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Un canto para la poesía

Ricardo Gullón





PERSONAS generalmente bien informadas aseguran que Juan Ramón Jiménez frisa en los setenta años. Así debe de ser, pues dentro de unos meses -¡soberbia oportunidad para rendirle homenaje!- Se cumplirá el cincuentenario de sus primeros libros: Almas de violeta y Ninfeas. Pero al leer el recién publicado, Animal de fondo, me siento incrédulo, vacilante entre dos evidencias: la del tiempo transcurrido y la obra realizada, que dicen de un poeta maduro, hecho, definitivo, y la de este librito admirable, revelación de un espíritu juvenil, en constante disponibilidad, en busca incesante de incitaciones, en marcha hacia ámbitos inexplorados donde situar la experiencia poética.

¡Extraordinario ejemplo de dedicación a la poesía y de identificación con la poesía el de nuestro Juan Ramón Jiménez! No es difícil entender la razón de que su obra, y la de quienes se le parecen, pueda ser calificada con exactitud de poesía joven. Por dulcísima maravilla, la poesía tiene siempre semblante primaveral, y los libros de un anciano, si poeta, guardan, como Animal de fondo, la fuerza de tentativas, de brotes precursores del renuevo, siquiera en el presente craso la admirable maestría del cantor acierte a expresar el ímpetu con la clara sencillez de lo perfecto. Ímpetu de primavera, fruto de estío, nieve de invierno: todo junto en la estación total del poeta.

Medio siglo de poesía ininterrumpida, diré, utilizando el título de un libro de Paul Eluard. Una ancianidad congruente con su juventud, una gracia artística cuyo frescor mantiene viva y alta la inspiración. No repetir, no imitar (ni aun a sí mismo), es la consigna. La incesante voluntad de cambiar, la insatisfacción del poeta con la obra (que por eso será «obra en marchan, sujeta a transformaciones sustanciales, no a meras correcciones de estilo, no a simples retoques) es consecuencia de una inspiración tensa a toda hora, nunca desfallecida. Esa insatisfacción, cerrando así el círculo, es causa a su vez de la perenne juventud observable en las creaciones juanramonianas.

Sus poemas son trozos de vida, de su vida, no diré íntima por lo equívoco del vocablo, pero espiritual. No sé de ninguna poesía más cercana a la vida, en el sentido de más ligada a ella. Juan Ramón vive en la poesía y la teje, hoy como ayer, con sus vivencias; la calidad de éstas puede despistar al observador emprejuiciado o ligero, pues no son vulgares experiencias de mancebo de botica o marchante del mercado negro, mas corresponden con exactitud a la contextura espiritual y a los estados de ánimo del tipo de hombre llamado «artista». Las reacciones del poeta pasan a la poesía bajo determinados supuestos: existe un órgano delicadísimo que aquilata el valor de los movimientos del alma y tamiza con cuidado el paso desde el sentimiento al poema. Este órgano es la sensibilidad poética, agudizada en Juan Ramón hasta el extremo, y no elimina ni siquiera disminuye lo esencial humano ínsito en la emoción originaria.

Ortega y Gasset, en el admirable ensayo titulado Musicalia, escribió, refiriéndose al músico: «Eliminando sus reaciones de hombre cualquiera, retendrá, por selección exclusivamente, sus sentimientos de artista». No sé si esto será cierto en el caso de Debussy, estudiado por el Maestro, pero quienes, implícita o explícitamente, afrontan desde ese punto de vista la poesía de Juan Ramón, están en trance de no entenderla. Alteran ligera, pero sustancialmente, los hechos. Las reacciones del hombre -Juan Ramón, no del «hombre» cualquiera-, son la raíz de su poesía. Importa recordarlo: el hombre y el artista se funden en el presente ejemplo, y es inútil empeñarse en escindirlos. Durante cincuenta años ha vivido en la poesía y para la poesía. Su biografía no será sino la historia de sus libros, o, si se prefiere dicho de otra manera, sus libros son el índice de sus sentimientos y el reflejo de los sucesos formativos de su espíritu.

