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ArribaAbajoClave de espumas




ArribaAbajoEl pozo


ArribaAbajoMe asomo al pozo y puedo ver al niño
que en el fondo quedara como un rey
en su moneda. Brillan
las antiguas pupilas acusándome
de abandono, y la yedra pone cabellos largos
a mis remordimientos.
Como en un cuento amable
donde ayer regresara, seríamos felices
si él viniera conmigo o yo le diera al agua
mi crecida presencia. Pero el pozo es muy hondo,
son muy hondos los años, y la distancia ha escrito
leyes inexorables.
Hoy miro aquella imagen
como un dios que ha reinado
en la tierra y los cielos y no tiene
más constancia del hecho que una vieja medalla.




ArribaAbajoÁrbol talado


ArribaAbajoSobre este árbol talado se levantó una cítara.
Aquí el viento marino destrenzaba a las aves,
y las aves saltaban del trapecio festivo
de las ramas al viento. Y aquí, bajo esa cúpula
móvil, iban mis manos conquistando, uno a uno,
los botones de nácar de su blusa, las conchas
que las playas calientes de sus pechos guardaban.
En mis dedos febriles, la arena de su piel
era toda la música (cerca el mar se ponía
una rosa de sol sobre la cabellera
derramada).
Ya el tiempo de las flores ha huido,
y no está el viejo tronco, ni aquel paso de palio,
ni ella bajo sus hojas, ni está aquel corazón
que, a punta de navaja, tallamos. Y el recuerdo
es sombra de una sombra que en mi memoria queda,
cuando el sol ya no tiene la fuerza de un buen vino.
De aquel tronco, ¿se habrán hecho guitarras?, ¿alguien
talló un hermoso arcón donde aún guarda una niña
su blusa roja? Tiemblo sabiendo que el amor
engaña: la madera era buena también
para el mango del hacha




ArribaAbajoEl pañuelo


ArribaAbajoEl viento ha levantado la veda del recuerdo,
y en el cordel que muestra
un blanco relumbrón de prendas íntimas,
han cazado mis ojos un pañuelo de encaje.
Aunque he creído volver a hallar la mano
que un día lo sostuvo contra mi sangre en danza
sé bien que no es posible. También era imposible
una historia de amor con tan escaso hilo.




ArribaAbajo Libro de francés


ArribaAbajoLatió mi corazón por algún tiempo
en francés —junto al libro
que acabo de encontrar entre mis viejos
papeles— por aquella profesora
que ofrecía su pecho a la censura
y, hurtándolo de mí, lo pregonaba
tras el jersey aquel de mis pecados.
Tiempo de vacas flacas
y hembras huidizas donde yo era diestro
tan sólo en conseguir por los escaparates
un celemín de sexo imaginado
—oh sueño de las prendas interiores
inútilmente en su lugar descanso.
Mientras por los quioscos, la hermosa Ana María
y el Guerrero del Antifaz narraban
la historia del amor más desdichado; nunca
les dieron la ocasión ni envejecían.
Todo formaba parte de una guerra tan nuestra
como el pan que faltaba cada día —es posible
que esos frutos prohibidos me sostuvieran, y es
de justicia que ahora
reconozca la deuda.
Fui creciendo
a la sombra esplendente de esos pechos, y supe
de su cálido tacto y su dulzura
a través de la lengua de Cyrano.
Otro libro de texto más hermoso
no he conocido nunca, ni más grato ejercicio.
Aunque el torpe doctor le recetara
inyecciones de calcio a mi melancolía.




ArribaAbajoAlameda de Hércules


ArribaAbajoTeníamos la edad de la aventura
y apenas si la del entendimiento.
La casa olía a musgo y a ganado
como la pila de un abrevadero.
La mujer no tenía treinta años,
ni cincuenta siquiera. En mis recuerdos
está en la cama, inmóvil,
como una ilustración del ochocientos.
La casa olía a musgo y a ganado
y la mujer olía a sufrimiento.
El capitán que nos mandaba dijo:
«Yo termino enseguida». Y fue el primero.
Franco nos vigilaba desde un cuadro
y la Virgen María desde el cielo
que fingía el azul de las paredes.
No estaba el mundo —no, Guillén— bien hecho.
Uno a uno pasamos por su vientre
como el sol por el vidrio, sin romperlo.
La mujer no tenía treinta años
ni los tuvo jamás. Quieta en el centro
de aquella cama estaba como un buda
que expusiera a la vista sus misterios.
Uno a uno pasamos por sus muslos
y nos fuimos vistiendo.
La habitación olía a cimitarra
y nuestras carnes a arrepentimiento.
«Venid cuando queráis» —dijo al fin
la mujer desnudándose del tedio—.
Salimos de la casa, oh inocencia,
sin saber que volvíamos de tu entierro.




ArribaAbajo Noches de Kim Novak


ArribaAbajoLa recuerdo sensual como ninguna. Era
—yo pecador— un acto de contrición no verla.
Parecía moverse —vientre de hurí, caderas
de balandro— al compás de una invisible flauta,
con vaivenes de cobra que a su faquir hubiera
abandonado.
Ignoro si la pasión que despertaba en mí
era amor, mas deseaba con furia las joyas
gemelas de sus pechos, su boca dulcemente
entreabierta, y sus muslos que soñaba apretados
como un cepo.
Las noches en que fue mía están
todavía en mi frente,
como los dos estamos en aquella
butaca azul. Que tantos compartieran
conmigo su lascivia, qué importa. Cerró el cine
hace tiempo sus puertas, y también
aquella novia pálida y delgada
que, sin saberlo, la dobló a mi lado,
tantas veces, con manos inexpertas,
tiene hoy marido, hijos, y un perro que le ladra
a mi mala conciencia.




ArribaAbajo Postal romana


ArribaAbajoAquí estamos.
Enfrente alza su maravilla
de piedra el Coliseo. Nuestro abrazo
y nuestra juventud piedra parecen
de la misma cantera. ¿Cómo es
posible tanto engaño,
ciudad eterna?




