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Cíclopes en un burdel peruano: la «Fábula de Polifemo» de Juan del Valle y Caviedes1

Rafael Bonilla Cerezo



A Joaquín Roses y Teodosio Fernández,
diversos en la verdad común de su agudeza.





Fue Ricardo Palma, el conocido autor de las Tradiciones peruanas, quien resucitó la figura de Juan del Valle y Caviedes (Porcuna, 1645-Lima, 1698). Entre noticias decididamente apócrifas, como subrayan Lohman, García-Abrines o Lorente, juzgaba que sus textos «escandalizarán oídos susceptibles, sublevarán estómagos delicados y no faltará quien lo califique de desvergonzado e inmoral»2. Trabajo de cronista en salsa verde, irónico por voluntad y «precisión», dibuja una biografía tan poco fiable como la leyenda que persigue al llamado «poeta de la Ribera»: «Caviedes no se contaminó con las extravagancias y el mal gusto de la época, en que no hubo alumno de Apolo que no pagase tributo al Gongorismo»3.

Cuán ligera fue la influencia, en qué medida y con qué difusas tonalidades, atrajo a Ernesto Morales, que lo define como «buril incisivo, vital y jugoso, callejero y animado; su lenguaje, excesivamente desenfadado por momentos, siempre es vivaz»4. Tampoco Menéndez Pelayo le iría a la zaga cuando decreta con rotundidad: «un sólo poeta peruano de fines del XVII logra, merced a lo humilde de su condición y al género en que principalmente hubo de ejercitar su travieso ingenio, librarse de la plaga del Gongorismo, pero no del conceptismo [...] y de la afición a retruécanos y juegos de palabras»5.

Durante décadas los críticos han difundido una imagen próxima al más feroz enemigo del cordobés: Quevedo. Pesadilla de médicos y veneno de enfermos, según nos confiesa Caviedes en Diente del Parnaso (1681), la lírica de este buhonero virreinal -otra patraña- epilogaba la del padre del Buscón6. Mariano Picón-Salas, repitiendo la engañifa sobre su oficio, señaló que «no gozaba del favor oficial, ni es personaje de la Corte, ni disfruta de título universitario; observa correr la vida no desde el áureo paraninfo o los estrados de las residencias nobles, sino junto al río, desde su tenducho enfermizo y sedentario. Es un Quevedo menor y mucho más lego, menos paralogizado, también, por los símbolos eruditos, cuyos versos prolongan en América la línea desenfadada de la picaresca»7. Emilio Carilla, juzgándolo un Quevedo colonial y chusco, se pronuncia en los mismos términos: «no encontramos en Caviedes señales directas de Góngora. Quizá sorprendemos en algunas de sus poesías metáforas e hipérbatos cultos, dentro de matices típicamente calderonianos»8.

Pronto se unieron a este mosaico voces tan autorizadas como las de Bellini, quien lamenta que, localmente, y como ingenio festivo, «lo ofuscase en el ámbito ibérico la fama de su adorado maestro»; García-Abrines, suscribiendo que «continuó el Barroco de Quevedo hacia lo churrigueresco»; Lasarte, a propósito de «Los efectos del protomedicato de don Francisco Bermejo»; y Jesús Sepúlveda, cuyas añoradas palabras iluminan este artículo9.

Sinceros homenajes que ocultan los préstamos gongorinos. Para Luis Alberto Sánchez, cuando se habla de Caviedes, el más ilustre y revolucionario poeta colonial, «no falta quien le divida y subdivida, como si una personalidad de hombre y de escritor debiera pagar la suerte de los artículos comestibles, sujetos a la dura, pero inestimable, ley del cuchillo del abacero o el ama de casa»10. Facazo hermenéutico que ha truncado la huella gongorina sobre un ingenio que acudió a un mito, la Fábula de Polifemo (1612), para revisarlo a partir de las claves que el propio don Luis y los poetas de Academia fundaron en sus epilios sobre el cíclope11.

Daniel R. Reedy ha mitigado esta segregación del Gongorismo:

As might be expected of poetry of the late seventeenth century in Spanish, Caviedes' works are most influenced by the Baroque. Notwithstanding, a close examination of the poems does show that Caviedes is not a completely baroque poet as one might consider the more baroque works of such writers as Góngora, Quevedo, Calderón or Sor Juana Inés de la Cruz. If Caviedes' works do show a similarity of influence of epoch style to any of the aforementioned, it is without a doubt to Quevedo's. Althought there are some examples of hyperbaton and other complexities of syntax in the poems, they are not common characteristics. [...] The question which arises, then, is what is baroque about Caviedes' works if they are not essentially gongorino or culterano? In one group of poems at least they are largely conceptista12.


El Polifemo de Caviedes (1681) no difiere respecto a su fragua argumental, es decir, Góngora (1612), dado que su poética es más quevedesca, de la posición que don Luis adoptó respecto a las Metamorfosis. Dámaso Alonso, cuando explica la gran obra del cordobés, celebra que en un texto se condensaran «lo sereno y lo atormentado; lo lumínico y lo lóbrego; la suavidad y lo áspero; [...] de tal modo que es, en sí mismo, como una abreviatura de toda la complejidad de aquel mundo y de lo que en él fermentaba. [...] Por esta causa es la joya más representativa del Barroco»13. Quiero detenerme en dos términos: condensación y fermento. Si Góngora reaccionó enseguida al estímulo del autor de Sulmona, la huella ovidiana será colada por un tamiz que imbrica sus lecturas latinas (Teócrito, Virgilio, Claudiano), renacentistas (Garcilaso, Castillejo, Ariosto, Stigliani), manieristas (Barahona, Espinosa) y barrocas (Marino, Carrillo, Lope)14. Dicho de otro modo: el influjo de las Metamorfosis ha oscurecido el de varios titanes que el andaluz tuvo en cuenta para calibrar su versión.

He sugerido en otro trabajo que solemos catalogar a Góngora como el broche perlado de la cadena de cíclopes que se vislumbra tras su nácar. La pregunta no es si imitó a Ovidio -que lo hizo- sino cómo valora la imitación compuesta, qué pasajes tomó de los clásicos, e incluso de las traducciones italianas y en romance castellano, de qué forma redactó un idilio ya muy gastado a finales del siglo XVI15. Parece como si Góngora hubiera velado otras fábulas con idéntico tema, nacidas, precisamente, como respuesta culta y paródica a su Polifemo. Sin embargo, Castillo Solórzano, Quirós, Miguel de Barrios y Caviedes sufren el anonimato de las bibliotecas. En el mejor de los casos se los vincula al tronco quevedesco, soslayando cualquier rastro del cordobés16.

Sería beneficioso que alguien examine el mito desde su origen, con el propósito de separar los zafiros, las esmeraldas y rubíes de algún canto rodado. Los epígonos cultos, según vengo observando, publican que Góngora fue otro jalón de esa cadena textual de la que hablaba Alonso, tan provechoso para el análisis como puedan ser los de Teócrito, Virgilio, Ovidio, Castillejo, Stigliani, Marino, Carrillo, Villamediana, Castillo, José Camerino, Suárez de Figueroa o Pedro Castro y Añaya17.

Los ecos del idilio de 1612 se proyectaron sobre numerosos poetas, dramaturgos y narradores18. Luego el modelo para las plumas del Barroco ya no será Ovidio sino Góngora. Con palabras más ajustadas: Ovidio destilado por Góngora. Según Emilio Orozco, «durante el siglo XVII, fruto del Renacimiento, la general supervivencia de formas y elementos se verifica como en lucha o contradicción, como un cuerpo que se sintiera animado por un alma ajena»19. Las fábulas mitológicas no podían sustraerse al canto del cíclope, que es tanto como decir su espíritu. Nunca he creído que el Polifemo gongorino «venga a la postre de la cadena», pues si contamos las relecturas alumbradas durante el Seiscientos -observando ese pequeño lapso de cien años- y el zurrón de gigantes que desfilan por los veinte siglos que median entre Homero y don Luis, el número será casi idéntico. Góngora revoluciona la escritura del mito porque no ha firmado un punto y final. Le siguió una larga estirpe de rivales, discípulos o simples bufones, entre los que brilla Juan del Valle y Caviedes20. No clausura la «cadena» porque las secuelas de su idilio se vieron contagiadas por otra joya gongorina, la Fábula de Píramo y Tisbe (1618), y los textos de un rosario de poetas académicos: Castillo (1624), Castro y Añaya (1632) o el mismo Barrios (1656).

Si Góngora ha elegido un fragmento de Ovidio, ya triturado por multitud de imitaciones, para desarrollar una obra individual, también ofrece un modo de leer la fábula antigua y un modo de rehacerla. En la misma medida, los epilios rubricados durante el Barroco, aun sin ser coetáneos, ni vecinos de geografía, se hallan en una posición comparable a la de Góngora cuando emulaba a Ovidio. Castillo, Bernardo de Quirós (1656) y el autor de Diente del Parnaso (1681) abordaron el Polifemo «a lo burlesco» pero también desde una óptica cercana, y paradójicamente distinta, del estímulo que Ovidio había despertado en el cordobés.