Sin intentar una inoportuna indagación filosófica acerca de la poesía, precisaré que, en este caso, la intuición poética actúa sobre una serie de materiales estrechamente unidos al ser del poeta, apenas concebibles como algo exterior, como objetos extraños a él. Este vivir en la poesía explica tanto la densidad y el calado de la obra como las sustanciales variantes de los poemas; cuando rehace un poema se encuentra en estado de gracia poética, en plena posesión de sus potencias creadoras, y, tomando pie en el verso, siente otra vez la emoción primitiva, la misma emoción, pero de distinta manera.

No se ha estudiado a fondo el mecanismo de los cambios introducidos par Juan Ramón en sus poemas. Permítaseme decir dos palabras sobre ello, aunque en esta ocasión falte espacio para aclarar mi tesis con algunos ejemplos. Ese mecanismo de alteración y transformación depende de la forma de vida del poeta, y su examen corrobora la ya señalada vinculación entre vida y poesía. Cuando J. R. J. añade versos a un poema, nunca es para prolongar retóricamente el tema; no son una desviación lateral, sino una profundización. Con ellos acentúa un matiz, depura una intención, hace resaltar algún elemento esencial. Si refiriéndonos a estos esfuerzos les llamamos «correcciones», debemos precisar que su alcance es muy superior al de meros arreglos. Aun en casos de simple trueque de palabras, el cambio suele afectar a la sustancia de los poemas. Nos sitúa frente a distintas versiones de ellos, equivalentes a diferentes tiempos de un sentimiento, a diversa temperatura del espíritu: el temple de éste no es igual cada vez que un sentimiento o preocupación se instalan en él; hablamos, con exactitud, de «estados de ánimo», porque, según la tensión espiritual, difiere la manera de sentir un mismo sentimiento, y varía su potencia, tal vez poquita cosa, pero lo bastante para que una sensibilidad de finas antenas se considere obligada a registrar el cambio. Y entonces, ¡oh sorpresa!, idéntico tema e idéntico sentimiento producen dos o más versiones de un poema, parecidas y diversas, coincidentes y de sutil manera discrepantes.

Es pueril reputar una u otra de esas versiones como mejor que las restantes, pero es lícito -y espontáneamente, casi automáticamente lo hacemos- escoger entre ellas la más en consonancia con nuestro gusto. En la obra de Juan Ramón cada lector encuentra el poeta que busca: romántico, popular, simbolista, esencial... Por todos los estados de gracia poética pasa el espíritu de algunos hombres, y por todos atravesó este poeta, trasladando lo mejor de sus sensaciones a su obra y dejando allí la palabra necesaria, la palabra acorde con los oscuros impulsos germinantes en nosotros, la palabra-incentivo de nuestra inquietud.

En Animal de fondo encontramos a Juan Ramón en un momento extraordinario: cantando el descubrimiento de Dios en las cosas, sintiéndolo a su lado, rodeándole, penetrándole y dejándose penetrar por él, meciéndose en su «conciencia mecedora bienandante». Vibra en estos poemas una exaltación singular quizá no bien perceptible a primera vista, precisamente a causa de su hondura, de ser una exaltación que afecta a la raíz, a la esencia del hombre, transformado y completo por su identificación con la divinidad.

La capacidad de concentración y eliminación -dos vertientes de un fenómeno- se combina con una austera renuncia a cuanto no sea el exacto reflejo de la idea; para atenerse a las esencias rehuye esta poesía la facilidad y el halago. Potenciada por la selección de sus elementos consigue transmitir una imagen fiel de las impresiones originarias. Se habla de desnudez, con referencia a la obra de Juan Ramón, apoyándose en el conocido poema de Eternidades («Vino, primero, pura»), y esa desnudez, poéticamente, sólo puede consistir en la exclusión de lo accesorio para llevar el poema a su evidencia única, según fué intuída en el momento creador. Juan Ramón reprime la tendencia a «completar» el poema con elementos, no ya extra-poéticos, sino incluso poéticos, pero de diferente signo: el poema no debe crecer sino por decantaciones, operadas, con gran intensidad creativa, sobre su materia.