ArribaAbajo Amor


ArribaAbajoMiras
los ojos de la divina.
Besas
la mano de la princesa.
Abrazas
a la ventera de la plaza.
Ay, el amor
también sigue las leyes de la evolución.




ArribaAbajoMoscardón


ArribaAbajoComo un negro presagio
por la ventana entra,
musicalmente intacto
con su ataúd a cuestas.




ArribaAbajo Atardecer


ArribaAbajoAtardece.
Color
de rioja viejo tiene el horizonte.
El recuerdo también es como un vino
bebido en otra época
y que te embriagó entonces;
luego —ya lo sabías—
el mal cuerpo y las náuseas.




ArribaAbajoLibro de familia




ArribaAbajo Padre nuestro


ArribaAbajoHa venido hasta ti como un albatros
que arrastrara las alas,
sin fuerzas ya para elevar su cuerpo
de gigante.
Y lo ayudas a llegar a la mesa,
y le pones delante ese vaso de vino
que es todo su calor y su única familia.
Y él bebe lentamente abrazado al bastón
como a una cruz de guía, súbdito de un mutismo
que le endurece el rostro.
Tratas de acompañarlo
con palabras amigas,
palabras que conoce y lo conocen,
mas escucha pasar esos trenes, impávido,
como si ya hace mucho
los diera por perdidos. Como cargas
de profundidad caen
aquellos nombres que lo fueron todo,
en su memoria; estallan
tan hondamente que, en la superficie,
apenas si recoges los fragmentos.
La hostil orografía de su cara
busca la claridad a tientas, y sus hombros,
ayer de atlante, se derrumban
con el peso levísimo
de la luz que inaugura la mañana.
Has pretendido hacerte presente en esos ojos
donde tienen las nubes su constante hospedaje,
pero acaba cerrándolos, y te encuentras perdido
en el páramo trunco de un paisaje espantado.
Con el temblor de tierra de sus manos
se ha adentrado en un libro, mas lo arroja impaciente;
esos libros que amó, hoy le ofrecen la nada.
Así va caminando hacia la vieja casa,
esa casa en ruinas hace ya muchos años,
que él reconstruye en su memoria.
Y abre
la cerradura con un gesto rotundo
—su experiencia le dice que no hay llave maestra
como la obstinación—.
Ha conseguido
entrar, y te sonríe su dentadura falsa
triunfalmente; la vida es tan hermosa
cuando se llega a algo.
Jamás sabrás qué prótesis le suple la esperanza.




ArribaAbajoAbuelo Rafael


ArribaAbajoEl padre de tu padre era un anciano fuerte
como un antiguo templo.
Lo recuerdas así, macizo y alto,
tan pesadas las manos como fardos de plomo.
Aún te parece verlo apuntalando
su inmensa humanidad con un cayado;
tú lo identificabas con la imagen
de un Juan Bautista enorme, pese a que los rumores
iban a contramano de cualquier santidad.
El abuelo comía en la mesa del patio
y no dejaba hueco para otros comensales;
delante de él la jarra descomunal de vino,
como el tronco de un árbol de topacio
que iba talando trago a trago. Luego
representaba allí su escena más dramática
usando de acerico el corazón de los presentes.
Tu madre le ponía en sus manos, más grandes
con tan corto viático, la luz de unas monedas.
Y él seguía su marcha, la pértiga al costado,
como un tenaz lancero que al andar repitiera
su posición de firme, dejando tal vacío
que temblaban las calles.
Tantas veces se había
casado por entonces —siempre como Dios manda,
es decir, enviudando— que a veces no sabías
a qué abuela besabas.
Con su muerte estrenaste entrada al cementerio,
una increíble colección de manos,
brazalete de luto y el orgullo cainita
de haber salido indemne de entre los muertos. Hoy
ignoras si te hubiera impresionado más
mirar su último gesto
o imaginarlo dentro de aquella caja negra
que viajaba en los hombros creando un animal
quimérico.
Recuerdas con súbita ternura
la sombra de aquel viejo que plantó su semilla
de endriago en tu frente antes de que la sombra
lo engullera de nuevo.




ArribaAbajoAbuela Luisa


ArribaAbajoNadie te dijo nada, pero lo presentiste.
El cuarto estaba oscuro,
y el color de su cara era el de la ceniza;
y a ceniza te supo el beso que le diste
aferrado a la mano de tu madre.
El rezo era una alfombra que cubría el hogar;
con él se amortiguaban las palabras
y el alcohol que el abuelo consumía
sin descansar, un vaso
tras otro, como un breve oleaje
que iba a desembocar a su garganta.
El rostro del abuelo Miguel no estaba triste,
quizá ni estaba allí; alguien labró en madera
de palosanto al hombre que bebía impasible
en su rincón, para que nadie echara
su presencia de menos.
Con su hábito morado
y la sonrisa de alguien que tampoco era ella,
la abuela parecía esperar que el abuelo
dijera, esto se acaba, cuando la última gota
cayera desde el cuello de la verde clepsidra
que regía su mano.




ArribaAbajo La misa


ArribaAbajoEs domingo, y tu madre
no falta nunca a misa. Ella contempla
desde el balcón la ermita blanca como una hostia,
que el sol de la mañana convierte en almiar,
mas sabe que sus piernas no dan para un camino
tan largo, y se conforma con la misa portátil
que hace a Dios personaje
de la televisión. Su fe —lo sabes—
no reclama otro premio que salvar al abuelo;
si él es ateo, ella ganó hace mucho tiempo
un lugar allá arriba donde caben los dos.
Tú recuerdas ahora cuando la acompañabas
a la gran catedral, y era la paz un bálsamo
que ascendía a tu pecho, como las oraciones
de sus labios subían —de eso estabas seguro—
al oído de Dios.
Aquellas bóvedas
desmesuradas pesan todavía en tus hombros,
pero no pesan tanto como el gesto
de tu madre clavando las rodillas
ante la Virgen mientras su mano te ayudaba
a escribir en la frente
el signo de la cruz.
Cirios arriba,
se colgaban los ángeles de sus pesadas alas
escoltando a la imagen que, en sus brazos,
sostenía aquel niño
que tú reverenciabas, sin saber
cómo en alguien tan débil
encontraba tu madre salvación.
Nunca quisiste
ver al rey San Fernando en su cuerpo incorrupto;
antes que santo y rey,
era un muerto.
Cruzando la penumbra,
te llevaba tu madre por las pálidas losas,
y tú admirabas la policromía
de la luz en las altas vidrieras, los pilares
que soportaban las constelaciones
de la piedra, y los santos
pidiendo en las esquinas
por el amor de Dios, como los pobres
que te esperaban fuera.
Y tú salías
a la calle, y el aire te ungía los pulmones
con óleos de azahar. Toda tu infancia
está en un cantoral, hoy enterrado
en alguno de aquellos sepulcros de la iglesia
donde ahora tu madre te ha obligado a volver
sin pretenderlo.
Ignora
que la has acompañado celebrando
misa en las catacumbas
de tu memoria.




