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El Mar del Norte

(1825-1826)

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Ciclo primero



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Coronación



                                                   ¡Cantares! ¡Cantares míos!
¡En marcha! En marcha otra vez!
Sonad trompas y añafiles;
ceñid vuestras armas bien;
y a la encantadora niña,
que rindió todo mi ser,
como reina y soberana,
alzadla sobre el pavés.
     ¡Salud, bellísima reina!
por ti el sol escalaré,
y arrancándole la aureola
de oro y luz y rosicler,
daré la mejor diadema
a tu consagrada sien.
De la seda azul del cielo,
do con viva nitidez
los diamantes de la noche
centellean en tropel,
rico jirón desgarrando,
imperial manto he de hacer,
y verás tus regios hombros
engalanados con él.
     Formarán tu servidumbre
y tu cortesana grey
aristocráticas odas,
y por mayor honra y prez,
almibarados sonetos
y madrigales también.
     Por batidores, discretas
agudezas te daré;
mi fantasía estrambótica
tu bufón habrá de ser;
y mi agridulce humorismo
tu heraldo de buena ley,
llevando risas y lágrimas
por divisa en el broquel.
     Y yo mismo, reina mía,
arrodillado a tus pies,
en cojín de terciopelo,
mi razón te ofreceré,
mi razón, o lo que de ella,
por compasiva merced,
dejóme la que en el trono
tu predecesora fue.
 
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Crepúsculo

 
                                                   A solas voy pensativo
por la playa triste y húmeda;
el cárdeno sol poniente
rojos destellos fulgura.
Ruedan olas espumosas
que escondida fuerza impulsa,
y a mis plantas avanzando,
trémulo canto preludian.
     Misteriosas voces fingen
que en el corazón retumban,
silbidos, risas, sollozos,
suspiros, llantos y súplicas;
y brota de su armonía
embelesadora música,
cual las plácidas canciones
que columpiaron mi cuna,
cual los olvidados cuentos,
cual las leyendas confusas,
que aprendí, niño inocente,
a la luz de ocaso turbia,
cuando del umbral paterno
sentado en las piedras duras,
a otros niños escuchaba
con la boca abierta y muda,
los ojos fijos y absortos
y el alma llena de angustia;
mientras las niñas mayores,
vírgenes bellas y puras,
formando un grupo de rosas
con sus cabecitas rubias,
entre los tiestos de flores
que la ventana perfuman,
brillaban y sonreían
al resplandor de la luna.
 
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Puesta del sol

 
                                                   El sol radiante y purpúreo
declina con pompa regia
hacia la mar, que se extiende
nacarada y cenicienta;
enfrente la opaca luna,
entre nubes que la velan,
el rostro descolorido
temerosa transparenta,
y en pos, cual dorado enjambre,
vienen todas las estrellas.
 
     Juntos un día y felices
cruzaron la azul esfera,
luna y sol, fieles esposos,
dioses de la luz él y ella
y de los menores astros
las muchedumbres espléndidas
tiernos hijos inocentes,
su común séquito eran.
 
     Malas lenguas atizaron
disensiones y querellas;
y al fin, a los dos esposos
separaron malas lenguas,
 
     Hoy, durante el claro día,
con solitaria grandeza,
el astro-rey los espacios
celestiales señorea;
y el hombre feliz y altivo
lo adora, canta y celebra.
Pero en la lóbrega noche
aparece triste y bella
la luna, madre infelice,
con toda su prole huérfana;
y en éxtasis melancólico
le dan lágrimas y endechas
la doncella enamorada
y el pensativo poeta.
 
     ¡La pálida luna! siempre
constante, amorosa y tierna,
a su celestial consorte
dulce cariño conserva.
Cuando la tarde se apaga
asoma indecisa y trémula,
entre las nacientes brumas,
y al lejano sol contempla.
Quizás afligida exclama:
-«Ven, nuestros hijos te esperan!»
pero el astro soberano,
avivando más su hoguera
con las rojas llamaradas
del despecho y la soberbia,
busca en el piélago frío
lecho de viudez perpetua.
 
     Malas lenguas ponzoñosas
sembraron de esa manera
en los eternos esposos
cuita y amargura eterna.
Y los dos míseros astros
surcan la región etérea
desconsolados siguiendo
la interminable carrera;
y como son inmortales,
continuo, voraz, sin tregua,
entre luces y fulgores
su duelo espléndido llevan.
 
     ¡Más dichoso yo mil veces,
hijo infeliz de la tierra!
¡más dichoso, pues, al menos,
tendrán término mis penas!
 
