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Modernismo y mundonovismo: apogeo, ocaso y vigencia actual

Nicasio Perera San Martín





El centenario de Ariel1 que celebramos hoy es una excelente ocasión para revisar algunos juicios y prejuicios -propios y ajenos- acerca de José Enrique Rodó, de su obra emblemática y del movimiento estético e ideológico en el cual se inscriben ambos.

Comencemos por señalar que, a nuestro entender, Modernismo y Mundonovismo son inseparables en tanto que faceta estética y faceta ideológica de un mismo movimiento. Vale decir que recusamos de antemano el uso abusivo que ha hecho la crítica literaria española del término Modernismo, para subsumir la influencia de Rubén Darío en la literatura española o, para ocultar, tal vez, aspectos enojosos de la designación Generación del 98. Designen como quieran los españoles sus propios movimientos literarios, de preferencia con un poco más de originalidad, y atengámonos nosotros a la idea de que el Modernismo es un movimiento americano, íbero-americano, o tal vez corresponda ya decir latino-americano2, puesto que es por esa época que el término aparece y que es precisamente esa la tradición que el propio Rodó reivindica.

Así deslindado el campo, fuerza es constatar que la mayor originalidad del Modernismo consiste en su autonomía con respecto a los cánones y modelos europeos al uso, y que dicha autonomía radica precisamente en la osadía de reivindicar como cosa propia el conjunto de las tradiciones literarias y culturales del mundo occidental, derecho que se funda en la condición específica del Nuevo Mundo, en la especificidad de su crisol racial y cultural.

Tal vez ahora se comprenda mejor porqué afirmamos que Modernismo y nuevomundismo son inseparables y que no puede haber Modernismo fuera de América.

Sobre esas bases, cabe destacar que a José Enrique Rodó le corresponde un doble papel teórico, fundamental en ambos casos: el de establecer orgánicamente los fundamentos del análisis literario de la estética modernista3 y el de echar los cimientos del aspecto más fecundo del Mundonovismo, y nos referimos, claro está, al arielismo, como fermento ideológico que se esparcirá por toda América.

A sus avatares dedicaremos las reflexiones que siguen.




- I -

En ambas tareas tiene Rodó (1871-1917) un antecedente mayor: José Martí (1853-1895). Liberada ya del viejo esquema que hacía de Martí un ilustre «pre-modernista», la crítica contemporánea ha establecido claramente su verdadero papel y tanto sus valores literarios, como su condición de héroe nacional han favorecido una minuciosa labor de exégesis que ha demostrado, en particular en numerosos para-textos, no ya sólo su condición, sino su clara conciencia crítica de modernista con toda la barba. Por su parte, su célebre ensayo «Nuestra América»4 es, sin lugar a discusión posible, pilar de la instrumentación de la ideología nuevomundista.

Así remodelada la perspectiva, la fama continental de Darío (1867-1916), la difusión inmediata de Ariel, igualmente a nivel continental, se sitúan, no ya en los albores de un movimiento incipiente, sino en el apogeo de un largo proceso de elaboración cultural que, desde un punto de vista historicista, puede ser considerado como la culminación de la emancipación hispanoamericana, iniciada en las luchas por la independencia.

Ni Darío ni Rodó surgen ex nihilo, por grandes que fueran su genio y su talento, y lo eran, dicho esto sin desmedro de la verdad, y en beneficio de quienes aún creen en su propio genio.

Como tampoco surge de la nada, ni de la mera alquimia del crisol americano, la pléyade de poetas y narradores modernistas que, en el filo del 900, han cerrado o culminan ya su obra, o están en plena producción.

Citemos, entre los primeros, los que ya han alcanzado plena madurez, amén de Darío y Martí, a los mejicanos Salvador Díaz Mirón (1853-1928) y Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), al cubano Julián del Casal (1863-1893), al colombiano José Asunción Silva (18651896), al uruguayo Carlos Reyles (1868-1938) y, entre los segundos, los que han cerrado ya su ciclo de aprendizaje y entran en la plenitud creativa, al boliviano Ricardo Jaimes Freire (1868-1933), al mexicano Amado Nervo (1870-1919), al argentino Leopoldo Lugones (18741938), al peruano José Santos Chocano (1875-1934), al uruguayo Julio Herrera y Reissig (1875-1910).

