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A propósito de un redescubrimiento: «María Aurèlia Capmany parla d'un lloc entre els morts» y el comienzo de la diáspora de la Escuela de Barcelona

Casimiro Torreiro / Esteve Riambau





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El 28 de septiembre de 1969, Joaquín Jordá -director-, Carlos Durán -organizador del rodaje-, Manel Esteban -cámara-, Manel Ribes -sonido- y Joan Enric Lahosa -coguionista y asesor- rodaron, en tan sólo una jornada de trabajo y en la casa de la escritora Maria Aurèlia Capmany en Barcelona, un documental, de duración original no claramente precisada -sobre este punto se insistirá más adelante-, en el que se interrogaba a una autora sobre su mundo de ficción y concretamente sobre una de sus criaturas literarias: el poeta Jaume Campdepadrós i Jansana, protagonista de una novela -Un lloc entre els morts-, con la cual la escritora había obtenido el Premi Sant Jordi de aquel mismo año. Pero también, como se verá, el film escondía otras intenciones, que esperamos desvelar en estas líneas.

Este material, en 16 mm, blanco y negro y doble banda, fue montado por el propio Jordá en tan sólo una mañana, con el fin de ser exhibido en Barcelona aquel mismo día, con ocasión de los Premis d'Honor de les Lletres Catalanes -entrega de premios literarios para obras escritas en lengua catalana-, de diciembre de 1969. Según Jordá, «[...] habían pedido una película en catalán para poder proyectar durante el acto, pero no había ninguna disponible, tan sólo la nuestra, que estaba totalmente hablada en catalán. Me la pidieron y el mismo día fui a Fotofilm a las nueve de la mañana para montarla. Llegué tarde, pero aun y así se proyectó»1. Con posterioridad, el film fue seleccionado para participar en un festival cinematográfico en L'Alguer, territorio sardo de habla catalana; pero a partir de ahí su rastro desaparece, hasta el punto que incluso su director desconocía la existencia de la única copia del film, hallada por los autores   —248→   de esta comunicación entre varias latas sin clasificar que contenían películas, descartes y pruebas de actores, donadas al archivo de la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya por la madre del productor Carlos Durán tras su fallecimiento, acaecido en 1988.




ArribaAbajoHistoria de un proyecto

Maria Aurèlia Capmany parla d'«Un lloc entre els morts» es el título definitivo del film, aunque en algunas (escasas) referencias aparece citado como Crónica de Maria Aurèlia Capmany, nombre que el operador del film, el también productor y director Manel Esteban, justifica por razones meramente coyunturales y privadas: «La llamábamos así porque era la época de Crónica de Anna Magdalena Bach, de Jean-Marie Straub, y fue una idea mía un poco por broma y entre nosotros.»2. Algunos de los que intervinieron en el film -la protagonista confiesa no acordarse prácticamente de nada-, especialmente Jordá y Esteban, o estaban cercanos a él -el editor Jorge Herralde-, han afirmado que recuerdan que tenía una duración cercana a la hora y media, compuesta de dos segmentos principales: el mayor, en 16 mm y blanco y negro, consistía -y consiste aún- en la entrevista con la escritora; un segundo segmento, un conjunto arbitrario de insertos en color de un film familiar, igualmente documental, anteriormente rodado por Jordá y Durán en Formentera «bajo los efectos alucinógenos provocados por la ingestión de un ácido lisérgico», según el primero, tiene como función la ruptura voluntaria de la supuesta neutralidad de la entrevista -a pesar de que por momentos el off sonoro de ésta sirve de continuidad entre los planos, y aunque en ciertos momentos la imagen en color propone analogías, metáforas o incluso pleonasmos con las palabras de la entrevistada-. La duración total del film es hoy de 55 minutos, incluidos los fragmentos en color, aunque también existen sendos descartes sonoros -que, no obstante, no llegan a los 10 minutos- que, como veremos, han sido previsiblemente apartados por el propio Jordá, toda vez que poco o nada tienen que ver con el contenido global del film.

Maria Aurèlia Capmany es en realidad el primer producto de una efímera empresa de producción, Films de Formentera, creada hacia comienzos de 1969 por seis personas: los ya mencionados Jordá y Durán, más el entonces crítico, guionista e historiador Román Gubern, el director de fotografía Juan Amorós, el arquitecto y también cineasta Ricardo Bofill y el editor Jorge Herralde   —249→   , el único de los cinco no directamente involucrado en el mundo del cine3.