ArribaAbajo Jesús


ArribaAbajoViste nacer a Cristo en aquel tiempo.
Su rostro reclinado;
como si contemplara con sorpresa
su desnudo de alerce, te siguió
durante muchas noches por el sueño.
Admiraste sus brazos extendidos
que abarcaban la estancia
—antes de que los clavos lo fijaran
a la cruz, aquel cuerpo tendido te dejó
la sensación del ave presta al vuelo.
Viste cómo surgieron poco a poco
los delicados pies;
las rodillas reunidas y elevadas
como doble maqueta
para un ejecutado proyecto de calvario;
los dedos sorprendidos
en sus manos abiertas; la serena
barba que sobre el pecho descansaba;
y los ojos tan dulces como el fruto
de la morera.
Viste, hace ya muchos siglos,
cómo el imaginero dio los últimos golpes
de gubia
para grabar su nombre en un costado,
y abandonó el prodigio a su muerte y su suerte.
Y Cristo nació allí. En la carpintería
del abuelo Miguel
asististe asombrado a la creación
de aquel mundo hecho hombre. Y con tu abuelo
Miguel te arrodillaste
y rezaste con él —aún era tiempo
de milagros—. Y un día, alguien que puso empeño
en salir con el Cristo en procesión,
dijo lleno de orgullo su levántate y anda.
Pero el milagro aquel lleva por siempre
la firma de tu tío Jesús, también llamado
el hijo del carpintero.




ArribaAbajo Café


ArribaAbajoSólo olía a café en aquella estancia
de voces apagadas y esquivos carraspeos,
mientras algún sollozo dejaba oír su nota
de fantasmal acordeón, y alguna
lágrima columpiaba
su indecisión funámbula en los ojos.
Era la hora más pobre de la casa. Y tu madre
preparaba café, aquel café con posos
de llanto, menos negro que su pena.




ArribaAbajoPor selva oscura




ArribaAbajo Como el ciego


(Sì come cieco va dietro a sua guida)




I

ArribaAbajoComo el ciego que busca
una rosa guiado por el tacto,
abro la puerta y me estremezco.
que intento despertar
a seres que no son ya de este mundo
—las puertas, como los libros, nunca
dan a la misma historia—; y el amor
tiene la piel pautada como el tigre? —imposible
interpretar su música
cuando ha pasado?—, y como el tigre, nunca
se va sin devorarte el corazón.


II

Parcos indicios. Débiles burbujas
que estallan entre el aire
y mi memoria, invocan las imágenes
que debían volver y sólo reconstruyo
de esquirlas que los hados
seleccionan.
Trasunto
de aquel desconocido que me espera,
entro con miedo en el provecto espacio
que a sí mismo se imita,
y me sorprende su frescura añosa
de flor artificial —junto al amor,
todo ha cristalizado
en sistemas inertes.
A mi paso
por el agua estancada,
voy cosechando el fruto
de la imaginación —sentimental
y absurda salamandra.
Y me sorprendo dentro de aquel tiempo
atrapado en el cáliz de una flor
carnívora —¿el recuerdo
nace o estaba aquí como un gusano
de seda tejiéndose a sí mismo?


III

Sobre la ira del metal, su rostro
de basilisco eleva
una canción de moda.
Y siento mi cabeza
vacía como un árbol cuya copa
agita el vendaval.
De aquellas viejas brasas no ha quedado
ningún calor; el que hoy experimento
sólo es un sucedáneo.
El estío no puede reproducir las garras
del jaguar. Y la vida
miro a mi alrededor —muchachas como
los maniquíes de un escaparate
me contemplan sin sexo—
con la extrañeza de alguien
a quien acaban de trasplantar el corazón.




ArribaAbajoPor selva oscura


(Buio d'inferno e di notte privata...)




I

ArribaAbajoUna luz peregrina
desempolva la barra
del bar con su bayeta soleada,
incendiando el alcohol
y las manos —el hielo de los vasos
brilla como los ojos
del lince—, y ascuas nuevas
procura al cigarrillo
que enciendo para darme compañía.
Un resto luminoso se reparte
por el recinto en círculos concéntricos
cuyo claror perfila algunos rostros
como sombras chinescas,
mientras suena monótono
el gorjeo del whisky.
Dos fantasmas
se entrelazan danzando sobre la pista, ajenos
a la música, en manos de una música íntima;
únicos habitantes de la tierra.
Aseguran los sabios que el amor
es un mero producto de la termodinámica.
Qué buena explicación para el olvido.


V

Por tutear a mi extravío
pido vino del año, de aquel año
—cosecha del ochenta y dos—,
y compruebo que el tiempo, el mismo tiempo
que apagó un gran amor, crió un gran vino.




ArribaAbajoMujer de negro


(che parve foco dietro ad alabastro)




I

ArribaAbajoLa luz se ha vuelto intensa con la entrada
de una hermosa mujer
—quizás tan sólo joven ¿pero cuándo
la juventud no ha sido hermosa?—,
y sus piernas se muestran,
al contraluz, desnudas.
Ya por costumbre o por curiosidad,
sosegado el deseo, admiro bajo
la seda negra de su vestido de viuda —galas
de luto que anticipan la pronta muerte de otro
amor eterno— el rápido dibujo
e imagino el goloso
milano que se oculta entre sus muslos.
Y una mirada —oscura
pedrería que no gastó en el sueño—
pasa sobre mi rostro como la luz de un faro.
¿Quién es esta doncella que desprende
a su paso el perfume de los lacrimatorios?
Yo, que nunca he creído en los milagros, dudo.
¿Tienen los recuerdos su doble en el futuro?
Como un sueño se repite el pasado;
imposible apresarlo con los ojos abiertos.


