajeros hasta Lisboa, aspirando en Cintra572 las auras de Aranjuez y oyendo por doquiera en sus ondas la profecía de Fray Luis de León573.

En Lisboa se separaron Oliveira y D. Quijote, no sin proponerse aquél no perder a éste de vista, para saber por dónde resultaban sus descabellados propósitos.

Sucedió en aquel entonces que la Princesa Beatriz, hija del rey y heredera de la corona, había caído en una profunda melancolía. Era doncella de extraordinaria hermosura: blanca como las gardenias, rubia como las espigas y de negros ojos como las huríes. Todo le sonreía en sus palacios y en sus quintas, en la plenitud de sus gracias y de sus encantos, en el verdor de sus años y de sus ilusiones, y en el amor y admiración de su pueblo; y nadie sabía por qué inclinaba la cabeza pensativa y semillorosa y se negaba a participar de las alegrías y festivales de la Corte, prisionera siempre de sus nostalgias.

-¡La Princesa está triste!574 -decían los palaciegos sin adivinar el motivo-. ¡La Princesa está enferma! -añadían los doctores de la Real Cámara-. ¡La Princesa está enamorada! -murmuraba el vulgo, creyendo en alguna inclinación de ella, contrariada por razones de Estado. Y, sin embargo, nadie acertaba con la verdadera causa de sus tristezas.

Lleváronla a Cintra, sin conseguir que la belleza de sus pensiles, ni lo salutífero de sus bosques la animasen; propináronle drogas, sin que su supuesta dolencia física desapareciese; y llegaron a pensar en casarla, siendo el candidato a su linda mano cierto sobrino del rey de Inglaterra, alto y desgarbado como un caballo de Normandía.

La Princesa ofreció para éste sus excusas, rayanas en desvíos. No quiso drogas ni doctores cerca de ella; y pidió abandonar Cintra y volverse a su palacio real, donde solía entregarse a lecturas que la tornaban más pensativa, y le daban más melancólico aspecto.

Sus padres la seguían y observaban, y un día, después de muchos, viéronla sonreír, lo que fue para ellos un iris de bonanza en tan larga tormenta de tristezas. ¡La Princesa había sonreído mientras leía uno de aquellos libros! Y la noticia se esparció rápidamente por la ciudad y por el reino todo.

Los reyes continuaron en acecho, y al día siguiente notaron que su hija, leyendo el mismo libro, sonreía también, lo que les confirmó más en sus venturosas esperanzas.

Por fin, siempre que la Princesa hojeaba aquel libro misterioso, y con él se entretenía, salía de su abatimiento y tristeza, para dejar ver en sus bellos labios aquella sonrisa que hizo a sus padres desear saber cuál libro era aquél, que poseía tan maravillosa virtud.

Una tarde, la Princesa, que siempre guardaba el libro consigo, lo dejó olvidado sobre su rica mesa de marfil, y entonces aquéllos, sigilosamente, se acercaron y vieron escrito en letras de oro sobre la cubierta de tafilete del volumen: El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha; por Miguel de Cervantes Saavedra.

Abrieron el tomo, por el registro de seda estampada en colores que tenía, y hallaron aquel pasaje en que, tratando de la llegada de Sancho a la casa de Dulcinea, exclama D. Quijote: «¿Qué hacía aquella Reina de la hermosura? A buen seguro que la hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de cañutillo, para este su cautivo caballero». Contestando Sancho: «No la hallé sino ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa»575.

Bendijeron los reyes a aquel buen castellano Cervantes que, con su ingenio y donaires, a través de los siglos, no sólo llenaba los espacios de su renombre, lectores delectando576, sino que ofrecía mejores drogas y específicos que todas las farmacopeas para curar hipocondrías de Princesas neuróticas. Así que, en vez de reprimir, dieron pábulo a las lecturas de la hermosa Beatriz, que se pasaba las horas muertas en su dorado camarín, siguiendo al generoso hidalgo manchego, a través de los campos, en sus imaginarias empresas y donosas aventuras, y en sus entretenidas pláticas con aquel escudero panzudo, medio desconfiado y medio crédulo, tipo de la gramática parda castellana.

No era ya sonreír solamente, era a veces reír del todo y de veras lo que hacía la Princesa a sus solas con aquel libro de caballerías; tanto, que los doctores, avisados de esto, la declararon sanada de su mal, y los reyes lo celebraron con júbilo y la Corte toda lo supo con sorpresa.