Por dos motivos: Góngora parte de un núcleo central -las Metamorfosis- que enriqueció con gotas de Virgilio, Stigliani, Marino o Ariosto, de igual modo que los barrocos se inspiraron en su poema para satirizarlo -imitándolo- con recursos que proceden de la Fábula de Píramo y Tisbe (1618). Sin embargo, Ovidio llegó hasta Góngora taraceado por mil setecientos años de cultivo gentílico, mientras que la lumbre del Polifemo era mucho más joven a los ojos -y a las plumas- de Castillo, Quirós o Miguel de Barrios. Con la singularidad de que la huella culta de Caviedes se fusiona con el tratamiento del mito que Homero propone en La Odisea, narrado, eso sí, con estilo quevedesco, conceptista y académico.

Juzgo apasionante que los poetas hayan estudiado el gran idilio del Barroco para reírse de él -mezclando burlas y veras- con otra dinastía de fábulas que participan de las Academias y heredan la técnica de la Tisbe y los manieristas. Los trabajos de Lara Garrido, Ball, Garrison, Terry, Lázaro Carreter, Pérez Lasheras o Waley refrendan que los mitógrafos no podían eludir una doble visión: el espesor de un tema serio -la Fábula de Polifemo- reflejado por una lente achicadora -«La ciudad de Babilonia»-21.

También Lara Garrido señalaba que a finales del XVI la burla conquista «su estética propia», pero el modelo de contraste establecido por Góngora en la Fábula de Píramo y Tisbe no va a ser cultivado después de él. La evolución burlesca se encamina hacia patrones menos complejos, fundamentados en «la repetición segmentada del mito en su estructura originaria, nunca en la modificación libre de la misma, y en la dispositio retórica unidireccional que [...] reitera una determinada fórmula desrealizada»22.

Pienso que la excepción que confirma su regla es el collar de versiones sobre el Polifemo, casi nunca segmentadas, especialmente las de Castillo Solórzano (1624), Francisco Bernardo de Quirós (1656) y, en menor medida, Juan del Valle y Caviedes (1681)23. Todas se definen por los contrastes del romance «La ciudad de Babilonia» (1618). Sin embargo, los temas y el argumento -mucho más en el autor del Trapaza- son deudores del esquema que Góngora consagra en 1612. Por tanto, esta «segunda cadena ciclópea» muestra que, si bien don Luis era la piedra de toque textual, tanto Quirós como el peruano mantuvieron cierta dependencia metafórica respecto a Quevedo y Castillo.

Caviedes mezcla la pincelada gongorina y la poética de Quevedo con un eslabón intermedio, la Fábula de Polifemo a la Academia, publicada por el vallisoletano en los Donaires del Parnaso (1624), para desarrollar una fusión mítica, según la versión ovidiana y, después, homérico-virgiliana. Fijada la hipótesis, resumo en el siguiente cuadro la estructura del romance «Gracias a Apolo, que llega» (1681). Pórtico a un comentario sobre la categoría del último Polifemo del siglo XVII:

FÁBULAVERSOS
1.- Marco académico-burlesco (Caviedes)1-12
2.- Prólogo a la descripción de Polifemo13-24
3.- Descripción del cíclope 
      3.1.- Cabellera25-28
      3.2.- Frente29-32
      3.3.- Ojo33-40
      3.4.- Nariz41-44
      3.5.- Boca, barba y pescuezo45-49
      3.6.- Hombros, brazos y manos49-52
      3.7.- Genitales57-60
4.- Los enamorados de Galatea: Polifemo / Acis61-92
5.- Primer canto de Polifemo93-144
6.- Descripción de Galatea 
      6.1.- Prólogo145-152
      6.2.- Prosopografía de la nereida 
           6.2.1.- Estatura y calzado153-156
           6.2.2.- Piernas157-160
           6.2.3.- Talle161-164
           6.2.4.- Genitales165-168
           6.2.5.- Fusión hermafrodita169-176
7.- Diálogo «teatralizado»: Galatea y Polifemo177-196
8.- El narrador presenta al coro de gigantas. Galatea amenazada197-236
9.- Diálogo airado entre Polifemo y Galatea237-245
10.- Cuartete de transición (el narrador)245-248
11.- «Canto» de Galatea249-280
12.- Intervención de la giganta alcahueta280-288
13.- Fin de la disputa. Los celos del cíclope289-308
14.- Carta de Polifemo a Galatea310-334
15.- Llanto exculpatorio de la nereida 335-357
16.- Carta preterida de Galatea y relación con Acis («fuera de campo»)358-369
17.- Polifemo recibe la carta y liquida a Acis 369-388
18.- Versión homérica de la Fábula de Polifemo y Galatea 
      18.1.- Prólogo389-392
      18.2.- La cueva del cíclope 393-404
      18.3.- Comida con los expedicionarios y borrachera405-432
      18.4 - Ulises ciega a Polifemo con la estaca433-453
      18.5.- Ulises huye bajo la pelliza de un carnero 454-473
      18.6.- Polifemo dialoga con otros cíclopes474-501
19.- Polifemo se retira a la corte502-509
20.- Polifemo canta unas quintillas -de ciego- como estrambote del romance y de sus amores510-524
21.- Marco académico-burlesco (Caviedes)1525-529

El comienzo del romance hereda el tono de las fábulas de Castillo Solórzano (1624) y Bernardo de Quirós (1656). Recordemos que las academias solían terminar en duelos literarios por el mero afán de transgredir. Cristóbal Suárez de Figueroa escribe en su Plaza universal de todas las ciencias (1615) que «en ellas nacieron de las censuras [...] y emulaciones no pocas voces y diferencias, pasando tan adelante las presunciones, arrogancias y arrojamientos, que por instantes no sólo ocasionaron menosprecios y demasías, sino también peligrosos enojos y pendencias»24. Anne J. Cruz ha perfilado que «cuando comenzaron a circular el Polifemo y la Primera Soledad, estos cenáculos se convirtieron en foros donde se discute el valor de la poesía culterana, [...] en parte por no ceñirse a los géneros académicos»25:


Gracias a Apolo, que llega
la hora de hablar un rato
de Polifemo, que en esto
va todo muy a lo largo.
Invoco al dios de poetas
como al primer boticario,
porque con su ayuda pueda
burlarme aquí sin empacho.
Señor Sol, Febo y Apolo,
no me dé ripio a la mano
con sus nombres, que esto es
de ingenios de cal y canto.

(Caviedes, 1681, 1-12)                



Estas que me dictó rimas burlescas
jocosa, si no culta, musa mía
-¡oh calurosa entre academias frescas!-
pues que páramo sois al mediodía,
ya en salas más holgadas que tudescas
calzas, o en anchurosa estancia fría,
dedico a vuestro cónclave discreto,
si aplauso merecieron sin aprieto.


   A ti, soberano Apolo,
sacra lámpara del mundo,
luciente velón por tantos
mecheros ardientes tuyos;
a ti te pido favor,
de lo presto y de lo mucho,
por cumplir con la Academia
que me señaló este asunto
   que es: bosquejar un jayán
que hizo Góngora incostructo,
aplaudido muy de pocos
y entendido muy de nullos.
   También a las nueve hermanas,
para que yo escriba al uso,
sobre una les pido prenda
del cristal heliconudo.
   Aunque las Musas, por hembras
por Jesucristo que dudo
que quieran favorecerme
si saben que estoy sin numos.
   Pero fiado en mi vena
y en el de Helicona zumo,
saco en el nombre de Apolo
versos de mis cascos lucios.

(Quirós, 1656, 1-24)                



Así el planeta robador de Clicie,
genitor del diamante y del topacio,
que dora la mundana superficie
en cuanto ocupa el zafirino espacio,
concepto de su cholla desperdicie
al poeta de ingenio más reacio,
para reparación del menosprecio,
que atentos me escuchéis, pues canto recio.

(Castillo Solórzano, 1624, 1-16)                


Cuando cotejamos los poemas de 1624 y 1656, respecto al de 1681, destaca inmediatamente la puesta en escena («hablar un rato») (1681, 2). Son recitados por autores cultos -versificadores diría Carrillo- ante un público muy selecto26. Frente a Góngora, cuya dedicatoria copió Castillo, burlándose del auditorio noble y del mecenas («Estas que me dictó rimas burlescas»), los tres coinciden en la figura de Apolo como receptor de sus apóstrofes: «Gracias a Apolo que llega» (1681, 1), «Así el planeta robador de Clicie» (1624, 9), «A ti soberano Apolo» (1656, l)27. Nótese que Castillo propone una descripción del Sol no muy distinta de la retórica de las Soledades (1613-1614): el «planeta robador de Clicie», es decir, Apolo, captura a Clicie, metamorfoseada en heliotropo. Según los mitógrafos, Clicie, convertida en girasol, se movía cada mañana en torno a Apolo, despechada por los amores entre Leucotoe y el dios de la poesía. La aposición («genitor del diamante y del topacio») (1624, 10) subraya la extrañeza del cultismo («genitor»), en tanto que Castillo le atribuye el origen de dos piedras preciosas -diamante y topacio- caracterizadas por su pureza, en el primer caso, y por la tonalidad ambarina, similar a la del propio Sol, en el segundo. Además, la descripción gemológica acentúa su función como iluminador del cielo («zafirino espacio») (1624, 12) y de los poetas28.