II

La mujer se ha sentado en el extremo
del salón —mi memoria
insiste en aplicarse a su designio
de vieja celestina—, y de un bolso, que finge
el charol de sus ojos, extrae una furtiva
pitillera de nácar; que se abre
como una ostra confiada. ¿Fuego?
Pero ¿cómo emprender de nuevo ese camino
que me llevó a la pira? Ingenua excusa:
en el dudoso altar de lo posible,
es imposible que triunfe un muerto.
Y el mechero se enciende como un feliz diamante
que ilumina sus manos.
Replegada
sobre su propia placidez, parece
decidida a saltar muy dentro de ella misma.
Mas se detiene alerta como un gato, y levanta
un mano de uñas recortadas
—tal vez para más daño,
como las escopetas de los atracadores—.
Y el camarero entiende el breve gesto:
una mano en el aire
siempre anuncia un naufragio.




ArribaAbajoPobres desamparados


(Coi piè ristetti e con li occhi passai)




I

ArribaAbajoLa reclama el reloj; la tarde apenas
moviliza sus sombras. La mirada
de la mujer se junta con la mía
en la pared, donde circula el tiempo
como el mar por un ojo de buey. Y en sus labios
—dulce botín que al delincuente aguarda—
se mustia una sonrisa mientras el café agita
su ancha cola de insomnio por el aire.
Ella espera,
está esperando a alguien. Y tiemblo imaginando
dos cuerpos apareados bestialmente, como
tanques en el fragor de la batalla.




ArribaAbajoLo que dura un suspiro


(Ciò che non more e ciò che può morire)




II

ArribaAbajoLa mujer
escruta pensativa
los posos de su taza de café,
como si allí estuviera
leyendo su destino, acompañada
en su presente soledad de autista,
por algún aura amiga.
Y se levanta,
y consulta nuevamente el reloj
con la ansiedad de quien consulta
a un oráculo —en su camino deja,
como las vírgenes de romería,
olor a incienso y pólvora.
Un instante tan sólo
—lo que dura un suspiro
o un gran amor— me mira con sus ojos
negros como la piedra de la Caaba.
Y aún puedo
demorarme en su cuerpo —qué armonía
y qué eterno desquite si así fuera la muerte—,
y gozarme en los muslos cincelados
bajo la falda transparente, antes
de que el tiempo —ese endriago
egoísta que rapta lo que toca—
la convierta en un nuevo
mito.




ArribaAbajoLo vivo y lo soñado


(uno manendo in sé come davanti)


ArribaAbajoEl camarero borra
las huellas en la mesa del rincón
mientras las manecillas del reloj perpetúan
su infructuosa esgrima.
Y a mí ya no me queda de aquel tiempo
más que el sabor del vino
que aún paladeo lentamente.
Pago
lo vivo y lo soñado con dos monedas turbias
que sobre el viejo mostrador me miran
como los ojos de un ajusticiado.




ArribaAbajoÁlbum de seres perdidos


ArribaAbajoCasa de citas

El reloj que el vestíbulo preside ha dado ya todas las horas; su rotunda esfera sólo repite un tiempo pasado. Aquellos que acudían a remediar el miedo con la probada pócima de la lujuria nunca imaginaron que las agujas de esta gran ruleta ya señalaban el final.

Como libros abiertos donde el ojo columbra simetrías y blancos algoritmos, los camastros despliegan su inocente rebaño por las habitaciones de la casa y el cuerpo de los amantes agavillan. Nadie sabrá jamás su número; sólo el aire recuerda a quienes desnudaron su lascivia en busca del maná prohibido, previo pago de unas monedas. Rostros que la luz atraviesa difícilmente; armeros donde descansan abatidos penes su pírrica victoria; y amapolas exhaustas que las sábanas en infantil terruño convertían.

Las dulces odaliscas pulían su hermosura en los espejos, sin conocer que lirios y gusanos se apareaban en sus aguas. Nada sabían del endriago que, en silencioso parto, la belleza tullía con la asistencia del mercurio. Estampas descolgando de un azul perentorio sus arcángeles míseros; primavera —unas veces consumada y otras puesta a secar como un viejo quimono— que sería difícil deslindar del vacío.

La casa huele a batalla dirimida, a coito desahuciado; y un cónclave de sombras dibuja en las paredes el escorzo de los desbravadores que el sol tomaron por asalto, ignorantes de que no existen brasas más arduas que el deseo para el olvido momentáneo de la muerte.

Y adquiere cada rincón su dimensión exacta en las habitaciones de esta casa de citas donde objetos y rostros recomponen su imagen —cristalizando un aguerrido instante— para el aciago bodegón del tiempo.




ArribaAbajoCulpable

Con la desagradable sensación del reo que su crimen desconoce se ha encontrado en la calle.

Nadie intentó detenerlo; incluso fueron sumamente amables, pues le ayudaron —sin demasiado éxito— a eliminar las huellas. Y ahora sigue sintiéndose acusado de un oscuro delito por ese sucio dedo, el mismo que dio fe del individuo —con evidente cara de culpable— que muestra su carné de identidad.




ArribaAbajoSuicida frente al mar

Más allá de esa línea que corta el horizonte, en un mar legendario que se extiende poco antes de llegar al estrecho de Bab-el-Mandel, entre los grandes arrecifes de coral submarino, dicen que viven miles de hambrientos tiburones.

Qué perfecto final —y sublime emoción— bañarse en esas aguas algún día, hasta hacer realidad lo de mar Rojo.




ArribaAbajoRetrato de Guzmán el Bueno

Cuentan los cronicones y confirma un añejo privilegio real, que don Alonso Pérez de Guzmán —enjuiciado por la historia de España como El Bueno— recibió de su primo don Sancho las llaves de la villa de Sanlúcar de Barrameda, en pago a su lealtad y al gesto que le dio sobrenombre.