Pero cuando la real e interesante doncella, después del capítulo de los azotes de Sancho, que tanto la regocijaron, llegó al de la vuelta del caballero a su villorrio y los agüeros que allí tuvo, según los que no había de ver más a Dulcinea577, se le entristeció nuevamente el semblante; y mayormente cuando vio a D. Quijote recobrar la razón y quedar en Alonso Quijana, y luego morir de una calentura, como cualquier hidalgüelo de gotera578.

Hubiera querido ella que no muriese tan pronto el valeroso caballero; que continuara con sus imaginaciones y fantasías, y saber mejores nuevas de Dulcinea y de los amores platónicos de su cautivo admirador; así que, cuando se enteró de que un noble portugués llamado Oliveira contaba en los altos círculos de Lisboa cómo había topado con D. Quijote en persona, o al menos con uno que se creía tal y que éste se hallaba en el reino continuando sus empresas, rogó al Rey su padre se hicieran indagaciones de ello, y no se pararon hasta que se dio con D. Quijote y su nuevo escudero, y se les invitó a ir al palacio real, para presentarse a la Princesa heredera.

Hallábase a la sazón D. Quijote meditando por cuáles artes, no guerreras sino diplomáticas, empezaría su obra de unión de los dos Estados, y estaba más que nunca convencido Bartola de la impotencia de su amo para aquel propósito y de sus desvaríos, cuando el aviso de que se personaran en el palacio real, de parte de la Princesa Beatriz, les sacó de sus reflexiones. En eso sí que no cabía embeleco ni falsía de ninguna clase; allí no había cita quimérica, como en el castillo de Loarre, ni dama imaginaria, ni alucinación posible. La Princesa Beatriz les llamaba, y pronto iba a ver Bartola, por sus propios ojos, que subía por las escaleras de un verdadero palacio real, que pisaba sus ricas alfombras y que se hallaban su amo y él en presencia de una Princesa de carne y hueso, no encubierta por encantamiento ninguno.

Todavía dudaba el escudero si serían objeto de alguna burla y no habría tal llamada al real palacio; pero cuando compuestos y aderezados se dirigieron a él y viéronse recibidos por el mayordomo y reverentemente saludados por guardias y servidores y conducidos con gran solemnidad a través de aquellas galerías de mármoles y jaspes, al departamento de la Princesa heredera, ya le entró a Tragaldabas el convencimiento de que en eso de la caballería andante ocurrían las cosas más impensadas y estupendas, y que bien podía ser verdad que, unas veces por la fuerza de las armas, otras por el influjo del renombre y altas hazañas de los caballeros, o por su palabra solamente, ganaran reinos o los ayuntaran a su talante, haciendo partícipes a sus escuderos de los beneficios y gajes de estas trasmutaciones.

Cuando fueron presentados a la Princesa, D. Quijote hincó la rodilla y le besó la mano, y Tragaldabas, de hinojos como delante de una Virgen, rezó devotamente una Salve. La hermosísima D.ª Beatriz, fijándose en ellos con gran atención, halló la figura del caballero idéntica a la que campeaba por las páginas del libro que tanto le había distraído; pero distinta la del escudero, que parecía menos rústico que el otro.

-Quiero saber -dijo con dulce y pausada voz- si es verdad que sois el caballero D. Quijote de la Mancha y, si ello es así, deseo aclarar dos dificultades: cómo pudisteis resucitar, habiendo muerto según cuenta vuestra famosa historia; y cómo podéis haber tornado a vuestras empresas después de renegar de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, y abominar de la andante caballería, en aquella última ocasión en que, al despertar de un sueño de seis horas, os sentisteis cuerdo579.

-Alta y soberana Señora -respondió D. Quijote-, yo soy ese mismo que decía, y cuantos lo dudaron en esta mi nueva salida al mundo de las aventuras quedaron convictos y confesos, luego que les di con los hechos testimonio de mis palabras. Cómo pude resucitar es cosa de difícil explicación, cual si se pregunta cómo pudo volver a la vida, no una, sino tres veces el caballero normando de mi tiempo, Francisco de Civille, soldado de Enrique IV de Francia, que se firmaba tres veces enterrado y tres veces resucitado580; o en qué manera pudo levantarse Lázaro, estando difunto. Si esto ocurrió por permisión divina, yo creo que lo mío también; que más falta hacía yo en el mundo que Lázaro. Con todo, más fácil fue mi caso que el de éste; porque él estaba muerto y putrefacto, y yo sólo estuve aparentemente muerto y, según creen todos, cataléptico, por no haber sido bastante a matarme aquella insignificante calentura. Y eso de haber yo renegado de Amadís de Gaula y de toda su casta, y abominado de la caballería andante, por haber tornado a la razón antes de morir, téngalo Vuestra Alteza por apócrifo; porque mal podía por un sueño de seis horas despertar mudado de las ideas de toda mi vida, habiendo otras veces dormido seis y siete sin interrupción, y sin ocurrirme ese fenómeno. Y si es que se alega que en él recobré la razón y que estaba loco antes, más en mi abono; porque loco tenía que seguir, durmiera o velase, ya que es cosa averiguada que de locura no se cura jamás. Sea, pues, loco o cuerdo, soy como era y seguiré siendo como soy, y vea Vuestra Alteza qué más quiere mandarme, que en todo aquello ya está fiel y verazmente servida.