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Noche en la playa

 
                                                   Obscura y fría es la noche ;
gruñe el mar alborotado;
sobre las aguas tendido
el aquilón boca abajo,
como un viejo que chochea,
les cuenta cuentos extraños,
guerras, ardides y burlas
de gigantes y de endriagos,
y a la vez canta y aúlla,
en su gaznate mezclando
con evocaciones rúnicas
conjuros escandinavos;
y es tan feroz su alegría,
tan grotesco su sarcasmo,
que surgiendo del abismo
en tropel desordenado,
saltan y gritan gozosos
los hijos del Océano.
     Por la playa tenebrosa
que humedece el mar amargo,
desconocido extranjero
avanza altivo y gallardo.
Si hay borrasca en mar y viento,
aun es mayor la de su ánimo.
En donde fija la planta
saltan rojizos chispazos,
y las conchas de la orilla
crujen rotas a su paso,
Avanza entre negras sombras
envuelto en su obscuro manto,
y su fijo rumbo guía
débil resplandor lejano,
que en una mísera choza
fulgura trémulo y vago.
     Allá en el mar está el padre,
allá en el mar el hermano;
joven, sin madre, la hija
en el hogar solitario,
joven, sin madre, y hermosa
como un ensueño fantástico.
Cerca del fogón sentada,
halagadores presagios
oye en la negra caldera
que hierve lenta, y va echando
ramas que chisporrotean
al fuego medio apagado.
Sopla después, e iluminan
llamas de fulgores cárdenos
su bello rostro encendido
y sus hombros de alabastro,
que descubre mal ceñido
el corpiño grueso y áspero,
y sus manos hacendosas,
sus breves y blancas manos
que al mórbido talle anudan
el desprendido refajo.
     De pronto se abre la puerta,
entra el extranjero, y ávido
clava en la cándida niña
dulces los ojos huraños.
Estremécese la hermosa
cual lirio en trémulo vástago,
y él sonríe y se adelanta,
la capa al suelo arrojando.
-«Mira, cumplí mi palabra»
dice, entre tierno y ufano;
«Vine, y vinieron conmigo
los buenos tiempos de antaño,
los tiempos en que los dioses
bajaban enamorados.
y a las hijas de los hombres
se unían, y de esos lazos
nacían reyes gloriosos
y héroes, de la tierra pasmo.
No te asombres, pues oh niña,
al ver mi celeste rango;
prepárame una caliente
taza de té, y de ron cárgalo,
porque en la maldita playa
sopla un cierzo de mil diablos,
y también en estas noches
las deidades atrapamos
un inmortal garrotillo
o algún divino catarro».
 
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Poseidón

 
                                                 La luz del sol resplandeciente brilla
sobre el móvil cristal del mar inquieto,
y allá, a lo lejos, en la abierta rada,
espera dócil el bajel velero,
para llevarme a los perdidos lares,
soplo feliz del suspirado viento.
Yo, reclinado en la arenosa duna,
que de la árida playa se alza en medio,
leyendo estoy los cantos inmortales,
eternamente hermosos de Odiseo
en los que suenan las revueltas olas,
y aspiro de los dioses el aliento,
gozo la aurora del linaje humano,
y el cielo azul de la Hélada contemplo.
 
     Leal mi corazón, sigue afanoso
en los azares de su rumbo incierto,
al hijo de Laertes. Afligido
con él, extraño huésped, tomo asiento
en el dichoso hogar, donde las reinas
hilan purpúrea lana. A sus esfuerzos
uno mi afán cuando sagaz escapa
del antro del Gigante, o de los tiernos
abrazos de la ninfa apasionada;
en las ciméreas sombras con él entro
y le sigo en borrascas y naufragios,
sus cuitas y peligros compartiendo.
 
     Y suspirando exclamo:-«¡Cuán terribles
tus iras son, engañador Poseidón!
Temblando estoy por el retorno». Digo,
y el espumoso mar hierve al momento;
la frente, que coronan verdes juncos,
saca del agua, y su robusto pecho,
el poderoso Dios; mírame esquivo,
y me habla así con mofador acento:
 
               -«Nada temas, poetilla,
          de las olas ni los vientos;
          no es digno de tempestades
          tu mísero barquichuelo,
          ni tu inocente existencia
          de afanes, sustos y duelos.
               No encendiste, pobre vate,
          jamás mi rencor tremendo,
          ni en las murallas de Troya
          la menor brecha has abierto;
          ni una pestaña arrancaste
          al ojo de Polifemo,
          ni Palas, la sabia diosa,
          fue tu consejera y Méntor».
 
Dice así el dios con desdeñoso labio,
y en el hirviente mar se hunde de nuevo;
y suenan bajo el agua carcajadas,
y es que a sus toscas befas hacen eco
Amfitrite, la diosa pescadera,
y las hijas idiotas de Nereo.
 
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Declaración

 
                                                   Comienza el mar a gemir,
la sombra empieza a caer;
sentado en la extensa playa
miro con triste avidez
danzar las revueltas olas
en espumoso tropel;
y mi corazón con ellas
alborótase también.
Memorias y anhelos vagos
surgen y crecen en él,
porque tu voz y tu imagen
oigo y miro, dulce bien;
tu imagen que sobre todo
flota siempre, pura y fiel;
tu voz, que en todo la escucho,
y en todo la escucharé,
en el viento que solloza,
en la ola, muerta a mis pies,
y hasta en el propio suspiro
de mi recóndito ser.
 