Algunas veces es de admirar lo que hace el aire con el hierro de los cuchillos.




ArribaAbajoEntierro de sor Candelaria

A Manolo Vidal


Hoy se ha abierto el convento. Se oyen cantos con un rumor de manantial, y tras las rejas que el coro aíslan con su meridiano de orfebrería, brillan las tocas como lunas a la trémula luz de los cirios.

Gira la tierra muy despacio ahora que la misa ha terminado, y sólo se escucha una campana como un gran corazón que late en lo alto de la torre.

Una fuente mezcla en la miniatura del jardín los oros de la tarde mientras el ataúd llega hasta el nicho abierto en la pared como el nido de un ave. Y todo el cielo toma el color de un ala de libélula cuando Sor Candelaria la clausura abandona, por el mismo camino que el perfume del azahar que tiembla en los naranjos.




ArribaAbajoTiburón

Este corsario de la mar que exhibe el triángulo divino como pendón, y esconde bajo el agua tranquila el cepo archidentado de sus mandíbulas, recuerda a ciertos críticos literarios.




ArribaAbajoLa mulata

La mulata que vino de Colombia viste de añil y la conocen todos por la esmeralda que en su cuello luce y las caderas que maneja al son de una marimba que en el pecho guarda.

Llegó de su país viajando por los aires, hechicera y urgente, con el carné vencido, la carne vencedora, y en la memoria ocultos los puntos cardinales.

Le dijeron que Europa, y aterrizó en Europa con un morral de sueños y esperanzas, la pulpa de la caña de azúcar en su boca.

Ya todos la conocen, con su vestido añil, su esmeralda, el azúcar de su boca y el son de la marimba en sus lentas caderas.

Si a nadie ha dicho nunca qué ha sido de sus sueños, de su esperanza dice que la conserva entera en el mismo lugar que escondió la esmeralda al pasar la aduana por donde entró en Europa.




ArribaAbajoOración del arrepentido

Padre, perdóname. Era tu última voluntad, y no quise cumplirla. Fue tu largo sufrimiento mi culpa, y no por convicción, sino por miedo.

Hoy pienso que lo haría, pero es tarde.

Ahora lamentaré toda mi vida no haber sido acusado de homicidio.






ArribaAbajoBajo las cúpulas doradas




ArribaAbajoPruebas


ArribaAbajoUn hombre en la ciudad
de Uruk, hace unos cuatro
milenios inventó
la rueda; otro inventó
la fundición de los metales;
otro el barco; y aún otro
la cerveza.
También
hubo alguien que inventó
la escritura.
No pueden
negar su culpabilidad.




ArribaAbajoCabeza de rey acadio


(2.300 a.C.)


ArribaAbajoEsta cabeza hecha de bronce,
retrato del monarca
acadio Naram Sin, no tiene ojos.
Se dice que en sus cuencas
se incrustaban dos piedras
preciosas, y que fue
la codicia el motivo
de su ceguera.
Puede
que fuera así, mas no conviene
olvidar que los reyes
anteriores a Cristo conocían
—gracias a su divina
estirpe— el porvenir.




ArribaAbajo Puertas


ArribaAbajoEn Berlín,
muy cerca de la Ópera, en la Isla
de los Museos, se halla
el de Pérgamo; en él
se conserva la prodigiosa puerta
de Ishtar.
Mas no espere un milagro;
por esa puerta nunca
llegará a Babilonia.




ArribaAbajoPoema de Enuma Elish


ArribaAbajoSi se observan
atentamente estas tablillas
de barro, se descubren
los diferentes signos
con que se relataba en otros tiempos
la creación del cielo y de la tierra.
Mas nada entenderíamos
sin los sabios que han ido traduciendo
a nuestro idioma esa escritura mixta
de herida y pictograma.
Por ellos conocemos
que las tablillas cuentan cómo
—al igual que al añoso manuscrito—
nos crearon del barro, y que los dioses
nos concibieron —como era
de imaginar— para su beneficio.
Pero, aun ignorando
lo que explica el escrito
de Enuma Elish, esos caracteres
nos dicen que hubo un mundo
habitado hace siglos, y que, al menos,
había un hombre que soñaba. El resto
configura el misterio,
es decir, el poema.




ArribaAbajoTocado


(2.500 a.C.)


ArribaAbajoCon la reina Shubad
de Ur, dieron sepultura
a cincuenta sirvientes y a sesenta
y ocho sirvientas.
A ellos
los enterraron con
sus cuchillos, y a ellas
con sus mejores galas.
Mas ni los hombres con sus armas,
ni las mujeres con sus aderezos,
detuvieron las manos que a la reina
ultrajaron robando su tocado
¿o vengaron su muerte
—la suya propia— no
defendiéndola?
El caso
es que —fuera impotencia
o venganza— ese hermoso
tocado de oro y entelequias hace
años que es exhibido
como un trofeo anticipado
en la Universidad de Pensilvania.




ArribaAbajoPuente de los suspiros




ArribaAbajoOriental


«A millares caían pétalos de azoteas y balcones.»

(M. M.)                


ArribaAbajoEn verano esta plaza
de Santa Cruz ardía
bajo los candelabros
de limoneros y naranjos. Médula
de agridulces callejas
donde la luna modelaba el cuerpo
adolescente del amor en fuga,
mientras la cruz de hierro
remataba su forja
con la nocturnidad de los suspiros,
y el azahar caía como nieve sonámbula.
Desde el álgido azul tiembla el pasado,
y en mis hombros se abate
como un alud que todo
lo sepulta.
Cleptómanos
de paisajes, transcurren orientales
taimados, disimulan,
cámara en ristre, su trabajo
demoledor, y se disuelven
en un quimérico horizonte.
Alguna
nube deshilachada
puesta a secar sobre las azoteas,
completa el decorado
del lugar, y el sahumerio
de otro tiempo, habitante
letal de mi memoria,
embalsama el cadáver de la plaza,
donde —en traje de calle— Madam
Butterflay se retrata
bajo la cima de un volcán en flor.