-Y este vuestro escudero -preguntó la Princesa-, ¿fue también resucitado al mismo tiempo?

-No, Serenísima Señora -respondió D. Quijote-; que no era menester sin duda, siendo yo lo principal y él lo accesorio, y pudiendo encontrarse otro, aunque no de igual genio y condición. Por lo mismo creo que no resucitaron Rocinante, ni el rucio, ni el barbero, ni el cura, ni mi ama y sobrina, ni el bachiller; que ésos hubieran sido muchos milagros juntos. Pero, en cambio, Dulcinea no murió, ni cayó siquiera en catalepsia; sino que siguió incorruptible, fresca y hermosa como estaba, ensartando perlas y bordando para este su rendido caballero, empresas con cañutillo de oro581.

Sonrió la Princesa nuevamente, y los reyes, que ocultos en el inmediato salón lo oían y veían todo, tuvieron por buen augurio la vuelta de aquella sonrisa, y determinaron retener a D. Quijote y a su escudero en Palacio, para que con sus imaginarios relatos alegrasen las horas de la melancólica heredera del trono.

Magníficos y suntuosos fueron los alojamientos que se destinaron a ambos allí, tales que hicieron a D. Quijote preguntar a Tragaldabas si jamás los vio iguales en el mundo; y éste no salía de su asombro al considerar que en aquello no había figuración alguna, sino que todo era verdadero, incluso la Princesa, que en su presencia, ademanes y palabras estaba pregonando ser de sangre real.

Al día siguiente, a la hora de audiencia, volvió ésta a pedir que comparecieran en su camarín don Quijote y Bartola; y, renovados los homenajes, preguntó la Serenísima D.ª Beatriz a éste cómo se había determinado a ser escudero de D. Quijote, sabiendo los percances, molimientos y fatigas de Sancho Panza; a lo que Bartola confesó con ingenuidad que estas y otras cosas había arrostrado porque su amo le proporcionara un reino, o alguna opulenta provincia que gobernar; a lo que tenía gran afición.

Dirigiéndose entonces a D. Quijote, inquirió aquélla cuál era el objeto de su nueva salida; porque, si se circunscribía a proporcionar reinos o provincias a sus escuderos, no parecía tener la alteza de miras que la orden de caballería llevaba en sí.

-Señora -respondió él-, mi salida no obedece a eso, que es accidental y como quien dice migajas del banquete que el servidor recoge, cuando puede y las hay. Mi nueva salida viene a completar mis hazañas y propósitos de caballero andante, que quedaron interrumpidas con aquella calentura y catalepsia. Porque, si ha Vuestra Alteza leído la transcripción que Miguel de Cervantes hizo de la crónica de Cide Hamete, habrá notado que allí todo lo dejo a medias y por acabar; pues salgo, batallo con gigantes, deshago ejércitos, sufro rigores de encantamientos, habito castillos, realizo proezas, sigo a Dulcinea, sin llegar a verla desencantada, doy a mi escudero una ínsula, resisto seducciones de Altisidora, extiendo hasta Barcelona la fama de mi nombre y después de otras aventuras y desventuras me vuelvo a mi aldea, donde acabo de muerte vulgar e impensada. Esto no podía ser así; porque mi batallar era para algo, mis empresas habían de tener algún resultado y objetivo, y mi dama no había de quedar encantada por los siglos de los siglos, ni yo privado de su luz y favores, sino que debían terminar con ella en bodas mis amorosas solicitudes, como las de tantos otros caballeros con sus damas, entre ellos Rugiero, que, después de mayores desdichas y obstáculos, consiguió al fin la mano de Bradamanta582. Por eso el cielo ha permitido que yo despierte y haga esta nueva salida, en que ya resultará completado el plan de mis andanzas y en que sigo más de cerca y voy casi alcanzando a Dulcinea, esperando he de conseguir llevarla al tálamo, haciéndola feliz, grande y poderosa, como es dulce, hermosa y digna de todo linaje de venturas.

