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José Antonio Ramos Sucre

Las piedras mágicas

Por Carlos Augusto León*

La lucha contra el tiempo y el espacios
¿Por qué no tiene la tez de las hermosas
la tersura del lago, que escapa al raudo tiempo?

(José Antonio Ramos Sucre, «Romanza»)

Aquel paraje estaba fuera del Universo y yo
lo animaba con mi voz desesperada de confinado. 

(José Antonio Ramos Sucre, «Romanza»)

Un hombre es carne y huesos, mas también cierto número de años. Es materia y proceso. Lo mismo la fruta y el ave y la piedra. La materia es espacio y tiempo; éstos existen como formas de aquella.

Kant pensaba distinto, bien lo sé. Sin negar la realidad empírica del tiempo y del espacio, negaba la posibilidad de dársenos éstos como objetos de nuestros sentidos. Espacio y tiempo son para él, dos formas puras de la intuición sensorial, como principios del conocimiento a priori (Crítica de la Razón Pura). El tiempo no es más que la forma del sentido interno, o sea, de las intuiciones del yo y de nuestro estado interior; el espacio no es otra cosa más que la forma de todos los fenómenos del sentido externo, esto es, la condición subjetiva de la sensibilidad, bajo la cual es posible solamente la intuición externa.

Pero ya antes había afirmado Newton la existencia objetiva del tiempo y del espacio, independientes de la concepción humana sobre ellos. Él, sin embargo, separaba de éstos la materia. Para él existían, cada uno por su lado, espacio, tiempo y materia. Su concepción, fundamento de la Física Clásica, establece además espacio y tiempo absolutos y relativos.

Newton había luchado contra los conceptos cartesianos.

Descartes concebía el espacio material. El espacio o lugar interno y la substancia corpórea en él contenida, no son diferentes, sin embargo, más que en el modo como son concebidos por nosotros. Porque en realidad la misma extensión en longitud, anchura y profundidad, que constituyen el espacio, constituyen el cuerpo. El tiempo, en cambio, para él es sólo un modo de pensar.

La ciencia moderna, las matemáticas y la física, en su desarrollo, han aportado nuevos datos a la concepción exacta del espacio y del tiempo. Las geometrías noeuclidianas vinieron a demostrar cómo la de Euclides no es la única o absoluta, y pusieron de manifiesto las inagotables cualidades del espacio real. La teoría del éter materializaba el espacio, lo llenaba de materia y lo unía con ésta. La teoría de la relatividad une definitivamente al espacio y al tiempo, coloca el continuo espacio-tiempo en lugar del tiempo y del espacio absolutos y separados de Newton. Con admirable certeza afirma Hermann Minkowsky: Nadie ha tenido nunca noticias de un lugar excepto en el tiempo, ni de un tiempo excepto en un lugar.

El materialismo dialéctico ve al espacio y al tiempo como las formas de la existencia de la materia. El universo es materia en movimiento. La materia se mueve en el [41] espacio y en el tiempo, que son condiciones necesarias para la existencia de la materia. El movimiento de todos los cuerpos materiales, todos los procesos y todos los fenómenos, se producen en el espacio y el tiempo. Es imposible imaginar algo existiendo fuera del espacio o del tiempo... El materialismo dialéctico concibe al espacio y al tiempo como formas de la materia en movimiento, manteniendo que su fundamento es la materia misma y sus propiedades. Fue precisamente la lectura de estos concentos en el estudio de George Kursanov «Espacio y tiempo, formas de la existencia de la materia» (Dialéctica, año III, vol. IV, n.º 11, La Habana), el motivo de esta digresión filosófica. Coincidió tal lectura con la elaboración de este trabajo y despertó en mí numerosas observaciones.

El movimiento, signo molesto de la realidad, perturba a Ramos Sucre, Ni interés humano ni anhelo terrenal estorbará las alas de mi meditación pues la devoción y el estudio le ayudarán a cultivar la austeridad como un asceta, dice el Contemplativo en su discurso. En otro escrito suyo hay estas palabras: disparamos erróneamente sobre el ludibrio de los sentidos («El Capricornio») y en «La Salva», perteneciente como el antes citado a El cielo de esmalte, el disparo del cañón de proa tiene igual objetivo: El estampido redujo a polvo la casa del esparcimiento infame.