ArribaAbajoLección de amor en los jardines de Cristina


«...que engañan dulcemente la esperanza.»

(F. H.)                



ArribaAbajoMagnifica los ojos, luego ahueca
la ancha sonrisa y mira dulcemente
—la miel de ayer libando en el presente—
recogida y feliz como una clueca.

Tiembla su cuerpo de princesa azteca
bajo la ajada lumbre de poniente,
y me atraviesa el pecho arteramente
cuando frunce sus labios de muñeca.

Segura ya del goce presentido,
estipulado el posterior romance
en la caliente intimidad del nido,

diseña un beso cálido y volátil
mientras cierra los ojos, como en trance
y se guarda el teléfono portátil.




ArribaAbajo Lecciones de historia


«...la historia colecciona pálidos nomeolvides.»

(M. B.)                


ArribaAbajoEn la primera clase me aprendí
sus trenzas de memoria.
Y atado a aquellas trenzas,
amé a Helena de Troya,
a Cleopatra, a Popea
y a la misma Victoria
de Samotracia —a ésta
más fácilmente que a ninguna—. Todas
llegaban con el rostro
de aquella niña —la divina Aurora.
De otros mil vacuos personajes
nos explicaban oxidadas glorias,
mientras el aula se inundaba
de tibias luces y de arteras sombras.
Qué me importaba a mí que Carlos V
vaciara su clepsidra gota a gota,
o que al Gran Capitán no lo ascendieran
a coronel, si no tenían novia.
Mi lección repetida fue su cuello
y, a veces, sus pestañas melancólicas.
En clase no aprendí ya demasiado;
aquella primavera aún no era historia.




ArribaAbajoPrimera vez


ArribaAbajoQuiso el azar que se llamara Eva,
mas no culpo al azar de que sus gestos,
graves y comedidos, provocaran
en mis cinco sentidos un incendio.
Con la copa en la mano, distraída
jugaba en la ruleta de su asiento,
y sus rodillas fueron a enfrentárseme
con la resolución de un manifiesto.
Yo contemplaba absorto aquel prodigio
como un sabio a la orilla del misterio,
y la mujer me sonrió despacio
desde todas las cimas de su cuerpo.
Luego aceptó mi torpe invitación
y pidió otro coñac, deshecho el hielo,
y me encontré girando dulcemente
en el tiovivo de sus ojos negros.
Si era la tentación, subí con ella
sin recordar siquiera el Padrenuestro.
Cuando bajé del carrusel, la noche
se iba desenredando en los espejos,
y ella cantaba pregonando al aire
las manzanas mordidas de sus pechos.
Ni fue un pecado original, ni Eva
quiso cobrarme con remordimientos,
que todavía, al recordar sus muslos,
se me alegran los malos pensamientos.
Me confesé porque era la costumbre
y, he de reconocerlo, por el miedo
a que fuera verdad lo que decían
del infierno los curas del colegio.
Mi limpieza de alma, por fortuna,
no alcanzó a disolverme los recuerdos.




ArribaAbajoPuente de Triana


ArribaAbajoFrustrado Ulises, vengo
al puente de Triana
a mirar cómo el agua
zarpa hacia ayer, sin otra embarcación
para la travesía
que la de mi memoria.
Y el cactus del recuerdo con sus púas
dolorosas, me apresa;
consuelo al que me presto
como quien martiriza
su corazón con un puñal de oro.




ArribaAbajo Trastevere


ArribaAbajoNo supimos entonces
que aquel barrio de Roma
era tan sólo el negativo
de un recuerdo —Trastevere,
milagroso y nocturno,
con su lujoso elenco de muchachas
hermosas—. Y tampoco
comprendimos que aquel mesón abierto
hasta el amanecer, era una flor
carnívora.
En el aire
se desmembraron risas y canciones.
Y en la memoria fueron corrompiéndose
los melodiosos cuerpos
que aquella noche nos amaron; y hoy
reclama más espacio que las férvidas
mozas, la vieja que vendía
avellanas con su ropón de luto —el vaticinio
que nadie vislumbró.
No quedó nada
de quienes fuimos, nada.
Y es inútil que trate
de restaurar aquellos cuadros; nunca
vuelve la juventud por sus difuntos.




ArribaAbajoIncursión nocturna por la orilla del Sena


ArribaAbajoBrilla París y el cielo se amamanta
de frío antiguo y ánimas en pena.
La sombra echa sus cartas por el Sena
y, en Notre Dame, una campana canta.

La tour Eiffel, que cerca se levanta
sobre una inundación de luna llena,
sorprende a un Poseidón y a una sirena
que hacen verano a bordo de una manta.

Es la hora del amor, y es primavera,
mas frente a los devotos de Cupido
llevo mi corazón como a un extraño.

Y al hotel vuelvo —donde no me espera
nadie— por pont de l'Alma. He comprendido
que el amor de los otros me hace daño.




ArribaAbajo A Paul Éluard


«J'ai vu les plus beaux yeux du monde.»

(P. É.)                



ArribaAbajoYo he visto florecer la primavera
sobre tu cuerpo, allá en París. Llovía,
mas en tu humilde fosa se encendía
aquel rojo rosal como una hoguera.

Sin otra laude que la tierra entera,
el jardín de tu pecho aún ofrecía
rosas de sangre. ¿Qué milagro había
hecho que tu abandono floreciera?

¿Acaso la mujer que conociste
como «los ojos más bellos del mundo»
sembró el pobre rincón donde reposas?

En un gesto de amor hermoso y triste,
tal vez soñó tu corazón fecundo
preso de las raíces de sus rosas.