Mientras el vallisoletano utiliza una perífrasis («robador de Clicie») (1624, 9), Quirós transcribe simplemente el antropónimo («A ti soberano Apolo») (1656, 1). Desarrolla una aposición que poco tiene que ver con la octava del autor de los Donaires: «sacra lámpara del mundo, / luciente velón por tantos / mecheros ardientes tuyos» (1656, 3-5). Rebaja de esta forma el símil 'sol-topacio' hasta la cotidianidad de objetos como la «lámpara» y el «velón». Tampoco el escenario de la Academia le conmueve, ansioso, como está, por ironizar la fuente gongorina: «aplaudido de muy pocos / y entendido muy de nullos» (1656, 11-12).

Caviedes prescinde del recinto académico, si bien su burla («la hora de hablar un ralo / de Polifemo, que en esto / va todo muy a lo largo») (1681, 3-5) implica una dilogía: el romance será extenso porque el cíclope goza de un tamaño monstruoso, pero, sobre todo, porque el narrador conoce la tradición mítica («muy a lo largo») de Homero a Góngora. El adjetivo «largo» también apunta al verbo «largar», habitual en la germanía para referirse a los hampones, chivatos y murmuradores que desfilan por Diente del Parnaso29.

A diferencia de Quirós, Caviedes suprime las Musas «interesadas» (1656, 17- 19), copartícipes en la inspiración, reparando en la figura de un «dios de poetas» y «primer boticario / porque con su ayuda pueda / burlarme aquí sin empacho» (1681, 5-8)30. Una metáfora, esta vez del campo de la farmacopea («boticario»), rebajada por meiosis («burlarme sin empacho»), tal como acostumbra a usar Castillo en los Donaires (1624): «Porque en la isla de Delfos / se vio de Apolo un pantuflo» (fol. 44); «Oh claro mosén Rubin / tabernero de Aganipe, / con cuyo licor sabroso / nos estas haciendo brindis» («Descripción de la ciudad de Cuenca») (fol. 78)31. La imagen del «boticario» y la «ayuda» confirma el tono paródico de la fábula, a la zaga de las otras dos: «jocosa, si no culta musa mía» (1624, 2); «Dictome frases Talía, / jocosas y de buen gusto» (1656, 51-52).

La primera broma apenas se hace esperar: el apóstrofe trimembre («Señor Sol, Febo y Apolo») (1681, 9) deroga los antropónimos cultos y los «ripios» (1681,10), es decir, los tópicos gastados, aunque, por dilogía, hay que considerar que «ripios» son también los cascajos o fragmentos de ladrillo. Esta doble lectura, junto a los «ingenios de cal y canto» (1681, 12), rematan el chiste sobre la construcción del texto.

Detengámonos en la prosopografía de Polifemo; tres cuartetes donde Caviedes se transforma en narrador, cronista y locutor satírico:


Érase el tal gigantón,
jayán tan desmesurado,
que no ha habido en las mentiras
ninguna de su tamaño.
Medíase con el cielo
o poquito más abajo,
mil leguas porque no digan
que yo le quito ni añado.
Copiarlo en embrión pretendo
porque no hay para pintarlo
de todo punto, pincel,
lienzo, colores ni espacio.


(1681, 13-24)32                


Junto al cómico aumentativo («gigantón»), que figura en Castillo («No contento con esto, el gigantazo») (1624, 493) y Quirós («De aquel socarrón gigante») (1656, 25), o la hipérbole sobre su tamaño («jayán tan desmesurado»; «medíase con el cielo / o poquito más abajo») (1681, 17-18), llama la atención el gusto por negar lo dicho en el verso inmediatamente anterior, como en los cuentos folklóricos («Érase»; «porque no digan que / yo le quito o añado») (1681, 19-20)33. Caviedes se metamorfosea en locutor satírico que instaura una doble vía expresiva con dos modalidades: el discurso directo de cualidad dramática, dirigido a un receptor intratextual, como si estuviera presente, y la estrategia narrativa por la que se revela que todo lo dicho era ficticio, intuyendo la reacción de su destinatario: el lector extratextual34.

Es una constante de las fábulas burlescas que la voz poética se escinda en dos: una de ellas va narrando el mito que sirve de argumento al poema y la otra introduce una serie de comentarios jocosos destinados a presentar con el suficiente alejamiento la materia que ofrece al auditorio. Simultáneamente a la condición de «recitador», muestra su habilidad como caricato («copiarlo en embrión quiero»), ya que el desmesurado tamaño de Polifemo le impide reflejarlo tal cual («no hay pincel, lienzo, colores ni espacio») (1681, 22-24); entendiendo por caricatura la media aritmética de un dibujo impresionista. Esta noción había sido adelantada en las versiones de Castillo Solórzano («Disponte, musa mía, aquí, disponte / con conceptos gigantes, de manera / que sus facciones giganteas pinte, / ¡quiera Apolo que salgan de buen tinte!») (1624, 37-40) y Quirós: «Bosquejarla quiero al olio, / que no soy poeta burdo, / que también en lira seria / sé yo echar mi contrapunto» (1656, 77-80).

El retrato dedica un cuartete a cada una de las partes del rostro: pelo, frente, nariz, boca, hombros, cintura y genitales, exceptuando, claro está, el ojo, descrito en dos estrofas que merecen comentario:


Cáñamo sería el pelo
donde los mechones lacios
eran cordeles torcidos
para ser ondas, trenzados.
Por la vega de la frente
pasaré sin dilatarlo,
pues ya he llegado a un ojo
donde es preciso el reparo.


(1681, 25-32)                


El pelo es crespo por su material («cáñamo») y liso («lacio») cuando Polifemo lo recoge en trenzas («cordeles torcidos»). Seductora imagen la de este cíclope «rasta» que prescinde de la octava donde Góngora cantaba su descuido: «Negro el cabello, imitador undoso / de las obscuras aguas del Leteo, / al viento que lo peina proceloso / vuela sin orden, pende sin aseo» (1612, 57-60)35. El «cáñamo» y las maromas (trenzas), unidos a las «ondas» («para ser ondas, trenzados») (1681, 28), crean una isotopía acuático-capilar que se prolonga en la siguiente pincelada, donde la frente, con toda coherencia, se transforma en «vega»; es decir, en ribera de un 'curso' detenido bajo el ojo, «donde es preciso el reparo» (1681, 32). Lógicamente la metáfora se refiere al monóculo del monstruo pero también, por desdoblamiento figurativo, a la ojiva de un puente. Preciso los detalles de esta mirada para fijar la herencia quevedesca y las similitudes con Castillo:


Ojo de puente ha de ser,
visto está, pues para un casco
tan disforme y para sólo,
otro menor es cegarlo.
Tenía por niña de él
una vieja de cien años,
que la puericia en la vista
es para ojos ordinarios.

(1681, 33-40)                



Era aqueste bisarma o espantajo
hijo del dios del húmido tridente,
descomunal de la cintura abajo
y desde la cintura hasta la frente;
en ella, con peones y a destajo,
puso naturaleza, diligente,
un ojo a quien corona corva ceja
cuya niña no es niña sino vieja.


Este que, opuesto al gran farol del cielo,
el grande espacio de la frente enseña,
dicen que le ha servido de modelo
al que tiene la puente alcantareña.
Negras pestañas de cerdoso pelo
la facción le circundan no pequeña;
tal afirmó ser negro, tal ser zarco,
al fin, de negros pelos tiene el marco.

(1624, 41-56)                


En ambos casos el ojo se identifica con un referente pétreo -la ojiva de un arco (1681), la puente alcantareña (1624)-, si bien la fábula del peruano advierte que su tamaño casi llega a «cegar» el «punto» de la cimbra; o sea, el cráneo («casco») del cíclope. Dicho «casco», ya muy grotesco, se perfila como «disforme» (v. 35), adjetivo que empleaba Castillo para describir el albogue de Polifemo: «el instrumento tan recién labrado / con la disformidad de su sonido» (1624, 98-99). Por otra parte, la «niña», esto es, la pupila, asimilada en ambos poemas con una «vieja» (1624, 48) (1681, 36), recibe los clasemas de 'juventud' y 'vejez'. La vista de los gigantes hace mucho tiempo que no disfruta de frescura. Parece «vieja», simbolizando tanto la edad del cíclope cuanto la solera del mito ovidiano y los setenta años transcurridos desde que Góngora escribiera el suyo (1612 →1681). No descarto otro chiste sobre ciertas metáforas cultas y los autores que se engarzan en el collar de Polifemo, «avejentado» entre 1624 y 1681. Destaca el concepto «puericia» (1681, 39), como 'infección' de la juventud, y la dilogía acerca de los «ojos ordinarios» (1681,40), vulgares y poco «conceptuosos». Sin olvidar que el sustantivo «ojo» también posee lecturas excrementicias36.

Repasemos la nariz, la boca, los hombros, el cinto y los genitales:


La nariz era disforme,
pues además de a lo largo
eran las ventanas, puertas
y el caballete, caballo.
Era la boca una grieta;
los dientes eran peñascos;
la barba era de ballena
y el pescuezo un campanario.
Por hombros tenía las
peñas de Francia y de Martos;
los brazos eran de mar,
siendo dos remos las manos.
Un cable de capitana
con dos anclas en los cabos
ceñía por cinto, y
la abrochaba reventando.
Las demás partes del cuerpo
denotaban que su garbo,
de puro bien repartido
pasaba a desperdiciado.