No bastaría esto para señalar en su obra el desprecio de la carne. Mas, sí puede observarse, a través de estas citas como de tantas otras insertas en este trabajo, el odio y desprecio para la materia, en general, pues el tormento de José Antonio Ramos Sucre, al llevarlo a la evasión, le señalaba un rumbo no-material, el camino del espíritu tal como él lo concebía en su idealismo filosófico.

Ramos Sucre se declaró en rebeldía contra la vida material, contra el movimiento, signo molesto de la realidad, contra las causas exteriores de sensaciones violentas: la luz llegará a mí después de perder su fuego en la espesa trama de los árboles; en la distancia acabará el ruido antes que invada mi apaciguado recinto. Su hiperestesia era a manera de antena para los más leves signos del mundo exterior.

Colocado así en el camino del «espíritu puro», en lucha contra la materia, fue como realizó su obra.

En su poesía -¿cómo, si no, puede llamarse su obra?- esa lucha asume una forma precisa. A semejanza de Prometeo, empeñado en una lucha sobrehumana, se declara en guerra contra el tiempo y el espacio. Como los dioses inflexibles, la materia, de la cual tiempo y espacio son formas, le da su buitre devorador.

* * *

A partir de aquel doloroso lamento, ¿por qué no tiene la tez de las hermosas la tersura del lago, que escapa al raudo tiempo?, mil veces aparece la obsesión de evadir el tiempo. Y desde cuando en «El familiar», uno de los primeros poemas de La torre de timón, se acerca el poeta al mundo extraterrenal de los muertos, la obsesión paralela de saltar fuera del espacio se hace presente cada vez más.

Yo opondré al vario curso del tiempo la serenidad de la esfinge ante el mar de las arenas africanas anuncia el Contemplativo. El pasmo de la eternidad se revelaba en augusto silencio, comparable a la calma que rodea el concierto de los astros distantes. Con él crecía el misterio de aquella región indefinida, donde ningún contorno rompía la opaca vaguedad («El Retorno», La torre de timón).

Otras veces estaba perdido en un mundo inefable («La noche», Las formas del fuego), o bien en el cabo del mundo («El viaje de Himilcon», La torre de timón). Aparecen, de pronto, el valle del asombro o del éxtasis, imprecisos como en los cuentos infantiles. En «El sueño» el salto ha sido dado: Aquel paraje estaba fuera del universo y yo lo animaba con mi voz desesperada de confinado («El sueño», La torre de timón).

«El cruzado» dice Perdí la cuenta del tiempo y de su paso («El cruzado», La torre de timón).

En cambio, a veces, el contar el tiempo se hace un dolor más. Y lo eterno también se somete a medida. Oye en secreto los llamamientos de una voluntad omnímoda y presume el fin de su grandeza, el olvido en la cripta desnuda, salvo el tapiz de una araña abismada en el cómputo de la eternidad («Penitencia», El cielo de esmalte). Araña dolorosa e inflexible, verdugo de sí misma y reloj turbio de los otros, dolor del tiempo.

En detener un momento el curso de la vida, logrando un paisaje extático, se expresa en anhelo antimaterial. Como en el viejo romance del Conde Arnaldos, el cántico de «La armada» paralizaba el curso de la naturaleza y El sol permaneció, horas enteras asomado sobre la raya del horizonte. («La armada», Las formas del fuego). Hay otro poema donde el satélite se niega a visitar una región de desventurados, quienes, en el dolor de su ausencia, entréganse a morir.

He recordado su frase el tiempo es una invención de los relojeros. A más de coincidir con la afirmación cartesiana, el tiempo es una manera de pensar, tal frase adquiere ahora para mí, categoría de conjuro contra la obsesión. Con aquella su suave sonrisa de letrado irónico, él sentiría, sin duda, al pronunciarla, la ilusión de dominar el tiempo. Siempre he pensado en el sentimiento de dominio sobre el mundo, alcanzado por el hombre con el simple nombrar las cosas.