ArribaAbajoAcogida


ArribaAbajoNo un niño; toda una familia
acogimos en casa
aquella madrugada.
Ellos viajaban
en un carro camino de quién sabe
dónde. Y nos parecieron,
más que tristes, la propia
tristeza.
Ella exhibía
la nube de un vestido
de novia; él con su terno
nuevo se levantaba
a su lado como un pilar que el cielo
sostenía.
Los hijos
aparecieron luego con su pan
bajo el brazo. Y crecieron.
Jamás hemos sabido
sus nombres.
Conocimos
que la madre cumplió
setenta años, o quizás
ochenta, cuando el padre
tendría algunos más. Después sólo ellos
saben lo que pasó. No recibimos
nunca una carta, nada.
Tampoco de los hijos
conseguimos noticia
alguna.
Sus retratos,
los que una madrugada
de copas rescatamos
del carro que viajaba al vertedero,
sí nos escriben cada día —desde
la tumba de cristal donde reposan—
un telegrama de lo que es la vida.




ArribaAbajoRegreso


ArribaAbajoCual si Vermeer hubiera
abierto una ventana
en medio de la noche, pude verlo.
Volvía de muy lejos,
y llegaba cansado.
Me acerqué
a besarlo. En sus ojos
reconocí una cierta
angustia. Mas ninguno
de los presentes quiso hablarme de ello.
Sé que una muestra de cariño
suele arreglar las cosas.
Y así fue una vez más.
Mi padre
olvidó su cansancio y su tristeza,
y me pasó la mano por el pelo
sonriendo; su típica manera
de agradecer mi gesto y de decirme
que aún nos quería.
Lástima
que la vida no ofrezca casi nunca
la convincente realidad del sueño.




ArribaAbajo Pasión y muerte de Luis Rosales


«...una sierpe de arena por el rincón oscuro.»

(F. G. L.)                


ArribaAbajoAbrió los brazos regalando el pecho,
y sus ojos, tras el cristal, brillaron
como dos mariposas
azules.
Frente a él, embozados,
unos hombres movían racimos de fusiles
y palabras soeces. La luna enjalbegaba
el cuadro, y hubo un punto
en que se hubiera dicho
que Goya intervenía en la composición
de la escena, tan blanca relucía
la camisa del inculpado.
Luego
los agresores, y el mismo Luis Rosales,
estallaron de luz. Y todo quedó quieto
—dibujado por cientos de bujías
el momento.
Caía como un roble talado
el cuerpo del poeta, cuando los brazos de alguien
que con la oscuridad se enmascaraba,
frenaron la caída.
Y en el silencio agudo de la noche
se oyó una voz que dijo: Perdóname Luis.
(En la casa del muerto, los niños perseguían
una sierpe de arena por el rincón oscuro).




ArribaAbajo La campana


A José Luis Núñez
(Espartinas, 8 de mayo de 1980)



ArribaAbajoCirias de sol están las cales; dan
su inútil combustión a tu llegada.
La primavera vino equivocada
esta mañana ¿y no la detendrán?

Cristos de ti, nuestras espaldas van
llevando tu sonrisa amortajada
—es una larga luz envenenada
la calle, y cada piedra un alacrán.

Bajo el azul brutal del medio día
insiste en su mecánica elegía
la campana, sin más pena ni afán

que dar por cierto el hecho consumado.
(Espartinas, como un barco incendiado,
se fue hundiendo contigo, capitán).




ArribaAbajo Suicida en la Giralda


ArribaAbajoDel árbol de la fe, fruto sombrío,
miró a mañana, y de esperanzas falto,
meditó en la hermosura de aquel salto
y nombró emperador a su albedrío.

Nunca se pudo imaginar tan alto,
ni imaginó tan alto escalofrío;
arriba un sol de oro, abajo el río
como una larga sierpe de cobalto.

Quiso apurar la copa de la vida,
y en una silenciosa despedida
atravesó la luz de parte a parte.

Y puso colofón a su tristeza
con el paso fugaz por la belleza,
en la más radical obra de arte.




ArribaAbajoDespedida


ArribaAbajoPresidía la mesa una botella
de buen vino. Sentado
enfrente, como el mago
a quien sólo faltara un gesto último
para desvanecerse ante mis ojos,
Manuel Vidal bebía lentamente
mientras la luz del día
sobre su piel se desangraba.
Él
nunca fue partidario de las prisas
en nada y, mucho menos,
en el rito sagrado de beber
con amigos. Y éste era
el caso. La ocasión acompañaba,
y el vino, ya lo he dicho, era un buen vino,
aunque no tanto como la hora
requería —no existe
ese vino capaz de acompañarnos
en algunos momentos.
Y bebimos
despacio, sin que apenas
una palabra interrumpiera
la que sería nuestra última
conversación.
Después nos separamos
—cada uno se fue,
al menos de momento, por su lado.
Hasta mañana, si Dios quiere, o
pensándolo mejor, si Dios existe.




ArribaAbajoDibujado en la nieve




ArribaAbajoImagen


(El origen del mundo, de Courbet)


ArribaAbajoCuervo feliz.
Bebe en el río
de la vida o descansa
en su nido.
Estación
dichosa entre la nada
y el caos.
Vocalista
de la sangre; eventual
lazarillo.
Se droga
con la costumbre.
Acoge
el placer boquiabierto.




ArribaAbajoUñas


ArribaAbajoHerramienta de tigres, emparentan
el alarido y el amor.
Se cumple
en la piel su destino.
Espalda abierta
a la música; piano frente al lago
de la lujuria.
Extravagante fósil,
desencadenador de la ternura.




ArribaAbajo Claudia


ArribaAbajoClaudia era salomónica de cuerpo,
y de alma ingenua.
Te graduaste de alfarero;
quién rompía una obra tan perfecta.




ArribaAbajo Ángel


ArribaAbajoExiste.
Tú podrías
dar fe.
En silencio; replegadas
las alas; la cabeza
principesca. Omniscientes
e inocentes los ojos.
El cabello
descendiendo hasta el valle
de la cintura como catarata
de doblones.
Semejante a una puesta
de sol o a un sacrificio
de sangre.
Deslumbrante.
Mas apenas llegó,
se abrazó a un tipo sórdido
y se fue.