(1681, 41-60)                


Caviedes construye su prosopografía a partir de los trazos en posición versal, designados por nombres concretos -el pelo (1681, 25), la frente (1681, 29)-. Pero desde el octavo cuartete (1681, 30) acentúa la caricatura. Así, tras la mención del ojo (1681, 33), tanto la nariz (1681, 41) como la boca (1681, 45), los hombros (1681, 49) y la cintura (1681, 53) ocupan el inicio del verso. Este retrato se asienta en paralelismos y anáforas que, con frecuencia, complementan al verbo copulativo «ser» (1681, 25, 27, 33, 40-41, 43, 45-47), calcando el soneto de Quevedo «Erase un hombre a una nariz pegado». Graduación de imágenes original, casi surrealista, como veremos enseguida, que no carece de las burlas de segundo grado que el autor del Buscón otorga a su invectiva contra Góngora: «sayón y escriba», por la saya; el chiste sobre los verdugos de Cristo y la ley hebraica; el «peje espada mal barbado», etc.37

Nótese que Caviedes repite el adjetivo «disforme» (1681,41), ya abocetado en el «casco» de Polifemo (1681, 35). Esta recurrencia no es tan habitual en Quevedo pero la semejanza hiperbólica de las fosas nasales con un término de la construcción («eran las ventanas puertas») (1681, 43) y el políptoton «caballete-caballo» (1681, 44) son típicos del madrileño. Además, el sufijo «-ete», en relación con el tabique, provoca un cambio semántico en el perfil de Polifemo, animalizado como «caballo»38.

La boca se basa en nociones montañosas («era la boca una grieta; / los dientes eran peñascos») (1681, 45-46), casi volcánicas, no muy lejanas, aunque a lo burlesco, del modelo gongorino: Polifemo vivía en el Etna, donde «una alta roca / mordaza es a una gruta, de su boca» (1612, 31-32). Además, el sustantivo «peñasco» aparece justo en el broche del mito: «[...] y el peñasco duro, / la sangre que exprimió cristal fue puro» (1612, 495-496). El romance de Caviedes se vuelve ahora inquieto -casi a vuela pluma-, pues consagra cada estrofa a un par de zonas corporales, duplicando el tono caricaturesco. Este nerviosismo no impide que la «orografía» de la boca venga seguida por una metáfora que recupera el léxico marino, subrayando otra animalización: «la barba era de ballena» (1681, 47). Y finalmente por otra imagen de la arquitectura (1681, 48) para culminar la meiosis del cuello («pescuezo») y la reificación quevedesca («campanario»)39.

Recordemos que la alternancia de alusiones oceánico-montuosas despuntaba en las «ondas» del pelo y en la «vega» de la frente (1681, 28-29), adueñándose también de los miembros: la anchura de sus hombros es comparada con la distancia entre la «Peña de Francia» (Extremadura) y la de «Martos» (Jaén) (1681, 50). Un guiño local del poeta nacido en Porcuna. Es cómica la licencia del v. 49: el encabalgamiento sirremático («Por hombros tenía las / peñas») amplía en la sintaxis la longitud de la espalda del cíclope. No olvidemos, empero, que este tipo de metáforas degradan el prototipo gongorino: «Un monte era de miembros eminente / este (que, de Neptuno hijo fiero, / de un ojo ilustra el orbe de su frente») (1612, 49-51); «Polifemo te llama, no te escondas, / que tanto esposo admira la ribera / cual otro no vio Febo, más robusto, / del perezoso Volga al Indo adusto» (1612, LI, 406-409).

Los brazos, en virtud de la correlación acuática, son «de mar» (1681, 51), unos estuarios que bifurcan el cauce principal; o sea, el torso de Polifemo. Pero Caviedes alude al modismo «estar hecho un brazo de mar» ('orgulloso', 'altivo'). Esta imagen coincide con otra que Castillo había incluido en el epílogo de su fábula, durante la metamorfosis de Acis y Galatea: «Deshace de la peña un gran ribazo / que hizo al mar resistencia en su orilla, / y el brazo, que es trabuco, si el balazo, / al pobre amante convirtió en tortilla» (1624, 489-492).

Las manos, por analogía con los brazos, serán «dos remos» (1681, 52), transformando al cíclope en navío. De ahí que su cinturón tenga «dos anclas en los cabos» (1681, 54-56). Mayor interés posee la descripción de los genitales, las piernas y los pies. Cuando parecía que Caviedes iba a omitirlos («las demás parte del cuerpo / denotaban que su garbo, / de puro bien repartido / pasaba a desperdiciado») (1681, 57-60), canta su grandeza, insólita, y, fruto de sus dimensiones, «desperdiciada». Un verdadero prodigio natural que da lugar a otro chiste: si la pupila era una «vieja de cien años», en iguales condiciones deben hallarse sus vergüenzas. Esta metáfora nos concierne por su vecindad con otra de Castillo y, sobre todo, porque la falsa preterición sexual y el tamaño de las extremidades armonizan con la técnica de varios poemas de Góngora.

Así, el vallisoletano incluía la siguiente hipérbole: «Era aqueste, bisarma o espantajo, / hijo del Dios del húmido tridente, / descomunal de la cintura abajo / y desde la cintura hasta la frente» (1624, 41-44). Podríamos pensar que su octava resulta más explícita que el romance de Caviedes. Entre otros motivos porque el peruano, cuando dice callar «las demás partes del cuerpo» (1681, 57), adopta un recurso que don Luis acuñó en «La ciudad de Babilonia» (1618). Durante la descriptio puellae de La Tisbe leemos: «el etcétera es de mármol, / cuyos relieves ocultos / ultraje mórbido hicieran / a los divinos desnudos» (1618, 73-76). Jocosa elipsis que Bernardo de Quirós repetía en «A ti, soberano Apolo»: «Del etcétera del cuerpo / no digo nada y presumo / que sería lo más bello / pues estaba más oculto» (1656, 125-129)40.

Ultimado el retrato de Polifemo, Caviedes canta sus amores míticos, con la novedad de que el idilio será ab ovo, desde la infancia, separándose tanto de la tradición homérico-virgiliana como de la ovidiana y, más próxima al peruano, de la gongorina. Su romance se define por un triángulo casi colegial que redefine la historia: Galatea, además de nereida, es una giganta seducida por el pequeño Acis: «Desde que era muy chiquito / fue muy grande enamorado / de Galatea, giganta / que moría por enanos» (1681, 61-64). La dilogía sobre el tamaño de los personajes, su edad y la «gravedad» de las pasiones nos brinda otro hallazgo: el cortejo del cíclope y la hija de Doris, frente a los narrados por Ovidio y Góngora, es muy «decoroso» en lo que a la estatura y el linaje se refiere -Polifemo y Galatea son enormes-; no así en lo que atañe a sus bellezas. De hecho, distanciándose otra vez de Góngora, será la ninfa-giganta quien rompa el decoro natural del romance, y no el cíclope, cuando se encapricha de Acis.

La fábula de Caviedes suprime cualquier referencia al bucolismo de Teócrito, Virgilio, Ovidio, Carrillo o el propio Góngora. Así, el monstruo zahiere la condición rústica de Acis («pastorcillo humilde»; «¿qué has visto en un pastorcillo»?) (1681, 65 y 123). Pero la joven, conviene adelantarlo, en una nota salaz, más allá de ser diosa, e incluso giganta, se define como prostituta. Durante todo el idilio Polifemo le critica que encienda a dos «amartelados»: 1) Acis, el «sisero» (1681, 75), es decir, el comisionado para la recaudación de las sisas; o, por dilogía, el ladrón gratuito que saborea los placeres de la ninfa; y 2) el monstruo «obligado» (1681, 76), o sea, el distribuidor de género alimenticio, urbano o sanitario, pero también, según otra lectura, el individuo que tiene que pagar por sus favores.

Entre agudezas y retruécanos, iluminando el papel de ambos galanes («Acis era el de su gusto / y Polifemo, el del gasto») (1681, 77-78) a partir de conceptos jurídico-financieros y, en definitiva, burdelescos («razón de estado», «gasto», «amor vendido», «amor comprado», «mirarse tributario»), el cíclope, como en el poema gongorino, se apresta a entonar su canto. Un soliloquio introspectivo, colérico, que lo define como «celoso». Sin embargo, desviándose del modelo, no lo dirige a Galatea para seducirla, pues se trata de un amor ya consumado y perdido, sino para vengarse:


A solas consigo mismo
premeditaba en su agravio
que al jayán se le alcanzaba
todo porque era tan largo.
En sus celosos discursos
estaba dando y cavando
y entre sus celosas quejas
así decía rabiando:
¿Que compre un hombre una polla
y la coma solitario,
y que una mujer no pueda
cenarla sin convidados?
Las ninfas, como la miel
en poder de los muchachos,
son relamidas y dulces
que están al gusto inquietando.
Yo he de perder el juicio
con este amor o este emplasto.
¡Válgate el diablo por Acis
lo que me das de cuidados!
Trocárame yo por él
aunque fuera un jayán bajo,
que en amor lo que se hurta
sabe más que lo comprado.
¿Hay gusto que se le iguale
a un gusto con sobresalto
de una mano por detrás
de pobre que paga el pato?
¿Gorras conmigo? ¡Al infierno!
Ni pido ni doy barato;
¡Cuerpo de Apolo, con todo,
quien quisiere amor, pagarlo!