La Princesa, que anhelaba precisamente saber algo más de la Emperatriz del Toboso que lo que refería el libro, quedó muy complacida de poder adquirir estas noticias del caballero; y él le refirió, punto por punto, la continuación de su historia, desde que la Emperatriz de Villacañas le dio nuevas de estar aquélla su colindante en guerra con los patagones, hasta que pudo verla y hablarle en casa del Nigromante; y desde que partió de nuevo Dulcinea a ultimar su guerra en la Patagonia hasta la cita del castillo de Loarre y el suceso de su transformación en cabra, y luego su desencantamiento y encuentro en Zaragoza; pero esquivó aclarar el estado sospechoso de la cabra aquella y todo lo referente al cabrito, así como el secreto del audaz asalto del rey de los patagones, y de las tres empresas que el caballero había de acometer para anularlo y reintegrar a Dulcinea a su estado primitivo.

Mucho se deleitó la Princesa con estos relatos, singularmente con el episodio de la cabra encantada y, por mejor saborearlo, dijo a D. Quijote que no se podía explicar cómo una hermosa y arrogante dama, cual sería Dulcinea, pudiese ir reduciéndose de volumen hasta quedar trocada en cabra; a lo que el caballero respondió que eso no era por arte natural, sino sobrenatural, en que entraba la hechicería en funciones; y que bien se pudo reducir a cabra Dulcinea en el castillo de Loarre cuando, retornando él con Sancho a su aldea, vio convertida a la dama de sus pensamientos en tímida liebre, según refiere la crónica de Cide Hamete583.

-Ya me acuerdo de ese suceso -dijo la Princesa-, y lo que me sorprendió al leer este pasaje es que, sospechando vos que Dulcinea estaba convertida en liebre, se la dierais sin más ni más a los cazadores que la pidieron, y que seguramente la harían guisar en la cazuela.

-Ése es otro error de mi cronista -respondió vivamente D. Quijote-; que nunca hubiese yo consentido tal desaguisado, o guisado; y lo que pasó fue que, negándome yo a dar la liebre y próximo a entrar en batalla con ellos, ésta se escapó de manos de Sancho, o él le dio libertad adrede, y no volvió a ser hallada.

-Eso es otra cosa -dijo la Princesa-, y ya me explico que la Emperatriz del Toboso no fuera a parar a la sartén y quedara en disposición de desencantarse y de ir a la guerra de la Patagonia. Bien dicen que no hay mejor manera de escribir la historia que yendo a la fuente y origen de los sucesos y a testigos idóneos, presenciales de ellos.

-De todas suertes, Serenísima Señora -añadió el caballero-, hay que convenir en que si la liebre se fue, el gazapo se quedó en ese pasaje de mi cronista, y no había menester que me lo hubiera consultado él para no cometerlo, porque también es regla que la historia y aun la novela han de escribirse con verosimilitud584, y no la tenía ni remota que un tan rendido caballero de Dulcinea como yo, por verla reducida a humilde liebre, fuera a entregarla tan impía y tranquilamente a sus cazadores y verdugos.

Sonrió más la Princesa con estas discretas razones, viendo el efecto que había hecho en el ánimo de D. Quijote la idea de que podía haber entregado a Dulcinea al brazo secular del cocinero, para ser adobada o hecha pastel, y así acabó la audiencia aquel día, durándole a la Serenísima D.ª Beatriz en todo él el regocijo.

-¿Qué te parece, Bartola? -preguntó D. Quijote a su escudero cuando, retirados a su departamento del palacio, estábanse los dos a la mesa, devorando ricas viandas, servidas por criados de frac-. ¿Has visto tú jamás mutación semejante a la nuestra? Ayer entre gitanos y rufianes, que me birlaron mi caballo, y hoy entre reyes y príncipes, que nos consideran y regalan. Fíjate y verás cómo hasta nos sirven la mesa caballeros de la Tabla Redonda; lo que es más que aquello de «Princesas cuidaban de él, doncellas de su rocino»585.

-Todo lo otro es cierto, Señor -respondió el escudero, en un intervalo en que dio tregua al engullir-; pero no paso por que éstos que nos sirven sean caballeros, sino criados del real palacio, bien vestidos como cuadra al lugar en que lo hacen.

-Dígote que son caballeros de la Tabla Redonda -replicó D. Quijote-; y, si no, repara en cómo van vestidos de cuervo, en consideración al Rey Arturo, que se convirtió en esa negra ave.