     Con ligera caña escribo
en la arena: «Te amo, Inés».
Y suspirando traidora,
mansa viene la ola infiel,
y al punto borra la dulce
declaración de mi fe.
 
     ¡Caña frágil! ¡Leve arena!
¡Pérfida mar! ¡Ola cruel!
Para nada os quiero; nunca
a engañarme volveréis.
En la selva escandinava
crece altivo, entre otros cien,
abeto, que al cielo sube,
ese abeto arrancaré,
En las entrañas del Etna
fuego eterno se ve arder;
en las entrañas del Etna
hundiré el tronco después.
Con esa tremenda pluma
y esa tinta escribiré
en la bóveda enlutada
de la noche: «Te amo, Inés».
 
     Entre los vívidos astros
las cifras de mi querer
brillarán todas las noches
hoy y mañana y después.
Generaciones de ángeles
veránlas resplandecer,
y por siglos de los siglos
repetirán: «Te amo, Inés».
 
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Noche en el camarote

 
                                                   El cielo azul tiene estrellas
de hermosísimo fulgor,
el hondo mar perlas bellas;
yo, un tesoro mejor que ellas,
en mi corazón: su amor.
 
     Mayor es que cielo y mar
mi corazón proceloso;
astros y perlas al par
son bellos, a no dudar;
pero es mi amor más hermoso.
 
     Niña, aunque es muy pobre don,
acepta mi corazón.
Corazón, y mar, y cielo,
funden en igual anhelo,
su amorosa adoración.
 
     Si en la celestial esfera
do brillan los astros de oro,
posar los labios pudiera!
¡Cuán dulce y plácido lloro
por mis mejillas corriera!
 
     ¡Estrellas! sois sus pupilas,
que a través del negro tul,
en desordenadas filas
me saludáis intranquilas
desde el firmamento azul.
 
     Y hacia el azul firmamento
levanto calenturiento
los brazos con hondo afán,
y a vosotras siempre van
espíritu y pensamiento.
 
     ¡En mi sien, astros de amor,
derramad vuestro fulgor,
y roto el lazo del alma,
en ese mundo mejor
dadme vida, luz y calma!
 
     Así en lóbrego y pequeño
camarote sueño a solas,
mecido en el frágil leño
por el vaivén de las olas,
por la ilusión de mi ensueño.
 
     Y por la abierta escotilla
miro ansioso y soñador
cómo allá, en el cielo, brilla
la luz pura y sin mancilla
de tus ojos, dulce amor.
 
     Y tus pupilas hermosas,
diciéndome tiernas cosas,
a través del negro tul,
me sonríen cariñosas
desde el firmamento azul.
 
     Hacia esa altura divina
sin temor y sin enojos
mi espíritu se avecina,
hasta que blanca neblina
pasa y me roba tus ojos.
 
     Y en la tabla do indolente
recliné feliz la frente,
se estrella la mar obscura;
y así misteriosamente,
a mis oídos murmura:
 
     «Remontas mucho tu afán;
cortos tus brazos serán
para alcanzar tu tesoro:
clavados al cielo están
los astros con clavos de oro.
 
     »¡Inútil es el fervor
de tu anhelo engañador!
Amigo, si quieres creerme,
cierra los ojos y duerme:
¡Eso será lo mejor!»
 
     Dormí, soñé; la nieve se extendía
sobre una inmensa y árida llanura,
y bajo aquella alfombra blanca y fría
estaba yo en estrecha sepultura.
     Brillaban las estrellas rutilantes
vertiendo en mi sepulcro su fulgor;
mirábanme tranquilas y triunfantes,
con la plácida luz de inmenso amor.
 
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Borrasca

 
                                                   Ruge la negra borrasca;
ruge con terrible cólera;
latigazos de los vientos
encabritan a las olas;
y como grandes montañas
pasan en carrera loca.
El mísero barquichuelo
bríos busca, fuerzas toma,
sube a la líquida cumbre,
y apenas la cumbre dobla,
abre la mar negro abismo,
y en él se hunde y se desploma.
 
     ¡Pérfida mar! ¡fiera madre
de la deidad más hermosa,
la que entre rizos de espumas
nació en tus entrañas hondas!
¡Abuela del Amor-niño!
bien tu condición denotas.
Ya con alas palpitantes,
vuela siniestra gaviota;
ya el sangriento pico aguza
en el mástil codiciosa;
ya husmea voraz la presa,
y esa presa ¡mar traidora!
es mi corazón, que llena
de tu bella hija la gloria,
y tu nieto, el rapazuelo,
por juguete pueril toma.
 