«Durante años el local social funcionó en la sede de la Editorial Anagrama, y yo fui el presidente justamente porque era el único no directamente vinculado con el cine. Era una época de gran ebullición que, no obstante, pronto dio lugar a un colapso, puesto que el resultado económico de las películas de la Escuela de Barcelona fue un desastre. Jacinto tenía su productora, Aranda también, Portabella tenía Films 59 y la nuestra se creó alrededor de Carlos, que era el auténtico motor», recuerda Jorge Herralde4. No es éste el contexto ni la ocasión de glosar la tumultuosa y sin duda exagerada existencia de la Escuela de Barcelona; no obstante, apuntar algunos elementos para bien entender lo que ocurría en algunos ambientes de cine de la Ciudad Condal en la fecha de la realización del film. El nacimiento de Films de Formentera se explica a la luz del hundimiento general del contexto tibiamente liberalizador propiciado en el terreno cinematográfico por Manuel Fraga Iribarne -sustituido en el Ministerio de Información y Turismo por el integrista Alfredo Sánchez Bella en octubre de 1969- y su director general de cine, José María García Escudero -cesado en noviembre de 1967.

Esta involución acabó con las espectativas de muchos y, en el campo de nuestro interés, con las de quienes formaban el núcleo organizado alrededor de Filmscontacto -fundada por Jacinto Esteva en 1965-, la única productora que, a pesar de su muy peculiar y poco profesional estructura industrial, tenía cierta entidad como para adelantar dinero destinado a la realización de films. Frente a las crecientes amenazas que provenían de los ambientes de la Administración franquista en el sentido de una congelación de la política de subvenciones a la producción, y teniendo en cuenta que el interés prioritario de Esteva no era otro que la autoproducción de sus Films, Filmscontacto se mostró bien pronto incapaz de abordar operaciones económicas similares a las que originaron títulos como Noche de vino tinto, de José María Nunes, o Cada vez que...,   —250→   de Carlos Durán -es decir, el préstamo nominal de la marca de la productora bajo la cual amparar una producción cuyo dinero provenía tanto de fuentes privadas como del propio avance de subvenciones-; ni siquiera aventuras como aquella de la cual nació el verdadero «manifiesto» de la Escuela de Barcelona, Dante no es únicamente severo, codirigido un tanto pintorescamente al alimón por Esteva y Jordá.

De esta forma, dos de las personas que habían sido capaces de poner en pie producciones jurídicamente amparadas por Filmscontacto, Jordá y Durán, se deciden a registrar una marca comercial bajo la cual poder seguir realizando cine en un contexto progresivamente más difícil. Por esta época, Jordá confesaba a Josep Planas i Gifreu que tal vez había llegado ya la hora de abandonar el formato industrial para volver al 16 mm, que había sido explícitamente rechazado por la mayor parte de los miembros de la Escuela de Barcelona, con Esteva a la cabeza5. Lo que el director tenía en mente era un proyecto, en el que llevaba trabajando ya varios meses, que tenía que dirigir Durán y que se llamaba entonces Liberxina 70, un cuento de política-ficción nacido al calor de los sucesos de mayo del 68 y de la emergencia de la protesta estudiantil por Europa y, en general, por todo el mundo.

Films de Formentera nació para producir este film -que posteriormente sería rebautizado como Liberxina 90, sufriría un largo y traumático proceso de censuras y rectificaciones para, finalmente, no llegar a estrenarse nunca comercialmente debido a la prohibición total de Censura, a pesar de su pase en la Mostra de Venecia en 1971-, de cuyo coste se hizo cargo en un 40 por ciento, mientras el resto corrió por cuenta de una productora valenciana, Nova Cinematográfica. Pero los tiras y aflojas con la censura a causa del guión, y los frecuentes cambios que Durán y Jordá realizaron en él entre 1968 y 1969, hicieron que el segundo intentase entretanto realizar por su cuenta el film que nos ocupa, un proyecto razonablemente económico que pretendía, entre otras cosas, de mostrar por vía de la práctica la viabilidad de las afirmaciones de Jordá sobre la conveniencia de volver, en tiempos de crisis y regresión, a rodar como se pudiese, sin cartón de rodaje y en 16 mm.