-Pues yo les tomaría mejor por golondrinas -objetó Tragaldabas-; porque en lo negro de su plumaje se destaca su blanca pechuga. Pero, sean lo que sean, sí es la verdad que nos sirven a la perfección, nos traen estos ricos manjares, nos escancian estos vinos de Falerno y de Chipre, y que estamos aquí como el pez en el agua y aun mejor; porque no hay otros peces mayores que nos traguen. Aunque lo que se ve de todo esto es que Usía no ha anexado Portugal a España, como se proponía, sino que Portugal nos ha anexado a nosotros.

-Todo se andará -replicó D. Quijote-, que, si no se ganó Zamora en una hora, no voy yo a ganar a Portugal en daca las pajas586, tanto más cuanto que no vengo como el Duque de Alba587 en son de guerra, ni con armas ni caballos.

Calló Bartola, pensando que su amo se reservaba como secreto de Estado la manera de hacer la conquista de aquel reino sin disparar un tiro; cosa maravillosa, pues antes con ejércitos y cañones sólo temporalmente se había logrado588.

Cuando llegó la noche, los dos huéspedes durmieron lindamente en sus doradas camas de cortinajes de damasco y colchones de pluma, dispuestas seguramente para príncipes.




ArribaAbajo Capítulo XII

En que se da razón de los trabajos de D. Quijote para la unión de Portugal y España y de haber dado cima a esta dificultísima empresa


Poco duraban a la Princesa Beatriz sus mejorías, pues cuando no se deleitaba con los relatos sabrosos del caballero, tornaba a caer en sus abatimientos y tristezas.

De cuantos interesábanse por su suerte, palaciegos, doctores y vulgo, éste era el único acertado al sospechar la causa de su mal, murmurando que la Princesa estaba enamorada.

Así era realmente; pero en lo que se equivocaba ese vulgo, que todo lo sabe, era en suponer que esos amores serían contrariados por alguna razón de Estado. Había contrariedad, mas no por ese motivo, sino por la imposibilidad de la propia naturaleza, que no permite pueda doncella alguna tener amorosas pláticas, entrevistas y requiebros, ni verse desposada con un ser imaginario.

La Serenísima D.ª Beatriz estaba enamorada de una sombra, de un fantasma de Príncipe, al que había visto en sueños y al que miraba propiamente como de carne y hueso en sus neuróticas alucinaciones. Aquel gallardo, apuesto y valerosísimo doncel era el que ella quería; no al inglés, alto y destartalado como una yegua normanda.

D. Quijote, que supo las solicitudes del sobrino del Rey de Inglaterra, creyó malogrado su plan si no se anticipaba al de éste, y un día, después de haber llegado a relatar a la Princesa la última parte de sus aventuras, hasta su llegada a Portugal, ella misma le dio pie, sin sospecharlo, para que le descubriese sus pensamientos atrevidos.

-Quisiera saber ahora -dijo la Princesa- por qué cuando os despedisteis esa segunda vez de Dulcinea, os encaminasteis a este reino de mis padres; y si es que os proponéis conquistarlo, como el de Andorra, y destronar a mi dinastía.

-Lejos de mi ánimo -respondió el caballero-, y la prueba es que vine sin caballo, sin lanza y sin espada pendiente de mi tahalí. A buen seguro no hubiese entrado inerme y desprevenido en vuestros poderosos Estados, de proponerme su conquista; pero si tal hubiera pensado, declaro, soberana Señora, que vuestra sola contemplación y el interés que tomáis en el relato de mis hazañas hubiéranme disuadido de tal empeño. Era el mío todo lo contrario: aumentar el brillo de vuestra corona, la grandeza de vuestro pueblo, el poder de vuestras armas y los timbres de vuestro escudo. Por eso vine a Portugal y bendigo al cielo, que ha deparado para mis intentos una Princesa de vuestras prendas.

-Dejaisme -dijo ella- confusa y atónita; porque si es como lo decís, no sé por qué tardáis tanto en exponerme vuestros propósitos, que yo he de secundar; ya que todo lo que sea el bien de mi pueblo y el lustre de mi dinastía ha de ser bien acogido por mí con satisfacción. Pero ved si en esto hay algún embeleco o encantamiento, como muchos de los que me habéis referido; que ello se ha de examinar con detención y pasar por delgado tamiz.

-No hay ficción ni encantamiento alguno en esto que os voy a decir -respondió seria y formalmente D. Quijote-. Yo vengo con una secreta misión a vuestro reino, y Vuestra Alteza es la primera que ha de saberla y meditarla.

Quedó la Princesa sorprendida, creyendo que todos los novelescos lances y aventuras relatados por aquel caballero eran un medio habilísimo de captarse la voluntad de ella, y que tal vez se habría hecho pasar por D. Quijote para ir así de incógnito y disfrazado a cumplir su misión diplomática, y rogole le dijera con claridad y verdad cuál era ésta, pues que se trataba de altos asuntos de Estado.