(1681, 89-120)                


Es llamativa la correlación del adjetivo «celoso» y sus alomorfos («celosos discursos»; «celosas quejas») (1681, 93-95), resaltando tanto la función de la daifa como la de Polifemo, el consentidor que paga por sus prendas. Desde una perspectiva seria, el idilio de Góngora también ha sido leído como fábula de amor y celos, aunque este sustantivo no figure en el texto: «the Fábula is not a celebration of love, but rather a representation of love's destruction by jealousy. Góngora found in jealousy a representation of sublime experience, anticipating one of the dominant topics of eighteenth -and nineteenth- century aesthetics, and this sublime power of jealousy, the destroyer of love, is the true focus of the poem»41.

El canto del cíclope desarrolla una serie de interrogaciones retóricas y juegos de palabras. Polifemo se pregunta por qué los hombres «pueden comer una polla en solitario» y las mujeres no logran «cenarla sin convidados» (1681, 98-100). Chiste donde la evolución horaria, de la comida a la cena, no exenta de erotismo, finaliza con un lamento: el monstruo podría saborear una «polla» en soledad, o sea, una gallineta; y por dilogía, disfrutar sexualmente con una joven42. Pero las mujeres, más aún si son profesionales, no cenan ni duermen sin «convidar» a algún mancebo. Tengamos en cuenta dos datos: Polifemo, según la literatura de burdel (Terencio, las Giornate de Aretino), pasa por caja para satisfacer sus deseos mientras que Acis recibe el mismo premio gratuitamente («gasto-gusto»). Ahora bien, el pastorcillo es también un «convidado» en el romance. Un zagal que, a diferencia de los pintados por Ovidio, Carrillo o Góngora, no brinda regalos a Galatea. Además, resulta liquidado en solitario -la ninfa huye- por el farallón del cíclope. Apenas sabemos nada de su vida, con excepción de los triunfos carnales y de su condición bucólica.

Caviedes amplía la disemia sobre la gastronomía («polla») y la lascivia cuando nos dice que la nereida se asemeja a «la miel en poder de los muchachos» (1681, 101- 102), precisamente una de las finezas que el Acis gongorino ofrecía a su dama (1612, 201-208). Fijémonos en la adjetivación, porque Galatea, «relamida» y «dulce» (1681, 103), será altiva, orgullosa, pero, por medio de un calambur, también una cortesana «re-lamida»; es decir, gustada y vuelta a gustar por sus clientes. Castillo lo expresa con un guiño parecido en dos estancias de su fábula: 1) «De esta que pinto maravilla efesia / cesa la descripción por la basquiña, / -que de ocultis no juzgo ni en la iglesia- / y era muy recatada aquesta niña» (1624, 145-149); 2) «No pretendo deciros cuán urbana / el sueño le guardaba al no dormido, / ni que en un pie se estuvo, algo liviana, / la que de cascos siempre lo había sido» (1624, 337-340)43.

La pasión amorosa sirve al cíclope como enfermedad y también como lenitivo: «Yo he de perder el juicio / con este amor o este emplasto» (1681, 105). Incluso estaría dispuesto a trocarse por Acis, sacrificando su estatura y hasta la posición social («un jayán bajo») (1681, 110). Porque acudiendo de nuevo al mundo de la germanía -Acis era un sisero-, «en amor lo que se hurta / sabe más que lo comprado» (1681, 111-112). Pronto una tormenta de celos nubla el raciocinio del monstruo que tacha al pastorcillo de «gorrón» («¿Gorras conmigo? ¡Al infierno!») (1681, 117) y piensa que el único amor lícito es, curiosamente, el lupanario («quien quisiere amor, pagarlo») (1620, 120)44. He aquí el cambio de tono respecto al mito de Góngora, siempre bucólico, a lo sumo órfico, sustituido ahora por un telón goliardesco, lascivo y urbano, donde todo se rige por leyes monetarias. Escenario, pues, que define a Polifemo como galán, rico vendedor y «obligado» pero nunca como un «rústico» -dicho papel corresponde a Acis- que da sus «gemidos al viento» (1612, 379).

Detengámonos en la segunda parte, pues Caviedes suma varias huellas cultas a la comicidad:


Ingrata enemiga mía,
causadora de estos daños,
¿qué has visto en un pastorcillo
como del codo a la mano?
¿No soy más hermoso que él,
pues mi rostro, por ser alto,
en un lado tiene el sol
y la luna en otro lado?
Ya no seré Polifemo,
el que escribe con la mano
su nombre en el cielo, si
ya lo escribo con los ganchos.
A la luna me parezco
porque de un modo encornamos,
que un agravio manifiesto
también tiene cuernos claros.
¿Qué dirá la ley del duelo
de los gigantes honrados?
Mueran, Galatea y Acis,
la carne, el mundo y el diablo.
Ésta es ya resolución,
por los dioses soberanos.
¡Cuernos fuera!, dijo, y
tiró el sombrero por alto.


(1681, 121-144)                


Galatea será la «ingrata enemiga» del cíclope, como en el poema gongorino: «inducir a pisar la bella ingrata, / en carro de cristal, campos de plata» (1612, 119-120); «La ninfa, pues, la sonorosa plata / bullir sintió del arroyuelo apenas, / cuando, a los verdes márgenes ingrata, / seguir se hizo de sus azucenas» (1612, 217-220). Veamos también el contrafactum de Castillo: «Apenas entre círculos de plata / la bella dama amante a Glauco escucha, / cuando sus tiernas quejas huye ingrata» (1624, 169-171). Polifemo, burlándose del tamaño de Acis («como del codo a la mano») (1681, 124), da rienda suelta a su catálogo de virtudes: en primer lugar, celebra su belleza y altura, pormenor que consta ya en los Idilios de Teócrito -Los bucoliastas (IV) y El cíclope (XI)- y, sobre todo, en la Eneida de Virgilio (III, 588-691), que reprodujo buena parte de la sub-trama homérica45. Góngora, en cambio, nunca ensalza la belleza del cíclope. Polifemo, durante el canto (1612, 361-464), se ufana de la naturaleza pastoril y de la opulencia de sus rebaños (1612, 385-388), elididos por Caviedes, de la pleitesía natural de abejas y troncos (1612, 393-400), de su linaje colosal, herencia de Neptuno (1612, 401-404), de su tremenda estatura (1612, 409-416), del volumen de su ojo (1612, 419-424) y de las cuernas de venado y jabalí (1612, 425-432) que decoran su caverna junto a los perfumes de Sabeo, el arco del rey Malaco y las riquezas de Cambaya (1612, 441-464).

En principio, la distancia y la minutio del texto paródico resulta notable, si no fuera por una agudeza que reformula la octava LIII del cordobés: «Marítimo alción roca eminente / sobre sus huevos coronaba, el día / que espejo de zafiro fue luciente / la playa azul de la persona mía: / míreme, y lucir vi un sol en mi frente, / cuando en el cielo un ojo se veía; / neutra el agua dudaba a cuál fe preste, / o al cielo humano o al cíclope celeste» (1612, 417-424). Como sabemos, Góngora establece el paralelismo entre el sol y el único ojo del cíclope al comienzo de la fábula (1612, 51-52) pero sólo ahora logra la plena identificación por medio del trueque de los términos reales por los metafóricos.

Según Micó, «el alarde poético adquiere todo su valor gracias a la pertinencia conceptual de la acción del reflejo y a la dubitatio asignada al agua en el pareado: «son dos objetos de la realidad que van a funcionar cada uno de ellos como imagen del otro» (Alonso, con espléndido comentario). Polifemo ve un sol en su frente y un ojo en el cielo; el agua que le sirve de espejo indecisa (neutra), no sabe a quien dar fe. [...] Es notoria la influencia del Polifemo de Stigliani, en cuya octava LVI aparece la identidad ojo = sol y la equiparación del cíclope con el cielo: «ei Polifemo grande / io picciol cielo»46.

Caviedes suprime la confusión de identidades y la diaporesis de Góngora pero desarrolla una imagen -en segundo grado- que sirve de lanzadera para otra burla: «mi rostro, por ser alto, / en un lado tiene el sol / y la luna al otro lado» (1681, 126- 128). El volumen de Polifemo, cuyo ojo era un «punto» menor que el «casco» (1681, 35-36), llega hasta el cielo, declarándolo dios único y trino. Con el sol a un lado y la luna al otro, virtualmente, 'eclipsa' la naturaleza, modificando a su antojo el día y la noche. Pienso que el canto de 1612 condicionó esta parodia, pues el peruano se mofa de una cita gongorina: «Ya no seré Polifemo / el que escribe con la mano / su nombre en el cielo, si / ya lo escribo con los ganchos» (1681, 129-132). Góngora lo había metaforizado de este modo: «¿Qué mucho, si de nubes se corona / por igualarme la montaña en vano, / y en los cielos de esta roca puedo / escribir mis desdichas con el dedo?» (1612, 413-416). Luego Caviedes, en virtud de la dupla astrológica (sol-luna), remeda la «caligrafía estelar» del modelo. Pero su gigante ya no escribe con la mano sino con dos «ganchos» (1681, 132). Este sustantivo se refiere al cayado de los pastores aunque, reutilizando el símbolo de la luna, también connota los cuernos de Polifemo: «A la luna me parezco / porque de un modo encornamos, / que un agravio manifiesto / también tiene cuernos claros» (1681, 133-136).