     ¡Toda súplica es inútill
¡Toda plegaria es ociosa!
Olas y vientos en guerra
mi voz apagan y ahogan,
y como tropel de orates
silban, rugen y alborotan.
Pero ¿qué vago murmurio
llega al alma soñadora?
Es la vibración del arpa,
es voz dulce y melancólica,
canto que el alma desgarra,
canto que el alma transporta,
y de esa voz y ese canto
conozco todas las notas.
 
     En la escocesa ribera
álzanse cortadas rocas,
y en las rocas una torre,
de mar y playa señora.
Hay en la soberbia torre
ventana de estrecha bóveda,
hay en la estrecha ventana,
dama pálida y hermosa.
Soberana es su hermosura
y es su palidez marmórea;
y canta y el arpa pulsa,
y las brisas bulliciosas
sus blondos bucles agitan,
y sus cantares arrojan
a la inmensidad sombría
de las turbulentas olas.
 
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Bonanza

 
                                                   Está la mar encalmada;
el sol en las aguas brilla;
verde surco de esmeraldas
en ellas abren las quillas.
     Junto al timón, el piloto
ronca, echado panza arriba;
bajo el mástil, el grumete
zurce velas descosidas.
     Tiemblan sus labios; se encienden
bajo el hollín sus mejillas;
sus hermosos ojos negros
no se sabe adonde miran,
     Pues el capitán, airado,
se yergue ante él y le grita:
«Mala pécora, un arenque
me has birlado de esa pipa».
     Está la mar encalmada;
la dorada cabecita
saca un pez y sus aletas
el móvil cristal agitan.
     La gaviota de los aires
rápida se precipita,
y con el pez en el pico
vuela y se pierde de vista.
 
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Visión en el mar

 
                                              De bruces sobre la banda
del buque, inmóvil y absorto,
en las aguas cristalinas
ávidos clavo los ojos.
Más adentro y más adentro
van entrando codiciosos,
hasta que sombras inciertas
me velan el negro fondo.
Pero las inciertas sombras
acláranse poco a poco,
y con pálidos matices,
y con trémulos contornos,
dibujan torres y cúpulas,
portales, muros y fosos.
Antigua ciudad flamenca
contemplo, por fin, atónito;
pero animada y viviente
con sus moradores todos.
     Ancianos de noble traza
con la negra capa al hombro,
con blanquísima gorguera,
cadenas y dijes de oro,
la luenga espada en el cinto,
la gravedad en el rostro,
van y vienen por la plaza
del mercado bullicioso,
por el ancho graderío
del popular Consistorio,
donde imperiales imágenes,
labradas por rudo escoplo,
velan calladas e inmóviles,
con acero, cetro y globo.
     Ante las casas, que lucen
vidrieras de alegres tonos,
y en largas y rectas filas
se extienden a un lado y otro,
pasan con crujir de seda
bajo los tilos frondosos,
damiselas de buen talle,
de semblante ruboroso
que ciñe negra toquilla,
cárcel de sus rizos blondos;
y a la castellana usanza
engalanados los mozos,
las siguen y las obsequian
con sonrisas y piropos.
Nobles matronas y dueñas
con holgantes mantos lóbregos,
y en las descarnadas manos
rosario y libro devoto,
hacia el templo se encaminan,
y avivan sus pasos cortos
repiques de las campanas
y vibraciones del órgano.
 
     ¡También en el alma mía
retumbáis, ecos sonoros!
Anhelo infinito y vago,
afán secreto y recóndito,
del corazón mal curado
todas las fibras han roto.
Paréceme que su herida
besan labios cariñosos,
y las cicatrices saltan
y mana sangre de pronto,
y la sangre va cayendo
gota a, gota y poco a poco;
va cayendo al mar profundo,
va cayendo al negro fondo,
va cayendo en una casa,
una casa que conozco,
una casa, que, desierta,
tristeza inspira y enojos;
y a la ventana, una hermosa
imagen del abandono,
la frente apoya en la diestra
y en el alféizar el codo;
¡y esa niña triste y sola
es la hermosa, que yo adoro!
 
     ¡Así te ocultaste, ingrata,
a mi amor inmenso y loco!
¡Así te ocultaste, ingrata,
por un femenil antojo,
en otro mar, aun más grande,
en otro mar, aun más hondo!
Y regresar ya no puedes,
y allí vives, no sé cómo,
para ti, todos extraños,
y tú extraña para todos.
     Yo te busco sin sosiego,
yo te busco sin reposo,
te busco por todas partes,
te busco de todos modos,
amor que siempre idolatro,
ilusión que siempre lloro,
ventura que siempre anhelo,
felicidad que hoy recobro.
     Sí, te hallo al fin, y de nuevo
miro tu espléndido rostro,
y tu radiante sonrisa
y tus soñadores ojos;
y jamás he de perderte,
pues todas mis dichas logro,
y con los brazos abiertos
a tus dulces brazos corro.
 