En suma, estuvo en continuo combate contra el tiempo y el espacio. Por eso, en ocasiones, gusta del mármol frío y duradero, imagen clásica de lo eterno: Un poder invisible me encaminaba a la presencia de unos sepulcros, a descubrir la serenidad y la esperanza en el semblante de unas imágenes de mármol («El alumno de Violante», El cielo de esmalte). La blanca piedra parecía resistir los embates del tiempo y su marea. No vera él cómo lo eterno es lo vivo. La esperanza, virtud hacia el futuro -diferente por ello de la fe y la caridad, en la trilogía [cristiana, las cuales son también pasado y presente-, la más futurista de las virtudes teologales, surge del rostro de mármol, de la piedra inerte. Mas, ni aun así escapa el hombre a su tormento. A través de «El hidalgo» brota la desconsolada confesión: Yo padezco sumergido en la sombra, la ceguedad de una estatua de mármol y su tristeza inmortal («El hidalgo», Las formas del fuego).

La «visión» es el camino de la evasión. Para entrar en el reino de la muerte avancé por el pórtico de bronce que interrumpía las murallas siniestras; es sólo una cita al azar entre mil posibles. Las sombras de Dante y de William Blake atraviesan por su obra. Yo frisaba apenas con la adolescencia y salía a mi voluntad de los límites del mundo real, leemos en la «Antífona» de El cielo de esmalte.

El adolescente se aventuraba en el mundo irreal de sus visiones. Un escrito muy significativo es aquel de La torre de timón titulado «El retorno». Luego de cruzar la puerta de la muerte y penetrar en el pasmo de la eternidad, en la vaguedad del más allá, una llamada detiene al fugitivo. Pero al sentir tras de mí el clamor de la vida, como el de una novia abandonada y amante, volví sobre mis pasos. Sería así, en el principio. Cada vez más, a lo largo de sus obras, fue haciéndose más plena la entrega del hombre a sus visiones, más torturante, en consecuencia, la lucha con la realidad, pues si tolerable sería tal cosa para quien puede tener la única ocupación de soñar no lo era para quien, como todos, había de vérselas con la vida. Del amor a las visiones llegó, por eso, a la sed de un sueño vacío. Yo me sumergía en un sueño libre de visiones y alcanzaba un olvido cabal («El alumno de Violante»).

En la lucha contra el tiempo y el espacio ha perdido el hombre. Pues la presea del triunfo era la muerte de su tormento y nunca llegó a alcanzarla. En vano clavó su ironía en el corazón del tiempo. En vano, a través de poemas innumerables, salió a su voluntad de los límites del mundo real. Llevaba siempre consigo su tormento y éste se espejaba en todas las cosas, reales e irreales, hacía vivir con tristeza al propio mármol. En vano visitaba el mundo de las visiones: éstas reproducían su dolor. Sólo un sueño libre de visiones, sólo el olvido solemne era ya esperanza. Esto nos dice su obra. Veamos cómo en ella se yerguen, se doblegan, se entrelazan, con mil rostros distintos, las formas del tormento.

Las formas del tormento y la frustrada evasión

¿Cómo salir fuera del tiempo y del espacio? ¿Con cuáles armas, con cuál fiero látigo, luchar contra el movimiento, signo molesto de la realidad, contra las hirientes sensaciones?

Paradójicamente, José Antonio Ramos Sucre echó mano de armas arrancadas al tiempo y al espacio, en el combate contra éstos.

Desde su adolescencia fue estudioso de la mitologia y de la historia.

En la casa del tío, en Carúpano, devoraba seguramente, junto con la Biblia, textos históricos. Cuando, en Caracas, se presentó a un concurso de oposición para cátedras de Historia de Venezuela y Universal, se retiraron -ya lo hemos dicho- quienes antes habían pensado participar. No hay jurado para él, dijeron algunos.

El solitario, en La torre de timón describe su soledad como único refugio acaso de los que parecen de otra época, desconcertados con el progreso. De otra época se sentía él. Golpeado por sí mismo, por el duro ambiente, miró hacia los tiempos idos. Era una forma de evadirse, una forma de olvidar, el pensar en aquellos tiempos, el reconstruir sus hombres y sus cosas. La Historia es para mí, para muchos, una forma de buscar las raíces del presente, de afirmar mejor los pies en la tierra y ver más claro hacia el futuro. Al hablar de la aristocracia de los humanistas, Ramos Suere señala cómo en aquellos la historia tenía mucho de divertimiento estético. En plan de artista buscó él, en la historia, una salida a su tormento.