Junto a los «cuernos», que en puridad no son tales, pues el cíclope siempre ha pagado por Galatea, destaca la tendencia de Caviedes a omitir el tapiz eglógico de Ovidio y Góngora, difuminando lo pastoril para subrayar el universo prostibulario47. Con todo, es sugestivo que el chiste del monstruo cornudo también figure en otras parodias barrocas, como la de Quirós (1656). Lo he llamado «segundo collar de Polifemo»:


De aquel socarrón gigante,
de aquel gigante cervuno
que unos llaman Polifemo
y cíclope llama el culto;
de aquel que tenía un ojo
tan grande que dentro cupo
por niña el rollo famoso
que en Écija admiran muchos;


(Quirós, 1656, 25-32)                


El humor no se frena en las cornamentas. Polifemo, confundido por los celos, no orquesta la manera de seducir a Galatea, como los precursores latinos, renacentistas o manieristas -Teócrito, Ovidio, Castillejo, Stigliani, Lope, Carrillo-, sino su venganza. De ahí la pregunta forense: «¿Qué dirá la ley del duelo / de los gigantes honrados?» (1681, 137-138). El fallo del cíclope es homicida, resueltamente ilegal: Acis y Galatea simbolizan la cuarta tentación del alma («la carne, el mundo y el diablo») (1681, 140). No sorprende que el canto termine con un juramento a los dioses, entre cómicas exclamaciones: «¡Cuernos fuera!» (1681, 143). Ahora bien, una nota singulariza a este Polifemo de fin de siglo: el monstruo luce sombrero, un tocado que lo separa de la zamarra del cordobés (1612, 65-72) y lo asocia con una sociedad galante, virreinal, moderna, bien distinta de la Arcadia siciliana48.

Galatea toma varios rasgos de la ninfa gongorina y de otros géneros barrocos:


Entró en esto Galatea,
que le venía buscando,
más hermosa y más florida
que un año entero de mayos. [...]
Tres varas como tres puntos
con una larga de un palmo,
calzaba la ninfa, siendo
los ponlevíes, dos zancos.
Las columnas del non plus
eran piernas y, quitando
el non, proseguían más
las Indias de lo tapado.
El talle de una ballena
era bastante a tragarlo,
que para tan gran carnada
es muy pequeño pescado.
Lo demás no admite copia,
porque era tal su recato,
que los altos los tapaba
y descubría los bajos.
Medio jayán, media ninfa,
copio no más, por juntarlos
y hacer novedad de uno,
hermafrodita retrato.
Esta es Galatea, o la
parte que es aquí del caso,
junto el hilo de la entrada
y así prosigo anudando.


(1681, 145-176)                


Es significativo que Galatea venga precedida por un sintagma («entró en esto») (1681, 145) que resalta la teatralidad de los hechos. La fábula, más de una vez, se aproxima a los entremeses y, sobre todo, a las jácaras quevedescas; si bien la «subida a escena» se materializa con una prosopografía del narrador («más hermosa y más florida / que un año entero de mayos») (1681, 147-148) que burla dos símiles de Góngora: «Oh bella Galatea, más suave / que los claveles que tronchó la aurora; / blanca más que las plumas de aquel ave / que dulce muere y en las aguas mora» (1612, 361-364).

Caviedes corta la prosopografía de su ninfa según la Tisbe de «La ciudad de Babilonia» (Góngora, 1618), donde, en palabras de Cossío, «predomina el chiste y el concepto sobre la preocupación retórica culterana»49. No obstante, en la descriptio puellae del peruano interviene otro chiste léxico, esta vez sobre el calzado de Galatea. Así, «tres varas como tres puntos» (1681, 153) alude a la medida que está rayada en el marco y a la longitud de los coturnos, forrados con una «larga de un palmo» (1681, 154); o sea, el pedazo de suela que se coloca en la parte posterior de la horma para que salgan más largos. Luego el tamaño de los «ponlevíes» y concretamente del tacón, revestido de cuero, tenía que ser inaudito. Nótese que el mismo tipo de zapato aparece en el Polifemo de Castillo: «Donde el mar espumoso de Sicilia / ponlevíes le calza al Lilibeo» (1624, 17-18)50.

La fisonomía de esta Galatea, zancuda, una colosal tarasca, se muestra en un retrato ascendente, contrapuesto a la técnica empleada para describir al cíclope. Sobresale el símil entre las piernas y las «columnas del non plus» (1681, 157). Lara Garrido, a propósito de Lope («Yo vi sobre dos piedras plateadas / dos colunas gentiles sostenidas», Rimas, 1602), Giovan Battista Marino («Sovra basi d'argento, in conca d 'oro, / io vidi due colonne alabastrine», tercera parte de la Lira), Scipione della Cella («Vive colonne d'alabastro schietto / ch'al palagio d'Amor sostengo fatte», Rime) y Luis Martín de la Plaza («Las puertas eran de rubí radiante»), entre otros ejemplos, justifica que «la función más novedosa del comienzo descriptivo con un enigmatizado mixtum compositum no es otra que la de potenciar mediante la modificación del común esquema metaforizador (basa-columma-templo) las sugestiones erotizantes del texto poético. La turbación del voyeur proviene del estatuto intensamente ambiguo de lo contemplado y de la contemplación misma, resultante de un encuentro ocasional que legitima a la mirada»51.

Pues bien, Caviedes no sólo degrada este tópico sino que se ríe del latinismo «non plus» (1681, 155). Dicho de otro modo: el locutor satírico prescinde del «non» porque en su Galatea todo es «plus», o sea, desmedido. Más aún, con un guiño erótico, supera los límites de las piernas, esto es, rebasa el «non», para llegar hasta los muslos. La pintura de sus vergüenzas, tan recónditas para el lector -ocultas, «tapadas»- como las Indias para un viajero (1681, 155-156), no parece muy distinta del recurso que Góngora -latinismo incluido- había usado en la Tisbe: «el etcétera es de mármol, / cuyos relieves ocultos / ultraje mórbido hicieran / a los divinos desnudos» (1618, 73-76)52.

Galatea hereda también la imagen de la ballena («El talle ni una ballena era bastante a tragarlo») (1681, 162) que adorna el rostro de Polifemo: «la barba era de ballena» (1681, 47). Sin embargo, los nombres «ballena» y «talle» connotan tanto el volumen del cetáceo como un referente textil. La «ballena» era el ajustador que empleaban las damas para ahuecar los vestidos y estrechar su cintura53. El cierre de la prosopografía («medio jayán, media ninfa, / copio, por juntarlos / y hacer novedad de uno, / hermafrodita retrato») (vv. 169-172) no avanza falto de sugerencias. Caviedes nos ofrece una «giganto-erótica» donde el protagonismo del cíclope y la nereida -no así el del pastorcillo Acis, que en todas las versiones, con más o menos fortuna, resulta un «convidado de piedra»- está distribuido de forma simétrica. Una fábula teatralizada, casi entremesil, que fusiona diversos géneros y tonos, así como los propios personajes («medio jayán, media ninfa»)54.

Detengámonos en unos versos que ratifican el carácter burdelesco y la afición del poeta por los calambures: «Lo demás no admite copia, / porque era tal su recato, / que los altos los tapaba y descubría los bajos» (1681, 165-168). Caviedes oculta el pecho de Galatea, movido por el «recato» de la giganta -noticia aún más subversiva cuando no duda en detallar sus «bajos»-. Ya había comentado que esta joven es «re-lamida» (1681, 103), de ahí que, negando lo dicho, o sea, su timidez, la hija de Doris, tan «recatada», ofrezca su cuerpo al mejor postor55.

El diálogo de los enamorados es típico del entremés y de las jácaras. Caviedes embroma la cursilería de dos colosos, cierto, pero también de dos jovenzuelos: «Díjole: "Amado, querido, / mi bien, mi gusto y regalo". / Y el gigante le responde: / "mi mal, mi rabia, mi daño"» (1681, 177-180). Réplica y contrarréplica inciden sobre la cólera de Polifemo, bosquejado como un rabioso patológico, cornudo y, finalmente, como un toro -ciervo en el texto de Quirós- que cocea, muge y berrea: «a ratos dando patadas / y de continuo bufando» (1681, 187-188); «tengo más / astas que treinta venados» (1681, 195-196); «apenas las pronunció / cuando alzó la ninfa el bramo» (1681, 197-198).

Mientras pule lo que podríamos llamar su «entremés del celoso», Caviedes se dirige hacia otros territorios que modifican el papel del narrador: poeta, a lo largo de todo el romance, pero también locutor del idilio y, finalmente, director, personaje y auditorio de una pieza de teatro breve: «díjole» [...] y el gigante le responde» (1681, 177-179); «Azorose Galatea / y con semblante admirado / torció a un lado la cabeza» (1681, 181-183); «Al cabo de una gran pausa, / que se estuvieron mirando» (1681, 189-190). Obrita inserta en un tapiz de versos («junto el hilo de la entrada / y así prosigo anudando») (1681, 175-176) que colma de miradas y gestos («dando patadas», «estuvieron mirando», «se paró a mirarlo») un mito que apunta hacia la comedia, la caricatura y el Gran Guiñol.