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ArribaAbajo¿La Escuela de Barcelona, catalanista?

El primer elemento del film que llama la atención, y poderosamente, es el hecho que Maria Aurèlia Capmany sea un film íntegramente hablado en catalán. Porque si algo caracterizó el posicionamiento teórico «a la contra» de la Escuela de Barcelona -inspirado en gran parte por el propio Jordá, y en menor medida por el máximo propagandista del movimiento, Ricardo Muñoz Suay-, junto a su equidistancia del cine comercial de todo género y procedencia, y su discrepancia abierta y despectiva del llamado Nuevo Cine Español, fue el olímpico desdén respecto de cierta cultura catalana justamente de las expresiones más defendidas por la resistencia cultural de signo catalanista en la época- de que hicieron gala algunos de sus más conocidos miembros, y que valieron a sus films una abierta hostilidad por parte de revistas que, como Destino, Serra d'Or o Imagen y Sonido, contaban en sus filas con las firmas de conocidos críticos de observancia catalanista -léase Miquel Porter i Moix, Josep Maria López i Llaví o Joan Francesc de Lasa6.

Pero si el film resulta sorprendente por este hecho, en realidad conviene situar las cosas en su contexto para tener una explicación plausible que, como es de suponer, se sitúa más allá de la ideología para conectar en línea directa con las necesidades económicas con que se topaban aquellos que, como Durán o Jordá, no contaban con una base económica suficientemente sólida como para poder permitirse adelantar el dinero a cuenta del « especial interés» concedido por la Administración. En realidad, como tantas otras cosas relacionadas con la Escuela de Barcelona, el proyecto del documental partió de una relación de amistad, en este caso, entre Jordá y la Capmany.

Antes de emprender la aventura de Liberxina 90, Jordá había trabajado en una adaptación espúrea de una célebre novela en catalán, Laura a la ciutat del sants, de Miquel Llor7, proyecto que interesó en un principio a Elías Querejeta -aunque luego habría de desentenderse del asunto- y que el director pensaba reconvertir por completo con la expresa finalidad de no tener que pagar derechos   —252→   . Ese guión, originalmente pensado para ser interpretado por el entonces jovencísimo Josep Maria Flotats y por Emma Cohen -que todavía no había cambiado su apellido y firmaba Emma Beltrán-, se llamó El jardín de los ángeles; y como pensaba rodarlo en catalán, Jordá solicitó el auxilio de la Capmany, ya entonces prestigiosa novelista en dicha lengua. Con posterioridad, aunque también en 1969, ambos, la escritora y el director, habrían de colaborar como actores en el film de Basilio Martín Patino, Del amor y otras soledades8.

Pero la amistad de Jordá y Capmany dejaba también al realizador en una buena posición para intentar uno de sus cometidos principales: obtener la financiación precisa para poder seguir haciendo cine, dado que ni su fortuna personal ni la familiar le permitían -como sí a otros de los miembros de la Escuela, significativamente a Esteva- autofinanciarse. A través de la Capmany, estrechamente relacionada con sectores de la burguesía barcelonesa nacionalista, liberal o de izquierdas, Jordá entró en contacto con algunos de los prohombres que ya entonces trabajaban en operaciones concretas de fortalecimiento de una red cultural de signo catalanista: con el joyero Amadeu Bagués, con Frederic Roda, uno de los puntales de una de las instituciones más significativas del catalanismo en el terreno de la cultura, el Omnium Cultural, y también con un banquero, Jordi Pujol i Soley, entonces directivo de Banca Catalana. «Nos citó a mí y a Roda en el Drugstore y allí me hizo un auténtico interrogatorio a fondo sobre si el cine era rentable, sobre las características de la industria y su funcionamiento. La conversación duró más de una hora, pero vi claro que no sacaría de allí nada en concreto», reconoció a los autores de esta comunicación el propio Jordá.