     Digo así, y al tiempo mismo,
ya doblando el cuerpo todo,
del capitán que me agarra
siento el brazo vigoroso,
y su voz oigo, que grita:
-«Doctor, ¿os lleva el demonio?»
 
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Purificación

 
                                                   ¡Bien estáis en el abismo
insondable de la mar!
Imágenes engañosas,
¡bien en el abismo estáis!
Disteis a mis luengas noches
sueños de dicha falaz,
y aún, al resplandor del día,
me perseguís sin cesar.
¡Yaced, yaced sepultadas
por toda la eternidad!
Al abismo que os esconde,
quiero también arrojar
mis amarguras y enojos,
mi anhelo y mi tierno afán,
el gorro de cascabeles
de mi locura fatal,
que tanto tiempo en mis sienes
su música hizo sonar,
y el infame disimulo
de mi ser, triste disfraz
del alma mía, que enferma
de loca incredulidad,
de Dios renegó y los ángeles,
y maldecida aún está.
     ¡Hurra! soplaron las brisas;
todas las velas soltad;
tersas, crujientes e hinchadas,
comienzan a palpitar.
La móvil nave resbala
sobre el rizado cristal,
y gozosa el alma mía
recobra la libertad.
 
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Segundo Ciclo

 
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Saludo al mar

 
                                                   ¡Thalatta, sí, thalatta!(37)
¡Oh mar, oh eterno mar, yo te saludo
con animoso pecho y con voz grata!
Diez mil veces, oh mar, mi labio rudo
te aclama, como un día,
cuando el hogar cercano aparecía,
te aclamaron, con himnos de victoria,
tras luenga y ruda y desigual porfía,
los diez mil combatientes de la historia.
 
     Las olas espumantes
rodaban y mugían altaneras;
el sol con arreboles deslumbrantes
teñía las riberas;
volaban espantadas las gaviotas
al aire dando sus discordes notas;
relinchaban gozosos los corceles;
chocaban los broqueles;
y en la extensión, que inmensa se dilata,
sonaba el grito salvador: ¡Thalatta!
 
     ¡Oh mar, eterno mar, yo te saludo!
Como voz del hogar, en mis oídos
suena tu voz, cuando a tu orilla acudo;
en tu móvil cristal mi fantasía
finge de la niñez sueños queridos;
y otra vez vuelve a la memoria mía
el recuerdo de aquellas
de la infancia dichosa joyas bellas,
de aquellos sorprendentes
de Noche-Buena espléndidos presentes,
conchas pintadas, pececillos de oro,
nítidas perlas, ramas purpurinas
de brillante coral, todo el tesoro
que escondes en tus urnas cristalinas.
 
     ¡Cuánto en extraña tierra
sufrí! Como arrancada
flor, que en su bote de latón estrecho
el botánico encierra,
mustióse el corazón dentro del pecho;
y como enfermo soy, que en triste lecho
pasó el invierno, en lóbrega morada,
y luego, el mal curado, de repente
goza de Primavera, al esplendente
rayo del sol de Abril, alborozada;
y con blandos arrullos
le saludan los ramos cimbradores
cubiertos de capullos;
y con sus ojos llenos de fulgores
contémplanle las flores;
y todo arde y palpita,
y alienta, y resplandece y canta y grita;
y en la bóveda azul, con trinos suaves,
¡Thalatta! dicen las canoras aves.
 
     ¡Corazón que en la noble retirada
triunfas cual los diez mil! ¡Cuántas, en duras
contiendas, te acosaron de la odiada
bárbara grey, temibles hermosuras!
Cayeron sobre mí como saetas,
de sus rasgados, vencedores ojos,
las miradas inquietas;
mi espíritu intranquilo
hería su palabra engañadora,
arma de doble filo;
y aumentaban mis duelos insensatos
sus cartas, en mal hora
llenas de deliciosos garabatos.
En vano, en vano tras el fuerte escudo
me guarecí: silbaba el dardo agudo;
los golpes a los golpes sucedían,
y las beldades ¡ay! del Norte rudo
hasta tu playa, oh mar, me perseguían;
hasta tu playa, donde al fin aliento,
y con pecho animoso y con voz grata
el grito de victoria doy al viento:
¡Thalatta, oh mar libertador, Thalatta!
 
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Tormenta

 
                                                   Sobre la mar tenebrosa
yace la hinchada tormenta;
murallón de obscuras nubes
el turbio horizonte cierra,
y con angulosas ráfagas
resplandece el rayo entre ellas;
resplandece y se disipa,
cual luminosa ocurrencia
que cruzó del padre Jove
por la olímpica cabeza.
Sobre las desiertas olas
el trueno retumba y rueda;
desenfrenados galopan
con las blancas crines sueltas,
corceles que engendró el Bóreas
en las erictonias yeguas;
y las marítimas aves
lúgubres revolotean,
cual las sombras de los muertos
en las estigias riberas,
cuando Carón las rechaza
de su barca ya repleta.
     ¡Ay, desdichada barquilla!
¡Ay, infeliz barquichuela,
que la danza estás danzando
más peligrosa y siniestra!
Eolo burlador envía
porque su juguete seas,
los músicos más sonoros
de su estrepitosa orquesta.
Unos silban, otros soplan,
otros te acosan y obsequian
con figles que se acatarran
o trompas que se destemplan,
y el piloto dando tumbos,
junto al timón, siempre en vela,
fija la vista en la brújula,
alma del bajel inquieta,
alza las manos y exclama:
«¡Acudid en mi defensa,
Cástor, triunfador jinete,
Pólux, invencible atleta!»
 