El cincelador italiano trabaja con el arcabuz al lado... Se cree invulnerable y desahoga en aventuras y reyertas la índole soberbia mientras El caballero alemán posee nuevamente su alma seria y profunda. Descubre, en torno de sí y en el universo, los vestigios del mal originario y sin rescate. La primera cita corresponde a «El rebelde», donde se evoca el Renacimiento italiano; la segunda es de «La reforma». Mas, estos poemas de El cielo de esmalte no son casos aislados: Un prócer de la corte celeste, favorecido con el semblante y la sabiduría de un San Jerónimo, me esperaba a breve distancia en el barco del pasaje y lo dirigía con su voz. La aparición acaece en «El peregrino de la fe», el cual tiene acento cristiano, como «La conversión de San Pablo», por ejemplo, donde reconocí la aparición infausta que augura el trance supremo a los hombres de mi raza licenciosa y doliente y que les inspira el pensamiento invariable en las postrimerías que amenazan más allá de la muerte. («La conversión de Pablo», La torre de timón). En «El tótem», en cambio, el gamo unicorne, signo del feliz agüero, se dejó ver sobre la cima de un volcán extinguido. En este poema de El cielo de esmalte se habla de las sociedades primitivas: Nunca he visto igual solicitud por las criaturas simples de la naturaleza. Los niños demostraban un alma indulgente en su familiaridad con las cigarras y con las mariposas recogidas, durante la noche, en una jaula de mimbre... Muy posiblemente, tal afirmación, no está reñida con el rigor histórico.

En «Los elementos» (El cielo...) aparece el caso de un joven sacrificado por Ulises y los pescadores de «La ensenada» donde se había refugiado la inocencia del mundo primitivo tenían una noble historia: en sus brazos había muerto Homero («La ensenada», Las formas del fuego).

En «El mandarín» (Las formas...) yo había perdido la gracia del emperador de China. El Oriente es también escenario de «La sala de los muebles de Laca» (Las formas... ), «La fuentes del Nilo» (El cielo...) y «La sombra de la hija del Faraón» (Las formas...) son títulos explícitos.

Todos los tiempos, todos los climas, son recorridos por el poeta.

Grecia, Cartago («El real de los cartagineses», Las formas... ), el Renacimiento y la Reforma, la Antigüedad oriental, los pueblos primitivos, el siglo XVI (Yo estudiaba anatomía bajo la autoridad de Vesalio, «El cirujano», (El cielo...), o el siglo XIX (cuando habla, a propósito de Leopardi, de la tristeza sembrada por las guerras napoleónicas). Numerosas citas podrían hacerse en tal sentido. Basta, por lo demás, con hojear el índice de cualquiera de los libros de Ramos Sucre para comprobar nuestras afirmaciones. Éste no es ningún descubrimiento, a mi modo de ver, pues suficientemente visible es su inspiración en temas de otros tiempos. Observemos, sí, cómo esos tiempos y esos países son, en la inmensa mayoría de los casos, lejanos de la tierra y el tiempo del poeta. La historia fue para él escala de evasión. Se dio a evocar tiempo y países lejanos, para escapar a la tremenda realidad. ¿Alcanzó tal propósito? Sus poemas responden negativamente. En tiempos muy diversos, hombres muy diferentes llevan una vida de dolor, de crueldad y de miedo, de violencia y de tristeza, de soledad y de espanto. De la misma manera como el agua toma la forma de los recipientes, el tormento no desaparece: vivo siempre y oscuro en su correr como río crecido llena y desborda la copa de plata del Renacimiento, el vaso etrusco, el jarrón de porcelana china. Presenciamos absortos las innumerables, las increíbles y desesperantes formas del tormento, gritando a todos los vientos la verdad de la frustrada evasión.

* Texto extraído de Las piedras mágicas (1945) que sirve de prólogo a la Obra poética de José Antonio Ramos Sucre, Caracas, Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela, 1979, pp. 21-29.

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