-Serenísima Señora -dijo D. Quijote, inclinándose reverente-, soy embajador de un Príncipe esclarecido, de sangre imperial, al que pronto han de admirar por sus hazañas todas las naciones políticas del mundo. En él se cifran y resumen todas las virtudes y prendas varoniles. Es gentil en la apostura, valeroso en el ánimo, temerario en los combates, prudente en los consejos. De su madre trae la belleza y gallardía; de su padre el arrojo y el discurso; y es presunto heredero de un trono que tuvo a la Cruz por égida589 de sus empresas y al sol por remate de su corona. Este noble Príncipe, amigo de vuestro pueblo y enamorado de Vuestra Alteza, me envía a vos y a vuestros estados, para pediros en matrimonio, y unir así dos naciones en una poderosa y fuertísima.

Estremeciose la Princesa Beatriz, pensando si podría ser ese Príncipe el que ella había visto en sueños, y preguntó cuya era su patria y cuya su estirpe; demandando al embajador le mostrase algún retrato de aquel egregio pretendiente.

-Ese Príncipe esclarecido -dijo D. Quijote- vale más que Amadís y don Galaor, es español, de familia real reinante y oriundo de Castilla. En cuanto a su retrato, no lo traigo en lienzo ni cartulina; pero sí os lo puedo hacer de palabra, que es tan exacto como si fuera a pincel. Y os diré que es de regular estatura, más bien alto y erguido; de rostro inteligente, ojos vivos y oscuros, nariz aguileña, finos labios, apenas sombreados por el bozo, brazo fuerte, lo mismo para llevar las riendas del gobierno que para enristrar la lanza, consumado jinete en las justas, ardoroso campeón en las lides, y une a lo afable de su trato, que cautiva, lo firme de su voluntad, que doblega, llevando el sol de España en su frente y el amor a vos en su corazón.

Pensativa quedó la Princesa Beatriz, porque entre todos los aspirantes a su mano no figuraba éste en los datos de la Chancillería, y se confirmó en su sospecha de que ese Príncipe era el que ella secretamente esperaba, pues todas sus señas coincidían con las visiones que de él tuvo.

¿Por qué no había de suceder, a pesar de la frialdad de relaciones de ambos países, que un Príncipe heredero de la corona de España se prendase de una Princesa heredera del trono de Portugal? Y esto ¿no venía a confirmar las palabras del supuesto D. Quijote, de aumentarse el brillo de ambos cetros, la fuerza de las dos naciones y los timbres de sus escudos? ¿Por ventura no se reunieron así en el discurso de la historia muchos estados, llegando a la mayor prosperidad y grandeza? ¿Qué eran Castilla y Aragón antes de juntarse en D.ª Isabel y D. Fernando, y qué fueron después, cuando reunidos terminaron en las vegas de Granada la epopeya de la Reconquista, y, hallando estrecho el mundo conocido, enviaron sus carabelas con los Pinzones y Colón, para ensancharlo con otro nuevo continente? La Princesa Beatriz, que en medio de sus neurosismos era muy discreta, no dejaba de adivinar la gran obra de la Unidad Ibérica, que se llevaría a cabo con que ella sola pronunciase una sílaba afirmativa, al requerimiento del Príncipe español.

¡Ah! no, no opondrían sus padres dificultades, ni la nobleza y el pueblo portugués tampoco, cuando ella, Beatriz, el ídolo de todos, expresara su voluntad, y se supiera que con eso cesaban sus dolencias y nostalgias. Así que la real doncella determinó acceder al amoroso requerimiento y empeñar su palabra y su corazón a aquel Príncipe, que tan delicada y secretamente y por medio de tal hábil Embajador había querido explorar su ánimo.

Contestó, sin embargo, al caballero que meditaría aquel asunto y le daría respuesta categórica, y asegurándose de que sus padres no habían escuchado aquel día la conversación mediada, se retiró, menos triste que otras veces, pero más preocupada y confusa.

Aquella conferencia habida sólo entre ella y D. Quijote hizo su efecto en D.ª Beatriz. Toda la noche la pasó en vela dando vueltas a la imaginación y confrontando la pintura hecha del Príncipe con sus propias figuraciones; comparándole con el desgarbado inglés que la cortejaba, y sacando la cuenta de las ventajas de aquella unión dispuesta por el cielo, que prepara a todo lo bueno y grande las inclinaciones de las criaturas.

