A todos los prófugos del mundo, a quienes quisieron contemplar el mundo, a los
prófugos y a los físicos puros, a las teorías restringidas y a la generalizada.
A todas las cervezas junto al mar.
A todos los que, en el fondo, tiemblan al ver un guardia.
A los que aman a pesar de su dolor y el dolor que el tiempo hace florecer en el alma.
Shelley Álvarez se sentó al piano para iniciar La Ofrenda Lírica de Bach. Al lado del pedal de resonancia brillaba al sol de otoño una botella de whisky Johnnie Walker. Y en el interior, confundido entre las líneas del Arpa, Shelley Álvarez escondía un fragmento de haschisch, tan solo por eufonía.
En el horizonte algo simulaba una luz: era el reflejo de un letrero de hojalata.
Shelley digitó La Ofrenda sin reparar en el Tiempo.
Luego cerró el piano y escuchó la Música de las Esferas. Fue entonces que ideó tomar un baño de tina.
Mientras lo hacía, en medio de avisos, voces, crujidos, surgió de la radio La Última Canción de Richard Strauss. Y el Universo alcanzó para Shelley el mc2.
Shelley Álvarez no creyó estar soñando: su perfecta formación dentro del Empirismo Inglés jamás se lo hubiera permitido.
La Canción concluyó, y Shelley recordó con Melancolía que él nunca conociera La Melancolía, ni el Temor, ni, quizás, la dicha.
Mientras se secaba leyó el poema que alguna vez dejó en un papel:
Mi primer Amor fue La Música mi segundo mor fue el Amor a La Música. Mi tercer Amor fue triste y feliz
Y se entretuvo arrojando dardos para alejar su corazón de su corazón, porque el recuerdo del Amor es más fuerte que el Amor.
Pero existían los dardos, y el whisky. Y algo más: Shelley tenía en sí una cierta soledad que acompaña, una soledad que no mata: una impecable soledad.
Poseía dos pianos: un Pleyel y un Erhard, con los cuales viajaba en algún trasatlántico: de preferencia el France.
Y mostraba con indiferencia el vacío de su vida: porque no era vacío, sino plenitud.
Nunca intentó responder la pregunta, y su vanidad legendaria partía de saberse misterioso. Cuando en las tardes de verano la arena a merced del viento se extiende a impulsos de las manos de Dios que habita en los frascos de cerveza, y todo está en Fa mayor, Shelley incluso hablaba.
Y solamente por una vez nombró lo que no pudo ser. Y así como dos piano-fortes, poseía dos automóviles: un Volvo de dos puertas y otra máquina cuyo nombre no recordaba desde que escuchó Islamey y contempló el mundo con cierta aprehensión.
Ars longa vita brevis.
Así podía leerse en sus ojos. O cuando daba color al último Concierto Romántico y primero de Prokofieff.
Pero en La Música hay algo impalpable: Beethoven murió solo, cirrótico y sordo, sin quejarse, sin dinero, sin lamentables homenajes, sin autocompasión. Único en un mundo del sonido. Un sordo cuya flor era si no la vibración, el alma. En qué blanco Amor residiría su fuerza.
Credo in unum Deum Wir betreter Feuertrunken in deine Heiligtum
Shelley brindó con el Johnnie Walker, imaginándolo el vino del Rhin, la patria de Beethoven.
Y después por la valentía, tan admirable como el abandono. Y luego por la ternura que se asemeja a alguna palabra que en nadie encontró corazón:
Ciclo del jardín o Ilustraciones al Primer Concierto de Sergei Prokofieff
Shelley Álvarez improvisó arpeggios con la mano izquierda durante dos horas; seguidas estas, anduvo por el jardín pleno el corazón del aire lento y una Flor del Estío que no he de olvidar.
La extensa pradera y la noche se extendían hacia los cinemas. Y la lengua del mudo ha de cantar. Tu rostro me recuerda una vez lejana y tu Amor que no es ensueño sino Amor, The Royal Fireworks y el agua que sobrevive a un lado del Espacio, más bien yo diría en el Océano silencioso o los abismos donde las estrellas proyectiles de movimiento angular muy sensible como Van Maanen. Todo esto pensaba en tanto Shelley Álvarez.
Su nave espacial, elefante o Volvo 121 lo esperaba reposando en la bruma.
Shelley, que odiaba la ternura, no se emocionó al ver su Automóvil. Más bien le pareció hermoso y lleno de la perfección y la estultitia.
Había bebido un frasco de whisky y su alma le dijo que el ser humano sería feliz si lo quisiera. Pero aun sin whisky ya lo había pensado desde niño, durante la lectura de los versos de Roberto Browning, Yeats o Petrarca.
O sea que usted cree en los libros, le había preguntado una señora. No, dijo Percy B. Shelley Álvarez. Pero creo en los que jamás dejaron de creer que el odio aun es solo una forma del amor. Usted oculta tras su pretendido amor un inconmensurable odio. No odio a nadie, pues a nadie conozco. Soy solitario, le había contestado Shelley Álvarez. Usted es narcisista, le había asegurado un psicoanalista durante entrevistas a las cuales Shelley Álvarez asistía por visitar San Isidro. Eso no me impide tocar el piano, había susurrado Shelley Álvarez mientras navegaba hacia Marte para contemplar los canales del glorioso Schiaparelli.
Porque era evasivo: evasivo por solitario, impecablemente solitario. [...]
Shelley Álvarez o Gran Jefe Un Lado del Cielo (puesto que son uno, el primero con el piano aquí y allá, y el segundo igualmente humano, pero piel roja) tocó un Recital en una pequeña Sala de Conciertos: lo hizo por dos motivos: debido a que el piano era Steinway, y por extender sobre el espacio Islamey, Fantasía Oriental, obra de dificultad suprema, pero de sencillez infinita para alguien que hubiera navegado, como él, en el Océano Índico con Nikolay Andreiewitch Rimsky-Korsakoff. Y Rimsky o Balakireff, igualito es.
Antes del Concierto, como lo hiciera desde pequeño, rezó:
Señor: Tú que estás
en lo absurdo
y también en las latas,
la basura, la miseria,
los cintilantes tejados,
los jardines escondidos,
el amor, la brea,
la tristeza,
la desesperanza. Señor:
tú que habitas
también en los fragmentos
que quedan
tras las terribles
noches de los bares
oscuros, en las moscas,
en los callejones sin salida,
en las llagas
Señor: no me oigas:
oye más bien
lo que resonará
en la Música
Arte purísimo
que cercano
desciende y llena
si no el corazón
de otros, por lo
menos el mío,
porque soy pianista
y no sé otra cosa
además del piano
y la soledad.
Terminado lo cual, agregó un Padre Nuestro, y se dirigió al escenario.
Hay gentes que nacieron para la luz del día y hay otras que nacieron para un vago fulgor.
Samuel Taylor Álvarez recorrió el singular teclado del Pleyel con esa, su extraña manera. Cantaba a Brahms ahora. Y su alma estaba plena de forestas y, único, de tiempo Adagio. La languidez habitaba en sus ojos, y así los añicos de losetas, astillas, anemonae y joyas del mar. Shelley Álvarez comprendió que la ducha lo esperaba: para tomar del devenir el sonido auténtico; para mirar al paso de las ventanas, las estaciones: Las cuatro estaciones a una vez: el transcurrir del año en un instante. Y cubrió de shampoo la habitación inesperada y sonrió.