No en vano, el amor entre dos monstruos sólo puede entenderse en términos de rivalidad. Lo veremos enseguida pero antes quisiera destacar otra nota. El coloquio entre Polifemo y Galatea, tan próximo a la farsa, es contemplado por un coro de gigantas:


Juntose un grande concurso
de las gigantas del barrio,
que en unas casillas bajas
vivían junto del Rastro.
Con el favor quo le dieron
se aumentó su desenfado,
y él le amagó de cachetes
escupiéndose la mano.
Metiéronse de por medio
las zagalas, sosegando
al gigante que, de enojo,
estaba hecho un borracho.
«Dejen que pague», decía,
el pícaro bestionazo.
Ronca, gritaba la ninfa
toda anegada en catarro.
«¿Pegarme a mí? No ha nacido
ni nacerá en dos mil años»,
insinuaba Galatea
entre gimiendo y llorando.
«No lo ha conmigo», decía,
otra de muy grande fregado,
gigantilla, grande chula,
hermosa y de pocos años.
Con todas allí y con todos,
Polifemo amostazado,
le respondió con furor,
jurando a tantos y a cuantos.
Cogió la mano por todas
una giganta de garbo,
amiga de Fierabrás,
que la estaba consolando,
tratar tan mal a las ninfas
no es de gigantes honrados,
si esto hace don Polifemo,
¿qué hará un cíclope villano?


(1681, 205-240)                


La escena se vuelve tan ridícula como tragicómica. Un fresco costumbrista, casi un corral picaril, dominado por el coro de gigantas, que viven «en unas casillas bajas junto al rastro» (1681, 207-208). La antítesis («tarascas» / «casas bajas») no oculta su localización extramuros, en los arrabales, como era propio de las hechiceras -recordemos el habitáculo de Celestina en las Tenerías de Salamanca-, La fábula se transforma en un teatro poblado por seres sobrenaturales en su tamaño, y en su sexualidad, que recuerdan a los de Giulio Romano para la «Sala de los Gigantes» del Palazzo Te (Mantua, Italia)56. Galatea, como una malquerida, hace frente a los derrotes de Polifemo mientras sus compañeras luchan por separarlos. No carece de interés la embriaguez del monstruo, de estirpe rabelaisiana: «de enojo / estaba hecho un borracho» (1681, 215-216); «dijo la ninfa al jayán: / "parece que estás borracho"» (1681, 191-192).

Veamos por último las deudas con Quevedo: el sintagma «pícaro bestionazo» (1681, 218) ilustra bien a las claras el tono del epilio. Caviedes ha acuñado un neologismo por sufijación y parasíntesis («bestia»: «bestión»: «bestionazo») que, simultáneamente, alude al sustantivo «bastión». Nos sumerge así en un mundo donde los desafíos gestuales («¿Pegarme a mí?») (1681, 221) y el coro de tarascas («gigantilla, grande chula») (1681, 227) tienden lazos con otras figuras barrocas: las famosas Cariharta y Escalada del templo de Monipodio, en Rinconete y Cortadillo; el retablo de Maese Pedro y, sobre todo, los truhanes satirizados por Quevedo en la jácara de Escarramán y la Méndez, o en la que Perala envía a Lampuga57.

El desafío de la segunda «gigantilla», en diminutivo respecto a «bestionazo», dilata la contienda entre Polifemo y Galatea, tremendamente popular y barriobajera. Todo ello en un diálogo que alterna la frescura («no lo ha conmigo, decía, / otra de muy buen fregado») (1681, 225-226) con retruécanos conceptistas. Gigantomaquia sexual, pues, donde no faltan los guiños a los libros de caballerías («una giganta de garbo, / amiga de Fierabrás») (1681, 234-235), a los fabularios, con tintes de sermón, e incluso a la tradición romanceresca: «tratar tan mal a las ninfas / no es de gigantes honrados, / si esto hace don Polifemo, / ¿qué hará un cíclope villano?» (1681, 237-240). Galatea censura el comportamiento de un jayán con título de «don»; o sea, una figurón cortesano y cosmopolita, frente al Polifemo gongorino, quizá el más «villano» de los monstruos.

Los versos 241-268 duplican conceptos ya enunciados, de ahí que en ocasiones puedan resultar cansinos: 1) el triángulo infantil de Polifemo, Acis y Galatea («que mi amor, él y el pastor / le han partido como hermanos») (1681, 251-252); 2) el jayán consentidor de los amores. Una novedad, ya que en los textos de la antigüedad sólo descubría a Acis durante el «disparo» que termina con su vida58; 3) las pullas sobre el trabajo del muchacho: «pastorcillo renacuajo» (1681, 244); «así que nombró al pastor» (1681, 245); «él y el pastor» (1681, 251); 4) las embestidas contra la ninfa, flanqueada por dos titanes Goliat y Briareo, hebreo y pagano, que «darían de palos» a Polifemo, según la literatura entremesil (1681, 267-268).

Observemos la réplica de Galatea, una nereida, grotescamente deformada, que sabe batir sus armas -la dialéctica ocupa un lugar prioritario- para «ser de Acis a ratos» (1681, 276). Prueba de ello es el chiste sobre los naipes: «¡Venga acá! ¿Cuánto mejor / le está a su gusto y regalo / tenerme con otro a mí / que no a ser solo con cuatro?» (1681, 253-256). Menciona un juego de cartas, parecido al tresillo, donde el as vale por cuatro59. Tal será su tamaño y fortaleza. Ahora bien, la variedad de clientes de la hija de Doris, su lujuria, obligan a la presencia de una «giganta vieja» (1681, 283), que asume el papel de tercera, para «dar fe del trato» suscrito con Acis (1681, 286). Huelga decir que ni este cómico albarán ni la figura de la celestina calman la ira de Polifemo. No obstante, la mediación de la alcahueta evidencia una vez más que el mito de Caviedes opera sobre una sociedad mercantil y a veces goliardesca; nunca sobre una Arcadia como la que alberga a los cíclopes de Ovidio y Góngora60.

La solución a la pendencia también será divertida:


El trato fue que la ninfa
al pastor diese de mano61
y a ella el gigante por esto
le diese presto un regalo.
Aceptaron el partido,
ella astuta y él muy asno,
pues de contado le dio
y le pagó de contado.
En una danza del Corpus
le dio celos declarados
Galatea, porque vio
que le andaban por debajo.


(1681, 293-304)                


Todo se resuelve con una cédula que no alivia la situación putiferil de Galatea ni la cornamenta del monstruo, animalizado ahora como «asno» (1681, 298). El chiste consiste en que la ninfa dejará a Acis («dar de mano») (1681, 194) a cambio de un regalo de Polifemo (1681, 295-296). Nótese la agudeza: el sintagma «de contado» (1681, 299-300) sugiere el facazo rápido sobre una bolsa con dinero y, por dilogía, el pago «al contado» del ingenuo cíclope. La engañifa se pone de manifiesto cuando, en las danzas del Corpus, otro rasgo actualizador, creyéndola todavía fiel, descubre que a Galatea «le andaban por debajo» (1681, 303-304). Se trata, claro está, de una alusión al cuerpo de Acis, «enano» o «renacuajo» (1681, 244), y a los placeres que el pastorcillo disfruta bajo la falda62.

Lo más curioso es la reacción del monstruo. Si antes había esgrimido métodos iracundos, germanescos, cercanos a lo bufo, ahora compone un texto que pertenece a otro género: la epístola:


Fuese del baile, y a ella
le escribió con desenfado
en pergamino de toro,
con unas letras de a palmo:
«Friné hetaira, Galatea
(que viene a ser siete grados
más que ramera), ya he visto
tu amor y tu aleve trato.
Bien sé que al pastor quieres
para que te guarde el ganado
cabrío, que estás paciendo,
pero no he de ser yo el manso.
Él, sí, guárdese de mí,
que si le cojo a las manos
he de cascarle además,
que ya conmigo ha quebrado.
Una gala que tenía
que darte en el octavario
la he de dar a la tarasca
que me hace más agasajo.
Yo te cortaré la cara,
aunque no quede vengado,
que para tantos reveses
es poco despique un tajo.
Quédate para quien eres
y quiere al pastor villano
muchos años, y los dioses
te guarden mientras te mato.
Polifemo».


(1681, 305-332)                


El cíclope escribe una carta sobre la piel de un toro, de acuerdo con su volumen; sin desdeñar otra burla sobre los cuernos63. Un billete romanceado que convierte al cíclope en un personaje similar al locutor satírico que narra su idilio con Galatea. Caviedes filtra la modalidad epistolar en una fábula por la que han asomado ya la germanía, los pícaros, el mundo celestinesco, la gigantomaquia, el entremés y el apólogo. Pero este segundo canto del monstruo no será introspectivo, como el primero, tampoco oral, sino escrito, retórico, digno de un versificador y no de un cabrero. La declaración de un galán (cornudo) que intercambia recados con su dueña (meretriz) según un género cultivado desde las Heroidas de Ovidio a la novela sentimental64.

La carta exige que nos detengamos en el cultísimo sintagma «Friné hetaira» (1681, 309). Como anota García-Abrines, en Grecia existieron las «heteras», o «hetairas» en latín, mujeres del tiempo de Pericles dedicadas a las artes, la poesía y la ciencia, que amenizaban las fiestas y reuniones. Tales fueron Aspasia, Friné y Lais»65. Luego Caviedes llama a Galatea culta y poeta, lo que es cierto, al tiempo que denuncia irónicamente su función de «hetaira»; es decir, de daifa, porque «viene a ser siete grados / más que ramera» (1681, 310-311).