Por supuesto, que la Princesa se adjudicaba en aquella fusión de Estados y gobiernos la mejor parte. Ella sería otra Isabel la Católica. Tendría con su esposo la mancomunidad en el gobierno, sin que saliera a disputarle su trono ninguna Beltraneja590. Reformaría las leyes, desterraría las corruptelas, ensancharías sus dominios y, si es preciso, vendería sus joyas para reconquistar aquellos pedazos de África perdidos, de que un tiempo el Reino de Portugal se ufanaba591. Desaparecería el humillante protectorado británico, Iberia sería Iberia592 y volverían a surgir sus guerreros, sus escritores, sus poetas y sus navegantes para admirar al mundo con sus obras. Lo único que no haría, como la Reina católica, era aquello de estudiar latín, que contaba Lucio Marineo593.

La Princesa dio su respuesta afirmativa a D. Quijote. Ella aceptaba los galantes ofrecimientos de aquel Príncipe español y prometía aguardarle para que oficialmente formulara su demanda; pero, entre tanto, el Embajador nada debía proponer al Rey de Portugal, sino volverse a dar al Príncipe aquellas nuevas, mientras ella preparaba el ánimo de su padre y allanaba toda suspicacia en el Reino. Podía, pues, el caballero marchar con igual incógnito, y asegurar al regio pretendiente que la Princesa heredera de Portugal sólo a él daría su mano y su corazón.

Grande fue el júbilo de D. Quijote, viendo a tan felice término conducida su empresa, y, desistiendo de comunicar su propuesta al Rey, determinó partir enseguida; diciendo a la Princesa que, cuando fuera avisado de su oportunidad, se haría la proposición oficial, por medio de una Embajada extraordinaria, y luego vendría el Príncipe en persona, y que estaba seguro de que en toda España se recibirían estos esponsales con regocijo, por fundir en dos almas muchos millones de almas iberas, que andaban desacordes, desunidas y debilitadas, por resquemores antiguos que no tenían razón ninguna.

De nada de esto se enteró Bartola, que después del segundo día no asistió más a las audiencias de la Serenísima D.ª Beatriz; no sólo por la humildad de su rango, sino por haber trabado amistad con algunos servidores del Rey, con los que se entretenía ponderándoles el valor de su amo y refiriéndoles algunos de los sucesos de que fue autor con él; pero no dejaba de andar a caza de noticias de los planes y labor de don Quijote, que éste le reservaba absolutamente.

Luego que estuvieron prontos para partir, la Princesa entregó un retrato suyo, con un cerco de brillantes, a D. Quijote, para que lo llevara secretamente al Príncipe, y además hizo regalo al caballero de un magnífico caballo castaño, con un lucero blanco en la frente, que era signo de buena estrella, y también le donó una antigua y valiosa armadura, que se suponía fuese de alguno de aquellos esforzados capitanes portugueses que recorrieron el mundo asombrándolo con sus hazañas.

A Bartola hizo donación el Tesorero de Palacio, de parte de la Princesa, de una bolsa llena de oro y de otro caballo; cosas que le enloquecieron de alegría; y prometiendo D. Quijote al Rey que tan pronto un nuevo y veraz cronista escribiera la historia de su última salida, enviaría un ejemplar a Palacio, partiéronse el caballero andante y Bartola, tan contentos y satisfechos, que el júbilo que les salía del corazón les rebosaba por los ojos.

Cuando volvían hacia Badajoz, no en humilde vagón de tercera, sino en un coche salón594, dispuesto adrede, con gran asombro de D. Quijote que no comprendía que en el estómago del dragón aquel hubiese muebles, camas, tocador y fonda, Bartola iba perplejo, pensando cómo habría dado su amo cima a la conquista de Portugal, tan suave y tranquilamente; pues sin duda lo había conseguido cuando tan contento y alborozado estaba.

-Señor -rompió a decir al cabo de sus reflexiones-, por quien Dios es, le suplico me aclare este misterio de haber Usía dado término en tan breve tiempo a la ganancia de Portugal, y eso en tal manera que su Rey y su Princesa, que han de dejar de serlo, nos colmaron de beneficios y su Corte, que se ha de disolver, nos despidió gozosa.

-Ya lo viste -respondió D. Quijote-, y habrás notado que soy tan esforzado en la guerra como hábil en la diplomacia. No por conquista, sino por sutiles políticas artes, he conseguido mi empeño, y ahora nos volvemos no más que a ponerlo en ejecución lo convenido, para que quede consumada la unión íntima y amorosa de Portugal con España.

-Reconozco el mérito de Usía -replicó Bartola-; aunque yo ignoraba que los caballeros andantes usaran artes diplomáticas en vez de espada y lanza, y creí que a punta de ésta es como Usía hubiera de ganar ese Reino.