Pujol, como buena parte de su clase social de origen, ya veía entonces con reticencias la inversión económica en un sector que, como el cine, no ha gozado del interés que la burguesía catalana dispersó desde la Renaixença tanto al teatro como a la literatura, las artes plásticas o la música. La desilusión del cineasta tal vez explica que, con posterioridad a la realización de Maria Aurèlia Capmany, Jordá y Films de Formentera se desinteresasen por el proyecto, que el film pasase a un olvido más o menos voluntario, más o menos provocado por la decepción o la desidia porque, tal y como queda en evidencia de sus palabras, era   —253→   en su intención poco más que una tarjeta de presentación con la que un sector de la Escuela se presentaba modestamente a parlamentar con la burguesía nacionalista en su terreno, en busca de la que tal vez fuese la última posibilidad de obtener una fuente de financiación autónoma sin la cual -como de hecho ya estaba ocurriendo- se estaba ahogando definitivamente en aquellos meses la efímera existencia de la Escuela de Barcelona.




ArribaLa última frontera

Pero no conviene archivar de un plumazo el film, como se ha hecho hasta ahora, empezando por sus propios autores9. Porque, más allá de que la intención no fuese otra que la de obtener dinero de unos mecenas que bien hubiesen podido permitirse la inversión de un film íntegramente hablado en catalán, María Aurèlia Capmany presenta algunos puntos de interés. En primer lugar, y tal como indicara el propio Jordá, el film es la constatación de que era posible, en la época, la realización de un film a partir de un presupuesto no ya bajo, sino directamente ridículo, a condición de abandonar los ya nada confortables rediles de la industria establecida, el 35 mm, el color y los actores más o menos conocidos. En segundo lugar, la mera existencia del film es un más que elocuente recordatorio de la involución que experimentaba entonces la producción cinematográfica española: que cineastas que, como Jordá o Durán, habían apostado con anterioridad por un cine con (algunas) posibilidades de acceder a las salas comerciales, se recluyeran en el 16 mm, y en el entonces muy económico blanco y negro, para intentar así escapar a los nuevos rigores censores, es ya un diagnóstico abrumador sobre el recrudecimiento de éstos.

Pero además, tal y como es hoy el film, éste presenta una coherencia interna que pone en entredicho declaraciones del propio Jordá en el sentido que el documental era sólo un primer apunte. Porque el cineasta sostenía -en la época y en una primera conversación con los autores; no así en encuentros posteriores   —254→   que su finalidad no era otra que interrogar a la novelista con vistas a la realización de una adaptación más o menos convencional de una novela cuyo abordaje suponía, sin duda, un esfuerzo de producción inusual por tratarse de la reconstrucción histórica de un periodo que entonces -y aún ahora- permanecía prácticamente virgen en nuestro cine: los años del impacto de la Revolución Francesa en España, vistos a través de la compleja existencia de un burgués escritor, ilustrado y «afrancesado».

Los descartes hechos por el propio Jordá del material rodado en casa de la Capmany son bien elocuentes: entre los 10 minutos aproximados que el cineasta dejó fuera de su montaje, llamémosle definitivo, hay un par de preguntas a la autora sobre cómo entiende la adaptación, y ésta se pronuncia incluso sobre la conveniencia de incluir canciones revolucionarias de la época, como La Marsellesa. Ese fragmento, en definitiva, desvirtúa el conjunto, que puede leerse así libre de cualquier otra consideración y sin los lastres de la mera función de soporte que se le asignó en sus orígenes. Así surge el interés real del film, analizado desde una óptica contemporánea.

Porque Maria Aurèlia Capmany es una suerte de compendio de algunas de las preocupaciones personales, estéticas y expresivas de Jordá -y sus particular gusto por integrar todo tipo de materiales dentro de un film, tal y como atestigua su producción posterior-, así como de otros realizadores de la Escuela de Barcelona. Por ejemplo, del compromiso personal frente a un estado de cosas que se considera injusto. Hombres de la Escuela, como Jordá, Durán o Portabella, no dudaron en militar decididamente contra el franquismo -Portabella con más claridad y constancia que otros que, como Nunes, Esteva, Bofill, Suárez o Aranda, fueron, no obstante, consecuentes antifranquistas-, o sea, contra el régimen imperante en el momento histórico en que les tocó vivir, tal como también le ocurre al personaje de la Capmany.