ArribaAbajoDe un corazón tallado


ArribaAbajoEl amor guarda urnas
en la corteza de los árboles.
Prehistóricos
senderos que el sepelio
arroparon.
Navaja
que brilló al sol unos instantes,
como los deudos que al entierro
acudieron; aquellos que algún día
fueron dioses, y lo han
olvidado.
Las sombras permanecen
como desamparados inquilinos
que indagan en la luz
de ayer sin encontrarse.
Sólo la noche alivia la ceguera
de esos espectros vanos
haciéndolos partícipes
de su filme ecuménico.
En el tronco
de aquel árbol fue el crimen, donde hoy
hacen sus procesiones las hormigas.




ArribaAbajo Puesta de sol


ArribaAbajoSostiene el sol su peso en la colina
junto a la mar que estiba
el oro de la luz.
Y las guedejas
colman su alrededor
de salmos irisados.
Quebradiza
alocución frente a la dictadura
regia.
Plata batida,
el mar se va llenando
de espadas
mientras el horizonte se desangra.
El silencio se alía con el último
rayo.
Y la claridad
se tiende en la colina como un perro
que poco a poco se confunde
con su sombra.




ArribaAbajoLibro


ArribaAbajoNocturno gavilán.
Nido de abejas
y mieles.
Ladronera
sin fondo.
Natural
de Babel.




ArribaAbajo Cañaveral


ArribaAbajoLas delgadas doncellas se abanican
con el perfume de los rododendros.
Y el aire ceniciento rompe el muro
que levanta la arena.
Pura esencia
para los ojos; plano dividido
en miles de obras.
Lejos
silba un tren o su imagen.
La memoria
escoge entre otros cuadros
La rendición de Breda.




ArribaAbajo Envejecer


ArribaAbajoSea por terapia o caridad, algunos
dicen que envejecer tiene su encanto,
mientras otros respaldan su negocio
asegurando que la arruga es bella.
Y sin embargo, bien sabido es
que los años agostan lo que tocan,
y que no existe arma tan terrible
para congoja humana.
Aunque, a veces, el tiempo tergiversa
sus efectos, al menos momentánea-
mente, mudando, por ejemplo,
en clásicos los versos, y los vinos
en generosos.
Hoy
pudiste comprobar una vez más
tan sibilino proceder;
aquella hermosa niña
que un día —hace ya siglos—
te rechazó altanera,
volvió hacia ti sus ojos con ternura.
Mas no te engañas: sólo agradecía
que aún fueras el guardián de su belleza.




ArribaAbajoRaíces


ArribaAbajoCondenado a la tierra,
tan sólo el sueño alude a un más allá
verosímil.
En tanto las raíces
arrastran hacia el fondo,
desamparando la fotografía
y obligando a crecer al negativo
en las sombras.
Menesterosos seres
que tierra adentro orientan
sus pisadas, guiados por el hilo
de una vaga esperanza.
Ni siquiera las aves,
que el cielo colonizan,
se salvan: su raíces
sembradas en los ojos
del cazador.




ArribaAbajoOrdenador


ArribaAbajoSe ha metido en tu casa.
Y ya no hay forma
de expulsarlo.
Este ser
fabricado de óxidos
y metales innobles,
se ha metido en tu casa y adivinas
que ya no saldrá nunca.
Por si fuera
poco, también sospechas
que será este individuo
desangelado quien encuentre
a Dios.




ArribaAbajoLluvia


ArribaAbajoTal vez sea triste, pero amas
la lluvia y contemplar
cómo desciende ese telón
de flecos extenuados,
esa frescura salvadora, esas
manos exangües, derramándose
sobre la tierra.
Niebla
acurrucada que se despereza
cayendo; compañera
del frío; epitalamio
para el viento y el agua.
Cisne erguido que deja
caer su frente silenciosa
sobre tu hombro.




ArribaAbajo Jarrón


ArribaAbajoDaltónicos
son los colores que la luz
enreda a veces.
Este
azaroso jarrón
cuyo futuro en rosas
vislumbró el alfarero, desvanece
poco a poco su pátina.
Una historia
menos desamparada ofrecería
si un desmedido gesto
hubiera transformado
en rápido estampido
su arcilla,
mas la esquela
de una fotografía en blanco y negro
corrobora su humilde
condición.
Y ya nadie
podrá alterar su sino.
Un hermoso jarrón,
en él cenizas.




ArribaAbajoRéquiem


ArribaAbajoAuscultas esa cuerda
o corazón tensado, que por dentro
te ahorca,
mientras el aire se alza
en infinitos nudos minadores.
Hermosa
desolación vernácula
que las esferas guardan
en su memoria; fértil
alcancía de huérfanos arpegios
exaltadores del suspiro.
Mozart
edifica una música
celestial que agasaja
y penetra, contra natura,
el alma.




ArribaAdverbios de tiempo


ArribaHay niños en las gradas
del portal. Serafines
de un instantáneo paraíso,
miran de frente al mar
sin prestar atención
a sus murmuraciones,
se ríen de la vida, es el mañana
una continuación sin añagazas
de hoy.
Se les nota
la impaciencia en los ojos,
y el ímpetu en los brazos
que agitan preparándose
para volar.
La arena
de la playa es un pródigo racimo
de adolescentes que, entre gritos
de alegría, saludan a la vida,
bajo el instinto precursor del próximo
placer.
Ellas exhiben
graciosos tatuajes como joyas
en la cintura; ellos
un bozo cultivado, y en las piernas
un aguerrido vello
sin cultivar. Mañana
es un tálamo de oro,
abierto el abanico de los goces.
El día huele a fruta
y a bronceador mordido.
En el quiosco
de prensa, una mujer
madura sermonea
a un tipo que, sentado en el pretil
del paseo, contempla
con ojos codiciosos a las chicas
que avanzan con sus pechos al galope
buscando el mar.
Caminan
dos viejos junto a ti,
hablan de sus achaques
y manosean el aire como ahogados
en ciernes, con palabras
que, en ellos, suenan a extranjeras
—colesterol... glucemia... triglicéridos...—.
Bajo sus gorras de labriegos,
los rostros renegridos
y una bestia en acecho más oscura
que su piel.
Y te miras
dentro. No falta nadie;
ninguno de ellos, ni siquiera
ese animal oscuro.
Y todo ocurre
a un tiempo, el mismo tiempo,
ese que ayer pensaste sucesivo.





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