Constantinopla, 1453: sitiadores y sitiados
Por Hilario Gómez Saafigueroa
Quizás una de las cosas más sorprendentes de la etapa final de la historia del Imperio Bizantino es la extremadamente larga y patética agonía a la que se vio sometido. Arruinado por las guerras civiles y la peste, despedazado por las ambiciones de serbios, búlgaros, latinos y turcos otomanos, víctima de una imparable desvertebración social y, en consecuencia, privado de los mínimos recursos económicos y humanos necesarios para asegurar su supervivencia, el Imperio de Bizancio entró en el siglo XV reducido a lo que quedaba de una capital una vez esplendorosa, algunas ciudades tracias y parte del Peloponeso. Fuera de la autoridad del basileo quedaban el ducado de Atenas, unas cuantas islas en manos italianas y el Imperio de Trebisonda.
Con los turcos expandiéndose a su antojo en todas direcciones desde mediados del siglo anterior, y sin una acción militar coordinada, contundente y decisiva por parte de las potencias cristianas, el fin de la Romania parecía inminente, y sólo se salvó in extremis del sitio turco en 1402 gracias a la providencial irrupción de los mongoles en Asia Menor, que desarticuló el dominio otomano en Anatolia y provocó una crisis sucesoria entre los hijos del sultán Bayaceto que tardaría veinte años en resolverse a favor de Murad II (1421-1451). Asentado en el Trono, Murad lanzó a sus soldados contra Constantinopla en 1423, pero la falta de máquinas de asedio, la insuficiencia naval y los problemas internos hicieron que el desfalleciente Imperio pudiese mantenerse precariamente a flote tres décadas más. Sería el hijo y sucesor de Murad, el joven Mohamed II (1451-1481), el que -decidido a poner punto y final a aquel anacronismo histórico situado en el centro de sus dominios- movilizase todos sus recursos económicos y militares con un único objetivo: tomar Constantinopla. Iniciado el asedio por mar y tierra a principios de abril de 1453, la ciudad fue tomada al asalto el 29 de mayo de 1453.
¿Cómo eran las fuerzas enfrentadas en esas dramáticas jornadas? ¿Cuántos hombres se vieron implicados? Vamos a trazar un breve esbozo sobre los ejércitos turco y cristiano en los últimos días de la Constantinopla bizantina de la primavera de 1453.
Los sitiadores
El ejército otomano
El creador del ejército turco que protagonizó la primera expansión otomana en Europa fue Orján (1326-1369) que, además, reestructuró el Estado otomano y creó una moneda propia. En lo que al ejército respecta, su objetivo era el disponer de una fuerza militar eficiente y profesional, un paso adelante con respecto a la caballería ligera irregular que hasta ese momento habían formado la base de las fuerzas turcas. Orján las reorganizó sobre cuatro pilares: una milicia regular de carácter feudal (los timar y ziamet), en cierta manera similar a las antiguas milicias de los themas bizantinos; los contingentes sipahis, que constituían el grueso del ejército (infantería, servicios generales...); los bashi-bazuk o irregulares dedicados al pillaje, y finalmente los famosos regimientos jenízaros, la élite del ejército. Estos últimos constituían una fuerza permanente y profesional de infantería, formada por jóvenes cristianos entregados por sus familias como tributo forzoso. Educados en una estricta fe islámica y una férrea formación militar, dependían única y exclusivamente del sultán, por el que luchaban con fanatismo. Los jenízaros participaron tanto en las campañas de conquista como en las guerras civiles bizantinas del siglo XIV, y fueron reorganizados por Murad, quien fijó su número en 20.000. En la toma de Constantinopla participaron -según el arzobispo de Lesbos, Leonardo de Quíos, contemporáneo pero no testigo directo de los hechos- unos 15.000, siendo su papel determinante, como en tantas otras ocasiones.
¿Cuántos hombres llevó Mohamed II ante las murallas de Constantinopla? Tomemos como guía el clásico de Runciman La caída de Constantinopla -cuyas notas son tan interesantes como el texto principal- y veremos que las fuentes medievales, en especial las griegas, dan cifras desorbitadas: Miguel Ducas da un total de 400.000; otro cronista bizantino, Critóbulo, cuenta 300.000, excluidos los no combatientes; el cortesano Jorge Frantzés -el único cronista que estuvo en Constantinopla durante el asedio- informa de no menos de 262.000; el ya mencionado Leonardo de Quíos estima en unos 300.000 el total de hombres puestos sobre el campo de batalla por el sultán; finalmente, el veneciano Nicolò Barbaro (también testigo de los acontecimientos) se muestra más moderado y reduce la cifra a 160.000.