Esa desnudez fulge en los poemas de Animal de fondo, supeditados fundamentalmente a dos cosas: la exactitud expresiva y el ritmo. Ni la belleza del lenguaje, ni la medida del verso, ni la rima -utilizada alguna vez conforme la necesidad del momento, de modo semi-fortuito- son componentes sustanciales de ellos. En el lenguaje se notará la invención de palabras (ciudadales, reposantes, cuerpialma, escucheando, abrazantes, deseante, riomar, desiertoriomar, pleacielo, pleadios -éstas para producir impresión de plenitud, de totalidad: pleacielo como se dice pleamar-, términos en cuyo análisis no puedo entrar ahora) y la insólita utilización de otras, respondiendo a exigencias de precisión. La belleza expresiva se logra, pero por la vía de la precisión: al usar determinados vocablos de la manera adecuada para transmitir una sensación, la belleza se consigue «también», gracias a esa justeza de expresión.

Integran Animal de fondo veintinueve poemas, tan complementarios entre sí, tan ajustados y concertados a un sentimiento único y total, que la lectura aislada de uno o dos de ellos no permite atisbar la grandeza de la construcción. Después de leer el libro entero, cada trozo resulta enriquecido, iluminado por los demás, y, a la vez, proporciona alguna luz sobre el resto. El sentimiento del artista es como un cristal de mil facetas: en cada poema llega el relumbre de una de ellas, con encadenamiento riguroso, pues Animal de fondo está montado en forma que el lector pueda seguir el proceso del sentimiento, y, además de gustar el poema, obtenga una fruición suplementaria asistiendo al descubrimiento de «un dios posible por la poesía» en el alma del poeta.

En las Notas finales subraya Juan Ramón que su poesía tuvo siempre un matiz religioso: «la evolución, la sucesión, el devenir de lo poético mío ha sido y es una sucesión de encuentro con una idea de dios». Y añade «Hoy concreto yo lo divino como una conciencia única, justa, universal de la belleza que está dentro de nosotros y fuera también al mismo tiempo.» Pero a estas puntualizaciones prefiero la expresión poética, cuando con admirable movimiento describe la percepción de lo divino:


Tú eras, viniste siendo, eres el amor
en fuego, agua, tierra y aire,
amor en cuerpo mío de hombre y en cuerpo de mujer,
el amor que es la forma
total y única
del elemento natural, que es elemento
del todo, el para siempre;
y que siempre te tuvo y te tendrá
sino que no todos te ven,
sino que los que te miramos no te vemos hasta un día.



Sería inútil parafrasear en prosa este fragmento, que señala la huella de lo divino en lo creado. ¿Panteísmo? ¿Misticismo sui generis? «¿Deismo bastante», como él dice? En todo caso, espiritualidad y sentimiento religioso, busca de Dios y necesidad de Dios. Evocaciones de la infancia, de su vida remota, sus peregrinaciones, de cuando «entre aquellos jeranios» o en el rumor del mar descubre la presencia divina. La fusión con Dios recuerda aquella vida interior cantada por Wordsworth en versos que mal traducidos, dicen:


Pida interior en la cual
Todos los seres viven con Dios, ellos mismos.
Son Dios, existiendo en el potente Todo.

pero en Juan Ramón la vía de lo religioso pasa por lo estético.