Esta enumeración un poco farragosa, aunque lejos de ser exhaustiva, nos muestra claramente que el verdadero epicentro del Modernismo literario, es el 900.

En ese año, la primera promoción modernista cuenta ya tres muertos: Julián del Casal, José Martí y José Asunción Silva. Entre los restantes, el mayor cuenta cuarenta y siete años5, y los menores, veinticinco. El Modernismo es sin duda un fenómeno generacional, pero también es un asunto de jóvenes.

Y es «a la juventud de América» a quien Rodó -que tiene entonces veintinueve años- dedica su Ariel. Y son cientos y miles de jóvenes, en todo el continente, quienes recogen su prédica.

Son ellos quienes animan los círculos arielistas que proliferan en todo el continente, particularmente en los medios estudiantiles, creando una tradición antiimperialista cuyo germen está en Ariel.

Ahora bien, esa influencia, por su naturaleza esencialmente proteica, es difícil de analizar, y no ha sido estudiada en forma sistemática. Cabe preguntarse, por ejemplo, cuál es la influencia del arielismo en ese otro gran movimiento de simultaneidad continental que es la reforma universitaria.

Amén de su carácter difuso, esa influencia es de diferente intensidad y, sobre todo, de diferente duración en las distintas áreas geográficas. Digamos, por ejemplo, que para un rioplatense, por uruguayo que sea, es sorprendente la forma en que el arielismo perduró en Ecuador, o en la República Dominicana.

Sin duda tiene mucho que ver con esas disparidades la mayor o menor vigencia, en la cultura política de los distintos estados, del sueño bolivariano de la Magna Patria, que Rodó reactiva.

Señalemos, por fin, que el detonador que le da vigencia al arielismo y que, según algunos críticos, precipita la propia publicación de Ariel; esto es, la intervención norteamericana en Cuba y la anexión de Puerto Rico, constituye solamente la manifestación política de un fenómeno que muy rápidamente pasará a percibirse como un fenómeno esencialmente económico. Y ahí ya está el germen de profusas críticas a Rodó y al Ariel.




- II -

Y pasamos entonces rápidamente a caracterizar lo que hemos llamado su ocaso. Rodó no se planteó -no podía plantearse- el problema de los indígenas americanos. Sin llegar a la crueldad de los juicios -y los actos- de un Sarmiento, por ejemplo, Rodó adopta una actitud de ignorancia con respecto a las masas sociales de indios, gauchos y negros, que le valdrá muy pronto la acusación de elitismo.

En su descargo, digamos que, desde el punto de vista literario, apenas asomaba por entonces el indianismo6 y que, desde el punto de vista ideológico, sólo se le pueden oponer, en esa época, a dicha actitud, los primeros ensayos de Manuel González Prada7, de carácter político, más que ideológico.

Pero no es sin duda por azar que las críticas más violentas vienen también del Perú. Ya se habrá comprendido que nos referimos a Luis Alberto Sánchez, quien, en lo que a Rodó se refiere -tal vez no sea una excepción- raya en la ignominia.

La otra vertiente crítica mayor es la marxista, que ataca los fundamentos filosóficos -espiritualistas, idealistas- del pensamiento rodoniano. La influencia creciente de las corrientes marxistas a partir de la primera guerra mundial, y de la Revolución Rusa en particular, relegan al mundonovismo en general y al arielismo en particular a la condición de antiguallas. Así lo proclaman, por ejemplo, el argentino José Ingenieros y, más tarde, el cubano Juan Marinello, por citar en los dos extremos del continente.