Pues bien, excepto en el caso de Barbaro, todas las cantidades que acabamos de ver son manifiestamente exageradas; tal y como afirma F. Babinger, un estudioso alemán de la primera mitad del siglo XX, por simples razones demográficas los turcos otomanos no podrían haber movilizado más de 80.000 efectivos regulares para una campaña.
¿Sólo 80.000? Puede que se antojen pocos, pero basta recordar que en 1349 a Juan VI Cantacuceno (1347-1354) le bastaron 20.000 otomanos aliados para arrebatar Tesalónica a los serbios, y que una cifra similar fue la empleada unos años después, en 1354, para tomar Gallípoli. Un ejército de unos 80.000 hombres es una fuerza muy considerable, tanto entonces como ahora, que obliga a un notable esfuerzo logístico y organizativo, y para los otomanos su movilización debió suponer un gran desafío. En Tracia se concentraron tropas regulares y contingentes feudales procedentes de todas las provincias, en las que sólo quedaron las guarniciones imprescindibles. A ellas -como bien señala Runciman- se añadieron millares de irregulares y aventureros de muchas nacionalidades: turcos, eslavos, húngaros, alemanes, italianos, griegos...
Aunque siempre es difícil hacer estimaciones demográficas rigurosas para la época medieval, sabemos que a mediados del siglo XV la extensión de los dominios turcos en Asia Menor era inferior a la del Imperio Romano de Oriente en el siglo IX, época en la que se estima que el ejército bizantino estaba formado por unos 120-130.000 hombres para una población total de unos 12 millones de habitantes, según las estimaciones de J. C. Russell en Late Ancient and Medieval Population (1958). Es dudoso que bajo la soberanía otomana vivieran más de 10 millones de personas en Anatolia y Europa, así que no parece demasiado aventurado decir que el total del ejército turco regular debía estar formado por unos 100.000 hombres, lo que equivaldría a un 4% de la población masculina adulta. Esto significaría que la toma de Constantinopla movilizó a un 80% de los recursos militares regulares (los aventureros e irregulares debían apañárselas por su cuenta).
Soldados otomanos
Pero además hay que tener en cuenta que en un dispositivo militar relativamente sofisticado como el otomano, no todos los integrantes de un ejército eran combatientes. Un porcentaje nada desdeñable estaba compuesto por vivanderos, ingenieros militares, herreros, médicos, marinos, peones, caballerizos, carpinteros, forrajeros, escribas, ordenanzas...; así que quizás no fuesen mucho más de 60.000 los combatientes regulares disponibles para operaciones militares, y de éstos una parte también importante estaría comprometida en tareas secundarias de patrulla en la retaguardia, vigilancia de caminos y estrechos, protección de campamentos, etc. Teniendo en cuenta que las murallas terrestres de Constantinopla se extendían a lo largo de 5,6 km., y que era preciso controlar también el frente marítimo y sectores anexos como Gálata (en manos de los genoveses, que procuraron mantenerse neutrales), no causa ya tanta extrañeza que los defensores pudieran resistir casi dos meses. Y también se entiende que el sultán tuviese la precaución de lanzar siempre por delante de sus valiosas tropas regulares a los irregulares a los que hemos hecho mención con anterioridad, auténtica carne de cañón desechable. Y hablando de cañones...
La artillería otomana
Mohamed II no dejaba de interesarse por las novedades de la tecnología militar y el poder de la flamante artillería no le pasó por alto. El antes mencionado Nicolò Barbaro afirma que los otomanos disponían de unos 12 grandes cañones. El mayor de ellos era tan pesado (aproximadamente, unas 9 toneladas) que su desplazamiento desde la fundición de Adrianópolis hasta Constantinopla fue encomendado a una compañía de 100 hombres y a un tiro de 15 pares de bueyes. Este monstruo de bronce tenía una longitud de 8 metros, su grosor era de 20 centímetros y su diámetro oscilaba entre los 80 centímetros en la culata a 240 centímetros en la boca. Aunque sea difícil de creer, las fuentes aseguran que podía lanzar proyectiles de 850 kilogramos a 1,6 kilómetros de distancia, y que el estruendo del disparo podía escucharse en 15 kilómetros a la redonda. Este cañón fue diseñado por el ingeniero húngaro Orbón, que primero ofreció sus servicios a los bizantinos, pero la impotencia técnica y económica del Imperio hizo que Orbón decidiese vender sus habilidades al sultán.