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El naufragio

 
                                                   ¡Esperanza y amor! ¡Todo perdido,
deshecho y roto!... Y yo ¡desventurado!
como un cadáver soy, que embravecido
a la ribera el mar ha vomitado.
El piélago desierto miro enfrente;
duelos detrás, congojas y amarguras;
y nubes sobre mí, nubes obscuras,
hijas deformes del pesado ambiente.
Sus odres en el mar continuamente
llenan, y sin sosiego,
llevándolas en hombros afanosas,
en el mar otra vez los vierten luego:
labor interminable, aborrecida,
y a pesar de sus ansias trabajosas,
estéril ¡ay! como mi propia vida.
 
     Gimen las olas, lanzan sus graznidos
las gaviotas, y surgen halagüeños
recuerdos de otra edad medio perdidos.
Imágenes borradas, vagos sueños,
llenos al par de encantos y de enojos,
tristemente risueños,
brillan de nuevo a mis cansados ojos.
 
     Allá en el Septentrión vive una hermosa,
de beldad soberana y deslumbrante
su talle esbelto, como palma airosa,
ciñe cándida túnica flotante.
De su frente, de trenzas coronada,
bajan en luengos rizos sus cabellos,
tan negros y tan bellos
como noche feliz y sosegada.
Su pálido semblante pensativo
esos obscuros rizos embellecen,
y los ojos en él con fulgor vivo
como dos soles negros resplandecen.
 
     ¡Soles negros! ¡Cuán dulce el alma mía
en vuestros resplandores
bebió la ardiente inspiración un día!
Y al fijaros en mí fascinadores,
¡cómo ¡ay Dios! vacilaba y sucumbía!
Una sonrisa púdica, inocente,
abría entonces tierna y cariñosa
el labio de mi bella displicente,
una sonrisa tan tranquila y pura
como rayo de luna en noche obscura,
tan dulce como aliento de una rosa;
y encumbrando mi espíritu su anhelo
cual águila caudal volaba al cielo.
 
     ¡Callad, olas del mar embravecido!
Roncas aves, callad! ¡Todo perdido,
dicha, esperanza, amor! Triste y doliente
náufrago yazgo en playa sin guarida,
y en la infecunda arena aborrecida
llorando escondo la ardorosa frente.
 