Tal vez por eso se suele considerar que la pérdida de influencia de tales corrientes es una de las consecuencias del conflicto mundial. Pero, si nos atenemos a un calendario americano, cabe señalar que es la primera revolución social del siglo XX, la Revolución Mejicana, el fenómeno histórico que, a partir de 1910, proyecta la problemática política e ideológica de América Latina a la escena universal, abriendo una etapa de aceleración del ritmo de los acontecimientos históricos que condena definitivamente Mundonovismo, arielismo y Magna Patria a un pasado sin retorno.

Y es también en Méjico, en ese mismo año de 1910, donde resuena el famoso «Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje»8. Por mucho que se discuta que el cisne en cuestión fuera o no el propio Darío, es indiscutible el ataque a un cierto modernismo del cual ya han empezado a alejarse no sólo González Martínez, sino incluso el último Herrera y Reissig y el último Darío, por no hablar ya del veleidoso Lugones. La estética modernista se sobrevive casi milagrosamente en el primer Vallejo (Los heraldos negros, 1918), pero por entonces, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha ya han publicado sus primeros libros, y el modernismo sólo se sobrevivirá en trasnochados cultores de la primera época, como Santos Chocano, o en epígonos que no valen siquiera la mención.

La segunda década del siglo es, pues, la del ocaso del modernismo que, al perder la lozana osadía de la juventud, parece haber perdido su propia razón de ser, su propia esencia.




- III -

Corresponde ahora que nos interroguemos sobre la vigencia actual de los movimientos que venimos considerando.

Comencemos por el arielismo.

Aunque tenga otro signo, el antiimperialismo sigue creciendo en la conciencia histórica latinoamericana al ritmo con que se acumulan las intervenciones armadas y otras formas más solapadas de agresión norteamericana en América Latina. No es sin duda el menor mérito de Rodó, el haber creado la primera doctrina orgánica, auténticamente americana, de resistencia al monroísmo y, hoy por hoy, el arielismo no es ni más ni menos obsoleto que las tesis leninistas sobre el imperialismo.

La defensa de Rodó del derecho de autodeterminación de los pueblos, por pequeños que fueren, seguirá teniendo, por mucho tiempo, una vigencia absoluta.

Su análisis crítico del funcionamiento de la democracia, de sus límites y defectos, supone una lucidez y un coraje intelectual que resultan muy útiles hoy, para tratar de comprender la farsa tragicómica de los siete jueces que deben decidir si se validan o no varios miles de votos entre los emitidos por apenas poco más de la mitad de los ciudadanos de la mayor democracia del mundo. En una palabra, ese análisis sigue siendo perfectamente eficaz para comprender ciertos fenómenos del mundo en que vivimos.

En cuanto al modernismo, una vez acalladas las estridencias de las vanguardias, una vez cegadas muchas de las vías que los vanguardistas abrieron, nos queda la música del verso modernista, la magia del cromatismo y de la sinestesia que abrieron los cauces a la sensibilidad moderna, tal como ésta se despliega luego en la música y en la pintura de las primeras décadas del siglo, no sólo en América Latina, sino en todo el arte occidental. Desde este punto de vista, el mérito del modernismo consiste en habernos hecho entrar en la modernidad, sin el tradicional desfase de reflejo tardío que caracteriza al mundo colonial y que perdura hasta finales del siglo XIX.

Desde un punto de vista estrictamente literario, quien se lleva las palmas del balance es, naturalmente, Darío. Nadie discutiría hoy que su influencia marca de manera indeleble toda la poesía de lengua española.

Pero más allá de esa influencia concreta, nos queda, sobre todo, el rasgo más moderno del modernismo, su conquista más cabal: la afirmación de la especificidad de la creación literaria.

Quienes sólo hayan conservado -muchos las recibimos- la imagen de las lecturas escolares de un Rodó ampuloso, de retórica inflada, o la imagen altisonante y huera de los versos modernistas aprendidos con dificultad («Ya se oyen los claros clarines») deben volver a esa eterna fuente de juventud que son, porque así quedaron plasmadas, la utopía mundonovista y la insolencia modernista.





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