La artillería otomana comenzó a bombardear las murallas el 6 de abril y no dejó de hacerlo hasta el final del sitio, realizando una media de 100-120 disparos al día. Como consecuencia, considerables porciones de la muralla exterior fueron reducidas a ruinas, a lo que se sumó el efecto de las operaciones de minado y contraminado practicadas por los contendientes. A pesar de todo, la resistencia del triple cinturón de murallas y la determinación de los defensores hizo que, al final, la toma de Constantinopla tuviera que decidirse en el cuerpo a cuerpo.
La flota turca
Una de las bazas que permitió a los bizantinos sortear los múltiples asedios a los que se vio sometida la capital a lo largo de los siglos fue su dominio del entorno marítimo. Pero en esta ocasión Mohamed -que siempre sintió gran interés por el estado de su flota y procuraba nombrar él mismo a los oficiales de ésta- no estaba dispuesto a que el flanco naval escapase a su control y se convirtiese en su talón de Aquiles, así que, antes de iniciar el sitio de Constantinopla, dispuso que una gran flota se concentrase en Gallípoli. Allí había de todo: viejos navíos y flamantes bajeles, fustas (botes grandes dotados de una vela), birremes, trirremes, galeras con remos y sin remos, grandes barcazas de transporte, mercantes... Barbaro informa que la flota otomana estaba formada por 12 galeras y unos 80 navíos, mientras que Leonardo de Quíos dice que la componían 6 trirremes, 10 birremes y un total de 250 barcos; por su parte, Frantzés cuenta 30 grandes navíos y 330 pequeños. Otro testimonio muy interesante es el de marineros italianos que aseguraron que los turcos desplegaron 6 trirremes, 10 birremes, 15 galeras con remos, 75 fustas, 20 pandarias y gran cantidad de chalupas y embarcaciones menores.
Conviene mencionar aquí, como curiosidad, un dato que suele desconocerse, y es que buena parte de los remeros de los barcos turcos no eran esclavos cristianos, sino voluntarios atraídos por la paga que recibían.
Los sitiados
Cuando comenzó a hacerse evidente la voluntad otomana de tomar Constantinopla, el emperador Constantino XI (1448-1453) ordenó que se realizara un rápido censo con el objetivo de evaluar los recursos humanos disponibles para la defensa. El resultado fue desolador. En aquel momento, Constantinopla estaba habitada por apenas 50.000 personas, dispersas en núcleos de población aislados por campos de cultivo y descampados, cuando en sus momentos de gloria, en los siglos VI y XII, había alcanzado los 500.000 habitantes. Lo que antaño había sido un poderoso ejército imperial, de más de 150.000 hombres, estaba ahora reducido a una pequeña fuerza de entre 1.000 y 1.500 soldados, a lo que se sumaban pequeños contingentes de las colonias latinas. Con grandes esfuerzos pudo levantarse una fuerza de unos 8.000 hombres, de los cuales -según Frantzés- 4.983 eran propiamente romanos; el resto (unos 2.000 si hacemos caso a Frantzés y 3.000, según Leonardo de Quíos) eran voluntarios extranjeros y mercenarios, principalmente venecianos, genoveses de Gálata (aunque ya hemos dicho que este suburbio procuró mantenerse al margen del conflicto) y catalanes. Sin embargo, puede que estas cifras sean exageradas y la cifra de defensores no fuera más allá de 5.000. Algunos cañones de escaso calibre y dos o tres docenas de barcos completaban el magro conjunto de recursos defensivos.
Uno de los personajes más destacados del bando cristiano fue el genovés Giovanni Giustiniani Longo, que financió de su bolsillo una fuerza compuesta por dos galeras armadas y 700 hombres, y que recibió el cargo de protostrator y jefe de las defensas de Constantinopla. También notable fue la aportación del veneciano Girolamo Minotto, que contribuyó con cinco barcos y unos 1.000 hombres. Otro contingente italiano a destacar fue encabezado por el cardenal Isidoro, legado papal, que mandaba una fuerza de 200 hombres.
Tampoco podemos dejar de señalar a los miembros de la colonia catalana, agrupados en torno a su cónsul Pere Julià, que se desplegaron en los alrededores de las ruinas del Hipódromo y del antiguo palacio imperial; a valerosos y peculiares individuos, como el noble castellano Francisco de Toledo -que pretendía estar emparentado con la familia imperial de los Comnenos-; al ingeniero escocés (otros dicen que alemán) Juan Grant o al príncipe otomano Orchán, pretendiente al Trono otomano refugiado en Constantinopla. Claro que también hubo griegos y occidentales menos aguerridos que, en cuanto las intenciones otomanas se vieron claras, decidieron poner pies en polvorosa y escapar del inminente asedio. Es lo que ocurrió con los 700 italianos de Pietro Davanzo, que se embarcaron en la noche del 26 de febrero en media docena de barcos.