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Los dioses de Grecia

 
                                                   Luna, tu luz brillante
en fúlgido raudal de oro fundido
trueca el mar, y en la playa
tan clara como el día rutilante,
pero más dulce y tímida desmaya.
En el sereno cielo esclarecido
no brilla ningún astro,
y pasan a través de sus cristales
blancas nubes, fingiendo colosales
ídolos de alabastro.
     Mas ¿qué miro? No son blancos vapores;
son ellos, sí, son ellos;
los de la antigua edad dulces señores,
los de Grecia risueña, dioses bellos.
¡Las deidades de ayer! vencidas, muertas,
vanos espectros hoy, sombras inciertas,
que, con vano reproche,
cruzan sin par las bóvedas desiertas
de la enlutada noche.
     Asombrado contemplo
convertidos los cielos luminosos
en soberano templo;
y en movimiento blando
los pálidos colosos
tristes y pensativos van pasando.
     Cronos, el rey de la celeste esfera,
aparece el primero; escarcha fría
cubrió su cabellera,
que el olimpo, al moverse, estremecía;
con cansado desmayo
empuña ya su diestra inútilmente
el apagado rayo;
infortunio y dolor nublan su frente;
pero aún augusta huella
de la antigua soberbia miro en ella.
     Eran tiempos mejores,
Zeus, los tiempos en que ninfa bella
saciaba, o hecatombe ensangrentada,
tus divinos furores;
mas no hay eterno nada:
sucede el joven dios al dios anciano;
tu mismo, tú, con temeraria mano
¿no despojaste en desigual partida,
a los titanes y a tu padre cano,
Júpiter parricida?
     Aún la soberbia Juno está a tu lado,
¡vanos fueron, oh diosa tus desvelos!
otro el cetro ha empuñado,
y no eres ya la reina de los cielos.
Tus grandes ojos, que el dolor apena,
cierras, penden tus brazos de azucena
mustios, y ya no alcanza
a la virgen que a un dios abrió los brazos,
ni al héroe que nació de sus abrazos,
tu implacable venganza.
     ¡Cuán triste vienes tú, Palas prudente;
a las deidades defender no pudo
tu poderoso escudo,
ni preservarlas tu perspicua mente.
     ¡Tú, Afrodites, también! Hoy plata pura
son tus dorados rizos;
espanto me da y miedo tu hermosura,
a pesar de que aún miro en tu cintura
el ceñidor falaz de tus hechizos.
Si obtuviera tu amor, tan grato. un día,
¡oh Venus voluptuosa!
espantado en tus brazos moriría,
cadavérica diosa.
Te convirtió la suerte
en deidad pavorosa de la muerte.
     Marte de ti se aparta, y con celosa
pasión ya no te mira;
aburrido suspira
Febo-Apolo, el divino mozalbete,
y de su floja mano cae la lira
que alegraba el olímpico banquete.
     Y aún suspiras tú más, cojo Vulcano,
al ver que la ambrosía perfumada
no sirves al Congreso soberano,
y que llevó por siempre el viento vano
de los dioses la eterna carcajada.
     No os amé nunca, dioses altaneros:
no fueron mi ilusión los inconstantes
griegos jamás, ni los romanos fieros;
más siento grima y compasión al veros,
vencidos, tristes, pálidos y errantes.
Y al pensar cuán hipócritas y crueles
los tristes dioses son, que os han vencido,
y rigen hoy a los humanos fieles;
zorros, que de cordero blancas pieles,
por mejor dominarlos han vestido,
combatir por vosotros yo quisiera,
llena el alma de cólera sombría,
y los nuevos altares destruyera
y vuestro buen derecho defendiera
perfumado de amor y de ambrosía.
Yo los antiguos templos renovara,
poblándolos de víctimas y flores,
y a los pies de vuestra ara,
a los profundos cielos brilladores
los suplicantes brazos levantara.
     Cierto es que al revolver de las edades,
en toda fiera lid, los vencedores
os tuvieron propicias ¡oh deidades!;
pero es más noble el corazón humano,
y yo, en vuestros combates repetidos,
tomo parte, aunque en vano,
por los dioses vencidos.
     Digo así; los espectros se enrojecen;
míranme tristes con supremo anhelo,
y súbitos después desaparecen.
Cubre la luna tenebroso velo;
brama la mar, y triunfadoras, bellas,
rasgando nubes brillan en el cielo
las eternas estrellas.
 
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El enigma

                                                   Llena la mente de dudas,
llena el alma de tristezas,
un mancebo contemplaba
la mar profunda y desierta,
y a las inconstantes olas
decía de esta manera:
 
     «Explicadme el tenebroso
misterio de la existencia,
el inescrutable enigma,
el viejísimo problema,
el que ocupó noche y día,
tantas humanas cabezas,
unas de asiáticas mitras
o de turbantes cubiertas,
otras, de negro birrete
o de peluca tremenda
y fue, por siglos y siglos,
tormento de todas ellas.
¿Qué es él hombre? ¿Cuál su origen?
¿Cuál su fin? ¿Qué hace en la tierra?
¿Cuál ser es el ser que vive
tras las cerúleas esferas?»
 
     Y las olas inconstantes
gemían su queja eterna:
pasaban las pardas nubes,
soplaba la brisa inquieta,
indiferentes y mudas
fulguraban las estrellas;
¡y allí estaba el pobre loco
aguardando una respuesta!
 
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El Fénix

 
                                                   Pasó un ave, volando del ocaso,
           volando hacia el oriente,
volando hacia los límites remotos
           de sus patrios vergeles,
hacia el bello país donde los árboles
           balsámicos florecen;
donde airosas las palmas se columpian
           y brotan frescas fuentes;
y así, volando, el ave prodigiosa
           cantaba dulcemente.
 
     -«Le ama la hermosa, le ama sin saberlo;
           sin saberlo le quiere;
siempre lleva su imagen en el alma;
           pero escondida siempre.
Sólo en la vaga sombra de sus sueños
           gentil se le aparece,
y ella entonces, le besa entrambas manos,
           suspira, llora, ruégale,
lo llama por su nombre y al nombrarlo
           despierta de repente;
los blancos dedos por los ojos pasa
           y de sí misma teme,
y es que la hermosa le ama sin saberlo,
           sin saberlo le quiere».
 
     Al pie del mástil del velero buque,
           inmóvil sobre el puente,
escuchaba feliz el dulce canto
           del peregrino fénix.
Las alteradas olas, cual si fueran
           verdinegros corceles,
luengas crines de plata sacudían,
           a lo lejos perdiéndose;
tropel de cisnes con abiertas alas
           fingían los bajeles;
en el eterno azul, blancas brillaban
           las nubecillas tenues,
y en medio de ellas la encendida hoguera
           del luminar celeste,
rosa inmortal del firmamento puro,
           faro resplandeciente,
a quien brindan los cielos y los mares
           espejos y doseles.
Y los cielos y el mar y el alma mía
           en concierto solemne,
formaban solo un eco repitiendo:
           «¡Le quiere, sí, le quiere!»
 