-Te equivocabas -interrumpió D. Quijote-, que todos los grandes conquistadores han sido a la vez consumados políticos. Así fue Alejandro, que formó, no sólo por las armas, sino por su genio y habilidad, un colosal imperio; así fue Aníbal, que por el hábil trato de países enemigos pudo atravesar España, las Galias y parte de la Italia, para caer frente a Roma; así fue Julio César, que, no tanto por el valor como por el espíritu sagaz, sojuzgó los más remotos países hasta la Bretaña. Y ésos eran verdaderos caballeros andantes de su tiempo, o por lo menos, grandes capitanes y figuras inmortales de la Historia.

-Pero en suma -insistió Tragaldabas, que ardía en deseos de saberlo-; ¿cuál ha sido el medio diplomático y no guerrero con que Usía ha conseguido tan señalado triunfo? Dígamelo, que yo le guardaré el secreto, si lo hay, y aun creo que, salidos de Portugal, no habrá inconveniente en hacerlo público.

-Vas a saberlo -respondió el caballero-; pero cállalo en algunos días, hasta que la Princesa deje al Rey su padre conforme, de lo que ella responde por el amor que él le tiene. Dejo concertado con esa Princesa el matrimonio de un Príncipe español, que ha de heredar la corona de España. Ambos consortes gobernarán así los dos países, como los Católicos Reyes gobernaron Aragón y Castilla; y de esta suerte se fundirán las dos coronas en una mayor y más alta; pues como de ese matrimonio surgirá otro Príncipe heredero, en él se habrán ya definitivamente unido los dos estados, para su mayor prosperidad y grandeza.

-Pero ¿cuál es ese Príncipe heredero de España ni cómo Usía se ha comprometido en nombre de él y sin su voluntad a ese matrimonio? ¿O es que también los caballeros andantes pueden disponer del ánimo y albedrío de los Reyes y de sus herederos? -dijo Bartola.

-Imposible parece no lo hayas adivinado, hombre de poco seso -respondió ufano D. Quijote-. ¿Había yo de tratar en nombre de ese Príncipe sin autoridad para tanto? Ese Príncipe es el que ha de nacer de mi matrimonio con Dulcinea, y ya ves tú qué mejor negociador que su propio padre. ¿Es o no Dulcinea Emperatriz del Toboso? ¿Es o no el Toboso la capital y centro de todos los Reinos de España? ¿Será o no heredero de esos reinos el hijo de Dulcinea? ¿Seré yo o no padre de tal hijo, cuando le haya de mi matrimonio con esa soberana Señora? ¿Tendré o no sobre él la patria potestad595 y representación, para tratar y contratar aun sobre su casamiento, como es costumbre entre familias reales? Pues si todo ello es así, afirmativamente, y traté con la Princesa y ella empeñó su manto y su real palabra a este Príncipe, mi propósito está conseguido, y la unión definitiva de España y Portugal es un hecho, pasado en autoridad de cosa juzgada.

Bartola se llevó las manos a la cabeza y no sabía si dar suelta a las lágrimas o a la risa; pero, comprendiendo por la exaltación de su amo que toda réplica era peligrosa, se contentó con dolerse de nuevo íntimamente de haber puesto su hacienda y esperanzas en un loco tan incurable.

Cuando húbose sosegado un poco, el escudero se atrevió a decir que le parecía harto arriesgado aquel pacto y compromiso, porque bien pudiera ser que Dulcinea fuera estéril, o que hasta los sesenta años no diese a luz hijo alguno como Sara596, y que o no hubiera Príncipe con quien casar a la heredera de Portugal o cuando éste llegara a mozo fuera aquélla vieja ochentona.

-Calla, calla -dijo D. Quijote-, que siempre te pones en lo peor. ¿Ha de esperar Dulcinea a lo sesenta años para darme un hijo, cuando no aguardó nada con el Patagón? Y ¿cómo hemos de suponerla estéril cuando tenemos testimonio de su fecundidad en nuestros propios estómagos, con aquellos trozos de cabrito que adobaste? Medita en esto y verás que, para ser buen argumentador, lo primero es ser buen memorioso.

Diose por vencido Tragaldabas, pero a la vez se dio por perdido también en sus esperanzas de algún reino o al menos del gobierno de alguna rica provincia; porque si D. Quijote había de ganar los reinos así en adelante, él se quedaría tan defraudado como entonces; pero el oro recibido de parte de la Princesa le consoló sobradamente, y, llegada la noche, se durmió estrechando la bolsa contra su pecho, mientras el caballero acariciaba fantasías y veía realizada la unión tenida por imposible de aquellas dos coronas reales.



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