Y esto era todo. La desproporción entre los dos bandos era abismal, pero los defensores sabían que tenían muy poco que perder una vez que Constantinopla rechazó la rendición incondicional. Según la tradición islámica, las poblaciones que se rendían sin oponer resistencia eran respetadas y todo se arreglaba con una indemnización de guerra, pero cuando había resistencia no se daba cuartel y a los vencidos sólo les esperaba el pillaje, la esclavitud y la muerte. Por eso lucharon con tanta fiereza, haciendo morder el polvo en más de una ocasión a las tropas del sultán.
Pero el 24 de abril los turcos transportaron por tierra sobre plataformas tiradas por yuntas de bueyes casi la mitad de sus barcos hasta el Cuerno de Oro, permitiendo así un bloqueo más eficaz. En la madrugada del 29 de mayo de 1453, tras el fracaso de un ataque turco en las cercanías de la Puerta de San Romano, Mohamed decidió que había llegado el momento del asalto final. Las primeras embestidas de los jenízaros fueron rechazadas, pero un error de los defensores (un portón en la muralla de Blaquernas que quedó mal cerrado tras una salida de hostigamiento de los defensores) fue aprovechado por los otomanos para introducir un pequeño contingente, cuya presencia desconcertó a los cristianos. En ese momento Giustiniani resultó herido y su ánimo se quebró. Considerando que ya había hecho más que suficiente y que toda resistencia era fútil, ordenó a sus hombres que le retiraran del campo de batalla, a pesar de los ruegos del emperador. Conocida la noticia, cundió el pánico, la resistencia se desorganizó y los turcos ampliaron la brecha, penetrando en masa. Fue el fin de Bizancio.
Los que pudieron (entre ellos Giustiniani, que moriría en Quíos a consecuencia de sus graves heridas), escaparon en unos pocos barcos que se las arreglaron para sortear el bloqueo otomano, pero otros decidieron combatir hasta el final, entre ellos el propio emperador Constantino que, en un gesto poco frecuente en la Historia y que dignificó a toda su dinastía, se desprendió de las insignias imperiales y se lanzó contra las fuerzas enemigas en compañía de su primo Teófilo Paleólogo, de su amigo Juan Dálmata y de Francisco de Toledo. Murió combatiendo, junto a otros 3.000 ó 4.000 bizantinos y latinos que sucumbieron ese día, según la fuente que se escoja. A pesar de los intentos del sultán, su cuerpo nunca pudo ser identificado con seguridad.
Otros combatientes tuvieron una suerte dispar. Los catalanes, que defendían el sector del viejo palacio imperial, continuaron combatiendo hasta que todos murieron o fueron hechos prisioneros; cerca de ellos, donde antaño estuviera el puerto Eleuterio, los turcos de Orchán se batieron también bravamente, hasta que Orchán decidió poner fin a la resistencia y trató de escapar disfrazado de monje griego, pero finalmente fue descubierto y ejecutado, como lo fue el cónsul Pere Julià y varios de sus hombres. En cuanto al cardenal Isidoro, tuvo más suerte, pues intercambió vestimentas con un mendigo y logró ponerse a salvo en Pera, mientras que el pobre pedigüeño fue apresado y decapitado en su lugar.
Durante tres días se sucedieron el pillaje y los asesinatos. Sólo fueron respetadas las zonas de Constantinopla que se rindieron sin oponer resistencia. Pero una vez saciadas las tropas, Mohamed decidió que ya había sido suficiente y que tocaba la hora de la reconstrucción. No había prisa para hacerse con el resto de los diminutos territorios griegos y latinos, que serían tomados en los años siguientes. El Imperio Romano de Oriente había muerto, pero de sus cenizas surgió otro, el Imperio Otomano, que perduraría casi cinco siglos.
Bibliografía
Este breve trabajo no habría sido posible sin la consulta de las siguientes obras:
- BRÉHIER, Luis, «Vida y muerte de Bizancio», en El mundo bizantino, México, Unión Tipográfica Hispano-Americana, 1956, volumen 1.
- «Byzantine Armies, 1118-1461», en Men-at-Arms Series. Osprey Military, Londres, 1995.
- HATZOPOULOS, Dionysios (Universidad de Montreal), The fall of Constantinople.
- MAIER, Franz Georg, Bizancio, Madrid, Siglo XXI, 1987.
- RUNCIMAN, Steven, La caída de Constantinopla, Madrid, Espasa-Calpe, colección Austral, 1973.