El cíclope renuncia a su amor y procura digerir la victoria de Acis: «porque te guarde el ganado / cabrío que estas paciendo / pero no he de ser yo el manso» (1681, 314-116). Su estoicismo no logra paliar los «cuernos», gallardos desde el principio, confirmando su plaza de «manso», o sea, de cabestro, en la «ganadería» (clientela) de Galatea. Por ello, la pasión de Polifemo queda en entredicho cuando le presenta sus respetos a otra tarasca, igual de licenciosa, que le «hace más agasajo» (1681, 323-324).

La carta se abrocha con un sello bravucón («yo te cortaré la cara»; «un tajo») que determina la respuesta de la ninfa:


Lloraba tan gruesas perlas
como unos huevos de pato,
que aljófares en giganta
dirán que es menudo llanto.
«¿Tajo en mi cara?» Y con esto
creció tanto lo llorado,
que hizo los ojos dos ríos
solamente con un Tajo.
«¿Frine Hetaira? ¿A quién ha visto
más que a otro el mentecato,
tres que no saben los dos
y seis que me están rogando?
Y la honestidad no pierdo
con cinco, que hasta el octavo
es amor parva materia
que no quebranta el recato».
Respondiole a su papel
otro tan desvergonzado
y disoluto que, por
el honor del jayán, callo.


(1681, 341-360)                


El llanto de Galatea, a imitación de la Tisbe gongorina (1618), alterna el estilo heroico con el jocoso, rebajando por meiosis los tópicos del petrarquismo: las «perlas» y el «aljófar» (1681, 341-344) se transforman en «huevos de pato»; de igual modo que, en una segunda hipérbole, el «tajo» con el que la intimida Polifemo reverdece la clásica asociación de los ojos y el río: «tajo» sugiere, pues, el corte de la navaja, pero también el caudal de lágrimas (Tajo)66.

Uno de los pasajes más cómicos es la justificación de la «virtud». Así, para defenderse del título de «Friné hetaira», Galatea utiliza un juego de palabras que muestra su cara más licenciosa: «tres que no saben los dos / y seis que me están rogando» (1681, 351-352). Dicho de otro modo: insinúa que Polifemo y Acis, los dos amantes «oficiales», ignoran sus respectivos cuernos y los de otros tres galanes que permanecen en el anonimato. Más aún, no sólo su infidelidad con este trío, sino con otros seis que se postulan a ocupar su lecho en breve. El chiste continúa al subrayar, orgullosa, que la virtud no se pierde «con cinco», cual romana Lucrecia; que es tanto como decir que la castidad perdura con cinco hombres, incluso con ocho (1681, 353- 354), pues hasta el noveno, como mínimo, el recato («re-cato») no «se quebranta» (1681, 356).

Caviedes nos oculta el contenido de la carta de Galatea (1681, 357-360), frustrando la posible respuesta de Polifemo, la mordacidad de los versos y su rijoso papel como «hetaira». Ahora bien, esta preterición desliza otro lugar común. En muchas novelas la función de las epístolas era cortejar o burlarse «de oídas» y, en efecto, lo que Galatea tenía que decir ya ha sido revelado. La giganta soluciona su tristeza huyendo con Acis (1681, 361-364). Una fuga que invita al desarrollo de un episodio secundario que también callará el poeta:


Dejemos estos amores
de los dos, y doy un tranco
a contar de Polifemo
que estaba dando a los diablos.
Luego que vio en la respuesta
que se la había llevado
sólo el pastor de codillo
se determinó a matarlo.
Cogiole un día en la playa
y arrojose al mar volando
Acis, que de un gran peligro
es propio salir nadando.
Como le cogió de susto,
discurrió mal en su amparo,
porque en el agua le daba
más ocasión de pescarlo.
Entró tras él Polifemo,
tan ciego y apresurado,
que por no dar vado a costa
se zambulló en un remanso.
Tentó un peñón con el pie
y pasándole a la mano,
con el canto le mató
y lloró la ninfa el canto.
Sentidos los dioses de esto,
trajeron, para vengarlo,
unos derrotados griegos
que los condujo un fracaso.


(1681, 365-392)                


El cuartete que silencia la pasión de Acis y Galatea, nudo central del texto gongorino, destaca por dos conceptos: la fórmula «Dejemos estos amores» (1681, 365) recuerda a la ironía quevedesca del Poema heroico de las Necedades y locuras de Orlando Enamorado. Dirigido contra las epopeyas de Boiardo y Ariosto, el satírico madrileño sustituyó los versos del italiano («Lassiam costor che a vella se ne vano, / che sentire poi ben la sua gionta; / e ritornamo in Francia a Carlo Mano, / che ai suoi magni baron provvede e conta») por los siguientes: «Pero dejemos este rey pagano / que al mar, para venir, de naves cuaja, / y volvamos a Carlos el torrente, / que en París ha juntado mucha gente»67.

Por otra parte, la expresión «doy un tranco / a contar de Polifemo / que estaba dado a los diablos» (1681, 365-368) supone un homenaje al El Diablo Cojuelo, la obra de Vélez de Guevara, estructurada en «trancos» y no en capítulos. El triunfo -elidido- del pastorcillo ratifica que Acis era un convidado de piedra en el romance, según había observado Polifemo y repitió Caviedes. Su deserción, tanto amorosa como textual, aludiendo al campo de la paremiología («[...] que de un gran peligro / es propio salir nadando») (1681, 375-376), amenazado por el cíclope, culmina con la animalización del muchacho: Polifemo, además de «pastor», lo llama «renacuajo» y «pescado» (1681, 380). La gran diferencia con Góngora radica en que el coloso no arroja un peñasco -Sicilia apenas está insinuada-. Sumergido en el océano, desgaja una roca ultramarina para «pescarlo». Un canto, rodado, que sepulta la vida de Acis y por disemia cierra el canto del monstruo. Nótese que Polifemo, implícitamente, desvela el origen acuático de este «renacuajo», que da con sus huesos en el océano; igual que en el final de 1612. Empero, suprime el abrazo de los novios -preterido en los versos 365-368- que con tanta belleza glorificó Góngora (octavas LX-XIII). El protagonista de Caviedes ha decidido eliminarlos uno a uno, sin concesiones a la vesania pastoril del andaluz.

De este cambio surge la principal novedad del romance. La muerte de Acis excita la furia de los dioses, que envían a la gruta de Polifemo una embarcación de «derrotados griegos», liderados por Ulises (1681, 391-392). Es ahora cuando el peruano incluye la otra sub-trama: el episodio de Homero (Odisea, IX, 106-540) y Virgilio (Eneida III, 588-691), ausente en Góngora. Ulises y sus hombres quedan atrapados en la caverna del monstruo y, tras emborracharlo y cegarlo con una estaca, huyen ocultos bajo el vellón de sus ovejas.

Sin detenerme en esta sección (1681, 389-473), bien distinta, como digo, del prototipo de don Luis, subrayo dos aspectos: 1) Caviedes, cuando suelda los dos argumentos, comete un error. Al confesarnos que el cíclope tocaba un albogue (1681, 395), pone en tela de juicio uno de sus mecanismos paródicos. Concretamente el que le servía para burlarse del origen rústico de Acis. En consecuencia -quizá se trate de un simple olvido- la fusión, los engarces de ambas tradiciones, no es del todo perfecta; 2) su Polifemo abunda en trazos escatológicos, regüeldos y eructos que, presentes ya en la sub-trama épica (Odisea, IX, 380-510; Eneida, VI, 237-38), desfilan también por otras piezas, como El cíclope de Eurípides o los poemas rústicos (nenciale) de Lorenzo de' Medici y Luca Pulci: «"¿Qué comida griega es esta?" / dijo el jayán, regoldando / a huevos crudos, curadme / vosotros de aqueste empacho» (1681, 413-416); «Subiósele el vino arriba / y tardó dos o tres años / que había muchos repechos / y era el camino muy largo» (1681, 421-424); «"¿Quién te dio así?" Y Polifemo / les respondió, renegando: / "yo mismo". Y todos dijeron: / "debías de estar borracho"» (1681, 486-489)68.

Luego un Quevedo virreinal, que también era un Góngora limeño, creó en 1681 la hermandad, nunca vista, si exceptuamos el Adone de Marino (XIX, 125-148 / 152-165), entre la versión ovidiana y la de Homero-Virgilio69. Durante siglos, el tratamiento épico del Polifemo -el capítulo de la Odisea- había bruñido un collar que prescinde del sentimentalismo. Caviedes, eslabonando los rodetes de Sulmona y Córdoba con la voz de un poeta ciego, logró que las perlas del mito comenzaran a mezclarse como potarte de magia. Cuando hizo responsable del viaje de Ulises a la providencia, enojada por el asesinato de Acis, no sólo imbrica dos tradiciones sino que funda, aunque suene paradójico, un mito sin metamorfosis. Al variar el orden y el desarrollo de la «cadena» de Hornero, Virgilio, Ovidio y Góngora, sustituida por Ovidio, Góngora, Homero y Virgilio, terminó con la secesión épica y amorosa. Todo gracias al buril de su fábula mitológica, tan caprichosa como la mirada de un cíclope sobre el cuerpo de un arlequín.





 
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