Nótese bien esto: en Animal de fondo canta su amor de siempre, canta la poesía, sintiéndola dentro de sí, conciencia de sí; sintiendo al fin capturado definitivamente el objeto de su peregrinación por el mundo. La poesía es un dios, su dios «deseante y deseado»; la doble corriente confluye hacia la identidad alcanzada: la poesía hacia el poeta y el poeta hacia la poesía. «Un ser de luz, que es todo y sólo luz», colma al poeta y se convierte en su conciencia. La poesía le penetra como la mirada de Dios, como la luz de Dios, y le impele a cantar su exaltación con soberbios acentos impregnados de religiosidad trascendente. ¡Magnífico destino! Ir a Dios por el camino de la poesía, sentirle en ella y sentirle, gracias a eso, huésped del alma, conciencia propia y voz del mundo: viento, fuego, rosa y mar.

Todo este libro, de exaltación viril -por contenido- y de hermosura vibrante, es un canto para la poesía. La expresión de esa aventura maravillosa durante la cual la poesía se identifica con lo más alto y se convierte en algo inefable. El vacilante de ayer disuelve sus dudas en la poesía y por la poesía, al reconocer en ella la huella dé ese «dios deseante», cuya presencia todo lo transforma: es el hallazgo de una esencia en la que el hombre siente su plenitud -pues le completa.

¡Qué precioso testimonio sobre un alma henchida de amor a la belleza! Por desidia mental se viene considerando «humanos» a los artistas cuya obra se nutre de exterioridades y refleja los sentimientos más triviales y accidentales. Urge deshacer ese equívoco y acreditar con ejemplos la inanidad del espejismo: pocos testimonios tan valiosos como la poesía de Juan Ramón. La imagen fiel de los sentimientos e ideas del artista contemporáneo, se hallará en nuestro gran poeta: nadie como él los compendia y resume. Y, ¡ nota curiosa!, esos sentimientos y pensamientos, tachados de rareza, son los del hombre a secas, los del hombre de cualquier tiempo; esa «rareza» no implica diferencia de sustancia sino aprehensión más fina y exigente y expresión de singularísima eficacia encantadora. La obra de Juan Ramón es quintaesencia del espíritu humano, y no deja fuera ningún tema entre cuantos de un modo u otro afectan a éste.

Leyendo Animal de fondo me pareció advertir el límite de la sencillez en la expresión y en la construcción poética. La palabra en el verso y el verso en la estrofa, por la falta de rima y de medida, tienen la máxima soltura. Nada las liga, nada indica su forzosidad. El ritmo, ligero y frágil, se mantiene a veces por la repetición de una palabra o de una breve frase, que, como los motivos de una sonata, reaparecen en el poema y aun en diversos poemas: ejemplo importante : «dios deseado y deseante»-, En otras ocasiones no repite la palabra; martillean los verbos en tiempo único, como en el poema 18 -En amoroso llamar-, con la serie de gerundios: «trabajando», «fogueando», «datando», «guiando»..., hasta un total de doce para doce versos, y no repartidos con simétrico artificio, a verbo por verso, sino de acuerdo con las exigencias de una armonía poética profunda y, libre.

Para el estudio de la poesía juanramoniana es preciso considerar que su obra, sobre todo, la de determinados períodos, se halla ligada por ataduras soterradas , por una corriente de ideas y sensaciones en marcha de un poema a otro y de un libro a otro, tomando y retornando lo dejado en distinta parte. En la obra reciente de Juan Ramón en cuanto es conocida- está clara la intención de dar una visión total del mundo, haciéndole inteligible a través de parciales enfoques complementarios. Crítico tan sagaz como Enrique Díaz Canedo, al final de su libro sobre J. R. J., le caracteriza como «ordenador, es decir, creador constante, como Dios en los días que siguieron al «fiat», sin descansar en una perfección como la tan decantada en ciertos poetas antiguos y modernos». Tiene razón Canedo: la constante aspiración a superarse es la «clave segura de su gran personalidad poética», la clave de su grandeza ; y es, también, el mejor ejemplo para los creadores de ahora y de mañana.





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