Igualmente, el documental constituye un apasionante juego que tienta los límites entre ficción y realidad hasta presentar la diferencia entre estos términos, en la tradición de estos films de la Escuela de Barcelona, como algo aleatorio o incluso perfectamente soslayable; véase al respecto, y por no salir de los supuestos documentales «clásicos», el caso de Alrededor de las salinas (un proyecto común de Portabella y Esteva), en el cual, con la excusa de la realización de un documental casi turístico, se incluye un elemento de brutal distorsión: la propagación por los autores de la noticia de la (falsa) muerte de un obrero salinero para poder así captar las reacciones de sus compañeros; es decir, el violentar la realidad para provocar la ficción. O el hecho de proceder, como ocurre en Lejos de los árboles, a la reconstrucción de episodios rodados fuera de su contexto natural para forzar una tesis de partida. O, finalmente, la difusa frontera entre ficción y realidad presente en un film tan ejemplarmente fantástico como   —255→   es Cuadercuc-Vampir, de Pere Portabella, en el cual el rodaje de una historia de ficción es la excusa perfecta para una mezcla insólita -fantástica en su sentido más lato- entre la noción de realidad -un rodaje- y de ficción -la articulación de una historia que diluye su significado a base de forzar el trabajo sobre el montaje o el sonido (o su ausencia) por parte de una instancia narrativa diferente.

En el caso que nos ocupa, Jordá procede, como el Orson Welles de El cuarto mandamiento, a insertar (se) como narrador en un film que se presenta en su superficie sólo como documental. El interrogatorio a la escritora sobre su personaje principal, Campdepadrós i Jansana, se orienta hacia el terreno erudito, y muestra en primera instancia a una autora que ha descubierto, revolviendo entre viejos papeles, a un poeta inédito que vivió entre finales del siglo XIII y comienzos del XIX -y cuyos poemas, de paso, llegaron a ganar, por la misma época de la realización del film, un concurso literario en Mallorca-. Así, buena parte de la duración del film transcurre alrededor de ese personaje, del cual se leen incluso poemas -algunos por parte de Jaume Vidal i Alcover, entonces compañero sentimental de la Capmany, y que también aparece en el film. Pero a medida que el film avanza, esa historia de un descubrimiento va dando lugar a una narración que tiene la misma estructura de un cuento que alguien (nos) cuenta, alterado por la sensación de irrealidad que provocan los fragmentos en color insertos por Jordá de manera aparentemente arbitraria.

El hecho de que, finalmente, la Capmany reconozca que, como otros insignes predecesores -desde Macpherson y su Ossian hasta Max Aub y sus Josep Torres Campalans o Luis Álvarez Petreña-, la suya es también una criatura de ficción y no un erudito hallazgo que rellenaría un capítulo virgen en la literatura catalana del siglo XIX, da sentido a una narración que Jordá presenta como un film de ficción y a partir de una clásica estructura de presentación-nudo-desenlace. De tal forma, el espectador, atrapado en las redes de una ficción más, comprende también el interés del autor -y de su equipo- por el personaje, reflejo casi especular de los propios hombres de la Escuela, ante los que aparece casi como un contemporáneo: su rechazo a su propia clase social y su «buen sentido», el compromiso con las «nuevas ideas» e incluso una manera del todo nueva -del todo moderna- de posicionarse respecto a las formas artísticas que cultivó, eran demasiados elementos comunes como para no despreciar un acercamiento fílmico a su existencia -literaria o no, es lo de menos.

Finalmente, cabe añadir que, en el caso concreto de Jordá, Maria Aurèlia Capmany se presenta también como un último esfuerzo por seguir en la brecha. A partir de su fracaso, el realizador comprenderá a la inutilidad de seguir haciendo cine en España, profundizará su radicalismo político y se irá, como otros antes que él, a vivir en un exilio que le permitirá, ahora sí, seguir haciendo cine.   —256→   Con Jordá en Italia, Portabella rodando en 16 mm sin cartón de rodaje, Nunes haciendo lo propio con Sexperiencias -para pasarse luego cinco años pagando las deudas generadas por un film rodado sin apoyo oficial-, Esteva con pabellón luxemburgués o Durán tirando la toalla tras el fracaso administrativo de Liberxina 90, acababa dramáticamente la experiencia concreta de la Escuela de Barcelona, tal vez el único movimiento rupturista y radical tanto en sus propuestas estéticas como en sus posicionamientos políticos -y en la práctica personal de buena parte de sus miembros- que haya vivido el cine catalán en toda su historia.





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