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En el puerto

 
                                                   ¡Feliz quien al puerto llega
y a la mar la espalda vuelve,
y libre ya de sus riesgos,
se sienta cómodamente
en el abrigado sótano
de la taberna de Bremen!
     ¡Cuán bello y sereno el mundo
en mi copa resplandece!
y ese inquieto microcosmo
que en la roja linfa hierve,
del labio al sediento pecho,
¡cuán dulce y grato desciende!
Todo en el cristal brillante
a mis ojos aparece:
cosas de antaño y de hogaño,
lo pasado y lo presente,
griegos y otomanos juntos,
Gans discutiendo con Hégel.
Allá, bosques de naranjos,
aquí militantes huestes;
Túnez al lado de Hamburgo,
Berlín tocando con Memfis,
y en medio de todas esas
imágenes esplendentes,
la angelical cabecita
de mi amada brilla siempre,
sobre el fondo de oro fino
del vino del Rhin alegre.
     ¡Cuán hermosa, vida mía,
cuán hermosa y gentil eres!
Eres rosa: no la rosa
de Shiraz, que allá en Oriente
ama el ruiseñor; no aquella
rosa de Sarón celeste,
que los profetas cantaron
en sus místicos vergeles.
Eres la rosa más bella
de cuantas fueron y fueren,
rosa de las rosas, ¡rosa
de la taberna de Bremen!
Cuanto más los días pasan
más espléndida floreces;
y tu aroma me extasía
me transporta, de tal suerte
que en el duro suelo diera
¡ay Dios! a no sostenerme
en sus fraternales brazos
el tabernero de Bremen.
     ¡Valeroso camarada!
Mano a mano y frente a frente
bebemos y discutimos
cuanto nos viene a las mientes,
las cuestiones más abstrusas
los problemas más rebeldes.
Después dulces suspiramos,
y haciendo unas cuantas eses,
o voy a dar en sus brazos
o en mis brazos a dar viene.
El, en mis santos propósitos
me confirma y me sostiene;
por mis propios enemigos
bebo y brindo alegremente;
perdono a los malos vates
(¡logre yo iguales mercedes!),
y al fin llanto de ternura
mis pupilas humedece.
Abrense entonces las puertas
que guardan discretamente
la bodega sacrosanta
¡para mí la gloria! y vense
en fila los doce Apóstoles
(¡doce soberbios toneles!)
que, mudos, a todo el mundo
catequizan y convierten,
pues su universal idioma
todos los hombres entienden.
¡Cuán hermosos personajes!
de tosco roble vistiéronse;
mas tanto por dentro brillan,
fulguran y resplandecen,
cual los ufanos levitas
que en el templo alzan la frente;
como aquellos cortesanos,
que lucían insolentes
en el palacio de Herodes
sus brocados y joyeles.
¡Dios del cielo y de la tierra!
¡Señor! He pensado siempre
que, al vivir en este mundo,
vuestros compañeros fieles
fueron personas de viso,
no grosera y zafia plebe.
     ¡Aleluya! Verdes palmas
de Bethel, ¡cómo trasciende
y me halaga vuestro aroma!
Mirra de Hebrón ¡qué bien hueles!
Santo Jordán, ¡cómo ondula
y desmaya tu corriente!
Ondulante yo desmayo
también, y trémulo y débil
ondula el buen tabernero,
y a empellones y vaivenes
me hace subir la escalera
al sol y al aire volviéndome.
     Contempla, buen tabernero
de la taberna de Bremen,
tropel de angelitos rubios
en los tejados de enfrente;
por sus cantos y sus risas
cuán ebrios están se advierte.
Mira el sol allá en el fondo
de la bóveda celeste;
nariz es que victoriosa
la borrachera enrojece,
del espíritu del mundo
nariz tremenda y solemne,
y el universo beodo
en torno suyo se mueve.
 
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Epílogo

 
                                                   Como en fértil campiña mies lozana,
así brotan en haces apretados
los pensamientos en la mente humana,
y aquéllos que inspiraron los amores,
son como las que veis en los sembrados
rojas o azules flores.
     ¡Flores rojas o azules! Displicente
os deja el segador; el campesino
sin piedad os destroza;
y el mismo pasajero indiferente,
aunque alegráis su vista en el camino,
os llama «estéril broza».
Mas la doncella del lugar, que goza
tejiendo su guirnalda,
ávida os busca con sus ojos bellos,
os recoge en su falda,
os coloca después en sus cabellos,
y, así adornada, vuela
a la plaza, do en ecos repetidos
resuenan el rabel y la vihuela,
o al matorral espeso, que ella sabe,
donde escucha otra voz, a sus oídos
más que el rabel y la vihuela suave.

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